CAPÍTULO VIII
El general Belliard estudiaba a su interlocutor con atención y también con toda la discreción de la que era capaz. Era un hombre joven, apenas 32 años, demasiado en su opinión como en la de otros muchos, para el cargo que asumía.
El general Jean Savary, duque de Rovigo, sustituía provisionalmente a Murat que, definitivamente, no había podido resistir más en Madrid. Aunque sus misteriosas afecciones estomacales habían desembocado en unas fiebres tercianas y el cuadro presentaba a un hombre muy disminuido físicamente, como así se había presentado de forma oficial, todo el mundo sabía, sobre todo en París, ¡ay París! se lamentaba Murat, que el cuñado del emperador había enfermado por no ceñirse la corona de España.
No había que buscar más explicaciones, como hacían quienes se preocupaban a diario y de manera interesada por su salud, franceses y, sobre todo, españoles, los españoles que supuestamente aceptaban de buen grado el cambio de dinastía pero que, en el fondo, estaba convencido Belliard, seguirían, si les fuese posible, la causa de los borbones.
Un ambicioso inconsciente, Murat, por un cínico imperturbable, Savary, un militar más cerca de las intrigas del policía Fouché que de la visión estratégica de una invasión. Ese era el retrato que tenía Belliard del nuevo comandante del ejército de España, pero había decidido, no obstante, darle una oportunidad y no ponérselo demasiado difícil. Por ejemplo, para resolver el problema del ejército de Andalucía. Un problema muy serio.
En su mesa de trabajo, Savary, de rasgos finos, aristocráticos, con el pelo a lo Tito como la gran parte de los generales, la moda del Imperio, leía atentamente las cartas enviadas por los generales Liger-Belair y Roize desde Valdepeñas y Manzanares el siete de junio, nueve días antes.
Los relatos eran terribles, brutales, inhumanos, más allá de lo imaginado.
Louis Liger-Belair, general de brigada, enviado para unirse al ejército de Dupont, había llegado a Valdepeñas el día seis. Fue recibido de mala manera, impidiéndole entrar en la villa y advirtiéndole de que había más de mil hombres armados que estaban dispuestos a combatirle. A pesar de que intentó hacer comprender a sus habitantes el peligro a que se exponían si le obligaban a hacer uso de la fuerza, no hubo manera de hacerlos entrar en razón.
En el resto de la carta, el general contaba un combate sin cuartel, la carga de su caballería, tropezando y cayendo sobre barricadas levantadas en la calle principal, la crueldad de los españoles, acuchillando y matando sin piedad a los cazadores, dragones y fusileros, seis españoles muertos a hachazos por sus propios compatriotas al negarse a combatir a los franceses, Liger que decide incendiar Valdepeñas para hacer salir a los rebeldes de las casas ante la imposibilidad de asaltarlas una a una, los paisanos sableados en los campos cercanos, los oficiales franceses tiroteados con saña.
La brigada Liger, después de hacerse con el pueblo, a costa de una cincuentena de muertos y heridos, vivaquea en los altos del camino de Manzanares y, al día siguiente, recula hacia Madridejos acompañada de los escuadrones supervivientes que escoltaban el convoy de galleta destinado al ejército de Dupont y que habían salido dos días antes y de los soldados de guarnición que han huido de Santa Cruz de Mudela ante la también insurrección de ese pueblo.
Savary leyó y releyó la larga carta. Después, con rostro extremadamente serio y sin hacer ningún comentario a Belliard, bebió un trago de agua y cogió la segunda, la de otro joven general de brigada, apenas treinta años, Claude Roize.
La narración de Roize era la peor, sin duda. Cuando Belliard la recibió, la mantuvo un día en su poder antes de darle cuenta a Murat, en cama toda la jornada. La ira del día después, al conocer los sucesos que relataba Roize, volvió a dejarlo sin fuerzas.
El general había llegado a las ocho de la mañana a Manzanares y se había encontrado con un capitán del Estado Mayor, Chasseriau, hombre de Belliard, que se dirigía a Madrid llevando correspondencia del ejército de Dupont, la última que se había recibido en la capital.
El capitán había salvado la vida de milagro, Manzanares se había levantado en armas, los soldados enfermos que estaban ingresados en el hospital del pueblo, dejados allí por Dupont en su marcha hacia Andalucía, habían sido degollados sin piedad, un centenar al menos entre enfermos y la guardia. En los pueblos de los alrededores, los destacamentos también habían sido atacados y sus soldados asesinados. En las masacres apenas tomaban parte soldados del ejército regular español, no, eran todos paisanos, rebeldes, el pueblo.
Roize, también obligado a retroceder, se había unido a Liger-Belair. Todos los pueblos de la ruta hacia el sur, hasta Andújar, se habían sublevado. Cualquier uniforme francés, o español que lo acompañase, se había convertido en sentencia de muerte automática para quien lo vistiese. Incluso los comerciantes y negociantes franceses que vivían y trabajaban desde hacía muchos años en algunos de esos pueblos, como Santa Cruz o La Carolina, corrían un grave peligro.
Savary dio un salto de la silla y comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación con las manos a la espalda. Analizaba la situación con rapidez a partir de una pregunta sin respuesta. ¿Qué habría ocurrido con el ejército de Dupont a esas alturas?
Belliard seguía observando sin decir nada. Esperaba la decisión del nuevo comandante.
—Señor jefe de Estado Mayor, decid, ¿qué pensáis de todo esto?
¿Le pedía opinión o pretendía ponerlo a prueba?
—¿En qué sentido, señor duque? —respondió Belliard tratando de pasarle a Savary la mano.
Este sonrió ladino. Vaya, entendía el juego del jefe del Estado Mayor. Aquel hombre quería ponerlo a prueba, ¿no? Bien, estaba dispuesto a jugar la partida.
—Pues en el sentido de vuestro cargo, sois el jefe del Estado Mayor del ejército imperial en España. Alguna cosa tendréis que decir respecto a este desastre.
Belliard fue rápido. Exacto, era un desastre al que había que poner remedio. La cuestión era qué tipo de remedio puesto que, aunque los dos coincidieran en el mismo, envío de refuerzos a Dupont, el problema era el emperador. No quería ni oír hablar de ello, pero el mariscal Berthier tal vez sí.
—Mi general —dijo Belliard—, la solución a este desastre tiene un nombre, la división Vedel.
Savary asintió con la cabeza.
—Eso es lo que yo pienso.
—Pero el emperador no lo aprobaría.
—Soy consciente de ello.
—Pues no parece haber otra alternativa.
—Estoy de acuerdo con vos.
—La decisión es vuestra pues.
—Lo sé.
El sustituto de Murat rió, se acercó hasta el enorme ventanal del gran palacio madrileño y observó durante unos instantes la evolución de los soldados en el cambio de guardia. Después, se volvió hacia Belliard de nuevo con las manos a la espalda y se fue acercando lentamente hasta quedar apenas a un metro de su jefe de Estado Mayor.
—¿Envainamos la espada o deseáis seguir combatiendo, Belliard? En su expresión levemente cínica se escondía una preocupación enorme y su interlocutor la captó perfectamente. De acuerdo, dejaba el duelo de salón. Le daría una oportunidad. La situación lo demandaba.
—Mi general —apuntó Belliard—, como sabéis, las órdenes del general Dupont son llegar a Cádiz y liberar la flota de Rossily. Lo último que sabemos de él, a través de los despachos que trajo el capitán Chasseriau, es que los españoles estaban reuniendo un ejército a las puertas de Córdoba para hacerle frente.
Savary afirmó con la cabeza y se acercó a la mesa donde se desplegaba el mapa de España, del servicio cartográfico del ejército, y una guía de postas de Madrid hasta Cádiz. Belliard lo acompañó.
—Y también sabemos que los pueblos de la ruta que ha recorrido se han sublevado —dijo Savary examinando atentamente el mapa—. Liger y Roize llevaban en conjunto algo más de mil hombres, ¿no?
—Sí, sobre todo caballería, cazadores y dragones y varias compañías de fusileros, casi un regimiento.
—Y ahora se encuentran aquí, en Madridejos —indicó Savary.
—En efecto. Esperan órdenes.
—Según Liger, hay aproximadamente unos diez mil insurrectos entre ellos y Dupont. ¿Qué habilidad le dais a la cifra?
—Posible, general, aunque no segura. Y desde luego, no me preocupa en exceso.
—¿Por qué?
—Porque no son tropas regulares. Es cierto que desde Ciudad Real —señaló Belliard en el mapa— los españoles pueden reunir algún regimiento, pero nada importante.
—Opino como vos, en campo abierto los rebeldes no tienen nada que hacer contra nosotros. Así que —continuó Savary— la cuestión es restablecer el contacto con Dupont y saber qué ha sido de él. ¿Sabéis cuántos hombres componía el ejército que se reunió en Córdoba contra él?
—Con exactitud no, pero los informes decían que en gran parte eran rebeldes, como en Valdepeñas y Manzanares.
Savary miró a Belliard.
—¿Con cuántos hombres cuenta la división Vedel?
—Entre la brigada Poinsot y la brigada Cassagne, unos siete mil.
—¿Y caballería?
—Se le puede agregar el regimiento provisional de coraceros del mayor Cristophe. Pertenece a la división del general Fressia, que sólo partió con los cazadores del general Dupré y los dragones del general Privé, aunque los acompañaban algunos coraceros.
—¿Artillería?
—Todavía hay varios trenes a pie y a caballo a disposición del general Faultrier.
—En resumen, según tengo entendido, el general Dupont cuenta con casi catorce mil hombres, ¿no es así?
—Sí. La división Barbou, las brigadas de caballería de Fressia, la división suiza de Rouyer y el batallón de marinos de La Guardia.
—Suficientes para hacer frente a una insurrección civil pero no si esta va acompañada de un ejército regular, y los españoles tienen buenas unidades en Sevilla y Cádiz. Voy a preparar la orden para que la división Vedel, reforzada con los coraceros y con las tropas de Liger y Roize restablezca el contacto. ¿Qué decís?
—Que respaldo totalmente la orden, general, pero que os recuerdo la idea del emperador.
Savary volvió a sonreír con aquel aire inquietante.
—Pero el emperador no está aquí ahora, ¿verdad, Belliard?
El jefe de Estado Mayor decidió no contradecir a su comandante.
—No.
—Además, os voy a explicar por qué me expongo a la reprimenda de su majestad al que, os aseguro, conozco bastante bien.
Belliard asintió ligeramente. Conocía a la perfección el papel que había jugado Savary en los últimos meses, cómo había sido capaz de engañar a la familia real española, al heredero del trono, para conducirlo a Bayona y después, la anécdota que retrataba su carácter.
La noche que había llegado a su destino, Savary aseguró al Borbón que el emperador lo reconocería como rey de España y si no lo hacía «estaba dispuesto a dejarse cortar la cabeza». Napoleón, a pesar del servicio que había hecho Savary al llevarse a Fernando, y como castigo simbólico por haber llegado demasiado lejos en su táctica de convencimiento, le obligó a comunicarle que no, que no le iba a dar el trono de España. El cinismo de Savary pudo con la dura prueba.
—El mariscal Berthier, al que debemos informar puntualmente, no era partidario de enviar la división Vedel a Dupont pensando que los españoles interpretarían el paso de más tropas como lo que estamos haciendo, invadir el país. Sin embargo, ya que las cartas están sobre la mesa, no sólo no se opondrá, sino que avalará esta decisión y ayudará a que el emperador la entienda y la acepte.
Belliard sonrió. Savary era algo más que un intrigante. Era también inteligente. «A fin de cuentas —pensó— no hay cínico que no lo sea.»
—Lo cual, nos da como resultado casi diez mil hombres más para reforzar al general Dupont. Y lo más importante, si con ese ejército no es capaz de cumplir la misión, al menos, que retroceda con garantías y, una vez de vuelta, esperaremos las órdenes del emperador.
—Estoy de acuerdo.
—Además, para que Vedel no tenga que cuidar sus espaldas, enviaremos también al general Frère para custodiar la ruta y hacer frente a los insurrectos de La Mancha. Escalonando las tropas pero en número adecuado, aseguraremos la suerte del segundo cuerpo de Observación de La Gironda y del general Dupont.
Belliard reafirmó la estrategia moviendo la cabeza. Sí, Savary sabía de lo que estaba hablando. Si todo salía bien, el emperador no tendría más remedio que aprobar el plan. Al fin y al cabo, la insurrección del país era algo generalizado. Y más cuando su hermano, José Bonaparte, había sido proclamado rey de España por los propios nobles la semana anterior. El país estaba ya en guerra y ahora se trataba de vencer. Vencer a toda costa.
* * *
Miguel Aguayo visitaba a su amigo Jesús Moreno que, en compañía de su padre Alfonso, se prestaba al reconocimiento que hacía Fernando de la Rosa de sus heridas. Ya estaba bastante recuperado y de buen humor cuando el médico les confirmó lo que era un secreto a voces, los franceses abandonaban la ciudad.
—Por fin se acabará esta ruina, Don Fernando, y pronto volveremos a ver a Gonzalo regresando con su regimiento y el general Castaños a Córdoba.
El médico no respondió mientras recogía su material y lo guardaba en una pequeña cartera.
—¿No decís nada? —interrogó Aguayo.
—¿Qué queréis que os diga? —rezongó De la Rosa.
—Que acaba nuestra pesadilla, gracias a Dios —replicó Moreno.
El padre del joven abogado, también hombre de leyes y viejo amigo del médico lo observó en silencio. Lo conocía bien, desde hacía muchos años, y sabía que cuando empleaba aquel tono tenía la cabeza en otro sitio.
—¿En qué piensas, Fernando? —le preguntó.
—En todo lo que ha ocurrido estos días. Es algo que Córdoba no puede olvidar jamás.
Los hombres allí reunidos guardaron silencio. El viejo médico al que todos tenían un gran respeto llevaba razón.
—Pero, me pregunto si no volverá a repetirse —añadió.
—¿Acaso creéis, Don Fernando, que los franceses volverán? —dijo Jesús Moreno.
—¿Tú qué piensas, mi querido joven? —replicó el médico con una pregunta.
—Que cuando venga el ejército de Castaños lo hará ayudado de los ingleses y derrotarán a Dupont antes de que salga de Andalucía, y después se dirigirán a Madrid. Napoleón no tendrá más remedio que devolvernos al rey Fernando y entender que España no puede ser un simple satélite suyo.
El médico miró a su viejo amigo y luego sonrió. El idealismo y el desconocimiento de la juventud. Ojalá las cosas fueran tan fáciles como suponía aquel animoso muchacho.
—Por una vez estoy de acuerdo con Jesús —terció el farmacéutico—. Estoy seguro de que el emperador no hubiese aprobado lo que ha sucedido aquí. Y, si me permitís que os diga lo que pienso, no dejo de preguntarme qué habría ocurrido si Dupont hubiera entrado en una Córdoba con las puertas abiertas y en paz.
Jesús hizo ademán de incorporarse del sillón en el que reposaba con gesto furibundo e inquirió a Aguayo con un tono de indisimulado desdén.
—Tú y yo, Miguel, hemos discutido muchas veces pero jamás he llegado a sugerir siquiera que lo que piensas es traición. Ahora ya no lo sugiero, ahora lo afirmo. ¿Cómo puedes preguntarte semejante cosa después de todo lo que ha ocurrido estos días? ¿Todavía te quedan argumentos para defender a estos asesinos?
El farmacéutico miró fijamente a su amigo. En su cara se leía una inmensa tristeza y también decepción.
—Jesús, yo no defiendo a estos asesinos que, aunque algunos lo hayan hecho, no han pagado sus crímenes y espero que la providencia se los cobre. Sólo quería decir que es público que Dupont permitió el saqueo de la ciudad después de que Pedro Moreno intentase matarlo en la Puerta Nueva. Y, a pesar de ello, como patriota, no encuentro en ello motivo para lo que ha sucedido desde entonces.
—Entonces, ¿por qué lo defiendes? —replicó Moreno con los ojos inyectados de furia. ¿Ya te has olvidado del asesinato de la familia del pobre Pedro? ¿Y tampoco recuerdas que sus soldados estuvieron a punto de matarnos? ¿Y que querían deshonrar a Isabel?
Fernando de la Rosa separó al joven que casi gritaba al farmacéutico en plena cara.
—¡Basta! Ya hemos tenido suficiente.
El padre de Moreno puso la mano encima de su hijo y le ayudó a sentarse de nuevo.
—Nadie puede ser tachado de traidor por dudar razonablemente, hijo mío.
—¡Vaya! Don Fernando, decidme, ¿cómo se llama en medicina la pérdida de memoria? —dijo con sorna.
—Jesús, deberías atender a la razón de las palabras para darte cuenta de que ni tu padre, ni yo, ni Miguel pensamos nada de eso —terció De la Rosa.
—Pues entonces —inquirió—, explicadme. O, no, mejor no lo hagáis. Creo saber a lo que se refería Miguel con esa idea de que son públicas las razones por las que Dupont ha permitido el saqueo de la ciudad. Tienen nombre, apellido, título nobiliario y visten uniforme de marino. ¿Me equivoco, señor farmacéutico?
Aguayo sabía perfectamente que Jesús Moreno se refería a Grivel.
—Don Fernando, ¿no conocéis al oficial francés que ronda esta casa y visita a mi hermana?
El médico negó con la cabeza. No, no lo conocía ni sabía de lo que estaba hablando.
—Pues contadle, padre. O tú, Miguel, que pareces haber hecho una gran amistad con él, y vive Dios que tengo que agradecerle la vida, pero es un enemigo.
Alfonso Moreno tomó la palabra. Jesús se refería al hombre que los había salvado en el convento de San Agustín, un capitán del batallón de marinos de la guardia, hombre de honor, que se había enfrentado a sus compatriotas y plantado cara al coracero que había herido a su hijo.
Tres días después se presentó en su casa y desde entonces había vuelto a diario a visitar a Isabel salvo ayer y hoy. «Me imagino que estará preparándose para partir mañana».
Jean Baptiste cabalgaba presuroso hacia la calle de la misericordia. Su estado de ánimo había oscilado todo el día entre el alivio que le dictaba su instinto militar y la confusión que brotaba intermitentemente de su interior.
El ejército abandonaba Córdoba y volvía sobre sus pasos para encontrarse con los refuerzos procedentes de Madrid. Eso significaba que la ruta hasta la capital se abría de nuevo y que si el ejército español les atacaba tendrían tropas suficientes para librar batalla.
Pero también que no volvería a ver a Isabel, al menos por un tiempo y sin saber cuánto.
En aquellos días no había dejado de preguntarse qué era lo que sentía realmente por aquella mujer. Su amigo Baste se lo había advertido, «tus síntomas no dejan lugar a dudas, Jean Baptiste, estás enamorado», pero él intentaba negarlo, «una cosa es la fascinación y otra el amor»; pues «explícame cuál es para ti la diferencia», respondía Baste retador.
Fuera lo que fuese, pensaba que «la fascinación por Isabel», el arma con la que intentaba defenderse del diagnóstico de Baste, crecía intensamente.
A última hora de la tarde, mientras el batallón de marinos preparaba la partida del día siguiente, tomó el camino habitual. Entró por la calle de la puerta de Baeza, continuó por la del Sol; llegó a San Pedro y tomó la calle Almonas hasta salir al Realejo. Después, había cogido la calle de Ocaña y Las Beatillas hasta la plaza del convento de San Agustín, donde tuvo el encuentro con el capitán de coraceros Fronsard y conoció a Isabel.
En el convento, convertido en cuartel de caballería, se acantonaba uno de los escuadrones de dragones de Privé. Los soldados se afanaban en torno a una larga hilera de carros junto a los granaderos de la Guardia de París preparándose para la marcha y los miró sin fijarse en lo que hacían.
Torció hacia la derecha hasta la calle del Dormitorio de San Agustín, después, a la izquierda por La Piedra Escrita y cruzó a la mitad por la Empedrada, perpendicular a la de la Misericordia. Con los cascos del caballo resonando sobre las piedras recordó el otro incidente con el grupo de dragones borrachos y las amenazas del más insolente.
«¿Será posible que haya tenido motivos para batirme dos veces en apenas tres días?» pensó mientras volvían a su cabeza las palabras del dragón Talart, aquel insolente, «¡Ya veis cómo son los oficiales del emperador! Nos dejamos la vida para que se puedan pavonear entre ellos y ellos, a cambio, nos impiden divertirnos».
¡El emperador!, Maldito imbécil el tal Talart. Si supiera a lo que se habían dedicado sus soldados del ejército de Andalucía durante más de una semana en Córdoba, el consejo de guerra no habría dado abasto, comenzando quizás por el mismísimo Dupont. El general audaz, el valiente que nada temía, el hombre que sólo pensaba en el bastón de mariscal del imperio, ocupado en reunir la mayor fortuna posible en una ciudad rendida y saqueada...
Sin darse cuenta, mecánicamente, se encontró en la puerta de la casa de Isabel. Desmontó y llamó. El anciano sirviente abrió la puerta con una rapidez desmesurada mientras se hacía cargo del caballo. Jean Baptiste entró a la casa y esperó en el patio. Isabel estaba allí, esperándolo.
Alfonso Moreno bajó junto a Fernando de la Rosa al patio cuando escucharon la llamada del capitán francés.
—Buenas noches, capitán Grivel.
Jean Baptiste se descubrió y saludó a Moreno.
—Os presentó a un viejo amigo mío, barón —dijo éste tratándolo con su título para mostrarle su deferencia—. Don Fernando de la Rosa, médico y cirujano. Ha estado atendiendo a vuestros heridos en el Hospital del Cardenal.
El francés quedó pensativo.
—Así que sois el médico del que me han hablado. Os agradezco en nombre de su majestad imperial lo que habéis hecho por nuestros soldados Don Fernando. Mis respetos.
—Como ya he tenido de decir a más de un oficial de vuestro ejército, era mi obligación, señor. Mi oficio consiste en salvar las vidas que Dios me permite.
De repente Jean Baptiste recordó, Gonzalo de la Rosa, y sorprendió al médico con su mención.
—En un agradable almuerzo en casa del señor Aguayo hablamos de un oficial de caballería de vuestro ejército, amigo suyo, de esta ciudad, y que se apellida como vos, De la Rosa, al que conocí tras la batalla de Trafalgar.
La expresión amable del médico cambió súbitamente y pareció ponerse en guardia, lo que no pasó desapercibido para Grivel.
—¿Decís que ese oficial de caballería se apellida De la Rosa? ¿Y cuál es su nombre?
—Gonzalo, señor —Grivel hizo una pausa— y decidió afrontar directamente la situación—. ¿Es acaso familiar vuestro?
El viejo cirujano miró fijamente a Jean Baptiste mientras éste hacia lo mismo. Sorpresivamente, en el desafío visual de los dos hombres no había tensión, sólo curiosidad.
—Es mi sobrino, Gonzalo de la Rosa, capitán del regimiento de caballería de línea Farnesio —explicó el médico.
—¿Estáis seguro de que sirve en Farnesio? —inquirió Grivel.
—Como que estoy hablando con vos —sin embargo, y a pesar de la rapidez de la respuesta, el médico reaccionó rápido a la extraña pregunta de Jean Baptiste.
—¿Por qué decís si estoy seguro de que Gonzalo sirve en Farnesio?
Jean Baptiste sonrió levemente, con la misma amabilidad que tenía instantes antes Fernando de la Rosa.
—Tenía entendido que servía en el regimiento de Borbón, pero si no es así, quizá vos podáis decirme cómo se encuentra. Los días difíciles que pasamos juntos y la nobleza que mostró como oficial y como hombre me hicieron tenerle en gran estima.
—Por lo que sé, debe encontrarse bien, capitán. Al menos, así lo espero.
—Sé que su regimiento combatió en la batalla del puente, distinguimos sus estandartes, aunque lo hizo casi una legua más atrás, en unos vados del Guadalquivir. Por desgracia cayeron muchos compatriotas vuestros, ahogados por sus monturas y frente a nuestra caballería.
El médico tendió la mano a Grivel y éste la aceptó estrechándola fuertemente.
—Os tengo que confesar, capitán, que vuestra actitud es fiel reflejo de la que varias veces me ha contado Gonzalo. Y más aún, después de saber las vidas que salvasteis en la cercana iglesia de San Agustín.
Jean Baptiste se sintió halagado por la sinceridad y gratitud que mostraba Fernando de la Rosa. Y respondió de la misma manera.
—Y yo debo deciros, señor, que vuestra compasión y rectitud os honra y que debéis estar orgulloso de vuestro sobrino. Aunque ahora seamos enemigos, es un auténtico soldado, un hombre de honor.
Isabel, testigo muda de aquella conversación, se acercó suavemente sin decir nada. Lo justo para hacerse notar sin interrumpir aquel encuentro.
Grivel, atento, se dirigió hacia ella.
—Isabel, disculpad mi grosería al no haberos saludado.
La joven movió ligeramente la cabeza aceptando las disculpas mientras ni su padre ni Fernando de la Rosa dijeron una palabra. Un instante después invitó a Jean Baptiste a pasar a la sala de la planta baja donde solían reunirse. Éste saludó a los dos hombres y siguió a Isabel. Justo cuando se disponía a entrar en la habitación, escuchó la voz de Fernando de la Rosa.
—Capitán Grivel, espero poder veros en otras circunstancias mucho menos difíciles que estas. Mientras tanto, cuidaros y que Dios os proteja.
Jean Baptiste se detuvo un instante y entrechocó suavemente sus botas saludando en posición de firmes con una elegancia innata. Después, siguió a Isabel adentro.
La mujer estaba realmente bella a la luz de las velas que iluminaban la sala. Grivel dejó el chacó en el sillón y se dirigió directamente hacia ella. La tomó delicadamente de los brazos y la besó con una dulzura inesperada, sin un asomo de brusquedad. Isabel no se resistió. Sabía que aquello acabaría pasando más tarde o más temprano. Y aunque había pensado mil y una excusas para cerrarle el paso a Jean Baptiste, cuando llegó por fin el momento supo de antemano que no utilizaría ninguna. También ella quería probar el sabor de sus labios. También ella se sentía subyugada por aquel oficial francés.
Después del beso, se miraron a los ojos profunda y limpiamente como sólo lo hacen quienes no están dispuestos a mentirse.
—Quizá no debería haber hecho esto, Isabel, pero lo deseaba con todas mis fuerzas.
—Preferiría que no dijeses nada. Es mejor —respondió con suavidad la mujer.
Sin dejar de mirarse tomaron asiento y estuvieron un rato en silencio.
—El ejército abandona Córdoba mañana.
—Lo sé.
—¿Cómo lo has sabido?
—Por Don Fernando de la Rosa, el tío de Gonzalo.
—¿Lo conoces bien?
—Desde niños. Tal y como dijiste antes en el patio, es un hombre noble y valeroso.
Jean Baptiste replicó de inmediato, sin pensar.
—¿Sientes algo por él?
Isabel sonrió. La pregunta no tenía ningún sentido para ella pero parecía tenerlo para él.
—¿Por qué crees eso?
Grivel, ligeramente azorado, rectificó rápidamente.
—Lo siento, no...
La mujer le puso un dedo en la boca y luego le cogió de las manos.
—Pertenecemos a mundos distintos que giran muy lejos, Jean Baptiste. En otro tiempo, quizá las cosas cambien, pero ahora no podemos hacer nada.
Grivel suspiró profundamente y comprendió que se había enamorado de aquella mujer como no llegaba siquiera a imaginarse.
—Volveré por ti, Isabel.
Ella le apretó las manos con más fuerza y se acercó de nuevo a su boca. Después devolver a besarlo, se separó y se levantó. Jean Baptiste, que había cerrado los ojos, la miró y se incorporó lentamente.
—¿Esta es mi despedida?
—Este es mi recuerdo. No puedo darte nada más.
—¿Me esperarás?
Isabel bajó levemente la cabeza y volvió a cogerle las dos manos mientras Jean Baptiste intentaba volver a besarla pero lo contuvo con esa delicada firmeza con que lo había desarmado cuando la conoció.
—Sólo deseo que salgas con vida de esta guerra.
Aquellas palabras le sonaron familiares a Grivel, que no respondió. Se limitó a mirarla unos instantes. Después, se calzó el chacó, le besó la mano y se apresuró a salir de la casa.
* * *
El convoy de carros parecía interminable. Repartido por las calles de Córdoba y en el camino real, en dirección a Madrid. Una fila salía por la puerta de Baeza y su cola llegaba hasta el final de la calle del Potro. Otra iba por la plaza de los Padres de Gracia, a través del Real de San Lorenzo, desde el Realejo. Y la principal, donde se encontraban las diligencias en las que viajaban las mujeres de los generales y la mayor y mejor parte del botín robado a los cordobeses, se encontraba en la Puerta Nueva extendiéndose hasta el final de la calle de San Bartolomé. Los intendentes del comisario Martin no daban abasto de un lado a otro de las filas contando y recontando entre los carros, «aquí comida, aquí dinero, aquí plata, aquí ricas telas, aquí heridos, este carruaje pertenece a la mujer del general Chabert, estos son del general Laplanne, ojo con los del señor general Dupont, que los fusileros no pierdan el paso de los coches con la munición. Atentos a los rebeldes, que nadie quede aislado o retrasado sin protección».
Era 16 de junio, festividad del Corpus Christi, y el día había nacido limpio y claro, como los anteriores, y el calor apretaba desde las primeras horas de la mañana.
El ejército francés abandonaba Córdoba. Dupont, nervioso y dubitativo durante los últimos días, había tomado finalmente la decisión. Imposible continuar hacia el sur por miedo al encuentro con el ejército de Castaños. El este, la ruta de Granada, era otra seria amenaza por las tropas del suizo Reding. La retirada hacia el norte era la única salida certera en espera de encontrarse con la división de Vedel, y después ya se vería.
La intención inicial era trasladarse con orden, dar la impresión de que el ejército tomaba posiciones escalonadamente hasta alcanzar el Paso que lo separaba de La Mancha para encontrarse con los refuerzos de Madrid pero las cosas no eran tan fáciles. Muchos de los destacamentos que Dupont había dejado en los pueblos del norte de Andalucía habían sido atacados por los paisanos y, en algunos casos como el de Montoro, muy cerca de Córdoba, sus hombres fueron masacrados sin piedad.
Fressia, junto a Marescot y el coronel Daugier, era el general que mostraba más inquietud por la situación. La insurrección generalizada era el peor escenario para mantener la estrategia que habían utilizado desde la salida de Toledo, ir repartiendo pequeñas unidades a lo largo del camino. No, después de ver cómo estaban siendo atacados, lo mejor era agrupar al ejército, no dispersarlo. Y eso hablando de Andalucía, porque ¿y si había ocurrido lo mismo en los pueblos de La Mancha?
En Manzanares habían dejado un hospital, en Santa Cruz de Mudela, alimentos, en otras localidades pertrechos y suministros, y nada sabían de ellos. «No, Pierre Antoine, si nos retiramos de Córdoba, nuestra vanguardia estará donde estemos nosotros. El ejército debe mantenerse agrupado.»
Dupont tenía que darle la razón. Llevaban con ellos un enorme convoy, ¡qué fortuna habían obtenido en Córdoba!, y se enfrentaba a un camino lleno de incógnitas. Era la posición que menos le agradaba, a la defensiva, pero la única posible. Esa, o aligerar el equipaje.
«¡Jamás! ¿Me tomáis por imbécil?», había dicho el comandante en jefe del ejército cuando se trataba la retirada de la ciudad y alguien observó que el convoy, casi quinientos carros, era excesivamente numeroso. «De ninguna manera», apoyaron Laplanne, Privé y Chabert. El jefe del Estado Mayor también se unió a ellos. «Si alguien cree que después de todo nos iremos de Córdoba con las manos vacías es que necesita urgentemente que le hagan una purga» ironizaba Legendre.
El plan final era entonces salir de la ciudad dejando sólo un puñado de heridos a su suerte, esa era la opinión general porque después de lo que había pasado, ¿quién garantizaría su seguridad?, ¿el marqués De la Puebla? ¿El corregidor Agustín Guajardo? «Como regresaremos pronto, si algo les sucede a mis hombres pagaréis con vuestra vida la suya», había advertido Laplanne a los dos.
La respuesta de Joaquín Fernández de Córdoba fue contundente. «Señor gobernador militar, respondo por los heridos franceses mientras nuestra autoridad no sea relevada por otra superior».
Laplanne, a pesar de su actitud continuamente arrogante, intentó razonar, «si os referís a Castaños, no tengo dudas de que un soldado como él sabrá tratar a nuestros soldados como prisioneros de guerra y darles el trato correspondiente». De la Puebla prefirió no replicar. ¡Laplanne hablando de honor!
Llegado el día, Dupont había dispuesto la retirada de Córdoba tras la salida de la procesión del Corpus. La plana mayor del ejército, con él a la cabeza, y un batallón escogido, los marinos de La Guardia, rendirían honores al paso de la custodia gótica de Enrique de Arce, sagrada imagen del Santísimo, joya del renacimiento, que recorrería las calles de Córdoba como siempre lo hacía. Y saldría desde la Catedral. «Sí, ya recogí las quejas de vuestros curas el otro día sobre mis granaderos. Los que entren en el templo irán descubiertos y se cubrirán en la calle».
Así se anunció en toda la ciudad. El Corpus procesionaria como de costumbre, con el coro de niños y los danzantes acompañándolo, y los soldados franceses desfilando, «respetando las tradiciones de este buen pueblo» proclamó Dupont en un escandaloso sarcasmo después de todo lo sucedido.
El pueblo de Córdoba estaba todavía asustado y tembloroso. ¿Era posible fiarse de aquellos criminales? ¿Y si era otra trampa? No, no se atreverían a tanto. Lo peor había pasado ya y sólo cabía esperar la llegada del general Castaños. «Entonces se vengarían de tantos crímenes y desmanes y recuperarían todo lo robado, los dineros públicos y privados, las joyas y alhajas de palacios y conventos, la dignidad de los cordobeses, señores» había dicho el corregidor.
—Es posible, señor Guajardo, pero ¿y la honra y la vida de los inocentes asesinados con tanta vileza? —inquirió enrabietado el canónigo Millán en el coro de la Catedral a primera hora de la mañana cuando se reunieron para preparar la procesión.
—Demandaremos justicia cuando ello sea posible, mientras daros por afortunado por conservar la vida a pesar de vuestra insolencia para con el general Dupont —respondió con dureza el corregidor al religioso.
Millán, sintiéndose insultado, estuvo a punto de replicar al corregidor pero calló recordando lo que de él había dicho Fernando de la Rosa: «Si Napoleón fuera rey de España, Córdoba no encontraría un súbdito más fiel del francés que Guajardo. Es un hombre que siempre se encuentra donde sopla el viento».
Mientras los cordobeses, pocos para lo que era costumbre, salían a las calles para contemplar el paso de la procesión, a primera hora de la tarde, el convoy estaba ya ocupando el camino real escoltado a lo largo por el grueso de las tropas francesas, fusileros en cabeza, granaderos y tiradores entre los carros, destacamentos de cazadores y dragones vigilando la marcha de un lado a otro, interminable el paso de los carros, los más pesados estrechamente guardados por los intendentes, tocados con escarapelas en sus gorros y mirada alerta.
Los armones de artillería a retaguardia, decisión inapelable por si el enemigo viniera del sur. El paso, lento al principio, comenzó a ser apresurado poco después, demasiado precipitado para una retirada en orden y bajo un calor insoportable.
El general Pannetier, con la Guardia de París, y el coronel Daugier, con los marinos de La Guardia, procesionaban junto al Corpus. Dupont, con su estado mayor y los principales generales, contemplaban el cortejo, junto a las autoridades de la ciudad a su paso por Las Tendillas. Desde la Catedral, la procesión había alcanzado el lugar a través de la calle de Santa Ana, pasando por la plazuela donde estaba uno de los conventos de monjas que más habían sufrido el pillaje de los días anteriores y la calle Jesús María.
Los franceses seguían sin soportar aquel clima que inflamaba el aire. Sudorosos, embutidos en sus uniformes de gala, los generales intentaban guardar la compostura para mostrar su superioridad ante los cordobeses, pero a más de uno le costaba trabajo.
Marescot se quitaba una y otra vez el bicornio entre agobiado y nervioso. Deseaba estar con las tropas que ya marchaban hacia el norte, salir de una vez de Córdoba, al igual que Fressia, cuya mujer viajaba en uno de los carruajes más atenta al paisanaje que al paisaje, piconeros y gentes de los campos cercanos que caminaban en dirección inversa hacia Córdoba, la mirada baja, como si estuvieran preparando algo tras la marcha de los franceses.
La impaciencia de Marescot y Fressia contrastaba con la calma que mostraban Dupont y Legendre. El comandante estaba impávido, sorprendentemente tranquilo, sin quejarse siquiera del calor, cosa muy extraña en él.
En realidad, estaba lleno de inquietud por la retirada de Córdoba. No hacia más que pensar en las órdenes recibidas y en la misión que no había podido cumplir. ¿Qué pensaría el emperador? Todas aquellas palabras que le había dedicado, los parabienes, la recompensa, el bastón de mariscal del imperio, a la altura de los Lannes, Bessières, Junot, Moncey, incluso, del gran Duque de Berg, que lo había llamado «mi hermano», daban vueltas en su cabeza a una velocidad desbordante.
Bueno, todavía tenía tiempo si la división que le faltaba a su cuerpo de ejército se reunía con él. Todavía podría cumplir la misión si Vedel llegaba con sus hombres. Laplanne había intentado animarlo, «hemos vencido en una gran batalla, tomado una gran ciudad y reunido un gran botín. Nos recompondremos con los refuerzos, derrotaremos al ejército de Castaños y retomaremos la marcha hacia Cádiz», pero ya no estaba seguro, no se sentía confiado en sus fuerzas, como siempre. En lo más profundo de su interior tenía que reconocer que había perdido la iniciativa y que lo que estaba haciendo no era otra cosa que recular. ¡La palabra que más odiaba!
Su edecán preferido, el capitán D'Villoutreys, se acercó a él justo antes de que la custodia del Corpus procesionase ante los generales y las autoridades cordobesas. El convoy estaba en camino, las tropas que quedaban en la ciudad eran las que formaban parte del desfile junto a la guardia y la caballería que protegía la retaguardia. Todo se desarrollaba según lo previsto. Dupont asintió.
—¿Qué dicen los cordobeses de nuestra partida? ¿Habéis escuchado algún comentario? —preguntó a D'Villoutreys.
—Las gentes están tranquilas, mi general. Observan en silencio, aunque hay algunos que dicen con la presencia de nuestros soldados en la procesión parecen más vigilantes de una cadena de reos que defensores de la fe cristiana.
Dupont soltó una media sonrisa irónica.
—Os apuesto algunos francos de estos buenos ciudadanos a que detrás de esas palabras se encuentran los curas.
El edecán asintió mientras Laplanne, que estaba al lado de Dupont, intervino en voz baja.
—Seguro que son algunos de esos puercos inquisidores. ¡Tendríamos que haberlos arrestado!
El general volvió a asentir mientras Guajardo miraba de reojo al marqués De la Puebla topándose a la recíproca con su mirada furtiva. Los dos parecían pensar lo mismo. ¿Se hubiera permitido Laplanne el comentario si en el grupo se encontrase algún representante de la Iglesia?
El obispo y los canónigos formaban parte de la procesión y pasaban en aquel instante delante de ellos. Dupont se quitó ceremoniosamente el bicornio y sus generales lo imitaron. Laplanne lo hizo con una sonrisa de regodeo que no pasó desapercibida para los religiosos, que habían correspondido santiguándose al gesto de los franceses.
La comitiva que marchaba tras el Corpus era enorme. Una gran cantidad de cordobeses había preferido procesionar junto a su obispo y sus religiosos, incluidos frailes y monjas, marchando en un silencio atronador.
Dupont estuvo un rato contemplando la multitud, hombres y mujeres que parecían provenir de todas las clases sociales de la ciudad. «Nos odian profundamente y puedo entenderlo», reflexionaba. «Un pueblo que es capaz de unirse en sus diferencias y seguir a una imagen religiosa es un pueblo difícil de dominar», tal y como había escuchado decir alguna vez al emperador hablando de los españoles. Sí, pero por lo que sabía, Napoleón hablaba de España de oídas, por los españoles que conocía y por lo que le contaban sus embajadores.
¡Si estuviese allí y contemplase aquella procesión después de todo lo que había pasado en Córdoba durante los últimos nueve días, entendería mejor que nadie sus propias palabras!
Cuando el cortejo y los acompañantes se alejaron por la calle del Paraíso, en dirección a la plaza de La Compañía, el carruaje de Dupont apareció por la calle del Conde Gondomar escoltado por un piquete de coraceros. Llegaba la hora de partir.
El comandante francés se acercó al grupo de autoridades y se dirigió al marqués De la Puebla. Su despedida fue grave y seca.
—Don Joaquín, señores, volveremos a vernos en breve. Espero que entendáis perfectamente que su majestad el emperador desea que nuestros pueblos, hermanos ambos, vivan en paz y prosperidad y unidos contra nuestros enemigos comunes, los ingleses.
El marqués no dijo nada, pero Guajardo sí.
—Lo entendemos, general.
—Que así sea —replicó Dupont, saludando ligeramente con la cabeza al grupo y dirigiéndose al carruaje. El granadero que le había abierto la puerta estaba en posición de firmes y el general le echó un vistazo en un gesto reflejo y se fijó en el rostro del soldado. Su tez pálida pintaba cansancio y estaba ahíta de sudor. De repente, recordó a los heridos que dejaba en Córdoba y se volvió hacia los cordobeses.
—Recuerden, señores, que mis tropas han actuado conforme a las legítimas leyes de la guerra y que hemos castigado a los culpables que cometieron delitos más allá de lo permitido.
Aquellas palabras sonaron de un cinismo atroz. El marqués de Benamejí apretó las manos haciéndose callar a sí mismo.
Dupont prosiguió.
—Espero que lo tengan en cuenta para que los soldados franceses heridos que quedan en la ciudad sean respetados.
Guajardo intervino de nuevo.
—Así se hará, general.
Dupont subió al carruaje acompañado de Legendre, Marescot y Laplanne. Este último, antes de subir, interpeló a Guajardo.
—Cumplid con vuestra palabra, corregidor, y el emperador os lo agradecerá.
* * *
El teniente de dragones Sorel estaba a punto de caer en la desesperación. Él y sus soldados eran los últimos franceses que quedaban en Córdoba, a excepción de los heridos del hospital de El Cardenal y, precisamente, era uno de ellos la causa de su angustia.
Había autorizado, en contra de las órdenes, que dos de sus hombres hicieran una última visita a otro de ellos, Borjoux, que estaba ingresado en el hospital con la barriga abierta a causa de un duelo con uno de los criminales más peligrosos de la ciudad, un condenado a muerte liberado de la cárcel de la Inquisición, el día de la entrada del ejército en Córdoba.
El tipo, de nombre Miguel Ortuño, se había sumado a los soldados en los primeros días del saqueo como compañero de correrías, y una de las noches en la que los dragones se dedicaban a vaciar las últimas arrobas de vino que quedaban en las bodegas y tabernas del barrio de Santa Marina, cercano al convento de San Agustín, donde se acantonaba el escuadrón, el tal Ortuño se encontró con el grupo de Borjoux.
Los dragones, que ya habían tenido un encuentro desafortunado con un capitán de los marinos de La Guardia, como siempre con el soldado Talart como protagonista, discutieron entre ellos y las cosas fueron demasiado lejos. Borjoux y Talart, de nuevo Talart, acabaron enfrentándose por una cuestión de honor, las cosas del vino, a pesar de ser compinches. Como Talart apenas se tenía en pie, Ortuño dijo que ocuparía su lugar, cosa que el dragón aceptó entre risas y las chanzas del resto.
Ortuño sacó una navaja grande que llevaba al cinto y en un instante, gracias a que Borjoux estaba aturdido por el trasiego de Montilla, le dio buen hierro, no muy profundo pero sí lo suficientemente grave para dejarlo fuera de combate y salió corriendo cuando lo vio caer. El resto del grupo apenas reaccionó creyendo que su compañero estaba haciendo teatro con la borrachera.
«Vamos, compadre, te perdono», decía Talart arrodillándose junto a Borjoux al ver que no respondía. «Maldito cuentista, dejarte ganar por un cerdo de paisano español me ha convencido. Que sí, que tu deuda está lista».
Pero cuando Talart le dio la vuelta al cuerpo de su amigo y vio la sangre que manchaba su chaleco verde, que se iba extendiendo arriba y abajo del uniforme, y sus ojos perdidos, comprendió que no disimulaba. La jumera se le pasó entonces de golpe y no paró hasta que un carro ambulancia trasladó a Borjoux al hospital. Desde entonces, hacía casi una semana, Talart estaba taciturno y reconcomido por el remordimiento.
El incidente fue oportunamente ocultado por sus compañeros que dijeron que Ortuño había atacado a Borjoux para robarle, a traición y en una calle cercana y sin luz. Los gendarmes del coronel Huchel habían estado buscando al criminal por toda Córdoba sin que el caso tuviera mayor transcendencia, un despreciable asesino condenado a muerte por los propios españoles y, también, sin suerte.
Sin embargo, la noche anterior a la partida, Talart no pudo más y le confesó a su teniente lo ocurrido en un gesto totalmente inesperado. Sorel, compadecido de Talart dejó correr el asunto y ahora que deberían haber salido ya de Córdoba, con la noche a punto de caer, volvía a tragar autorizándolo a atravesar la ciudad para hacer una última visita a su compadre Borjoux, que no iba a morir, pero que seguro que sería preso por el ejército de Castaños cuando llegara. Y eso, en el mejor de los casos.
Los marinos y la guardia de París habían partido a pie hacía dos horas, y el piquete de dragones del teniente Sorel, según las órdenes del general Privé en persona, cerraría la formación encargándose, además, de vigilar que no quedase en Córdoba ningún francés rezagado o suizo distraído, especialmente suizo, que todavía algunos habían desertado en los últimos días. «¿Entendido, teniente?», «¡Entendido, mi general!».
Y allí estaban, «haciendo de gendarmes», había suspirado primero Sorel, y luego, a medida que pasaba el tiempo y la noche se echaba encima, «haciendo de niñeras», protestaba.
—No se inquiete teniente, seguro que están a punto de volver, y ha sido por una buena causa, por Borjoux, uno de nuestros mejores camaradas —respondió uno de los dragones.
El piquete, una veintena de hombres, caracoleaba en el camino real, entre el barrio de San Antón y la ermita de San Sebastián, extramuros de la ciudad. La luna estaba llena, intensamente hermosa, iluminando más que las luces y bujías que estaban ya encendidas por el campo y las murallas de Córdoba.
Cerca de la Puerta Nueva, por donde deberían salir los dos dragones, algunos hombres se agolpaban en torno a una fogata, y a lo lejos se escuchaba el tañir de campanas. Sorel escuchó atento y se dirigió a su sargento, un veterano, viejo compañero de correrías de Talart.
—Anuncian nuestra marcha. Se sienten libres.
El sargento sonrió con desprecio y escupió groseramente por su lado izquierdo, frente a Sorel.
—Que hagan lo que puedan, teniente, que volveremos, te lo aseguro —dijo el hombre con total familiaridad y descaro.
Sorel asintió con la cabeza, pasando por alto el comentario del sargento. Mientras reconociese su autoridad, que lo hacía, no tenía inconveniente en que aquel sargento veterano, que le enseñaba tantas cosas, lo tuteara, pero ¡ay de aquel que intentase imitarlo!
Los dos dragones cabalgaban a toda prisa bordeando las murallas de Córdoba que estaban situadas en paralelo al Guadalquivir. Tras dejar a Borjoux hecho un paño de lágrimas en la cama del hospital junto a una treintena de soldados más, «pronto te reunirás con nosotros, compadre, no te preocupes», salieron precipitadamente a la calle, saltaron sobre sus monturas y se dirigieron por la plaza de la Judería hasta la Catedral. Siguieron en línea recta por la calle del palacio episcopal y salieron por la puerta del Puente. Las gentes los miraban sin decirles nada.
Al pasar por la puerta del Sol, un grupo numeroso de hombres con antorchas intentaron detenerlos pero pasaron por encima. Uno de ellos lanzó una tea que golpeó en los cuartos traseros del caballo del camarada de Talart y el animal relinchó de dolor. El dragón se detuvo casi en seco unos metros más adelante y sacó su pistola. Dio media vuelta y disparó casi a ciegas, a los cuerpos que se vislumbraban en la penumbra, hiriendo a uno de los hombres que cayó hacia atrás con un lamento profundo.
El resto comenzó a gritarles, «asesinos». Talart, que también se había detenido algo más adelante, volvió grupas mientras desenfundaba su sable y chillando como un poseso se dirigió hacia el grupo. Hundió la hoja curva de su hierro en un cuerpo del que saltó un inmenso chorro de sangre que el dragón sintió caliente en sus pantalones. Su camarada lo imitó en la carga y los hombres se dispersaron corriendo por la ribera del río cuando lo vieron lanzarse sobre ellos.
Henchidos de la rabia del combate, los dos dragones gritaron a los emboscados que huían. «¡Venid, cerdos, venid, no corráis!». De repente, sonó un disparo y el camarada de Talart cayó fulminado del caballo. Dos hombres salieron tras unos de los arbustos que crecían a la ribera del río empuñando tercerolas y apuntando a Talart. Éste, sin pensarlo dos veces, se lanzó hacia ellos pero sonó un nuevo disparo y luego el jinete se encontró dando de bruces contra el suelo. El tiro había dado a su caballo entre los ojos y el animal se había desplomado casi instantáneamente.
Por puro instinto de viejo soldado, Talart se echó mano al cinto y preparó su pistola mientras esperaba quieto, como si hubiese sido alcanzado. Cuando los dos hombres llegaron a su altura, el dragón dio media vuelta en el suelo y disparó a bocajarro matando a uno de los hombres. El otro salió despavorido.
Talart se acercó entonces hacia el cadáver de su camarada y le quitó el sable de la mano. Ya no lo iba a necesitar y el suyo se había perdido en la caída. Miró en su derredor y vio que el animal de su amigo se alejaba trotando hacia el sur por el camino que acababan de recorrer.
No podía ir tras el caballo, era peligroso volver sobre sus pasos a casi de un centenar de metros, así que decidió apresurarse hacia delante. No vio a nadie mientras rodeaba el viejo convento de los Mártires del Río. Luego torció a la izquierda dejando a un lado el Guadalquivir y el rumor sordo de su cauce.
Le dolía el hombro, magullado tras la caída del caballo, pero aguantaría lo suficiente para sostener el sable y batirse si era necesario, a muerte desde luego. Era su destino.
Mientras andaba con rapidez junto a la muralla, iluminado por una luna refulgente que agradecía le marcase el camino, pensó en su vida. Y lo hizo sin saber por qué. Había pasado ampliamente la treintena y no había vivido bien. Hasta que ingresó en el ejército había desempeñado los trabajos más miserables en un París revolucionario y descarnado.
¡Cuánta basura había limpiado y en cuánta basura había buscado algo que comer! Y ahora estaba allí, en Córdoba, en España, en una tierra hostil, huía de una ciudad en la que había hecho una pequeña fortuna que había quedado en las faltriqueras de su caballo. «¡Maldita sea, el dinero y las joyas que llevaba se habían quedado en el cuerpo muerto del animal!».
Se detuvo. ¿Y si volvía a por su pequeño tesoro? Era todo lo que tenía, y para alguien como él era mucho, muchísimo; era todo.
Se tocó de nuevo el hombro. Le dolía cada vez más. Y gimió, muy bajo, casi íntimamente, pero le pareció que hubiera sonado como un grito agudo en el campo de Marte. Sí, tenía que volver como fuera por su fortuna, era lo que le quedaba.
Como si estuviera en un sueño, escuchó una voz. Sonó lejana pero muy cerca de la vez. Miró a su alrededor y no vio a nadie. ¿Qué estaba pasando? Se tocó la cara y sintió en su mano un líquido viscoso. Se lo llevó a la boca. Era el sabor de la sangre. Tenía una brecha en la frente. ¿Y el casco?, lo habría perdido en la escaramuza y no se había dado ni cuenta. Y volvió a escuchar la voz.
—¡Eh, francés!
Entonces vio a tres sombras, embozadas pese al calor, «que extraño» pensó. Tampoco había pensado en el maldito calor de aquella tierra hasta que tuvo frente a él a las sombras. Y una de ellas se despojó de la capa.
—Eh, gabacho, ¿no me recuerdas?
Talart se fijó en el hombre. Le era muy familiar, pero no lo veía bien.
—Sí, hombre, me batí por tu honor —dijo riéndose en un francés chapurreado—. Por tu honor —repitió con un acento espantoso, no por la pronunciación, sino por el tono, mientras se ponía delante. Muy cerca.
Entonces, el dragón lo reconoció. Era el hombre que había herido a su compadre Borjoux.
Talart echó mano a su sable para descargarle un golpe pero llegó tarde. Mientras sentía cómo le sostenían fuertemente en hombro dolorido, sintió un hierro cálido entrando profundo en sus entrañas y se quedó sin aire, boqueando como un pez fuera del agua. Entonces, el hombre lo soltó y cayó de rodillas, lentamente.
Oyó la misma voz pero ya no hablaba en ese malo francés.
—¿Qué te creías, que te ibas a ir de rositas?
El soldado tenía los ojos muy abiertos pero apenas distinguía nada. Intentó hablar, pero era imposible. Las manos dejaron de obedecerle y cayeron como un peso muerto. Apenas sintió haber soltado el sable, que cayó suavemente a un lado. Pero podía escuchar y aunque no entendía lo que decía la voz, sí que comprendió perfectamente las cinco últimas palabras que le dedicó.
—¡Que se creía que se largaba, el hijo de la gran puta!
Talart recordó entonces el rostro del hombre que había matado al llegar a Córdoba frente a la puerta de la iglesia de San Pedro. Estaba aterrorizado mientras le quitaba el reloj, un buen ejemplar de oro macizo. Lo tenía todavía en el bolsillo de su chaleco. Lo quiso coger, pero ni sus manos ni el resto de su cuerpo le obedecía ya. El rostro del hombre volvió de nuevo a su cabeza. Con una claridad absoluta. Su expresión implorante mientras lo acuchillaba.
De repente, tuvo al rostro delante suya, tan cerca que podía olerlo, oler su odio y su rabia, porque ya no suplicaba, ahora era el hombre quien se reía de él, como un demonio. Era él quien lo estaba acuchillando y sintió un dolor intenso, enorme, punzante, mientras caía doblado hacia atrás mirando aquella hermosa luna llena de junio.
* * *
El mariscal Berthier tenía sobre su mesa una copia de las Notas para el general Savary. Con gesto cansado, volvió a leer aquel párrafo inquietante: «Si el general Dupont experimentase un fracaso, sería de escasa transcendencia. No tendría otro resultado que obligarle a repasar las montañas, pero el golpe que recibiera el mariscal Bessières afectaría al corazón del ejército, produciría el tétanos y repercutiría en los puntos más extremos».
Suspiró pesadamente. Aquella carta, fechada el 13 de julio, se había cruzado con otra de Savary, escrita al día siguiente y recibida por Berthier esa misma mañana, de 16 de julio. El máximo jefe militar en España se reafirmaba en la valoración que llevaba haciendo de la situación varias semanas. Dupont corría peligro y se mantenía en la decisión de enviar la división del general Gobert en su apoyo. Pedía a Berthier que lo secundase delante del emperador. «Se encuentra en Bayona y desde allí no puede darse cuenta de las cosas. Sin una orden positiva de vuestra parte, no disminuiré en lo más mínimo las fuerzas del general Dupont».
El mariscal pensó en voz alta refiriéndose a Savary. «Si Bessières no derrota a los españoles, tendrás los días contados y de nada servirán mis órdenes, en un sentido u otro, mi querido Duque de Rovigo».
Desde los primeros días de julio, Savary y Napoleón se enfrentaban por una división, la de Gobert, reducida por las circunstancias y las enfermedades a tres mil hombres escasos, una brigada de infantería y un regimiento de coraceros. Adscrita al cuerpo de ejército del mariscal Moncey, enredado en el Levante, había partido el tres de julio para Andalucía por orden de Savary para reforzar a Dupont.
En realidad, lo más oportuno, en opinión del propio Savary, hubiera sido enviar a la división del general Frère, al fin y al cabo era la tercera del cuerpo de ejército de Dupont, pero estaba asignada a Moncey en Valencia, que no podía desprenderse de ella.
«Ironías de la vida militar», había dicho el general Belliard, jefe de Estado Mayor de Savary, las divisiones estaban cambiadas de mando. La de Dupont con Moncey y la de Moncey, aunque diezmada, se disponía a reunirse con Dupont.
Sin embargo, para Savary, las ironías provenían más bien de la mano del emperador, demasiado lejos del teatro de operaciones para entender lo que ocurría y demasiado lejos del frente para darse cuenta de dónde estaba el peligro.
Napoleón insistía en que Bessières dispusiera de la mayor cantidad de tropas posibles, estaba amenazado por el general Cuesta en Valladolid, para mantener las comunicaciones abiertas entre Bayona y Madrid. En juego estaba la llegada del nuevo rey de España, José I, hermano del emperador, a la capital para tomar posesión de su trono.
¿Y Dupont?, el general disponía de la división Barbou, reforzada con una brigada de la Guardia de París y un batallón de los marinos de La Guardia y se le había enviado de refuerzo la división Vedel a finales de junio, completada con los destacamentos de los generales Liger-Belair y Roize. En total, unos veinticuatro mil hombres. La mayoría de su cuerpo de ejército, el II de Observación de La Gironda. Además, ya no tenía que llegar hasta Cádiz. La flota del almirante Rossily se había perdido un mes antes, el catorce de junio.
Tropas, por tanto, tenía de sobra y no era necesario enviarle todavía más. «La mejor manera de ayudar a Dupont es reforzar a Bessières», le había escrito el emperador.
Pero Savary pensaba de manera distinta. En primer lugar, estaba sobre el terreno, en Madrid, y su información era más rápida y fiable que la del emperador, a fin de cuentas él era su principal fuente. En consecuencia, en segundo lugar, se entendía fácilmente que la situación de Dupont era más difícil y peligrosa que la de Bessières. El envío de la división Vedel no tenía como objetivo reforzarlo para acabar su viaje hasta Cádiz, sino restablecer el contacto, pues estaba aislado en Andalucía, y ayudarlo en caso de que Castaños y Reding, con un ejército casi tres veces mayor, lo atacasen.
Prudencia, mucha prudencia, era «la medicina que debe tomar el general» se decía en el Estado Mayor del ejército francés en Madrid.
La discusión entre Bayona, donde se encontraba Napoleón, y Madrid, donde estaba Savary, había pillado por medio a Berthier. En un primer momento se inclinó por las tesis del emperador, era necesario que el Rey José se ciñera la corona en la capital de su nuevo reino con tranquilidad, pero cuando recibió los informes del capitán Grivel, comprendió que el duque de Rovigo llevaba razón. El ejército de Dupont se encontraba en peligro.
Había entablado batalla con el enemigo a las puertas de Córdoba y lo había vencido con facilidad, pero la mayor parte de los españoles eran civiles, paisanos, no soldados. Dupont había presumido de su victoria, pero tenía truco. Además, había sufrido más bajas que los españoles, ciento cuarenta hombres.
En vez de perseguir al enemigo, al militar, apenas dos mil soldados, hacia Sevilla, y converger allí con el general Avril, había decidido quedarse en Córdoba, unos días, ¡nueve en total!, saqueándola a su antojo, ofendido por la batalla y por un intento de asesinato a las puertas de la ciudad que fue castigado de manera cruel.
«Bueno —había pensado Berthier en un primer momento—, la crueldad era el sello de aquella guerra», aunque no tardó en imaginar las consecuencias que traería lo que acabó definiendo como «el mayor error de Dupont».
Después, tras haberse enriquecido con el dinero y las joyas de la iglesia, del municipio y hasta el de las obras de caridad, y provocado el terror entre la población, violando mujeres y matando inocentes, había abandonado Córdoba hacia Andújar. Buscaba el contacto con los refuerzos de Madrid, estaba convencido de que se los habían enviado, y temía que el ejército español, al mando del general Castaños y según creía dos veces mayor, lo sorprendiera.
Desde entonces, se había movido entre Andújar y Bailén, recorriendo la provincia, llegando incluso a Jaén, para buscar comida y suministros mientras esperaba el choque con los españoles.
Castaños tenía el refuerzo de otro ejército procedente de Granada al mando de Teodoro Reding, uno de los suizos que había seguido bajo bandera española, y según los informes, en total reunían a casi sesenta mil hombres. Era evidente que Dupont y sus tropas estaban en peligro.
Grivel dibujaba un panorama muy poco halagüeño con sus informes y Berthier suponía que si Savary hubiese estado al tanto, los habría utilizado, aunque ligeramente transformados, frente a Napoleón. Lo que no podía imaginar el duque de Rovigo es que el emperador estaba al corriente del comportamiento de Dupont en Córdoba y enrabietado por ello. No había cumplido sus órdenes, ganarse la voluntad de las gentes, e intentaba justificar lo ocurrido por una batalla que, en realidad, había librado contra una multitud de paisanos, no contra un ejército de auténticos soldados.
El emperador podía perdonar muchas cosas y pasar por alto otras más cotidianas, el botín después del combate, la búsqueda de comida, el castigo severo para restablecer el orden, y desde luego la respuesta del ejército a los crímenes perpetrados por los rebeldes en La Mancha, pero no la rapiña por la rapiña, el robo por el placer de robar y la muerte, por la simple costumbre de matar. Y menos, cuando todo eso se había convertido en la leña que había prendido la insurrección total del sur.
«Si después de disponer de refuerzos y tener paso libre para regresar a Madrid no es capaz de responsabilizarse de los errores que ha cometido y los enmienda con una gran victoria, no tendrá nunca el bastón de mariscal, os lo aseguro, Berthier».
Perdido en esos pensamientos, el mariscal apenas repuso en la entrada de uno de sus edecanes.
—Monseñor, un mensaje urgente del general Bessières.
Berthier se levantó con rapidez, pese a todo y cogió el papel. Leyó ávidamente y sonrió más aliviado que contento. ¡Victoria! Bessières había deshecho al ejército español del general Cuesta en un pueblo llamado Medina de Rioseco. «Había sido fácil —decía el mariscal—, la táctica de los españoles y su manera de combatir, han sido nefastas».
—Bien, bien —respondió Berthier acercándose hasta su ayudante y palmeándolo en el hombro. Informad inmediatamente a su majestad y decidle que voy a reunirme con él.
El edecán, mayor de caballería, entrechocó sus botas e inclinó la cabeza.
—A la orden, monseñor.
Napoleón estaba radiante. «¡Bessières ha conseguido una gran victoria, Louis Alexandre. Sabía que no me decepcionaría. Él y Lannes son dos de mis mejores mariscales, valientes y decididos, dos auténticos soldados».
Berthier asintió pensando en la comparación entre Bessières y Lannes. Muy propia de la ironía del emperador. Todo el mundo sabía que Bessières y Lannes se odiaban, Napoleón el primero, y no sólo no hacía nada por remediarlo, sino que repartía su cariño entre ellos de forma indistinta y pública. Quizá apreciaba más a Lannes, pero intentaba disimularlo.
—Ya veis, el Rey José tiene el paso libre hasta Madrid desde Briviesca, el trono está a su alcance, y hemos conjurado el peligro de quedarnos aislados de la capital. Escribiré a mi hermano recomendándole que le conceda la orden del Toisón de Oro a Bessières por esta gran victoria. Lo mismo que espero que haga Lannes en Zaragoza, ya veréis.
—Y Dupont en Andalucía, sire.
Napoleón calló de pronto mirándolo con un gesto de profunda sarcasmo y replicó.
—Pero, querido amigo mío, ¿acaso Dupont no ha ganado ya bastante?
Ante el silencio de Berthier, que sabía perfectamente a lo que se refería, prosiguió.
—Pero no lo suficiente para lograr el bastón de mariscal, ¿verdad?
—Desde luego, majestad.
—Pues que se apresure, porque vamos a necesitarlo. Estamos a 16 de julio y el nuevo rey de España tardará cuatro días, a lo sumo, en llegar a Madrid y sentarse en el trono.
—Que sea como deseáis, sire.
—¡Y lo será!, no lo dudéis. A pesar de todo —dijo Napoleón acercándose a Berthier como si quisiera hacerle una confidencia— lo será. Y si Dupont no cumple mis órdenes, lo llevaré ante un consejo de guerra.