CAPÍTULO V
Estaba bien entrada la tarde ya...
Los jinetes alcanzaron el río por fin, la orilla escabrosa, y Richard Fess mandó hacer alto. Eran una docena en total, con rifles, con revólveres, con provisiones incluso. Frenaron en medio de una polvareda. El dueño del almacén bajó seguidamente de su montura, adelantando algunos pasos hacia la depresión.
El río quedaba al fondo y sus aguas corrían tumultuosamente.
A pesar de todo, la corriente era allí mucho más suave que en otros puntos. Hacía una especie de remanso. El cauce se ensanchaba. Más arriba, cosa de un cuarto de milla o así, iba estrechándose y empinándose hasta formar los rápidos.
Fess estuvo examinando el terreno y luego volvió al lado de los jinetes.
—Bueno. Seguiremos a pie—dijo—por el río. Creo que es lo más conveniente. Un par de hombres pueden quedarse aquí cuidando de los caballos.
Así lo hicieron.
Confiaban en que Pasco no hubiese llegado todavía, que estuviera a punto de llegar o, como mucho, que se encontrara metido en el encajonamiento. De lo contrario, aquello significaría un fracaso completo. Un trabajo tonto e inútil.
Ellos habían llevado a cabo el recorrido a marcha forzada y atajando terreno. Más penoso el camino, casi agobiante, pero más corto. Eso valía mucho. Calculaban una hora larga de ventaja. Por su parte, Pasco no tenía aquellas prisas y era de presumir que cabalgaría a través de la llanura. Así le podrían coger. Hubo una hora escasa de diferencia entre salida y salida.
Después volvieron a detenerse donde las aguas ganaban velocidad. Había un recodo pronunciado. Las paredes cobraban altura rápidamente a partir de allí y el rumor del caudal se hacía más ruidoso.
Richard consultó entonces con un tipo llamado Brent, de edad madura; uno de los mineros importantes en el campamento.
—¿Qué le parece?
El hombre miró en derredor.
—No está mal este sitio—dijo—. Es adecuado.
—¿Cuánto falta?
—Unas cuatrocientas yardas, poco más o menos. El hecho tuvo lugar junto a los rápidos precisamente. Deberíamos quedarnos aquí.
Fess asintió.
—De acuerdo. Nos quedaremos. Tres hombres pueden seguir adelante. Montarán vigilancia allá arriba. Si aparece Pasco, conviene que le dejen actuar. Necesitamos conocer el punto exacto donde tiene escondido el oro.
—Entendido.
En seguida pusieron manos a la obra y se distribuyeron. Cada cual buscó algo propicio donde poder ocultarse.
Los tres hombres designados continuaron río arriba, precavidamente, ante la posibilidad de que el barbudo hubiese llegado ya. No era demasiado probable, pero había que contar con ello. De paso, inspeccionarían ambas orillas, buscando alguna huella que saltara a la vista, algún indicio.
Pero no hubo nada anormal. Ni en el río ni fuera. Todo estaba tranquilo, solitario. Los hombres eligieron un punto estratégico, desde donde abarcaban gran extensión, y se limitaron a esperar.
Pasó el tiempo sin que Pasco diera señales de vida. Media hora, una hora. Quizá era demasiado. Un retraso así no se concebía. No entraba dentro de sus cálculos. Comenzaron a impacientarse.
Los de abajo tampoco estaban tranquilos.
Brent se puso por último junto al dueño del almacén.
—¿Qué está usted pensando?—quiso saber.
Richard dejó escapar un gruñido.
—Infinidad de cosas. Esto no me gusta. Supongo que Pasco puede haberse adelantado, pero me resisto a creerlo. No es lógico.
—Tal vez tenía prisa, como nosotros.
—¿Por qué iba a tenerla? No se sabía perseguido.
Brent se encogió de hombros.
—Saldríamos de dudas examinando bien las dos orillas—dijo luego—. Si ha desenterrado el oro, tiene que haber señales en alguna parte; un agujero, quizá; algo.
—¿Y cuándo íbamos a terminar ese trabajo?
—Sí, ya lo sé. Pero de esta forma...
Callaron. Otra vez la espera, la incertidumbre. El ronquido constante de las aguas ganaba en intensidad a fuerza de oírlo. Pasó más tiempo. Pronto oscurecería. Seguramente las sombras iban a caer allí apenas se quitara el sol.
Richard, en cambio, permanecía firme en su anterior puesto.
Habló Brent al cabo de otro rato:
—Pasaremos aquí la noche si es preciso. No pienso darme por vencido con facilidad. Quiero tener un rotundo convencimiento cuando me vaya.
Y anocheció por fin. Nada. La misma calma del principio. El rumor de la corriente. Ahora también la oscuridad. Nadie tenía demasiadas esperanzas en el fruto de aquella larga espera. Ni siquiera Fess. Pero aguantaban. Se dijeron a sí mismos que debían aguantar. De todas formas, abandonarían la vigilancia definitivamente si no tropezaban con Pasco para el amanecer.
Un hombre sirvió de enlace con los de arriba para enterarles de esta decisión. De regreso, tampoco trajo mejores noticias.
El dueño del almacén le estaba esperando un tanto impaciente.
—¿Qué?.
—Ni una mosca. No han visto más que hormigas en todo el tiempo que llevan allí. Y esa parte del río está más solitaria que el propio desierto. Yo creo que no encontraremos al grandullón ni en cien años, si continuamos a este paso.
Por último, llegó Brent con las solapas hacia arriba y el sombrero calado hasta las orejas.
Preguntó:
—¿Ha visto a ese hombre?
—Desde luego... No lo entiendo. Tenía casi la seguridad de que todo iba a suceder de otra manera.
—Ya lo supongo.
Brent tomó asiento antes de preguntar:
—Bueno. ¿Y qué piensa ahora sobre ese tal Cerfy? Lou Cerfy. El forastero. ¿Qué le parece lo que dijo?
—Daba la impresión de que era verdad.
—Yo tengo mis dudas.
El viejecillo le miró un instante.
—Sí; ahora todos las tenemos. Sin embargo, Pasco no estaba en el campamento cuando le buscamos. Lo vieron salir incluso. Y Cerfy anunció eso de antemano.
—Pudo ser casualidad. No hay que olvidar que el otro sí estaba, Egan. Se puso hecho un demonio, acuérdese. Y otra cosa además: ¿qué es lo que pretende en resumidas cuentas ese forastero? ¿Qué busca en el campamento?
Otra vez volvió a mirarle el de la pipa.
—¿Qué busca? Supongo que estuvo tratando de salvar el pellejo. Le acusábamos a él.
—¿Y por qué se metió en el ajo?
Richard quedó algo sorprendido ante la pregunta. Tuvo una duda.
—¡Ah! Eso no lo sé—aún vacilaba—. Habría que preguntárselo a él mismo.
El minero había pensado despacio sobre aquel punto. Había tenido tiempo más que suficiente.
—No está todo demasiado claro en torno a ese individuo—fue diciendo con calma—. Por ejemplo: si de veras vio a los otros enterrar el oro, ¿cómo no se apropió de él?
—Quizá se trata de un hombre honrado—indicó Richard entonces—. Todavía quedan algunos por el mundo. Pocos, pero quedan.
Brent tuvo una sonrisa.
—No me refiero a que lo guardara para sí, sino a que lo rescatase. Luego, pudo llevarlo al campamento.
—Tal vez consideraba eso peligroso.
—Entonces debió, por lo menos, ocultarlo en otro lugar. Yo lo hubiera hecho así de encontrarme en su caso. ¿Usted no?
Tenía razón. Era lógico. Richard quedó pensativo.
—Sí, claro.
Fue cuanto dijo. Ahora no sabía a qué atenerse. La actitud de Cerfy era verdaderamente sospechosa, y él se lamentaba de no haberlo comprendido antes.
—Es un lío—añadió después.
Se puso en pie. Dio unos pasos hacia la orilla, ensimismado, pensando todavía, fumando su pipa con demasiada insistencia quizá.
—De todas formas esperaremos hasta mañana, ¿eh?
El minero se levantó a su vez.
—Sí. Yo creo que es lo mejor. Ya que hemos venido...
—No obstante—seguía cavilando Richard—, me gustaría saber por qué salió Pasco del campamento. ¿Adónde iba? Parece extraño, casual. Cerfy lo aseguró anteriormente. Dijo que se irían los dos. Y viene a ser lo mismo que desaparezca uno solo.
—Según como se mire—alegó Brent entonces—. Ya veremos qué ocurre al fin de todo esto.
Era la despedida. Tomó su rifle y se encasquetó más el sombrero. Después lanzó al del almacén una última mirada.
—No se rompa la cabeza—dijo—. Lo que sea, sonará...
Pero a Fess le quedaba otra por dentro.
Habían organizado turnos de vigilancia. Una noche larga, pesada, inalterable, con el concierto ronco de las aguas y el graznido insípido de alguna rana o un ave extraviada. Una noche fría además. Los hombres durmieron a disgusto, arrebujados en sus escasas ropas, con el pensamiento fijo en la llegada del nuevo día.
Por fin amaneció. Nada. Todo lo mismo. La calma desesperante de siempre. Richard se había levantado con tiempo más que de sobra para ver las primeras luces. Estuvo mirando la negrura móvil de la corriente, río arriba, hasta que ésta fue desapareciendo. Las paredes húmedas del encajonamiento, las piedras, los arbustos...
Entonces hacía quizá más frío que durante la noche. Hasta que saliera el sol.
Los tres hombres destacados en la parte alta llegaron poco después. Era lo convenido. De paso, habían vuelto a realizar una nueva inspección a lo largo del accidentado cauce. Ni rastro. Nada en absoluto. Bastaba con mirarles.
Richard dijo a renglón seguido que no aguardarían un minuto más. Ya habían sacrificado demasiado tiempo y energías. Y en balde, seguramente.
Dio la orden de retirada:
—Adelante, muchachos. Vámonos de aquí. Ha sido el esfuerzo más absurdo de toda mi vida.
A los otros no podían decirles en aquellos momentos nada más agradable. Estaban rabiando por irse, por terminar de una vez. Incluso el tal Brent también lo estaba.
—Hemos hecho todo lo posible—fue su comentario.
Ya no había necesidad de seguir por el río, y subieron a terreno abierto, en busca de las monturas. El sol iba despuntando entonces en los picos más altos. Eso les animó. Pronto se sentirían como hombres nuevos, distintos.
Sin embargo, ninguno de ellos pudo adivinar lo que dejaban a sus espaldas. Dejaban a Pasco precisamente. Pasco estaba allí, atento, vigilante, en el mismo terreno donde le aguardaron tanto y tan inútilmente.
El barbudo salió al cabo de su escondrijo, entre la arboleda. Tenía un rifle en la diestra. Su caballo estaba escondido asimismo a prudencial distancia. Tuvo suerte la tarde anterior. Descubrió a los del campamento conforme se acercaban por el río y se previno. Pasó, igual que ellos, toda la noche esperando. En cambio, ahora había llegado su oportunidad. Ni por un segundo pensó renunciar al oro. Hubiera sido estúpido dejarlo allí.
A distancia vio cómo sus enemigos salían del encajonamiento. Aun así no quiso precipitarse. Era mejor esperar. Darles tiempo. Tenía horas de sobra. Se preguntaba qué habría sucedido con Cerfy y con Egan. Seguramente, el forastero les delató al fin. El hecho de que los otros hubieran llegado hasta el río, buscándole, lo demostraba. Pero también demostraba que desconocían el sitio donde se hallaba el oro. De otra forma, lo hubiesen recogido antes de irse.
Pasco prefirió por último no quebrarse demasiado la cabeza. Estaba libre. Eso era lo importante para él. Y no quería saber más del asunto. Se haría con el oro, y listo.
Animado por esa idea, puso manos a la obra.
Recogió su caballo, acercándose con él hasta el borde del precipicio.
A pesar de todo, estaba algo nervioso. Ya le era demasiado familiar el paisaje, especialmente aquellos detalles del terreno. Tenían un significado grande para él. La cuesta donde volcaron la diligencia; el bosquecillo en que se detuvieron primeramente; el camino que Chisel recorrió vacilante, más muerto que vivo, con aquel balazo en la barriga; el punto donde cayó al fin, donde él mismo, Pasco, sólo tuvo que empujarle con el pie para que rodara hasta la corriente...
Era todo tan distinto ahora. Y sugería a la vez tantas cosas...
A Pasco no le gustaba pensar. No quería hacerlo. Bajó aprisa la pared empinada del río. Nunca con más interés, con mayor impaciencia. Los del campamento debían de encontrarse lejos entonces, llevados de su precipitación. Al gigante también le asaltaban unas ganas terribles de terminar.
Bajó a rastras un buen trecho para ganar minutos.
Por fin estaban las aguas, con la espuma, con el rumor, con las piedras mojadas y resbaladizas... Fue pasando ágilmente de una en otra hasta dar con el pasillo de arena abierto entre aquellos dos peñascos...
¡Era el sitió! ¡La arqueta estaba enterrada allí!
En contados segundos llegó al lugar elegido y se puso a escarbar con las manos. Fuerte, de prisa. La arena, húmeda, no ofrecía ninguna resistencia. En seguida hubo formado un montón y hecho un agujero. Anhelaba toparse con el contacto rígido del hierro. Arañó más aprisa, más aún...
Nada. No encontraba nada. Y el hoyo iba siendo ya demasiado profundo. Hubiera jurado que la primera vez no ahondaron tanto.
Otros segundos, otros manotazos...
Tampoco. Sin resultado. Sólo arena. Definitivamente allí no había más que eso: arena cada vez más húmeda, mojada, chorreando. En el fondo del hoyo iba formándose un barrizal.
«Quizá—pensó Pasco—, quizá no estoy escarbando en el sitio exacto. Podría ocurrir. Unos pasos de desviación serían suficientes...»
En seguida se puso en pie y empezó el trabajo algo más allá. De nuevo arañó la arena seca, con más rapidez si cabe, con mayores ansias. Un puñado, otro, otro...
Y de súbito...
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
Le disparaban desde arriba. Una lluvia de balas. Las dos primeras sacaron lumbre de los peñascos y otra le pasó casi rozando.
Pasco se tiró al suelo sin contemplaciones, tratando al mismo tiempo de alcanzar su rifle; pero éste había quedado demasiado lejos, junto al hoyo primero, y no pudo echarle mano. Sin embargo, pensaba utilizar los revólveres.
Con uno en cada mano, miró inquietamente en torno suyo. Y esperó.
Eran los hombres del campamento. Habían vuelto. Pasco no podía explicarse por qué, pero lo cierto es que estaban allí, acercándose a él por ambas orillas. Le rodeaban. Vio a varios de ellos bajando por la pared de enfrente, y entonces hizo fuego velozmente.
Uno de aquellos tipos abrió los brazos aparatosamente y cayó de cabeza. Fue dando volteretas entre una nubecilla de polvo.
El gigante se felicitó. Pero eran muchos enemigos. Otros llegaban hacia él, por su misma orilla, escudándose de piedra en piedra.
Iban a acribillarle en cuanto se incorporase. Y allí no podía permanecer ni dos minutos más, o terminarían cazándole como a un conejo. Una situación agobiante, desesperada.
Pasco se dijo que era preciso salir corriendo a costa de todo.
Y así lo hizo. Se incorporó rápidamente, arrancando casi a la vez.
¡Bang! ¡Bang!
Las balas iban como demonios en busca suya.
Le perseguían de cerca. Le asediaban. Ya no sentía ninguna preocupación por el rifle, ni por el oro siquiera. Primero era la vida.
Una bala le alcanzó por la espalda. Tuvo un estremecimiento profundo y las piernas le temblaron. Pero continuó adelante.
Otro balazo, en el costado...
Pasco cayó. Era imposible mantenerse en pie después de aquello. Ya no tenía fuerzas. Y los proyectiles continuaban silbando en torno.
Apretó ambos revólveres con rabia y empezó a disparar.
Nada. No lograba puntería. A él, en cambio, le alcanzaron de nuevo. Otro tiro en el hombro. Y otro más.
Ya no sonaban disparos. Todo el mundo estaba pendiente de sus movimientos, atento, observándole. Hasta que cayó de nuevo. Era de esperar. Ahora definitivamente. Cayó encima del agua, muerto, ensangrentado. Destacaron en ellas unas líneas de color. La ropa del barbudo comenzó a inflarse. La corriente movía sus cabellos. Poco a poco fue empujándole, tratando de recogerle a la vez, tratando sin duda de llevárselo hacia abajo, lejos, lo mismo que a Chisel...
Pero allí estaban los hombres del campamento para impedirlo. Sacaron el cadáver y después lo pusieron sobre la arena. Los de la orilla contraria iban hacia arriba, buscando el sitio propicio para vadear. Brent y Richard se habían detenido donde Pasco hizo los agujeros.
Uno de los mineros les ayudaba. Miraron los tres en todas partes.
Por último, el viejo Fess se sacudió las manos.
—Es inútil—dijo—. Aquí no hay más que arena... Yo creo que Pasco ha sido el primero en sorprenderse.
Brent dejó de buscar asimismo.
—Hay que creerlo... ¿Recuerdas lo que hablamos sobre el forastero? Seguramente él trasladó la arqueta a otro lugar.
El hombre que estaba con ellos intervino:
—De todas formas no hemos perdido el tiempo. Pasco ya no dará más guerra. El señor Fess tuvo una buena corazonada, mandándonos venir de nuevo...
—Sí; eso es cierto—admitió el propio Richard—. Pero ahora debemos llegar al campamento cuanto antes.
* * *
Cerfy respondió a la pregunta con absoluta naturalidad:
—Claro. El oro lo tengo yo. Deberían haberlo supuesto.
Los otros, a pesar de todo, se sorprendieron. Tanto por el sentido de las palabras como por la manera llana de pronunciarlas. Sonaban a burla, a ironía.
La habitación estaba llena de gente. Brent, Decok, Richard, Jimmy, Neva y un par de individuos más. Todos cerca de la cama, en derredor, mirando atentamente al herido, escuchando.
El dueño del almacén volvió a preguntar:
—¿Y encuentra usted eso tan natural?
Lou Cerfy asintió incluso con la cabeza.
—Desde luego. Póngase en mi caso. Tenía que dejar el oro en sitio seguro antes de venir. Ya les digo que ustedes han debido suponerlo.
Brent intervino entonces:
—Ya lo hemos supuesto, señor Cerfy. Lo que no comprendemos es otra cosa: ¿por qué lo ha callado hasta ahora?
El forastero repuso:
—De momento, sólo pretendía desenmascarar a los verdaderos culpables. Salvar mi pellejo, como quien dice. Y lo he conseguido.
Richard se adelantó otra vez.
Preguntó:
—¿Y ahora que están desenmascarados?
Lou tuvo una leve sonrisa, uno de aquellos gestos suyos, firmes, medio burlones.
—Ahora...—dudó un poco—, creo que debemos hablar a solas usted y yo. Es un punto delicado que sólo a nosotros dos nos concierne.
El viejo le comprendía perfectamente.
—¡Ah, ya!...—dijo—. Una especie de chantaje. Una imposición en metálico por el favor que piensa prestarme, ¿me equivoco?
—Llámelo, sencillamente, una recompensa. La recompensa es lógica y autorizada en estas circunstancias. Incluso la Ley suele dictarla muchas veces. Todo el mundo lo ve con buenos ojos.
Los otros parecían indignados. Richard también, claro. No pensaba andarse por las ramas.
—¿Cuánto?—preguntó secamente.
El forastero volvió a sonreír lo mismo que antes.
—¡Oh! Es preferible que discutamos eso de una manera más... íntima, más particular. Solos, como he dicho. ¿No le parece bien?
—No. Quiero saberlo ahora—y repitió casi seguidamente la pregunta—: ¿Cuánto?
Cerfy daba una nueva entonación a sus palabras:
—Bueno. Verá usted... No suelo nunca ser exigente cuando trato con una persona generosa.
—Quiere decir que todo depende de mí generosidad—se indignaba Fess más todavía.
—En parte. Sólo en parte.
—¿Un diez por ciento?
Lou seguía tan sereno, tan imperturbable.
—No está mal. De acuerdo.
El dueño del almacén hizo un gesto resuelto.
—Se lo daré—prometió—. Mañana iremos a por la arqueta. O esta noche mismo; en cuanto pueda levantarse.
—Me parece bien.
Era el final. Los hombres comenzaron a salir. Jimmy, Paul Decok, Brent, los otros mineros... Rodearon a Richard cuando ya estaban en el almacén propiamente dicho, lejos de la estancia.
—¿Si necesita nuestra ayuda...?—hizo Paul el ofrecimiento.
Brent sugirió:
—No acepte todavía esas condiciones. Podemos arreglar el asunto de otra manera.
Pero el viejo estaba decidido.
—No. Será mejor así. Nos evitaremos otras muchas complicaciones... Tengo que darles las gracias por todo.
—Piénselo al menos—insistió el del «saloon».
—Bueno. Sí. Lo pensaré. Les estoy muy agradecido.
Entonces se encaminaron a la puerta.
Sólo Neva había quedado con Cerfy en la habitación, grave, casi rígida, mirándole de una manera muy particular. En sus ojos azules y en sus facciones podía adivinarse todo el disgusto que aquella escena pasada le produjo.
No quiso despegar los labios.
El forastero tenía avíos de fumar sobre una mesilla inmediata, y se los pidió a la joven como la cosa más natural del mundo.
Dijo:
—¿Quiere hacer el favor?
Ella permaneció en silencio, sin un gesto, mirándole todavía de aquella forma dura y sorprendida a la vez.
Luego salió resueltamente y cerró a sus espaldas.
En la estancia que usaban como comedor habían, tomado asiento Richard y Jimmy, con malas caras. Era la hora de comer. El olor fuerte del guiso salía de la hornilla en humaredas, frente a ellos. Ni un comentario, ni una palabra.
La muchacha comenzó a poner la mesa en silencio también.
Mientras Richard y los otros estuvieron en el río, Egan fue perseguido y buscado por todo el campamento, por las inmediaciones. Al viejo le dieron esta noticia en cuanto llegó. Le sabían herido, desde luego, pero aún no habían podido echarle mano. No obstante, encontraron su caballo; aquel caballo que el conductor sacó desesperadamente de la cuadra en los últimos segundos. Sospechaban que Egan no tuvo fuerzas para seguir y lo abandonó. O se cayó de él, sin que le fuera posible recuperarlo. Eso no estaba claro. De todas formas, un hombre herido, sin montura, en parajes como aquéllos...
La verdad es que esperaban dar con él de un momento a otro. Se le buscaba casi ininterrumpidamente, por relevos.
Decok aseguró que era cuestión de tiempo.
Así estaban las cosas.
Cuando Neva había puesto el mantel y los cubiertos, su hermano le preguntó por fin:
—Bueno, ¿no vas a decir nada en favor suyo? ¿No vas a defenderlo?
Se refería al forastero, naturalmente. La joven no hizo caso. Se acercó de nuevo a la cocina y volvió con una jarra de agua.
Entretanto, Jimmy explicaba a su padre:
—Siempre lo defiende, ¿sabes? Está de parte de él. Yo creo que le ha gustado.
—Tú no crees más que estupideces—le censuró ella.
El joven rió.
—Conque estupideces, ¿eh? ¿Puede saberse lo que habéis hablado los dos con tanto interés? Estuvisteis más tiempo en esa habitación que fuera de ella. Charlando, tonteando. ¿Qué os contabais?
—No hace falta que yo te lo diga ahora. Escuchabas detrás de la puerta.
Jimmy abrió mucho los ojos.
Exclamó:
—¿Escuchar? ¿Yo?
—Exactamente.
—No le hagas caso, padre. Está enamorada del forastero. Eso es lo que ocurre. Y ya hemos comprobado que ese tipo tiene conchas como los galápagos. Hay que tratarlo con mucho tiento.
Neva parecía ahora realmente ofendida. Furiosa, cuando menos. Dejó una fuente humeante encima de la mesa.
—¿Y a ti?—preguntaba al tiempo—. ¿Cómo hay que tratarte a ti?
Richard preguntó:
—¿Pretendes comparar a tu hermano con ese hombre?
—Sí. Creo que pueden compararse. En distintos aspectos, tienen pocas cosas que echarse en cara. Cerfy es un aventurero, de acuerdo. Pero Jimmy también corre a su modo ciertas aventuras. Ya estábamos hartos de él cuando le compraste esa mina. El dinero no paraba en sus manos. Y trabajaba mal. Por eso lo hiciste; para quitártelo de encima. Ambos sabéis que fue de ese modo aunque hayáis pretendido siempre disimularlo.
El Viejo arrugó las cejas.
—Neva, no me gusta nada que hables así. No tiene ninguna gracia.
—Tampoco pretendo que la tenga—alegó ella, bajo la mirada iracunda de su hermano—. Es la verdad. Ahora, con mina y todo, Jimmy continúa gastando tu dinero. No ha rectificado en sus métodos por eso. Sigue bebiendo y jugando lo mismo que antes. Tiene trato con esa mujer que baila en el «saloon», Glassy Russ, y en ocasiones la lleva a la propia mina que tú le compraste para que trabajara. La gente lo critica.
Era cierto aquello. Richard lo sabía. Pero siempre consideró solamente a medias el problema. Pensaba que a los hombres jóvenes, como tales, había que permitirles ciertas diabluras.
Ahora no podía cambiar de opinión en contados minutos.
—Me importa un comino lo que diga la gente —repuso—. Jimmy, a fin de cuentas, gasta el dinero de su padre. Y ese tal Cerfy, no. Pretende sacárselo a los demás con malas mañas, que es muy distinto. Por otra parte, estábamos hablando de él, no de tu hermano.
Callaron. Se hizo como una quietud en torno. Neva prefería dejar la discusión y se puso a comer.
Al cabo de unas cucharadas, el viejo preguntó:
—¿Es cierto que simpatizas con el forastero? ¿Estás enamorada quizá?
—No quiero hablar más de eso.
—Me darías un gran disgusto si fuera así—continuó Richard—. Conozco a esta clase de individuos. Tienen buenas palabras, buen aspecto exterior, pero en el fondo nadie puede fiarse de ellos. Bueno, ya lo has visto. Quiere el diez por ciento. Sacan dinero de donde pillan. Van de un lado para otro, buscando, escarbando. No les importa a costa de qué ni de quiénes tienen que vivir. Lo interesante para ellos es seguir viviendo.
Neva tuvo que contestar:
—No hay enamoramiento que valga. Hubiera sido absurdo por mi parte. Jimmy tiene una imaginación demasiado suelta.
—Has hablado con él largo y tendido—terció el joven.
Neva dijo:
—Sí, ya... Y de ahí tú sacas todas las conclusiones. Unas conclusiones totalmente equivocadas, por supuesto.
—Di lo que quieras. El es un tipo que no merece de nosotros ninguna consideración. Le hemos atendido cuando lo necesitaba, le hemos curado incluso, y mira con qué clase de moneda se atreve a pagarnos. Deberíamos echarle de esta casa lo mismo que a un perro.
Entonces ocurrió algo imprevisto. Neva volvió la cabeza. Y Richard. Y por último el propio Jimmy.
Lou Cerfy estaba parado en el umbral, con botas, con sombrero, con la cazadora echada por encima del hombro.
—Perdonen—dijo cuando se hubo hecho el silencio—. Creo que voy a evitarles ese trabajo. Saldré de aquí por voluntad propia.
Luego, como los otros permanecieran callados todavía, añadió:
—En cuanto a la ayuda prestada, la herida y todo lo demás, entra en el precio de mi recompensa. El diez por ciento del oro y ese favor.
Richard se levantó entonces.
—Dígame adonde piensa ir.
—Podrá encontrarme en el establecimiento de
Paul Decok. Ya sabe que tengo allí reservada una habitación.
No dijo más. Se dispuso a salir. Los Fess oyeron luego sus pasos, alejándose, sobre el suelo de tablas del almacén.