CAPÍTULO IV

 

Después llegó la calma. Era de esperar. No iba a pasarse la gente del campamento todo el día gritando y alborotando. Cada uno se fue por su lado: al río, a las colinas. Se dispersaron. Aunque en el fondo siguieron interesándose por el asunto del forastero, incluso preocupándose por ello: por el oro perdido, por el cumplimiento de la justicia. Especialmente sentían curiosidad.

Neva se encargó mientras tanto de atender al herido, de reanimarle. Le curó. Pero eso no era todo. Hacía falta tiempo y reposo. Cuando menos unos minutos de tranquilidad, de sosiego. Después de la cura, le puso unos paños fríos en la cabeza.

Allí estaba asimismo su propio hermano, Jimmy, baldado como el otro. Dejó la cama poco antes, por causa del escándalo, pero apenas si podía tenerse en pie. Ocupaba una silla. Y se quejaba al menor movimiento, como si tuviera astillados todos los huesos de su cuerpo. Hablaba pestes de Cerfy. Se comprendía, después de la paliza recibida en el «saloon» la noche anterior.

—¡Tenían que haberle machacado! ¡Es un puerco! ¡Un engreído!

Esto y otras cosas peores.

Neva les atendía a los dos. El viejo Richard se limitaba a pensar, a esperar.

Sin embargo, Pasco lo tenía todo decidido por su parte. Bueno, lo decidió a raíz de que surgiera la calma en el campamento. Y se lo dijo a Egan en cuanto quedaron solos.

—Me voy. Me largo de aquí. No me gusta ni un pelo el panorama. Recogeré el oro y listo. Luego, que me busquen.

—Yo no tengo valor—confesó su compañero.

El sacudió la diestra despectivamente.

—¡Bah! ¡Pamplinas! Las decisiones hay que tomarlas cuando se pueden tomar. Esto se pone feo, horroroso. Lo mejor es perderse de vista ahora que estamos a tiempo.

—¿Y luego?

—Luego ya veremos. Es ahora cuando hay que decidir, Egan.

—Pero todo lo hicimos pensando en una huida tranquila, acuérdate. Enterrar el metal, y cuando pasara la revolera... No se puede escapar sin buena organización. Nos cogerían. Eso ya lo discutimos.

—Déjate de discusiones—a Pasco no le convencía nadie—. Hay que atenerse a las circunstancias. Nosotros dos solos, ¿eh...? Yo, por lo menos, me voy.

—Es arriesgado.

Estaban junto al río, lejos de los demás, aislados. Pasco fue resueltamente en busca de su montura.

—Todo tiene algún riesgo en este mundo—se justificaba—. Al que algo quiere, algo de cuesta. Y no vale darle vueltas.

Desató las bridas y las pasó entre la cabeza del animal.

—Eso me lo enseñaron cuando era niño.

Egan dijo:

—Bueno. Vamos a ver: ¿qué sabe ese forastero a fin de cuentas?

El de las barbas sopló una sonrisa.

—Lo sabe todo. El sitio donde está el oro y quiénes lo robaron. No te quepa la menor duda.

—Entonces, ¿por qué no lo ha dicho? ¿Por qué no nos ha descubierto?

¡Ah, misterio! Allá él. Tendrá sus razones. Debió pensar que era difícil que le creyeran, así de sopetón. O quizá no pudo reconocernos aquella noche. No lo sé. Ni me interesa. Yo voy a lo mío. Y no pienso estar pendiente de lo que ese tipo quiera decir o no decir.

Después subió a la montura.

—Me largo, ya lo has oído. ¿No te importa perder tu parte?

El otro respiró hondo.

—Pretendo conservar la vida. Eso también tiene importancia.

El barbudo se rió.

¡Je, je! Cada cual piensa a su manera.

Picó espuelas, pero a los pocos pasos volvió la cabeza para despedirse:

—Adiós, Egan. ¡Hasta nunca!

Y se alejó definitivamente.

Egan estuvo viéndole cruzar las piedras de la orilla y bordear un grupo de tiemblos cercanos, en busca del sendero. Los hombres que espulgaban la arena estaban situados más arriba, a partir del recodo: aprovechaban para sus fines la parte del río menos profunda.

Cuando Pasco se hubo perdido de vista, Egan sonrió. Una sonrisa demasiado burlona quizá y hasta enigmática.

Dijo para sí:

—Esta vez te has pasado de listo, grandullón.

Montó igualmente en su caballo y se alejó al paso.

 

* * *

 

Lou Cerfy fue abriendo los ojos poco a poco. Primeramente lo vio todo turbio, enmarañado, pero en seguida pudo distinguir bien las cosas. Un techo de tablas, una ventana, una puerta y los ojos relucientes de la muchacha.

Estaba a gusto. Sentía un agradable sosiego interior, un descanso profundo.

La voz serena de la joven le sonó bien al oído:

—Esto le ha reanimado...

Ella estaba mostrándole algo que el hombre no acertaba a definir. Tampoco puso mucho empeño en definirlo. Movió la cabeza. Y miró a la joven otra vez.

—¿Quién es usted?—preguntó en voz baja.

—Neva.

Cerfy tragó saliva con cierto trabajo.

—Creo que no había oído nunca ese nombre.

—Neva Fess.

—¡Ah, ya! La hija de Fess. Por lo visto, tiene una hija. En todas partes encuentro a alguien de la familia.

Ella sonrió y dijo:

—Somos nosotros quienes le encontramos a usted en todas partes.

—Sí. Quizá tenga razón...

Volvió Cerfy a mover la cabeza y respiró hondo. Luego, de súbito, como si cayera en la cuenta de algo, se encaró de nuevo con la muchacha.

—Escuche... ¿Dónde está su padre? Llámelo. Dígale que venga inmediatamente.

—Antes le convendría descansar—aconsejó Neva.

—No. Tengo que hablar con él en seguida. Es importante.

—De acuerdo. Le avisaré. Pero estese quieto.

Salió de la estancia y regresó con Richard en un par de minutos. El viejo no demostraba mucha celeridad. Fue rodeando la cama pacientemente.

—¡Hola! Celebro que se haya recuperado.

Lou estaba impaciente, nervioso. Hubiera salido corriendo de allí, de no faltarle las fuerzas. Era terrible para él encontrarse imposibilitado.

—Tengo algo importante que decirle respecto a sus hombres—habló con fatiga—. Ellos mismos robaron el oro de la diligencia, fingiendo que les habían asaltado. ¿Me comprende? Mataron a uno, y otro, ese que murió hace poco, no tuvo más remedio que pegarse un tiro en el brazo. Todo lo que vinieron contando sobre los enmascarados es mentira. El oro lo tienen ellos. Lo enterraron cerca de allí, en el río.

Richard estaba mirándole con unos ojos que espantaban. Y Neva también. Ninguno de los dos supo qué responder.

Cerfy sufría ante aquella actitud.

—¿Qué pasa? ¿No me creen? Precisamente lo que pretendo ahora es proporcionarles el medio de comprobarlo. Ellos han debido de ir hacia allá para desenterrar la arqueta. Yo he procurado que lo hagan. Si se dan ustedes prisa, podrán cogerles con las manos en la masa.

Por fin, reaccionó el viejo Fess. Preguntó:

—¿Se ha vuelto usted loco, Cerfy?

—Nada de eso. Me acusan a mí del robo. Quiero que lo vean ustedes mismos, que se desengañen.

Entonces apareció Jimmy. Todos le miraron. Lou continuó:

—Si no salen en seguida, perderemos la oportunidad. ¿Cuánto tiempo he pasado desvanecido?

Fue Neva quien respondió:

—Como una media hora.

—Entonces no es tarde aún. Pero tienen que darse prisa. ¡Por favor!

Jimmy se extrañaba de todo aquello.

—¿Qué dice este hombre?—quiso saber.

No hubo respuesta. Richard había cambiado de color. Parecía otro. Recelaba quizá. Inquirió:

—Una cosa, Cerfy... ¿Por qué motivo no hizo usted esa declaración cuando le prendimos?

—No podía hacerla. Ellos se hubieran puesto sobre aviso. Convenía que tuvieran el camino libre para cogerlos ahora.

Cambiaron una mirada.

Jimmy seguía sin enterarse del todo.

—¿A quiénes hay que coger?—volvió a preguntar.

Tampoco ahora hubo contestación. Cerfy tenía clavados sus ojos en el viejo.

—¿Qué espera? ¿No se atreve a creerme? Trate de buscar a sus hombres en el campamento y ya verá cómo no los encuentra. Ni a uno ni al otro. Se habrán ido. Ahora deben de estar en camino.

Richard se decidió. Hizo un gesto de resolución.

—De acuerdo, Cerfy. Voy a probar. Si tiene la intención de engañarme, supongo que no ganará mucho con ello.

—Absolutamente nada—dijo el herido—. Lo que únicamente pretendo es que vaya en busca de esos tipos.

—Ya veremos.

Después de esto, Richard salió de la estancia. Sus hijos le siguieron. Jimmy, desconcertado y sorprendido, empezaba de nuevo con las preguntas:

—¿Puede saberse qué ocurre? ¿Qué ha dicho en resumidas cuentas? ¿Qué pasa con nuestros hombres?

El viejo entró decidido en la habitación inmediata.

—Ellos robaron el oro, por lo visto—explicó—. Ese individuo lo afirma. Y tenemos que creerlo. Los datos parecen ciertos.

Jimmy iba arrastrando los pies. No estaba recuperado aún. Debía de creer aquello un disparate.

—¡Unos datos ciertos!—se burló—. ¿Acaso habéis olvidado lo de Chisel?

—A Chisel le quitaron de en medio sus propios compañeros.

—¿De veras?—seguía el joven—. ¿Y a Bel?

Richard estaba colocándose la chaqueta y una pistolera.

—Lo de Bel fue otra comedia. Primero le obligaron a que se disparase un tiro. Luego cayó cuando trataba de agredir a ese forastero, que ha resultado ser un peligroso testigo para ellos. Ya no me fío de nadie. Tengo que acabar con las dudas.

Recogió de paso el sombrero, conforme salía. Pero su hijo le detuvo.

—Un momento. ¿Y sólo por ese detalle vas a pensar... ?

El viejo estaba decidido. Le interrumpió, echándole a un lado con el brazo.

—Hay otro detalle, Jimmy: el principal. Los bandidos no suelen enterrar el oro que roban, y mucho menos enterrarlo cerca del sitio donde lo robaron. Eso sólo lo hacen quienes están pasando por personas honradas. Como asaltar la diligencia en el viaje de ida, que no lleva viajeros. Ahora lo comprendo.

Salió definitivamente. Ni Jimmy ni la muchacha pudieron objetar nada. Le miraban con ojos muy abiertos.

Richard llegó al porche y bajó aprisa los escalones.

Contiguo al almacén había un encerradero para los caballos y varios animales dentro. El hombre preparó uno. Lo atalajó. Cuando estaba terminando, vio aparecer a su hija, sofocada.

—¿Qué ocurre?

Ella le abrazó seguidamente, sin decir una palabra.

Richard continuó:

—No te preocupes. Todo irá bien.

—Debes tener mucho cuidado—dijo Neva por fin.

—De acuerdo. Lo tendré. Pero no pienso buscarles yo solo. Formaremos una partida.

—Aunque así sea—quiso asegurarse la joven.

El la retiró suavemente.

 

* * *

 

Richard dio la voz de alarma por todo el campamento. Y hubo un nuevo revuelo. Los hombres se aprestaron a ofrecerle ayuda. Algunos acudieron con armas y caballos, dispuestos a emprender la búsqueda si ésta era precisa; y realmente era necesaria para todos.

Pero Egan se hallaba tranquilamente en el «saloon», y eso les detuvo por unos minutos. Tuvieron que ir allí. Ante la puerta había congregado un buen número de personas.

¡Está dentro, señor Fess!—informaron los mirones.

Otro individuo explicó:

—Decok le ha dicho que no saliera de ahí hasta que usted volviera.

El viejo bajó del caballo y entró en el local junto con sus acompañantes. Cuatro o cinco hombres rodeaban al conductor allí dentro. Este se defendía a grito pelado.

¡Una solemne estupidez! ¡Una patraña! ¡Nadie tiene motivos fundados para acusarnos!

Entonces descubrió a su patrón y pareció alegrarse de ello.

—Vaya, hombre. Por fin—se puso casi encima del viejo—. ¿Quién le ha contado a usted esa historia disparatada?

—Lou Cerfy, el forastero.

—¿Y se la ha creído?

—Mitad y mitad. Pienso hacer una comprobación. Para eso estamos aquí.

Egan pretendía a toda costa que su enfado pareciera sincero.

—Haga todas las comprobaciones que le dé la gana—graznó como un pajarraco—. Busque donde le parezca. Pero no acuse a nadie sin haber conseguido antes las pruebas necesarias. Ese tipo le ha engañado como a un chino. Hay que tener cuidado con él. Hay que vigilarlo.

—Eso déjalo de mi cuenta—repuso el patrón sin impresionarse mucho—. Ahora me interesáis vosotros: tú y Pasco. Los dos. ¿Dónde se ha metido tu compañero?

—No debe de andar muy lejos. Nos hemos separado hace poco.

—Pues ya debería haber aparecido.

—Tal vez esté en el río, o en las colinas.

Entonces comunicó uno de los de fuera:

¡Yo lo he visto, señor Fess! Abandonaba el campamento.

Richard se volvió.

—¿En qué dirección?

—Iba hacia el Sur.

Al viejo le sobresaltó aquello.

¡Justo! ¡Lo que Cerfy ha dicho! ¡No podemos perder tiempo!

Egan hizo todavía un desesperado esfuerzo. Empezó a protestar.

 ¡Eso no significa nada! ¡No representa ninguna prueba! ¡Estáis todos locos de remate!

Pero Richard salía ya del «saloon», acompañado de la partida. En el último momento pidió:

—Ocupaos de él hasta que volvamos.

Los otros se acercaron a Egan, mientras sonaba el ruido de los caballos. Le rodearon. Paul Decok extendió al fin su mano derecha.

—Danos las armas.

Al conductor le chispearon los ojos. No sabía qué hacer. Estaba considerando sus posibilidades.

—¿Por qué?—preguntó más quedo que antes—. Aún no se ha demostrado ninguna cosa. Nadie tiene derecho a detenerme. Ese forastero miente de arriba abajo. Fue él mismo quien se llevó el oro; él y otros tipos como él. Yo le identifiqué, y ahora trata de devolver la acusación para salvarse.

Pero Decok parecía inflexible. Avanzó otro paso.

—Las armas, Egan.

¡Esto es un disparate! ¡Una injusticia!

—Esperaremos hasta que Fess y los otros hombres vuelvan. Ya lo has oído. No te ocurrirá nada mientras tanto.

El conductor obedeció al fin. De mala gana, pero obedeció. Se quitó el cinto con los revólveres. A fin de cuentas, aquello era lo más conveniente para él. Una resistencia en tales circunstancias le hubiese salido demasiado cara. Los hombres que tenía delante, todos armados, y los de la puerta...

—Aquí tiene—rezongó en voz baja—. Que le aproveche.

Paul dijo:

—Llevadlo a la bodega.

Salieron del local propiamente dicho por una puerta interior. Había detrás un pasillo y una escalinata de contados peldaños. La bodega quedaba al fondo, aún más adentro, sobre el lado derecho. Egan lo sabía. Conocía también perfectamente la característica del recorrido. Otro pasillo a la izquierda, una ventana, un portalón con travesaño que daba a las cuadras...

En tales características fundaba el hombre su salvación. Si tenía un poco de. suerte.

La verdad es que los otros no recelaban de él excesivamente. No le creían tan desesperado. Demostró cierta conformidad en sus actos, en sus expresiones incluso, como si realmente fuera inocente y se viera obligado a soportar aquella equivocación. Los guardianes estaban lejos de la realidad a pesar de todo lo dicho. Tal vez no la concebían, así, de sopetón. Y Egan, sin embargo, se consideraba casi al borde de la muerte. Al borde de la muerte misma, si Fess y los otros terminaban por descubrir a Pasco.

Había una cosa mala, malísima: que Pasco iba a ser descubierto sin gran dificultad.

Eso impulsó a Egan, contra todo, le decidió.

El pasillo al principio era largo y estrecho. Cuando dos de los guardianes rebasaron la puerta, uno tras otro, casi pegados al detenido, éste giró sobre sus talones en un alarde inverosímil de rapidez. Fue visto y no visto. Nadie tuvo tiempo de prevenirse. Se quedaron con la boca abierta.

Egan arrebató el revólver al guardián más adelantado, empujándole fuertemente al mismo tiempo contra el segundo. Los dos hombres chocaron, tambaleándose.

La puerta quedó obstruida por unos instantes.

—¡Cuidado!—avisó alguien desde atrás.

Otro individuo gritó:

—¡Se escapa!

Pero el revólver de Egan apagó entonces todas las exclamaciones. Dos lenguas de fuego brotaron de él; dos detonaciones. Temblaron las paredes de tablas. El primer guardián se contrajo dos veces también, enloquecido, horrorizado, con el fuego de los proyectiles metido en las entrañas.

Egan saltó rápidamente hacia adelante igual que un gamo.

El segundo guardián quiso disparar a renglón seguido y no tuvo tiempo. Egan lo hizo antes. Un balazo certero en la cabeza. Lo dejó inmóvil, clavado sobre la pared, con los ojos perdidos como los de un visionario.

El pánico había cundido en los demás. No era para menos. Nadie sospechó ni remotamente aquella terrible acción. Se quedaron sin gota de sangre. La puerta libre, despajada. Los dos hombres caídos, uno encima del otro. La sangre. El humo pestilente de la pólvora.

Egan lo había calculado. Eran precisamente esos segundos impresionantes los que tenía que aprovechar. De otra manera, la fuga se convertiría en algo irrealizable, en un paso absurdo, descabellado.

Otras dos zancadas ágiles y estuvo en el pasillo de la izquierda. A un lado, el portalón de las cuadras. Al otro, la ventana.

La ventana era precisamente su objetivo.

Estaban pasando ya los instantes previstos de desconcierto. Dentro, en el local, se oían algunas voces y ruido de pasos, de corridas. La gente iba de un lado para otro.

Egan se lanzó como un rayo a través de los cristales. Estos se hicieron añicos. La madera donde estaban sujetos saltó también hecha pedazos. El hombre se hirió, se desgarró. Pero pudo alcanzar el exterior sin mayores daños.

En seguida se puso en pie, loco, jadeante. Una mirada rápida de reconocimiento. Nada iba a detenerle. Arrollaría cuanto se le pusiera por delante.

—¡Allí!

Este fue el aviso de alarma. Varios individuos habían alcanzado la esquina del edificio. Sonó un disparo al instante y otro. Y dos o tres más.

El fugitivo empezó a escurrirse pegado a la pared. Tenía la impresión de que otros hombres aparecían asimismo por la ventana, que ya estaban situados allí. Aceleró el paso. Y disparó a la par.

Egan era buen tirador. Además, ahora se empeñaba en serlo más todavía. Uno de los perseguidores, en la esquina, abrió los brazos y cayó después a tierra como un monigote. El que estaba al lado se tiró rápidamente al suelo en vista del peligro.

Se oían voces exaltadas en aquel punto:

¡Cuidado!... ¡Atrás!... ¡Rodead el edificio!

Egan llegó sin aliento a la entrada de la cuadra.

Se hallaba abierta de par en par. Los caballos, en los pesebres. Un hombre cuidaba de ellos y se encontró con el fugitivo a cuatro o cinco yardas de la puerta.

¡Eh! ¡Alto!—gritó.

Pero ni siquiera había sacado su arma. Quizá no consideró el peligro tan inmediato.

Era en extremo ridícula su actitud, y el hombre debió comprenderlo apenas hubo pronunciado aquellas palabras.

Luego dijo:

¡No! ¡No!

Egan apretó el gatillo sin miramientos. Le voló la cabeza. El hombre hizo un movimiento en redondo, fulminado, derrumbándose después lo mismo que un fardo.

Egan estaba desesperado.

Todo tuvo lugar en menos de un segundo. El fugitivo no perdía tiempo. Obraba con diabólica rapidez. También es un espacio de tiempo reducidísimo se apropió del revólver del muerto y montó sobre el primer caballo, a pelo. Salió del recinto como una centella.

¡Up! ¡Up!—le dio fuerte y decidido con los talones.

Pero los otros corrían entonces en su busca con las armas en ristre.

¡Ahí va!—gritó alguien, previniendo—. ¡Cuidado!

Sonaron varios disparos a la vez. Egan no tenía ahora más recurso que la velocidad del caballo. En él confiaba. Se pegó cuanto pudo al cuello del animal, y a pesar de todo...

¡Bang!

Una bala en el costado. Le alcanzaron.

Pero incluso así sacó fuerzas de flaqueza y se sobrepuso.

Seguía hostigando a su caballo.

Debía escapar como fuese.

Salió por fin de la zona peligrosa, ganando una posición bastante prometedora. El animal corría a cuatro patas, lanzado como un proyectil. Esto le hizo abrigar esperanzas.

Los otros comprendieron que ya era cada vez más difícil la puntería. Egan se escapaba de sus manos.

¡A los caballos!—gritaron.

¡Pronto! ¡Todo el mundo arriba! ¡De prisa, que se escapa!

Pero, de momento, el fugitivo había desaparecido de sus ojos.