8

Un difunto se pierde sus funerales. Y Di pierde a su viuda.

La avenida de las Victorias Militares nunca había estado tan atestada de personas de todo tipo estorbando. Parecía que el millón de habitantes de Chang'an se había dado cita en la calle para impedirle avanzar. No había manera de seguir camino y él tenía que atrapar a un muerto. Se aferró a los montantes verticales de la gruesa y pesada caja y asomó el busto por la ventanilla lateral para gritar: «¡Abran paso a Su Excelencia el viceministro de Obras Públicas!». Varios transeúntes se apartaron, no tanto por respeto a su función como para ver pasar a la curiosa comitiva de porteadores impacientes.

Di prometió a sus hombres una prima de tres taeles a repartir si aceleraban. El anuncio tuvo el mismo efecto que un nabo en el hocico de un asno.

—¡Que Su Excelencia nos haga el favor de volver adentro! —dijo el situado más cerca.

Apenas tuvo tiempo de dejarse caer sobre los almohadones, los ocho forzudos cambiaron el paso a otro más enérgico que Di no les conocía, cantando unos «hop, hop» con ritmo perfecto. Empezaron a zigzaguear entre carretones, puestos de mercado y el sinfín de obstáculos que se levantaban por todos lados. La voluminosa caja colgaba en cada giro, mientras su señor en el interior se veía espantosamente zarandeado, agarrado firmemente al marco. Varias veces estuvo el palanquín a punto de dar en la cuneta con el eminente y acelerado mandarín.

Unos cantos religiosos amortiguados por la distancia llegaron a sus oídos haciéndose poco a poco más nítidos. Alcanzaron primero a un grupo de plañideros profesionales cuyas potentes voces desgranaban los muchos méritos del fallecido. Luego fueron los chamanes, con sus atributos animalescos, los sacerdotes taoístas armados de plumeros para expulsar a los demonios que sólo ellos eran capaces de ver, los monjes budistas de cráneo afeitado, algunos soplando trompas y otros haciendo sonar campanillas que surtían el mismo efecto sobre los diablos que los plumeros de los taoístas. Llegaron por fin al catafalco instalado sobre un carro de bueyes. Di se preguntó sorprendido por qué les había costado tan poco llegar a la cabeza de la comitiva. ¿Dónde estaba la docena de músicos con sus tambores y címbalos? ¿Y los familiares hasta cuarto grado de parentesco? ¿Y los leales al clan? Allá se congregaban apenas veinte almas y no precisamente de primera categoría. Era muy poca gente, tratándose de un miembro de la familia imperial, por más dudoso que fuese su origen. La afligida viuda había ofrecido al difunto unos funerales de ínfima categoría, casi de incógnito.

Di ordenó a sus porteadores dejar su carga atravesada en la calle, de manera que obligara al conductor a detener los bueyes. La repentina inmovilidad del carro se trasladó a los monjes, luego a los sacerdotes, chamanes y por último a los plañideros, provocando un frenazo general. Los budistas pisaron los pies de los taoístas, que sirvieron de tope a los brujos cubiertos de plumas y a todo lo que venía detrás. Di esperó a que acabaran los insultos y a que callasen los instrumentos para subirse al catafalco, pese a los gritos de desaprobación de los fieles de las tres religiones. Desde arriba veía los rostros perplejos de todos los que acompañaban el entierro. Reconoció al viejo Shen Lin, que había fracasado en impedir este funesto final. Constató la ausencia de la viuda: no veía por ningún lado el atavío de velos y cortinas de perlas que lucían las damas de la nobleza en esta clase de ceremonias.

Pese a las exclamaciones de la multitud, retiró el sudario que cubría el cadáver. El barón estaba allí, con su rostro lívido y su hermosa greña aristocrática. Di cogió la barba con toda la mano, para escándalo de los monjes, convencidos de estar ante un loco decidido a ultrajar al muerto. No tuvo que estirar con fuerza. La fina pilosidad color azabache se le quedó entre los dedos, pronto seguida por el elegante mostacho. El cortejo lanzó un clamor de estupor. Di hizo una bola con un pliegue del sudario y lo restregó por la cara del difunto. Una vez retirado el maquillaje, pudo reconocer no el rostro del barón al que había visto apenas en su lecho sino al miserable mendigo que padecía su misma enfermedad.

Decretó que se suspendieran los funerales, lo que provocó nuevos chillidos entre los religiosos de toda clase que esperaban su paga. Dio orden al conductor de los bueyes de conducir el catafalco a la encomienda militar, donde el honorable Shen se encargaría de identificar al cadáver. Luego dejó atrás al gentío presa de dos dudas: ¿qué era eso de enterrar a la gente con barba postiza y de dónde venía la moda de enviar los restos mortales de alguien al puesto de policía?

Di regresó a toda prisa a casa del barón. A lo largo del camino, se reprochó la lentitud de su ingenio, su ingenuidad e incompetencia. Su único consuelo era que un viceministro de Aguas y Bosques no tenía la obligación de identificar a los criminales cuando se le cruzaran en el camino. Sus enemigos declarados eran los leñadores que mermaban el terreno forestal sin autorización y las crecidas en una zona que carecía de diques. Este pensamiento habría bastado para consolarlo si no hubiese demostrado el mismo nivel de incompetencia en la gestión de los recursos naturales.

En el suelo seguía el pañuelo abandonado, a pocos pasos de la vivienda patricia. Di creyó descubrir en este detalle un mal presagio sobre el desarrollo de su investigación. Sacudió la aldaba de la campanilla con fuerza suficiente para despertar a todo el barrio, pero nadie respondió. Como el portón derribado seguía sin cerrar, penetró en el interior, no sin antes tomar la precaución de hacerse acompañar por ocho porteadores, por si al otro lado le esperaba una emboscada.

Lo que descubrió le hizo lamentar que no hubiera una encerrona. Viejos papeles, ropa sin valor, pequeños objetos caídos a causa de una fuga precipitada salpicaban el embaldosado. El viento que barría esos vestigios a la vez que las hojas muertas confería al espectáculo un aspecto lamentable. Di subió la escalera de honor que llevaba a los aposentos de recepción antes engalanados. Aún se distinguían sobre los tabiques las marcas del revestimiento de madera ornamental y la huella de los muebles. Ya no quedaba una sola alfombra sobre el suelo, ni jarros de porcelana esmaltada, ni teteras sobre braseros de cerámica. El difunto no era el único que había abandonado el lugar: el mobiliario al completo lo había seguido. Se podía apostar sobre seguro a que el resto de su fortuna había tomado el mismo camino.

Di recorrió la casa, convertida en un cascarón vacío. Las rocas del jardín de piedras velaban sobre un despojamiento que tenía en el suelo de arena cuidadosamente rastrillado su expresión perfecta. El único criado había huido, espantado sin duda por la irrupción del mandarín una hora antes. Éste se encontraba ahora en medio de un desierto donde lo único visible era su fracaso.

Una llamada atrajo su atención del lado de las escaleras.

—¡Señor! ¡Hay alguien! —le susurraron con voz ahogada.

Uno de sus porteadores, desde el rellano le hacía señas para que se acercara. Llegado al parapeto, Di pudo ver cerca del portón a un hombre de formas orondas, suntuosamente ataviado con una capa forrada de marta cibelina de la que sobresalía el bajo de un traje bordado. El intruso dio unos pasos por el patio sin prestar atención a los esclavos congregados al pie de la escalera. Varios criados de primera aparecieron tras sus pasos. Uno de ellos iba anotando en un escritorio portátil las observaciones que se le ocurrían a su señor a la vista del extraño decorado por el que paseaban. Como los porteadores miraban a Di inquisitivamente, éste señaló a los recién llegados con un gesto sin ambigüedades. Sus hombres se creyeron ascendidos al grado de auxiliares de policía y fueron a echar el guante sobre los extraños y lucharon por arrastrar al más corpulento hacia la casa.

—¡Cómo! —protestó éste, con expresión ultrajada— . ¿Quién molesta a Su Excelencia Ming, subjefe de cobros del barrio sur, funcionario de tercer rango y segundo grado?

Di se temió haber cometido otra pifia. Hizo un gesto para que soltaran a su presa. El tono empleado por Ming era el típico de los empleados en las finanzas imperiales, aunque hasta la fecha Di desconocía que se gratificara a esos destajistas con un título de tercer grado y el título de Excelencia. Consideró llegado el momento de presentarse y se disculpó por un error fruto de la diligencia con que sus esclavos se empeñaban en servirlo. Su cargo de viceministro fue el único detalle de su discurso que retuvo el subintendente de finanzas. Condescendió en sosegarse, e incluso dedicó al mandarín un saludo escrupulosamente calculado para no resultar ni más ni menos obsequioso que el de su interlocutor. Los dos funcionarios dieron algunos pasos por el interior de la casa, mientras los escribas continuaban anotando lo que el desolador paisaje les inspiraba.

El señor Ming explicó que acababa de adquirir la residencia para convertirla en su nuevo domicilio. Di dedujo que era más fácil enriquecerse en la subdirección de cobros del barrio sur que en la gestión de aguas y bosques de todo el imperio. El señor Ming constató complacido que el ocupante que lo había precedido había despejado el lugar de muebles. Él había comprado las paredes tres semanas antes, al cabo de una transacción rápida que le había resultado bastante ventajosa, aunque no había comprendido por qué un hombre enfermo podía necesitar con tanta urgencia una suma semejante. Se convino entonces que el local quedaría libre antes del fin del mes lunar, lo cual equivalía de algún modo a incluir la muerte inminente del barón en el contrato.

Era evidente que todo había sido minuciosamente organizado para expoliar a los proveedores. Se había rascado el cordero hasta dejarlo en el hueso.

—¿Qué pasa aquí? —dijo una voz desde el rellano.

Shen Lin acababa de llegar a lo alto de la escalera. Dirigió una mirada incrédula a los ocho porteadores sentados en los escalones en medio de las huellas del desalojo y se entretuvo en el opulento recaudador rodeado de sus contables. Miró luego al viceministro vestido de luto y se detuvo en la pared que tenía enfrente, ya sin los delicados ejemplos de caligrafía que esa misma mañana aún la adornaban.

—¿Dónde está la dama de Pao-ting? —continuó— . ¿Qué ha sucedido con los muebles?

—Los muebles seguramente volverá a verlos en los anticuarios de la vecindad —respondió Di— . En cuanto a la viuda, será menos fácil dar con ella, me temo.

El rostro del viejo médico se descompuso. Miró al gordo encapuchado de marta cibelina que seguía recorriendo la estancia con gesto satisfecho, con cinco chupatintas pisándole los talones.

—¡Señor, eso no es posible! —exclamó.

—¿Por qué? ¿Se han ido sin pagarle sus honorarios? Entonces, me temo que tendrá que renunciar a ellos. El trato con pacientes pobres procura menos desilusiones en este aspecto.

Shen Lin no conseguía sobreponerse al disgusto. Cualquiera creería que su propia familia se había volatilizado sin avisar. No era, por otro lado, la única sorpresa del día.

—Su Excelencia tenía razón —anunció— , es mi protegido el que iban a inhumar en lugar del barón.

—Voy a hacer que lo encarcelen hasta que me haya dado una explicación por este cambiazo —manifestó Di.

Descubrió que los ojos del anciano médico no habían alcanzado aún los límites de su capacidad de abrirse. De golpe parecían dos canicas enormes.

—¡Es imposible, señor! ¡Me debo a mis enfermos! ¡Mil obligaciones urgentes me reclaman!

—Sí, sí, lo sé —repuso Di— : todas esas enfermedades de la humanidad que usted se dedica a aliviar, todos esos pordioseros a los que atiende con tanta entrega para introducirlos luego en el ataúd de los ricos.

El anciano hizo un esfuerzo para hincarse de rodillas ante el mandarín, lo cual no era fácil, pues tenía los miembros rígidos. Normalmente, en el tribunal Di habría hecho una señal a los guardias para que ayudaran a las personas ancianas o las dispensaran de esta formalidad, pero en esta ocasión hallaba cierto placer en dejar sufrir un poco al sabio por ver si así calibraba las consecuencias de sus actos.

—Suplico a Su Excelencia que perdone mi error, que sólo se explica por mi ingenuidad. Mi ignorancia del corazón de los hombres me empujó a aceptar un pacto que ahora se vuelve contra mí.

Escondió la cara entre sus manos para ocultar la expresión de vergüenza. Sus hombros se agitaron con un ligero temblor. Conmovido al ver a ese abuelo sollozar en su presencia, Di decidió abreviar la humillación.

—Creo haber comprendido qué ha pasado —dijo— . El barón le llamó para que curara a su esposa, ¿no?

El anciano médico asintió con un movimiento de cabeza. Di continuó su razonamiento.

—Supongo que le hicieron venir porque ella tosía. Como parece que ahora goza de perfecta salud, debió de tratarse de una afección benigna, que usted curó sin mayor problema. Después de darle las gracias y remunerarle espléndidamente, Li Fuyan le explicó que estaba en apuros con la Corte y le propuso que lo ayudara a desaparecer. A cambio de una suma considerable, se trataba de encontrar a algún moribundo y hacerlo pasar por él. A usted le fue fácil encontrar en los bajos fondos de esta ciudad a un pobre infeliz al que instaló en un lugar discreto.

Shen Lin aprobó con un movimiento de la barbilla.

—El barón quedó muy descontento al ver que las cosas se demoraban tres semanas —explicó— . Yo no pude evitar tratar a este hombre, así que la cosa se alargó más tiempo del previsto.

—Cuando por fin su paciente se dignó entregar su alma, usted lo trasladó hasta aquí con ayuda del criado. La compañera de su cómplice lo maquilló de modo que se pareciera al barón. Una vez los proveedores estafados dieron constancia del fallecimiento, se despacharon los funerales y usted ha venido a buscar el pago a su embrollo... para descubrir que también le han estafado a usted.

El médico sacudió la cabeza con gesto triste.

—No es usted el único que recoge indicios para ofrecer un diagnóstico —dijo Di— . Usted persigue y acorrala enfermedades y yo delincuentes.

Juzgó inútil añadir que se había dejado engañar hasta el punto de hacer el ridículo delante del gran analista. Los interrumpió el recaudador gordinflón, que miraba sorprendido al anciano hincado de rodillas en medio del polvo del salón.

—Ruego a Su Excelencia que me perdone, pero mi patio está invadido de indeseables que pretenden colarse en mi nuevo domicilio y la están tomando con mi personal.

Desde el rellano, Di vio al grupo de vendedores de regreso. Se quejaban a los nuevos ocupantes, bastante molestos por la continua riada de intrusos. Di consideró urgente pronunciar un breve discurso para restablecer el orden. Mandó a los escribas de Ming que instalaran junto a la entrada una mesa de reclamaciones, donde empezaron a anotar los nombres e identidad de los demandantes y el importe de las sumas estafadas.

Atraídos por la agitación, al fin apareció un grupo de soldados. Di les confió al médico Shen. Luego, prescindiendo del palanquín, abandonó la casa a pie para volver al gongbu.

Convenía rastrear con urgencia todos y cada uno de los albergues en busca de una pareja de viajeros de clase acomodada, aunque estaba convencido de que eran demasiado astutos para dejarse atrapar fácilmente. ¿Dónde podían estar escondidos los dos timadores? Estaba enfadado consigo mismo. Todo este jaleo podría haberse evitado si se hubiese olido la jugarreta mucho antes. Para calmar sus conciencia humillada, se retó a llevar a los fuguistas delante de la justicia, aunque tuviera que arrastrar sus botas por el polvo de los tugurios de peor fama. La palabra «imbécil» escrita con cal brillaba siniestra en la pantalla oscura de sus pensamientos.

Mientras cruzaba la avenida que bordeaba el barrio, un crío en harapos se acercó corriendo a él para entregarle una varita lisa.

«El hombre que anda buscando se esconde en el albergue del Cisne Feliz», estaba escrito con una caligrafía fina y precisa. Di miró a su alrededor. Gente atareada. Nadie lo estaba espiando. El pequeño mensajero hizo el gesto de marcharse. Di lo retuvo por el cuello.

—¿Quién te ha dado esto? ¿Un hombre al que tú conoces?

El niño se volvió y señaló un punto a lo lejos sin que el mandarín alcanzara a ver nada concreto.

—Un hombre, no —le corrigió el chico— . Una dama con abanico. No le he visto la cara. Me ha dado cinco sapeques para que entregue su nota. ¡Tiene que estar muy enamorada de usted!

Estaba claro que el chiquillo ya había entregado otros billetes galantes para hermosas y volubles personas. Por una vez, este billete no iba a hacer feliz al hombre en cuestión.

En lugar de cruzar la avenida, Di cambió de dirección y se encaminó a buen paso a su casa. Explicar el caso a las autoridades competentes, redactar informes en varios ejemplares y solicitar autorizaciones le habría tomado varios días. Sabía dónde encontrar al personal especializado que necesitaba sobre la marcha.

Mientras empujaba el portón de su hermosa residencia oficial, pensó de golpe que sería interesante averiguar en qué se ocupaba el personal cuando él estaba en la Ciudad Prohibida. De entrada se sorprendió al comprobar que el portero que debería estar vigilando la entrada estaba ausente. Vio a un grupo de criados formando círculo alrededor de algo, en un rincón del patio. Nadie advirtió su presencia mientras él lanzaba una mirada por encima de sus hombros. En el centro de esta arena improvisada encontró a Ma Jong, un coloso, ataviado con un simple calzón anudado alrededor de los riñones, con el torso al desnudo, bien plantado sobre sus piernas frente al cocinero, un hombre al que su oficio había permitido desarrollar un buche impresionante. El jefe de sus cazuelas se abalanzó de repente contra el teniente, al que agarró por la cintura. Animado por Tsiao Tai, otro mastodonte con las pechugas al aire, Ma Jong consiguió girar sobre sí mismo, hizo tambalearse al cocinero y lo arrojó al suelo en medio de los gritos de entusiasmo de los espectadores. Varias monedas de cobre cambiaron de manos.

—¡Vaya, vaya! —murmuró el viceministro.

Sus empleados se volvieron. Avergonzados al verse sorprendidos en una ocupación que no figuraba precisamente entre las obligaciones de su servicio, se apresuraron a volver a las tareas que habían abandonado. El mandarín se quedó solo con sus suplentes, a los que vio vestirse con aire contrito. Observó que los dos hombres habían engordado. Desde su regreso a la capital, continuaba manteniéndolos sin nada que hacer a la espera de destinarlos a algo útil. Había intentado incluso colocarlos en el Departamento de Aguas y Bosques. Por desgracia, su principal experiencia en este terreno había consistido en una breve carrera de «caballeros de los verdes bosques», es decir, de salteadores de caminos, carrera a la que Di puso fin al reclutarlos. Su convivencia con los secretarios, tan exquisitamente educados, había resultado un desastre. En cambio, le venían de perillas para la operación que tenía en mente.

—¿Estáis satisfechos con la vida que lleváis en la capital? —preguntó.

—¡Del todo, señor! —respondieron a coro los dos luchadores.

Le describieron la existencia dorada que disfrutaban ahora entre esta vivienda tan hermosa, la taberna, el mercado, la taberna, el barrio de las chicas alegres y la taberna.

—Ignoraba que os hubierais organizado un día a día tan entretenido —dijo Di— . Tenía la intención de pediros que me ayudarais un poco en mi trabajo.

Adivinó por su expresión que los dos hombretones no tenían el menor interés en volver a contar árboles y cántaros de agua entre escribas a los que su mera presencia daba dolor de cabeza.

—Se trata de atrapar a dos estafadores que ofenden la moral pública —les anunció.

Una amplia sonrisa se pintó en el acto en sus caras gordotas.

—Estaremos encantados de poder desoxidar las articulaciones —respondió Tsiao Tai, feliz de enviar a paseo sus aburridos vagabundeos bañados en alcohol.

—¡Como en los viejos tiempos! —añadió Ma Jong.

Su patrón pensó que esa distracción tendría al menos el mérito de evitar que machacaran y despojaran a su personal. Fue a vestirse con ropa más discreta. Luego, escoltado por sus dos hombretones se dirigió a la dirección que indicaba la varita anónima.

Se encontraba al otro extremo de la ciudad, cerca del mercado del este, un albergue astroso. La enseña «El Cisne Feliz» colgaba penosamente por encima de la puerta. La planta baja de este gran barracón de madera estaba compuesta por una sala amplia donde empleados zafios dispensaban un doufu jiu[13] recalentado al baño maría que se adivinaba asqueroso. Las dos plantas superiores servían de cuartos de huéspedes donde se alquilaban esteras llenas de pulgas. Los rostros patibularios de los que iban y venían por los alrededores decían claro qué clase de establecimiento era. «Más bien debería llamarse "El Cuervo Desplumado"», pensó Di. Ahí habría trabajo para un yamen durante días enteros en cuanto a un juez se le ocurriera hacer una redada.

Una solución habría sido entrar y preguntar si un individuo con las trazas del fugitivo se encontraba allí, pero también era la mejor manera de sembrar el pánico. Bien se veía que los habitantes del Cisne Feliz preferirían saltar por las ventanas a tener que explicarse delante de las autoridades.

Di y sus lugartenientes se apostaron enfrente para vigilar los alrededores. Sus acólitos fueron a comprar algo para entretener el estómago en una esquina. Había un tenderete atestado de ánforas y frascos que contenían diversos tipos de conservas. Un cliente estaba ya llenándose dos cantarillos. Los hombres del mandarín esperaron a que hubiera acabado, luego lo miraron alejarse con paso vacilante, llevando un recipiente en cada mano. Tsiao Tai le dio un codazo a su compañero, y entonces se miraron con complicidad: los dos cantarillos no eran ni mucho menos los primeros del día. De pronto se fijó en su patrón, que seguía plantado delante del albergue y se esforzaba en llamar su atención. Di apuntó con el dedo al borrachín que se acercaba a él con paso inseguro. Sus hombres abandonaron el tenderete de bebidas y atraparon al alcohólico en un par de zancadas. Éste se zafó torpemente cuando dejaron caer sus manazas sobre sus hombros.

—¡Suéltenme! —gimoteó con voz pastosa— . ¡No tengo nada!

Lo cogieron cada uno por un brazo y lo llevaron hasta su señor, que se había metido por una callejuela. Con los brazos en jarras, Di miró al que le había obligado a atravesar la ciudad en palanquín a la velocidad de un caballo al galope para alcanzar a un ataúd. Ante sus ojos tenía un triste espectáculo. El personaje de alto rango se había convertido en un buscavidas de baja ralea. Su nobleza prestada se había esfumado con sólo abandonar la espléndida morada. Di podría haber pasado la vida buscando a una pareja de aspecto elegante: lo que contemplaban sus ojos superaba toda imaginación. Lo cierto era que hacía bueno uno de esos proverbios populares que amenizaron su infancia: «Por mucho que el gusano blanco se retuerza, nunca llegará a mariposa». El ladrón había caído en el fango a las primeras de cambio. «¡Cuántos crímenes se evitarían si los granujas admitieran de una vez por todas que el orden de las cosas es ineluctable!», se dijo Di.

Como su prisionero se hallaba demasiado bañado en vino para responder a sus preguntas, empezaron arrojándole agua sobre la cabeza. Luego lo acompañaron al interior del tugurio fingiendo que traían a un camarada de borrachera. Las costumbres de Ma Jong y Tsiao Tai los hacía creíbles en este teatro. Los más difícil para Di fue abandonar el porte de embajador que permitía reconocer a un magistrado a primera vista.

Subieron al dormitorio sórdido, atestado día y noche de vagabundos y borrachuzos. Li Fuyan les señaló el rincón donde habían metido sus trastos. Aunque no esperaba encontrar ahí todas las riquezas robadas a los comerciantes, Di se quedó aterrado al descubrir sólo algunos pingos sin valor. La justicia divina había querido que el estafador resultara tan desplumado como el desdichado cuyo cadáver había robado. Al mandarín le bastó un segundo para comprender qué había sucedido. En cuanto sus hombres soltaron a su presa, el pseudobarón se hundió en su estera y se frotó el brazo con expresión huraña. A Di ya no le cupo duda sobre el origen del mensaje que lo había traído hasta allí.

—¿Cómo se llama la que te ha engañado? —preguntó.

Li Fuyan respondió en un gruñido que se llamaba Flor de Algodón, un nombre muy poco aristocrático tratándose de la esposa de un señor nacido en el regazo imperial. Resultó que, además de quedarse con todo el dinero, su cómplice le había robado los papeles falsos que le permitían quedarse en la ciudad. La vigilancia policial de Chang'an no era palabrería. Resultaba bastante dificultoso sobrevivir mucho tiempo sin ponerse en regla con la administración.

—Como la coja... —gruñó.

Flor de Algodón, estaba claro, había hecho lo necesario para que tal cosa no sucediera nunca. Se había fugado con su botín, mientras su comparsa se escondía para hacer creer en su muerte. No solamente lo había dejado solo y desplumado, sino que además lo había entregado como cebo a la policía para impedir que la siguiera. Probablemente también ella se hallaba en Chang'an, al no haber logrado sacar tan rápido su tesoro al exterior. La mente embriagada del barón debió de seguir el mismo camino y un brillo de rabia encendió su mirada.

—¡Atrápela! ¡Véndala al burdel del cuartel! ¡Es lo que se merece![14]

Y si hubiese tenido la menor idea de dónde estaba el monigote, de buena gana se lo habría dicho. Di se preguntó cómo esperaba la ladrona trasladar su botín a cielos más clementes. ¿Cómo actuaría él de estar en su lugar? Se imaginó en la hermosa casa donde los anticuarios acababan de traer la última chuchería. Ella contaba a lo sumo con un solo criado, y encima bastante flaco, que no parecía precisamente corpulento. Era demasiado poco para mover una fortuna que no podía pasar desapercibida. Cuando no había metales preciosos en cantidad suficiente, las transacciones importantes solían efectuarse en rollos de seda o en sacos de grano, así que la suma resultaría bastante voluminosa.

De golpe, su mente se iluminó. «Di Yen-tsie —se dijo— , eres el hombre más tonto y más inteligente que conozco.»

Hizo una señal a uno de sus lugartenientes para que lo siguiera con su prisionero. Una vez en la calle, tomó la dirección de la comandancia militar adonde había ordenado llevar el cuerpo del difunto. Después de todo, se dijo, no había razón para privar al muerto de los funerales que sus socios estaban a punto de ofrecerle cuando él detuvo la comitiva. El «barón», al que el paso rápido de los tres hombres fatigaba, empezó a protestar con voz temblorosa por esas agresiones contrarias a su rango. Di se volvió hacia él, con una sonrisa zorruna en los labios.

—¡Vamos! ¡Un poco de dignidad! ¡Va a tener el raro privilegio de mostrar sus respetos a su propio cadáver!

El augusto descendiente de los Li iba a tener que acostumbrarse a beber menos alcohol y a usar la pala en las minas de su falso primo.

Lo más difícil fue obtener la autorización administrativa para trasladar el cadáver que, según confesión del propio mandarín, constituía una pieza probatoria en un gran caso de estafa. El sol se ponía ya por encima de los árboles del cementerio cuando al fin se pudo depositar el ataúd en el monumento que el señor de Ping-tao había adquirido para su eterno reposo. Era una especie de gran pagoda de ladrillo coronada por una estupa puntiaguda a la moda del momento. Su instalación tuvo que suponer una gran merma en el presupuesto de la pareja, pero había que despistar a sus víctimas para evitar recelos. Como las demás, la tumba estaba orientada de manera que su ocupante tuviese la cabeza en dirección al norte, hacia el signo astrológico de la Rata.

Los escasos sacerdotes reclutados para la ocasión salmodiaron sus oraciones mientras los oficiantes de las pompas fúnebres introducían la caja en el edificio. La empresa de segunda categoría, a la que la viuda había pagado todos los gastos por adelantado, también había enviado algunas plañideras que llevaban la cabeza cubierta con velos blancos. Pronunciaron sus últimos lamentos de circunstancias, y el silencio cayó sobre el bosquecillo a la vez que la oscuridad de la noche lo invadía. Los enterradores fueron los primeros en marcharse, seguidos al poco por los monjes. Luego ya sólo quedaron las cuatro plañideras, quietas y mudas, como recogidas en una última invocación por los manes del difunto, su efímero patrón.

Cuando estuvieron seguras de encontrarse a solas, retiraron el velo que las cubría y se dirigieron a la tumba. Apenas unos instantes necesitaron para retirar el ataúd, que dejaron encima de la hierba. Sacaron los remaches de la tapa. Apareció entonces el cuerpo, envuelto en su sudario inmaculado con el emblema de la baronía. Dos de ellas los cogieron por los hombros y las otras por los pies. Lo hicieron rodar por el suelo y empezaron a desenvolverlo como si fuera un gusano de seda. El difunto estaba envuelto en muchas más capas de lo necesario. Mientras unas doblaban con cuidado la tela así recuperada, las otras sacaban de la caja una buena cantidad de rollos de tejidos sobre los que antes yacía el cadáver. Y más abajo aún, había una alfombra de lingotes de oro y de plata en forma de zueco, que fueron guardando en bolsas. Una vez terminada su cosecha, colocaron de nuevo al muerto en su receptáculo y lo llevaron a la pagoda de ladrillo. Se repartieron los rollos y se internaron por un camino forestal que pasaba al otro lado del monte alto. Una carreta de dos caballos las esperaba al margen del camino principal. La carreta contenía dos gruesos cofres que las mujeres llenaron con el fruto de su rapiña. Y ya se disponían las damas a subir a la carreta cuando un ruido las sobresaltó.

—Shh, shh... Añadir la profanación al abuso de confianza no está bien, nada bien —dijo una voz masculina.

Di chasqueó la lengua contra el paladar en señal de desaprobación, desde su posición entre los árboles, al otro lado del sendero. Antes de que las ladronas tuviesen tiempo de lanzar los caballos, varios hombres armados salieron del bosque y les ataron las manos con unas cuerdas finas y resistentes como las que todos los policías chinos llevaban al cinto. El mandarín se acercó a examinar a las cautivas a la luz de los farolillos que acababan de encender. Una de las tres era un hombre: reconoció al criado desaparecido durante los funerales. Dos de las mujeres le resultaban desconocidas, pero supuso que habían sido aduladas por la viuda para la operación. La última no era otra que Flor de Algodón en persona, irreconocible sin sus galas, su peinado y su elegante maquillaje.

—Van a viajar en compañía de otro pasajero —anunció Di— . ¡Hagan sitio!

Precedidos por dos hombres que portaban linternas, salieron del cementerio varios soldados portando el ataúd, que instalaron bajo las narices de los prisioneros.

—El cuerpo que acaban de tratar con tan poco respeto me ha sido prestado por la comandancia con la única condición de devolverlo.

La «viuda», sentada contra la caja, dispuso de todo el trayecto de regreso para pedir perdón al cadáver que con tanta audacia había maltratado.

Llegados al puesto militar, Di se hizo servir un té muy cargado y dictó a un escriba un informe preliminar que justificaba los encarcelamientos. Omitió citar a Shen Lin por tratarse de un caso especial. De entrada le había sorprendido que el eminente médico, siempre tan preocupado por reunir fondos para sus investigaciones, perdiera el tiempo visitando día tras día a un pordiosero quejumbroso por el que ya nada podía hacer. Ahora comprendía que no había presenciado la abnegación de un benefactor de la humanidad, sino un episodio de un plan astuto y amoral.

Se hallaba sumido en estos pensamientos cuando un guardia empujó al interior de la habitación al viejo médico, al que hubo que ayudar a arrodillarse. Con sus cabellos despeinados y su expresión de extravío, parecía diez años más viejo. Di no pudo evitar un arrebato de compasión. Normalmente, los bienes de Shen Lin deberían ser confiscados y su nombre arrastrado por el barro.

—Usted se ha mofado del ideal de todo médico, ha arruinado su reputación y echado a perder sus investigaciones —le espetó Di con severidad.

El viejo sabio miraba con expresión vacía.

—Mi honor es mi último bien. Suplico a Su Excelencia que me autorice a poner fin a mis días antes del proceso.

Consideraba el mandarín un problema que tanto saber se perdiera. La vida de este hombre valía más que su castigo público bajo la afilada hoja del verdugo. La extensión del imperio de los Tang obligaba a mantener a miles de soldados en regiones hostiles, donde morían como moscas.

—El proceso ya se ha celebrado —dijo Di— . Su pena consiste en seguir a nuestros ejércitos durante el relevo de los puestos fronterizos.

Corría el rumor de que había llevado su desvelo hasta el punto de ofrecerse voluntario para tan ingrata misión. Así seguiría pasando por un benefactor. Shen Lin le dio las gracias con voz rota. Era evidente que nunca regresaría del terreno militar.

—No sé cómo demostrarle mi gratitud a Su Excelencia —murmuró.

Era justo lo que Di esperaba.

—Nada más fácil —respondió en un tono más ligero— . Indíqueme cómo puedo enterarme de los últimos secretos del Gran Servicio Médico.

Pese al favor que acababa de concederle el mandarín, Shen Lin se resistía a traicionar a sus pares. Di le mostró el pedazo de papel que había guardado en su manga, el mismo con que una desconocida había llamado la atención del investigador sobre el médico. Quedaba claro que sus colegas lo habían traicionado. Faltaba por determinar quién era ese delator tan informado para saber que ese semisanto se dedicaba a malversaciones de dudosa moralidad.

—No busque más, señor —dijo Shen, con expresión tensa— . Ahí hay un hombre sin escrúpulos decidido a todo para tapar sus tejemanejes. Siempre ha tenido celos de mí y no habrá sentido remordimientos al arrojarme en sus redes para distraer su atención de él.

Aunque el afán de venganza era un sentimiento que Confucio desaprobaba, siempre resultaba de gran valor en las investigaciones. Di invitó al anciano a continuar.

—Du Zichun está intentando conseguir una pócima extraordinaria. Lo que teme por encima de todo es que se descubra su secreto. Ni siquiera yo sé de qué se trata. Habrá mencionado mi nombre al azar para alejar a Su Excelencia ¡y mi mala suerte ha hecho el resto!

Di resolvió ir a lanzar una piedra al jardín botánico del director.