CAPÍTULO VII
La explicación que dio Egan sobre el oro era bastante sencilla, a fin de cuentas.
Chisel lo preparó todo. Lo tenía preparado de antemano. Una arqueta llena de piedras, precintada incluso, y escondida en el interior de la diligencia. Era suficiente cuando los otros, Pasco y Bel, estuvieron ocupados en reconocer el terreno, antes de fingir el asalto. Chisel puso la arqueta con las piedras sobre el techo del carruaje, ocultando la otra cerca de allí.
El cambio estaba hecho. Nadie iba a sospechar.
En cuanto al propio Egan, éste tuvo que unirse al plan trazado por su compañero, bajo amenaza de muerte. Pero luego resultó que fue Chisel quien perdió la vida a manos de Pasco, y a Egan no le pareció nada mal entonces quedarse a solas con el secreto.
Así ocurrió todo.
Ahora, sin embargo, Egan se veía obligado a ofrecer aquel secreto para salvar su vida.
Jimmy y Glassy aceptaron. Les convenía aceptar. Eran demasiado grandes sus respectivas ambiciones, y estaban dispuestos a correr los mayores riesgos con tal de realizarlas.
Dieron a Egan de comer y de beber y le curaron. Una cura rápida, atropellada. No obstante, serviría para el caso. Realmente, sólo deseaban que el herido pudiera mantenerse con los ojos abiertos hasta mostrarles el botín.
Glassy había sugerido quedarse ella en el campamento mientras iban a por el oro, pero ya no tenían tiempo para más comedias. Los riesgos eran casi inminentes. Jimmy se lo dijo claro:
—Tiene que ser o no ser. No podemos seguir aquí ni un minuto más después de esto. Nos iremos para siempre. Es mi oportunidad, nuestra oportunidad, Glassy...
La mujer asintió y entonces subieron a Egan en un caballo. Ellos ocuparon el otro. Dejaban la cabaña a oscuras, apestillada.
Pero en aquellos instantes llegaba Lou Cerfy a las inmediaciones de la mina. Les descubrió. Pudo escuchar primero el sonido de los cascos y luego, acercándose cautelosamente, vio las siluetas sobre las monturas, sendero abajo, hacia el Sur.
La mayor sorpresa la tuvo el forastero al identificar a Egan. Era él. No cabía duda. Y, por lo visto, continuaba herido, gravemente herido quizá.
Lou sabía que era importante seguirles, pues de ello iban a resultar muchas cosas; pero también consideró conveniente echar primero un vistazo en torno. Nunca estaba de más. Y la persecución podía emprenderse del mismo modo aunque pasaran unos minutos.
Estuvo examinando los alrededores de la mina y del casetón. Allí había diseminadas algunas herramientas y útiles de trabajo. Nada más. Entonces tomó uno de los puntales que mantenían el «lavadero», lo arrancó y se puso a golpear con él la puerta de la cabaña hasta que hubo saltado la cerradura.
No se escuchaba el menor ruido en las inmediaciones.
Dentro olía a tabaco quemado y alcohol. Lou encendió una cerilla. Los restos de la comida estaban sobre la mesa, junto con la botella y los vasos. En el suelo, un trapajo tinto en sangre y una pequeña palangana con agua sanguinolenta también. Un par de colillas más allá, pisadas, aplastadas.
De todo ello el forastero sacó la conclusión de lo que verdaderamente había sucedido. No tenía temor a equivocarse. Ahora estaba al corriente de los hechos.
Dejó entornada la puerta del casetón y fue en busca de su caballo más abajo, al abrigo de unos matorrales. Desató las bridas y entonces...
—¡Quieto, Cerfy! ¡No se mueva!
Sin duda eran los hombres de Richard.
Le encañonaban con sendos revólveres.
Lou saltó rabiosamente sobre el primero, derribándolo de un terrible derechazo, y luego agarró al segundo del pescuezo, antes de que el tipo tuviera tiempo de disparar. 0 quizá fue que prefirió no hacerlo. De todas formas, la mano izquierda de Lou le cayó como una maza sobre las narices, tirándole a tierra.
Pero, al parecer, Richard no iba solo con sus dos contratados. Dos nuevos sujetos entraron en escena antes de que el forastero pudiera respirar.
Se le echaron encima igual que demonios. Uno le asió de los pelos con todas sus fuerzas, mientras el otro trataba de inmovilizarle los brazos a costa de lo que fuera.
El de los pelos se vio de pronto por los aires, cuando Lou se agachó rápidamente, volteándolo. Dio una vuelta entera encima de Cerfy. Y tal vez se llevó entre sus dedos un recuerdo de la cabellera. Pero cayó de bruces. Y sonó a hueco.
Su amigo, el de los brazos, tuvo peor suerte. Dos golpes seguidos en el estómago, estremecedores. El tipo debió de creer que le arrancaban algo por dentro, por la cara que puso. Luego, otro derechazo en la cabeza. Y en el estómago nuevamente. Era el remate. Se hundió como un plomo.
No obstante, los dos primeros estaban otra vez listos para la pelea. Lou no iba a poder superarlos. Eran realmente cuatro fieras y luchaban como tales. A lo peor, incluso les habían ofrecido una buena recompensa.
Cerfy sujetó al que llegaba delante, pero el otro escapaba. Este le golpeó por detrás, en la cabeza, con algo duro. Posiblemente la culata del revólver, o una piedra, o un palo. Lo cierto es que el forastero sintió flojas las piernas, al tiempo que veía varias lucecitas bailando sobre la oscuridad. Un mal gusto en la boca, un vahído...
Entre esto y que el otro tipo le oprimía la garganta como si quisiera estrangularle, Lou no tuvo más remedio que ceder y abandonarse. Le molerían si no.
Los hombres le incorporaron bien sujeto. Le zarandearon. Eran tres, pues uno de la pareja anterior se había recuperado a tiempo de echar una mano. Le agarraban por todas partes.
—Aquí lo tiene, señor Fess—hablaba, jadeando, el del garrotazo—. Un poco travieso, pero buen chico. Ahora no dará mucha guerra.
Richard había permanecido a prudencial distancia.
—¡Esto es el fin, Lou Cerfy!—dijo con la voz ronca—. Hemos respetado su vida teniendo en cuenta que conoce el paradero del oro. Pero se hará un juicio terminante. Va a responder de todos sus actos. Y de ese metal, por supuesto.
A Lou le daban náuseas. Sin embargo, tuvo que sacar fuerzas de donde no las había.
—Escuche... No sé dónde está el oro. Tiene que creerme. Pero sí lo sabe Egan. Y Egan acaba de salir de aquí en compañía de Jimmy y Glassy.
El viejo puso una terrible cara de incrédulo.
—¿Qué sarta de mentiras está usted inventando ahora? Cada vez aparece con un cuento distinto.
—No. Es la verdad... La única verdad... Pueden entrar en la cabaña y comprobarlo... Han estado curando a Egan ahí dentro.
—¿Curándole?—seguía extrañado Fess.
—Sí. Compruébenlo.
—Ve a ver—ordenó el viejo a uno de los suyos.
Pero no por eso dejó de interrogar al detenido:
—Diga. ¿Qué hacía usted en mi casa esta noche? ¿Qué hablaba con Neva, qué tramaba?
—Tuve sospechas de Jimmy y fui a buscarle. Su hija me dijo que podía encontrarle aquí.
—¿De veras?... Es una entremetida sin remedio. No tiene cura.
Entonces llegó corriendo el que había ido a inspeccionar.
—Es cierto, señor Fess—declaró—. Ahí han estado curando a alguien y han dejado los cacharros por medio.
Lou repitió:
—Se trata de Egan. Lo he visto... Iban hacia el Sur.
El del almacén hizo un gesto resolutivo.
Dijo:
—Bueno. Confiaré en usted por esta última vez. Pero será mucho mejor que no me engañe.
Y añadió:
—¡Recoged los caballos!
* * *
Faltaban tres o cuatro horas para el amanecer. No obstante, la luna alumbraba aún con cierta prodigalidad. Richard y los suyos seguían de lejos a los presuntos fugitivos. Se detuvieron al cabo en una especie de hondonada, al abrigo de ella, y destacaron a un jinete más adelantado.
El hombre estuvo ausente por espacio de varios minutos y luego volvió con su informe:
—Han entrado en la arboleda donde se llevó a cabo el asalto. Y no han vuelto a salir. Seguramente permanecerán allí algún tiempo.
—Eso es significativo—dijo Lou impaciente.
Richard gruñó:
—Ya lo sé. Pero todavía cabe la posibilidad de que mi hijo esté actuando honradamente por su cuenta. Quiero salir de dudas. Nos dividiremos en dos bandos para rodear la arboleda. Primero hay que dejarlos salir. Luego, los de atrás, cubrirán el terreno entre los árboles, impidiéndoles que puedan volver. Les daremos una oportunidad, la última oportunidad. Pero en cuanto intenten ofrecer resistencia dispararemos sin contemplaciones de ninguna clase.
—De acuerdo—dijo alguien.
Fess añadió:
—Los quiero muertos mejor que fugitivos.
Poco después dijo:
—Usted vendrá conmigo, Cerfy.
Se distribuyeron. Tres y tres.
Abandonaron el escondrijo a un trote corto con intención de que los caballos no armaran demasiado estrépito. Sin embargo, el rodeo iba a ser lo suficientemente amplio, también con esas miras. Unos y otros llegaron, por ambas partes, frente a la arboleda, estableciendo sus respectivos puestos de observación.
Habían invertido contados minutos en la maniobra. Quizá era el momento resolutivo, terminante. Dentro de poco, posiblemente segundos nada más, Jimmy, Glassy y Egan saldrían de entre los árboles.
Silencio profundo, expectación...
Lou, Richard y el otro hombre se miraban a intervalos.
Más tiempo aún. Ya no parecía normal aquello. Estaban tardando demasiado.
Y, a pesar de todo, transcurrieron otros minutos.
El dueño del almacén tenía que decir algo, aunque sólo fuera para dar salida a sus nervios.
—¿Qué le parece, Cerfy?—preguntó.
—No me atrevo a opinar.
Por último sonó un disparo.
¡Bang!
Los tres hombres se irguieron a la vez, aguzando con renovados ánimos sus sentidos. Pero no hubo tiempo de hacer nada más. Otras dos detonaciones, seguidas, estallaron igual que cañonazos.
Luego, el silencio de nuevo; la expectación, la espera...
—¿Sabe lo que significa eso, Cerfy?—hablaba el viejo con voz enronquecida—. ¿Sabe usted lo que están haciendo?
—Lo supongo... Volando la cerradura.
—Justo. Ya no tardarán demasiado en aparecer. Y uno de ellos es mi propio hijo—respiró hondo—. ¡Mi propio hijo!
A los pocos minutos percibieron confusamente el ruido de los caballos. Habían terminado al fin. Se aproximaban. Los otros vigilantes, según ordenó Richard, debían ir entonces cerrándoles la retirada. Hasta que se encontraran metidos en terreno abierto y entre dos fuegos.
Unos pocos minutos más, casi los puramente indispensables...
Las armas, firmes, dispuestas...
Aparecieron de pronto las figuras entre la línea mal definida de los troncos.
Fueron acercándose... Dos caballos. Dos jinetes. Jimmy y Glassy. Solamente ellos. El oro debían llevarlo en sendos talegos preparados al efecto. Casi podía advertirse desde allí.
Lou reaccionó.
—¡Han matado a Egan!—dijo—. ¡Han disparado sobre él!
Richard Fess tenía las facciones rígidas, desencajadas. Estaba pálido como un muerto.
Le tembló la voz:
—¡Es un miserable asesino!
Y avanzó varios pasos con el caballo.
—¡Eh, Jimmy!—gritó seguidamente—. ¡Jimmy, detente! ¡Entrégate! ¡Estáis rodeados! ¡No podréis escapar!
El joven saltó de la montura en cuanto escuchó aquello. Había cogido las bridas para que el caballo no se le fuera, y miraba a todas partes como enloquecido. Empuñaba un revólver también. Glassy desmontó asimismo.
—¡Atrás!—decía, encorvado, el hijo de Richard—. ¡Atrás! ¡A la arboleda! ¡Cúbrete con el caballo!
Pero un par de detonaciones le advirtieron que no podría retroceder. Los hombres dispararon con esa intención.
El viejo dijo:
—¡Es inútil, Jimmy!¡Ríndete! ¡No te queda otra salida!
No obstante, él prefería la pelea. Hizo varios disparos seguidos. Una bala pasó cerca de Richard, sobrecogiéndole.
—¡Cuidado!—tuvo que recomendarle Cerfy—. No se acerque más de la cuenta.
Oyeron entonces la voz de Jimmy:
—¡No me rendiré! ¡Venid a cogerme si sois capaces! ¡Estoy esperándoos! ¡Adelante!
En aquel momento, Jimmy había iniciado la huida por uno de los costados. No disponía de recursos mejores. Intentar aquello, o nada. Se lo jugaba todo a una carta. Y las balas llegaron antes...
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
Los jinetes estrecharon el cerco conforme abrían fuego graneado por ambos sitios. Una lluvia de proyectiles. El primero en caer fue el caballo de Jimmy. Se derrengó. Metió las patas delanteras en la tierra, lanzando al hombre por los aires. Luego, Glassy, cuando ya había logrado poner al galope su cabalgadura. Un balazo certero la echó abajo.
Pero el joven se revolvía en el suelo, empuñando las armas. Lleno de polvo, sofocado, loco. Empezó a disparar. Pretendía, incluso, escapar a pie. Luego vio el caballo de Glassy desocupado y corrió hacia él como un poseso.
Todo inútil. Una bala le alcanzó en mitad de camino. Siguió adelante todavía, cojeando, sin abandonar las armas. Hasta que le derribó un nuevo proyectil. Entonces se vino abajo, de bruces, definitivamente. Ni un estremecimiento final, ni una palabra. Quedó inmóvil, encogido, bajo la luz amarillenta de la luna.
Los jinetes se detuvieron después a contados pasos. Frenaron de súbito los caballos. Sólo el viejo Richard siguió adelante. Los otros le vieron desmontar al fin, tomando en sus brazos el cuerpo inerte de Jimmy.
Varios segundos largos y pesados...
Luego le oyeron decir:
—¡Un puñado de oro! ¡Un maldito puñado de oro!
* * *
Richard cavó aquel día una fosa para su hijo. Arriba, en la colina, en el lugar donde le había ofrecido trabajo honrado y paz del espíritu, que el joven rehusó absurdamente. Richard no quiso que nadie le ayudara a cavarla. Y cuando lo hubo hecho, Neva puso encima un gran ramo de flores. Y rezaron juntos por Jimmy. Y lloraron.
Pero había otros muertos. Los que perdieron la vida en el río y no salieron de allí. Pasco, Chisel... El cadáver de Egan hallado entre la arboleda... Bel y todos los que lucharon contra aquella conspiración. Defensores del mal unos, y otros del bien, que iban en busca de la Justicia más alta, porque aquella del campamento, incluso la del mundo entero, ya no podía premiarles o castigarles.
Glassy, en cambio, no murió. La recogieron herida. Fue conducida al campamento, juzgada en veinticuatro horas y expulsada después. Un caballo, un rifle, municiones suficientes y comida. Eso fue todo para ella. Y la amenaza de muerte en caso de regreso. Aunque era presumible que Glassy no iba a regresar nunca. Estaba escarmentada.
Al día siguiente, un hombre abordó a Lou Cerfy cuando éste salía del «saloon». Cerfy había pasado inadvertido en medio de aquellos últimos acontecimientos.
—Fess quiere verle. Está esperándole en su casa.
Lou estuvo unos instantes indeciso y el otro añadió:
—Me ha rogado que yo mismo le acompañe. Es importante.
El forastero no dijo nada, pero se encaminó al almacén. Tenía largas las piernas y largos eran sus pasos. Su acompañante, de escasa estatura, iba a la zaga como un perrillo.
Cerfy llegó al establecimiento lo menos con treinta yardas de anticipación. Se sorprendió un tanto, porque allí estaban esperándole, aparte del comerciante, Brent, Paul Decok y otro par de hombres, como reunidos expresamente.
Uno por uno fueron dándole la mano. También esto era extraño para el forastero.
Por último, Richard trajo una bolsa de oro y se la entregó.
—Aquí tiene, Cerfy... Su diez por ciento. Como verá, no me he arrepentido del trato.
La respuesta fue desconcertante:
—Usted no, pero yo sí. Ponga ese oro donde estaba. Es suyo exclusivamente. Le pertenece.
—¿Por qué?—empezó a discutir el viejo—. ¡Nosotros convinimos un diez por ciento! ¿Ya no se acuerda?
—Puede entregarme un diez por ciento de piedras—dijo Cerfy—; de las piedras que había metidas en la arqueta. Y eso no me interesa. He visto toda la orilla del río llena de ellas.
Hizo ademán de salir entonces, pero el otro le detuvo.
—Un momento... Escuche: usted colaboró eficazmente a que el problema se resolviera. Sin su ayuda, nadie sabe lo que habría pasado aquí. Fue una cooperación muy valiosa.
—Ya. Pero no acordamos ninguna recompensa cuando buscamos el oro por segunda vez.
El viejo tuvo que adelantarse de nuevo.
—Espere. En eso tiene razón. Le doy toda la razón. Sin embargo, yo quiero que acepte esta cantidad. Se la regalo.
Lou le miró otra vez.
—No. Gracias. Hace tiempo que me prometí a mí mismo no aceptar limosnas de nadie. Importa poco la cuantía. Es la única manera de que le respeten a uno todo lo que conviene.
Y entonces sí abandonó el local. Los otros quedaron casi boquiabiertos. No obstante, a poco, sólo unos segundos, le vieron aparecer de nuevo. Se había vuelto quizá desde los escalones.
—Quisiera hablar con Neva—dijo secamente.
Richard asintió en silencio. Fue despacio hasta la trastienda, y la llamó:
—¡Neva!
La joven llegó después. Pálida, enlutada. Les miró a todos uno por uno.
—El señor Cerfy quiere hablarte—dijo su padre.
Lou preguntó:
—¿Le importaría salir?
—No.
Y se encaminaron juntos a la puerta.
Y Una vez fuera, el hombre emprendió un lento paseo delante de la casa.
—Verá... En primer lugar, deseaba agradecerle lo que hizo por mí. Fue meritorio. Yo necesitaba ayuda y usted tenía que colocarse incluso frente a su hermano. Lo hizo, pese a las pocas seguridades que yo le podía ofrecer. No sé cómo voy a pagárselo ahora.
Ella le miró entonces como dolorida.
—¡Oh! ¿Por qué dice eso?... ¿No sería mejor que lo olvidásemos todo?
—Sí. Podemos olvidarlo. Pero hay cosas...
Habían llegado a la esquina del edificio, al portalón. Precisamente, el punto donde estuvieron escondidos aquella noche.
Lou se detuvo.
—Mire... Yo no soy un perfecto aventurero. A veces las circunstancias empujan a uno de aquí para allá, y le trastornan. Ya lo ha visto: pretendí negociar con un cargamento de oro y resultó un cargamento de piedras.
Dejó que pasaran varios segundos.
—Ahora—fue diciendo al cabo—, ahora no sé qué haré en este poblado. Había pensado marcharme. Y quizá sea lo mejor. Pero después... Bueno. Creo que me quedaría solamente si usted me lo pidiese, Neva. Si usted tuviera el más mínimo interés en ello. Qué sé yo; buscaría trabajo, ocupación. Me dedicaría a cualquier cosa.
La joven dijo pausadamente:
—Yo tengo interés, Lou... ¡Tengo un grandísimo interés!
Mientras tanto, en el almacén, Richard y los demás tramaban alguna cosa. Brent declaró:
—No sé qué vamos a esperar. La ocasión la pintan calva.
—Eso digo yo—convino otro de los hombres—. ¿Para qué darle más vueltas al asunto?... ¿No queríamos un «sheriff» de cuerpo entero? Pues ahí está. Mejor que ése, no lo ha visto nadie ni en San Antonio de Tejas.
—¿Y qué tiene que ver con nosotros San Antonio de Tejas?—preguntó entonces el dueño del almacén.
—Es un decir.
—¡Un decir! ¡Un decir!
Por último, Decok fue el encargado de resolver. Terminó:
—Yo mismo voy a proponérselo. Es el «sheriff» que necesitamos. Y se acabaron las discusiones. ¿De acuerdo?
Todos asintieron.
—De acuerdo.
Decok salió resueltamente, pero se detuvo en el porche, y eso no parecía del agrado de los otros. Le preguntaron:
—¿Se te han dormido las piernas, Paul?... ¿Qué ocurre ahora?
El tipo rió de buena gana, ante lo que estaba viendo.
—Estupendo — dijo—No sólo vamos a tener «sheriff», sino esposa de «sheriff» también.
F I N