CAPÍTULO II
Pasco escudriñaba a veces el horizonte; un horizonte límpido, enrojecido con la puesta del sol, hecho de suaves ondulaciones. Aquí y allá, peñascos aislados, cactos erguidos, solitarios. Eran como guardianes muertos de la llanura. La arena lo cubría todo. Subía a retazos en pequeñas prominencias y se desparramaba después a cada lado del sendero. Un sendero de polvo, de arena triturada, levantándose igual que humo al soplo de la brisa.
Los hombres tenían la garganta seca y carraspeaban.
Pasco se movió en el asiento con evidente incomodidad.
—¡Brrr!... ¡Diablos de polvareda! ¡Parece ceniza pura! ¡Ni que hubieran encendido aquí todas las hogueras del mundo!
Más adelante, le dio un codazo al tipo que iba con él.
—¡Para! ¡Para de una maldita vez! ¡Tira de las bridas!
El hombre le miró con cierta sorpresa, pero obedeció, echándose para atrás firmemente.
—¡Só! ¡Sóoo!...
Pasco se puso en pie antes que el carruaje parase por completo.
—Vamos a ver... ¡Chisel!—llamaba a uno de los jinetes—. Ven para acá, hombre. Acércate.
El jinete lo hizo despacio y en silencio.
—Tengo ganas de cabalgar un rato—dijo entonces el de las barbas—. Vamos a cambiar de puesto.
Se echó al suelo de un salto, pero el otro sujeto, frío, imperturbable, no había movido ni un solo músculo de la cara.
Pasco le miró, extrañado.
—¿Qué pasa? ¿No me has oído? He dicho que bajes de ahí.
Chisel apretó las bridas más fuertemente. Con la otra mano sujetaba el rifle de forma significativa.
Tenía todo el aspecto de un hombre astuto receloso. Unos ojos claros, acerados. Unas facciones rígidas. Alto, seguramente ágil.
Pasco se impacientó.
—¿Vas a seguir ahí toda la vida?
—El puesto del mayoral está precisamente en el pescante—dijo el otro.
—¡Ah! Conque es eso... Pues yo quiero montar a caballo ahora. En tu caballo precisamente. Te lo devolveré cuando hayamos llegado al río, ¿eh?
—Utiliza el de Bel—fue la respuesta.
Bel era el segundo jinete. Un hombrecillo maduro, con aspecto de rata, flaco y desaliñado. Parecía retraído también respecto a los demás. Miró a los dos hombres y en seguida dijo:
—¿Lo quieres, Pasco?
El otro gruñó:
—No. No lo quiero. Tiene que ser éste—hablaba medio ronco, con un vozarrón enorme.
Chisel inquirió casi entre dientes:
—¿Y eso por qué, mayoral?
—Porque es el caballo que me gusta. ¿Quieres más explicaciones?... Vamos, échate al suelo.
Egan, el tipo del pescante, les miraba también. Se había creado entre ellos gran expectación. Bel estaba mordiéndose los labios.
Por el contrario, Chisel apuntó a Pasco con el rifle.
—No pienso obedecer—dijo.
El fortachón lo tomaba casi a broma.
—¡Ja, ja!... Supongo que tendrás tus motivos.
—Desde luego. No quiero tragar polvo en el pescante. Ni siquiera poniéndome un pañuelo. Este es mi puesto, y aquí continuaré hasta donde vayamos.
La cosa procedía de atrás. No era aquél un incidente nuevo del todo. Las discusiones y las peleas se repetían entre ambos. Dos caracteres violentos que chocaban a cada paso.
Pasco seguía hablando con naturalidad:
—¡Muy bien, hombre! ¡Ja, ja!... Hablas igual que un predicador. Sin embargo, has olvidado que yo soy el que manda y tienes que obedecerme. Pero si te pones de ese modo...
Subió entonces al pescante, como resignado.
—Si no quieres dar tu brazo a torcer...
Era un ardid. No terminó la frase. En menos de un segundo había saltado igual que un puma sobre Chisel, derribándole con su poderosa humanidad.
Los dos cayeron al suelo, hechos un ovillo, mientras el caballo daba un respingo y relinchaba.
El rifle del jinete salió también por los aires.
Rodaron por el polvo fuertemente unidos.
Pasco se incorporó al fin, levantando al otro casi en vilo.
Luego le propinó dos mazazos seguidos, terribles. En el estómago y en la cabeza.
A Chisel le crujieron todos los huesos. Puso las rodillas en el suelo y el barbudo aprovechó aquella oportunidad para enviarle a la nuca un golpe definitivo.
—¡Ufff!...
Eso fue todo. El hombre quedó tendido en el polvo, derrengado, sin ánimos, casi sin sentido.
Pasco, no obstante, estaba también lleno de polvo y de sudor. Se puso derecho. Jadeaba. Se limpió con el brazo.
—No escarmienta—dijo—. Siempre anda buscándome las cosquillas... Quizá no le gusta que yo sea el mayoral. Pero lo soy. Y tendrá que obedecerme en todo. Voy a meterlo en cintura, o terminaré con él a baquetazos—después añadió—: Subidlo al pescante.
Durante algunas horas tuvieron que soportar aquella polvareda. La llanura se hacía interminable. Era cada vez más blando el sendero, más mullido, y las ruedas del carruaje se enterraban en él.
Pasco iba delante con el caballo.
Los cactos, la arena, los peñascos aislados...
Chisel terminó recuperándose, pero no hizo ningún intento de reanudar la bronca. Tal vez estaba escarmentado. Aunque sus ojos claros parecían indicar lo contrario. Estuvo sacudiéndose la ropa y el sombrero con cierto gesto de resignación.
Ya bien entrada la noche, alcanzaron el río a que se refiriera el mayoral. Un río que iba hondo, encajonado. Otra tierra, otro paisaje. Abundaban las piedras y la arboleda. El suelo era firme y se avanzaba a gusto. Había una luna grande, resplandeciente, presidiéndolo todo.
Pasco levantó la mano de pronto.
—¡Alto!
La diligencia se detuvo.
Esperaron.
Pero nadie abandonó su puesto. Les envolvía un extraño silencio. Miraban en derredor. Se miraban también unos a otros. Sólo podían percibir el rumor apagado del río, lejano, como un susurro.
Finalmente, Pasco fue aproximándose con el caballo.
—Bueno—hablaba de un modo especial—. Creo que éste es el sitio, ¿no?
Nada. Ninguna respuesta. Las sombras, la quietud.
—Echaremos una ojeada—dijo después—. Bel vendrá conmigo.
Bel tenía miedo. Miedo, quizá a sí mismo y de sus compañeros; de lo que iba a suceder en pocos minutos. Se había puesto demasiado pálido y le temblaban las manos visiblemente.
Pasco gritó:
—¿Qué te pasa? ¿Vienes o no?
Entonces movió las bridas. El y Pasco salieron juntos de la arboleda, al trote, hasta alcanzar la prominencia más cercana. Desde allí podían abarcar una buena extensión de terreno. Todo estaba tranquilo, solitario. No se movía nada a lo lejos.
Al de las barbas le satisfizo aquello.
—¿Qué te parece?
—Bien.
Después sonrió.
—¿Nada más que bien? ¡Ja! Estás temblando como una hoja. Bel, y eso no conduce a nada bueno. ¿Por qué no procuras dominar los nervios?
—Ya lo procuro.
—¡Ja, ja! Pues apenas se te nota. Cualquiera diría que lo haces con intención. ¡Hum! ¿No te preocupa lo que podamos pensar sobre tu comportamiento? Un cobarde siempre resulta peligroso en estos enredos. Di: ¿no te preocupa?
Bel, angustiado, tragó saliva con dificultad.
—No soy un cobarde, Pasco. Los nervios tienen la culpa. Pero no es cobardía. Yo hago lo que puedo. Procuro mantenerme firme.
—¡Firme!—se burlaba el gigante—. ¡Je, je! Tienes que corregirte, Bel. Tienes que procurar imponerte a ti mismo.
Y, de pronto, tiró rápido de su revólver.
Al pobre Bel le bizquearon los ojos. Se quedó sin respiración.
—¡No! ¿Por qué?
Había llevado su caballo para atrás.
—¿Qué significa esto?
Pasco le encañonaba.
—Cálmate—dijo—. Ese miedo te perderá. Acabará perdiéndote algún día.
Luego fue levantando el revólver y disparó al aire por dos veces. El miedoso se contrajo dos veces también, a cada detonación. Se humedecía los labios, angustiado. No obstante, terminó respirando a gusto.
—Uf... Ya comprendo—trataba de sonreír—. Quieres salir de dudas. Por si hay alguien cerca, ¿no?
El otro no pronunció palabra. Esperó.
Pasaron veinte minutos. En vista de que nadie daba señales de vida, volvieron sin mucha prisa junto a la diligencia. Egan y Chisel continuaban igual que al principio, sobre el pescante.
Pasco les hizo una señal.
—¡Abajo, muchachos! Manos a la obra.
Ambos saltaron a tierra. Debían de tenerlo todo convenido. En contados minutos soltaron los caballos del tiro y los espantaron de allí. Pasco empezó a disparar como un loco sobre el carruaje. Luego lo arrimaron a la pendiente y lo volcaron entre todos. Por último se hicieron con la arqueta del oro. Sin mediar una palabra, emprendieron juntos el camino del río, descendiendo cuidadosamente por el encajonamiento.
Una vez al lado de la corriente, se detuvieron.
Allí no había más que peñascos. El agua bajaba revuelta, en cataratas, produciendo un ronco clamor. Las piedras estaban húmedas, resbaladizas. Gracias a que la luz de la luna alumbraba más y mejor de lo que se podía pedir.
Pasco chilló con todas sus ganas:
—¡Hacia arriba! ¡Seguid otro poco!
Egan y Chisel, que llevaban la arqueta, asintieron. Tenían que andar con sumo cuidado. El agua les salpicaba a la cara. Detrás iba el grandullón, y en último término Bel, con sus ojos como ascuas, mirando a todas partes celosamente.
El de las risas volvió a gritar:
—¡Aquí! ¡Alto!
Pararon. Dejaron en el suelo la preciada carga. Había un pasillo de arena entre dos peñascos, que Pasco señaló.
—¡Ese es buen sitio!
El y el miedoso comenzaron a cavar con las manos hasta que hubieron conseguido un hoyo lo bastante amplio y profundo. Entonces se incorporaron.
Pasco ordenó:
—¡Venga! ¡Metedla dentro!
Luego volvieron a tapar y se sacudieron las manos.
—¡Listo! ¡Vámonos!
Otra vez las piedras resbaladizas y la pendiente escabrosa, empinada, no menos difícil de traspasar. Conforme ascendían, el rugir de las aguas iba disminuyendo. Arriba quedaba reducido a menos de la mitad.
Una mirada última, general, hacia el repecho, hacia la corriente tumultuosa, hacia el sitio aproximado donde quedaba oculto el tesoro. Una mirada de despedida, como triste.
—Ya está bien—dijo Pasco—. No perdamos más tiempo. Aún quedan cosas por hacer.
Regresaron a la arboleda. Todo seguía igual allí.
Las sombras, la quietud. El carruaje, volcado, arrastrado, agujereado. La barra del tiro, partida por la mitad. Los cristales rotos. Los enganches de las bestias, retorcidos.
El mayoral seguía dictando órdenes:
—Hay que preparar las huellas.
El mismo y Egan tomaron las dos monturas. Se pusieron a trotar de un lado para otro, marcando pisadas por todas partes. Armaron un lío terrible de rastros. Viendo el resultado, nadie hubiese puesto en duda el supuesto asalto. Las muestras eran palpables, indudables. Además, nadie tenía por qué sospechar de ellos precisamente. Eran los conductores. Habían dado pruebas de honradez en muchas ocasiones.
Sin embargo, tal vez no estaba Pasco satisfecho. Al menos, lo que se dice satisfecho del todo. Una arruga profunda surcaba su frente cuando acabaron. Un gesto de recelo, de duda quizá.
Egan preguntó:
—¿Qué estamos esperando? ¿Por qué no nos largamos ya?
Nada. Silencio. Intercambio de miradas.
—¿Es que vamos a pasar aquí toda la noche?
El fortachón habló al cabo:
—Digo que los bandidos debían matar a uno de nosotros para que la cosa quedara mejor. Es lo natural.
Egan no pudo contenerse.
—¿Cómo?
Pero en seguida cambió de actitud. Procuró mostrarse sosegado.
—Bueno... Sí, tal vez... Puede que no esté mal eso.
A Chisel le chispeaban los ojos. Bel estaba tiritando.
—En los asaltos siempre suelen matar a uno de los conductores—decía el barbudo—. Luego, los otros, los que quedan, se convierten en héroes ante los ojos de todo el mundo. Y, a fin de cuentas, lo son.
Nuevamente el silencio, la expectación, las miradas. Nadie se atrevía a decir ahora una palabra, ni a moverse. Los cuatro estaban rígidos. Se respiraba el aire como enrarecido.
Hasta que Chisel entreabrió sus delgados labios:
—Matar a uno... ¿A quién?
No fue preciso señalarlo. Quizá tenían todos la misma idea. Quizá estaban de común acuerdo en la elección.
Pasco hizo un guiño malicioso.
—¿A quién puede ser?
Bel lloriqueó de pronto.
—¡No! ¡No podéis matarme! ¡No tenéis ningún derecho! ¡Yo no soy un cobarde!
Intentó salir corriendo.
—¡Socorro!
Pero Pasco le había cortado el paso de dos zancadas. Se cruzó ante él.
—¡Quieto!
Y Chisel le atajó asimismo por el otro lado.
—Sé buen chico. No puedes escapar.
El miedoso lo era en aquellos instantes mucho más que nunca. Le caía a chorros el sudor. Temblaba, se asfixiaba. Sus ojos vivos de rata iban de aquí para allá, midiendo las posibilidades. Sus rodillas parecían como azogue. Estaba perdido. Tres contra uno. Ni siquiera pensó en utilizar el revólver. ¿Para qué? Ellos eran más rápidos, más decididos. Y le acorralaban.
Lloró. Jadeó.
—¡Por caridad! ¡Haré lo que me pidáis! ¡Todo lo que me pidáis! ¡No quiero morir!
Los otros guardaban la misma postura. Ávidos, atentos, silenciosos.
Bel seguía, entre lágrimas:
—¡Puedo dispararme un tiro! ¿Qué os parece? Eso dará el mismo resultado. Un tiro en una pierna, ¿eh? ¿En un brazo tal vez? ¡No hay razones suficientes que os obliguen a matarme!
Nada. Ni una palabra, ni un gesto. El mismo asedio de antes. La misma terrible frialdad en sus compañeros.
Le castañeteaban los dientes.
—¡Renunciaré a mi parte!
Tampoco aquel sacrificio les iba a convencer. Exigían un cadáver. En los ojos, en las expresiones, se adivinaba que lo exigían.
Bel intentó de pronto, como un loco, una nueva escapada. Con todas sus fuerzas emprendió una veloz carrera hacia un lado. Pero no tuvo suerte. Le fallaron las piernas en el mejor momento. Le fallaron de puro pánico, y cayó.
—¡Ja, ja, ja!
El gigante, con la risa en los labios, fue tirando del revólver.
Y el pobre Bel se tapó la cara,
¡No!
Pasco se volvió igual que un rayo en el último instante y apretó el gatillo.
¡Bang!
Un engaño, un ardid. Eso fue lo que hizo con el rata. Realmente no había pensado matarle a él, sino a Chisel, a su verdadero enemigo. Tenía sobrados motivos para quitarlo de en medio. Era el tipo que le enseñaba los dientes, que se rebelaba contra él a cada paso, que pretendía hacerle sombra. En cierta ocasión ya decidió eliminarle, y el momento había llegado al fin.
La bala le cogió al otro, de improviso, en la barriga. Se quedó atónito: Quizá tenía ya la muerte encima y no acababa de comprenderlo. Era desconcertante, inaudito.
Pero Pasco estaba riéndose en sus propias narices, y él notaba la humedad caliente de la sangre por las piernas abajo...
En unos segundos desquiciados, se rebeló. Hizo acopio de fuerzas. Su mano derecha cayó rápidamente sobre el revólver, desenfundándolo.
¡Bang!
Otro tiro. Pasco no iba a dejarlo defenderse. Aquel nuevo proyectil mordió a Chisel en la mano como una víbora, obligándole a soltar el arma. Le ahogaba una angustia profunda, un mareo.
—¡Puerco! ¡Cobarde!—pudo gritar entre dientes.
Le había asesinado. Todo intento de lucha, de resistencia, era un sueño solamente, y entonces se tapó el agujero del vientre con las dos manos, con la mano herida también. Tenía los ojos turbios. Las piernas, medio dobladas.
—¡Puerco!—gritó otra vez.
Y les miró a todos con una agonía infinita. Bel, en el suelo aún, boquiabierto; Egan, en pie, quieto, grave hasta más no poder; y el barbudo encañonándole.
—Ha llegado tu hora, Chisel. Nunca debiste cruzarte en mi camino.
El herido tuvo entonces un estremecimiento.
—¡Oh!
Viéndose perdido, derrotado, comenzó a andar. Unas piernas de trapo. Un cuerpo terriblemente pesado y vacilante, que hubiera echado al suelo el menor soplo. Iba dando tumbos hacia el río, sin saber qué hacer, buscando quizá la vida en otra parte. La cuesta se bajaba bien. Pasco y los otros le seguían.
Chisel andaba, andaba...
Ni una mirada atrás, ni un respiro. Le era imposible volver la cabeza o detenerse. Llegó por fin al borde mismo del encajonamiento y fue bordeándolo, recorriéndolo, como si el peligro que había allá abajo le asustara. Tenía que buscar otro camino. Tenía que huir a otra parte.
Hasta que cayó de bruces. Era el final. Pasco, Egan y Bel se detuvieron. Oían los ronquidos secos del hombre entre el clamor apagado de la corriente.
De pronto dejó de roncar. Quedó inerte por completo.
Pasco enfundó entonces el revólver. Se acercó.
Estuvo un momento parado delante del cadáver y luego lo echó con el pie al fondo del precipicio.
Cuando volvió al lado de los otros, hubo una mirada inteligente entre los tres. Al rata le bailaban los ojos.
—¿Ya nos podemos ir, Pasco?
—Desde luego. Llegaremos al campamento antes de que amanezca.
Bel se sentía alegre en vista de los resultados.
—Eso está bien—festejó—. No perdamos más tiempo.
Egan no las tenía todas consigo, pero se limitaba a dejar correr los hechos sin perder puntada, por si acaso. Había procurado no colocar sus dedos demasiado lejos del revólver.
Pronto estuvieron de nuevo al abrigo de la arboleda. Bel, muy contento, se encargó de recoger los caballos y los acercó a sus compañeros.
—¡Aquí están!—sonreía incluso—. Ahora, el caminito y a casa.
Pero los ojos burlones del gigante le quitaron de súbito el optimismo. No le gustaba nada aquella expresión. Ni la expresión de los ojos ni de la boca.
—¿No nos vamos aún? ¿No? ¿Qué estás pensando?
El barbudo dijo:
—Creo que eres un tipo listo, Bel.
Aquello era gloria, comparado con lo que esperaba el cara de rata.
—¿De veras lo crees?—preguntó, infinitamente más contento que nunca.
—Claro que sí. ¿Por qué no voy a creerlo? Me parece una estupenda idea ésa que tuviste hace poco.
Ya no estaba tan alegre el miedoso.
—¿Qué idea?
—La del tiro. Un tiro en una pierna, o en un brazo. ¿Dónde lo prefieres tú?
A Bel le faltó muy poco para dar un brinco.
—¡No! ¡Eso no! ¡Ya hemos terminado con Chisel! ¡Es más que suficiente! ¡No hay necesidad de armar otro zafarrancho!
El grandullón le tenía cogido por los brazos.
—¿Quién ha dicho que haya zafarrancho?—rió éste—. Te sueltas el tiro, y en paz. Antes estabas dispuesto a hacerlo, recuérdalo.
El miedoso pataleaba.
—¡No! ¡No estaba dispuesto! Bueno, quiero decir que antes era diferente. ¡Por favor, Pasco! ¡Por favor!
El de las barbas echó mano a su revólver.
—¿Quieres que te lo dé yo?
—¡No! ¡Tampoco!
—¿Entonces?
Era preciso. Bel comprendía la inutilidad de seguir resistiéndose. Había que obedecer. No le quedaba otro recurso. El tiro se lo daría Pasco si él andaba con excesivos miramientos.
Buscó el apoyo de Egan con los ojos, pero éste, al parecer, sólo cuidaba de su propia seguridad. Y ya tenía bastante. Le devolvió la mirada, fría, indiferente. Sonrió además.
Bel temblaba entre las uñas del gigantón.
—¡No hay derecho a esto!—su voz parecía un balido—. ¡Es una barbaridad!
—Tienes cinco segundos, Bel. Si te pones tonto, te ahorraré yo el trabajo.
Pasco empezó a contar:
—Uno... dos... tres...
Bel se apuntó con el arma por debajo del codo.
—¿Aquí?
—Vale. Dispara ya. Estás poniéndome nervioso.
Hubo un gemido entrecortado entonces; unas lágrimas también.
—¡Esto es cruel!—volvió a lamentarse el hombre.
Pero Pasco hizo un movimiento significativo con su arma y Bel no tuvo más remedio que apretar el gatillo, al tiempo que cerraba los ojos fuertemente.
—¡Ay...!
Luego, al instante, sonó el disparo.
Se contrajo de pies a cabeza. Le temblaron hasta las orejas. Tiró el revólver de cualquier manera y se puso a dar vueltas sobre sí mismo con el brazo agarrado, quejándose, hasta caer al suelo hecho un ovillo.
Allí, acurrucado, rompió en llanto igual que una criatura.
Pasco se desternillaba mientras tanto.
* * *
La voz corrió por todo el campamento como un reguero de pólvora. Atravesó el valle y subió a las colinas.
—¡Han robado el oro! ¡Han robado el oro!
—¡Asaltaron la diligencia!
—¡Han robado al viejo Fess!
Pero por el momento nadie decía que Chisel perdió la vida ni que el pobre Bel estaba herido en un brazo. Era más importante el oro, el dinero, el delito propiamente dicho. La suerte de los hombres quedaba en segundo término.
Se armó una buena algarabía ante el almacén. Un barullo de gente. Todos querían entrar. Iban llegando a toda prisa desde cualquier punto. Mujeres también. Y niños. Hablaban a voces, alborotaban, gesticulaban. Dos individuos se habían colocado en la entrada para impedir un escándalo mayor y se veían apurados.
—¡Vamos! ¡Circulen! ¡Lárguense! Ya saben todos lo que ha pasado. Lo saben de sobra. No tienen nada que hacer aquí.
Pero los otros se obstinaban en ver, en husmear. No les satisfacía el mero hecho de conocer la noticia.
El campamento minero carecía de «sheriff», de juez y de autoridad alguna legalmente constituida. Respecto a la Justicia, estaba casi todo por hacer. Era un lío. En casos como aquél solían reunirse los propietarios más destacados de la comunidad. El del «saloon», los de las minas mejores y el propio Fess. Ellos determinaban.
Esta vez, el problema afectaba a Richard directamente.
—¿Qué puedo hacer ahora?—se lamentó—. ¡Es la ruina para mí!
—Organizaremos una partida—dijo alguien.
Pero el viejo abrió los brazos desesperado.
—¡Bah!
En total eran una buena docena, contando los tres conductores y el hijo mayor de Richard, que trabajaba una mina por su cuenta, y que había corrido al lado de su padre en cuanto se supo la noticia. Estaban reunidos en la vivienda, al fondo del almacén. Neva lloraba fuera.
Por su parte. Pasco no hacía más que gruñir hipócritamente:
—¡Malditos bichos! ¡Hijos de Satanás! Nos cogieron de sopetón. ¿Quién iba a suponer que se llevarían el oro y no los billetes?
El dueño del «saloon», un tipo gordo, medio calvo, bien trajeado, subrayó aquel punto.
—Desde luego que no es corriente que roben la mercancía.
Richard Fess dijo:
—Es la primera vez que ocurre. Hasta ahora habían preferido el dinero. Resulta para ellos más manejable.
—Precisamente—apuntó el joven Fess—. Han debido de pensar que el golpe iba a serles más fácil de esta manera. Al regreso se toman las mayores precauciones.
A Pasco le parecía de perlas aquel razonamiento.
—Justo. Esa es la razón. No hay duda de que lo planearon así.
Egan y Bel callaban como zorros.
Otro hombre dijo: u
—Debemos salir a buscarlos ahora mismo. Cuanto antes, mejor.
A todos les pareció bien.
—De acuerdo. Hay que reunir hombres y caballos. No perdamos más tiempo.
Y lo hicieron. Llegaron a formar un grupo de treinta individuos armados y con las provisiones más indispensables. Un verdadero escuadrón. Pensaban dar amplia batida por los alrededores, hasta bien entrada la noche si era preciso. Bel fue excluido por la herida, y Richard por la edad. Los otros montaron con el grupo; Pasco, Egan y el hijo de Fess, Jimmy Fess.
Un buen número de curiosos les despidieron.
Anteriormente, Pasco le había recomendado muy bajo al cara de rata:
—A ver cómo te portas durante nuestra ausencia, primor. Si metes la pata tanto así, te hago picadillo cuando vuelva. Mucho cuidado con lo que hablas, ¿eh?
¿Qué iba a responder el otro? Juró y perjuró que sería en todo momento muy discreto.
Pasco también había contado a los demás cierta historia fantástica sobre la aparición repentina de siete bandidos enmascarados. Así justificaba la pérdida del oro. Ellos lo robaron, según la historia del mayoral. Unos tipos rápidos, astutos, que manejaban las armas como demonios. Chisel cayó en la pelea y a Bel le alcanzaron en un brazo. Tuvieron que hacer una proeza para que no les liquidaran a los cuatro.
Y allá iban todos en busca de los desconocidos. Tan desconocidos, que jamás lograrían encontrarlos. Sin embargo, ellos lo hicieron con empeño, poniendo sus mejores intenciones en la búsqueda.
Horas y horas de intenso cabalgar, de seguir rastros, de rodeos.
Primeramente estuvieron en el sitio del asalto para hacerse con lo que hubiera de aprovechable. Recuperaron la diligencia, algunos paquetes y los caballos del tiro. Otros hombres buscaron el cadáver de Chisel incansablemente por el río. No hubo suerte. La corriente debió arrastrarlo demasiado lejos.
Al final se distribuyeron en patrullas para dar la batida a fondo.
Sin embargo, aquella misma tarde llegó a la comunidad minera un individuo sospechoso. Por descontado que no había que hacer muchos alardes en el campamento para adquirir esta cualidad, con mayor razón después de lo sucedido; sólo ser forastero y presentarse de improviso. Pero es que aquel sujeto, a pesar de todos los prejuicios existentes...
El hombre en cuestión montaba un caballo rojo, con pintas, de muy buena estampa, y se escudaba sereno en dos revólveres azulados no menos atractivos que el caballo. El mismo también infundía de por sí cierto respeto o admiración por lo sobrio, quizá por lo serio.
A su llegada no cambió una palabra con nadie. Atravesó parte del valle muy tranquilamente, al paso, bajo los rayos invisibles de cincuenta miradas. Luego se detuvo al descubrir escrita sobre tablas la palabra «saloon». Bajó tranquilamente del caballo y penetró en el establecimiento.
Allí fue recibido con idéntica curiosidad.
—Un whisky doble.
Sus palabras sonaron huecas por el silencio que se había creado en torno. Era el objetivo de todas las atenciones. Los demás clientes apenas parpadeaban.
El forastero bebió el vaso de un solo trago y luego dijo:
—Otro.
Le sirvieron nuevamente.
Esta vez el hombre sospechoso no llegó a tomar el whisky inmediatamente, sino que estuvo preguntando sobre la posibilidad de alojarse él y la montura. Eso franqueó el paso a los otros clientes. Dos de ellos se arrimaron al mostrador, aunque no mucho al individuo.
—¿Viene de lejos?—quiso saber el que quedaba más cerca.
—Del Sur.
—El Sur es grande—observó el minero, tratando de concretar.
Pero la respuesta aclaró muy poco:
—Sí. Es grande.
—¿En qué parte del Sur ha vivido usted?
—En todas y en ninguna. Ya me comprende, ¿no?
El preguntón dijo que sí con la cabeza, pero lo cierto era que no lo veía tan claro.
El segundo minero probó fortuna de otra manera.
—¿Qué camino ha seguido usted para llegar hasta aquí?
Aquel hombre estaba situado a espaldas del forastero. Este fue volviéndose despacio para mirarle.
—¿Cómo dice?
—El camino. ¿Qué camino ha seguido?
—¡Ah, ya! El normal. Supongo que será el normal.
—¿Vino por el río?
—En efecto.
Era un chispazo. Las sospechas aumentaban. El río y el oro se encontraban en aquellos momentos estrechamente unidos.
Intercambiaron una mirada general de entendimiento.
El forastero paseó los ojos en derredor antes de preguntar:
—Y bien... ¿Acaso he dicho algo improcedente?
Entonces hubo un breve cuchicheo.
Después se acercó el hombre gordo, medio calvo, que había estado por la mañana en el almacén de los Fess.
Tendía al cliente su mano ensortijada cuando dijo:
—Soy Paul Decok, el dueño de este local.
El de las pistolas azules no aceptó la mano, pero le dijo su nombre:
—Yo me llamo Cerfy; Lou Cerfy.
El tal Decok estaba algo inquieto, como violento. Se sacudió un poco la levita con la mano rechazada para disimular. Y carraspeó.
—Verá usted, señor Cerfy: esta noche pasada —volvió al carraspeo—. Esta noche pasada han asaltado una diligencia, cargada con oro, cerca del río.
Hubo otra respuesta interesante:
—Ya lo sé.
Los clientes volvieron a mirarse. Se repitió el cuchicheo. Paul Decok, como no sabía qué hacer, ensayó una risita estúpida.
—¡Ah! ¿Estaba enterado? ¿Acaso habló con nuestros hombres?
El de las sospechas denegó un par de veces con la cabeza.
—No, no he hablado con ellos. Cierto que los vi, pero cambiamos una sola palabra. Yo estaba a bastante distancia y ellos pasaron de largo.
Aquello acentuaba el recelo de todos, la expectación. Nadie ponía en duda ya que el forastero estaba relacionado de algún modo con el extravío del oro. Lo daban por sentado. Sin embargo, aquel tipo comentaba el asunto con la mayor naturalidad, como si no tuviera ninguna importancia.
Para colmo terminó diciendo:
—Estuve a punto de presenciar el asalto. Sí, lo pueden creer. Oí algunos disparos y me acerqué. Pero ya era quizá demasiado tarde. El robo se había realizado.
Un silencio mucho más profundo que los anteriores, más significativo. Todos los clientes escuchaban con la boca abierta.
Paul Decok volvió a sonreír casi sin expresión.
—Entonces, usted... Bueno, quiero decir que seguramente vería a los bandidos, ¿no?
—Claro. Los vi.
—¿Reparó en cuántos eran?
—Un grupo.
Se caldeaba el ambiente. Ya no hubo señas ni cuchicheos. Los hombres hablaron en tono normal. Comentaron el hecho. Algunos más fueron acercándose, rodeando a Decok y al testigo.
El ruido de voces se intensificaba a cada segundo y Paul tuvo que imponer orden.
—¡Un momento, amigos! ¡Un momento! Dejemos que hable el señor Cerfy. El puede decirnos cosas interesantes; pero, si empezamos a chillar todos a la vez...
Los otros callaron y Lou Cerfy declaró:
—He dicho ya todo lo que sabía.
El dueño del establecimiento trató de explicar su punto de vista.
—Mire una cosa—no abandonaba mucho tiempo aquella risita falsa, nerviosa, como postiza—. El oro pertenece a un hombre que se llama Richard Fess. Tiene un almacén aquí y se dedica además al transporte. Esta mañana estuvimos en su casa, con idea de remediar el hecho a medida de nuestras fuerzas. Fess se encuentra ahora consternado, compréndalo. Le agradecerá infinito cuantos datos pueda usted proporcionarle. ¿Por qué no habla con él?
—Lo haría gustosamente—dijo el forastero—, pero de veras que no veo la utilidad. Todo lo que yo pueda contarle se lo habrán referido ya sus propios hombres, los conductores. Ellos se enteraron de todo mejor que yo.
—Bueno; la abundancia de datos no estorba, me parece a mí—le animó Decok.
—No. Desde luego. Iré a verle esta noche. Primero quiero descansar.
Iba a volverse para coger el vaso, y el dueño del local le tocó levemente.
—Ya que nombramos a los conductores, ¿no estuvo usted con ellos después del asalto? ¿No hablaron?
La respuesta fue negativa.
Era evidente que a Paul Decok, y a todos los hombres que había allí, les hubiese gustado conocer las razones de aquella reservada actitud, la justificación. ¿Por qué el forastero no hablaba nunca con los otros? ¿Por qué no cambió unas palabras con el tal Pasco y sus ayudantes?
Aquello les hacía recelar más aún, desconfiar.
No obstante, el propio Cerfy expuso las causas casi a renglón seguido, sin dar tiempo a que alguno de aquellos tipos se las preguntara.
—¿Creen que hubiera servido de algo?—dijo.
Era suficiente. Los otros sonrieron. El cogió entonces el vaso de whisky y lo bebió de golpe.