CAPÍTULO III
Luego resultó ser que aquel hombre llamado Cerfy no era tan condescendiente como dejó entrever en un principio. Más bien se trataba de un sujeto arisco y reservado en extremo. Pocas palabras, sólo las necesarias, y una manera de reaccionar siempre imprevista y desconcertante. Parecía difícil de manejar. A su lado nadie sabía exactamente a qué atenerse ni cómo comportarse.
Desde luego tramaba algo en el campamento, lo maquinaba. Algunos hombres de allí, los más despiertos y aventurados, estaban casi convencidos de eso. Paul Decok, por ejemplo. Y otros cuantos. Pero ninguno alcanzaba a comprender el verdadero objetivo de aquella maquinación, si existía. No podían adivinarlo. Y se devanaban los sesos procurando dar con la solución.
De todas formas, nada estaba demasiado claro respecto al forastero.
Richard Fess estuvo a verle en el «saloon» horas más tarde, ya entrada la noche, cuando el tipo del caballo rojo con pintas había dejado la cama de alquiler. Pretendía hablar con él sobre el asunto del oro. Pero entonces Lou Cerfy estaba ya jugando una partida de póquer y dijo serenamente que charlarían de aquello más adelante.
Era un tanto agria la actitud, desconsiderada, sorprendente. Sin embargo, nadie iba a obligarle a obrar de otra forma.
El viejo Fess se marchó con las manos vacías.
En la partida se jugaban bazas elevadas, incluso de quinientos, y aquello podía justificar en parte la negativa del forastero. Pero nada más que en parte. Su entrevista con Richard hubiera durado poco. Nada iba a perder el hombre con levantarse unos minutos y volver a sentarse. Lo prefirió de otro modo, sin embargo.
Más adelante, sobre la medianoche, regresaron los jinetes de la batida. No hubo mucho alboroto en el campamento por lo avanzado de la hora. A pesar de todo, algunas personas corrieron al almacén. Los jinetes volvían defraudados.
—¡Nada!—dijo el joven Jimmy Fess, al saltar del caballo—. ¡Ni rastro de esa gentuza...! Mañana volveremos a intentarlo. Vamos a ser menos hombres, pero invertiremos todo el tiempo que haga falta.
Eso no satisfacía a nadie. Ni siquiera a él mismo. Hubo un silencio pesado después de sus palabras. La gente comenzó a dispersarse, y Richard entró despacio en el almacén.
Estaba abrumado y apesadumbrado.
—No hemos podido hacer más—dijo luego—. Ha sido una dura jornada para todos. Nos hubiera gustado traer mejores noticias, pero ya lo ves.
Richard asintió un par de veces con la cabeza.
Dijo:
—Lo comprendo, hijo; lo comprendo.
Mientras tanto, en el «saloon» continuaba aquella partida de póquer como si tal cosa. Seguía jugándose fuerte. Cerfy ganaba un pellizco más que regular. Ya no quedaban otros clientes que los propios jugadores, seguramente con el propósito de permanecer allí hasta que amaneciera. O quién sabe si aún entonces iban a continuar.
—Paso.
—Paso.
—Cincuenta.
—De acuerdo. Deme dos cartas.
Esa era la letanía. Les rodeaba una columna de humo. Olía en torno a sudor, a whisky, a tabaco. Apestaba. Paul Decok echaba sus cuentas en una mesa apartada y dos empleados iban colocando las sillas vacantes al fondo.
—Cuarenta más.
Cerfy dijo aquello. Pero no obtuvo respuesta. El otro individuo había clavado sus ojos en la puerta.
—Bueno, ¿qué contesta?
Entonces se dio cuenta el forastero de que tenía algo detrás. Algo era un hombre, sin duda, a juzgar por la expresión de los jugadores. Todos miraban al mismo punto. Los empleados ya no amontonaban las sillas. Decok se había puesto en pie.
Hubo más silencio si cabía, forzado, súbito. Más quietud.
Lou Cerfy volvió la cabeza poco a poco.
Allí estaba el hijo de Richard, grave, con las piernas abiertas, mirándole fijamente. Cerfy no le conocía, pero con verle ahora era suficiente. Se adivinaban las intenciones.
El forastero dejó las cartas encima de la mesa, boca abajo.
—Usted dirá.
—Me llamo Jimmy Fess. Quiero que venga ahora mismo al almacén de mi padre.
—¿Ahora mismo? ¿Para hablar del oro?
—Exacto.
El jugador miró por encima a todos los presentes antes de contestar:
—Ya le he dicho a su padre que iré a verle mañana a primera hora. En estos momentos—sonrió—tengo demasiado trabajo.
—Pues yo le aconsejo que lo deje—se apresuró Jimmy.
Y tiró al mismo tiempo de su revólver.
Cerfy no suponía que la cosa llegara a tanto. Quizá se sorprendió. Tuvo un ligero fruncimiento de cejas.
Exclamó:
—No sea tan impetuoso, joven. Tranquilícese.
Podía llamarle de aquel modo. El hijo de Richard era, posiblemente, unos diez años menor. Lou sobrepasaba los treinta y cinco. Alto y bien proporcionado, de aspecto sereno. Extremidades largas, movimientos medidos y ojos templados.
Cuando se levantó, sus manos estaban semiabiertas y los brazos colgando a lo largo del cuerpo.
Jimmy no se fiaba.
—¡Cuidado con lo que hace!—le advirtió en seguida.
El de las armas azuladas no parecía, sin embargo, predispuesto para ninguna reacción violenta.
Dijo:
—¿No comprende que mi declaración será inexacta si me lleva de aquí a la fuerza?
—Ya procuraré que diga la verdad.
Lou hizo un gesto irónico.
—No tiene ningún derecho, joven. No puede obligarme a nada. Piénselo. Se trata de hacerles a ustedes un favor, y encima no van a imponerme condiciones.
Pero la respuesta fue tajante:
—Se las impondremos. Sepa usted que yo no estoy del todo conforme con lo que ha dicho. Buscamos a unos bandidos y no me extrañaría nada que usted fuera uno de ellos. Quiero hacer mis comprobaciones.
Desde luego era una razón. El forastero volvió a la ironía.
—¡Ah! Eso cambia. Es distinto, claro.
Empezó a recoger su resto con toda parsimonia, billete a billete, mientras hablaba con los de la mesa:
—Retiro el envite, señores.
Jimmy no le quitaba ojo. Todos estaban pendientes de lo que pudiera ocurrir en un momento dado. La conformidad del supuesto testigo parecía demasiado llana para ser sincera. Demasiado rápida. Ninguno se hubiera fiado del tipo.
Cerfy fue guardándose los billetes en el bolsillo.
Y miró al joven Jimmy por fin.
—No tendremos un duelo ahora porque le mataría—dijo con la más desconcertante naturalidad.
El otro prefirió callarse mientras las cosas rodaran de acuerdo con su gusto. Tampoco tenía el propósito de enredar más la cuestión. Se hizo a un lado en el momento que Cerfy dejaba la mesa, despidiéndose.
—Buenas noches.
Jimmy le seguía atento. Dieron unos pasos. De pronto, Lou cambió de camino, y eso hizo que el joven se echara para atrás, precavido.
Pero Cerfy explicó:
—El sombrero...
No mentía. El sombrero estaba colgado de una percha, algo más allá. Lo recogió pacientemente y se miso a marcarle mejor las abolladuras.
—Bueno—dijo al volver—. Supongo que se dará cuenta de lo que esto significa.
Fess tenía poca gana de conversación.
—Me doy cuenta de todo—declaró rígido.
—No se pueden atropellar así los derechos de cualquier hombre.
—¿Derechos?
—Claro. Yo y todo el mundo tenemos nuestros derechos. No quiero acompañarle y usted me lleva a la fuerza.
—De acuerdo. Pero déjese de monsergas.
Lou asintió.
—Muy bien. Le acompañaré.
Sin embargo, no lo hizo. Sólo hizo el ademán. Ni siquiera había dado un paso, cuando se volvió rápidamente, encogido, con el sombrero en la mano todavía.
Jimmy se puso en guardia al instante, reaccionando, y apretó incluso el disparador. Pero el sombrero del otro se le había enredado en el arma, desviándola.
Sonó el tiro a pesar de todo. Un estampido seco. Las paredes parecieron vibrar, estremecerse. Los de la mesa dieron un salto. Y el proyectil fue a clavarse como un rayo en las tablas más bajas de! mostrador.
Antes que el joven pudiera hacer nuevo uso del arma, ya tenía el puño de su enemigo encima de las narices. No le quedó tiempo material de eludir aquel golpe. Había concentrado toda su atención en el revólver. Eso le perjudicó. Cerfy tenía puños de hierro, y aquel derechazo primero, bien dirigido, le hizo andar de espaldas lo menos una docena de pasos.
Fue el desastre para el hijo de Richard. Se quedó sin revólver. Su cuerpo, casi en volandas, chocó contra una mesa redonda, una mesa grande, y a punto estuvo de derrengarla como si fuera de papel.
Crujió una pata y los cacharros que había sobre el tapete le cayeron encima.
Se quedó sentado en el suelo, mareado.
Jimmy no era lo que se dice un luchador extraordinario, pero llevaba metido en la sangre el fuego vivo de sus furibundos veintitantos años. A esta edad es difícil humillar a un hombre. Este siempre cree que conseguirá vencer. No se doblega sin intentarlo todo.
El joven apretó rabiosamente los puños y los labios, lanzándose al ataque con denuedo.
Cerfy le esperaba. Pudo emplear las armas durante aquel lapso, pero no quiso. Sin duda, tenía sobrada confianza en sus brazos.
Conforme Jimmy iba hacia él, le golpeó de nuevo. Un izquierdazo de refilón, repeliéndole. El otro tuvo que retroceder. Pero no cejaba. Y colocó también un directo en la mandíbula del forastero.
Este abrió los brazos y se echó para atrás.
Fess le golpeó otra vez, aprovechando aquella súbita ventaja. Iba ávidamente tras su enemigo. Se cubría bien con ambos puños y esperaba tirarle al suelo en el próximo golpe.
Pero sus aspiraciones no se cumplieron. El puño le pasó a Lou por encima de la cabeza, y mientras colocó un mazazo en el estómago de Jimmy. Este se contrajo, se estremeció.
—¡Oh!
A renglón seguido, le vino encima otro derechazo de la categoría del primero, tan escalofriante como aquél. Golpes así eran capaces de tumbar a un novillo. Y Jimmy tenía menos aguante que el animal, claro.
Ahora salió despedido en dirección opuesta a la vez anterior. Recorrió cinco o seis pasos en menos tiempo del que cuesta decirlo. Se estrelló contra las sillas apiladas. Las empujó. Algunas, las de arriba, le cayeron en la cabeza.
El otro aguardaba en su puesto un nuevo ataque.
Fess comenzó a darse cuenta entonces de que las posibilidades eran mínimas para él. Había perdido la mejor oportunidad. Estaba mermado, rebajado por aquel duro castigo. Echaba sangre por la boca y por la nariz. Dentro de poco caería definitivamente. Y su enemigo estaba casi entero, en cambio.
Todo eso lo comprendió, a pesar de sus jóvenes años y de la fiereza consiguiente. Se puede ser valeroso, pero no suicida. Había que reconocer la desventaja, la derrota incluso. Mucho más cuando se la muestran a uno tan a las claras.
No obstante, Jimmy no pensaba abandonar. El tipo tendría que machacarle para vencerle. Pero iba a utilizar con cuidado sus últimas energías.
Imaginó una treta. Fue incorporándose despacio, dispuesto a jugárselo todo en aquella intentona. De pronto, rápidamente, cogió una silla y se la tiró a Cerfy a la cabeza. Ya suponía el muchacho que su contrario iba a esquivar el ataque, puesto que estaba prevenido y era demasiado ágil. Al mismo tiempo Jimmy se lanzó con brusquedad hacia adelante, constituido en otro proyectil.
Le salieron las cosas bien. Lou pudo escapar fácilmente de la silla, pero no del individuo. Este le cayó encima, igual que una mole, derribándole. Era natural que el joven quedase en situación más favorable. Se incorporó antes. Agacharse y pegar con las manos resultaba comprometido, y entonces Jimmy no tuvo ningún reparo en patear a su enemigo en el costado, y en la cabeza. Le asestó una serie de buenos golpes.
Ya no estaba Cerfy tan entero. Aquello calaba hondo. Era un castigo fuerte. Se rebulló en el suelo lo mismo que una serpiente, y por último pudo escurrirse con mil trabajos de la zona peligrosa en que el otro le tenía encerrado.
Salió de allí dando tropezones, tambaleándose.
Sus ojos habían cambiado de expresión, incluso de color. Miró a Jimmy de una manera que espantaba. Y apretó los labios duramente como el muchacho hizo antes.
Iba a ser un desquite sin contemplaciones.
En posturas iguales, Cerfy ganaría siempre. Y eso fue lo que pasó. Era más duro, más hábil quizá, más experimentado. Detuvo el primer golpe de Fess con el antebrazo. Luego pegó fuerte a su vez en la parte baja. Y ya no permitió que el joven se alejara. Le seguía casi encima. Un mazazo tras otro. Firmes, seguros, contundentes. En la cara y en el costado. Una lluvia de puñetazos.
Jimmy fue dando traspiés, retrocediendo, tambaleándose, hasta estrellar sus espaldas en el marco de la puerta. Cayó y se incorporó un par de veces. Lo intentaba todo. Ponía en la pelea sus mejores armas. Pero el otro era superior. Y además le había ganado la acción con aquella feroz arrancada.
Un nuevo directo, colocadísimo, y el hijo de Richard Fess salió despedido hacia la calle. Cruzó el porche prácticamente derrengado, sin fuerza propia ninguna, quedando lo mismo que un trapo sobre la tierra. Todavía hizo otro esfuerzo por levantarse, un último intento, pero la cosa no pasó de ahí. Perdió incluso los sentidos. Las fuerzas le abandonaron definitivamente.
Lou sudaba, jadeaba. El también había realizado un esfuerzo singular. Había tenido que emplearse a fondo. Se limpió el sudor con el brazo y entró por último en el «saloon». Recogió su propio sombrero y el de Jimmy. El revólver del joven también. Los otros hombres le miraban graves, con cara avinagrada.
Decok se puso por delante cuando Cerfy salía.
—Compréndalo... No es más que un muchacho atolondrado.
El forastero dijo:
—Nunca mejor empleado ese calificativo, señor Decok.
Luego dejó el arma y el sombrero al lado de Jimmy, y se encaminó en silencio hacia su dormitorio.
* * *
Por tres dólares y algo más, Cerfy tenía derecho a pensión completa. Y su caballo, a comida y cuadra. Fue lo convenido con Paul Decok. Quedaron en que el pago se haría por semanas, pagando una de ellas por adelantado.
Pero lo que Cerfy no podía suponer es que, por el mismo precio, hubiera una hermosa dama esperándole en su dormitorio. Esta agradable circunstancia le dejó un tanto boquiabierto.
—¿Usted?
—Si no le molesta...—indicó ella.
—Oh, no. De ningún modo. La verdad es que ya estaba harto de hablar con tipos feos en este poblado. Necesitaba algo como usted.
—Eso mismo había sospechado yo. Y aquí me tiene.
Lo dijo con la mayor naturalidad. Luego pasó delante de Cerfy para cerrar la puerta, y se quedó retrepada sobre ella, mirándole a los ojos.
—Me llamo Glassy Russ.
Una joven esbelta, de ojos intensamente negros y ondulados contornos. Una estupenda figura, grácil, sinuosa, cimbreante. Lou la había visto bailar en el «saloon».
—Celebro mucho que haya decidido hacerme compañía—dijo el hombre.
—Como antes ha dicho, en este maldito poblado no hay más que tipos feos. Usted, en cambio, me gusta.
—Una gran suerte para mí—opinó él.
Al propio tiempo, la besó, estrechándola entre sus brazos.
Glassy dejó escapar un suspiro y se deshizo del abrazo. Tenía los ojos encendidos y los labios entreabiertos.
—Me gustaría que fuéramos buenos amigos —dijo entonces la joven.
Lou recelaba.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Sólo lo que he dicho. Los buenos amigos suelen estar juntos frecuentemente. No quisiera que todo terminara esta noche entre nosotros.
—De acuerdo—dijo el hombre—. Será como tú quieras:
Por unas y otras causas, el forastero terminó muy cansado aquella noche. Primero, su pelea con Jimmy Fess. Más tarde, la inesperada visita de Glassy. De este modo, no era de extrañar que durmiera como un tronco hasta bien entrada la mañana.
Unos golpes en la puerta le despertaron.
Lou, rebulléndose, preguntó:
—¿Eh...? ¿Quién es?
Una voz contestó al otro lado:
—Traigo el desayuno.
—Bueno. Espere.
Sacó los pies de la cama y se puso los pantalones. Por la ventana pudo ver que era de verdad el camarero y entonces abrió.
—Pase... Déjelo ahí.
Tenía sus recelos. Esperaba nuevos acontecimientos, de acuerdo con sus planes, y mientras el otro pasaba lanzó una mirada fuera.
Todo parecía tranquilo en derredor, normal. Aún no era media mañana. Sin embargo, ya se oía el rumor del trabajo, y la gente laboriosa iba de aquí para allá. Otros se ocupaban también en las minas y en el río.
El empleado de Decok dejó sobre una silla la bandeja con café y tortas calientes.
Sonrió y dijo:
—He pensado que le gustaría desayunar. Son ya casi las diez.
—De acuerdo... Gracias.
Cuando el hombre hubo salido, Cerfy cerró por dentro la puerta de nuevo. Miró también por los cristales. Todo seguía igual. Por último, puso agua en una palangana y comenzó a arremangarse.
Mientras tanto, el empleado llegaba a la entrada del «saloon».
Allí había un grupo de hombres esperándole. Uno de ellos era el barbudo Pasco, que se adelantó.
—¿Qué te ha dicho?—quiso saber en seguida.
—Nada. Ni una palabra.
—¿Supones que recela algo, que está sobre aviso?
—Yo creo que no.
—Pues entonces no hay tiempo que perder.
Estaban también Egan, Bel, Paul Decok y el propio Richard Fess. Como Pasco, los cuatro habían esperado aquella información. El dueño del oro se restregaba las manos.
—Un momento...—detuvo al gigante—. ¿Porqué no vamos a verle y le hablamos de lleno, claramente? De ese modo también podríamos identificarle.
El mayoral contestó:
—Ya le he dicho que es comprometido. Se trata de un tipo peligroso. No hay que dejarle demasiado suelto. En cuanto le demos pie para algo...
Y Decok convino:
—Tiene razón. Será mejor que obren de ese modo, Richard.
El del almacén tuvo que encogerse de hombros.
—Bueno. Adelante.
Pasco, Egan y Bel bajaron del porche. Este último llevaba una venda en el brazo, pero aquello no debía ser obstáculo. Tenían trazado su plan. Cruzaron aprisa la explanada, alcanzando la casa de enfrente y rodeándola.
Por fin se detuvieron en el costado opuesto del edificio. Desde allí, agazapados, podrían ver a Cerfy en cuanto saliese de su habitación. No iban a dejarle respirar. Y no era que los otros, Richard y Decok, estuvieran de acuerdo en eso, sino que los tres conductores lo habían acordado por cuenta propia.
Pasco había propuesto:
—En cuanto asome las narices, yo me encargo de él. Un tiro en donde no cojee. Luego tú dices que lo identificaste.
Señalaba a Egan con el dedo y el tipo protestó:
—¿Yo? ¿Por qué yo precisamente?
—Porque alguien tiene que ser.
—Podemos identificarle todos.
El gigante torció el gesto.
—No. Eso no me gusta. Tiene que ser uno nada más. Y a ti te ha tocado la china. Bel está herido en el brazo y yo voy a disparar. Todos debemos hacer algo.
El otro rió con desgana.
—Incluso Chisel—sopló.
—Sí. El se llevó la peor parte. Pero eso hay que olvidarlo.
Callaron. El tiempo pasaba. Llevaban allí esperando ocho o diez minutos. No alcanzaban a ver la puerta, pero sí la ventana y un trozo de terreno por donde Cerfy iba a caminar. Suponían que éste dejaría la estancia cuando tomara el desayuno.
Más tiempo, más minutos.
Bel, el miedoso, tenía los ojos tan abiertos como una lechuza.
—¿Y si no sale?—preguntó de súbito.
Pasco le miró con desprecio.
Dijo:
—Ya está éste diciendo tonterías.
Egan declaró:
—Tiene que salir. No va a estar metido ahí todo el día.
Pero el del brazo vendado no se quedaba tranquilo. El miedo era su peor enemigo. Le espantaba la idea de meterse en nuevas profundidades.
Después de otro rato dijo:
—A lo mejor ese tipo no sabe nada de nosotros.
Egan se volvió de mala gana.
—¿Cómo que no? ¿Acaso no lo has oído? Anda contándole a todo el mundo que vio a los bandidos. Y cuando se atreve a decirlo, por algo será.
—¡Cuidado!
Lou había salido por fin. Los tres hombres se pegaron a la pared. Pasco tiró en seguida de su revólver y se adelantó un paso.
En aquellos momentos el forastero cerraba la puerta con llave.
Ni siquiera Egan era ya el hombre tranquilo y reposado de siempre. Tenía un temblor significativo en los labios.
—A ver lo que haces—recomendó muy quedo—, Apúntale bien.
—¡Callaos!
Cerfy lanzaba entonces una mirada en derredor. Luego empezó a caminar.
—¡Ahora!
Pero el gigante tenía sus ideas propias, su iniciativa. No quiso hacer caso de los otros. Fue siguiendo los pasos de Lou con el revólver. Uno, dos, tres...
A Bel no le quedaban ánimos ni para respirar. Egan sentía la garganta seca.
—¡Vamos! ¿Qué esperas? ¡Dispara!
Por fin había llegado el momento. Pasco hizo fuego.
¡Bang! ¡Bang!
Dos tiros seguidos. Pareció que estallara una carga de dinamita, por el estruendo. Un proyectil mordió la madera de la casa, pero el otro alcanzó a Lou en alguna parte del cuerpo, derribándole. El hombre hizo una cabriola extraña antes de caer.
—¡Ya está!—celebró Egan, dando un respiro.
Y a Bel no se le ocurría otra cosa. Le llameaban los ojos.
—¡Ya está!—repitió.
Pero fue lo último que dijo. Hubo algo inopinado, Pasco se tiró al suelo de cabeza, dando un grito:
—¡Atrás!
A pesar de todo, ya era demasiado tarde. Sonaron otro par de tiros. Cerfy, desde el suelo, disparaba a su vez.
Fue visto y no visto. Una bala alcanzó a Bel en la barriga. La segunda hubiese terminado con el grandullón, de no reaccionar con la suficiente rapidez.
Pasaron unos segundos trágicos, impresionantes, mientras Bel salía del escondrijo con el brazo vendado y la mirada perdida. Estaba prácticamente muerto. Sólo un hilo de vida le mantenía en pie. Y lo perdió de golpe, conforme avanzaba.
Las piernas se le troncharon. Cayó de bruces, flojo todo el cuerpo, retorcido.
Pasco y Egan dispararon entonces a un tiempo, como locos, pero el forastero ya no estaba en aquel sitio tan expuesto. Había logrado escurrirse, buscando el amparo de la casa. Un poste le sirvió de parapeto. Tenía la camisa manchada de sangre No obstante, sus movimientos eran rápidos y seguros; y su revólver certero.
Dos disparos peligrosísimos obligaron a los otros a esconder las narices. Retrocedieron.
Egan estaba rabioso hasta más no poder.
—¡Has fallado el tiro...!—repetía—. ¡Lo has fallado!
—Bueno — bramaba Pasco—. Cállate. Ya veremos lo que pasa.
Egan gritó:
—¡Y Bel está frito...!
—¡Mejor! ¡Repito que te calles!
Disparó seguidamente con avidez, con ira. Los proyectiles se estrellaron cerca de Lou. Uno, incluso, sacó astillas del poste.
El forastero respondió con una sarta de balas, cambiándose de paso hasta otro poste más lejano.
A Egan le pinchaban los nervios.
—¡Se escapa!
El gigante rugió como una fiera:
—¿Quieres callarte de una maldita vez?
Entonces comenzaron a sonar voces y corridas en derredor. Un grupo de hombres armados fue dejándose advertir a cada lado del edificio. Los tipos cruzaban rápidamente de aquí para allá, ganando posiciones. Luego las voces se hicieron más claras, imperativas:
—¡Alto! ¡Parad el fuego! ¡No disparéis!
Aquello lo decía Paul Decok.
Seguidamente se oyó exclamar al propio Fess:
—¡Pasco! ¡Egan! ¡Quietas las armas! ¡Esperad!
—Los dos conductores se miraron un tanto perplejos, jadeantes.
Egan preguntó:
—¿Qué hacemos?
El gigantón miraba a todas partes como un puma receloso.
—No lo sé—dijo—. Tal vez debamos obedecer. De veras que no lo sé.
El siguiente aviso fue para Lou. El viejo Richard se lo dio:
—¡No tire usted tampoco, Cerfy! ¡No tire! ¡Le conviene entregarse!
El de los revólveres azulados también tenía sus dudas.
Preguntó:
—¿Y qué ocurrirá si lo hago?
—¡Esclareceremos este lío como Dios manda! ¡Se lo prometo! ¡En caso de que sea culpable, le ajusticiaremos; pero si no lo es, puede contar con que no ha de salir mal parado! ¡Le doy mi palabra!
Todo aquello, la situación, o cuando menos parte de ella, había entrado ya en los cálculos del avispado forastero. Sabía de sobra qué era lo mejor para sus fines e incluso para su seguridad. Lo que le convenía.
Caviló unos segundos y luego dijo:
—¡No tengo nada que ver con el robo de ese metal!
—¡Entonces arroje las armas y entréguese! ¡Más adelante se alegrará de haberlo hecho!—le respondieron.
Cerfy dijo:
¡Primero ellos! ¡Los que tengo enfrente!
—¡De acuerdo!
Hubo un silencio. Después el viejo Richard Fess volvió a gritar:
—¡Eh! ¡Pasco y Egan! ¿Qué demonios esperáis? ¿Ne habéis oído? ¡Dad la vuelta y venid para acá!
Los conductores tuvieron que obedecer. Otra postura les hubiera puesto en evidencia. Necesitaban justificarse ante los ojos de los demás.
—Vamos—dijo Pasco en voz baja, gruñendo.
Dirigió una mirada entonces al cuerpo desinflado de Bel. Una mirada de lástima, de pesadumbre. El hombre parecía un guiñapo en medio de la tierra.
—Andando. Vámonos.
Luego le tocó el turno al forastero, pasados algunos minutos.
—¡Cerfy!—oyó decir—. ¡Estamos esperándole!
También tuvo una mirada para el cadáver. Impresionaba. Enfundó finalmente las armas y salió a descubierto. Todo el mundo andaba prevenido para recibirle. Se le temía. Le encañonaban incluso por la espalda.
Los tipos de atrás fueron acercándose al mismo ritmo.
Un silencio profundo en torno, expectante, lleno de emoción. Paso a paso, Lou llegó ante el grupo que le esperaba. Se detuvo a un par de yardas tan sólo.
Fess y Decok estaban en medio. Los verdaderos culpables del robo, ávidos como hienas. A los lados, algunos hombres más. Otros recogían al pobre Bel en aquellos momentos.
Richard habló secamente:
—Las armas, Cerfy. Tiene que entregarlas ahora.
Lou los examinó a todos de un vistazo rápido. Obedeció.
—Aquí están.
Aquélla era la oportunidad que el barbudo estuvo esperando. En seguida se abrió paso y agarró a Cerfy de las solapas.
—¡Ya lo tenemos!—rugía como un trueno—. ¡Es uno de los tipos! ¡No le dejaremos escapar!
Richard y el dueño del «saloon» se pusieron por medio.
—¡Suéltalo!—ordenó el viejecillo—. Todo se andará. No hace ninguna falta precipitar las cosas.
Mientras tanto llegaban los otros con el cuerpo de Bel.
—Está muerto — anunció alguien innecesariamente.
—Ponedlo sobre las tablas.
También pensaba aprovecharse Pasco de aquella circunstancia. Empezó a vociferar otra vez:
—¡El lo ha matado! ¡Hay que hacer justicia! ¡Ya habéis oído lo que Egan ha dicho! ¡Pertenece a la banda que asaltó la diligencia!
Entonces volvió la cabeza y siguió con las voces:
—¡Egan! ¡Egan! ¡Anda, repítelo! ¡Dilo bien alto! ¿No le has identificado? ¿No estás completamente seguro?
El otro no iba a desmentirle, como es de suponer. Se colocó también en primera fila.
—Completamente—afirmó.
—¿Te jugarías la cabeza?
—Eso fue lo que dije antes. Me la jugaría. Es uno de ellos. Sólo le falta el pañuelo para taparse la cara.
El de las barbas saltó incluso de contento.
—¡Pues a la horca con él! ¿Qué más queréis, amigos? ¿No lo estáis oyendo? ¡A Egan y a Chisel les ha costado la vida! ¡Hay que colgarle!
Se echaron sobre Lou. Entre todos lo agarraron y lo zarandearon.
—¡Sí! ¡A la horca!
La herida del forastero no era superficial y esto mermaba sus fuerzas. Estaba pálido, descompuesto. Sudaba a chorros. Tenía una luz mortecina en los ojos.
Al fin, con trabajo, pudo balbucir:
—Yo no he robado el oro. Juro que no lo he robado. Pero sé dónde está. Vi cómo los bandidos se encargaban de enterrarlo. Puedo conducirles allí antes que ellos lo recuperen.
Pasco comenzaba a temer lo peor. No obstante, tenía que seguir defendiéndose.
—¡Otra prueba! —chilló—. ¡Más claro, agua! ¡Sabe dónde está el oro! ¡Él ha sido el ladrón! ¡Lo colgaremos!
Pero aquel dato era precisamente el que podía salvar la vida de Cerfy, al menos por el momento. Eso quedó más claro para todos cuando el hombre dijo:
—Si acaban conmigo, no recuperarán nunca esa arqueta.
¡La arqueta! ¡El enterramiento! Lo sabía todo.
Era cierto que lo sabía. Estaba enterado. Tenía datos justos, precisos.
Insistió:
—Repito que puedo conducirles... Luego aclararemos lo demás.
Pasco pretendía librarse del intruso a toda costa.
—¡Miente! ¡Es un embustero! ¡Quiere salvar el pellejo!
Algún estúpido pensó que el de las barbas estaba en lo cierto y chilló:
—¡A la horca!
Pero en el campamento no había demasiados imbéciles. Fess, sobre todo, no lo era. Y además pensaba en recuperar su oro. Le convenía aprovechar cualquier oportunidad. Siempre habría tiempo de hacer justicia después.
—¡Alto!—se abrió camino en seguida—. ¡Soltad a ese hombre! ¡Dejadlo!
Por lo visto aquel imbécil de antes no era el único. Otro se opuso:
—¡Vamos a colgarlo!
—¿Quién ha dicho eso? Lo llevaremos a mi almacén. Y hablaremos cuanto sea necesario. Incluso se le juzgará debidamente.
El dueño del «saloon» apoyó también en este sentido.
—Richard tiene razón. No hay que perder la cabeza. Llevadlo allí.
Realmente, la oposición apenas existía. Casi todos estaban de acuerdo en que aquello era lo mejor, a despecho de Egan y el barbudo.
—¡Adelante! ¡Vamos!
Se llevaron a Lou casi en volandas. Ocho o diez manos le agarraban. Iba dando traspiés. Un estirón. Un manotazo. Un zarandeo...
Ya casi nadie se acordaba del pobre Bel. Estaba como al margen del asunto. Lo otro era más importante. Todo el mundo corría detrás de Cerfy. Habían acudido más hombres, niños, mujeres. Se arremolinaban. Formaban una polvareda a su paso.
—¡Al almacén! ¡Lo llevan al almacén!
Y otros comentarios:
—¡Le van a juzgar primero!
—¡Dice que sabe dónde está escondido el oro!
Aún llegaba más gente desde las colinas, atraída
por el escándalo. Algunos, a caballo; otros, los menos, se limitaban a mirar al borde del barranco. Por el lado opuesto iban llegando también unos terceros, procedentes del río.
—¡Le colgarán! ¡Le matarán!
—¡Es uno de los enmascarados!
Entre tanto, Cerfy no pudo resistir más. Le abandonaron las fuerzas por completo. Perdió el conocimiento. Los que iban con él se mancharon de sangre, de polvo, de sudor.
Cuando entraron en el almacén, Lou estaba destrozado. Allí dentro se armó un revuelo.
—¡Dejadlo en el suelo!