CAPÍTULO V

Los oficiales franceses se afanaban en cumplir las órdenes de Dupont: asegurar la ciudad. El grueso del ejército había entrado junto a su general por la Puerta Nueva y se estaba diseminando por las colaciones de Córdoba, los barrios agrupados en torno a las viejas iglesias. Hacia San Lorenzo, San Agustín y Santa Marina, para perseguir a los grupos de paisanos que buscaban el campo de La Merced. Por el Realejo y San Pablo hasta las casas capitulares. Bajando por la calle de Ferias para llegar a la Iglesia de Santiago y unirse a los cazadores de Dupré, uno de cuyos escuadrones había entrado por la puerta de Baeza.

Mientras, las tropas a retaguardia se movían a izquierda y derecha para evitar posibles ataques de jinetes españoles a sus espaldas, aunque, en realidad, iban en busca del botín que les correspondía después de la batalla. Iban en busca de la venganza.

Un grupo de tiradores derribó las puertas de un convento situado a la derecha de la Puerta Nueva. Los frailes, de la orden de los carmelitas, corrieron despavoridos a refugiarse en la capilla mientras los soldados cruzaban el patio enclaustrado entre risas y voces para atemorizarlos. Un brigada de grandes mostachos, acompañado de tres soldados, irrumpió en una amplia sala llena de preciosos libros antiguos y se dirigió amenazador hacia un religioso que, con la mayor dignidad posible, se encontraba junto a un gran atril donde se abría una biblia. «¿Qué es esto?», interrogó al fraile, que no supo responder. No entendía el francés.

El brigada hojeó el libro sagrado y lo tiró al suelo. Luego empujó violentamente al fraile que cayó al suelo y se quedó muy quieto con los ojos cerrados. «Vaya, un maldito mártir», dijo el suboficial, que soltó una fuerte patada en el costado del hombre. Los soldados rieron como locos y comenzaron a tirar los libros de las estanterías mientras los pisoteaban.

Pierre Baste y Jean Baptiste Grivel se encontraban a las puertas del convento. Los marinos habían sido los últimos en llegar a Córdoba y Daugier, tras reunirse con Dupont para entrar en la ciudad con el grueso del batallón, les encomendó la vigilancia del camino con una compañía hasta que los últimos soldados del ejército hubiesen llegado a Córdoba. Los dos oficiales contemplaban cómo los coraceros caracoleaban despacio con sus caballos hacia la izquierda bordeando la muralla y se dispersaban hacia lo que parecían varias iglesias y ermitas situadas más atrás.

—Para combatir, somos los primeros. Para desfilar, los últimos. ¡Curioso destino, Jean Baptiste!

—La batalla no ha acabado todavía.

—¿Ah, no? Mira a tu alrededor. ¿Ves algún enemigo armado? ¡Han huido como conejos!

—Pueden estar apostados en las iglesias y en las calles. No cantes victoria todavía.

Baste miró de soslayo a su amigo.

—Sí, por eso han resistido tras esas puertas —respondió señalando las grandes hojas de madera destrozadas por los cañonazos de la Puerta Nueva.

Jean Baptiste no contestó. Baste llevaba razón. Hacía ya rato que la batalla había acabado. Llegaba la hora del saqueo. Y más, después del intento de asesinato de Dupont. Los cordobeses lo iban a pagar caro conociendo al general y a gran parte del ejército, especialmente a otros generales como Laplanne y Privé.

Un teniente de la gendarmería de Huchel se aproximó hacia ellos desde dentro de la ciudad. Llegó a su altura y los saludó llevándose una mano al chacó.

—Traigo órdenes del coronel Daugier, señores. Dirigíos por esa calle hasta encontraros con él en una plaza frente a una pequeña fortaleza. Allí os aguarda junto al general Dupont.

—Teniente, estamos vigilando la entrada a la ciudad. ¿Y nuestros hombres, los dejamos aquí? —preguntó Jean Baptiste.

—No os preocupéis capitán, los conduciremos hasta encontrar un alojamiento apropiado en Córdoba. Ahora mis gendarmes se harán cargo de la vigilancia, pero no debéis preocuparos por los rebeldes. No hay nadie en las calles.

Baste sonrió.

—Ya iba siendo hora de que cada uno se ocupe de lo suyo. Lo nuestro es combatir y lo vuestro, teniente, la policía. ¡Dormand! Procura que donde os lleven no falte ni una buena comida, ni buen vino ni una buena cama. ¡Y si consigues alguna cosa más, mejor! Ya sabes a lo que me refiero.

El sargento asintió con la cabeza.

—¡Ducourt, ha llegado la hora de la pitanza y el descanso! —gritó dirigiéndose a los marinos que, sentados a la sombra de los grandes álamos que señalaban el camino de entrada a Córdoba, se pusieron inmediatamente en pie.

Mientras Baste y Grivel se ajustaban sus bicornios negros, vieron cómo un grupo de frailes salían del convento frente al que se encontraban, empujados por los tiradores. Algunos lloraban y suplicaban. Otros andaban en silencio, profundamente humillados por los empellones de los soldados.

Jean Baptiste bajó de su caballo y entró en el convento sin atender a Baste, que le preguntaba extrañado a dónde iba. Recorrió el claustro donde algunos tiradores daban cuenta de una larga ristra de chorizos y morcillas. Al pasar junto a ellos, vio cómo uno bebía de un lujoso cáliz. El soldado se lo ofreció solícito.

—Tomad, capitán, no todos los días podemos apagar la sed en un vaso de oro.

Grivel arrancó el cáliz de manos del tirador, arrojó su contenido al suelo y siguió andando hacia el interior del convento.

—¡Malditos brutos!, ¿qué es lo que estáis haciendo? —dijo con rabia mientras los soldados siguieron comiendo y bebiendo como si no hubiera pasado nada. Sólo el que le había dado el cáliz se quedó desconcertado y cuando Jean Baptiste se perdía por el interior le gritó que la copa era suya. Sus compañeros se rieron. Se había quedado sin unos buenos francos.

Entró en la biblioteca y se quedó estupefacto. Cientos de volúmenes y pergaminos cubrían el suelo, destrozados. Al fondo de la sala y junto a un atril, un fraile sollozaba amargamente. Grivel se dirigió al hombre, cuyo sayal estaba ensangrentado, y le preguntó qué había ocurrido, aunque lo suponía de sobra. El fraile, al ver el uniforme de oficial y escuchar aquellas palabras en su idioma, levantó la cabeza y respondió compungido señalando el suelo.

—Señor, ¿acaso era esto necesario?

Jean Baptiste lo miró avergonzado, fijándose en el gran libro abierto que el fraile sostenía en su regazo como si se protegiera con él. Suspiró hondo y le tendió la mano para levantarlo después de depositar el cáliz sobre una pequeña mesa.

El religioso, un hombre de mediana edad, tosió y sin soltar el libro, se agarró del brazo de Grivel para incorporarse. Ya de pie, lo colocó con cuidado sobre el atril y mirando después a su alrededor, comenzó a recoger cuidadosamente todos los que estaban en el suelo. Jean Baptiste se conmovió al ver el cuidado que el fraile ponía en la tarea. Una biblioteca como aquella destrozada por unos brutos inconscientes del daño que hacían.

Baste entró llamando a su amigo y enmudeció cuando vio la escena. Se imaginaba la desolación que sentía ante el triste espectáculo. Se acercó a él y le puso la mano en el hombro.

—Debemos irnos.

—Me pregunto qué buscaban estos animales aquí.

—Pues, cosas como esta —replicó el capitán cogiendo el cáliz dorado y acercándose al atril atraído por la ilustración del libro que estaba sobre él, una especie de dragón encadenado entre llamas que semejaba un diablo.

—¿Y esto?

Jean Baptiste echó un vistazo. Aquello era una biblia y estaba abierta por el libro del Apocalipsis.

—Una imagen muy apropiada, Pierre. La de la reencarnación de Satanás.

—Conociendo a los curas españoles, ¿qué libro esperabas que estudiasen? Para ellos, esto es el fin del mundo.

El grupo de coraceros pasó de largo por varios edificios que tenían a su izquierda entre los álamos. Eran una iglesia hospital y un convento y los cazadores a caballo de Dupré estaban dando buena cuenta de ellos. Frailes y monjas estaban a sus puertas arrodillados y atemorizados rezando con la vista hacia el cielo, mientras eran vigilados por los soldados desde sus monturas. Sus compañeros entraban y salían cargando los caballos con copas, candelabros y joyas que habían sacado de su interior.

Entre medias, y frente a unas industrias de cáñamo, cuyos deshechos ardían en la calle, un fraile había sido arcabuceado y su cadáver yacía en medio del camino sin que nadie se atreviese a apartarlo, ni siquiera los paisanos que observaban aterrados el espectáculo desde las ventanas de la fábricas.

El griterío de los soldados de uniformes verdes y chacós negros era incesante y el capitán al mando de los coraceros espoleó el paso de su grupo hacia el río. Había perdido a cuatro de sus hombres en un combate contra la caballería española horas antes muy cerca de allí y cuando se retiraba había pasado al lado de un santuario protegido por un numeroso grupo de paisanos.

Si los cazadores o los dragones, que también patrullaban la zona, no habían dado con el santuario entrarían a buscar su parte de botín. Tanto él como sus hombres estaban muy exaltados por los camaradas muertos. Necesitaban vengarlos.

El capitán, llamado Fronsard, lo divisó entre las huertas que había recorrido antes y alzó la mano para dirigirse a la amplia explanada que había ante la puerta, nivelada a su misma altura. De un salto, se bajó del caballo y amartilló su pistola. Sus hombres hicieron lo mismo desenvainando sus espadas y sacando sus fusiles de las fundas de las monturas.

No hizo falta que derribasen la puerta del templo. Bastó un golpe porque estaba entreabierta y los coraceros fueron entrando en silencio. Sólo se escuchaba el sonido de sus botas contra el suelo. Fronsard, en cabeza de sus hombres y con la pistola apuntando al frente, pasó de un patio a una capilla y se quedó boquiabierto por el lujo que encontró. De su techo colgaban varias arañas de plata, enormes, con gran cantidad de mecheros encendidos de lámparas dando la sensación de que la luz que entraba por los pequeños ventanales era sólo un reflejo en aquel pequeño mar de estrellas.

Las paredes estaban cubiertas de cuadros y pinturas antiguas con imágenes de vírgenes y santos. Sobre el altar, ricamente enjalbegado, se encontraban varias piezas de oro y piedras preciosas, candeleros, bandejas y un gran crucifijo sobredorado. Detrás, un rico retablo con un sagrario dorado y delante, cerca de un gran evangelio abierto sobre el extremo del altar, una Virgen con un niño sobre una peana de madera recubierta de plata cincelada. Las dos figuras estaban coronadas con oro, esmeraldas, amatistas y perlas. Rodeando la cabeza de la virgen una diadema grande de plata y a sus pies una media luna del mismo metal. Fronsard y sus coraceros estaban boquiabiertos. Aquella riqueza suponía una gran fortuna. ¡Era lo que andaban buscando!

Uno de los soldados se quitó el casco y varios de sus compañeros se mofaron de él. «¿Vas a rezar un padrenuestro?».

Pero el coracero, haciendo caso omiso de las burlas se puso a la altura de Fronsard y señaló a la imagen de la Virgen.

—Mirad la imagen, capitán. ¡Tiene puesta una banda de mariscal!

—¡Pardiez, es cierto! —respondió Fronsard fijándose en la banda dorada que colgaba de ella.

En ese momento, un sacerdote acompañado de dos frailes salió de la sacristía y se puso delante del capitán. Era un anciano que alzó las manos al cielo y le habló suavemente en francés.

—Señor, os suplico que respetéis a Nuestra Señora de La Fuensanta, patrona de esta ciudad. ¡Tened piedad de ella y de nosotros sus humildes servidores!

El soldado que se había adelantado junto a Fronsard, sorprendido por las palabras del sacerdote, lo empujó sin demasiada fuerza, justo para intimidarlo aún más.

—¡Otro cura malnacido que pretende impedirnos que cobremos lo que es nuestro!

El capitán sonrió y se dirigió al religioso que había sido sostenido por los dos frailes que lo acompañaban.

—Querido amigo, ¿de qué va vestida vuestra Virgen? ¿A qué arma pertenece, a la infantería o a la caballería? Es preciso que me lo digáis porque mis hombres y yo tenemos alguna cuenta pendiente con vuestros soldados.

—Señor —replicó el anciano balbuceante— el pueblo devoto la ha revestido con una banda de general de nuestro ejército, pero nada tiene que ver con vos.

—¡Anda! —respondió Fronsard sarcástico— ¡Que no tiene nada que ver conmigo! ¡Una Virgen militar y no tiene nada que ver conmigo! ¿Queréis reíros de mí, cura?

Los ojos del sacerdote enrojecieron mientras el capitán le apuntaba entre ellos con su pistola y comenzó a temblar. Estaba a punto de darle un ataque.

—¡Vamos, recoged nuestro botín que no tenemos todo el día! —gritó Fronsard a sus hombres mientras apartaba de un fuerte empujón a uno de los frailes que agarraba al sacerdote. El hombre perdió el equilibrio y arrastró en su caída a los otros dos, a los pies del altar.

De inmediato, los coraceros comenzaron a saquear a conciencia la capilla entre risas y grandes voces. Cogieron los crucifijos, las bandejas, y las alhajas que estaban a su alcance. Abrieron el sagrario y sacaron los cálices y las copas doradas punteadas de piedras preciosas. Los bancos fueron lanzados violentamente contra las paredes para encaramarse en ellas y alcanzar las arañas plateadas a la par que arrojaban los cuadros al suelo.

Fronsard, que se había adelantado hasta la peana de la virgen, la agarró y de un fuerte golpe la tiró al suelo. Uno de los coraceros le quitó la banda y se la puso en la boca a uno de los frailes que intentaba proteger con su cuerpo al sacerdote.

Maldiciendo y escupiendo en la tela, sacó su sable y la cortó arrojándola sobre los religiosos. Después, descargó el arma sobre ellos en varios golpes que hicieron saltar la sangre del primero sobre las telas blancas que cubrían el altar mientras reía como un demente.

—¡No os quejéis, cerdos, porque no conocéis a madame de Guillotine! ¡Deberíais haberle preguntado a vuestros compinches del otro lado de los Pirineos!

Los coraceros chillaban como posesos dentro de la capilla. Cuando se hartaron de rapiñar lo que pudieron, unos salieron al patio y otros entraron en la sacristía. Buscaban por todas las estancias del santuario cualquier cosa para llevarse. Los pocos monjes que se habían congregado en el patio se agarraban unos a otros hechos un ovillo sobre el suelo. De una pequeña habitación sacaron a tres monjas que estaban escondidas. Una de ellas era una joven morena de piel muy blanca y ojos verdes. «Demasiado guapa para vestir los hábitos» chilló el coracero que había iniciado el saqueo.

Mientras Fronsard se dirigía hacia la puerta del santuario con los bolsillos repletos de las joyas de la virgen, cuya imagen yacía destrozada en el suelo, el hombre arrastró a la joven monja hasta la capilla. Jaleado por sus compañeros, que gritaban ebrios de violencia y crueldad, la llevó hasta la sacristía. La habitación estaba totalmente revuelta.

De una patada puso en pie una mesa que estaba volcada y sentó sobre ella a la mujer. Le quitó la cofia, que dejó ver su pelo negro, algo corto, y sacando un puñal cortante de su cinto, le abrió el hábito. La monja, estaba totalmente aterrada, con la boca abierta y sin mover un solo músculo. El coracero se quitó los correajes de la coraza y la tiró al suelo. Ya estaba libre de movimientos.

—Y ahora, gallinita, empieza lo bueno.

La joven intentó gritar pero de su boca no salió una sola palabra cuando el soldado dejó al descubierto su pecho turgente coronado por dos pezones grandes y sonrosados y comenzó a lamerlos. Tampoco pudo hacer nada cuando el hombre la bajó de la mesa y dándole la vuelta le subió el hábito hasta buscar su parte más íntima desgarrándola con una violenta penetración.

A pesar de que aquella tortura no duró más de un par de minutos, el tiempo que emplearon las acometidas del coracero, para la joven pareció toda una eternidad. Cuando sintió un calor viscoso y líquido entre sus piernas soltó un sollozo muy hondo, salido de lo más profundo de su ser.

El soldado le dio la vuelta y poniéndola de nuevo encima de la mesa, introdujo la mano entre sus muslos. La sacó ensangrentada y se la puso en los labios.

—Ahora puedes rezar, pero en silencio.

La joven sintió en su boca un extraño sabor a sangre y a algo más que no sabía identificar. Pensó en ello por un instante y luego se desmayó sobre la mesa.

El coracero sonrió. Se ajustó los pantalones, se colocó la coraza y volvió a tocar con su mano el pecho de la joven.

—Volveré, amor mío.

Luego salió a la capilla, recogió su casco y se dirigió hacia la puerta del santuario. Había cobrado su botín por partida doble.

* * *

—¡Maldita sea! ¡Quiero que echéis abajo ese nido de rebeldes!—. Dupont, impaciente y nervioso, andaba de un lado a otro entre sus artilleros sin entender lo que ocurría. Estaba en una pequeña plaza frente a lo que parecía una especie de fortaleza, con una gran torre cuadrada, y el cañón de a cuatro que apuntaba a sus muros no disparaba. Era la segunda vez que la mecha se apagaba de manera incomprensible.

Legendre, unos pasos más atrás, estudiaba un plano rudimentario de Córdoba y daba órdenes a los edecanes para ir distribuyendo los regimientos por la ciudad. Ya sabía que en la parte norte había encontrado cierta resistencia y que en una de las puertas que daba al río, frente a un antiguo puente en cuya orilla contraria se alzaba un torreón, algunos soldados españoles habían entretenido un largo rato a uno de los destacamentos que recorría la muralla.

De pronto, entre imprecaciones y murmullos, un grupo de hombres de paisano se abrió paso hasta ellos. Iban escoltados por cuatro soldados con un extraño uniforme de granaderos a los que algunos de sus soldados insultaban e incluso habían escupido sin que estos respondieran en ningún momento. Laplanne, que estaba conversando con algunos generales, se acercó a Dupont y señaló a la comitiva.

—Parece que tenemos una embajada.

Dupont se paró por un instante y examinó al grupo. Lo componían cinco hombres. El primero, casi un anciano, vestido elegantemente a la inglesa. El segundo, de mediana edad, caminaba a su lado portando una vara de mando. Otros dos, unos pasos por detrás, flanqueaban a un religioso de negro riguroso. Todo el grupo tenía un aspecto grave y muy serio.

—¡Sabía que nos enviarían a un cura! —dijo Laplanne a Dupont en voz baja y con tono de sorna.

Antes de que el grupo llegase a su altura, los gendarmes de Huchel detuvieron a los cuatro granaderos, les quitaron las armas y los apartaron a un lado con gesto amenazador. A ninguno de los hombres se le ocurrió rechistar.

Legendre se adelantó junto a su comandante cuando el grupo estuvo ante él. Los cinco hombres saludaron reverenciosos a los generales franceses que apenas correspondieron con un leve movimiento de cabeza. Salvo el sacerdote, los paisanos se habían descubierto y sostenían sus sombreros con las dos manos. El que estaba vestido a la inglesa fue quien se dirigió a Dupont en perfecto francés.

—Señor, mi nombre es Joaquín Fernández de Córdoba, marqués de la Puebla, alférez mayor de Córdoba y estos que me acompañan son el corregidor, Don Agustín Guajardo, el alcalde mayor primero, Don Lorenzo Dueñas, el diputado Don Alonso Tauste y Don Diego Millán, miembro del Cabildo Catedralicio y representante del Obispo de esta diócesis, Don Pedro de Alcántara.

Los generales observaron expectantes al grupo y Dupont posó una mirada fiera en su interlocutor a la que acompañó con una pregunta llena de desdén.

—¿Y es ahora cuando venís a presentaros, marqués?

De la Puebla respondió con toda la humildad y cautela de la que fue capaz.

—Córdoba está en vuestras manos y apelamos a vuestro honor para con ella y a vuestra misericordia para con sus habitantes.

Dupont rió con desprecio.

—Señor De la Puebla, habláis de honor y misericordia pero no creo que vuestros conciudadanos sepan qué significan esas palabras.

—¿Qué queréis decir?

—¿Y todavía lo preguntáis?

Laplanne, junto a Dupont, replicó al marqués.

—¿Os negáis a reconocer vuestro crimen?

En ese momento, mientras De la Puebla, desconcertado por la intervención de Laplanne pensaba en una respuesta, un teniente de artillería se acercó a Dupont.

—General, el cañón ya está listo.

El general volvió la cabeza hacia atrás y levantó la mano haciendo una señal para que los artilleros se detuvieran y gesticuló hacia aquella especie de fortaleza.

De la Puebla miró hacia el cañón en enfilada apuntando hacia la iglesia de San Pedro y con los soldados de azul celeste esperando la orden para prender la mecha y comprendió de inmediato.

—Señor, ¿por qué queréis destruir esta iglesia?

Dupont guardó un breve silencio mientras miraba simultáneamente al marqués y a su grupo, al edificio, de donde colgaban varios pendones, y a sus generales. Después, se dirigió a De la Puebla con el mismo tono de desdén con el que lo había recibido.

—¿Una iglesia decís? ¿Pretendéis seguir con vuestra burla?

—¡No general, por mi honor os juro que es una iglesia y de las más antiguas y veneradas de Córdoba!

Diego Millán dio unos pasos hacia delante y se puso frente a Dupont juntando las manos y bajando la cabeza.

—General, esa es la casa de Dios. Os suplico que no la destruyáis. ¡Tened piedad!

—¡Vaya, qué bien suplica nuestro cura en francés la piedad que no nos han dado los bandidos de esta ciudad! —dijo Laplanne.

—¡Córdoba se ha rendido, general Dupont! —reclamó el marqués— ¡No prendáis la mecha de ese cañón contra una iglesia que sólo puede albergar a inocentes indefensos y temerosos de Dios! ¡Os suplico, como Don Diego Millán acaba de hacer, que evitéis el sufrimiento de los cordobeses!

Dupont dio media vuelta y se encontró con los rostros sorprendidos de sus generales, Legendre, Fressia, Barbou, Chabert y Marescot, que observaban la escena sin decir una sola palabra.

—Y vos, Marescot, ¿qué decís? ¿Os parece eso una iglesia?

El general de ingenieros, siempre en un discreto segundo plano y centrado en la misión que le había encomendado el emperador, respondió afirmativamente.

—Sí estos hombres así lo afirman no creo que tengamos ningún motivo para dudar de ello. Verificarlo es tan sencillo como enviar al sacerdote a que abran sus puertas.

Dupont exhaló el aire con fuerza.

—Id entonces con él y verificadlo juntos como proponéis.

Marescot se adelantó unos pasos y le indicó con la mano el camino a Diego Millán, quien dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de la iglesia.

Avanzaron seguidos de un pelotón de soldados y dieron una pequeña vuelta a la derecha hasta encontrarse frente a un gran portón de madera de color marrón oscuro. Justo antes de llamar, el canónigo se fijó en el cadáver de un paisano sobre el empedrado a una decena de metros y se detuvo para santiguarse.

Marescot miró también al hombre y después a Diego Millán, pero no dijo una sola palabra.

Después, el sacerdote golpeó con fuerza en el portón mientras se identificaba con voz fuerte. Repitió por tres veces la llamada hasta que comenzaron a abrirse los postigos y se abrió una pequeña puerta en el centro por la que entró en primer lugar.

Los soldados, que tenían la bayoneta calada y los fusiles apuntando al portón, bajaron las armas a una señal de Marescot que, tras asomarse tras Diego Millán, le siguió al interior de la iglesia. El general quedó conmovido por la escena que contempló dentro del templo. Una pequeña multitud de ancianos, mujeres y niños, se arracimaban sobre la planta rectangular de la iglesia, en la nave central. Estaban en completo silencio, apenas roto por el llanto de los más pequeños.

Diego Millán caminó hasta el altar principal seguido de Marescot que miraba a ambos lados y simultáneamente al techo y a las naves laterales y a los refugiados, que observaban como aquel oficial con entorchados dorados se colocaba el bicornio bajo el brazo y recorría la iglesia con paso lento y solemne.

Cuando llegaron hasta el altar, los religiosos saludaron ceremoniosamente al sacerdote y al general. Diego Millán, viendo la expresión de nerviosismo que tenían, los tranquilizó.

El ejército francés estaba fuera pero nada iba a ocurrirles. Marescot, como si hubiera entendido lo que decía Millán, le refirió lo que había ocurrido con el cañón que tenían dispuesto para disparar contra la iglesia en la plaza. La mecha había fallado dos veces. Y viendo aquellas gentes y aquella riqueza, bien podría ser un milagro. El sacerdote le respondió que allí se encontraba la capilla de los mártires de Córdoba donde se custodiaban sus reliquias encontradas hacía más de 200 años.

—Y pueden haber sido ellos los salvadores estos inocentes.

Marescot movió afirmativamente la cabeza con suavidad. Se volvió a colocar el bicornio con las plumas doradas, saludó a Millán y recorrió de nuevo el pasillo hacia la salida donde, dentro de la iglesia, esperaba, también en silencio, el pelotón que los había acompañado con las bayonetas mirando al suelo.

Antes de salir se fijó en una pequeña niña. No tendría más de tres o cuatro años y sonreía feliz jugueteando con el vestido de su madre, una mujer joven de grandes ojos marrones. Se acercó a ambas tendiéndole la mano a la pequeña. La madre, asustada, hizo ademán de empujar a la niña tras de sí, pero ésta tocó divertida la mano de Marescot que le dedicó una gran sonrisa. Se acordaba de su hija Charlotte. «Ellos no merecen esto», pensó mientras la miraba.

—Mis soldados tienen derecho a botín conforme a las leyes de la guerra, marqués. Deberíais saberlo.

—General, la Córdoba se ha rendido después de la batalla. Está indefensa y nada ganaréis con saquearla.

—Mis soldados han visto cómo a la entrada de esta ciudad, indefensa como vos decís, han intentado asesinar a su general y, me dicen que todavía hay resistencia en algunos lugares. ¿Es esa la manera que tenéis de rendiros?

De la Puebla pidió a Dupont que le dejase traducir al resto sus palabras. Este asintió mientras los disparos seguían sonando a lo lejos.

—Señores, el general Dupont dice que han atentado contra él y que sus tropas tienen derecho a botín después de la victoria.

El corregidor Guajardo respondió con rapidez dirigiéndose a Dupont.

—General, os juramos por nuestro honor que ninguno de los que estamos aquí, que representamos por las leyes de nuestro rey Don Fernando a Córdoba, sabíamos nada de ningún atentado.

—Decidle al general señor marqués que las leyes de la guerra también dicen que una plaza rendida tiene derecho a solicitar la clemencia del vencedor, repuso Lorenzo Dueñas.

Marescot se acercó al grupo y se dirigió a Dupont.

—Tenían razón. Es una iglesia y está llena de ancianos, mujeres y niños. No hay rebeldes dentro.

Fressia se adelantó e intervino en la conversación antes de que el marqués, visiblemente aliviado, pudiera hablar.

—Si Córdoba se ha rendido, tendréis que aceptar nuestras condiciones, señor marqués.

Dupont miró a Fressia y se retiró unos pasos hacia atrás junto con él, Legendre, Barbou y Marescot.

—Nuestras condiciones, Mauricio, pasan por asegurar la ciudad, acantonar a los regimientos, especialmente a tu caballería, y recibir las reparaciones correspondientes. No podemos permitir que la insolencia de estos españoles impida el cumplimiento de la misión que nos ha encomendado el emperador.

—Estoy de acuerdo.

—Yo también, general —repuso Legendre.

—En esa iglesia se apiñan inocentes llenos de miedo, Pierre. Somos soldados de Napoleón, caballeros de Francia. No derramemos sangre innecesaria.

Los generales asintieron. Marescot era de los pocos al que Dupont permitía que le llamara por su nombre en presencia de los demás generales y cuando lo hacía era porque tenía que decirle algo muy importante o definitivo. Como aquello.

—Bien, señores. Dejemos las cosas claras a estos malditos españoles.

Dupont dio media vuelta y se dirigió a De la Puebla.

—Marqués, daré órdenes a partir del amanecer de mañana para que el ejército de su majestad imperial respete a la población. Mientras tanto, arreglad con el general Legendre, mi jefe de estado mayor, la intendencia para el alojamiento de mis generales y oficiales y el acantonamiento de mis tropas.

—Así se hará, general.

—También os digo que os hago a vos y a los hombres que os acompañan responsables de la resistencia de los rebeldes que todavía osan combatirnos. Mientras no depongan y entreguen sus armas a mis soldados, no habrá pacto. Y por supuesto, negociaremos en los próximos días las reparaciones que Córdoba habrá de pagar al emperador.

De la Puebla asintió y tradujo de nuevo a Guajardo, Dueñas y Tauste las condiciones del comandante francés. Los hombres se miraron entre ellos y suspiraron entre inquietos y preocupados.

—También os anuncio ya que nombro gobernador militar de Córdoba al general Laplanne.

—Desde luego.

—Confío en que sabréis entender lo que significa este nombramiento. Cualquier asunto de naturaleza militar será de su competencia.

Laplanne sonrió complacido. Era un cargo a su medida y todos los generales presentes lo entendieron perfectamente. Su carácter ambicioso, libertino y cruel encajaba como un guante con las intenciones de Dupont. El tipo perfecto para tratar con los rebeldes y sacar el mejor botín de una rica ciudad como debía de ser Córdoba.

—Y ahora, marqués, cumplid con lo pactado. Quiero cenar y alojarme con mis generales y sus señoras según corresponde. Organizadlo.

De la Puebla pensaba en Pedro de Echávarri. El vasco era de los que hubiese retado en duelo a Dupont por su noble e ingenuo patriotismo.

Pero la realidad lo llamó pronto al orden.

—Señores, organicemos cuanto antes el encargo del francés.

—Antes de que sus soldados destrocen la ciudad —repuso Guajardo.

—Sí, corregidor. De momento hemos perdido una batalla y hemos de ser consecuentes —respondió el marqués.

Fressia, que había escuchado aquellas palabras, sorprendió a los cuatro hablándoles en castellano.

—Si todos cumplimos con el pacto señores, todos saldremos ganando.

* * *

En medio de la noche, el estrépito era enorme. A lo largo de la calle Mayor de Santa Marina, en la esquina con la calle Moriscos y más abajo en la calle de la Piedra Escrita, grupos de tiradores, fusileros y suizos entraban al asalto en las tabernas allí situadas. Arrancaban las espitas de los barriles y las botas de sus bodegas y los abrían a hachazos. Estaban impacientes por emborracharse.

Fernando de la Rosa y sus dos criados escuchaban los gritos de aquellos hombres enloquecidos que se mezclaban con los lamentos de los hombres y los alaridos de las mujeres arrastradas a la calle y baleadas sin piedad. La soldadesca estaba fuera de control.

El médico se debatía entre el deseo íntimo y urgente de salir a la calle para atender a aquellos desgraciados y la precaución realista de esperar a que sus verdugos se calmaran. Si era posible que lo hicieran después de dar cuenta de la enorme cantidad de alcohol que estaban trasegando. Los criados, acongojados, gemían implorando a Dios que los pusiera a salvo de aquellos brutos. Que a ninguno de ellos se le ocurriera fijarse en la casa y derribar la puerta. «¿Qué haremos entonces, Don Fernando?»

—Esperemos. No perdáis la calma y seguid rezando. No tienen por qué querer entrar aquí. Están demasiado ocupados despanzurrando los barriles de vino de las tabernas.

—¡Y matando a muchos infelices! ¡Estáis escuchando los disparos y los gritos de hombres y mujeres!

—No —respondió el médico para intentar tranquilizarlos— los franceses disparan contra las puertas de las bodegas para saquearlas y los gritos son de sus dueños que huyen despavoridos.

Al otro lado de la puerta, sobre el empedrado de la calle, sonaron los cascos de la caballería. Iban en dirección a la Puerta del Colodro.

—¿Veis? Pasan de largo.

Los criados respiraban agitados. No conseguían confiar en las palabras del señor de la casa. Tarde o temprano, los franceses golpearían las puertas, las echarían abajo y después, los matarían. Acertaron en lo de golpear las puertas de la casa. Una voz imperiosa acompañó el aporreo de la madera.

—No abráis todavía —dijo Fernando de la Rosa—. Yo lo haré y que os vean asustados cuando entren.

—¡Yo estoy muerto de miedo, señor! ¡El estómago me da vueltas!

—¡Pero vos, señor, no debéis abrir! —replicó el criado más viejo, que tenía una edad parecida a la del médico.

—No temáis. Lo que tenga que ocurrir, ocurrirá.

De la Rosa cruzó el patio, se dirigió al zaguán, descorrió el postigo y abrió la puerta. Un oficial de dragones seguido de algunos de sus hombres, desmontados de sus caballos, se quedó mirándolo sorprendido con el puño alzado.

—¡Requisa de comida para las tropas del emperador! ¡Apartaos y no os ocurrirá nada!

—¡Teniente, no perdáis el tiempo que no os entienden! —dijo uno de los dragones.

El médico respondió en francés dejando boquiabiertos a los soldados.

—Todos los alimentos que haya en mi cocina son vuestros. Sólo os pido que respetéis esta casa y a mis criados, esos dos pobres hombres que están ahí dentro atemorizados. Ellos os darán lo que necesitéis.

Fernando de la Rosa dio media vuelta y avanzó por el patio seguido del teniente y dos dragones. Llamó a los dos criados y les dijo que les diesen la comida que tenían en la despensa y el pequeño barril de una arroba de vino de Montilla.

—No os preocupéis. Ya encontraremos algo para nosotros. Y no mostréis miedo, sería peor para todos.

Después dio media vuelta y se dirigió al oficial que no salía de su asombro.

—Ya he dado órdenes a mis criados de que os entreguen la comida que pedís, teniente. ¿Podemos serviros en algo más?

—De momento, señor, aceptamos complacidos la comida. ¡Talart, Borjoux, acompañad a esos hombres a la cocina y volved inmediatamente con las viandas! Y vos, señor, con vuestro aspecto y conociendo mi lengua, ¿podéis decirme quién sois?

—Mi nombre es Fernando de la Rosa y soy médico cirujano. Tuve tiempo de aprender vuestra lengua en mi juventud porque viajé por Francia y estudié en París durante un año.

—¿Cuándo fue eso?

—En tiempos que quedan ya muy lejos. Entonces eran los primeros años del reinado de Luis XVI.

El teniente resopló y se desabrochó el barboquejo del casco para quitárselo descubriendo un rostro muy joven. Tendría veinte años apenas, calculó el médico.

—¿Y vos? —inquirió De la Rosa—. Parecéis muy joven. ¿De dónde sois?

—Mi nombre es Philippe Sorel, señor De la Rosa y mi familia es natural de Nantes. Mi padre es también médico como vos, aunque militar. Ahora presta sus servicios como cirujano jefe en el ejército del mariscal Lannes.

—Entiendo.

—Perdonad este asalto, señor, pero os aseguro que sólo buscamos alimentos. El combate de hoy ha dejado a mis hombres exhaustos y también hambrientos.

El teniente parecía sinceramente turbado y había perdido su actitud imperativa. No esperaba encontrarse con alguien como Fernando de la Rosa y éste lo captó perfectamente.

—Si necesitáis que atienda a alguno de vuestros hombres, estoy a vuestra disposición.

—No, gracias, señor. Afortunadamente, ninguno de estos rufianes está herido.

Al otro lado de la puerta, en la calle, se escucharon algunos disparos y más voces de quienes amenazaban y saqueaban y de quienes imploraban misericordia. Los franceses se estaban empleando a fondo a lo largo de Santa Marina, y Sorel comenzó a sentirse cada vez más incómodo en aquella casa.

Mientras, los dragones Talart y Borjoux se relamían con la comida que estaban sacando de la cocina los criados. Dos grandes jamones, embutidos y quesos. Y una pierna de cordero. ¡Cómo iban a disfrutar con aquello!

—Y digo yo, Borjoux, ¿Por qué diantre no comemos y bebemos aquí? El alojamiento no está lejos y si vamos despacio a lo mejor encontramos un par de lindas palomitas que nos ayuden a dormir bien.

—¡Que te crees que el teniente lo va a permitir! ¿No ves acaso las migas que está haciendo con ese viejo? Me da mala espina.

—¡Eres un aguafiestas! ¿No ves el jaleo de las calles? ¡La ciudad es nuestra y quien manda, manda! ¿Te parece que este imberbe de Sorel se atreverá a contradecir al general Dupont?

Talart rió y tiró un trozo de pan a su compinche. El criado más joven, que estaba cargando comida en un gran cesto lo miró de soslayo. El dragón, que estaba sentado sobre la mesa, soltó la pierna y le dio una patada a la altura de la rodilla. El criado sintió un terrible dolor pero no dijo una palabra.

—Y tú, lacayo, no te metas en mis asuntos o verás lo que es bueno ¡y acaba de una vez!

—Vamos, Talart, deja al hombre ¿o es que quieres matarlo también como al otro pobre diablo de antes?

—Si es necesario, lo haré —replicó el dragón sonriente mientras desenfundaba su sable y golpeaba con el filo al sirviente aterrorizado.

—Aquí nadie va a matar a nadie, Borjoux —dijo el teniente entrando en la cocina—. ¿Habéis acabado ya?

—Sí, teniente —respondió Talart—, nos han preparado estos dos cestos y mirad que jamones. Además, este amable anciano —ironizó abrazando por detrás al criado de más edad— nos ha regalado de propina este barrilito de buen vino. Una casa muy acogedora sin duda.

—Pues vayámonos.

Sorel salió detrás de los dos dragones que cargaban con la comida.

En el patio, los otros dos compañeros que esperaban junto a Fernando de la Rosa les ayudaron con la carga.

—Os prometo por mi honor que nadie tocará esta casa, señor —dijo el teniente despidiéndose del médico.

—Confío en vuestra palabra de oficial.

Sorel saludó militarmente, dio media vuelta y desapareció en la calle donde seguían escuchándose los gritos de unos y otros y, de vez en cuando, algún disparo. De la Rosa suspiró tranquilizado y cerró él mismo la puerta echando los postigos y una gran tranca de hierro. Luego fue hasta la cocina donde el criado joven se frotaba la rodilla dolorida.

—¿Nos hemos quedado con algo de comer?

—Claro, Don Fernando —respondió el más anciano, que se sacó una llave del interior del pantalón—. No han visto la alacena del pasillo. Allí todavía queda un jamón, legumbres, algunos tomates y una garrafa pequeña de vino.

—Pues sentémonos y comamos. No podemos hacer otra cosa hasta mañana.

Los dragones cargaron en sus caballos la comida y se adentraron por la calle Moriscos cabalgando muy despacio. Un grupo de tiradores, visiblemente borrachos, reía y bailaba frente a la puerta destrozada de una taberna, y Talart miró de reojo a Borjoux. ¡Era una gran fiesta!

Uno de los tiradores le alargó a Sorel una jarra de metal llena de vino.

—¡Echad un trago, teniente! ¡Está bueno!

El joven oficial rechazó el ofrecimiento y siguió adelante lentamente. A sus espaldas, Talart aceptó la jarra y se bebió media de golpe con gran ansia. Luego saludó efusivamente al tirador que, encogiendo los hombros, volvía a entrar a la taberna.

—¡Gracias compadre!

Casi al final de la calle, se agolpaban varios cadáveres de hombres y mujeres frente a puertas destrozadas donde también reían ruidosamente más soldados. Frente a una de ellas, varios suizos metían mano a dos mujeres que chillaban intentando defenderse.

Sorel quiso decir algo pero vio a dos corpulentos tenientes berreando como salvajes mientras se quitaban las casacas y se echaban las manos a los cinturones de los pantalones y decidió pasar de largo. Era mejor no meterse con aquellos tipos.

Cuando los tres dragones iban a doblar la calle hacia la derecha, un mayor con el pelo rubio enmarañado y los ojos inyectados en sangre, completamente ebrio, les dio el alto y les pidió que bajasen de sus monturas.

—Vamos, dragones, venid y contemplad cómo beben los hombres de verdad, no esos traidores suizos.

El teniente hizo un ademán de seguir adelante pero el mayor sacó una pistola y le apuntó a la cabeza.

—¿Acaso crees, teniente, que no sería capaz de volarte la sesera? ¡Baja de tu caballo! ¡Es una orden, maldita sea!

Talart y Borjoux echaron mano a sus espadas pero varios fusileros los rodearon al ver al mayor con la pistola en la mano.

—Mi teniente —dijo Talart que vio por fin la oportunidad de unirse al jolgorio—, no nos vendría mal tomar algo de vino con estos buenos camaradas. El señor mayor tiene razón.

Sorel comprendió inmediatamente que era mejor desmontar. El mayor le dedicó una amplia sonrisa y se guardó la pistola. Cuando el teniente estuvo en tierra, sobre el suelo embarrado, le echó un brazo por lo alto y le habló pegado a su cara. Sorel aguantó una nausea. El mayor apestaba a una mezcla de alcohol y enorme suciedad.

—Ven conmigo, hijo mío.

Entraron en una bodega seguidos de varios hombres y el espectáculo hizo relinchar de satisfacción a Talart. Un granadero, con el uniforme completamente manchado de tierra amarilla estaba inconsciente bajo la espita de un gran tonel de donde manaba un chorro de vino directamente a su cara. El mayor le dio una patada en una pierna. El hombre no se movió.

—¡Apartadme a este cadáver!

Un sargento de tiradores, de gran mostacho, con las alpargatas medio desabrochadas y sin casaca, agarró al granadero por los hombros y lo arrastró hasta una mesa. El soldado se despertó resoplando y antes de que pudiera decir una palabra, el sargento lo alzó echándolo sobre ella y tirando varios vasos ante las protestas de dos fusileros.

—¡No cloqueéis como viejas, bergantes, y atended al camarada!

Talart, que se había agenciado una jarra de vino, golpeaba divertido a su compadre Borjoux.

—Al final resulta que nos vamos a divertir. ¡Toma y bebe!

El mayor, mientras tanto, había cogido un hacha y se dirigía hacia el fondo de la bodega donde se agrupaban varios barriles grandes pintados de negro que todavía no habían sido abiertos.

—¡Teniente! ¡Vamos a darnos un baño!

Seguido de Sorel y el sargento de tiradores, el mayor golpeó con el hacha la espita de un barril y la arrancó de cuajo saliendo un gran chorro de vino.

—¡Apaguemos la sed!

El sargento se colocó debajo del chorro y dio un buen trago. Luego se mojó la cabeza y comenzó a moverla como un perro mojado entre las risas de los hombres.

El mayor lo empujó y dio también otro trago, pero ligero, y señaló a Sorel.

—¡Te toca, teniente!

El joven también hizo lo mismo, aunque con mayor rapidez, y se secó la boca con la manga.

—¡Y ahora vosotros, dragones, vamos!

Talart y Borjoux se aproximaron obedientes. Sobre el suelo se iba formando un gran charco y Sorel le dijo al sargento que trajera un recipiente para recoger el vino que manaba del barril. El mayor, cada vez más ebrio, volvió a agarrar de un hombro al teniente y le amonestó con palabras ininteligibles.

—Teniente, hay vino para todos, no te preocupes porque se pierda algo. ¡Vamos, bebed y disfrutad porque mañana no sabemos en qué batalla combatiremos!

Sorel lo agarró antes de que se cayera y lo ayudó a sentarse en una pequeña silla de madera. El hombre quedó con la cabeza echada hacia atrás a punto de perder la conciencia.

—¡Talart, Borjoux! Salgamos de aquí.

—Mi teniente, el mayor nos ha invitado a...

—No repliques, es una orden. ¡Vámonos ahora!

—Sí, señor —dijo Talart con cara de fastidio y empujando a Borjoux—. Ahora que estábamos empezando a divertirnos.

Abriéndose paso entre los hombres que estaban en la bodega, los tres dragones salieron a la calle. Los caballos estaban quietos en la puerta atados a la verja de una ventana. Sorel acarició al suyo y montó con agilidad.

—¿Lleváis las provisiones? —preguntó.

—Desde luego, teniente —respondió Borjoux tocando los jamones, cuyas patas asomaban entre las bolsas de su silla—. Con este jaleo a nadie se le ha ocurrido echar un vistazo a la comida.

Ni siquiera a esos, apuntó Talart mientras señalaba a los suizos que habían visto antes sentados en la calle. Una de las dos mujeres estaba tendida muy quieta. Parecía muerta. Philip Sorel sintió un reflujo de repugnancia subiéndole desde el estómago y picó espuelas para salir de aquella calle. Fue ajustándose el barboquejo del casco mientras cabalgaba. Todo aquello le daba asco.

* * *

La noche avanzaba sobre una Córdoba asaltada y saqueada por las tropas invasoras. Desde los barrios más antiguos, situados en la Ajerquía baja, hasta los del oeste y hacia la sierra, los soldados franceses se habían extendido por toda la ciudad, la mayoría de las veces como una enloquecida manada de lobos tras el rastro de sangre fresca.

Los conventos, las iglesias y las tabernas se habían convertido en sus lugares preferidos y muchos oficiales, preocupados y descontentos con la actitud de los hombres, intentaban mantenerlos a raya. Pero era casi imposible. El supuesto derecho a botín tras el atentado al general Dupont era la invocación permanente de los más alborotadores e indisciplinados.

Jean Baptiste cabalgaba seguido de su sargento por las estrechas calles de Córdoba. Había decidido dar una vuelta por la ciudad tras su encuentro con Daugier frente a la iglesia de San Pedro, donde se enteró de la capitulación de los cordobeses.

Baste, mortalmente cansado, había vuelto a reunirse con los marinos, que habían recibido instrucciones del comisario Martin para acantonarse en el Barrio de San Antón, fuera de los muros de la ciudad y cerca de los conventos que habían destrozado a la entrada. Grivel y su sargento, que se había agenciado un buen caballo de una cuadra abandonada situada muy cerca de esos conventos, contemplaban cómo el ejército caía sobre Córdoba. Aunque no era la primera vez que veían o participaban en la toma posterior de una ciudad, por «no decir otra cosa», en esta ocasión era diferente. El odio y la rabia que flotaban en el ambiente trascendían más allá de lo habitual.

—Así ha ocurrido casi siempre entre españoles y franceses, Dormand, y no me preguntes por qué. Aunque cuando ha habido paz entre nosotros, hubiéramos podido hacer grandes cosas juntos.

—Pues creo que mientras el emperador reine va a haber poca paz, capitán.

—Tienes razón, pero será mejor que te guardes esas palabras para ti, no sea que las escuchen quien no debe.

—Sí, capitán.

Pasaron por las puertas de otro convento, según un paisano atemorizado que corría a refugiarse en una casa, de las monjas de Santa María de Gracia y también habían escuchado en el interior el mismo griterío siniestramente familiar con los granaderos de Pannetier entrando y saliendo del edificio.

Jean Baptiste iba tomando notas mentalmente para su informe a Berthier. Sabiendo que al jefe del Estado Mayor imperial le habían disgustado los sucesos de Madrid, en una situación como aquella y con una misión como la que tenían por delante, donde las posibilidades de éxito se reducían cada vez más, se imaginaba las consecuencias. ¿Y el emperador? ¿Qué pensaría el emperador?

Mientras intentaba responderse a estas preguntas, salió a una plaza. Dormand se adelantó hasta el centro de la misma donde galleaban varios coraceros al pie de sus monturas. Grivel echó un vistazo alrededor y vio la puerta abierta de lo que parecía una iglesia en un extremo de la plaza. La algarabía inevitable se escuchaba tras sus muros y esta vez decidió entrar a ver lo que ocurría. Sobre todo porque conocía a los coraceros y sabía de su crueldad.

Hizo una señal al sargento y ambos desmontaron con agilidad atando las bridas de sus caballos en la reja de una pequeña ventana. Jean Baptiste se ajustó el bicornio y caminó con paso decidido hacia la puerta abierta por la que salía un coracero atropellándose con una botella en la mano. Apartó al hombre de un empellón pero éste no lo hizo apenas caso. Estaba borracho.

Cuando entró seguido de Dormand se quedó con la cara descompuesta. Bancos destrozados que ardían a un lado; imágenes sagradas tiradas por los suelos; pesados cortinajes de terciopelo rojo rasgados y unas pinturas al fresco, que representaban a San Juan Bautista y a San Juan Evangelista, manchadas con tiznones negros. Al fondo, en la capilla mayor, que debía de haber sido de gran belleza, un capitán de coraceros chillaba a un grupo de paisanos que se apretaban contra el altar mientras algunos de sus hombres golpeaban a varios frailes agustinos con grandes palos por pura diversión.

Jean Baptiste se dirigió rápidamente al capitán para pedirle explicaciones, pero cuando llegó a su altura éste se dio media vuelta y se encaró con él.

—¡Vaya, un marino de la guardia! ¿Qué hacéis aquí? Este lugar es nuestro, camarada. Buscad otra iglesia, abundan en esta maldita ciudad.

—¡Dejad inmediatamente a esas gentes! ¡Sois un oficial del ejército de su majestad imperial!

—¡Como vos! ¡Y estos son mis prisioneros!

Grivel examinó rápidamente la situación. Al igual que el coracero con el que se había cruzado en la puerta, su capitán parecía estar borracho.

—Mi nombre es Jean Baptiste Grivel, señor. ¿Cuál es el vuestro?

—Emile Fronsard, Grivel. ¿Qué es lo que queréis?

—Ya os lo he dicho, que dejéis marchar a estas gentes. Por lo que veo, vos y vuestros hombres habéis tenido bastante con llevaros una fortuna de este lugar. No hace falta que matéis a ninguna de estas personas y menos cuando salta a la vista que son civiles y están indefensos.

—¿Indefensos, capitán? Éste —dijo señalando a un hombre joven medio inconsciente cuyo cuerpo protegía una mujer— estaba armado y ha intentado disparar sobre mis hombres. Y aquél —continuó levantando la mano sobre otro que se interponía delante de un anciano asustado— pretende excusarlo. ¡Un error!, tiene la desvergüenza de decirme que ha sido. ¡Un error querer matar a los soldados del emperador!

—¡Basta, Fronsard! —gritó Jean Baptiste, llamando la atención de los coraceros que golpeaban a los frailes.

El capitán se calló sorprendido y mirando con los ojos muy abiertos a Grivel.

—Esta gente está bajo mi protección y se van a ir ahora mismo sanos y salvos. ¿Entendéis?

Dormand había sacado dos grandes pistolas y las había amartillado tras Jean Baptiste mirando a su alrededor. Un silencio espeso sólo roto por el crepitar de la madera de los bancos y por las risas que resonaban fuera invadió toda la planta de la iglesia.

Fronsard se atusó el pelo. De aquel capitán de marinos emanaba una extraña autoridad que no acertaba a reconocer pero que le inquietaba enormemente.

—Informaré al general Fressia de vuestro comportamiento, capitán Grivel. Liberáis a un grupo de rebeldes.

Jean Baptiste se dirigió al hombre que se interponía al anciano.

—Podéis iros —le dijo en perfecto castellano.

—Gracias, capitán Grivel —le respondió en perfecto francés y alzó al inconsciente, que se despertó aturdido mirando a su alrededor. El hombre se puso en pie con dificultad, ayudado por su amigo y la mujer. Su camisa estaba rasgada y enrojecida a la altura del hombro.

—Todos menos él —dijo Fronsard echando mano a la empuñadura de su espada.

—Si pretendéis impedirlo, estoy dispuesto —respondió Jean Baptiste desenvainando con una inusitada rapidez la suya.

Dormand se revolvió nervioso. Estaban solos frente a una docena de coraceros borrachos pero bien armados y muy peligrosos. Los de dentro y los de la plaza. Su capitán había apostado demasiado fuerte y ahora había que mantenerse firme.

—Él —replicó con voz firme y muy serena Jean Baptiste sosteniendo su espada frente a Fronsard— también saldrá de aquí conmigo. Y lo hará el primero. ¿O pensáis en otra cosa?

En ese momento, un coracero salió de la sacristía tambaleándose y ajeno a la escena que tenía allí lugar.

—¡Capitán Fronsard, no queda nada más ahí dentro! Eh, ¿qué es esto? ¿Un duelo? ¿Con los marinos de la Guardia Imperial? Y tú —dijo acercándose a la mujer y tratando de manosearla— ¿de parte de quién estás tú?

Grivel dio un paso adelante y golpeó con toda su fuerza al soldado con la empuñadura de la espada en la boca. Éste cayó al suelo aturdido y se incorporó a medias sangrando y tocándose la cara.

Antes de que Fronsard reaccionase y de que los otros coraceros pudieran sacar sus sables, Dormand se movió rápido apuntándolos con sus pistolas.

—¡Un solo movimiento y abriremos una de las tumbas de esta maldita iglesia para guardar fiambre fresco!

Jean Baptiste cogió del brazo a la joven y se dirigió al hombre que le había hablado en francés.

—¡Vamos, fuera! ¡Conmigo!

El grupo comenzó a andar lentamente entre el revoltijo de madera y tela por el centro de la iglesia hacia la salida con Dormand y sus pistolas cerrándolo, mientras Fronsard, con los ojos inyectados en sangre, gritaba a Jean Baptiste.

—¡Hablaré de esto con vuestro coronel y con el general Fressia! ¡Y no os olvidaré! ¡Ni yo ni mis hombres, Grivel!

Los frailes corrieron también hacia la puerta aprovechando el descuido de los coraceros y se perdieron en la calle entre las risas de los soldados que estaban fuera.

Una vez en la plaza, Dormand suspiró pero no guardó sus pistolas. Seguía en guardia observando a lo otros coraceros que seguían en la plaza bebiendo y riendo. Jean Baptiste se dirigió al hombre que llevaba a los demás.

—Refugiaros lo antes posible en vuestras casas. Esta noche Córdoba no es una ciudad segura.

—Capitán Grivel, soy Miguel Aguayo, farmacéutico. En nombre de todos nosotros os agradezco vuestra intervención.

—Gracias por hablarme en mi lengua, pero conozco la tuya. Dime, ¿qué ha ocurrido?

—Este hombre —dijo señalando al anciano—, mi honrado sirviente y yo, nos dirigíamos a la calle Mayor de Santa Marina cuando nos sorprendieron los jinetes y tuvimos que refugiarnos en esta iglesia donde nos encontramos con mis queridos Jesús Moreno y su hermana, la señorita Isabel, que también buscaban un lugar para ponerse a salvo de los soldados. Jesús ha sido golpeado y acuchillado por el oficial Fronsard cuando intentaba defender a Isabel del acoso de sus hombres.

—¿Son graves sus heridas?

—No. Gracias al cielo son superficiales.

Jean Baptiste se fijó entonces en la joven. Tenía el pelo negro revuelto cubriendo unos grandes ojos oscuros y una mirada extremadamente digna. Aunque la había agarrado suavemente del brazo para salir de la iglesia era ahora cuando la observaba con atención y sintió como una ráfaga muy rápida de algo que no supo explicar.

—Isabel, un bello nombre, señora. ¿Estáis bien?

—Sí, capitán.

Grivel se sintió cautivado cuando escuchó aquella voz. Era de una dulzura y una naturalidad aplastante. La ráfaga interior volvió a aparecer.

—Me alegro enormemente.

Jesús Moreno intervino con su débil voz en la conversación.

—Yo también quiero agradeceros vuestra ayuda señor. Os debemos nuestra vida y nuestra honra.

—Capitán, será mejor que nos marchemos y que estos paisanos se vayan a sus casas —interrumpió Dormand—. Hemos contenido a los coraceros de Fronsard pero por poco tiempo.

Grivel asintió con la cabeza.

—Os escoltaremos.

—No capitán, no es necesario si nos vamos con rapidez —respondió Isabel—. Ya habéis hecho bastante por nosotros y lamentaría que tuvierais problemas por ello.

—¿Qué tipo de problemas?

—Con cualquiera de vuestros compatriotas que no pudieseis sujetar.

—¿Creéis que no soy capaz de dominarlos?

—Estoy segura de ello, pero no si son muchos más que vos.

La suave firmeza de la mujer con aquella respuesta serena e insospechada lo dejó desarmado y de la turbación de instantes antes pasó a una leve incomodidad.

—Si es así como lo queréis.

—Si necesitáis alojamiento, capitán Grivel, mi casa está a vuestra disposición —dijo el farmacéutico—. En la calle del arroyo de San Andrés, en el número dos, cerca de aquí.

—Y la nuestra, en la calle de la Misericordia número cuatro, capitán —recordó Jesús Moreno.

Grivel movió ligeramente la cabeza en un gesto de cortesía mientras pensaba rápidamente que el nombre de esa calle era muy apropiado en aquellos momentos. Coincidió con el mismo abogado.

—Sí, capitán, creo saber lo que estáis pensando. La calle de la Misericordia. La que hombres como vos conocéis.

—No todos los soldados del emperador somos como el capitán Fronsard y sus hombres.

—Lo habéis demostrado cumplidamente, señor —replicó Isabel.

—Gracias, señora —acertó a responder Jean Baptiste, que sólo tenía ojos para ella. Se sentía como hipnotizado por aquella mujer.

—Sois vos quien tiene que recibir de nuevo nuestro agradecimiento —repuso Isabel, que agarró a su hermano del brazo, sintiéndolo desfallecer, mientras movía la cabeza y salía a toda velocidad junto a los demás hacia una de las esquinas de la plaza perdiéndose entre los callejones.

* * *

El mariscal Berthier observaba los ejercicios de los regimientos de la Guardia al otro lado del parque de Marrac, tras el muro que separaba los rústicos jardines del gran caserón de los campos circundantes. Viendo cómo evolucionaban sobre el terreno aquellos soldados de altos morriones negros, se entendía por qué eran el orgullo del emperador.

Filas y columnas se movían sin un solo desliz a las órdenes de los oficiales. Desfilando, preparándose para disparar, atacando a la bayoneta. Cualquier ejercicio era ejecutado admirablemente.

Si hasta entonces no podían quejarse, porque el Gran Ejército no había sido derrotado abiertamente en un campo de batalla, también había que admitir que las nuevas levas eran cada vez más jóvenes y estaban menos dispuestas a combatir.

Conocía casos de campesinos dispuestos a cualquier cosa con tal de evitar el reclutamiento forzoso como el arrancarse media dentadura. ¡Pobres diablos, cambiaban un sufrimiento seguro por otro probable! Bueno, tenía que reconocer que las probabilidades de perder un miembro, quedar inválido o caer muerto eran muy elevadas y puestos a elegir siempre era mejor quedarse sin dientes que sin vida...

Mientras pensaba en todo ello, vio bajar por la escalinata de la puerta principal a varios hombres vestidos elegantemente y discutiendo en voz alta. Reconoció al instante a algunos de los grandes de España que habían acudido a Marrac a prestar homenaje al que iba a ser su nuevo rey, José Bonaparte. Por el tono de sus palabras, que no podía entender porque desconocía el castellano, parecían estar en desacuerdo y, desde luego, no se extrañó.

El emperador había levantado una tramoya tal en torno a aquella farsa con los borbones españoles, que era difícilmente comprensible que los hombres más poderosos del país, la mayoría concentrados allí, aceptasen todo sin rechistar.

Sí, por supuesto, se habían hecho modificaciones en los textos legales que el mismo Napoleón había redactado, como los del estatuto constitucional remitido a finales de mayo a Murat a Madrid, para asegurar los privilegios de los allí presentes, y por tanto su tranquilidad y apoyo, pero, de cualquier manera, resultaba duro aceptar un nuevo rey y una nueva familia real impuestos por la fuerza por un país extranjero. O al menos eso creía Berthier.

Sacó un precioso reloj dorado de su chaleco y miró la hora. Poco más de las once de la mañana. El emperador no debía de tardar mucho más allá del mediodía. Había salido al amanecer a inspeccionar personalmente algunas construcciones marítimas en la ría cercana como si fuera uno de sus habituales e incansables trabajos cotidianos, ¡Napoleón siempre pendiente de todo!, pero, en realidad, había preferido dejar sólo a su hermano con los nobles españoles. Que todo se desarrollase convenientemente y si había algo que no fuera de su gusto, ya lo arreglaría después. Lo primero era dejar que Rey y súbditos se conocieran y se hablaran. Berthier sabía de sobra cuál era el comportamiento del emperador.

Dos de sus edecanes se le acercaron solícitos a través del parque. Al llegar a su altura saludaron marcialmente y uno de ellos le dijo que los correos llegados de Madrid sólo traían correspondencia de la embajada y parecía de carácter administrativo, según le había confirmado Menéval, el secretario imperial. No había ninguna carta del Gran Duque o del general Belliard ni para el emperador ni para él. Ni tampoco de ningún otro remitente. El otro añadió que traía el encargo de su majestad el rey José de incorporarse a su mesa para el almuerzo si así le placía.

—El señor Duroc me ha pedido que os lo transmita, monseñor. Querría haber venido personalmente pero está acompañando al propio Rey en su reunión de trabajo con los españoles.

Berthier suspiró.

—Bien, de momento seguiremos esperando a su majestad. Después, ya veremos.

Los dos oficiales volvieron a saludar y siguieron en silencio a Berthier, que se había dado la vuelta y caminaba despacio hacia el interior del parque ajeno al grupo que se arremolinaba en torno a la escalinata del palacete y a un grupo de damas del séquito de la emperatriz que también observaban los ejercicios de los soldados de la Guardia, aunque por otros motivos bien distintos.

El jefe del Estado Mayor del ejército imperial necesitaba volver a repasar la situación que más le preocupaba. Era ocho de junio. La última noticia directa que tenía del ejército de Andalucía había llegado a Bayona el día anterior, fechada el día dos.

En ella, Jean Baptiste Grivel le informaba sobre la llegada inminente a Andújar, un pueblo cercano a Córdoba, y sobre los rumores que corrían respecto a un ejército español que se estaba levantando en la ciudad, aunque no podía confirmarlos todavía. También le hablaba de la inquietud de Dupont ante esos rumores ya que hasta ese momento la marcha, desde la salida de Toledo, no había registrado grandes contratiempos y, sólo después de haber atravesado el Paso de los Perros, el gran desfiladero que separaba La Mancha de Andalucía, las circunstancias parecían haberse vuelto más difíciles.

El avituallamiento de las tropas se estaba complicando y se habían detectado partidas de rebeldes incontrolados que amenazaban a los correos.

Después, las noticias que habían llegado desde Madrid, remitidas por el general Belliard, hablaban de generales desaparecidos, como René, de enfrentamientos en la ruta hacia el sur, hablaba de algunos pueblos de La Mancha, y del envío de varios destacamentos de refuerzo, en concreto de dos, al mando de los generales Liger Belair y Roize, para asegurar las comunicaciones de Madrid con el ejército de Dupont y restablecer la situación.

Estaba sumido en esos pensamientos cuando escuchó a lo lejos el ruido de carros y caballos que se aproximaban al galope. Los edecanes advirtieron a Berthier, que movió afirmativamente la cabeza. Sí, era la comitiva de Napoleón que se acercaba a toda velocidad. Volvía de su inspección. Varios coraceros abrían la marcha de una berlina de color verde oliva que se detuvo frenando casi en seco ante el grupo de hombres que se encontraba en la escalinata de Marrac, mientras otros dos carros que la seguían algo más lejos rodearon la entrada para no chocar contra ella.

Napoleón bajó de inmediato de su carruaje y mientras saludaba a los nobles españoles allí congregados vio a lo lejos a Berthier, al que hizo gestos ostensibles de reunirse con él.

—Vamos —dijo el mariscal a sus edecanes—, el emperador nos requiere.

Los nobles españoles devolvieron reverenciosos el saludo a Napoleón que se mostraba amable y locuaz.

—Espero, señores, que hayáis cumplido con vuestro deber para con vuestro Rey y vuestra nación.

El grupo, al unísono, movió la cabeza dando señales de sumisa aprobación.

—Bien, luego tendremos ocasión de volver a vernos.

El emperador dio media vuelta, entró veloz en el palacete y se dirigió a su despacho de trabajo. En la puerta le esperaban Menéval y Duroc, el gran chambelán.

—¿Ha llegado ya la correspondencia?

—Sí, sire, de París y Madrid —respondió el secretario.

—¿Algo importante?

—No hay ningún despacho urgente, sire.

Napoleón se quedó mirando con aire de suficiencia a Menéval y le abofeteó suavemente las mejillas.

—Señor secretario, he dicho importante, no urgente. Tantos años de oficio y no sabéis distinguir una cosa de otra.

En ese momento llegó Berthier.

—Mi querido mariscal, pasad. Por lo visto, hoy no tenemos ningún asunto urgente ni tampoco importante —ironizó—, así que podemos despachar antes del almuerzo.

Berthier inclinó levemente la cabeza y siguió al emperador dentro del pequeño despacho. Antes de cerrar la puerta, éste dio la última orden.

—Duroc, decid al Rey José que quiero verlo en media hora.

—Su majestad está reunido todavía con algunos españoles, sire.

—Pues que acabe la reunión en media hora he dicho. ¿No han tenido toda la mañana para hablar? Vamos, iros y dejadnos solos.

El chambelán asintió y cerró la puerta de la habitación. Napoleón se dirigió a su mesa de trabajo y echó una ojeada a los pliegos y cartas que estaban sobre ella. Miró la procedencia y, sin abrirlas, volvió a dejarlas donde estaban. Luego, se dirigió a Berthier.

—Hoy es un gran día, Alexandre. Los grandes de España ya han reconocido a su nuevo rey y deben haber firmado el documento que les dejé preparado ayer. Por sus caras y por sus lisonjas al llegar no deben haber puesto ningún obstáculo.

—Parece que así ha sido, sire.

—¿Lo dudáis? Imaginaos el texto que han debido aprobar. «No os lisonjeéis con la idea de poder obtener sucesos en esta lid: si no en el valor, en los medios es muy desigual para vosotros. Al fin sucumbiréis y todo está perdido...»

—Una declaración cristalina.

—Por supuesto, ¿creéis que hay que andarse con medias tintas?

Bastante he cedido ya en la constitución que les he redactado. De acuerdo, ha habido que salvaguardar los privilegios de todos ellos, incluyendo a algunos traidores, pero no quedaba más remedio.

—Lo supongo.

Bene. Vamos a nuestros asuntos —replicó Napoleón cambiando de tema—. ¿Alguna noticia de España y del ejército de Dupont?

El mariscal se acercó a la mesa de mapas y señaló un punto.

—La última cosa que sabemos es que estaba cerca de Córdoba hace seis días. Marchaba por aquí, por un pueblo llamado Andújar.

El emperador se concentró en el mapa.

—¿Algún encuentro con los españoles?

—No, sire, aunque en el informe se habla de rumores de un ejército a la entrada de Córdoba.

—¿El informe oficial o el particular?

—Según Belliard, Dupont ha sugerido un par de veces que la división Vedel le sería más útil agregada a su ejército, aunque no de manera directa.

—¡Una sugerencia parecida a la vuestra! Vaya, parece que no tiene suficientes tropas con las suyas y con las procedentes de Portugal.

—No es eso, es que, además de la posible batalla que puedan presentar los españoles en Andalucía, hay que tener en cuenta que desde Madrid hay unos centenares de leguas y es indispensable mantener las comunicaciones.

—¡Bien que lo sé! Eso es lo primero y más importante. Pero, escuchad, Berthier, escuchad y aprended.

Napoleón comenzó a hacer movimientos imaginarios sobre el mapa de la península.

—Dupont seguirá avanzando hasta Sevilla y desde la frontera portuguesa recibirá refuerzos. Si hace falta, desde aquí —y señaló un punto al este de la capital—, desde esta ciudad, Cuenca, lo reforzaremos con tropas de Moncey. Y se acabó. Antes de que acabe este mes quiero el control total de Cádiz y su bahía y luego, asediaremos Gibraltar. ¡Los españoles me agradecerán eternamente devolverles una roca que no han sido capaces de recuperar desde hace un siglo!

Berthier no insistió. No era el momento.

—¿No vais a decir nada?

—Sólo iba a comentaros que el informe del capitán Grivel era el que hablaba de los rumores de un ejército a la entrada de Córdoba.

—¿Habéis dicho que no se tienen noticias desde hace seis días, verdad?

—Sí, sire.

—¡Pues me he quedado sin ejército! —respondió Napoleón riendo abiertamente—. Vamos, Berthier, vuestro informador confunde una batalla con una escaramuza, como mi secretario, que no sabe distinguir bien los asuntos de la correspondencia.

El emperador miró fijamente al mariscal y le habló en uno tono bajo y despacio como si le estuviera haciendo una confidencia muy importante.

—Os diré algo. Hasta que llegue el rey José a Madrid, y para sustituir al Gran Duque de Berg, enviaremos al duque de Rovigo. ¿Qué os parece?

Berthier no se sorprendió. El general Savary, duque de Rovigo, era un personaje poco apreciado por los más cercanos al emperador, e incluso fuera de estos. Se le consideraba intrigante y ambicioso, pero era muy eficaz en su trabajo, mitad soldado, mitad policía, y ya se había encargado de misiones importantes en España como la de traer a Fernando VII a Bayona como si fuera un corderito. Eso sí, cometió la imprudencia de decirle que el emperador lo reconocería como rey de España y tuvo que pagarla retractándose con el pobre Borbón al día siguiente. Bueno, lo importante es que Savary tenía sentido común y era un hombre muy astuto. Nada que ver con Murat.

—Me parece acertado, sire. El general Savary es un inteligente y fiel servidor vuestro y de Francia.

Napoleón movió la cabeza complacido.

—En efecto, querido Berthier. Y ya veréis cómo ejecuta, mis órdenes. Podéis iros, debo entrevistarme con el nuevo rey de España.

El mariscal entrechocó sus tacones, recogió el bicornio de la silla donde lo había dejado y salió raudo. En los pasillos se escuchaba la animación de conversaciones femeninas. Era la emperatriz Josefina y sus damas que se dirigían al salón para almorzar acompañadas de algunos españoles.

El chambelán Duroc se cruzó en el camino de Berthier y le preguntó si no se iba a quedar a la comida.

—No, mi querido Duroc, comeré en Bayona. Debo tratar unos asuntos que me ha encargado el emperador.

—Como digáis.

Ya en la escalinata, sus edecanes se acercaron solícitos.

—Nos vamos para Bayona. Llamad al cochero.

—A la orden, monseñor.

Mientras el carruaje daba la vuelta dentro del parque para recogerlo, el jefe del Estado Mayor Imperial tuvo un presentimiento. Nunca había dudado del genio militar del emperador porque siempre había acertado en sus decisiones tácticas. Marengo, Austerlitz, Jena, incluso el día de la carnicería del cementerio de Eylau, cuando reconoció que fue la providencia quien lo salvó de la derrota. Pero Napoleón siempre había estado allí, en el campo de batalla, junto a sus hombres, animándolos y dirigiéndolos, oliendo la pólvora de los cañones, bajo el sol, la lluvia y la nieve. Ahora, el emperador combatía en los mapas, sin calcular distancias, accidentes geográficos, ni estudiar al enemigo. Y todo ello, sin contar con la tardanza de días, y hasta semanas, en enviar y recibir órdenes e información.

Belliard ya se lo había transmitido con enorme inquietud en varias ocasiones. No, pensaba mientras subía en su carruaje y partía hacia Bayona, la guerra no se puede dirigir tan de lejos. A no ser que dejase a sus generales total libertad de movimientos. Pero ese no era el caso. Con Napoleón, no.