CAPÍTULO III

La multitud iba haciéndose cada vez más numerosa y el capitán general de Cádiz, Francisco Solano, marqués del Socorro y la Solana, observaba triste e indignado cómo las gentes se congregaban ante su casa. Iban armados con fusiles y escopetas robadas en el asalto al parque de artillería que había tenido lugar la noche anterior.

El griterío crecía con las voces de los más exaltados que, de nuevo, pedían atacar la flota francesa atracada en el puerto, apoderarse de los barcos y hacer prisioneros a los casi 2.500 franceses bajo el mando del almirante Rossily.

Acompañado de su ayudante personal, el teniente Carlos Pignatelli, Solano repasaba rápidamente la situación. Había vuelto apresuradamente de Badajoz cuando recibió las noticias de la represión de Madrid para hacerse cargo de la capitanía, provisionalmente bajo el mando del general De la Peña, buen amigo suyo.

La decisión de volver había coincidido con la petición personal de Napoleón para que protegiese la flota francesa de Cádiz, pero tenía claro cuál era su bando. Apenas llegó a la ciudad andaluza, envió varias cartas a los principales generales de la región, entre ellos al teniente general Castaños en el Campo de Gibraltar, para levantar el ejército contra los franceses, pero no obtuvo respuesta, así que supuso que aceptaban la renuncia de los reyes españoles en Bayona y decidió hacer lo mismo.

Sin embargo, veinte días después recibió la visita del conde de Teba, enviado por la Junta Suprema de Sevilla para invitarle a la lucha. La revolución había estallado espontáneamente en las ciudades andaluzas, donde cada una había formado su propia Junta para enfrentarse a los franceses. Él no era partidario de revoluciones y si alguien debía enfrentarse a los invasores era el ejército, no el pueblo, pero era el pueblo el que se había lanzado a las calles y Cádiz no había sido una excepción.

Para calmar a las gentes tuvo que autorizar, tras reunir a los jefes del ejército y la marina, el alistamiento de voluntarios, pero no había sido suficiente. Los gaditanos querían rendir la flota francesa, cosa a la que tanto él como los jefes se habían negado en tres ocasiones y, aunque mucha gente en la ciudad lo apreciaba, habían tomado su negativa como prueba de su sometimiento a Napoleón. Ahora, armado y furioso, el pueblo estaba a las puertas de su casa gritando consignas patrióticas, vivas al rey Fernando, muerte a los franceses y a los traidores que los amparaban.

—Habéis hecho cuanto habéis podido —dijo su ayudante—; la turba es incontrolable y si desea enfrentarse a los franceses no debierais oponeros más. Poneos al frente y os seguirán.

Solano se enfureció.

—¡Señor Pignatelli, soy la máxima autoridad militar de Andalucía y no voy a permitir que la chusma de esta ciudad me diga lo que tengo que hacer! Vos sabéis que es imposible organizar un ataque en el puerto contra los barcos franceses porque los nuestros están mezclados con ellos. ¡Imaginaos qué sangría!

Entre tanto, en la calle las cosas se estaban poniendo cada vez más difíciles. El capitán San Martín, jefe de la guardia de la Capitanía, se estaba temiendo lo peor. Los paisanos armados exigían entrevistarse con Solano y los más próximos a la puerta levantaban amenazadores sus fusiles. San Martín ordenó a la guardia formar un cordón para impedir el paso hasta que pudiese proteger la salida del capitán general, porque de eso era ya de lo que se trataba. En cualquier momento podía estallar el motín.

Uno de los sargentos de la compañía, Pedro Vega, se acercó al capitán y le advirtió que no podrían resistir el ataque de la muchedumbre si no se calmaba.

—Aunque los hombres disparasen, mi capitán, la gente acabaría por arrollarlos y luego nos matarían a todos. No merece la pena morir por esto. Prefiero hacerlo luchando contra los malditos franceses.

—Tienes razón, Vega. No vamos a convertirnos en mártires de un tirano, pero somos soldados y arriba está nuestro capitán general. Su defensa es nuestro deber. Otra cosa es convencerle de que abandone el edificio antes de que el motín se lo lleve por delante. Seguro que recuerda lo que le ocurrió a Godoy.

Vega lo miró asintiendo. Un par de meses antes, la gente de Aranjuez se había amotinado y asaltado la casa del primer ministro del rey Carlos IV, que salvó su vida de milagro. No, ninguno de los soldados de la guardia se enfrentaría a los gaditanos.

Un criado bajó a buscar a San Martín.

—Capitán, el señor marqués me dice que permitáis la entrada a tres hombres que están adelantados en la puerta.

Vega señaló al pequeño grupo al que se refería el sirviente.

—¿Te refieres a esos?

—Sí, señor, va a recibirlos.

San Martín miró al trío, al criado y a Vega, sucesivamente. Estaba sorprendido.

—Bien, si ese es el deseo de su excelencia, que así sea.

La guardia abrió las puertas de la casa y los tres hombres entraron diligentes. Uno de ellos tenía un extraordinario parecido con Solano.

Fuera, el ruido era ensordecedor. La multitud, ya enorme, gritaba furiosa y los hombres de la planta de arriba apenas se entendían.

Solano se dirigió a aquella improvisada embajada.

—Bien, señores, he aceptado recibirles porque esta locura debe parar. Uno de mis ayudantes ya ha informado al pueblo de la situación y de la decisión que han tomado los generales y los oficiales de la marina. ¿Qué más queréis?

—Señor capitán general, el pueblo de Cádiz no os reconoce. Sabe de vuestro carácter de patriota y no entiende por qué no obligáis a la flota francesa a rendirse.

—Es bien sencillo, nuestros barcos y los suyos están mezclados. Así no se puede combatir y no quiero que ningún gaditano muera innecesariamente.

Una piedra quebró el cristal de uno de los ventanales de la sala. El rostro de Solano se crispó de rabia.

—¿Así es como me trata el pueblo de Cádiz?

El hombre que se parecía al marqués se dirigió al ventanal, lo abrió y salió al balcón. El jaleo era enorme.

—¡Decid que se callen! —inquirió Pignatelli— ¿No han visto que habéis entrado a parlamentar?

Uno de los acompañantes miró al joven ayudante.

—Los ánimos están muy caldeados, señor teniente.

Mientras, el hombre que había salido al balcón comenzó a hacer gestos a la gente. Movía los brazos de arriba abajo y la cabeza de un lado a otro.

De repente, una voz sobresalió potente de aquella algarabía.

—¡El marqués está con los franceses! ¡Se niega a rendir la flota! ¡Miradle, él mismo lo dice!

El hombre sonrió al escuchar aquello y comenzó a chillar al gentío.

—No, yo no soy el marqués, ¡Atended, estamos parlamentando con él, aquí está!

Pero nadie le hacía caso. Parecía que no le entendían. Y de repente, vio entre la multitud varios cañones de escopetas y tercerolas, salidos de no sabía dónde que comenzaron a dispararles.

Con la descarga, la guardia se refugio tras la puerta y la atrancó de inmediato. Vega ayudó él mismo a sus hombres y San Martín corrió escaleras arriba.

Cuando entró en la sala, se encontró a Solano con el rostro desencajado, a Pignatelli con una pistola en la mano y a los tres hombres que habían subido totalmente desorientados.

—¿Este es el parlamento que queríais, malnacidos? —dijo el ayudante del marqués.

—¡Señor capitán general, tenéis que salir de esta casa! —apremió San Martín.

—¿Qué decís, capitán? ¡Vamos, defendedla y enviad a buscar refuerzos! —replicó Solano furioso.

Mientras, las gentes golpeaban las mismas puertas intentando echarlas abajo.

—Vosotros, los de la guardia, ¡sois soldados españoles, uníos al pueblo contra el francés y contra los traidores como Solano! ¡Entregadnos al marqués, vamos! —gritaban enfurecidos.

Un nuevo griterío se alzó sobre el anterior. Se escuchaban hasta aplausos.

El capitán general de Andalucía se atrevió a mirar por una de las ventanas con los cristales rotos, seguido de su ayudante y San Martín. Y lo que vio lo dejó atónito. La gente se había apartado hasta dejar sitio a un cañón de a veinticuatro, de los que se utilizaban para los asedios, que apuntaba a las puertas de su casa.

—Señor, debéis abandonar la casa mientras podáis, la guardia intentará entretener a los rebeldes hasta que estéis en lugar seguro —insistió el criollo.

El general miró con fuego en los ojos a San Martín y masculló entre dientes. Éste juró que Solano decía «malditos perros cobardes» y cuando iba a responderle, el ayudante Pignatelli lo sacó de su confusión.

—Sí, capitán, esos paisanos son unos malditos perros cobardes, son otros los enemigos, no nosotros.

San Martín sonrió escéptico. Si tuviera un momento le explicaría a aquel pisaverde lo que significaban las palabras tiranía, enemigo y revolución, pero no tenía tiempo y señaló el camino de la puerta.

—Intentemos ganar una salida. ¡Vamos!

El marqués subió hasta la azotea de la casa acompañado de Pignatelli y San Martín.

—El mejor refugio que tengo es esta casa, la de mi amigo irlandés —dijo Solano señalando la vivienda que había a su derecha.

—La casa del comerciante Strange —repuso el ayudante.

—Eso es. Ahí estaré seguro mientras se arregla este asunto, espero. Váyanse y entretengan al populacho, hasta que me traigan refuerzos. ¡Señores, son oficiales españoles! ¡Obedezcan!

La turba había echado finalmente las puertas abajo y arrasó con todo lo que se encontró por delante. Derribó los pequeños naranjos del patio, rompió la estatua que coronaba la fuente y subió hacia las plantas superiores como una rabiosa plaga de langostas. Muebles, lámparas, cortinas, cuadros eran arrojados al suelo, rasgados, pisoteados en una salvajada tan sorprendente como indescriptible.

Los soldados de la guardia se habían quedado quietos sin que nadie les hiciese caso salvo algunos que les animaban a unirse al caos y varios mozalbetes que se burlaban de ellos tirándoles los bicornios al suelo.

En medio del tumulto de la planta superior, San Martín se encontró con el sargento Vega que subía azorado buscándolo.

—Capitán, por el amor de Dios, ¿dónde está el marqués?

—Tranquilo, sargento, Solano ha podido escapar por la azotea. Va a buscar refugio y espero que le dé tiempo a encontrarlo.

El marqués, mientras tanto, había llegado a la casa de sus vecinos saltando el alto muro de la azotea y se encontraba delante de la señora Mary Tucker, que estaba acompañada del coronel Creach, comandante del regimiento de infantería Zaragoza, acantonado en Cádiz. Al verlo con el uniforme sucio y rasgado, el pelo revuelto y una ligera cojera, producto del salto, la irlandesa, una pelirroja encantadora, se quedó totalmente estupefacta.

—¡Francisco, por el amor de Dios!, ¿qué está pasando? Decidme, ¿qué es lo que pretenden hacer con vos?

—Mi querida Mary, ¡me hallan culpable de cobardía ante los franceses!

El coronel se dirigió al marqués.

—¡Señor, ya hemos visto el espectáculo y temíamos que os hubiese ocurrido lo peor! Descuidad que he mandado a mis hombres para que vengan a buscarnos.

—¿Os dais cuenta, coronel, que estos malditos rebeldes han sembrado de balas la fachada de mi casa y pretendían disparar contra la puerta un cañón de veinticuatro libras? Malditos sean, ¿de dónde habrán sacado la pieza?

Creach, profundamente azorado, respondió moviendo la cabeza.

—Señor, esto es una revolución.

En ese momento, un hombre vestido de fraile con la cabeza tonsurada entró en la habitación. Tenía los ojos inyectados en sangre.

—¡Sabía que os refugiaríais aquí, marqués!

Aquel hombre era un novicio de la Cartuja de Jerez, un fanático iluminado al que Francisco Solano reconoció de inmediato. Pedro de Olaechea, uno de los más entusiastas cabecillas de los disturbios que habían comenzado días atrás.

—¡Vos! ¿Qué hacéis aquí, hijo de mala madre?

El hombre abrió la boca con una sonrisa repulsiva.

—¿No sabéis que todo Cádiz está enterado de vuestra amistad con los habitantes de esta casa? Y, casualmente, está junto a la vuestra.

El coronel agarró de un brazo al fraile.

—¡Bastardo, si le ocurre algo al capitán general te mataré yo mismo con mis manos!

—Pues tendréis que matar a todos los gaditanos —replicó insolente Olaechea.

La mujer, con los nervios rotos, llamó a sus criados, pero no acudió ninguno.

—¡Fraile! ¿Cómo habéis entrado aquí?

—Por la puerta, señora, por la puerta —dijo con total tranquilidad.

Solano se acercó al fraile y le soltó un tremendo puñetazo con todas sus fuerzas. Éste cayó al suelo aturdido.

—Vamos, Creach, ayudadme a quitarlo de en medio —pidió el marqués al coronel arrastrando por los hombros el cuerpo de Olaechea.

En ese momento, dos criados aparecieron en la puerta.

—¿Dónde estabais, indeseables? —les recriminó la señora Tucker.

Los hombres, sin resuello, señalaron al fraile que se tocaba la boca mientras lo arrastraban. Estaba sangrando y había perdido dos dientes.

—Señora, este hombre llamó a la puerta y dijo que tenía una cita con vos. De repente ha desaparecido y lo hemos encontrado aquí.

—¡Brutos! ¿Os burláis de mí? —respondió la dueña de la casa.

—¡No, señora!, es que detrás suya venían otros hombres más. Todos armados.

—¡Vamos, llevaos al fraile al piso superior, a la habitación que da al patio, y cerrad la puerta con llave! ¡Que no entre nadie!

Mientras tanto, San Martín y Pignatelli, habían salido a la calle desde la casa del marqués y disimuladamente miraban la fachada de la casa de su vecino. La gente se iba agolpando ante la puerta.

—¿No vais a hacer nada, capitán?

—Decidme, teniente, ¿qué pensáis que debo hacer?

—¡Pues buscar refuerzos y defender al capitán general! Con nuestra vida, si es necesario. ¡Es una cuestión de honor, señor!

—Teniente, mirad. La gente está a punto de entrar en esta casa. ¿Creéis que dará tiempo a volver con tropas suficientes? Y si así fuera, ¿cuántos soldados estarían dispuestos a hacerlo? ¿No estáis viendo a los hombres mezclados con el pueblo? La única esperanza es que no encuentren al señor marqués y, al amparo de la noche, podamos rescatarlo. Siempre que no tengáis un plan mejor que proponer.

Pignatelli miró fijamente a San Martín. Aquel capitán llevaba toda la razón y, a pesar de todo, no acababa de saber en qué bando se encontraba.

Mary Tucker había llevado a Solano al gabinete de trabajo de su marido y lo había escondido en una especie de hueco, lo suficientemente amplio, que se encontraba disimulado en la pared y que, casualmente, había vaciado de libros la noche anterior para limpiarlo.

El marqués, que conocía la estancia, rabiaba en silencio dentro del hueco inmensamente humillado. Aunque se había negado al principio, cuando la Tucker le propuso meterse en el escondite, y echó mano a la espada, entendió un instante después que era la única solución si la gente entraba como en su casa. Sería difícil que lo encontrasen y ya saldría cuando se hubiesen ido.

En el piso de arriba, el fraile, que había huido aprovechando el jaleo, caminaba cuidadosamente sobre una claraboya sobre el patio interior que daba a la casa del marqués. Si llegaba al otro extremo, saltaría a la azotea y avisaría a las gentes.

«¡A por el traidor! ¡Sí, el marqués era un traidor, un títere de Napoleón, ese demonio que pretendía acabar con la santa madre iglesia y todos los españoles y tenía que purgar sus culpas ante Dios y ante el pueblo!»

Pero al cuarto paso, el cristal se rompió con estrépito y perdió pie. Entremezclado con una lluvia de pequeños cuchillos punzantes, Olaechea cayó al patio partiéndose la crisma.

Poco después, todo fue muy rápido. Varios paisanos que ya estaban en la casa después de romper la puerta, rodearon al coronel de infantería y uno de ellos le apuntó con un trabuco.

—Ni te muevas soldadito o te mando con San Pedro.

Creach no dijo una palabra. Con sus brazos rodeó a Mary Tucker, que estaba profundamente asustada. Uno de los criados, pinchado con una navaja por un tipo de aspecto carcelario, confesó que Solano estaba escondido en el hueco del gabinete y lo habían descubierto entre gritos y risotadas. Ahora se lo llevaban a empellones delante de Creach y la mujer, que tenía un brazo sangrando por un fuerte rasguño, producto del forcejeo con aquellos salvajes.

—¡Es un hombre inocente! ¿Qué vais a hacer con él?

—¡Es un traidor!, ¡Maldita pelirroja, cállate ya y alégrate de no hacerle compañía!

El coronel miraba la escena carcomido por la impotencia. Aquellos hombres lo habían desarmado y lo miraban desafiantes.

—Y tú, si eres un patriota, únete al pueblo contra el francés. Tus tropas ya lo están haciendo.

—Todos estamos contra Napoleón —respondió Creach con voz firme— y el capitán general de Andalucía el primero, al que os lleváis como si fuera un criminal.

—Si no lo fuera —replicó sonriendo con descaro el que le estaba apuntando— no tendría por qué haberse escondido.

Solano fue conducido a la plaza de San Juan de Dios entre insultos, imprecaciones, golpes y escupitajos. Su casaca azul estaba hecha jirones, arrancadas las hombreras doradas. En las mangas de su camisa aparecían manchas de sangre.

—¡A la horca con él!

—¡Cobarde! ¡Traidor!, ¡nos has vendido a los franceses!

Un religioso que se acercó al marqués fue brutalmente golpeado por quienes lo llevaban en volandas hacia un extremo de la plaza donde habían colgado una soga de un árbol. Le ataron las manos y le pusieron la cuerda al cuello, mientras le daban puntapiés en las piernas. Uno de los hombres empuñaba su espada y chillaba a la multitud con la cara desencajada.

Entonces, entre el tumulto, Solano vio a Pignatelli. Su ayudante había sacado su pistola y le estaba apuntando. El general susurró. «Sí, amigo, acaba con mi sufrimiento. De un solo disparo. No dejes que me cuelguen».

Justo cuando se disponían a tirar de la cuerda para ahorcarlo, sonó un disparo. Solano volteó la cabeza a un lado y quedó muerto en el acto.

La gente miró al autor de la muerte y vio a un teniente que con lágrimas en los ojos susurraba con voz ronca, «Muera Napoleón, mueran los franceses, muera Solano».

* * *

La noticia del asesinato del general Solano lo había entristecido. No sólo porque lo considerase un buen hombre y apreciase su talento militar sino porque su muerte era profundamente injusta. Era un patriota y lo había demostrado cuando le escribió pidiéndole que secundara el alzamiento del ejército de Andalucía contra los franceses, aunque no le respondió como debía haberlo hecho.

El teniente general Francisco Javier Castaños estaba sentado en su casa de Algeciras y escuchaba a un caballero bien vestido, con una levita ligera y anteojos. Tenía todo el aspecto de un jurista y llevaba una propuesta de la Junta Suprema de Sevilla ofreciéndole la capitanía general de Andalucía tras la muerte de Solano.

El hombre se llamaba Juan Bautista Esteller, primer secretario de la Junta de la ciudad hispalense, que se había autotitulado Suprema para encabezar la resistencia andaluza. Las juntas formadas en algunas de las principales ciudades de la región como Córdoba, Cádiz y Jaén, ya habían acatado las órdenes de la sevillana y se estaba en negociaciones con la de Granada, que a su vez controlaba Málaga, cuestiones de las que estaba informando a Castaños.

El teniente general estaba al frente de las tropas españolas del Campo de Gibraltar y era un militar experimentado con muchos combates a sus espaldas. En aquellos momentos, el mejor candidato para el encargo de la junta sevillana. Una vez que hubo escuchado atentamente a Esteller, Castaños respondió.

—Señor secretario, decid a la junta y, muy especialmente a su presidente, Don Francisco Saavedra, gran hombre de Estado al que aprecio sinceramente, que acepto el ofrecimiento con mucho gusto, pero necesito unos días para examinar la situación.

—Teniente general, agradezco vuestra respuesta en nombre de la junta suprema y del señor Saavedra, que espera viajéis cuanto antes os sea posible a Sevilla. Los franceses avanzan ya sobre Andalucía y no tenemos tiempo que perder.

Castaños respondió con rapidez.

—Sí, ya lo sé. Es el cuerpo de ejército del conde Dupont, un valiente general. Dicen que sus soldados le conocen como «el rayo del norte».

Después, el militar, pensativo, hizo una pequeña pausa y se levantó del sillón. Parecía incómodo. Pese a todo, hombre de modales, tendió la mano al secretario para despedirlo y le habló como si fuera a hacerle una confidencia.

—Esteller, partiré pronto para Sevilla, no os preocupéis. Eso sí, os pido una cosa. Si vuestra junta vuelve a enviarme correos, que sean discretos. No necesito que armen jaleo con sus vivas al rey Fernando en la puerta de mi casa. Soliviantan al pueblo, que los sigue hasta aquí esperando saber qué noticias traen.

Esteller lo miró sorprendido.

—¡Señor, deberíais saber que el pueblo está inflamado de odio al invasor!

—Por eso mismo, ¡enviadme correos, no heraldos, en nombre de Dios! ¿Sabéis cómo tengo que calmar a los algecireños cuando vuestras noticias inflaman ese odio? ¡Organizando fiestas y soltando toros para que los corran por las calles! ¡Señor, soy un soldado, no un director de escena! Adiós, Esteller.

El secretario de la junta no dijo una palabra. Inclinó ligeramente la cabeza para despedirse, se calzó un sombrero anticuado y salió con rapidez de la habitación.

Castaños, entonces, se dirigió a una esquina y tiró de una cinta roja que hizo sonar una pequeña campana. Al instante se presentó un criado.

—Rafael, que pasen mis invitados.

De pie, observó a los dos hombres que entraban saludándolo militarmente. Uno de ellos vestía uniforme de teniente coronel de ingenieros, casaca y pantalón azul, chaleco encarnado y las pequeñas torres plateadas a ambos lado del cuello.

En una mano llevaba un bicornio adornado con una larga pluma también encarnada. En la otra, sostenía la empuñadura de su sable. El segundo iba de paisano, vestido a la inglesa y con unas largas y pobladas patillas pelirrojas cubriéndole media cara. Su complexión y su edad le daban cierto aire marcial. Ambos tomaron asiento a una señal de Castaños.

—Caballeros, la junta de Sevilla me ha ofrecido la capitanía general de Andalucía. Por supuesto, he aceptado. Hubiera preferido que fuese en otras circunstancias, sin duda, pero...

El hombre vestido de paisano, que había entendido la referencia a los sucesos de Cádiz, interrumpió suavemente al general respondiéndole en un correcto castellano con marcado acento inglés.

—Si me lo permitís, señor, os diré que nada tenéis que reprocharos por la muerte del general Solano. En muchas partes de Andalucía se están produciendo revueltas y amenazas. En Granada, las gentes murmuran contra el general Trujillo, al que reprochan su parentesco con el señor Godoy; en Jaén y Vélez Málaga, sus corregidores, Antonio de Lomas y José Bravo, también se encuentran en la misma situación y en Sevilla, el señor Conde del Águila ha seguido la misma suerte de Solano. El pueblo está de parte de su legítimo rey, aunque es cierto que pueda parece una revolución.

Castaños esbozó un amago de forzada sonrisa. Los ingleses estaban muy bien informados. Como siempre. Sus confidentials agents no descansaban.

—Coronel Whittingham, veo que conocéis lo que pasa en esta tierra mejor que muchos de nosotros —el hombre respondió con una leve inclinación de cabeza, mientras Castaños proseguía— pero muchos de esos hombres no han sido culpables de ningún delito. El general Trujillo sólo es un lejano pariente político de Godoy, el Conde del Águila era una persona ponderada y pacífica y Solano se había negado a provocar un baño de sangre en la bahía de Cádiz.

El oficial británico asintió. El caso de Solano era desgraciado sí, como todos, pero siempre se había opuesto a la ayuda inglesa convirtiéndose en un molesto y difícil obstáculo para los planes secretos que el propio Castaños negociaba desde hacía meses con Sir Hew Darlymple, gobernador de Gibraltar.

—Bien señor, de cualquier manera, el señor Darlymple me encarga que os diga lo siguiente. En primer lugar, podéis retirar las tropas de Ceuta para completar vuestro ejército sin que os inquietéis y os prometemos que, si es necesario, os ayudaremos a defenderla de cualquier ataque francés. En segundo lugar, en nombre de su graciosa majestad, os ofrecemos diez mil soldados británicos que pueden desembarcar en Cádiz cuando lo estiméis oportuno. Y en tercer lugar, se pone a vuestra disposición una fragata para que la utilicéis como más os convenga. Por supuesto, también me encarga que me informéis de las armas, el dinero y los víveres que vuestro ejército puede necesitar.

Castaños miró con su rostro bonachón al oficial inglés y después al teniente coronel de ingenieros.

—Señor Whittingham, decidle a mi buen amigo Milord Darlymple, que su oferta será debidamente estudiada por las autoridades pertinentes.

—Gracias, mi teniente general —respondió el inglés que, tras un breve silencio, continuó como si no le diera importancia a lo que iba a decir.

—Por cierto, tengo que deciros que esta mañana ha llegado a Gibraltar una comisión procedente de Granada encabezada por el señor Martínez de la Rosa, pidiéndonos también ayuda, pero ya sabéis que Sir Hew prefiere tratar con la junta de Sevilla y, antes, por supuesto, con vos.

El teniente coronel intervino en la conversación. Se llamaba Juan de Bouligny y formaba parte de la plana mayor del general Castaños. Era un hombre de su mayor confianza.

—Vaya, los granadinos han enviado a un hombre de letras. ¿Y cuál ha sido la respuesta del gobernador Darlymple, coronel?

—Se le ha ofrecido a la comisión el envío de 500 fusiles con sus bayonetas y cinco mil cartuchos. A desembarcar en el puerto de Motril cuando lo deseen.

Castaños observó molesto a Whittingham. A pesar de su buena relación con los británicos y de su amista personal con el gobernador de Gibraltar, estos no podían tratar con el primero que se presentase, pero así estaban las cosas y esa era una de las que tenía que ocuparse cuidadosamente de controlar. Una colonia en territorio español era bastante.

—Bien, coronel —replicó Castaños— desde ahora mismo y como capitán general de Andalucía, en nombre de su majestad el Rey Don Fernando, agradezco esta oferta al gobierno de su graciosa majestad, y al señor Darlymple. Como ya os he dicho, será debidamente estudiada. Y ahora, si me lo permitís, quisiera tratar unos asuntos con el teniente coronel.

Whittingham se levantó como un resorte y saludó cuadrándose. Castaños y Bouligny también se levantaron y respondieron al inglés.

—Mi capitán general, os ruego que respondáis lo antes que sea posible. Gracias por vuestra amable atención. Señor Bouligny, mis saludos.

Cuando se quedaron solos, ambos guardaron silencio. Pensaban en la oferta inglesa. De repente, Castaños miró hacia la puerta abierta de la habitación y llamó con voz fuerte a uno de sus criados.

—Antonio, trae vino y prepara un cubierto para el teniente coronel. Se quedará a almorzar con nosotros. ¿Qué tenemos para comer hoy?

—Picadillo con marisco y atún encebollado, mi general.

Castaños asintió complacido.

—¿Os gusta el menú, Bouligny?

—Desde luego, mi teniente general.

—Bien, bien, Antonio, sirve el vino y déjanos solos.

El criado puso con presteza dos catavinos, los llenó hasta arriba de Jerez y salió silenciosamente.

—Bouligny, ¿qué os parece la oferta inglesa?

El teniente coronel midió sus palabras. Sabía como pensaba Castaños y aquello era ya un asunto más político que militar.

—General, es una excelente oferta pero mucho me temo que desguarnecer Ceuta y desembarcar tropas inglesas en Cádiz no es una buena idea.

El nuevo Capitán General de Andalucía asintió moviendo la cabeza.

—Cierto, pero vamos a necesitar todas las tropas posibles para hacer frente a Dupont. Tropas españolas, desde luego. Si sufrimos algún contratiempo, siempre podremos contar con la división inglesa a retaguardia, no en Cádiz, pero sí en otro lugar algo menos llamativo, como el Puerto de Santa María. Conozco a Darlymple y sé que es un hombre que no se aprovechará de nuestra debilidad, pero, naturalmente, no me fío de las autoridades de Londres.

—Estoy de acuerdo. Desde un punto de vista militar, las tropas inglesas podrían sernos muy útiles, general, pero creo que ese no es el punto de vista con el que examinar este asunto.

Castaños sonrió con amabilidad y bebió tranquilamente de su copa de jerez.

—Sí, mi querido Bouligny. Este asunto se escapa de mis manos. Serán las juntas quienes finalmente lo aprueben. Por cierto, había oído que en Granada desconfían de Sevilla y después de saber que han enviado al señor Martínez de la Rosa a Gibraltar para pedir ayuda por su cuenta no necesito confirmación alguna de ello. Escribiré hoy mismo una carta a mi buen amigo el general Don Ventura Escalante, gobernador militar de Granada, para que me cuente con mayor precisión qué es lo que está ocurriendo por allí.

El general se levantó e invitó a Bouligny a acompañarle hasta el comedor. Tenía hambre.

—Otra cosa, teniente coronel. He advertido al enviado de Sevilla sobre sus postas. Estoy cansado de tanto festejo para sosegar a las gentes.

Bouligny movió la cabeza. Menos mal que el pueblo apreciaba a Castaños y que se conformaba con correr toros, porque cualquiera sabía si no hubiera ocurrido ya allí una desgracia como la de Cádiz. Es que aquella revolución parecía ser muy particular.

—Sí, mi general, entretener a las gentes con fiestas para que se olviden de levantarse contra la autoridad es muy cansado, pero menos mal que así no piensan en otras cosas.

Castaños suspiró.

—Lleváis razón. Ojala el pobre Solano hubiera podido conformar a la chusma en Cádiz con unas simples corridas de toros.

* * *

El hombre era joven, vestía casaca azul, con el cuello y las vueltas amarillas, pantalón blanco, botas altas negras y llevaba bien ajustado el barboquejo de su morrión. Agitaba con una mano un pañuelo blanco y sostenía con la otra la empuñadura de su espada mientras daba vivas a España y al Rey Fernando VII con voz grave y fuerte.

Delante de él iba un muchacho descalzo, con aspecto desastrado, indicándole ceremoniosamente el camino a través de las callejuelas de Córdoba, y detrás le seguían dos soldados de la guardia de la ciudad.

Se dirigían a la casa del corregidor Guajardo, en la plaza de La Compañía, y a pesar de la hora, la una de la tarde, y del agobiante calor de una primavera a punto de extinguirse, muchos cordobeses salieron a su paso y fueron siguiendo a la extraña comitiva atraídos por aquel hombre de uniforme que voceaba incansable el nombre de la nación y de su Rey.

Cuando llegaron a su destino, llevaban detrás una enorme multitud. La gente murmuraba, se persignaba y daba gracias al cielo. ¡Aquí está nuestro joven rey, que se ha escapado de la prisión de Bayona! ¡Dios Nuestro Señor nos lo ha enviado para que lo protejamos!

El soldado llamó a la puerta. Le abrieron dos criados a los que preguntó si aquella era la casa del corregidor de Córdoba. Los sirvientes respondieron afirmativamente flanqueándole la entrada y avisaron alarmados a Guajardo, que estaba almorzando con su mujer y sus hijos. Éste se levantó de la mesa y bajó hasta el pequeño patio porticado de la entrada. Allí recibió a sus visitantes y reconoció inmediatamente los galones de capitán de infantería del hombre que tenía delante.

—Soy el corregidor Agustín Guajardo. ¿Qué queréis?

—Señor corregidor, me llamo Ramón Gavilanes, soy capitán del regimiento de España y me envía la junta suprema de la ciudad de Sevilla con estos mensajes, para vos y para toda Córdoba.

Guajardo cogió los pliegos que le tendió el capitán y leyó atentamente. La junta hispalense invitaba a la ciudad cordobesa a unirse a ella en defensa de la patria y el rey.

—¿Sabéis del contenido de estos papeles? —preguntó el corregidor.

—Por supuesto, señor.

—Pues tengo que convocar de inmediato a los capitulares del Ayuntamiento para informarles y vos me acompañaréis.

El capitán movió afirmativamente la cabeza y saludó de nuevo a Guajardo, quien dio instrucciones a sus criados para que avisaran a los alcaldes Dueñas y Omurían y que estos, a su vez, reunieran a los miembros del cabildo municipal.

Después, mandó llamar a su secretario para que convocase a las principales autoridades de la ciudad a la reunión. Cuando uno de los criados abrió la puerta de la casa, de la multitud salió un grito.

—¡Dejadnos ver al Rey!

Acto seguido se alzó un coro en el que se mezclaban los vivas a Fernando VII y a España. Guajardo miró sorprendido a Gavilanes.

—¿Qué esta pasando aquí?

Uno de los soldados de la escolta respondió.

—La gente cree que el capitán es el Rey Fernando.

El corregidor sonrió moviendo la cabeza.

—Claro, ¡y ha venido andando a Córdoba desde Bayona!

Guajardo dio media vuelta y subió al primer piso de la casa. Entró en una pequeña sala, abrió el balcón y se asomó a la atestada plaza. Levantó los brazos y la multitud guardó silencio.

—¡Cordobeses, el hombre que habéis acompañado a mi casa no es el Rey Fernando nuestro señor, es un capitán enviado por la junta de Sevilla!

El corregidor observó a la gente. La noticia parecía haberla desconcertado. Y prosiguió.

—¡Nos piden que nos sumemos a la causa de la patria y el Rey contra los franceses y acabo de convocar al cabildo municipal para comunicárselo!

La multitud prorrumpió en un fuerte alboroto. Voces, vivas y aplausos cubrieron la plaza mientras Guajardo cerraba el balcón y bajaba de nuevo al patio.

—¡Acompáñenme al Ayuntamiento!

Apenas una hora después, en el salón de las casas capitulares no cabía nadie más. Dentro, los miembros del cabildo municipal, diputados y síndicos se sentaban con los miembros de la nobleza, militares y algunos canónigos del cabildo de la catedral encabezados por el Obispo de la ciudad, Pedro de Alcántara. Fuera, la muchedumbre se agolpaba hasta las puertas de la iglesia de San Pablo frente al ayuntamiento.

Cuando Guajardo acabó de leer los despachos de Gavilanes, varios diputados abrieron los balcones de la calle. Entusiasmados, repitieron más o menos el contenido de la proclama de la junta de Sevilla y de nuevo fue enorme el alboroto. Tanto dentro como fuera, no se oía otra cosa que los vivas al Rey, a España y los gritos de muerte a los franceses y a su emperador.

El propio corregidor se asomó también a un balcón de la sala. Iba a dejar claro al pueblo que estaba de su parte. Llamó a un ordenanza para que le trajera una gran bolsa que tenía preparada en un despacho anexo. Cuando la tuvo en sus manos, la abrió y comenzó a sacar escarapelas encarnadas arrojándolas a la gente.

—¡Cordobeses, colocaos estas escarapelas en vuestros sombreros para señalaros como defensores de la patria y el Rey!

La multitud renovó sus aclamaciones mientras se peleaba por aquellos trozos de tela. Cuando Guajardo acabó de arrojarlos, volvió a la sala, donde algunos sonreían con el golpe de efecto del astuto corregidor, entre ellos, el marqués de La Puebla, y se cerraron de nuevo los balcones. Se abría la sesión para discutir la contestación que el capitán Gavilanes debía llevar a Sevilla.

Uno de los canónigos presentes, el doctoral de la Catedral, Diego Millán, tomó la palabra.

—Señores, Córdoba no tiene medios para defenderse de los franceses. Hace dos días este Cabildo municipal se dirigió al Cabildo de la Catedral para anunciarnos la próxima llegada de dos divisiones francesas. Debíamos ayudar a tranquilizar al pueblo. Hoy, sin embargo, nos anima a defender la patria y al Rey y solivianta al pueblo.

Guajardo, dándose por aludido, respondió al canónigo.

—Señor Millán, la Junta de Sevilla nos invita a que nos unamos a la causa de España, que os recuerdo que es también la causa de Dios nuestro señor, y los cordobeses así lo desean. ¿Acaso hay algún mal en ello?

El religioso, molesto, volvió a pedir la palabra.

—Señor corregidor, no hay ningún mal en defender la causa de España y la de Dios nuestro señor, y de un día para otro, pero ¿acaso contamos con medios para hacerlo? ¿No sería mejor que enviemos a nuestros soldados a Sevilla, donde sí tienen esos medios, nada hagamos para inquietar a los franceses a su paso por Córdoba y, luego, los hostiguemos por su espalda?

El obispo, hombre conciliador al que no le gustaban los enfrentamientos, se dirigió a la asamblea para refrendar las palabras del canónigo.

—Señores, si recibimos la suficiente ayuda de Sevilla y el mando militar de Andalucía considera oportuno plantar batalla a los franceses antes de que lleguen a Córdoba, o en sus puertas, estaremos de acuerdo. Pero si no podemos hacer nada por Córdoba, no demos sufrimiento a los cordobeses. Las palabras del padre Millán son sinceras y sabias.

Pedro de Echávarri, que había estado escuchando atentamente, intervino en el debate. Comenzó con un tono comedido y se fue acalorando.

—Excelentísimo señor obispo, permitidme deciros que os comprendo cuando pretendéis evitar el sufrimiento de Córdoba y los cordobeses. Os comprendo, como creo que lo hacen todos los presentes, y también comprendo al señor Millán, al que aprecio pero que si me permite, debo decirle que somos los soldados quienes debemos ocuparnos de la estrategia militar.

El canónigo Millán se levantó para responder, molesto por el comentario de Echávarri, pero el obispo lo detuvo con la mano mientras el vasco prosiguió con su arenga.

—Pero su Excelencia y los doctores de nuestra sagrada Iglesia también debieran comprender que la nación está en peligro. Propongo que icemos el real Pendón de su Majestad Fernando VII, armemos Córdoba y aceptemos la ayuda que Sevilla nos ofrece. Con las tropas que tenemos, las que vengan de refuerzo y los voluntarios cordobeses haremos frente a las divisiones francesas. ¡Dios está con nosotros!

La sala estalló en aclamaciones de apoyo a Echávarri mientras el obispo suspiraba discretamente. «Sí, Dios siempre está con quien le llama y todos somos sus hijos, hasta los franceses» pensó en silencio.

Guajardo, mientras, aprovechó para pedir una votación con la propuesta del vasco y se impuso la unanimidad. Después, propuso que se reorganizase la junta de Córdoba constituida semanas antes. De los 14 miembros que la formaban, debería salir un comité más reducido que estuviera en contacto permanente con Sevilla y pudiese tomar las medidas pertinentes de manera más ágil y rápida.

La propuesta fue también aceptada y el propio corregidor aportó los nombres: el señor Echávarri, por el ejército; los marqueses de La Puebla y Lendínez por el Ayuntamiento; Juan Bautista Bernuy, marqués de Benamejí, por la nobleza; el diputado Alonso Tauste, por el pueblo y, él mismo, como corregidor y representante de la justicia en Córdoba.

Los presentes no pusieron ninguna objeción a la lista y cuando se iba a levantar la sesión, el capitán Gavilanes pidió intervenir. Estaba autorizado, en nombre de la junta de Sevilla, para designar a Pedro de Echávarri general del ejército de Córdoba. Éste, vanidosamente halagado, aceptó, cerrándose entonces definitivamente la reunión entre aplausos y vítores.

El vasco ordenó entonces a la guardia que atendiese al capitán. Que comiera bien, descansase en sus cuarteles y saliera al despuntar el alba del día siguiente para Sevilla con la respuesta de la ciudad de Córdoba, que tendrían preparados los letrados del Ayuntamiento.

Cuando se despejó la sala, quedaron solos el corregidor, Echávarri y el marqués de La Puebla.

—Señor marqués —dijo Echávarri—, si os parece, esta noche publicaremos un bando para que se presenten en este Ayuntamiento todos los voluntarios que así lo deseen, incluidos los jóvenes de 15 a 18 años.

El marqués quedó sorprendido de la propuesta.

—¿Pretendéis también llamar a filas a los muchachos, coronel?

—A todo aquel que pueda empuñar un arma, señor. La patria no hace distinciones y a partir de los quince años, ya se es un hombre. Me consta que muchos jóvenes cordobeses acudirán a la llamada.

Guajardo, que conocía perfectamente a Echávarri y sus propósitos, le inquirió con toda intención.

—Don Pedro, y además de en nuestros muchachos, ¿habéis pensado en alguien más?

—Don Agustín —respondió el vasco con toda rapidez aunque sin entender el sentido de la pregunta—, a todo el que esté en condiciones de empuñar un arma.

El marqués, que suponía por dónde iba el corregidor, fue más directo.

—¿También a los malhechores de la sierra que habéis encarcelado?

—Por supuesto, Don Joaquín —dijo Echávarri espoleado por el entusiasmo—, mañana haré un llamamiento en el que concederé el indulto a los maleantes de toda clase y condición y a los peores criminales si hace falta. Cuando se trata de defendernos del invasor, hasta los asesinos están dispuestos a ganarse el perdón peleando.

—Vaya, si estáis dispuesto a aliaros con el diablo para combatir a los franceses, mejor será que no os oiga el obispo.

Echávarri soslayó el sarcasmo del marqués. Los nobles eran todos iguales, mucha apariencia y ninguna sapiencia. De hombres y guerra entendía el. Ellos sólo lo hacían de toros y caza.

—Ah, señor marqués, también habrá que pedirle al señor obispo que ponga algo de su parte. Que los sacerdotes prediquen en las iglesias, que se hagan rogativas a Dios nuestro señor y que nos ayuden en cuanto puedan.

De la Puebla se dirigió a Guajardo.

—Y vos, corregidor, ¿estáis de acuerdo en indultar a los malhechores? Sois el máximo representante de la justicia en Córdoba.

—Así es, Don Joaquín, pero ahora es Don Pedro la máxima autoridad militar de la ciudad y si sus requerimientos son esos, no tendré más remedio que obedecerlos.

—Seríais un excelente ministro, si os dedicaseis a la política, corregidor —la ironía del marqués era ya descarnada—, pero mi única intención, señores, es preguntaros si estáis seguros de que esta situación no se nos escapará de las manos. Esto no es sólo una guerra, es también una revolución, y no debiésemos permitir que la invasión se utilice como pretexto para la anarquía. No es conveniente.

Echávarri frunció el ceño. ¿Acaso comparaba el marqués España con Francia?

—Aquí nunca habrá una revolución —replicó— ni nadie le cortará la cabeza a ningún rey. España es una nación católica, temerosa de Dios y devota de su monarca, y la gente de orden, como yo, nunca permitirá tal cosa.

Guajardo, sin embargo, sabía que el marqués tenía razón. Pasara lo que pasara con los franceses, España ya no volvería a ser la misma y las viejas cabezas empolvadas tenían muchos motivos para temer una revolución. En Andalucía, más que en otros lugares.

Pero el corregidor estaba también del lado de Echávarri. Por lo menos en ese momento. Sabía que en otros lugares, por mucho menos, las gentes del pueblo estaban asesinando a gentes como él, por lo tanto, lo primero era estar del lado del pueblo. Después, ya se vería.

* * *

El ejército francés llevaba más de diez días de marcha y se estaba concentrando en torno a una pequeña ciudad llamada Andújar cerca de Córdoba. Los primeros en llegar habían sido los cazadores a caballo de Dupré, que marchaban en vanguardia.

Los soldados cruzaron admirados el espectacular desfiladero que abría la puerta de Andalucía. Después de cruzar una interminable campiña, dejando siempre a la derecha una lejana línea de montañas no muy altas, la brigada de jinetes verdes se había topado con un impresionante macizo rocoso al que llamaban el Paso de los Perros. La marcha fue relativamente rápida, a pesar de haber tenido que apretar la formación en algunos estrechos senderos que discurrían entre inacabables pinares preñados por la calurosa primavera.

Poco después, les tocó el turno a Dupont y su cuartel general, que iba acompañado de la infantería de Pannetier y la Guardia de París. Finalmente, pasaron la brigada de Chabert, los dragones de Privé y los marinos de La Guardia, seguidos a muy poca distancia por los regimientos suizos.

La primera parte de la ruta, desde la salida de Toledo hasta la llegada a Andalucía, registró pocos contratiempos. El ejército había llegado a desplegarse en una larga columna de ciento veinticinco kilómetros desde la cabeza hasta la retaguardia sobre el llamado Camino Real, la ruta hacia el sur, sin ninguna inquietud.

Los generales tenían opiniones enfrentadas sobre la maniobra. Para algunos, aquello había sido extraordinario, «estirar de tal manera al ejército en terreno desconocido supone una notable muestra de audacia, propia del general en jefe», pero para otros, era «un claro síntoma de imprudencia, sólo resuelto por la suerte de no ser atacados por los españoles».

Los regimientos tampoco habían tenido dificultades con los suministros. En La Mancha, obtuvieron con cierta facilidad los recursos necesarios proporcionados por los propios paisanos. La comida no había sido ningún problema, como tampoco los acantonamientos ni el forraje para los caballos.

Consiguieron legumbres, algunas frutas y buen vino, incluyendo carne de calidad para los oficiales superiores, lo que decidió a Dupont a dejar a medio camino, en Santa Cruz de Mudela, la reserva de galleta que llevaba.

La decisión no había gustado al comisario Martin, encargado de la intendencia, pero las órdenes no parecían descabelladas. Si el país ofrecía las garantías suficientes, como así parecía, había que facilitar el viaje y no llevar más carros de los estrictamente necesarios. ¡Tenían que darse prisa por llegar a Sevilla!

El único problema de la expedición lo provocaron los regimientos suizos del general Rouyer que, en realidad, servían en el ejército español y habían recibido órdenes de incorporarse al cuerpo de Dupont. Cuando conocieron aquellas órdenes, varios oficiales presentaron la dimisión y muchos de sus hombres desertaron. Para evitar que se disolvieran, hubo que prometerles al resto que no lucharían contra los españoles.

No obstante, los suizos habían seguido causando problemas hasta llegar a Andújar. A lo largo de la ruta, habían continuado las deserciones. El coronel Huchel, un tipo duro y áspero que mandaba la gendarmería francesa, se había enfrentado continuamente con los jefes de los regimientos suizos, los coroneles Reding y Preux, por la fuga de sus soldados.

Los pocos gendarmes de Huchel, apenas 40 hombres, se dedicaban continuamente a vigilar a los suizos como perros de presa y tenían altercados casi a diario.

Finalmente, se llegó a un acuerdo. Los suizos no sólo no tendrían que enfrentarse a las tropas españolas llegado el caso, sino que, además, cobrarían paga doble. El trato, suscrito de palabra entre su general Rouyer y el propio Dupont, indignó a Huchel y sus gendarmes, hartos perseguir a los suizos y sublevó a Plauzolles, el pagador del ejército. ¿»De dónde vamos a sacar dinero para pagarles a estos bergantes, mi general?» «De los españoles naturalmente, mi querido Plauzolles, de los españoles», fue la contestación de Dupont.

Pero los españoles habían cambiado de actitud tras la llegada del ejército francés a Andalucía. En contraste con la marcha por los pueblos de La Mancha, en los andaluces apenas se veían paisanos. Desde La Carolina hasta Andújar, las gentes se habían esfumado y con ellas, la comida y la bebida.

Los intendentes del comisario Martin iban y venían continuamente de un lado a otro para buscar suministros, pero acababan desesperados por no encontrarlos.

—Y decían que las autoridades de estos pueblos nos prestarían ayuda. ¡Ya advertí que estos españoles no son de fiar! —refunfuñaba Martin a sus hombres que, tocados con llamativas escarapelas, repetían a su vez la cantinela a los oficiales de los regimientos como si fueran papagayos.

Apenas llegó Dupont con su cuartel general a Andújar cuando recibió una carta del emperador. En la misiva, escrita con su mejor tono seductor, Napoleón le prometía tierras y honores, así como premios para el resto del ejército, si cumplía con su misión. La vanidad del general, ya grande de por sí, engordó aún más. «¡Que se copie en el libro de órdenes del ejército para que todo el mundo sepa cuánto aprecio recibo del emperador!»

En esas estaba el capitán Barbarin, uno de sus ayudantes de campo, dictando la carta al escribiente del cuartel general, cuando llegó otro nuevo mensaje desde el sur, el informe de un comerciante francés que había huido de Córdoba y buscaba el amparo de su ejército sabiendo que se aproximaba. Esta vez, el tono era muy distinto.

Según el hombre, las principales ciudades de la región, con Sevilla a la cabeza, se habían levantado contra el emperador formando juntas de gobierno y reuniendo tropas para hacer frente al ejército de Dupont. La primera línea de resistencia estaba en Córdoba. En una aldea llamada Alcolea, a dos leguas de la ciudad, sobre un puente de obligado paso, se estaban concentrando unidades de soldados regulares españoles junto a una gran cantidad de paisanos reclutados por las autoridades cordobesas.

—¡Insolentes! ¡Malditos rufianes! Si lo que quieren es combate, tendrán combate. ¡A muerte! Barbarin, dejad de transcribir la orden del emperador y convocad al cuartel general.

El edecán corrió raudo a cumplir el mandato. Saltó presto a caballo v fue buscando a los generales y oficiales por las casas donde estaban alojados en Andújar.

Mientras, el batallón de marinos de la guardia, que cerraba prácticamente la marcha del ejército había salido al amanecer desde La Carolina, donde se habían alojado la noche anterior, y avanzaba a buen ritmo bajo un cielo azul intenso. Por fortuna, a esas horas todavía no hacía demasiado calor para encontrarse en los primeros días de junio y la marcha era agradable.

Jean Baptiste Grivel había olvidado la guerra y, de paso, a punto había estado de hacer lo mismo con el encargo de Berthier. Amante de la literatura y la buena vida, el paso de La Mancha le había evocado recuerdos soñados de otra época. ¡Cervantes, su don Quijote y su doña Dulcinea y los molinos de viento que semejaban gigantes! ¡Y qué buena comida y buen vino! Su refinada educación literaria, cimentada en el amor a los clásicos, y su paladar exquisito, le llevaba a veces a pensar que la marcha era un viaje de placer.

Lástima no haber tenido más tiempo para gozar en aquella tierra, en aquella llanura inmensa que se perdía en el horizonte, aunque ahora, con sus sentidos puestos en Andalucía, el viaje era más apasionante. Habían llegado «al granero, a la bodega, al establo y al jardín de España, el más bello paraje de tierra que existe», como explicaba a su amigo Pierre Baste.

Ahora, Jean Baptiste cabalgaba junto a él y al coronel Daugier, a la cabeza del batallón de marinos. Los caballos piafaban de vez en cuando por algunas moscas molestas que les rondaban la nariz mientras comentaban divertidos la imitación que uno de los sargentos de la compañía de Baste había hecho del alcalde de La Carolina donde no habían encontrado apenas comida.

—El muy burro aparentaba estar sinceramente apenado por la falta de pan. «Señor, no tenemos pan cocido, sólo tenemos agua clara y el viento que sopla». Ya veis capitán, un alcalde poeta. Teníais que haber visto al sargento anoche mientras lo contaba. Para partirse de risa —dijo Baste mirando a Daugier.

—Sí, para partirse de risa —respondió el coronel—. Menos mal que los hombres se toman a chacota estas cosas. Grivel, vos que conocéis este país, además de que lo consideréis el paraíso, ¿qué opináis sobre nuestra presencia? —le preguntó Daugier.

—Pues que las gentes de Andalucía son también alegres y les gustan las chanzas, como las que cuenta Pierre, pero no creo que nuestra presencia aquí sea para ellas motivo de diversión. No me gusta la actitud que tienen y no me extrañaría que tuviésemos que pelear.

Baste replicó de inmediato.

—Bueno, pues si hay que pelear, pelearemos, porque, en definitiva, para eso hemos venido, ¿no? Nos entrenaremos con los españoles mientras nos vemos las caras con los ingleses.

Grivel devolvió a su amigo una mirada llena de sorpresa.

—Se diría que estás deseando desenvainar tu espada.

—¡La Mancha y Don Quijote te han nublado la cabeza, amigo mío! —respondió Baste—. Y ahora, Andalucía. ¿No creerás que nos dedicaremos a cantar los versos de tus poetas hasta llegar a Cádiz?

Jean Baptiste sonrió ladeando la cabeza y contestó con ironía.

—Sí, ya sé que si te hablo de Homero o de Camoens me preguntarás en qué regimiento sirven.

Baste lo miró haciéndose el ofendido.

—¡No soy un inculto, señor ilustrado! Puede que no tenga un título de Barón como tú, pero sé de quién hablas. ¿Qué es lo que decías anoche? «Andalucía, objeto del eterno lamento de los moros y único país de Europa en donde se hacen realidad las ficciones de los poetas». ¡Bonito discurso! ¿Por qué no lo envías a las imprentas de París para que lo incluyan en las nuevas ediciones de la enciclopedia del señor Diderot?

Daugier sonrió. Vaya, una discusión literaria. Animaba el camino.

De repente le sobresaltó el galope de unos caballos. Dos jinetes se pusieron a su par con una rapidez inusitada y saludándolo agitadamente. Por sus uniformes llenos de entorchados y sus pantalones rojos reconoció inmediatamente la procedencia. El estado mayor de Murat en Madrid. El coronel levantó la mano y las órdenes de detener la larga columna corrieron instantáneamente.

—A la orden, señor —saludaron— ¿Sabéis dónde está el general Dupont? Llevamos unos despachos urgentes del general Belliard.

Daugier respondió con calma.

—Está en Andújar, a no demasiadas leguas de aquí. Allí tenéis Guarromán —dijo extendiendo el brazo—. Poco después Bailén y después vuestro destino. Pero decid, ¿ocurre algo grave?

Uno de los jinetes, que tenía galones de teniente, replicó ligeramente nervioso.

—Si es por los despachos coronel, no podemos saberlo. Lo único que podemos deciros es que nos han disparado a la entrada de un enorme desfiladero no muy lejos de aquí y hemos escapado de milagro.

Daugier, Grivel y Baste se miraron con extrañeza. Siendo un sitio perfecto para una emboscada, sin embargo, habían cruzado el Paso de Los Perros con total tranquilidad. Los exploradores no habían encontrado rastros de insurgentes por ningún lado.

—¿Tiroteados? —preguntó Baste—. ¿Por quién?

—No lo sabemos, capitán —contestó el otro jinete—. Cabalgábamos al trote cuando nos cayó una lluvia de balas. Mirad la sangre de este pobre animal —dijo señalando los cuartos traseros de su montura—. Por suerte sólo es un rasguño.

El teniente continuó.

—¡Ha sido un milagro! Cuando la primera bala silbó sobre mi cabeza pensé que no lo íbamos a contar.

Baste pensó en voz alta.

—Tras de nosotros marcha un escuadrón de dragones del general Privé. ¿No los habéis visto?

—Sí señor, a poca distancia vuestra —respondió el teniente—, pero su comandante no le ha dado más importancia. Ha dicho que serían bandidos que pretendían asaltarnos.

«¿Bandidos?» Daugier guardó silencio pero no se extrañó, era la explicación más lógica. Sí, como habían discutido el día anterior, era indispensable asegurar aquel paso y que los correos no fuesen interceptados por simples delincuentes. «¡Valiente sarcasmo, el ejército atacado y aislado por una partida de bandidos!».

—Bien teniente, sigan inmediatamente su camino, para que nosotros reemprendamos el nuestro.

El coronel despidió a los dos jinetes que volvieron grupas para seguir por el camino real hacia Andújar y levantó la mano. La columna, que estaba en posición de descanso, se puso en marcha automáticamente.

Dupont estaba reunido con su jefe de estado mayor, Legendre, y con Mauricio Fressia, el general que mandaba la caballería de su ejército. Analizaba la respuesta que iba a dar a los despachos que acababa de recibir de Madrid en los que le comunicaban que le mandaban refuerzos. Los necesitaba, como necesitaba que el camino de regreso a la capital de España estuviese expedito. El ataque a aquellos correos lo había alarmado casi tanto como las noticias de que un ejército lo esperaba a las puertas de Córdoba.

—Belliard nos envía al general Liger-Belair con refuerzos, ya iba siendo hora, y confirma que el mariscal Junot enviará a la brigada del general Avril desde Portugal para encontrarnos en Sevilla. ¿Qué opináis, Mauricio?

Fressia, de origen italiano y veterano muy experimentado, se mesó su espesa cabellera cana dirigiéndose a Dupont por su título nobiliario como tenía por costumbre.

—Primero, pienso señor conde, que debemos superar la resistencia de Córdoba para poder llegar a Sevilla. Y para eso, deberían enviarnos a la división Vedel completa, no sólo los regimientos de Liger-Belair. Prefiero disponer de toda la caballería y, por supuesto, de los regimientos de coraceros al completo, no los piquetes que llevamos.

Legendre interrogó a Fressia.

—¿Creéis que los refuerzos que traiga Liger-Belair son insuficientes para enfrentarnos a los españoles?

—Sí, François —contestó el italiano con familiaridad—, pueden ser insuficientes. Yo estaría seguro con todo el cuerpo de ejército y con las espaldas bien cubiertas.

—Claro que es imprescindible asegurar las comunicaciones con Madrid, es evidente —respondió el jefe del estado mayor— pero junto a las brigadas de Liger y Avril, esperamos a dos regimientos más de suizos que deben llegar en breve —recordó Legendre.

—No contéis con los suizos. Son unos traidores que al final no combatirán contra los españoles.

—Hemos llegado a un acuerdo ventajoso con ellos.

—Cuando se trate de luchar veréis dónde queda ese acuerdo querido Legendre.

—¡Basta! —cortó Dupont, que se levantó de su silla como un resorte y comenzó a dar vueltas por la habitación—. Lleváis razón, Fressia, me sentiría más cómodo si dispusiera de todo el cuerpo de ejército. Sólo disponemos de unos trece mil hombres y tampoco acabo de fiarme de los suizos, aunque ahora no me preocupan demasiado. Lo que me preocupa es no cumplir la misión que me ha encomendado el emperador.

Hizo una pausa y se dirigió a su jefe de estado mayor mirándolo fijamente.

—¿Piensas que tenemos tropas suficientes?

—En realidad, no —respondió Legendre— pero no podemos exigirlas como si unos pocos soldados españoles nos hubiesen asustado, porque al fin y al cabo, según el informe del comerciante, el supuesto ejército español de Córdoba no es sino una partida de paisanos. Veréis, se me ocurre una respuesta para Belliard. Informadle de lo que está pasando en Andalucía y que actuaréis en consecuencia; fijad una fecha para encontrarnos con la brigada Avril en Sevilla y decidle que la división Vedel sería más útil aquí que sesteando en Toledo.

Dupont sonrió con una ligera malicia. Se trataba de pedir ayuda sin pedirla. De cumplir la misión del emperador pero sin olvidar que había que cubrirse las espaldas con Madrid y, claro, el camino era tan largo y extenso que era necesario contar con todo el cuerpo de ejército, aunque fuera sólo por precaución.

Sí, Legendre tenía de vez en cuando buenas ideas, pero sólo de vez en cuando, sobre todo cuando no chismorreaba a sus espaldas. Pues ya que la idea era suya, que se supiera. Por si acaso.

—Te entiendo perfectamente. Redacta tú mismo los términos de la carta, indicando que, según las sugerencias de mi jefe de Estado Mayor, he decidido realizar dicha solicitud.

Legendre asintió con la cabeza apretando los labios. ¡Tocado! Fressia, sonrió como distraído. Ya conocía a Dupont, el éxito siempre sería suyo, el fracaso, de los demás. Vaya, ¡como el emperador!

* * *

A pesar de que el capitán Gavilanes había llevado el nombramiento de Pedro de Echávarri como máximo mando militar de Córdoba, la Junta de Sevilla no acababa de confiar en él. Había sido una cuestión política, y después de una ardua discusión, para convencer a la junta cordobesa. El vasco no era sino un jefe de policía, a los ojos de los sevillanos, tenía sólo rango de teniente coronel y, por supuesto, no pertenecía a la nobleza de sangre.

Sin embargo, Echávarri había sido capaz de alistar a más de quince mil voluntarios, paisanos de toda clase y condición, incluidos presos de las cárceles y bandoleros a los que hasta hace pocos días había estado persiguiendo, pero eso no impresionó a los miembros más clasistas y exaltados de la junta sevillana.

La discusión en la capital hispalense sobre la capacidad de Echávarri había sido intensa. Para algunos, pocos, el vasco contaba con suficiente experiencia, atesorada en las guerras de la revolución. ¿No se había distinguido quince años antes enfrentándose a los regimientos de la Francia de Robespierre en el Rosellón?

Pero para la mayoría, argumento que repetía insistentemente, Echávarri no dejaba de ser esa especie de policía entusiasta que mandaba partidas de escopeteros para combatir a los bandidos de Sierra Morena, lo cual nada tenía que ver con dirigir un ejército, cargo reservado para las gentes de linaje, que eran «las mejor preparadas», observaban.

Finalmente, se decidió que el coronel Francisco Venegas, otro viejo militar que también había combatido en las campañas revolucionarias, tomase el mando del vasco. Aunque de origen hidalgo, como Echávarri, Venegas era un oficial respetable, de confianza, y un soldado auténtico que no iba por ahí deteniendo bandoleros. Al fin y al cabo, la junta de Córdoba debía obediencia a la de suprema de Sevilla.

Entre tanto, los acontecimientos se habían precipitado en muy pocos días. Mientras las tropas francesas se dirigían a Andalucía, las principales capitales de la región se habían alzado contra el invasor entre el entusiasmo y el descontrol de la población.

Para refrendar su liderazgo político, la junta de Sevilla había enviados emisarios a las capitales andaluzas invitándolas a la rebelión bajo sus órdenes. Sin embargo, encontró serios recelos en algunas como Granada.

La junta de la ciudad, frente a lo que había ocurrido en Jaén, Córdoba o Cádiz, no aceptó abiertamente el mando de Sevilla. Su presidente, el capitán general Ventura Escalante, marcó distancias con la capital hispalense. Combatirían contra los franceses, sí, pero con mando autónomo. Para eso ya habían pedido ayuda a los ingleses de Gibraltar, que habían respondido afirmativamente con un cargamento de armas y municiones y el mando militar sería asumido por el mariscal de campo Teodoro Reding, suizo al servicio de España y gobernador militar de Málaga.

En realidad, el anciano Escalante jugaba a dos barajas. Dudaba en enfrentarse a los franceses conociendo el potencial del ejército napoleónico, hasta mantenía correspondencia secreta con ellos, pero tenía que pasar ante los suyos como patriota.

«Independizarse» de la junta de Sevilla tenía para el militar todas las ventajas y ningún inconveniente. Si los franceses derrotaban al ejército de Castaños y ocupaban la región, siempre podría llegar a un acuerdo. Si el alzamiento era total y lograba los recursos que consideraba necesarios, en hombres y armas, se uniría contra el invasor.

Cuando supo que Dupont había cruzado el Paso de Los Perros, también conocido como Despeñaperros, la Junta de Sevilla apremió a Castaños a ponerse al frente de su ejército y envió a Córdoba a Francisco Venegas para que sustituyese a Pedro de Echávarri.

El viejo militar obedeció las órdenes y se desplazó a Córdoba de inmediato, pero cuando llegó a la ciudad también entendió dos cosas con rapidez: la primera, que Echávarri tenía la confianza de las autoridades locales, representadas por su junta, de los cordobeses en general y, además, era muy apreciado por el ejército de voluntarios que había conseguido alzar en armas.

La segunda, que necesitaban tropas regulares para hacer frente con algunas garantías al ejército francés. Por ello, solicitó a Sevilla refuerzos que, gracias a su petición personal, fueron enviados rápidamente desde Ronda y desde la propia capital.

Las tropas que llegaron a Córdoba eran soldados de infantería ligera del regimiento Campo Mayor, granaderos provinciales de Andalucía, dragones del regimiento de La Reina, jinetes de caballería de línea del regimiento del Príncipe, un escuadrón del regimiento Farnesio y dos compañías de artillería con ocho cañones. En total, dos mil doscientos hombres.

Cuando los refuerzos entraron en Córdoba, la ciudad tenía un aspecto sorprendente. Se había convertido en un enorme cuartel que bullía de paisanos armados y tocados con escarapelas que iban de un lado a otro enardecidos ante la batalla inminente.

Los pueblos cordobeses habían mandado prácticamente la mitad de los voluntarios. El primero fue Écija, después La Carlota, la vieja colonia del rey Carlos III, de donde llegaron doscientos jinetes al mando de un teniente retirado, Cayetano Vázquez. Lucena fue el punto de reunión de los hombres del conde de Valdecañas. Cabra reclutó otro contingente importante y Montoro, al norte y en la ruta que debía recorrer Dupont, se sumó con otro millar largo de hombres con 300 caballos.

Cuando Gonzalo entró en Córdoba con su escuadrón, casi a la caída de la tarde, se quedó asombrado de la agitación generalizada. Por todos lados encontraba a gentes provistas de todo tipo de armas, pinchos de hierro, garrochas, espadas, pistolas, trabucos, tercerolas, escopetas de caza y fusiles ricamente adornados.

Los hombres llevaban cosidos trozos de tela de colores vivos con los escudos o los nombres de sus pueblos de origen para identificarse e incluso algunos vestían ropas que simulaban uniformes militares. El capitán Cherif, que cabalgaba al lado de Gonzalo, saludó sonriente en la Puerta de los Gallegos a un grupo de picadores llegados de Carmona que galleaban con sus sombreros franciscanos de ala ancha a lomos de caballos árabes, ricamente ensillados, mientras sostenían sus garrochas, a las que habían cambiado la puya por hojas de lanza.

Los comercios y tabernas permanecían abiertas desde primeras horas de la mañana sin que se produjesen altercados y los chiquillos jugaban en las calles a «matar franceses» hasta bien entrada la noche sin que las madres tuviesen motivos de preocupación.

El espectáculo era magnífico e inquietante a la vez. Se respiraba «patriotismo» como hubiera dicho el amigo de Gonzalo, José de San Martín. El pueblo, sin distinciones de clase o condición, se había levantado como un solo hombre para hacer frente al enemigo, pero el enemigo no era una idea o una entelequia. Era una honda amenaza.

De la Rosa pidió permiso para dirigirse a casa de su tío Fernando donde se alojaría con Cherif y Gregorio Prieto, su otro capitán amigo, mientras su escuadrón se acantonaba en las afueras de la ciudad.

El médico recibió a Gonzalo con una enorme alegría. Se había enterado de que Farnesio formaba parte de las tropas enviadas a Córdoba por la junta de Sevilla y lo estaba esperando. Mandó a sus criados acomodar habitaciones para los dos acompañantes de su sobrino y después, los sentó a su mesa ofreciéndoles una cena abundante, a base de grandes solomillos de cerdo asado y vino de Montilla, que despacharon sin remilgos.

Durante la comida, tío y sobrino hablaron de la familia, que estaba bien a pesar de los sucesos de Cádiz, sucesos que relató detalladamente Gonzalo ante la desolación de Don Fernando. También conversaron acerca de la misión que le había encargado Echávarri y de las cosas que habían sucedido en Córdoba desde que se había ido, un par de semanas atrás. Cuando los hombres dieron cuenta de la cena, salieron al patio de la casa para sentarse al fresco de la noche.

Los azahares perfumaban intensamente el aire como era costumbre en la primavera cordobesa y la algarabía procedente de la calle que traspasaba los muros de la casa sonaba a fiesta. Cherif y Prieto estaban sencillamente embriagados por el cuadro. Ya les había gustado la ciudad pero no se esperaban un lugar así.

El médico les explicó que muchas casas de Córdoba contaban con patios como aquel, con columnas procedentes de los viejos palacios romanos y árabes, maceteados de flores rojas, rosas y blancas y pequeñas fuentes de las que manaban finos hilos de agua.

Los criados llevaron coñac, ron y agua y una caja que contenía unos cigarros grandes procedentes de las colonias americanas que los oficiales no despreciaron. Entonces, Gonzalo tomó la palabra.

—Tío, no quiero inquietaros, pero como ya os he dicho, la situación es grave. Creo que deberíais reuniros con vuestro hermano en Cádiz. Al igual que él, mi madre y mis hermanas se alegrarán de ello. Con sinceridad, no sabemos cuántas tropas hay realmente dispuestas para la defensa de Córdoba. Hasta mañana temprano no tendremos la información precisa, pero suponemos que no pasarán de tres mil hombres. Sin contar los voluntarios que ha alistado la junta local.

El capitán Cherif terció en la conversación.

—Don Fernando, no soy quién para daros consejo, pero Gonzalo lleva razón. Con los franceses no se juega y, después de lo que hemos visto esta tarde, el entusiasmo de las gentes no bastará para plantar batalla a Dupont. Sabemos que ha llegado a Andújar con no menos de doce mil hombres.

—O más —apuntó Prieto.

—O más, sí, Gregorio —asintió Cherif.

—Sabemos que el general francés avanza sobre la ciudad con un fuerte ejército y agradezco vuestras opiniones —respondió el médico—, pero yo también tengo un deber para con mi ciudad y con mi oficio. ¿Lo entendéis? No puedo abandonar a quienes me pueden necesitar.

Los oficiales miraron con seriedad al hombre y asintieron imperceptiblemente con la cabeza. La dignidad y calma que emanaba Fernando de la Rosa eran de por sí más imponentes que sus palabras.

—Según los cálculos que ha hecho el corregidor Guajardo se han reclutado quince mil voluntarios. Esa es la cifra que dio en la reunión que mantuvimos ayer en el Ayuntamiento, donde estaba un coronel enviado por la junta de Sevilla para hacerse cargo del mando por Pedro de Echávarri, aunque finalmente ha rehusado hacerlo. Creo que se llamaba Francisco Venegas.

—Si no es indiscreción, tío, ¿para qué se convocó esa reunión?

Fernando de la Rosa sonrió a Gonzalo.

—Para saber cuántos médicos y hospitales hay disponibles. También estuvieron algunos farmacéuticos, entre ellos tu amigo Miguel. Creo que es fácil de entender porque vamos a hacer mucha falta.

El capitán Prieto miró de soslayo a sus dos colegas. Claro que era fácil de entender. ¡Iban a hacer falta buenos cirujanos con lo que se venía encima!

—¿Y os dijeron cuántos soldados del ejército se han congregado en Córdoba, Don Fernando? —preguntó Cherif.

—Con vosotros, poco más de dos mil. Según pude saber, el propósito es que Córdoba resista hasta que el ejército que se está reuniendo entre Sevilla y Granada esté listo para hacer frente a los franceses.

—¿Y cuántos habitantes tiene esta ciudad? —interrogó Prieto.

—Alrededor de cuarenta mil —respondió lacónicamente el médico.

Los oficiales exhalaron el humo de sus cigarros casi al unísono y quedaron en silencio, pensativos. Fuera, a pesar de la hora cercana a la medianoche, seguían escuchándose voces y risas.

Las bodegas de Santa Marina debían estar haciendo un buen negocio, supuso Gonzalo.

Al día siguiente, toda Córdoba se echó a la calle. Entre oraciones, aplausos y vítores de la multitud, una pequeña imagen de una antigua virgen recorría la ciudad en procesión, acompañada de otra de San Fernando, en recuerdo del viejo conquistador de la Córdoba morisca, el Rey Fernando III. La imagen pasó frente a las iglesias de San Lorenzo, Santa Marta, San Pablo, San Francisco y, finalmente, llegó a la de San Pedro, donde quedó alojada.

Era la Virgen de Linares, que había sido traída a la ciudad desde su santuario por orden del vasco. Echávarri sabía de la devoción de los cordobeses por la imagen que, según contaba la historia, había llevado el monarca medieval en el arzón de su caballo para protegerlo de los musulmanes, y la procesión era la ocasión perfecta para elevar más aún el fervor del pueblo.

Cuando la imagen llegó a San Pedro y la gente comenzó a dispersarse, Gonzalo se acercó a Echávarri para saludarlo. Éste, a pesar de estar rodeado de las autoridades de la ciudad y de mucha gente que no se apartaba de ellos, se dirigió a él apenas lo vio dándole un fuerte abrazo.

—Me alegro de volver a veros capitán. ¡Sabía que acabaríais viniendo a defender Córdoba de los franceses!

Gonzalo sonrió forzadamente.

—Don Pedro, como os dije, sólo soy un soldado que obedezco órdenes y las órdenes que hemos recibido en Farnesio eran las de estar aquí, para batirnos por Córdoba, por España y por el Rey.

—¡Todos lo haremos, Gonzalo! ¿Habéis visto nunca antes semejante fervor popular? ¡La ciudad está resuelta a plantar cara a Napoleón! Y, además, contamos con la ayuda más importante —Echávarri señaló con un dedo hacia arriba— contamos con la ayuda de Dios nuestro señor.

—Todos los que combatimos por una causa justa tenemos a Dios de nuestra parte, señor Echávarri.

—Y justa es nuestra causa, capitán.

El corregidor se acercó a ellos sonriente.

—Señor De la Rosa, de un modo u otro estáis aquí. Lo que os parecía tan extraño se ha cumplido finalmente. Recibid mis saludos y mis mejores deseos. Ya sabemos que sólo nos han enviado un escuadrón de vuestro regimiento, aunque los demás refuerzos están en una situación parecida.

—Corregidor —respondió Gonzalo— suele ser frecuente que los regimientos no estén sobrados e incluso sus batallones o escuadrones repartidos en varios acuartelamientos, pero así son las cosas.

Guajardo miró con cierta suficiencia a Gonzalo, que prosiguió con un ejemplo.

—Como muestra tenéis al batallón del regimiento de infantería de Campo Mayor. Una parte estaba en Cádiz hasta la semana pasada guardando la capitanía general.

«¡Vaya —pensó Guajardo molesto por la respuesta del joven capitán—, el soldadito daba lecciones militares! Pues tendría que ponerlo a prueba».

—Ya veo. Pero no creo que os refiráis a los hombres que escoltaban al general Solano. Imagino que después de su horrible muerte habrán sido encarcelados y no formarán parte del grupo de valientes que han venido a defender nuestra ciudad.

Gonzalo apretó la empuñadura de su espada con fuerza. Aunque el corregidor no lo supiese, el depositario de aquella insolencia era su amigo José de San Martín y no estaba dispuesto a callarse.

—Señor, el general Solano fue asesinado por las turbas que se revolucionaron. Su guardia hizo bastante con darle tiempo a refugiarse hasta que un fraile traidor lo descubrió. Y de la valentía y el honor de los soldados de Campo Mayor no se puede dudar.

El corregidor, satisfecho de haber alterado a Gonzalo, siguió pontificando con un desprecio insoslayable.

—No hay que permitir nunca que la plebe se amotine, capitán. Aquí en Córdoba no lo toleramos ni lo toleraremos jamás. Este buen pueblo no será nunca como esas raleas de bestias que campan a sus anchas en muchas de las ciudades de este reino. Los malos españoles han aprendido de los tiempos de la revolución de los franceses y creen que así se solucionan las cosas.

Gonzalo miró desafiante a Guajardo. ¿Malos españoles? De eso habría mucho que discutir, de quiénes eran los malos españoles, pero los de verdad, los que llevaban siglos sin ocuparse del país y del pueblo, aunque no dijo una palabra. Algo le decía que no era conveniente replicar al corregidor, que siguió con su discurso.

—Veréis, ahora vamos a utilizar a los más revoltosos, incluso a los peores criminales, contra el invasor. Y si después de nuestra segura victoria alguno de ellos piensa discutir la autoridad no dudéis que probará el sabor de la justicia. Horca o garrote, lo mismo da. La obediencia es la obediencia.

La palabra obediencia sonó repulsiva en boca del corregidor, con un desagradable tono que no pasó inadvertido. De repente, Gonzalo reconoció en aquel hombre todo por lo que no merecía luchar. En el fondo, era peor que el pueblo descontrolado. A la gente le guiaba el instinto de supervivencia y el miedo a tipos como Guajardo, capaces de adaptarse a cualquier cambio. Al corregidor sólo le importaba ejercer el poder, viniera de quien viniera.

—La única justicia, señor Guajardo, además de la divina, es la que emana del buen gobierno del pueblo. Hoy, todo este reino tiene un enemigo común. Mañana, cuando sea vencido, todo será distinto con un rey justo que sepa amar a su pueblo, como esperamos que sea Don Fernando.

—Esperad, capitán, no vayáis tan deprisa —replicó el corregidor visiblemente molesto— ¿discutís acaso nuestra autoridad y nuestro buen juicio para el gobierno?

Gonzalo sonrió muy levemente. Ahora era el corregidor quien estaba tocado.

—No sé de dónde sacáis esa idea, señor. Os estoy diciendo que Francia es nuestra enemiga ahora y que liberar al Rey Fernando debe ser nuestro fin. Para mí, ahí acaba la política. Sólo soy un soldado.

Pedro de Echávarri, que no había estado pendiente de la conversación entre el jaleo y los saludos de quienes le rodeaban, se dirigió a ambos de nuevo.

—Señores, estoy orgulloso de los cordobeses. Tened por seguro que Dupont no pasará de las murallas de esta ciudad y los oficiales como vos, Gonzalo, cumpliréis con vuestra obligación. Bien, capitán, debo atender a mis obligaciones, entre otras, reunirme con vuestro teniente coronel. Nos veremos en breve.

Echávarri palmeó las mejillas al oficial y se dio media vuelta acompañado de Guajardo, que se despidió muy serio de Gonzalo mirándolo de soslayo.

El corregidor se alejó perdiéndose entre la multitud junto al vasco mientras iba murmurándole al oído. Le advertía sobre Gonzalo de la Rosa.

—Puede ser que el sobrino de Don Fernando no sea el hombre que esperábamos, Pedro. Puede ser que haya desobedecido nuestras órdenes a propósito.

—¿Por qué se os ocurre una cosa así? —preguntó sorprendido Echávarri.

—No lo sé, pero acordaros de su parentesco inglés y ya sabéis cómo son los ingleses, gentes que no son de fiar y hay algo en ese joven que me inquieta.

El vasco se paró un momento. Aun empujado por la gente que le saludaba y le agarraba aplaudiéndole, replicó a Guajardo.

—Está claro que no volvió porque así se lo ordenaron, Agustín. Sin embargo, ahora está aquí con su escuadrón, que es al fin y al cabo lo que necesitamos. Las cosas han ocurrido de ese modo y no entiendo dónde queréis ir a parar.

El empuje de la multitud era cada vez mayor y Guajardo no tuvo más remedio que repartir maneras y saludos, mientras con una sonrisa en la boca cerraba la breve conversación.

—Yo no me fiaría, Pedro, hacedme caso. Ya hablaremos más despacio.

Gonzalo aguantó como pudo la indignación que le corroía por la actitud del corregidor mientras se alejaba hacia la Plaza de la Corredera. Los tipos como él eran los que habían dado pie a aquella situación en todo el reino. Tipos mediocres, convencidos de una importancia que jamás demostraban en los momentos que hacía falta. Bien, ahora iba a tener ocasión de hacerlo, cuando los franceses se lanzasen sobre Córdoba.

¡Qué pena que cuando España parecía levantar cabeza con el Rey Carlos III, volviese a encontrarse veinte años después casi peor incluso que un siglo antes, en los tiempos de los últimos Austrias! No había conocido el reinado del tercer Carlos, pero su padre, su tío y muchos de los profesores que había tenido en la Academia hablaban con admiración de un rey que intentó hacer muchas cosas buenas. Unas se consiguieron, otras no, pero nada de eso tenía que ver con lo que estaba ocurriendo ahora.

En fin, suspiró, le iría bien ver a sus amigos en la Juliana. No tenía mucho tiempo pero podría tomar una copa de vino con ellos y saludarlos antes de la gran batalla, porque en un par de días, como mucho, llegaría la hora de la verdad.

* * *

El general Belliard leía atentamente el despacho enviado por Dupont. Le escribía desde un pueblo llamado Andújar, donde estaba agrupando sus tropas tras recibir las noticias del levantamiento de Andalucía.

El tono de la carta era duro y dejaba traslucir cierta alarma que no pasó desapercibida para el experimentado jefe de Estado Mayor. Dupont le decía que Andalucía se había levantado en armas y que el ejército español le cerraba el paso.

«General, nuestra confianza nos ha engañado. Tengo impedido el paso para Sevilla. Los pueblos se han revolucionado, armado en número muy considerable y se han hecho fuertes en el Guadalquivir, en el único y preciso paso de mi ruta. Es necesario escarmentarlos».

Belliard posó sus ojos sobre el mapa de la región dirigiéndose al punto al que se refería Dupont: Córdoba. Era el paso obligado hacia Sevilla, el lugar elegido por los rebeldes para la batalla. Y volvió a la carta.

El general presumía de vencer fácilmente la resistencia española, e incluso le notificaba que había citado a la brigada Avril, a la que suponía en marcha desde Portugal, a encontrarse con él en Sevilla el catorce de junio. Después, el viaje a Cádiz sería el último paseo triunfal.

Sin embargo, Dupont finalizaba su escrito con una pequeña sugerencia. Vistas las circunstancias, la división Vedel tendría mayor utilidad en Andalucía que en Toledo, donde, al fin y al cabo, la proximidad a Madrid garantizaba el orden en caso de revueltas.

Belliard se echó para atrás en su sillón levantando levemente la cabeza. Pensaba en los términos de la carta. Dupont estaba con algo menos de catorce mil hombres en Andújar, muy cerca de Córdoba, la única gran ciudad en la ruta hasta Sevilla, donde se le oponía un ejército, del que no daba detalles militares pero al que pensaba batir fácilmente, tanto que daba por hecha su derrota citando a Avril en la capital de Andalucía en una fecha concreta. No obstante, sugería el refuerzo de toda la división Vedel. Por lo visto, no tenía bastante con la brigada de Liger-Belair, que había salido días atrás desde Aranjuez.

Si Dupont recibía una respuesta afirmativa, contaría con más de veinticinco mil soldados pero, por supuesto, a costa de cambiar los planes iniciales.

El antaño revolucionario de La Vendée se levantó de un salto y dio una vuelta alrededor de la mesa de trabajo. Su frente despejada y los escasos cabellos enmarañados le daban cierto aspecto avejentado. Sin embargo, era un hombre joven, tenía la misma edad del emperador, 39 años, y se sentía fuerte y vigoroso.

Pensaba con calma. Según los informes que había recabado, en Andalucía estaban acantonadas algunas de las mejores tropas españolas. Acostumbrados a la continua amenaza inglesa, desde Gibraltar y hacia Cádiz, los mandos del ejército español tenían a sus soldados en alerta permanente. Dupont podía tener razón en sus temores, aunque los enmascarase en unas pocas líneas al final de la carta.

¿Debía consultar con Murat? El Gran Duque de Berg había empeorado de sus extraños males, unas tercianas oficialmente, cuando supo que su cuñado, José Bonaparte, se ceñiría la corona de España en su lugar. No estaba en buenas condiciones para prestar atención a los asuntos más urgentes.

¿Y con el propio Napoleón? Ah, esa era otra de las grandes dificultades, por no decir la mayor de todas. El emperador sabía actuar sobre el terreno, no a distancia, y menos en una situación como aquella y en un país como España que no tenía nada que ver con el resto de los que había conocido. Belliard dio vueltas a la cuestión una vez más.

Aun intentándolo, el cálculo era simple. Mientras las postas fuesen y volviesen a Bayona se habría perdido un tiempo precioso y, además, sin tener una idea mínimamente exacta de la batalla y del enemigo. No, como ya sabía, era imposible.

De cualquier manera, tenía que informar a Murat de la carta de Dupont. En realidad, era él quien debía autorizar, en nombre del emperador, cualquier movimiento de tropas. Aunque antes, debía recabar toda la información posible. Desde luego, tenía que hablar con los correos.

Abrió la puerta del despacho y llamó a su ordenanza. «Que vengan los oficiales que han traído los despachos del general Dupont». Mientras, volvió hacia la mesa, se sentó y ordenó los papeles.

Junto a la carta de Dupont había otro pliego sellado dirigido al mariscal Louis Alexandre Berthier, el jefe del Estado Mayor imperial. Era el segundo que pasaba por sus manos en quince días. Sí, eran despachos personales para Berthier que nadie podía abrir, ni siquiera el propio Murat. ¿Qué diablos contenían? ¿A qué estaba jugando Berthier? Decidió ir a ver a Murat tan pronto hablase con los correos.

El Gran Duque estaba vestido con una túnica ancha de color anaranjado. Su cara tenía una palidez desconocida que contrastaba con el negro intenso de sus cabellos rizados y de las largas y pobladas patillas.

Había almorzado una sopa ligera y una manzana, lo único que su atribulado estómago admitía, y estaba hundido en un butacón de tal manera que parecía mucho más disminuido físicamente.

Cuando Belliard entró en la habitación del palacio real madrileño, amplia, muy bien iluminada por los grandes ventanales y lujosamente amueblada, sintió cierta pena al ver a Murat. Cualquiera que sólo hubiese oído hablar de él sin conocerlo pensaría que aquel hombre derrumbado en el sillón no era uno de los mejores soldados del emperador y, posiblemente, el mejor general de caballería de Europa. No, pensaría que era un hombrecillo débil y atribulado, un impostor. Lo saludó y se quedó de pie.

—Belliard, ¿qué noticias me traes hoy? —le tuteó Murat con voz cansada.

—Gran Duque, hemos recibido una carta de Dupont.

—¿Y qué quiere ahora nuestro buen amigo Pierre?

—En pocas palabras, más tropas. Andalucía se ha sublevado y es posible que tenga que combatir en breve.

Murat cerró los ojos y suspiró. Después respondió como distraído.

—¿Pero no tiene ya bastantes soldados?

—Parece ser que no.

De repente, el Gran Duque apoyó los antebrazos en la butaca y se levantó con una sorprendente agilidad. Dio unos pasos hasta una de las ventanas y miró al gran patio donde estaba cambiando la guardia.

—Belliard, mi destino está en otra parte, en Nápoles. ¡Maldita sea, Auguste, Nápoles! Tengo que conformarme con lo que otros han usado. ¡Soy el pariente pobre y bien que me lo hace saber el emperador!

El jefe de Estado Mayor no respondió. De nuevo la vieja historia. José, hermano del emperador, rey de Nápoles, recibía la corona de España. Murat, cuñado de Napoleón y aspirante a ella, recibía la de Nápoles. Aquello formaba parte de la lógica napoleónica. ¿No podía entenderlo Murat? Sobre todo él, que conocía hacía tanto a Napoleón.

Belliard insistió.

—Gran Duque, la situación de Dupont no es buena. Creo que pueden hacerle falta los refuerzos que pide.

—Sí, sí, la situación de Dupont, eso es lo que has venido a contarme —respondió Murat hundiéndose de nuevo en la butaca.

—Como os decía, en sus despachos cuenta que Andalucía se ha levantado. Un ejército le corta el paso en Córdoba, aunque se ha citado el día 14 en Sevilla con las tropas de Avril.

—¡Diantre! Si está tan seguro de vencer a los insurgentes de Córdoba, ¿para qué pide más refuerzos? ¡No lo entiendo!

—Bueno, no lo hace abiertamente. Sí, está seguro de batir a ese ejército y por eso informa del encuentro en Sevilla pero sugiere que el resto de la división Vedel debería reunirse con él a la mayor brevedad ya que en Toledo no hace nada desocupada.

—Ahora lo entiendo. El bastón de mariscal es mío pero tenéis que asegurarme las espaldas —dijo Murat imitando el tono arrogante de Dupont—. ¡Muy listo, nuestro general audaz!

—En realidad, las cosas son más complicadas —replicó Belliard.

—¿Ah, sí? ¿Cómo de complicadas, querido Auguste?

Belliard hizo una pausa y se puso las manos a la espalda.

—La rebelión en Andalucía la dirige una Junta formada en Sevilla por los prohombres de la ciudad. En otras capitales, como Córdoba, Granada o Cádiz se han formado otras juntas similares. Los españoles han levantado sus tropas y corre la voz de que algunos de sus generales, contrarios a esta revolución, han sido asesinados, como el general Solano.

Murat entornó los ojos y se irguió de nuevo.

—¿Qué dices? ¿Solano muerto?

—Eso es lo que me han dicho los correos que han traído los despachos de Dupont.

El Gran Duque cerró los puños y rechinó los dientes.

—¿Te das cuenta de lo que significa eso?

—Por supuesto. Rossily y su flota. Pero hay más.

—¿Más?

—Sí. Lo más peligroso es que corremos el riesgo de que Dupont quede aislado.

—¿A qué te refieres?

—He hablado con los correos y la situación de La Mancha es un polvorín. Cuando regresaban de Andalucía estuvieron a punto de ser capturados por un grupo de bandoleros en el paso de los Perros. Se salvaron de milagro.

—Bandidos hay en muchos sitios de este país —respondió Murat.

—Sí, Gran Duque, los que presumiblemente han capturado al general René y a sus acompañantes.

—¿Cómo?

—René, el capitán Caignet y el comisario de guerra Vosgien han desaparecido, como tragados por la tierra. Hace tres días que tenían que haberse unido a Dupont y los correos no han sabido nada de ellos desde Andújar hasta Madrid.

Murat estaba ya muy nervioso. Aquello era demasiado. Conocía muy bien a René y le tenía un gran aprecio. ¡No era posible que hubiera sido apresado por ninguna partida de insurrectos!

—Seguro que los correos no han verificado la ruta del general.

¿No habrán tenido que dar un rodeo tras el asalto del que fueron objeto como has dicho?

—No lo creo, Gran Duque. Pero todavía no he acabado.

—¡Pero qué dices, Auguste! ¿Aún hay más?

—Me temo que sí. Los correos me han informado que el general Liger-Belair ha tenido que combatir contra los rebeldes en Valdepeñas y que Santa Cruz de Mudela y Manzanares también se han levantado contra nosotros. Como os decía, la situación es muy complicada y es fundamental que no perdamos el contacto con Dupont. Quizá la división Vedel sea más útil en Andalucía que en Toledo.

Murat se echó la mano al estómago y gritó llamando a sus criados.

—Otra vez vienen estos dolores, a ver, traedme esa maldita pócima.

Al segundo, un ayuda de cámara se presentó con una copa de cristal llena de un líquido espeso y de aspecto repugnante. Murat se levantó, bebió el contenido de un trago y tiró la copa contra la pared haciéndola añicos.

—¡Vete, bergante! —dijo al criado—. ¡Ya te volveré a llamar!

El hombre, asustado, salió apresuradamente del salón.

—¡Diablos, Belliard! ¡Esta asquerosa medicina sabe a diablos!

El Gran Duque de Berg se limpió la boca con la túnica dejando una mancha oscura.

—Todo tu informe es de una extrema gravedad, Auguste. ¡El país se ha levantado definitivamente!

—¿Qué hacemos con Dupont?

—Está claro que tendremos que enviarle refuerzos. De todas formas, lo primero es saber qué ha ocurrido en La Mancha. Qué es eso de las rebeliones de esos pueblos, a ver Valdepeñas, ¿y qué más?

—Valdepeñas, Santa Cruz de Mudela y Manzanares.

—Eso, ¡malditos nombres españoles y malditos españoles! ¿Qué tropas has destinado en la zona?

—Como sabéis, la brigada Liger-Belair debía reunirse con Dupont y partió de Aranjuez hace menos de una semana. También la brigada Roize, desde Madridejos. Los correos se han cruzado de forma apresurada con ambos pero no han traído ningún otro despacho suyo. Cuentan lo que les han dicho, que los pueblos se han sublevado.

—Bien, Belliard. Escribiremos al emperador notificándole todos estos sucesos, pero no digáis nada del general René, al menos hasta que no tengamos alguna noticia segura. Y esa es la segunda parte, quiero que enviéis a buscarlo.

De golpe, parecía que Murat se había recuperado. El color le volvía a la cara, aunque a causa de la rabia.

—Ya que estos españoles no han aprendido la lección, tendremos que volver a impartirla. ¿Entiendes? Quiero la máxima dureza con ellos. ¡Te la exijo, Auguste!

Belliard asintió con la cabeza. Tampoco había dudado un momento de lo que tenían que hacer. Saludó a Murat y se dirigió a la mesa donde había dejado su sombrero de plumas, cerca de la puerta. Entonces, se quedó desconcertado con las últimas palabras del lugarteniente de Napoleón.

—Volveré a Francia en pocos días. El emperador volverá a enviar a Savary para hacerse cargo de los asuntos de este país hasta que venga el nuevo rey. No me preguntes más. ¡Actúa!

* * *

La obra pretendía representar una batalla entre el turco y los cristianos en la época de Cervantes. Los dos personajes principales luchaban sobre dos cajones perfectamente adornados que simulaban las proas de sus barcos mientras a sus pies los decorados móviles aparentaban las olas del mar que también parecían luchar entre ellas. Detrás algunos hombres más andaban enzarzados sobre los mismos elementos en combates a espada.

El jaleo era considerable y de vez en cuando sonaba una pequeña explosión seguida de una gran carga de humo que se esparcía por todo el escenario y alcanzaba la orquesta y las primeras filas mientras el atrezzo del fondo elevaba unas enormes llamas de cartón.

En el palco principal, el teniente general Castaños sonreía divertido y comentaba con sus acompañantes el empeño que ponía la compañía de actores en sus papeles, sobre todo los capitanes moro y cristiano. ¿Serían Solimán y Don Juan de Austria?, preguntaba Castaños al teniente coronel Juan de Bouligny, sentado a su lado. Éste, muy serio, intentaba adivinar quiénes eran los personajes y sólo acertaba a responder moviendo los hombros. Castaños lo miraba, siempre sonriente, y le amonestaba con suavidad:

—No conviene tomarse las cosas tan en serio, Bouligny. Si no lo sabéis no pasa nada. Estoy seguro de que la mayoría de la gente que está aquí esta noche tampoco tiene mucha idea.

El oficial respiraba aliviado.

—Lo que sí sé, señor, es que el público se lo está pasando bien. Apenas se han escuchado voces de desaprobación o de burla y tampoco parece que el patio esté agitado.

—A la gente le gustan estas comedias ligeras y épicas, Bouligny. Y más en estos tiempos. Si en vez del turco fueran franceses contra los que combaten los nuestros, el teatro ya se habría venido abajo.

Bouligny asintió. Castaños llevaba razón. Los ánimos estaban muy exaltados y allí en Algeciras las gentes habían sido más templadas por el aprecio y respeto que tenían a la figura del teniente general. Más, cuando se supo que había aceptado hacerse cargo del ejército de Andalucía para luchar contra los franceses. La marcha estaba prevista para el día siguiente y Castaños había querido mantener la normalidad asistiendo al teatro como si tal cosa. Tras la función, irían a descansar y partirían antes del alba hacia Sevilla. Era un viaje largo que harían en varias etapas, pasando por Jerez.

En el escenario, la obra llegaba a su fin. El actor caracterizado de infiel, con la cara tiznada y un gran turbante rojo al que habían cosido unas calaveras azules, la vieja bandera pirata, estaba en lo que parecía el palo mayor de su nave rodeado por los cristianos. Hacía grandes gestos para infundir pavor a sus enemigos, pero estos no se arredraban. Le lanzaban estocadas por todos lados.

—Ahora se está convirtiendo en la imagen de una cacería —dijo Castaños volviéndose hacia atrás, para mirar a la silla que ocupaba el coronel Whittingham—. Imaginaos, un oso al que los cazadores tratan de derribar.

El oficial británico respondió cortésmente sin mover un músculo de la cara.

—Una comparación acertada, mi general, aunque algo sorprendente.

Castaños sí enarcó ligeramente sus cejas.

—Lleváis razón, no recuerdo que haya muchos osos en el Mediterráneo.

Whittingham sonrió.

—Por supuesto, mi general.

Volvía Castaños su mirada al escenario cuando se escuchó con claridad el ruido de voces y alboroto en la calle. La guardia que estaba en la puerta principal del pequeño teatro salió fuera a ver qué ocurría. Los actores siguieron con su representación tras un pequeño momento de desconcierto y los oficiales que estaban con el general se pusieron en pie. Castaños ordenó a uno de los tenientes que estaba al fondo del palco que averiguase lo que estaba pasando en la calle e hizo gestos a los demás para que se sentaran.

El teniente bajó apresuradamente por la escalera hasta la puerta de salida y se encontró con un gran grupo de hombres que pedía hablar con Castaños. Estaban exaltados pero no parecían violentos. El oficial regresó de inmediato al interior y subió de nuevo al palco. Cuando informó al general, éste no se lo pensó dos veces. Con la mayor discreción posible pidió al coronel Navarro, que estaba a su derecha, a Bouligny y a Whittingham que le acompañasen y bajó hasta la puerta.

El público que ocupaba el teatro dejó de prestar atención a la batalla del escenario, los actores hicieron amago de parar la función e, incluso, algunos instrumentos de la pequeña orquesta dejaron de tocar, pero el propio Castaños hizo señales con las manos de que no pasaba nada y de que continuasen. El turco fue el primero que siguió con su pelea contra los cristianos y los músicos que habían parado se reincorporaron a la función.

Castaños y los tres oficiales, acompañados de los ayudantes y flanqueados por los soldados de la guardia se plantaron ante las gentes. El inglés era el único que no llevaba uniforme, pero nadie se extrañó de ello.

El hombre que estaba más adelantado se volvió hacia los alborotadores, una cincuentena de hombres portando antorchas y armas, y les indicó que se callaran. A continuación, pidió disculpas al general por haberlo molestado en el teatro. Castaños aceptó las palabras con una ligera inclinación de cabeza y preguntó.

—Y bien, ¿qué es lo que queréis?

—Señor general, queremos que se haga justicia. Sabemos que el cónsul francés está conspirando a vuestras espaldas y manteniendo correspondencia con los enemigos de España. ¡Está cometiendo traición y debe morir!

Al escuchar la última frase, los hombres se sumaron en un coro implacable.

—¡Que muera el francés! ¡Que muera! ¡Entregádnoslo, general, por España y el Rey Fernando!

Castaños calibró la situación. Otra revuelta más que no se salvaría con una nueva suelta de toros por las calles de Algeciras. Esta vez, si no daba una respuesta adecuada, podía tener problemas. Aquella era buena gente, pero tenía que sentirse dominada para obedecer. O convencida, tal vez.

—Señor —respondió Castaños, tratando deliberadamente con toda cortesía a aquel hombre mal vestido con un calzón negro muy estrecho, una camisola blanca con algunas manchas pardas y tocado con un gorro de marinero —debo deciros que hace días que sospechamos del cónsul Pedreaux. Tanto es así, que le tenemos estrechamente vigilado y esta tarde he ordenado prenderlo.

Whittingham miró de soslayo a Bouligny. No sabía nada de aquello.

—¡Patriotas de Algeciras, no tengáis cuidado! —prosiguió Castaños—. Voy a ordenar a mi guardia que registre su casa y si encuentro entre sus documentos pruebas de la traición de la que sospechamos, no dudéis que será colgado.

Por un instante, se hizo el silencio. Hasta del interior del teatro no salía ni un ruido. La función se había parado y con ella la música. Entonces, el paisano que estaba frente a Castaños volvió la cabeza y gritó con fuerza.

—El señor general tiene razón. ¡Viva el general Castaños!

Inmediatamente, el grupo de revoltosos imitó a su jefe en una algarabía de vivas a Castaños, a la patria y al Rey.

—Sí, ¡Viva Castaños! ¡Vivan los patriotas! ¡Viva España!

Los oficiales que estaban con el general estaban sorprendidos. El general parecía resolver fácilmente un problema que podía convertirse en un asunto grave. Navarro y Bouligny respiraban con alivio. Whittingham sonreía levemente.

Cuando cesó el alboroto de vivas, Castaños se dirigió de nuevo al cabecilla.

—¿Deseáis algo más?

—Sí, señor general —replicó envalentonado.

Los soldados de la guardia apretaron instintivamente sus fusiles.

—¿Podríamos entrar a ver la obra?

Castaños rió abiertamente y miró a sus oficiales. Estos hicieron lo mismo. ¡Entrar a ver la obra!

—Claro que sí, no sé cómo os lo vais a arreglar para que podáis entrar todos pero, entrad, vamos.

Sin esperar a que Castaños y sus oficiales entrasen, la cincuentena de hombres se agolpó ante la puerta y fue entrando en el teatro dando de nuevo vivas al general y a España. El público, que se había puesto en pie, inquieto ante lo que ocurría fuera, se quedó sorprendido de ver entrar a tanta gente que iba echándose sobre la pared entre los palcos bajos, donde también se metieron algunos, y quedándose al fondo, en la puerta.

Cuando los revoltosos hubieron entrado, Castaños y su grupo hicieron lo propio y subieron hasta el palco donde tomaron asiento. Por supuesto, los actores y los músicos estaban quietos. Entonces, estos últimos comenzaron a tocar la marcha española entre los aplausos y las exclamaciones de todo el teatro.

Al acabar, y a una señal del propio Castaños, siguió la representación con aquel turco que, todavía, prorrumpía en gritos desde el mástil de su barco mientras luchaba con los marineros cristianos y las olas por mantenerse en pie.

Castaños y sus oficiales salieron del teatro aprovechando el jaleo y se dirigieron hacia su casa. El general dio rápidamente órdenes de embarcar al cónsul Pedreaux y su familia, que se encontraba escondido en una casa a las afueras de Algeciras, en un pequeño barco en dirección a Cádiz.

Todo se hizo con la mayor rapidez y sigilo para no despertar sospechas. Pedreaux quiso enviar un mensaje de gratitud a Castaños por haberlo salvado a él y a su familia de una muerte segura, pero el sargento que los llevó hasta el transporte hizo oídos sordos. Bastante peligroso era ya aquello para que, encima, los paisanos los descubriesen.

Whittingham, tras la primera sorpresa, comprendió la jugada del general español y dio un paso más en su admiración por él. Si Castaños hubiera dejado libre al cónsul, el populacho lo habría linchado y, posiblemente, también a su familia. Desde luego, el control que había ejercido contra los amotinados había sido impecable.

Castaños sabía tratar la situación con habilidad y tenía que darle la razón al gobernador de Gibraltar cuando decía del general español que era «un hombre de probada integridad».

Reunido en su casa con los oficiales de su plana mayor, Castaños revisaba la ruta que iban a seguir hasta Sevilla. Irían por San Roque, Los Barrios, Ojén, Medina Sidonia y Jerez. De allí a la capital hispalense. Por su parte, y siguiendo las órdenes recibidas de la Junta sevillana, el ejército del campo de Gibraltar se dirigiría a Ronda. La infantería de África, los granaderos, los zapadores, la caballería ligera y el convoy de armas y municiones.

De estas últimas, dejarían las piezas de artillería de los fuertes frente a Gibraltar que, según el acuerdo al que había llegado con el gobernador Darlymple, serían cuidadosamente tratadas.

El viaje se fue haciendo sin muchos contratiempos, con paisanos que se paraban a corearle y animarle constantemente, y con la frecuente recepción de noticias sobre lo que estaba ocurriendo, postas arriba y postas abajo enviadas, sobre todo desde Sevilla.

A mitad de camino entre Los barrios y Ojén, fue informado por el propio coronel Whittingham que la artillería de los fuertes había sido perfectamente retirada y llevada a Gibraltar. Y también de que, en previsión de un posible ataque francés, las fortificaciones levantadas en La Línea de la Concepción habían sido destruidas.

Los comandantes que acompañaban a Castaños reprocharon a Whittingham el derribo de las fortificaciones. No entendían por qué los ingleses las habían echado abajo pero el general salió en defensa del coronel.

Ahora, españoles y británicos eran aliados y Whittingham, al que se le conocía también por el coronel Santiago, era al fin y al cabo un agente, se encontraba allí como observador aliado.

Si en el futuro las cosas cambiaban, siempre podrían volver a levantar las casamatas e intentar de nuevo devolver el peñón a su legítima dueña: España. Por supuesto, el inglés no hizo ningún comentario al respecto.

Sentados en una venta de Casas Viejas, Castaños y sus oficiales sesteaban después de almorzar. Eran las 12 de la mañana y estaban a tres leguas de Medina Sidonia. El viaje se estaba haciendo demasiado largo y pesado. El día anterior habían cruzado las sierras de Ojén por caminos infames. Esa madrugada, hasta llegar a Casas Viejas, habían vadeado con cierta dificultad dos pequeños ríos, el Celemín y el Barbate y varios arroyos crecidos.

Hasta la venta llegó un jinete con uniforme de la Guardia de Sevilla. Traía despachos urgentes para el teniente general Don Francisco Javier Castaños. Bouligny, lo atendió, recogió los pliegos y fue a buscar a su destinatario. Éste dormitaba ligeramente en una pequeña y fresca habitación que el ventero le había proporcionado en la parte de atrás del establecimiento. El calor, a esas horas era ya grande, y el ruido de los grillos, incesante.

Castaños estaba echado sobre el camastro con las botas puestas, unos pantalones anteados que llevaba para montar y la camisa abierta. Bouligny llamó despacio y entró.

El general se incorporó pesadamente y pidió al oficial que leyera en voz alta los despachos. Informaban que Dupont estaba a las puertas de Córdoba, entre Montoro, Villa del Río y El Carpio. El ataque era inminente y si las tropas españolas no resistían, Sevilla se vería amenazada. Tenía que acelerar su viaje.

En otro pliego se incluía un informe sobre la sesión de la Junta de Sevilla y la discusión en torno al mando del ejército de Córdoba. Se le había dado, finalmente, a Pedro de Echávarri, a pesar de que se había comisionado al coronel Francisco Venegas, pero éste lo había rechazado. Echávarri era el jefe de las partidas de escopeteros que perseguían a los maleantes de la sierra cordobesa y, a pesar de ostentar el empleo de teniente coronel, no era del agrado de la mayoría de la Junta de Sevilla como dejaba entrever el informe.

—Deja la política Juan —dijo Castaños tuteando a Bouligny—, no sirve para otra cosa que para enconar amistades y provocar entuertos para luego taparlos con otros entuertos. Vamos a los números. ¿Cuántos soldados trae Dupont?

—Alrededor de catorce mil, según los cálculos.

—¿Y con cuántos cuenta el teniente coronel Echávarri?

—Con quince mil voluntarios provinciales y más de dos mil soldados del ejército regular. Casi cinco mil caballos.

—¿Artillería?

—De la francesa no se sabe la cifra. La nuestra, cuatro cañones, más lo que tengan en Córdoba.

Castaños se quedó mirando fijamente a Bouligny.

—Sólo un milagro puede detener a los franceses en Córdoba. Y no será por falta de hombres, por entusiasmo o por cañones, sino por preparación. ¡Voluntarios contra el mejor ejército del mundo! ¿Se puede dudar del resultado de esa batalla?