5

El mandarín Di descubre una escuela de medicina única en el mundo. Y se ve obligado a desmentir uno de sus propios juicios.

Ya que se empeñaban en enviarlo de vuelta con los médicos, Di decidió dirigirse al más famoso de todos. Mandó que se anunciara su visita al órgano central de la medicina china, el Gran Servicio Médico de Chang'an.

El arte de sanar estaba en pleno auge desde la instauración de la nueva dinastía. Unos cincuenta años antes, el padre del emperador actual había fundado esta institución única en el mundo, encargada de supervisar los estudios científicos y organizar la investigación. Sus miembros se dedicaban a describir con precisión todas las enfermedades que pasaban por delante de sus ojos: lepra, viruela, rubéola, disentería aguda y crónica, cólera, hidropesía, sarna, carencias diversas, tuberculosis pulmonar y ósea, adenopatía cervical, diabetes, tumores, sin olvidar lo que interesaba expresamente al investigador especial: las afecciones venéreas. Imbuido de admiración, entró en el santuario del saber.

El Gran Servicio estaba constituido por un conjunto de pabellones construidos dentro de un recinto al que se accedía por un único pórtico monumental coronado por una máxima a mayor gloria del saber. Su apariencia era casi tan solemne como el templo más visitado. Al cruzar el umbral, Di quedó sorprendido al ver que le habían preparado una recepción. El patio estaba lleno de personas que le dieron la bienvenida con una reverencia. Un hombrecillo que sonreía mostrando toda su dentadura le manifestó la alegría de todos al conocer a la cabeza pensante del Departamento de Aguas y Bosques. La dirección lo había designado para mostrarle hasta el más insignificante mecanismo de su instituto.

—Nuestro Gran Servicio Médico —explicó su guía—  está dirigido por veinte médicos-jefe. —Un grupo de hombres entrados en años se inclinó con un mismo movimiento. Di no tuvo tiempo de contarlos, pero quedó convencido de que había efectivamente veinte, cien enfermeras y cuarenta estudiantes (el resto de los presentes en el patio saludó a su vez).

Di y su cicerón enfilaron por el paseo cubierto que rodeaba el amplio patio. Entre dos puertas, el personal y sus alumnos agrupados en filas saludaron con una reverencia su paso, con una sonrisa en los labios.

—En medicina general, tenemos diez acupuntores, cuatro maestros masajistas y dieciséis masajistas.

Di respondió con un ligero asentimiento a la cuarentena de individuos que acababan de doblarse en dos. Se dirigieron a continuación al pabellón siguiente.

—Once muchachos estudian los tratamientos del cuerpo, tres el tratamiento de tumores y abscesos, tres pediatría, dos el cuidado de los ojos, orejas, boca y dientes, y uno solo se ocupa durante dos años de un dominio que no se puede revelar.

—¡Muy interesante! —murmuró Di, lleno de curiosidad por averiguar cuál sería esa materia secreta.

¿Qué podía enseñarse tan importante en sólo dos años? De golpe tuvo una espantosa visión que le hizo estremecer.

Su guía lo llevó al departamento de acupuntura. En él se estudiaba el recorrido del chi, las arterias, los orificios del cuerpo y los puntos donde se clavaban las agujas. Para obtener el diploma correspondiente, los estudiantes debían dominar tres manuales y superar un examen en ocho partes. Nada tenían que envidiar a un letrado, al que se le exigía que conociera de memoria las conversaciones de Confucio y que disertara sobre su interpretación.

El tercer pabellón estaba dedicado al masaje y acogía a quince alumnos. El instructor les enseñaba el arte del estiramiento, una forma taoísta de automasaje, método que supuestamente sanaba ocho tipos de enfermedades al eliminar la acumulación de chi en los órganos y en los miembros.

Cuando terminó de pasearlo por ese templo de la ciencia aplicada, Di ya sabía todo acerca de su funcionamiento y nada de lo que había venido a averiguar. Como le habían llevado a dar una vuelta alrededor del gran edificio central sin invitarle a entrar, supuso que era ahí donde se encontraba la parte más interesante de la visita. Dobló por ese lado, dejando a su guía correr tras sus pasos.

—¡Su Excelencia no ha visto nuestros jardines botánicos!

—¡Gracias! ¡Otro día! —respondió Di sin volverse.

Nervioso, el hombrecillo empezó a relatarle los pormenores de su topografía sin dejar de correr tras sus pasos. Sin quererlo, Di se enteró de que el emperador había concedido al Gran Servicio cuarenta y dos acres de la mejor tierra que se podía encontrar en la capital. Los maestros jardineros plantaban y recogían algunas de las seiscientas cincuenta y seis esencias inventariadas oficialmente, que adolescentes entre 15 y 19 años se encargaban de cultivar. Estas informaciones no impidieron al mandarín subir la escalinata, empujar una ancha puerta y salir a una espaciosa sala donde encontró reunidas a varias personas sumidas en un silencio religioso. Al otro extremo se erigía una efigie del dios Sau, protector de la medicina, fácilmente reconocible por su enorme cabeza y por el melocotón que sostenía en la mano derecha. Ese fruto milagroso, que supuestamente maduraba cada tres mil años, simbolizaba la inmortalidad.

Al pie de la estatua, un hombre de cierta altura, de edad indefinida y cuerpo escuálido, se encontraba junto a un paciente al que estaba tomándole el pulso de la muñeca izquierda. Después de comunicar sus observaciones a uno de sus ayudantes, cogió el tobillo derecho de un segundo paciente para tomarle el pulso en el pie. Todo el mundo seguía en suspenso esos gestos. Parecía un gran sacerdote en plena ceremonia.

—Es nuestro director, el ilustre Du Zichun —susurró el guía al oído del mandarín.

Explicó que los hombres a los que estaba auscultando tenían dolor de cabeza y fiebre y presentaban exactamente los mismos síntomas. Después de realizar su examen, Du Zichun prescribió a uno sudoríficos y al otro laxantes.

—¿Está ensayando con dos métodos diferentes? —preguntó Di extrañado.

Uno de los discípulos que asistían a la clase había hecho el mismo razonamiento. Levantó la mano y preguntó al maestro el por qué de sus recetas.

—Aunque sus síntomas son los mismos —declaró Du Zichun— , uno está resfriado mientras que el otro tiene problemas de digestión provocados por una acumulación de comida en su abdomen.

En medio de los murmullos de admiración de la asamblea pasó al caso siguiente. Su guía explicó a Di que los médicos en jefe habían recibido el encargo de poner a punto una panoplia de técnicas para aliviar las innumerables dolencias que aquejaban a Su Majestad, el emperador en peor forma física que había tenido China en mucho tiempo. Debían probar tratamientos y operaciones sobre cortesanos del segundo círculo a fin de demostrar su perfecta inocuidad antes de tocar al Hijo del Cielo.

—El problema es que en realidad la perfecta inocuidad no existe tratándose de medicina —se lamentó el guía— . Es algo que el gobierno se niega a comprender.

Di vio pasar a un grupo de cortesanos atendidos de sus dolencias con la mayor precaución porque el emperador padecía o podría padecerlas un día. A uno le habían abierto una obstrucción del sistema urinario con ayuda de una pajita hueca. A otro le había curado de cataratas con una técnica operatoria muy audaz que un sacerdote taoísta había traído de la India misteriosa. Habían inventado asimismo un anestésico a base de cerveza medicinal.

—¿Porque Su Majestad es un poco delicado? —supuso Di.

Pronunció estas palabras más alto de lo que hubiera deseado, y resonaron en la espaciosa sala donde nadie se atrevía a alzar la voz. El director detuvo el gesto para lanzarle una mirada de enojo. Cuando Du Zichun reanudó su examen, el guía se inclinó al oído del mandarín.

—La emperatriz en general prefiere llamar a un chamán, porque sus pases mágicos no hacen daño. Por desgracia, tampoco hacen ningún bien. Cuando las dolencias del emperador se agravan, entonces acude a nosotros, y la tarea resulta mucho más ardua.

A Di no le cabía la menor duda de que la emperatriz disponía de los recursos necesarios para motivar a los médicos a quienes confiaba su precioso esposo. Después de examinar al siguiente paciente, cada maestro de una especialidad propuso un tratamiento. «¡Bien, —pensó Di para su coleto— , como los siga todos, tendrá mérito si permanece con vida!»

Después de que Du Zichun emitiera su veredicto en forma de oráculo, los asistentes aplaudieron con fuerza con los pies.

—Su director parece ser muy querido —observó Di.

—Y lo es —respondió su guía— . Bajo esa frialdad aparente, Du Zichun es un hombre de corazón generoso. En estos momentos, además de la tarea que lo ocupa, se desvive día y noche por su esposa, que está en su lecho de muerte.

Di señaló que eso significaba que había enfermedades que el gran hombre no era capaz de curar.

Terminada la sesión, Di fue presentado al superior y a los sabios que lo acompañaban. Éstos no se engañaban acerca de las razones de su presencia. Su insignificante fama había llegado hasta aquí. Du Zichun le aseguró de entrada que estaba perdiendo el tiempo: entre ellos no había ningún delincuente.

A esta declaración le siguió un cierto malestar mientras sus émulos se miraban incómodos. A Di no le costó adivinar qué pensaba.

—Excepto, claro está, el condenado Choi Ki-Moon, que se pudre en la cárcel por el asesinato de su mujer —le corrigió.

Sin duda, el director no estaba acostumbrado a que alguien le contradijera. Un ligero rubor cubrió su cara.

—Choi Ki-Moon es un excelente médico al que vamos a echar mucho de menos.

Di adivinó que desde su punto de vista a un médico había que excusarle todo, incluido haber enviado solapadamente a su esposa legítima al otro mundo.

—Estaba a punto de ser absuelto —terció uno de ellos— : ¡Cuando, por lo que parece, la imprevista intervención de un simple ujier hizo cambiar de opinión al juez!

—¿Adónde va China si los ujieres dictan justicia? —exclamó otro— . ¿Desde cuándo tienen el descaro de sojuzgar a hombres de ciencia?

—No sea usted ingenuo, mi querido colega —dijo un tercero— . He oído decir que el supuesto ujier era en realidad un funcionario de palacio disfrazado. Un fanático de la emperatriz, que había jurado la perdición de nuestro desdichado colega, víctima de un complot. Ella lo hizo condenar en el momento en que iban a ratificar su inocencia, ¡dese cuenta!

Uno de ellos carraspeó. Habían olvidado la presencia del mandarín.

—Tal vez nuestro eminente viceministro tenga una opinión más matizada de esta historia... —dijo el director.

—¡Oh! Conozco bastante bien los entresijos de este caso —afirmó Di sin perturbarse— . Vean, el falso ujier era en realidad un ujier de verdad: ¡era el juez el que no lo era!

Se esforzó en mantener una expresión impenetrable ante las expresiones de perplejidad que suscitaron estas supuestas revelaciones. Empezaba a entrever el problema de su misión. El Gran Servicio Médico era la fortaleza mejor defendida del imperio, mucho más inexpugnable que las que se encontraban a lo largo de la Gran Muralla. Si quería penetrar sus secretos, necesitaba a toda costa un aliado entre los médicos.

A su regreso al gongbu, enseguida pudo comprender que el rumor sobre su nuevo destino había corrido como un reguero. Ya no tenía ayudantes pisándole los talones, nadie le proponía que examinara al detalle ningún informe ni ratificara ninguna decisión. Sus adjuntos por fin habían tomado en sus manos las tareas corrientes. Atravesó los pasillos en medio de un silencio casi inquietante.

Apenas instalado en su gabinete, un escriba nervioso solicitó una entrevista. Había novedades en el caso Choi Ki-Moon. La Cancillería había solicitado que reexaminara su caso el hombre que había demostrado tan juiciosamente su culpabilidad, es decir, él.

El mandarín se preguntó qué novedad podía poner en duda el encarcelamiento de un asesino al que había conseguido condenar con tanta maestría.

—Me ocuparé de ello —dijo Di, tan mortificado como curioso.

Los testigos esperaban a ser recibidos. Se hizo entrar al carcelero encargado de vigilar a los condenados, a su superior directo, responsable de la cárcel, y al honorable Wei Xiaqing, el juez que había cerrado el caso. La mueca en su cara demostraba el profundo disgusto que le causaba volver a ver al viceministro. Seguía humillándole este funcionario que tenía en tan poco su dignidad como para andar vestido con ropas de ujier. La sonrisita crispada que tensó su boca cuando saludó indicaba que, pese a todo, estaba satisfecho por este giro que venía a desmentir el veredicto que le habían forzado a emitir.

—Parece ser que el médico Choi Ki-Moon, al que Su Excelencia tuvo la bondad de ayudarme a condenar por asesinato, ha sido exculpado por la confesión espontánea del verdadero asesino —anunció el magistrado dejando sobre el buró algunos documentos.

Di lanzó una mirada y rogó al responsable de la cárcel que le pusiera al corriente de los hechos.

Choi Ki-Moon, que disponía de cierta riqueza, había sido encarcelado en el patio conocido como de los «nobles», donde los detenidos gozaban de ciertas comodidades en comparación a la masa de bandidos corrientes. Podían pasear durante el día, realizar visitas y no permanecían encerrados en sus celdas salvo durante la noche. Las reglas de la sociedad china, basada en la separación de castas, también se aplicaban en la cárcel. Los funcionarios caídos en desgracia, los letrados y los ricos no se mezclaban con la gente común, e incluso allí se los trataba conforme a su rango. El señor Choi estaba instalado tan cómodamente como era posible a la espera de que la Secretaría Imperial ratificara su condena. Había entablado amistad con un tal Lo Baio, condenado a su vez por un sórdido asesinato.

—Usted recordará seguramente que ese Choi Ki-Moon había alegado en su defensa que su mujer tenía un amante —cortó en seco el juez Wei— . Había sugerido que se trataba de un suicidio motivado por un desengaño amoroso. Este detalle importa para la comprensión de lo que seguirá.

Di agradeció esta explicación y respondió que lo recordaba perfectamente. El responsable de la cárcel dio la palabra al carcelero, que había tratado a los dos presos de cerca. Este hombre rechoncho, vestido de cuero y que llevaba brazaletes de cuero de fuerza en ambas muñecas estaba impresionado al hallarse en un ministerio en la tesitura de hablar delante de un personaje de rango tan elevado. Empezó asegurando a Su Excelencia, con voz vacilante, que siempre había hecho honor de tratar como convenía a los mandarines que le enviaban. Parecía estar prometiéndole a Di ocuparse bien de él si llegaba el día en que le tocara a él, una perspectiva nada halagüeña que arrancó una sonrisa irónica al juez Wei.

El carcelero, con todo, poseía ciertas dotes de observación. Una larga práctica con los detenidos le había enseñado a captar de inmediato las relaciones que se establecían tras los barrotes. Lo Baio estaba obsesionado con su salud, convencido de que su destino era morir en el calabozo antes de llegar a ser ejecutado. Era natural, por tanto, que se acercara a ese médico que el cielo le enviaba en su desolación. Choi Ki-Moon y él pasaron largas horas charlando, disputando partidas de go y paseando por el patio. Intercambiaron libros y el médico prodigó amablemente a su nuevo amigo algunos consejos médicos. En varias ocasiones el carcelero le oyó infundir moral a Lo Baio asegurándole que no había situación desesperada, un discurso bastante extraño entre esas gruesas paredes.

—Todo esto suena muy bonito —interrumpió Di, impaciente— , pero dónde está esa novedad que cuestiona el juicio de este honorable magistrado —dijo señalando al juez Wei, que se puso tenso.

—Un juicio inspirado por su Excelencia —corrigió Wei inclinando la cabeza como si le devolviera el cumplido.

El responsable de prisiones se arrojó al suelo, que golpeó varias veces con la frente. Hizo un ligero gesto indicándole al carcelero que lo imitara, lo que el otro hizo con desgana.

—¡Ay! —exclamó el matón en jefe— . Mi miserable persona se cubre de vergüenza. Apenas hace un instante, mis hombres han encontrado a Lo Baio en su celda, ¡muerto! ¡Cerca de su cuerpo encontraron un frasco de veneno que nadie sabe cómo consiguió!

Di respondió que seguía sin comprender el vínculo entre ese ultraje a la justicia imperial y su brillante veredicto. El juez Wei retiró de la pila de documentos un pergamino arrugado, cubierto con una letra torpe y firmada por el difunto.

—Había una carta de despedida, poderoso señor —dijo en el mismo tono falsamente neutro que empleaba para anunciar a los preventivos que iban a sacarles la piel a tiras— . ¿Le parece que lo lea?

Antes de que el viceministro pudiera responder, leyó en voz alta, articulando bien las palabras, los caracteres escritos en el papel. Di tuvo que soportar in extenso la confesión póstuma de Lo Baio. El suicida revelaba en ella que había sido amante de la señora Choi durante varios meses. Explicaba cómo se había introducido en la casa del médico en su ausencia utilizando un nombre falso para cortejar a la dama. Ésta había resultado más fácil de seducir por cuanto su matrimonio iba de capa caída y la esposa se sentía abandonada, de lo que se había lamentado a su familia.

—Triste individuo —comentó el juez Wei lanzando una mirada al viceministro por encima de la hoja para ver cómo se tomaba la noticia.

Lo Baio señaló que se había presentado con el nombre de Zhang Guang, el mismo que el esposo de su víctima mencionara durante el proceso. Un día, su amante le notificó su embarazo, un acontecimiento enojoso dado que Choi hacía lustros que no la tocaba. Lo, alias Zhang, barruntó el escándalo y le entregó un frasquito dándole a creer que una pequeña dosis de veneno diluido serviría como pócima abortiva. En realidad, había más que suficiente para matarla. Terminaba expresando su voluntad de darse muerte para evitar la ejecución y la tortura que le aguardaban por su otra fechoría. Esperaba que su última buena acción hacia Choi Ki-Moon, al que había llegado a apreciar, le valiera el perdón de los jueces de Arriba.

Perfecto. No había nada que añadir. Un silencio consternado cayó sobre la sala cuando Wei Xiaqing terminó la lectura.

—Un caso lamentable —concluyó en un tono de enterramuertos que huele la celebración de funerales.

Di estaba quieto como una estatua. Había algo que no le cuadraba en este giro de última hora, además de lo que le fastidiaba por su orgullo personal: la descripción del amante cínico cuadraba a duras penas con sus remordimientos y suicidio final. Lamentaba no haber podido entrevistarse con este hombre en vida para decidir si sufría de un desorden de la personalidad con una obsesión por la muerte. Pero, en fin, ahí estaban las pruebas y eran indiscutibles, y no estaba tan pagado de sí como para enfrentarse a la evidencia. Dio las gracias a los testigos por haberse molestado y declaró que iba a poner orden en el caso sin demora.

—Será un placer recibir a Su Excelencia en mi tribunal cuando guste resolver otro caso difícil —dijo el juez Wei antes de retirarse— . Estoy seguro de que mostrará un brío igual al que ha desplegado en este caso...

Di sintió unas irrefrenables ganas de golpearle en la cabeza con su expediente de revisión. Se veía obligado a pronunciar la puesta en libertad del condenado, al que esta confesión limpiaba de todo cargo, y pidió que fuesen a buscarlo. Sus ayudantes ya habían previsto esta orden y Choi Ki-Moon no tardó en entrar en el despacho, arrodillándose ante la mesa para escuchar su veredicto.

Al verlo, Di tuvo una idea. No solamente iba a ordenar que lo liberasen, sino que tenía proyectos de futuro para él.

—Choi Ki-Moon, las confesiones de su vecino de celda lo descargan de todas las acusaciones formuladas en su contra por su familia política.

El médico se lanzó a pronunciar un discurso de agradecimiento a la clarividencia de Su Excelencia, pero Di lo detuvo con un gesto.

—El gongbu, interesado en compensar las molestias que ha padecido a resultas de esta condena infundada, ha decidido confiarle una misión que, estoy seguro, hará que olvide esta desdichada peripecia.

El coreano le contempló asombrado. No entraba en las costumbres de la justicia preocuparse por los perjuicios que había causado.

—Hemos decidido nombrarle adjunto temporal del encargado de misión Di Yen-tsie. Se reunirá con él mañana por la mañana, a primera hora, en su domicilio, cuya dirección le proporcionará un ordenanza.

Aunque desconcertado por esta curiosa noticia, Choi Ki-Moon agradeció efusivamente a su liberador su atención. Luego abandonó el gabinete caminando a reculones para reunirse con los guardas encargados de escoltarlo fuera de la Ciudad Prohibida.

Ya se había sorprendido al ver que su caso le era confiado al viceministro de Obras Públicas, Departamento de Aguas y Bosques. Mientras los hombres de armas le acompañaban por la explanada de los ministerios, se informó del nombre de este singular mandarín que acababa de recibirlo. Le dijeron que se trataba de Su Excelencia Di Yen-tsie.