6
Di Yen-tsie conoce a un benefactor de la humanidad; y ve cómo el benefactor envía a los pobres al más allá.
Cuando al día siguiente por la mañana apareció el mandarín en el patio de la hermosa vivienda oficial que ocupaba en un barrio de los más elegantes de la capital, Choi Ki-Moon se hincó de rodillas ante los peldaños de la escalinata para jurarle una fidelidad indesmayable.
—Así lo espero —respondió Di, que por lo demás ya se había formado su propia opinión sobre las aptitudes del personaje en cuestiones de fidelidad— . He oído decir que usted puede entrar en el Gran Servicio Médico. Vayamos ahora mismo.
Mientras recorrían en palanquín la avenida de las Victorias Militares, Di expuso en pocas frases su problema a su nuevo ayudante, quien pareció algo sorprendido.
—Si he entendido bien, Su Excelencia me pide que espíe a mis pares, que traicione su confianza y que le ayude a cubrir de oprobio su profesión, ¿no es eso?
—¿Y eso supone algún problema para usted? —preguntó Di.
—En absoluto —respondió Choi al cabo de unos segundos de fingida vacilación.
Que era lo que precisamente había esperado su nuevo señor.
Cuando su comitiva entró en el patio del Gran Servicio Di se sorprendió mucho al ver que los alumnos los señalaban lanzando exclamaciones. Una pequeña multitud corrió hacia ellos dando gritos de bienvenida. Comprendió muy pronto, cuando los esclavos depositaron su bulto, que las demostraciones de alegría eran por el liberado por la justicia que traía consigo. En cuanto Choi Ki-Moon puso los pies en el suelo, se lanzaron sobre él para felicitarlo con afectuosas palmadas en la espalda y asegurándole que nunca habían dudado de su inocencia. Di recibió un empujón. Trataban a Su Excelencia con un profundo respeto. Al lado del héroe del día, él no existía. El director en persona apareció ante el pabellón principal. Du Zichun manifestó su satisfacción al ver reparado el estúpido error judicial, cosa que gustó menos al mandarín que a la asamblea de estudiantes de medicina alborozados que lo rodeaba.
La revisión de juicio descargaba a toda la profesión de la sospecha de dudosa moralidad que la había cubierto. El que Di hubiese tenido algo que ver en este satisfactorio giro de la situación le valió una bienvenida menos glacial que la vez anterior. Algo menos complacido oyó que le daban las gracias por haber corregido un «veredicto grotesco», que él había inspirado.
Empezaba a entender el diferendo que oponía a esta clase de sabios con la de los altos funcionarios metropolitanos. Los médicos formaban la segunda casta de letrados. Poseían un saber igual, si no superior, al de los mandarines, pero no compartían ni una onza de poder, fagocitado por aquéllos. Los señores del imperio sólo les inspiraban desconfianza, por no decir desprecio. Di se preguntó si no era ésa la razón por la que sus superiores lo habían enviado a investigar en este bastión de la ciencia y la insubordinación.
Choi Ki-Moon fue arrastrado casi en volandas por sus admiradores. Asqueado del espectáculo, Di se apartó para apostarse en un lugar más tranquilo a la espera de que las efusiones se calmaran y le devolvieran a su ayudante. Al cruzar sus manos dentro de sus mangas en un gesto de compostura, sintió un objeto desconocido. Era un trozo de papel, que desdobló.
«Investigue a Shen Lin», decía en caracteres minúsculos que cubrían toda la hoja.
Estaba casi seguro de que el mensaje no estaba ahí cuando se vistió. Había debido de introducirlo alguien durante la algarabía que siguió a su llegada. Pero ¿quién podía haberlo hecho? ¿Los miembros del Gran Servicio empezaban a denunciarse unos a otros? ¿Acaso lo hacían cediendo al pánico provocado por la presencia de un ilustre investigador entre sus paredes?
Choi se zafó de las felicitaciones para reunirse con su nuevo patrón.
—Siento en el alma obligarle a abreviar este emocionante reencuentro —dijo Di en un tono de ironía.
El héroe del día respondió que se sentía demasiado feliz de poder ayudar a Su Excelencia, a quien estaba tan obligado. Pasearon durante cerca de una hora dentro del recinto. Di escuchó atentamente a su aliado mientras le explicaba el funcionamiento real de la institución, es decir, el sinfín de celos, zancadillas y otras mezquindades que salpican inevitablemente toda reunión de seres humanos. El conjunto dibujaba un cuadro muy distinto del discurso convencional que le ofrecieron en su primera visita. El coreano le señaló a los diferentes médicos-jefe con los que iban cruzándose dándole cuenta de sus especialidades. Di constató que no había elegido mal a su consejero, pues Choi sabía todo de todos.
—Y, por supuesto, nuestro decano, el señor Shen, maestro en medicina interna, especialista en el yin qiao san[9] —dijo señalando a un viejecillo de barbita amarillenta, vestido con un traje remendado en varios lugares, que cruzaba el patio portando una marmita en las manos.
—¿El famoso Shen Lin? —dijo Di, que oía ese nombre por primera vez— . Cuénteme algo más de él.
Tenía unos 75 años, una edad excepcional para la época. Su longevidad era un excelente reclamo para el médico, cuya supervivencia se atribuía naturalmente a su dominio de las artes médicas. Esto, así como su conocimiento real de su terreno, debería haberle proporcionado una cómoda fortuna y, sin embargo, vivía casi en la miseria. No era el tipo de hombre capaz de labrarse una fortuna. Vivía en un mundo de ideas y convicciones. En su juventud, había llegado a tener sus más y sus menos con la policía a cuenta de peligrosas opciones políticas, de lo cual le quedaba en recuerdo una cicatriz en el labio superior. Vivía inmerso en la práctica de la medicina y desde hacía quince años estaba consagrado a la búsqueda de un remedio eficaz contra las afecciones del pulmón. Sus trabajos llenos de generosidad y pasión devoraban todos sus ingresos. Aunque seguía celebrando consulta sin respiro en los cuatro puntos de la capital, siempre estaba sin dinero. Todo lo que ganaba servía para traer productos raros o para recoger testimonios lejanos sobre las mil maneras de tratar el órgano de su especialidad.
Di pensó que un idealista peleado con la autoridad constituía un excelente candidato al asesinato político.
—Es un personaje singular en el Gran Servicio —resumió Choi Ki-Moon— . No se sabe si considerarlo un excéntrico o un bienaventurado en el camino del Nirvana. Cuando se trata del pulmón, cuida con la misma solicitud al rico que al miserable. En estos momentos, se dice que divide su tiempo entre la residencia de un riquísimo barón y la choza de un moribundo.
Di cruzó el patio para presentarse a este benefactor de la humanidad. Empezaba a tener una idea del estado de ánimo de esta comunidad, inclinándose un poco más abajo que el hombre. Choi Ki-Moon explicó a su superior que Su Excelencia deseaba seguirlo en sus consultas para ver cómo trabajaban los maestros del gran arte.
—Podría resultarme útil en mi trabajo —confirmó Di con una sonrisa afable.
—¿En su trabajo en el Departamento de Aguas y Bosques? —se extrañó Shen Lin, que no ignoraba nada de los detalles de su sacerdocio.
Por suerte, diez años de estudios confucianos habían sido un buen entrenamiento para no desarmarse.
—¿No es la naturaleza un gran cuerpo sometido a los mismos equilibrios que el humano? —respondió como si recitara una sentencia taoísta.
—Es cierto, es cierto —admitió el sabio— . Celebro la sabiduría de Su Excelencia. Pero me temo que le ha de costar tomarle el pulso a sus árboles como nosotros hacemos con nuestros queridos pacientes.
Shen Lin debía ir a visitar a sus clientes, de modo que se pondrían en camino tan pronto dejara la pesada marmita. Al otro lado del portón le esperaba una dama elegante con aspecto de gobernanta. Le agradeció calurosamente en nombre de su señora que hubiese curado al heredero del clan, quien se recuperaba a la perfección. Le entregó una bolsa bordada de parte de la agradecida madre. Era una bonita labor en seda con motivos de ajenjo, uno de los «ocho tesoros», cuya imagen se consideraba que ahuyentaba las enfermedades.
—La señora desea que tenga a bien aceptar esta pequeña labor en prenda de su gratitud.
Shen Lin cogió el objeto sin entusiasmo. Lo que él necesitaba era dinero contante y sonante.
—Lo acepto —refunfuñó— , pero sin prejuicio de mis honorarios, que ascienden a tres taeles.[10]
—Perdón —repuso la gobernanta recuperando la bolsa de manos del viejo sabio. La abrió, sacó dos monedas de plata y se la devolvió.
—Había cinco. Ahora tiene su paga.
Saludó con una seca inclinación y dio media vuelta. Shen Lin se quedó con cara de perrillo al que acaban de robar un hueso. «Dos taeles perdidos para la ciencia», leyó Di en su expresión planchada.
—En la antigua China —farfulló el viejo mientras se colgaba la bolsa de su cinturón— , los que salvaban a los moribundos y aliviaban a los heridos eran considerados seres sagrados.
Di estaba convencido de que la antigua China había sido una época apasionante. Sin embargo, eran los apuros de la China contemporánea lo que le preocupaban.
Los tres hombres se pusieron en camino hacia la mansión del primer paciente. El honorable señor Shen caminaba a pasitos regulares, como un juguete de madera animado con bastones. De camino, se puso a explicar a sus compañeros de ruta las reglas de base de su oficio, como probablemente solía hacer con sus discípulos del Gran Servicio. La primera de ellas exigía que quien visitaba a la gente en su casa estuviera sano de cuerpo y mente, que realizara sus visitas de preferencia por la mañana y en ayunas, y no estuviera drogado ni fuera alcohólico.
—Eso es algo que nuestros jóvenes de hoy no entienden —gruñó para su barbita enmarañada.
Di vio en su imaginación a estudiantes de medicina llegando a los patios sin haberse recuperado de sus juergas nocturnas y sus correrías por el barrio del norte. Convencido de que pronto sería capaz de superar su examen de medicina, durante el trayecto conoció algunas de las ciento diez maneras de corregir un pulso. Shen Lin le explicó con detalle la sudación, los vómitos y la dieta al arroz y al agua. En todo caso, el anciano era seguramente un excelente profesor y poseía el arte de la metáfora.
—El cuerpo humano, con sus nervios, sus arterias, sus venas y sus músculos, se parece a un laúd armonioso cuyas cuerdas tienen cada una su propio sonido. Los diferentes pulsos de los pies, de las manos y del cuello son como los armónicos de un instrumento, que nos permiten evaluar su alteración.
En resumen, el médico debía trabajar sobre su paciente como un afinador. Empezaba examinando los órganos del rostro, «que eran como las ventanas por las cuales un médico hábil descubre mil cosas de interés». Las narinas indicaban el estado de los bronquios y de los pulmones, los ojos el del hígado, la boca el del estómago, y la lengua, que percibe los sabores, decía mucho del corazón. Lo raro era que las orejas informaban sobre la vejiga.
—Unos labios negruzcos, con tiritonas a lo largo del cuerpo, significan ausencia de espíritus vitales. En tal caso, el hombre está prácticamente muerto. Si las uñas están violetas o negras, está acabado.
—¡Bien! ¡Esperemos que su cliente no tenga los labios ni las uñas negras! —zanjó Di.
Se detuvieron delante de un edificio de dos plantas cuya enseña a nombre de «Sr. OU» anunciaba el local de un prestamista. Una vez cruzado el edificio sobre la calle, se entraba en un patio cuadrado a cuyo alrededor se abrían los pabellones de una vivienda tradicional. Mientras la tienda era de aspecto sobrio, con sus estantes donde varios empleados disponían los objetos destinados a la reventa, los espaciosos apartamentos privados del patrón eran la prueba de su éxito. Conducidos hasta su habitación, encontraron al prestamista, un hombre gordo de edad madura y calvo, tendido sobre un kang[11] de cerámica azul donde parecía estar soportando algún martirio. Varios criados se mantenían al pie de la cama por si el enfermo requería sus servicios. El criado que acababa de introducir a los visitantes explicó que su señor se había despertado quejándose de intensos dolores abdominales, a los que no tardaron en seguir cólicos interminables. Tenía la frente perlada de sudor. Shen Lin se acercó al enfermo para examinarlo.
—Me han dicho que estaba enfermo —dijo levantando uno de sus párpados para examinar el blanco del ojo.
—Oh, seguro que no es nada —repuso el prestamista, aunque parecía estar en las últimas— . No quería molestarle por tan poco, pero mis criados han asumido la responsabilidad.
La expresión de los criados sugería más bien que los había enviado a buscar ayuda con los primeros rayos de sol.
—Sólo usted es capaz de observarme con tanta precisión —continuó el enfermo, tranquilizado al comprobar que le dedicaba tanto interés desde tan cerca.
Di supuso que Shen era corto de vista, dada su edad avanzada. Como el médico permanecía en silencio, perdido en las consideraciones que le inspiraba su examen, el enfermo preguntó si se curaría.
—Un momento. Lo intentaremos. Pero usted no es un personaje común y corriente, no podemos proceder como si fuese un hombre cualquiera.
—Oh, sí, sí —protestó el robusto comerciante— . ¡Tengo una cabeza, un pecho, un estómago y un vientre como todo el mundo!
—¿Quiere darme su noble brazo?
Shen Lin estuvo palpando un buen rato la muñeca.
—El pulso es superficial, lento, sin fuerzas... ¡Es el pulmón!
—Pero lo que a mí me duele es el estómago —dijo el enfermo.
—¿En los últimos tiempos le apetece sobre todo tomar alimentos muy calientes?
El señor Ou asintió.
—¡Lo que yo decía! ¡El pulmón!
Después de un buen cuarto de hora dedicado a tomarle los distintos pulsos, Shen Lin alzó la cabeza, eructó y pidió una taza de té, que le trajeron con grandes muestras de respeto. Mientras el paciente alargaba la mano para tomar el brebaje, el anciano se lo bebió de un sorbo. Pidió un pincel, tinta, papel, se instaló a una mesa y se puso a escribir.
—Aquí tiene la receta. Empezaremos el tratamiento enseguida.
Extrajo de su bolso algunos polvos, cortezas, hojas y raíces.
—Espéreme aquí. Y tú, intendente de la marmita, ven conmigo.
Ya en la cocina, Shen Lin metió sus ingredientes en la misma bolsa de donde los había sacado. Extrajo un frasquito y diluyó la pasta que contenía en un poco de agua caliente. Di se preguntó si la abundancia de productos que acababa de exhibir en la habitación tenía otro fin que el de impresionar a su paciente.
—El medicamento surte más efecto cuando su destinatario está convencido de su complejidad —confirmó Shen removiendo la mezcla— . Si Su Excelencia quiere probarlo y decirme si está listo... Yo debo abstenerme de consumir este tipo de porquerías durante mis visitas.
El líquido era de textura oleaginosa y color negro. El sabor era dulce y bastante agradable.
—No sé qué sabor debe tener —dijo Di.
—Si le ha gustado, es que está listo —afirmó Shen Lin.
—¿Esta decocción es recomendable para sanar las enfermedades del pulmón?
—No es el pulmón lo que no funciona en el señor Ou —respondió lacónicamente el médico dirigiéndose de nuevo a la habitación.
Di se acercó hasta situarse a su altura.
—Entiendo que no es la primera vez que lo visita —dijo en un susurro.
—¡Ah, no! El honorable prestamista es uno de mis pacientes más fieles. Es víctima de este tipo de crisis con cierta frecuencia. Hasta ahora mis remedios han surtido un efecto excelente.
Di se preguntó si era la tisana lo que le sentaba bien, o bastaba con la visita del médico.
—Le aterrorizan las enfermedades del pecho porque acabaron con la vida de sus padres. De modo que le hago creer que esto le cura. En realidad, la enfermedad está en otra parte —concluyó señalándose la cabeza.
Di empezaba a comprender el verdadero sentido de la visita. Dudaba que tuviese relación directa con la medicina.
—Trague —ordenó Shen alargando el cuenco a su cliente.
El señor Ou bebió su contenido y se dejó caer sobre el almohadón de cuero lavable. La tisana surtió efecto tan rápido que parecía un milagro. El color volvió a sus mejillas. El médico lo miraba con expresión maliciosa.
—Mil gracias, es usted un hombre muy hábil —exclamó Ou.
—¡Ah, no! Su humilde servidor sabe bien que no es tan bueno. Me limito a aplicar los tratados compuestos por los antiguos, lo que no quita para que me sienta dichoso al luchar contra una enfermedad tan noble y haber devuelto la salud a un hombre cuya vida es tan valiosa.
El resucitado se incorporó para contemplar a su salvador. Al contrario que el rico prestamista, vestido con magníficas ropas de seda coloridas, Shen vestía un jubón raído que había perdido el color. A una palmada suya, los criados trajeron los más hermosos tejidos de su almacén y empezaron a vestir al viejo de arriba abajo.
—Y eso se lo regala a los pobres —dijo Ou empujando con el pie el montoncito de andrajos que el médico llevaba sobre sus hombros un momento antes.
Luego ordenó a sus hombres ayudar a su benefactor a servirse de la tienda. Podía llevarse dos objetos a su elección, sin importar el precio. La mirada del viejecillo se iluminó. Di quedó convencido de que el único propósito de su comedia era llegar a este momento.
Shen Lin hizo una reverencia a su cliente deseándole el hong hy fa toay, dicha y felicidad, bienes muebles e inmuebles. Una vez en el almacén, recorrió los estantes con gran atención. Parecía un niño en una juguetería. Di lo vio vacilar largo rato entre varios bibelots que no guardaban relación entre sí. Estaba claro que la razón le inclinaba a elegir una hermosa joya fácil de vender. Pero los instrumentos, los recipientes, los útiles le atraían de modo irresistible. Después de decidirse por un anillo cincelado, no pudo dejar de coger un enorme caldero perfecto para preparar la sopa de un regimiento. Choi Ki-Moon tuvo que ayudarle a cargar con el incongruente recipiente, y así salieron de la tienda a duras penas, cargados y ridículos.
Di llegó a la conclusión de que el método consistía en soltar un discurso incomprensible para explicar la presencia de una enfermedad, y luego curarla de la manera más tonta con una poción contra el dolor de barriga.
—La particularidad de las enfermedades imaginarias es que no podemos informar a los pacientes de que las sufren —dijo Shen Lin— . Este hombre cree que cuido sus pulmones, que son mi especialidad, cuando lo que trato son sus chifladuras.
El prestamista estaba tan convencido de que su salud dependía de la tisana, que había llegado a necesitarla. Bien podía apostarse que su relación con el médico era la única debilidad de un personaje tan autoritario como Ou.
—Le ayudo a conservar la salud, pero no porque ingiera mis pócimas —dijo Shen— . Ou es un hombre extraordinariamente duro con todo el mundo, familia, empleados y clientes, pero conmigo se muestra débil. Esto le permite restablecer el equilibrio de su yin y su yang. En realidad, ¡alguna que otra patada en el trasero también le ayudaría mucho!
En resumen, Shen Lin sacaba provecho de las angustias de este hipocondríaco para sufragar sus investigaciones. Sin duda había en ello cierta lógica en que el dinero de los falsos enfermos sirviera para aliviar a los auténticos.
No tardaron en llegar a la casa del barón de Pao-ting, de quien Di había oído hablar un poco antes. Privilegio de la nobleza, el lugar poseía una entrada directa a la calle, sin necesidad de pasar por el interior de la manzana de casas. Después de atravesar un portón rojo adornado con pesados herrajes, se llegaba a un patio al final del cual se alzaba un edificio de aspecto macizo de tres niveles. El extremo de los tejados estaba ligeramente realzado, según la nueva y costosa moda que sólo podían permitirse las más ricas familias. La planta baja estaba ocupada por las dependencias del servicio, cuyo interior quedaba a resguardo de miradas mediante anchos tabiques de madera trabajados en celosía. Se accedía al primer piso por tres escaleras paralelas. La del centro estaba flanqueada por dos enormes leones de piedra con las fauces abiertas. A las estancias de recibir se superponía un piso bajo que debía de albergar los dormitorios. Con sus crestas abuhardilladas terminadas en dragón de larga cola y sus arbustos recogidos en tiestos repartidos de manera artística, el conjunto ofrecía un espléndido aspecto, casi majestuoso.
Mientras esperaban en el patio principal, Shen confesó a Di que se trataba de un gran cortesano que se había visto obligado a retirarse de la Corte para cuidar de su salud. El mandarín reprimió una exclamación de sorpresa. Esas visitas lo llevaban directo a su investigación. ¿Y si el misterioso informador le había conducido por la pista correcta?
—¿Es posible que su cliente padezca una de esas enfermedades que se contraen en las casas de citas? —preguntó.
—¿Una enfermedad venérea? No, de ninguna manera. Mi cliente es tísico. Ésa es mi especialidad. No sólo me dedico a desplumar a imbéciles con la imaginación desatada, sabe.
Un criado vino a anunciar que el honorable Li Fuyan iba a recibirlos.
—¿Li? —se sorprendió Di— . ¿Como la familia imperial?
—¡Shist! —pidió Shen Lin— . No diga nada. Éste es un tema espinoso. El barón es hijo adulterino de un príncipe de sangre.
Atravesaron una larga fila de salas lujosamente amuebladas y adornadas con gusto, sin cruzarse con un alma viviente. A Di le sorprendió no ver toda una tropa de esclavos atareados. Shen explicó que los habían alejado de la casa por orden suya para que nadie estorbara al enfermo con ruidos.
—Hace algún tiempo, el barón me llamó para consultarme por su esposa, que no dejaba de toser. Era una simple bronquitis, y la curé sin problemas, algo que él me agradeció mucho. Sin embargo, él está mucho más grave.
Lo atendía desde hacía tres semanas, hecho que intrigó a Di. La tisis era una enfermedad larga. ¿Por qué nadie llamó al eminente especialista mucho antes?
—No todos los enfermos son como el prestamista al que acabamos de visitar. Hay quien prefiere no mirar la verdad de frente mientras puede. El barón es de éstos. Si me hubiese consultado antes, habría podido retrasar el avance de la enfermedad. Pero ahora... me temo que el desenlace está cerca.
En la antecámara los esperaba la esposa del barón. Su expresión fatigada y preocupada no desdecía su inusual belleza. Era una mujer entrada en carnes, de mejillas rellenas según el gusto de la época. Di observó que se había tomado la molestia de destacar la tez con un poco de colorete y que seguía depilándose las cejas para mantener el arco perfecto que acentuaba la profundidad de su mirada. La mujer explicó que su amado esposo había pasado una mala noche.
El paciente al que Di descubrió en la estancia contigua parecía, en efecto, hallarse en las últimas. Daba pena verlo, por lo que llegaba a adivinarse, pues yacía bajo una montaña de gruesos cobertores, destinados a hacerle sudar copiosamente.
—El método sudatorio —dedujo.
—Constantemente tiene frío, ya encendamos el fuego o no —explicó la dama.
Mientras el médico auscultaba al moribundo, Di lanzó un vistazo por la ventana. Se veía, abajo, un elegante jardín de piedras y espinos, todo lo que un hombre acaudalado podía regalarse en esta ciudad donde el espacio era un bien escaso.
Después de tomarle los diferentes pulsos en los cuatro miembros como había hecho en casa del prestamista, Shen Lin recomendó que continuara con el tratamiento, exhortó al tísico a recuperar la paz interior y salieron de la estancia.
—Sea valiente —dijo a la Primera Esposa— . Su sufrimiento no durará mucho.
La desdichada ahogó sus sollozos entre sus mangas.
—¿Cuánto tiempo, exactamente? —preguntó un instante después.
Di pensó que la pregunta estaba fuera de lugar. De estar en la piel de la mujer, preferiría ignorar la fecha del desastre futuro. El médico no se inmutó. En lugar de esquivar la pregunta, respondió que probablemente todo habría terminado al día siguiente. Di creyó leer un rastro de alivio en las armoniosas facciones de la bella mujer. Se reprochó entonces su suspicacia: ¿acaso no tendría también él ganas de que todo terminara de una vez si hubiese tenido que acompañar durante semanas la agonía de una de sus queridas esposas?
Ya en la calle, Shen Lin los condujo al embarcadero del canal que atravesaba el barrio residencial.
—Tomaremos una barca. Mi próximo paciente vive algo lejos y temo fatigar a Su Excelencia.
Era una buena idea, sobre todo con el enorme caldero que el pobre Choi Ki-Moon continuaba arrastrando a dos manos por las asas. Enseguida estuvieron navegando, empujados por el remo del barquero, hasta la periferia de la ciudad. El lugar no tenía nada que ver con el coqueto paraje que habían dejado atrás. La muralla sur lanzaba una sombra permanente sobre las chozas de los alrededores. No era seguramente el lugar ideal para curar una enfermedad de pecho, aunque Di sabía perfectamente que en Chang'an existían chozas mucho más miserables donde se hacinaban mendigos y tullidos.
Shen Lin empujó la puerta tambaleante de una casita apretujada entre otras con el mismo aspecto astroso. Para sorpresa del mandarín, su única estancia se veía limpia y bien atendida. Una muchacha en funciones de criada estaba lavando las sábanas sucias en un barreño sin perder de vista la paella y tenía el agua en el fuego para la cena y los remedios.
—Me habían contado que atiende usted a un pordiosero —se sorprendió el viceministro.
—Así es. Cuando lo conocí, vivía en la calle. Fui yo quien lo instaló aquí. Su caso me interesa.
El enfermo, un hombre de edad indefinida, con el rostro chupado por la anemia y el dolor, yacía sobre el camastro. Al contrario que el barón, parecía encontrarse allí a regañadientes. Su tos era más espantosa que la del prestamista. Daba la impresión con cada tos de ir a entregar el alma.
—¡Ah! ¡Viene a ver cómo la diño! —gritó con amargura cuando se acercaron.
—Claro que no —respondió Shen Lin con la primera sonrisa que el mandarín le vio desde que empezara el día— . Tu estado es tan bueno que te he traído visita.
Di y el coreano hicieron una reverencia ante el enfermo, que intentó en vano devolverles el saludo, y en vez de eso se derrumbó de espaldas con un nuevo ataque de tos que rompía el corazón.
—¡Prometió aliviar mi sufrimiento! ¡Y ya lo ve, sufro como un condenado!
Di observó que el enfermo pobre no era tan fácil como el rico.
—Sí, lo prometí —confirmó Shen con voz impaciente, a medias para Di, a medias para sí mismo— . Por eso he venido hoy como cada día.
Le hizo algunas preguntas sobre sus necesidades, su apetito y su sueño. Di adivinó por su expresión que las respuestas no eran tranquilizadoras. El hombre tenía las mejillas demasiado rojas, los labios amarillos, síntomas que Shen Lin había presentado como los preocupantes síntomas de una tisis en su última fase.
—Evite toda preocupación —recomendó el médico— porque le afecta a los pulmones, es su órgano.
—¡Ay! Ya no tengo mucho de qué alegrarme estando así —replicó el paciente.
El señor Shen lanzó una mirada a la joven criada.
—Ah, gracias por habérmela traído —dijo el enfermo— . Desgraciadamente, ya no estoy en condiciones de aprovecharla como habría hecho hace apenas dos meses.
Había en un rincón un montón de ánforas vacías. Di concluyó que Shen Lin no se limitaba a recetarle tisanas, sino que también saciaba su amor al vino. Le pareció que había visto ya todo lo que un médico podía llegar a ver en un año: un hombre que urdía sus propias enfermedades, un rico agonizando en medio del lujo y el amor conyugal, un miserable agonizando de la misma enfermedad en medio de la soledad y el alcoholismo.
Shen Lin volvió a preparar una infusión calmante, pero ahora en una dosis mucho más fuerte que la de Ou. Choi Ki-Moon enarcó las cejas cuando lo vio arrojar en el agua un gran puñado de semillas de color rojo intenso. Parecía preguntarse qué acabaría antes con el paciente, la enfermedad o el tratamiento.
Por desgracia, la pócima no tuvo sobre la tisis el maravilloso resultado que había tenido sobre el prestamista. Al contrario, lo dejó aturdido, cosa que seguramente mitigaba sus crisis. Shen Lin recomendó a la muchacha que volviera a darle otra si el dolor no remitía. Le entregó una segunda dosis, a preparar cuatro veces al día, prohibiéndole formalmente a la chica ingerir cualquiera de las dos. Di adivinó por qué: el organismo de la criada no se había ido acostumbrando poco a poco a tales remedios y habría dejado la vida.
El señor Shen extrajo por último de su bolsa un papel bermellón que contenía unos rectángulos planos, rojizos y traslúcidos. Era una especie de gelatina aromatizada con almizcle, a base de piel de asno salvaje de Zhang-dong-zing-dai, un remedio saludable en caso de inflamaciones respiratorias.
No se entretuvieron más y dejaron al enfermo semiconsciente tendido en su estera.
Una vez en la calle, Choi Ki-Moon comentó que con un calmante como ése el pobre desdichado no duraría mucho. Shen Lin tenía el aspecto de un anciano que había pasado su vida luchando contra una fiera a la que ninguna flecha podía alcanzar.
—¿Por qué parece tan decepcionado, maestro? —preguntó el coreano.
—Tanto ver morir a la gente... Practicamos la medicina para sanarlos o garantizarles una buena salud, pero en realidad pasamos mucho tiempo viéndolos morir.
Di no ignoraba que el ideal médico consistía en tratar a personas en buena salud para impedir que cayeran enfermas. Pero no era eso precisamente lo que había visto a lo largo del día.
—¿Por qué pierde su tiempo con un moribundo? —no pudo reprimir la pregunta.
Shen Lin lanzó un profundo suspiro.
—Antes de conocerme, iba directo a una muerte mucho más dolorosa. Sé que mis colegas aborrecen las causas perdidas. A mí no me asustan.
Di adivinó la lógica que había guiado la vida de este idealista, hasta arrojarlo en las redes de la policía imperial. Estuvo convencido de hallarse en presencia de un bienaventurado. Ignoraba aún que la santidad podía llevar tanto al crimen como a las más hermosas acciones.