CAPÍTULO VI

El general Laplanne paseaba admirado por el interior del palacio del marqués de Villaseca, la residencia que había ocupado en calidad de gobernador militar de Córdoba. Situada entre dos de los barrios más importantes de la ciudad, como San Andrés y Santa Marina, y también cerca del Ayuntamiento, contaba con innumerables habitaciones que albergaban una auténtica fortuna en muebles, cuadros, tapices, vajillas y jarrones y todo tipo de adornos de oro y plata, además de una docena de patios exquisitos, la mayoría ajardinados y decorados con preciosos azulejos.

Seguido de dos edecanes, Laplanne recorría tranquilamente las estancias, saboreando el aire y el perfume a jazmín que impregnaba cada rincón del palacio.

—Hermoso sitio sin duda, digno de albergar al gobernador militar de esta ciudad.

—Lo es, mi general —asintió uno de los oficiales.

—Desde luego, aquí no se respira ese olor irrespirable de muchas de las calles por las que hemos pasado —replicó el otro.

El general no respondió. Estaba realmente impresionado por la riqueza del lugar y su elegante contraste decorativo. ¡Cuántas de aquellas cosas lucirían espléndidas en el château campestre que poseía en su Mourvilles Hautes natal!

Salieron de nuevo al patio de entrada del palacio y entre los granaderos que hacían guardia y un grupo de criados y mozos de cuadra, esperaban un hombre y una mujer vestidos lujosamente a la francesa. La mujer era joven y muy atractiva, lo que desvió la atención de Laplanne.

El hombre se adelantó, se quitó el sombrero para saludar al general y le habló en perfecto francés.

—Señor, soy Diego Cabrera, marqués de Villaseca y conde de la Jarosa, dueño de esta casa, y ésta es la señora condesa y mi mujer, Doña Mercedes.

Laplanne correspondió descubriéndose y tomó la mano de la mujer para besarla.

—Mi nombre es Jean Gregoire Rougé, barón de Laplanne, general del ejército imperial y gobernador militar de Córdoba y vengo a alojarme en esta casa en virtud de mi cargo. Por supuesto, con vuestro permiso —añadió mirando fijamente a la condesa.

—Por supuesto que lo tenéis, barón —replicó ella con rapidez y amable distancia.

—Hemos recibido aviso para atenderos de Don Joaquín Fernández de Córdoba, marqués De la Puebla —intervino el marido.

—Ah, sí, De la Puebla, el representante de la ciudad. Un hombre consciente de la situación. Supongo, señor Cabrera, que estaréis al tanto de todo lo sucedido.

—Ha sido un día muy agitado, barón, y las noticias que han llegado a esta casa son contradictorias. Sólo sabemos que ha habido batalla en Alcolea y que el ejército de su majestad imperial ha ocupado Córdoba, motivo por el cual nuestra casa está a vuestra disposición.

—Marqués, veo que sois un hombre prudente —replicó sagaz y rápidamente Laplanne— que quiere medir sus palabras, pero no tengáis cuidado salvo que este palacio oculte algún rebelde.

El general francés enfatizó la última frase con un ligero tono de sorna y volvió a poner sus ojos en la condesa descaradamente.

—El emperador puede confiar en vuestra lealtad, ¿no es así, señora?

—Esperamos que así se lo digáis si tuvieseis oportunidad —contestó ella con un leve aire de desafío.

Laplanne sonrió.

—Basta con que yo y el conde Pierre Antoine Dupont, nuestro general en jefe, lo sepamos, doña Mercedes, basta con eso.

Durante unos segundos, los protagonistas, los oficiales que acompañaban a Laplanne, sus soldados y los criados, los que entendían la conversación y los que no, guardaron un tenso silencio en aquel patio del Recibo, nombre que recibía por ser el primero al que se accedía tras cruzar las puertas del palacio, roto por un desconcertado marqués.

—Si os place, barón, os acompañaremos a la zona donde se encuentran vuestras habitaciones mientras mis criados acomodan a vuestros oficiales y soldados. Luego, esperamos que compartáis nuestra mesa.

—Excelente idea, don Diego. Por cierto, me han informado que muy cerca de aquí un grupo de soldados españoles afectos a la causa rebelde ha cerrado el paso a mis hombres para cubrir la retirada de un gran número de paisanos rebeldes hacia las sierras de la parte oeste. ¿Sabéis algo al respecto?

El general se refería a la resistencia de los granaderos provinciales en el Bailío y, posteriormente, en la puerta del Osario. ¡Claro que lo sabía!

—Ni ayer ni hoy ha entrado o salido nadie de esta casa excepto vos acompañado de vuestros hombres.

—¿Seguro que no me mentís?

—Os doy mi palabra, barón —repuso nervioso Diego Cabrera.

—Pues... tengo mis dudas —respondió Laplanne mientras daba la vuelta y miraba burlonamente a sus edecanes— porque, no me digáis que habéis recibido el aviso del marqués De la Puebla con mis oficiales. ¡Estaba previsto si vuestro ejército era derrotado!

El marqués no supo qué decir. Hacía rato que Laplanne había dejado de parecer un tipo impertinente para convertirse en un hombre peligroso.

—Sin duda bromeáis, barón Laplanne —dijo la condesa.

—En efecto, señora, después del combate siempre me apetece bromear. Espero no haberos molestado.

—No lo habéis hecho.

—Pues entonces, os acompañaré cuando gustéis.

—Por aquí, barón, si sois tan amable.

Laplanne hizo un ligero ademán de reverencia y se colocó junto a la condesa, por delante del marqués y a la cabeza de la comitiva que se perdió en el interior del palacio. A aquella mujer, pensaba, le podía enseñar cosas que jamás habría imaginado.

Ninguna de las heridas recibidas por los cinco oficiales franceses que ocupaban una de las salas superiores del hospital del Cardenal exigía más allá de vendas y suturas. Rozaduras de bala y cuchilladas producto de la batalla del día anterior. Sin embargo, los soldados que se agolpaban en uno de los grandes salones de la planta baja, granaderos en su mayoría, habían corrido peor suerte. Varios de ellos yacían en las camas sin conocimiento con aparatosos vendajes enrojecidos cubriendo los puntos de los miembros, brazos y piernas sobre todo, que les habían sido amputados.

Uno, al que una bala de cañón le había arrancado el hombro, gemía desconsoladamente de vez en cuando y las monjas que lo atendían le colocaban compresas frías sobre la frente para aliviarle la fiebre. No duraría mucho.

El hospital del Cardenal era el mayor y mejor dotado de los diez hospitales con que contaba Córdoba y allí se habían destinado los heridos franceses según las disposiciones acordadas entre el general Dupont y el marqués De la Puebla. Situado cerca de la Catedral, parte de su fachada daba a la calle del Romero, cuyas casas mantenían sus ventanas cerradas y postigadas a cal y canto como la inmensa mayoría de las casas de la ciudad en un vano intento de protegerse de las patrullas de soldados que recorrían Córdoba de arriba a abajo para saquearla.

A pesar de que el general Dupont había prometido al marqués De la Puebla que el pillaje cesaría al amanecer, «la ley de la guerra tiene un principio y un final», y de que muchos oficiales franceses advertían a sus hombres de las penas que les aguardaban por asesinato, violación o robo a partir de dicha orden, otros, también muchos, habían hecho caso omiso de ella.

Escoltado por un pelotón de la Guardia de París, mitad protección mitad vigilancia, el marqués había llegado pasado el mediodía al hospital para examinar personalmente el estado de los heridos franceses. Apenas había dormido la noche anterior, después de las negociaciones con Dupont y la organización de los alojamientos y acantonamiento de los generales y los regimientos, y, sin embargo, se sentía todavía con ciertas fuerzas.

Recorrió las salas de la parte baja y luego echó un vistazo a la sala donde estaban los oficiales. Después, se encontró en una pequeña habitación con el cirujano al que había encargado atender a los franceses: Fernando de la Rosa. El médico, muy tranquilo, lo esperaba de pie junto a una ventana que daba a la pequeña plaza por la que se entraba al hospital. Observaba a los soldados que reían y hacían gestos teatrales achispados por el vino.

De la Puebla saludó al médico y se sentó pesadamente en una silla sin brazos que estaba en medio de la habitación. Suspiró y trató de sonreír débilmente. Mientras se secaba el sudor que perlaba su frente con un pañuelo ligeramente sucio.

—Don Fernando, os doy las gracias por atender mi llamada en momentos tan difíciles para todos nosotros.

—No cabía esperar otra cosa, Don Joaquín.

—¿Os habéis encontrado con muchas dificultades?

—Las normales después de una batalla. He operado y amputado a varios soldados que tenían heridas imposibles de curar sin la pérdida de sus miembros. Por lo demás, los oficiales que han quedado ingresados sólo sufren de cortes y rasguños superficiales.

—Me refería al comportamiento de estos bárbaros.

—Ayer un grupo irrumpió en mi casa y se llevó la mayor parte de la comida de mi despensa burlándose de mis criados. Pero no pasaron de ahí.

—Mejor para vos entonces.

De la Puebla hizo una pausa, suspiró profundamente y continuó.

—El general Dupont prometió ayer que contendría a su ejército pero no ha cumplido su palabra. Si supieseis lo que ha ocurrido y lo que está ocurriendo...

—Puedo imaginarlo porque he visto varios cadáveres en las calles cuando me dirigía hacia aquí. Y es mi obligación advertiros que si no se recogen los cuerpos de esos desgraciados y se les da sepultura corremos el riesgo de una epidemia. Recordad todo lo que hemos pasado en los últimos años con la fiebre amarilla.

—Por supuesto, Don Fernando, pero lo principal ahora mismo es detener este castigo infernal que ha caído sobre la ciudad.

—Entiendo.

—La mayoría de los conventos e iglesias de la ciudad han sido asaltadas y robadas. Muchos religiosos han muerto o se hallan heridos. Tendríais que ver cómo se apilan sus cuerpos en el hospital de San Jacinto, que se está utilizando como depósito.

—¿Y el resto de hospitales?

—Según he sabido por el Alcalde Dueñas, hasta al de Dementes ha habido que buscarle utilidad, porque ya sabéis que son pocos y están muy dispersos. Pensé en vos para que os hicierais cargo de este hospital porque es el mayor y mejor del que disponemos de la ciudad y no encontramos otro donde atender a los franceses. Además, vos los conocéis bien, como recordó el corregidor Guajardo.

—Sí, los conozco bien —respondió pensativo el médico, que parecía recordar sus años jóvenes de estudiante y su estancia en París—. ¿Y a qué otros médicos habéis llamado?

—Sólo hemos podido encontrar a los señores Breñosa, Muñoz y Gallardo. No son cirujanos como vos, sino físicos, pero toda ayuda es poca.

Fernando de la Rosa sonrió cansado. «Físicos» era el nombre que recibían popularmente los médicos y sí, toda ayuda era poca.

—Ya puestos, no sería mala cosa que intentaseis convocar una Junta Sanitaria.

—Sí, ya puestos, pero primero, como os he dicho, hay que frenar esta barbaridad.

El marqués se levantó de su silla y puso la mano en el hombro del cirujano.

—Don Fernando, estamos a merced de unos hombres enloquecidos mandados por un general arrogante y cruel. Si no hubiésemos llegado ayer a tiempo, habría volado la iglesia de San Pedro con cientos de inocentes dentro, ancianos, mujeres y niños. Y si queréis saber la última novedad, el canónigo Millán me ha dicho que Don Pedro de Alcántara huyó anoche del palacio episcopal y buscó refugio en la Alameda.

—¿También han asaltado el Obispado?

—Si lo han hecho con los conventos e iglesias que han encontrado a su paso, imaginaos con la residencia de Don Pedro, aunque me faltaba finalizar lo que os contaba.

—Decidme —replicó intrigado De la Rosa.

—También lo han ultrajado. ¡A Don Pedro! Imaginaos el sufrimiento de un hombre pacífico como él.

—¿Pero de qué manera?

Antes de que el marqués respondiera, un religioso entró en la pequeña habitación seguido de un oficial francés que vestía uniforme de coronel y llevaba bajo el brazo un sombrero con plumas blancas. Saludó a los dos hombres con amabilidad y se dirigió al médico.

—¿Sois Fernando de la Rosa?

—Sí.

—Mis saludos y reconocimiento, señor. Soy el coronel Bertrand, cirujano del II Cuerpo de Observación de La Gironda.

—El médico del ejército del general Dupont —dijo el marqués.

—Sí, y vos sois el señor De la Puebla, ¿no?

—Exacto, señor.

—Pues sólo quería saludar al señor De la Rosa y agradecer la ayuda que ha prestado a nuestros heridos, que me han hablado de su pericia y saber hacer.

—Nada que no pueda hacer la quinina en polvo macerada en zumo de limón.

—Con eso se lavan las heridas, señor De la Rosa, pero luego hay que operar y saber operar.

—He hecho lo que supongo que hubieseis hecho vos.

—Os repito mi agradecimiento y vuestra suposición, pero en circunstancias como estas nunca sabemos cómo podemos reaccionar.

—En nuestro caso, atendiendo a los heridos, coronel. En el vuestro, procurando que se respete a la ciudad, que ya se ha rendido —apuntó De la Puebla.

—Lleváis toda la razón, marqués. Sabed que hay órdenes de tratar con toda dureza a quienes molesten a la población, pero hay siempre bergantes sin control.

—Lo sé, señor Bertrand, pero parece que hay demasiados bergantes sin control. Os ruego que intercedáis ante vuestro general.

—No dudéis que lo haré.

Fernando de la Rosa indicó con la mano la salida al médico francés.

—Si me acompañáis podremos comentar algunas cuestiones relativas a vuestros heridos.

—Por supuesto.

—¿Usáis el agua vegetomineral, coronel?

Bertrand se quedó sorprendido. Aquel viejo cirujano español le estaba hablando de los remedios del mejor cirujano militar francés, el doctor Goullard.

—¿Conocéis los métodos del doctor Goullard? ¿Sois acaso cirujano militar, señor De la Rosa?

—No, señor Bertrand. Sólo soy un simple cirujano que trata de hacer su oficio lo mejor posible. Y más, en estos momentos.

* * *

A media mañana del día nueve de junio, dos días después de la entrada de las tropas francesas en Córdoba, el general Dupont había citado a sus representantes a una reunión en el Ayuntamiento. Tenía la intención de presentarles las reparaciones que debería recibir su ejército tras la resistencia que se había encontrado a las puertas de la ciudad, y hasta dentro de ella, y no estaba de buen humor.

Se sentía aislado y desorientado. Por una parte, había perdido el contacto con Madrid. Por otra, no se atrevía a seguir adelante hacia Sevilla hasta no disponer de refuerzos.

Los correos enviados hacia el norte tras la batalla a las puertas de Córdoba habían regresado con malas noticias. El Paso de los Perros, el maldito desfiladero que separaba Andalucía de La Mancha, estaba cortado por los rebeldes. Y no sólo eso, el general René, acompañado de un viejo conocido suyo, el comisario de guerra Vosgien, habían desaparecido sin dejar rastro cuando tenían que haberse reunido con él hacía varios días.

Unos decían que capturados, otros, que asesinados. El caso era que las comunicaciones con la capital, uno de los puntos más importantes para el éxito de la misión, estaban rotas. Con todo lo que significaba en cuestión de información, suministros y refuerzos.

En cuanto a la ruta hacia Sevilla, las cosas estaban aún peor. Los escuadrones de dragones y cazadores enviados hasta Écija para vigilar la retirada del ejército español habían regresado a primera hora de la mañana con más noticias inquietantes. Se rumoreaba que el teniente general Castaños había tomado el mando de un numeroso grupo de tropas españolas y las estaba reuniendo para hacerle frente y eso significaba que el capitán general de Andalucía, Francisco Solano, con el que debía encontrarse en Cádiz y negociar la salida de la flota de Rossily para dirigirse a Gibraltar ya no ostentaba mando alguno. O peor aún, que ya no pudiese ostentar ningún mando nunca más.

Llegó a la entrada del Ayuntamiento cabalgando, escoltado por un pelotón de coraceros y acompañado por los generales y oficiales de su plana mayor. Tras ellos, marchaba una compañía de la Guardia de París. El día era caluroso, como correspondía al clima andaluz de finales de primavera, y eso lo enervaba aún más.

Prefería mil veces el frío de las lejanas tierras de Prusia y no aquel fastidioso calor que sumado al mal olor que despedían muchas de las calles de Córdoba, se le pegaba por todas partes. Se bajó con agilidad de su magnífico alazán tostado y subió con rapidez la larga escalinata hacia la sala capitular del Ayuntamiento mientras se quitaba el bicornio con plumas doradas que le estaba haciendo sudar de lo lindo.

Al llegar Dupont a la sala, tomó asiento en el sillón presidencial y pidió a uno de sus edecanes que le sirvieran agua fresca. Tras echarse al coleto un buen trago, indicó a Legendre, Barbou, Fressia y Laplanne que se sentaran junto a él y autorizó entonces la entrada a los representantes de la ciudad.

Estos, que esperaban en una pequeña habitación anexa, accedieron despacio y en silencio. Reconoció al grupo con el que se había entrevistado dos tardes antes frente a la iglesia de San Pedro acompañados de tres hombres más. Una vez que estuvieron todos en la sala, los granaderos cerraron las puertas y esperó a que los españoles tomasen la palabra.

Como había ocurrido anteriormente, el marqués De la Puebla saludó inclinando levemente la cabeza.

—General Dupont.

—Os saludamos, Don Joaquín. Parece que vuestra delegación es hoy más numerosa...

—Sí general, además del señor Guajardo, corregidor de Córdoba, el primer alcalde, señor Dueñas, el canónigo señor Millán y el diputado señor Tauste, me acompañan Don Juan Bautista Bernuy, marqués de Benamejí y el canónigo penitenciario del Cabildo de la Catedral Don Manuel de Arjona.

Dupont observó con detenimiento al grupo mientras Laplanne, sentado a su lado, llamó su atención y le habló al oído.

—Por los nombres que he escuchado, el grupo forma parte de la Junta que levantó la ciudad contra nosotros. Y si el otro día venía ese cura —señaló a Millán— ahora lo acompaña ese otro. No te confíes.

—¿Cómo sabes los nombres de esa junta de rebeldes?

—Por algo me nombraste gobernador militar y mi deber es saber estas cosas.

El general sonrió ligeramente. Sin gracia. Nada de aquella situación la tenía e inconscientemente volvió a su cabeza aquel desagradable calor y endureció su gesto y su tono de voz.

—Bien marqués, aunque ya los conozcáis, completaremos el protocolo. Me acompañan —dijo señalándolos con la cabeza— el general Laplanne, gobernador militar de esta ciudad, el general de división Gabriel Barbou, el general Maurice Fressia, comandante de la caballería del II cuerpo de observación de La Gironda, y el general François Legendre, jefe de su Estado Mayor. El resto de oficiales forma parte de la plana mayor. Y ya puestos en tarea, os hemos convocado para daros cuenta de las reparaciones que Córdoba debe pagar a mi ejército.

Monsieur —respondió De la Puebla con el mejor tono de humildad que supo encontrar— hemos atendido todas las peticiones de atención a vuestros generales y a vuestras tropas. Os alojáis en nuestros palacios y nuestras casas. Vuestras caballerías ocupan todas las cuadras y establos de Córdoba. Os hemos dado nuestra comida y nuestro vino. Nuestros médicos atienden a vuestros heridos. La ciudad es vuestra. Y habláis de reparaciones...

Laplanne soltó una media sonrisa llena de sarcasmo y escrutó desafiante al marqués y al resto del grupo. Fressia y Legendre bajaron levemente la cabeza y se miraron entre ellos. Esperaban expectantes la respuesta de Dupont.

—¿Os parece poca afrenta habernos recibido como enemigos y habernos llevado a la batalla cuando somos vuestros aliados? —dijo el general francés con enorme arrogancia.

De la Puebla suspiró ante aquellas palabras y se fijó con un rápido vistazo lateral en los hombres que le acompañaban. Benamejí también hablaba francés, al igual que los canónigos Millán y Arjona.

¿Qué estarían pensando tras escuchar aquellas palabras después de haber sufrido la violencia de los soldados de Dupont?

—General —replicó el marqués con una sorprendente y bien medida firmeza— prometisteis que no permitiríais el saqueo de esta ciudad más allá de lo que pudiera ser lo supuestamente habitual en tiempos de guerra. Pero debo deciros que desgraciadamente no ha sido así.

—¿A qué os referís?

—Vuestros soldados campan a sus anchas por Córdoba robando en sus iglesias y conventos.

Dupont respondió molesto.

—¿De qué iglesias y conventos habláis?

El canónigo Diego Millán se adelantó a la altura del marqués y saludó respetuosamente al general.

—Si me permitís, señor, os puedo contestar.

—Decid pues.

Millán comenzó a hablar despacio y con tono grave. Hasta los que no entendían el francés imaginaban lo que iba relatando.

—Vuestros soldados, llevados sin duda por los excesos de la batalla, han roto sagrarios, han robado cálices y han pisoteado el cuerpo de nuestro señor Jesucristo. Han arrojado las imágenes de la Virgen al suelo y las han profanado, han abierto los enterramientos de los templos y han quemado archivos, asientos de coros, retablos y bancos.

—¿De qué estáis hablando? —intervino Laplanne.

—De lo que ha ocurrido en varios conventos como El Carmen, Madre de Dios y San Agustín, en la iglesia de Santiago o en el Santuario de Nuestra Señora de La Fuensanta, uno de los lugares más sagrados para los cordobeses.

Barbou, Fressia y Legendre se removieron incómodos en sus asientos. Aquel cura estaba relatando justamente lo que Murat, en nombre del emperador, había advertido que jamás debían hacer.

—Ya os advertí —replicó Dupont claramente a la defensiva— lo que significaban las leyes de la guerra y sabéis que mis hombres estaban indignados por el intento de matar a su general a las puertas de la ciudad.

—¿Y los religiosos muertos? ¿Y las mujeres forzadas? General, en nombre de Dios, porque os supongo un hombre cristiano, apelo a vuestro honor ya...

Laplanne, irritado por aquellas acusaciones, verdades que acuchillaban, volvió a intervenir para atajarlas.

—¡Sois un insolente al hablar de honor! ¡Los soldados de su majestad el emperador fueron atacados a traición y se limitaron a defenderse!

—Señor gobernador militar, el canónigo... —comenzó a decir De la Puebla.

—¡Basta! —replicó Dupont—. ¡Ya he oído bastante! Os dije que daría orden de detener cualquier acto de mis tropas contra la población a pesar de su comportamiento y así lo hice. El coronel Huchel, comandante de la gendarmería del ejército, así lo puede atestiguar.

El oficial, un hombre alto y corpulento, tocado con un bicornio con plumas rojas, que estaba situado en una esquina de la sala, dio un paso adelante y habló con voz impersonal.

—Mis hombres tienen órdenes muy estrictas, recibidas de nuestro general en jefe, para castigar a cualquier soldado que rompa la disciplina.

El marqués solicitó permiso para traducir aquellas palabras y Dupont, cada vez más malhumorado, asintió con la cabeza.

El corregidor Guajardo interpeló a De la Puebla.

—Don Joaquín, decidle al general que estamos dispuestos a creer en sus palabras si él cree en las nuestras.

—¿Pensáis sinceramente que es momento de hacer una propuesta como esa?

—Tal y como vos sabéis, sí, sin duda. Traducid lo que os digo como por mi cargo de Justicia Mayor de Córdoba.

De la Puebla miró fijamente al corregidor y luego se volvió hacia Dupont.

—General, el señor Agustín Guajardo, corregidor de la ciudad, y responsable de la justicia de la misma, acepta en nuestro nombre vuestras explicaciones y os pide que, de la misma manera, atendáis vos las nuestras.

El francés contempló con curiosidad a Guajardo. Parecía el más adecuado para negociar las compensaciones que pensaba imponer a Córdoba. Al fin y al cabo, era una de las autoridades de la ciudad.

Bien, era hora de acabar con aquello. El calor se le hacía ya insoportable y, además, tenía hambre.

—Corregidor, la ciudad deberá pagar una multa en dinero y hacerse cargo de la manutención de los soldados del emperador hasta que salgamos de Córdoba. Por supuesto, todos los caballos y todos los carros quedan requisados para el ejército.

De la Puebla entornó levemente los ojos y miró al marqués de Benamejí y a Diego Millán, los tres que hablaban francés. El de Benamejí continuó sin decir una palabra pero en su rostro se dibujaba una máscara de indignación. Su palacio había sido saqueado y utilizado por los dragones para acantonarse después de haber hecho lo propio con la iglesia contigua. El canónigo tradujo al resto la orden de Dupont.

—Ahora exigen una reparación en dinero. Por lo que se ve, no han tenido bastante con lo que han robado ya.

El diputado Tauste interpeló a De la Puebla.

—Responded que no tenemos dinero, señor marqués.

—No —cortó Guajardo—, diremos que estudiaremos su propuesta porque las arcas municipales están vacías y ganaremos unos días.

—Me parece razonable —afirmó el marqués de Benamejí, tomando la palabra por primera vez.

—A mí también —respondió De la Puebla.

—Pues hablad, marqués. Mañana nos reuniremos para estudiar este asunto y así daremos tiempo a ver cuál es el comportamiento del ejército francés.

—Responded, señores. No tenemos todo el día, les interpeló Dupont.

—General, debemos estudiar vuestra propuesta con detenimiento. El Cabildo municipal tiene sus arcas vacías...

—Seguro que no tenéis un franco porque lo habéis gastado todo en levantar a los inútiles que intentaron cortarnos el paso a la ciudad —dijo con sorna Laplanne cortando al marqués.

De la Puebla soportó aquellas palabras y continuó.

—Dadnos unos días, general.

—Córdoba es una ciudad rica, marqués. Por eso voy a atender vuestra petición. ¡Ah!, y para compensar al señor Obispo, le dejaremos su carruaje y sus correspondientes caballerías.

Dupont se levantó de un salto y el resto de sus generales hicieron lo mismo.

—Nos vamos a almorzar, señores. Nos veremos pronto de nuevo.

—Señor —interpeló Diego Millán al francés—, con toda humildad y en el nombre de Dios, os suplico que no permitáis más sucesos como los que os he contado.

Antes de que Dupont respondiera, Laplanne miró desafiante al canónigo.

—Os aseguro que si un soldado francés incumple mis órdenes, que son las órdenes del comandante del II Cuerpo de Observación de La Gironda, será severamente castigado.

—Ya habéis oído al gobernador militar de Córdoba —concluyó Dupont saliendo con paso rápido de la sala seguido por sus hombres mientras el grupo de cordobeses se apartaba a lados y saludaba con una leve inclinación de cabeza.

Apenas unos instantes después, ya a solas, el religioso se sentó en uno de los sillones de los capitulares. Estaba muy cansado y tenía mal aspecto. Parecía haber envejecido varios años en apenas varios días. El otro canónigo, Manuel Arjona, se acercó a él y le puso una mano en el hombro para confortarlo.

—Eres un hombre íntegro y valiente, Diego, pero es mejor que hagamos lo que dicen los franceses mientras ocupen la ciudad. Ten paciencia y confía en Dios nuestro señor.

—Ya no tengo paciencia, y confianza me queda poca amigo Manuel. ¡Ni siquiera he podido reclamar los atropellos que ha sufrido Don Pedro! —respondió refiriéndose al obispo de Córdoba, cuyo palacio episcopal no sólo había sido asaltado y saqueado también, habían robado hasta los ropajes y báculos, sino al destino del mismo obispo, agredido sin ningún respeto por los soldados franceses tras refugiarse en la Alameda, extramuros de la ciudad.

—Todos hemos sufrido atropellos, Diego. Pero no debemos rendirnos. Más tarde o más temprano nuestro ejército volverá a Córdoba y los franceses tendrán que responder de lo que han hecho.

El canónigo miró sorprendido al autor de aquellas palabras, el marqués de Benamejí.

—Y si Dios quiere, será más temprano que tarde —finalizó De la Puebla en voz baja y con un lejano tono de rabia.

* * *

Plauzolles, pagador del ejército francés, llegó a las diez de la mañana a la oficina de Cabeza de Rentas de Córdoba, situada en la Catedral. Iba acompañado de un coronel de granaderos y cuatro soldados y tenía órdenes de requisar el dinero allí guardado. Dos días antes, a su llegada a la ciudad, los altos oficiales del ejército habían dado cuenta de parte de las joyas del viejo y legendario templo cordobés, antaño mezquita, de donde se habían llevado un gran número de ellas, incluidas las coronas de oro y brillantes de varias imágenes religiosas.

Tal y como había ocurrido en la mayor parte de las iglesias y conventos asaltados, la Catedral no se había librado del robo de muchas de sus valiosas alhajas y ahora le tocaba el turno a los fondos allí depositados, dinero de impuestos, recaudaciones, donaciones y obras de caridad.

A pesar de la majestuosidad del monumento, que había despertado la admiración de los generales, «una auténtica maravilla de la civilización», no se había librado del pillaje. Como había dicho risueño uno de los generales, «ya hemos obsequiado a nuestras mujeres con los mejores tesoros de esta ciudad. Ahora toca que nos paguen nuestros sueldos y si están entre los arcos de la mezquita, los echaremos abajo».

Y aun con la orden publicada por el general Dupont a última hora del día anterior en la que se decía «que reine en la ciudad de Córdoba la tranquilidad y que las personas y propiedades sean respetadas. El pillaje está prohibido y cualquier soldado que a él se atreviere será inmediatamente entregado al consejo de guerra», los oficiales franceses seguían buscando cuantas cosas de valor podían y los soldados imitando a sus oficiales y vaciando las tabernas y bodegas que encontraban.

El pagador fue directo al grano con su castellano balbuceante cuando se encontró con el deán catedralicio, dentro del templo. Quería ver inmediatamente el tesorero y el contador de la Oficina para entregarle los fondos disponibles. Quedaban requisados en nombre del emperador.

El deán acompañó a Plauzolles y los soldados hasta la Oficina, situada en una esquina de la Catedral desde donde se veía la puerta de El Triunfo, y se encontró con ambos. Tras explicarles el motivo de aquella irrupción, el tesorero, asustado, sacó algunos miles de reales guardados en bolsas de un depósito situado en un pequeño despacho de la Oficina y los puso sobre la mesa.

—Esto es, señor, el dinero del que dispongo ahora mismo para entregaros.

Plauzolles echó un vistazo a las bolsas y se dirigió al coronel que le acompañaba.

—Este maldito se burla de nosotros.

El oficial echó mano de su pistola y los granaderos amartillaron sus armas.

—Vamos, tesorero —dijo Plauzolles—, no me iréis a convencer de que este es todo el dinero del que disponéis.

Con la frente perlada de sudor por la tensión y el miedo, el hombre, un funcionario de avanzada edad llamado Pedro de Merlo, reculó mientras miraba al deán que guardaba silencio absoluto.

—No señor, hay más fondos, pero se encuentran ahí dentro, en el archivo, y no tengo las llaves que lo abren.

—¿Y quién las tiene?

—Los señores diputados de la ciudad que tienen las competencias sobre la Oficina.

—¡Pues avisad a alguno de ellos inmediatamente! ¡Vamos!

El tesorero se secó el sudor de la cara con la manga de su chaqueta ligera tratando de encontrar una respuesta y se encontró con la ayuda del deán que intervino para tratar de convencer al francés.

—Señor, no sabríamos deciros dónde están. Después de estos dos días es posible que alguno de ellos no se encuentre en la ciudad.

—Entiendo —dijo Plauzolles cada vez más impaciente—. Pero seguro que sí sabéis dónde encontrar a uno de ellos por lo menos.

—A uno sí, pero no serviría de nada —replicó débilmente el tesorero.

—¿Y por qué no?

—Porque cada uno de los señores diputados tiene una llave distinta para una cerradura distinta. No es posible abrir el archivo sin todas las llaves.

El pagador, amenazante, alzó ligeramente la voz.

—¿Y cuántas llaves son, maldita sea?

—Cuatro, señor, las dos que veis y dos más dentro.

—¡Vaya! Pues si custodiáis con tanta precaución ese archivo no será porque contengan unas pocas monedas —dijo con sorna el coronel.

Plauzolles, cansado ya e impaciente, elevó su tono imperativo.

—¡Os advierto que si no me entregáis el dinero lo pagaréis caro!

—¡No podemos hacer nada, señor! —dijo el deán.

—Pues nosotros sí —intervino de nuevo el coronel, que indicó a los granaderos que pasaran a la habitación donde estaban los archivos y dispararan contra las cerraduras.

El tesorero alzó entonces las manos y se dirigió al oficial.

—Señor, llamaremos a un cerrajero. Por Dios, esperad.

El coronel miró a Plauzolles que asintió moviendo la cabeza.

—Deán, traed inmediatamente a ese cerrajero o estos señores —dijo señalando a los granaderos— cumplirán el encargo.

El religioso se quedó desconcertado mirando al tesorero, «¿a quién podría encontrar?», pero el contador se levantó raudo. Conocía a un cerrajero que vivía cerca, en el barrio de San Basilio. «Si el hombre está en su casa, no tardaremos mucho».

El contador, fiel a su cálculo, volvió al poco rato acompañado de un hombre joven, vestido pobremente y en alpargatas, pero extremadamente hábil. Sacó unas herramientas que llevaba en una bolsa de tela negra colgada del hombro y forzó sin demasiada dificultad las dos cerraduras de la puerta del archivo.

Plauzolles y el coronel no esperaron a que entrase el tesorero, que había estado supervisando el trabajo del joven, y pasaron directamente a la habitación, pequeña y con un ventanuco a través del cual entraba una luz tenue. Debajo, había otra puerta.

—Ese es el archivo interior —dijo el tesorero una vez que pasó tras los dos franceses.

Después, se dirigió a un gran armario que tenía en su parte inferior una portezuela y en la superior varios libros de cuentas. Sacó una pequeña llave de su chaquetilla y abrió la portezuela sacando cuatro talegas grandes llenas de dinero que colocó sobre una mesa situada en el centro de la habitación. El coronel sonrió. ¡Aquello era ya otra cosa! Plauzolles indicó entonces al cerrajero que se hiciera cargo de la otra puerta.

El deán y el tesorero cruzaban miradas de desolación. Los franceses estaban robando impunemente una fortuna sin que pudieran hacer nada salvo permanecer en silencio por miedo a que, a pesar de todo, sufrieran algún daño, cosa que parecía probable.

El pagador abrió una de las talegas y las monedas cayeron sobre la mesa. Sí, allí había un buen dinero. Movido por la curiosidad cogió uno de los libros que reposaban en el armario y le echó un vistazo. Estaba lleno de apuntes contables, en reales, y con cantidades importantes.

—Cuando acabemos la tarea, espero que tengáis la amabilidad de explicarme estas cuentas —dijo Plauzolles al tesorero sin levantar la mirada del libro.

Pedro Merlo ni siquiera oyó aquello. Su cabeza estaba en otra parte.

Tal y como había ocurrido en la primera puerta, la siguiente cedió con facilidad. El coronel, que estaba junto al cerrajero, fue quien entró primero y echó una ojeada. La habitación era más pequeña que la anterior y tenía una ventana pequeña que daba a la misma vista que el despacho principal de la Oficina.

Frente a la ventana, había una alacena donde se agrupaban varias sacas más similares a las otras. Alargó la mano y cogió una de ellas. Sí, como había dicho el general Chabert, iban a cobrar un buen sueldo.

Entonces se escucharon unas voces en francés en el despacho grande y paso de soldados. El coronel se dio media vuelta y vio al gobernador militar de Córdoba, el general Laplanne entrar en la pequeña habitación con el sable en la mano seguido de Plauzolles y se puso firme de inmediato.

Laplanne sonrió complacido mientras miraba las sacas con el dinero y las tocaba con la punta del sable. Saludó al coronel y preguntó al pagador.

—¿Cuánto dinero calculáis que puede haber en las bolsas, señor Plauzolles?

—Con exactitud, nos lo dirá el tesorero de esta oficina que está ahí fuera, pero después de haber visto uno de los libros de cuentas y hacer cálculos, creo que, en moneda española, en reales, un par de millones. El general Dupont estará contento.

—¡Por supuesto que lo estará, señor pagador, como todos nosotros! ¿No opináis lo mismo, coronel?

—¡Desde luego, mi general!

Laplanne dio media vuelta y volvió a salir al archivo exterior, donde esperaban el tesorero y el deán acompañados de cuatro granaderos más. Enfundó el sable y examinó la habitación.

—Si os parece bien, señor Plauzolles, guardad todo el dinero ahí dentro —dijo señalando el archivo interior— y escuchemos que nos tienen que decir estos amables hombres.

El pagador hizo una señal al coronel y éste ordenó a dos granaderos que cogieran las sacas y las metieran con las otras en la habitación pequeña. Luego preguntó a Merlo.

—¿Cuánto dinero hay en las bolsas?

El tesorero aparentó contar mentalmente con rapidez aunque lo sabía de sobra.

—Con los reales que hay en mi despacho, alrededor de dos millones y medio.

A Laplanne no le hizo falta que Plauzolles le tradujera aquella cifra. La había entendido con una claridad sorprendente. Y volvió a sonreír satisfecho mientras se fijaba en una puerta de madera que asomaba al fondo de una alacena en la que se agolpaban pergaminos, libros y material para escribir.

—Por curiosidad, Plauzolles, preguntad a dónde da esa puerta. ¿No os parece raro que no hayan fijado con mampostería esta alacena cuando hay tantas cerraduras?

El pagador echó un vistazo y movió la cabeza afirmativamente. Laplanne llevaba razón. Salvo que tras aquella puerta hubiera un muro, o que diera a una altura del interior de la Catedral, no parecía tener mucho sentido. Y le preguntó al deán, que estaba contemplando toda la escena totalmente abatido.

—Señor Deán, venid y decidme, ¿a dónde da esa puerta que sirve de fondo?

El hombre abrió los ojos y miró al tesorero sin saber qué responder.

Laplanne tuvo entonces una corazonada. Y acertó.

—¡Ahí se guarda más dinero!

Plauzolles miró al general, luego al deán y le tradujo despacio la frase convirtiéndola en pregunta.

—¿Ahí se guarda más dinero?

El religioso afirmó con la cabeza mientras Merlo, sacando el último soplo de valor que le quedaba respondió por él. Le tocaba ahora ir en su ayuda.

—Esa puerta no da a ninguna dependencia de esta Oficina señor.

—¿Y a dónde da entonces?

—A otra dependencia.

Plauzolles replicó desafiante.

—¿Donde se guardan más fondos que no habéis declarado?

Antes de que el tesorero pudiera contestar, Laplanne ordenó a los soldados que sacaran los enseres, los libros y quitasen las dos baldas de la alacena para dejar la puerta expedita.

En un santiamén, los granaderos pusieron todo sobre el suelo a un lado y dejaron al descubierto otra cerradura de la que colgaba un candado. El general suspiró de satisfacción. «Tras esa puerta hay algo de valor que estos rufianes nos ocultan». Y Plauzolles, acercándose, examinó la puerta. El joven cerrajero podría abrirla sin demasiados problemas —calculó— y si no lo hacía, la echarían abajo los soldados. Laplanne le pidió que se apartara y le dio una patada. La puerta no se movió lo más mínimo. Parecía un muro de piedra.

—Mi querido Plauzolles, me temo que hará falta un carpintero para abrirla.

—Ese hombre de ahí es el cerrajero —respondió el pagador señalando al joven— y hasta ahora ha abierto las puertas sin dificultad, general.

—Sí, pero comprobadlo por vos mismo. Es una puerta pesada y no se mueve.

—Bien, mi general.

Plauzolles se dirigió al contador que estaba junto al ventanuco de la habitación.

—Ahora os toca ir a buscar a un carpintero. Y rápido.

El hombre asintió con la cabeza y salió del archivo exterior a toda prisa. Después, el pagador ordenó al joven que procediera a descerrajar la cerradura. Laplanne se apartó y el cerrajero examinó el candado y comenzó a trabajar.

El carpintero apareció media hora más tarde mientras Plauzolles contabilizaba el dinero de las sacas cuidadosamente bajo la mirada de Laplanne y los granaderos. Los franceses no estaban dispuestos a que se distrajera una sola moneda del botín y el pagador del ejército se aplicaba a ello con la minuciosidad típica de los contables.

El cerrajero había cumplido con su tarea. El candado y la cerradura arrancados de la puerta estaban en el suelo junto a sus herramientas. El carpintero, un hombre de mediana edad y aspecto igualmente humilde, fue directo hacia la madera como si supiese dónde tenía que hacer lo que tenía que hacer.

Cuando el carpintero comenzó a destripar la puerta, el deán no pudo aguantar más. Miró al tesorero y éste comprendió. No tenía sentido ocultar por más tiempo qué había detrás.

—Señor —dijo el religioso dirigiéndose a Laplanne—, detrás está la oficina de Obras Pías, y lo que se halla ahí se dedica a la caridad y la misericordia de los pobres.

El general, sorprendido, pidió a Plauzolles que tradujera lo que decía aquel hombre tan afectado. Cuando entendió sus palabras, lejos de enojarse sonrió.

—Respondedle a este hombre de Dios que no tenga cuidado con el destino que damos a lo que haya.

El coronel que acompañaba al pagador devolvió una sonrisa de complicidad a Laplanne que ladeó la cabeza con suficiencia. Estaba impaciente por acabar con aquello porque, además, estaba hambriento. Eran ya las dos de la tarde.

Finalmente, el carpintero pudo abrir una de las planchas de la puerta, en la parte superior y Laplanne apartándolo ordenó a uno de los granaderos que entrase por ahí. El soldado se despojó de los correajes y se introdujo en la habitación, amplia e iluminada, por un ventanal por el que entraba el sol del mediodía.

No tardó mucho en dar con un armario grande en el que se arracimaban varias sacas, alhajas y documentos y comenzó a pasarlos a través de la madera rota. El general ordenó entonces a otro granadero que agrupase todas las sacas de dinero en el archivo interior, incluidas las joyas, pero cuando estas cruzaron la puerta de la alacena, el deán suplicó a Plauzolles que pertenecían a una Virgen que restauraba un artesano y que se guardaban allí mientras acababa el trabajo.

El pagador asintió con la cabeza mientras traducía a Laplanne la petición del deán. El general miró al religioso sin decir una palabra mientras el granadero volvía de nuevo a entrar en la habitación. Ya no quedaba nada en Obras Pías y la puerta de la Oficina daba a un pasillo. «Nada, mi general, no hay nada más que papeles».

—Bien señor Plauzolles, nos vamos a comer —dijo Laplanne— y dejaremos aquí a la guardia. Decid a estos amables ciudadanos de Córdoba que volveremos pronto. Ah, y que no se preocupen por el dinero de los pobres. Es para ellos. Habladles y reuniros conmigo.

Mientras el pagador traducía sus palabras, Laplanne se calzó el bicornio con plumas doradas y salió hacia la calle seguido del coronel.

—Dejad dentro a dos granaderos y aquí en la puerta, a otros cuatro. Que no entre ni salga nadie hasta nueva orden. Respondéis personalmente.

—Sí, mi general.

Plauzolles salió al momento.

—¿No tenéis hambre, señor pagador?

—Desde luego, general.

—Bueno, no os puedo invitar a comer ostras en el Sans Souci de París, pero algo nos servirá nuestra buena condesa Mercedes en su palacio —dijo Laplanne haciéndose el interesante.

—Por cierto, querido amigo, cuando acabemos mandad a almorzar a esos rufianes y avisad a vuestros hombres. Llevad el dinero y las joyas al general Dupont y luego cerrad las puertas dejando una guardia día y noche. Que no entre nadie, ni siquiera los empleados de esas oficinas. Ya se enterarán de que habéis requisado sus fondos en nombre del emperador. ¿Comprendéis?

—Con toda claridad.

* * *

Jean Baptiste se dirigía a casa de Miguel Aguayo, en la calle del arroyo de San Andrés para responder a su invitación tras el asunto de la iglesia noches atrás. En realidad, tenía la íntima intención de buscar un encuentro con la señorita Isabel Moreno y para eso necesitaba la intermediación del farmacéutico.

No había dejado de pensar en ella los tres días siguientes y eso era algo que no le ocurría fácilmente. Los galanteos en los salones de París podían ser habituales, como las amantes ocasionales y las amantes furtivas, la prueba de alguna alemana rolliza o de una vienesa delicada, pero sin llegar a nada serio, por lo menos a lo que él entendía que era serio, porque más de una parisina sí se lo había tomado así y entonces había puesto distancia discreta pero rápidamente.

Todavía era demasiado joven, pensaba cuando alguna mujer se le acercaba más de la cuenta, para regresar a Limoges y matrimoniarse en busca de varios hijos, un varón al menos. Ya tendría tiempo a su debido momento y con la mujer adecuada. Siempre y cuando llegara la paz, esa paz a la que apelaba continuamente el emperador, pero que con él, como decía melancólicamente el mariscal Berthier, nunca llegaría. «No, querido Grivel, no te hagas muchas ilusiones, con el emperador siempre habrá una guerra en algún sitio».

Por ejemplo, una guerra tan sucia como aquella. Sí, todas las guerras eran sucias, por mucho que a lo largo de la historia los poetas hubiesen manejado el poder de las palabras para transformar matanzas horribles en gestas llenas de belleza, pero aquella lo era aún más. El odio que sentía la mayoría del pueblo español contra los franceses era inmenso, a pura muerte, muy distinto del que podían sentir alemanes, holandeses, austríacos, rusos, italianos y hasta los ingleses. Y después de lo que estaba sucediendo esos días en esa ciudad, era fácil de entender.

Mientras buscaba la calle, situada al final del llamado Realejo y frente a la iglesia de San Andrés, en Córdoba como en la mayor parte de las ciudades de España había iglesias por todos lados, y sumido en aquellos pensamientos recordó de nuevo la misión que llevaba a cabo y que no podía cumplir. El ejército estaba aislado. Sabía que los correos que Dupont enviaba a Madrid no habían llegado a su destino y que era imposible que los españoles considerasen ya a los franceses como aliados. A lo mejor el emperador creía todavía que se les podía vencer fácilmente y que aceptasen su «protección», pero estaba equivocado. Con lo que estaba ocurriendo en Córdoba y con generales como Dupont, el odio jamás se disiparía. Jamás.

Llegó a las puertas de la iglesia y buscó la calle del arroyo de San Andrés. Estaba a su derecha. Los pocos paisanos que estaban fuera de sus casas, a pesar de ser mediodía, lo miraban con inquietud, con miedo, y también, seguro, con ese odio profundo. Buscó el número dos y lo encontró de inmediato.

Mientras desmontaba, una patrulla de granaderos al mando de un teniente pasó a su lado saludándolo y él correspondió en silencio. Se ajustó el chacó negro coronado con el penacho rojo anaranjado y golpeó el aldabón de una puerta de color marrón oscuro.

Reconoció de inmediato al sirviente que la abrió tras escuchar el sonido de los hierros de los postigos. Era el hombre que acompañaba al farmacéutico noches atrás. Éste también lo reconoció al instante y con una exagerada reverencia le franqueó el paso a través de un pequeño zaguán que daba a un patio porticado con algunas pequeñas columnas de mármol rosado muy antiguas. En el centro había una fuente, también pequeña, de piedra rodeada de flores y plantas en recipientes cónicos de barro llenos de tierra. Las macetas andaluzas, recordó.

De una habitación situada frente al zaguán salió Miguel Aguayo, que también lo reconoció al instante y lo saludó con calidez y efusividad.

—Capitán Grivel, es un honor recibiros en mi casa.

—Para mí también es un placer visitaros, señor Aguayo. He venido para asegurarme de que vos y vuestros amigos os encontráis bien.

—Desde luego, capitán. Nos encontramos bien. Esta mañana he visitado a Jesús Moreno, que vive cerca de aquí como ya os dijo, y estaba mejorando de sus heridas.

—¿Y la señorita Isabel?

—Igualmente bien aunque, como comprenderéis, asustada por la situación.

—Aunque no lo creáis, lo comprendo perfectamente y me hago cargo.

El farmacéutico enfatizó su respuesta.

—¿Y por qué no os iba a creer después de que salvasteis nuestra vida, capitán? Sabemos distinguir entre los nobles hijos de Francia y quienes se manchan al servirla, si me permitís que os lo diga.

Miguel Aguayo invitó entonces a Jean Baptiste a acompañarlo dentro.

—Ya que habéis venido, espero que aceptéis mi invitación para almorzar, por favor.

—Lo haré encantado.

Los dos hombres pasaron a una sala pequeña amueblada con cierta sobriedad pero fresca y acogedora. El calor era intenso y aunque Grivel lo reconociera de su anterior estancia en Andalucía, no dejaba de incomodarle ligeramente.

Se desabrochó el chacó y el sirviente lo recogió solícito mientras el farmacéutico le ofrecía una copa de vino amontillado. Lo saboreó despacio. Era muy distinto de los burdeos a los que estaba acostumbrado, de los vinos blancos del Rhin, que también le placían y de los espumosos italianos, que alegraban un buen día. Era un vino dorado y fuerte pero también amable.

—¿Os gusta, capitán?

—Sí, me parece un buen vino.

—Algo nos ha quedado en esta casa para acompañarlo con unos buenos embutidos y unos huevos rellenos. Es lo que os voy a ofrecer.

—Me parece bien, señor Aguayo. Os lo agradezco.

Jean Baptiste se arrellanó en la comodidad del sillón en el que se sentaba. Observó la sala. En una amplia estantería de madera reposaban un elevado número de libros. Y se sintió intrigado. ¿Qué leería aquel hombre?

—Vos sois un hombre de ciencia por vuestro oficio. Esos libros —dijo Grivel señalándolos—, ¿tratan de ello o tenéis otros gustos?

Miguel Aguayo se quedó gratamente sorprendido.

—No, esos libros no son tratados de farmacia, capitán. Son obras de teatro, al que soy aficionado.

—Vaya, España tiene grandes autores como Cervantes, Quevedo, Calderón, que escribió La vida es sueño. No hace falta que os hable entonces de los excelentes monólogos del pobre príncipe Segismundo.

—¡Me agrada sobremanera comprobar que sois un hombre cultivado y amante del teatro! Con gentes como vos, Francia no puede ser sino digna de admiración.

Grivel sonrió y respondió con un ligero tono de complicidad.

—Aunque realmente, lo que me gustan son los clásicos, los autores griegos.

—¡Buen gusto, sí señor! En mi caso debo deciros que, al igual que vos, disfruto con las tragedias griegas pero también me gustan las obras de William Shakespeare y, por supuesto, me placen las comedias de vuestro compatriota Molière.

—Os parecerá entonces que todo esto que está ocurriendo tiene aspecto de tragedia.

La sonrisa desapareció del rostro del farmacéutico.

—De la peor especie, capitán. Y en mi caso, aún peor.

—Explicaos.

—Nunca he ocultado mi admiración por vuestro país, lo que me ha traído no pocos problemas. Soy de los que creían que Francia era el espejo donde mirarnos para abandonar la decadencia en la que nos encontramos tras los años del Rey Carlos. Y no os hablo de vuestra revolución que, quizá hubiera sido un mal necesario en España, sino de un gobierno capaz de poner orden y modernizar la nación.

Aguayo se levantó y dio una pequeña vuelta por la habitación mientras Jean Baptiste lo miraba expectante. Se acercó a los libros, tocó algunos por su lomo y dio media vuelta para seguir hablando.

—Pero después de estos sucesos...

—Después de estos sucesos habéis perdido la fe en la Francia que admirabais.

—Sí, capitán. Éramos un reino aliado y ahora nos hemos convertido en un reino enemigo.

—Hay asuntos que se escapan a nuestra comprensión, amigo Aguayo. La guerra es uno de ellos. La guerra y sus consecuencias. Creedme, sé muy bien lo que os digo.

—¡Y yo os comprendo mejor de lo que suponéis! Pero decidme, capitán Grivel, ¿era necesario que vuestro ejército matase a inocentes, forzase a mujeres y profanase iglesias? ¿Era necesario que vuestros soldados se ensañasen de esta manera con Córdoba?

Jean Baptiste se levantó también y se acercó hasta una ventana que daba al patio. Descorrió la cortina y fijó sus ojos en la fuente. Allí dentro, con la paz que fluía, toda aquella conversación sonaba irreal.

—No, no era necesario, pero ya os lo he dicho, eso es la guerra y sus consecuencias. De todos modos, y aunque creo que lo sabéis, el general Dupont ha dado órdenes de que cualquier acto de pillaje por parte de nuestros soldados sea castigado severamente. Y eso incluye el máximo respeto a las vidas y propiedades de los cordobeses.

—Perdonad, pero lamento deciros que el daño está hecho y el pueblo tardará en olvidarlo.

—Así me consta y os aseguro que también lo lamento tanto como vos.

El sirviente llegó en ese momento para avisar de que la mesa con el almuerzo estaba dispuesta. Miguel Aguayo pidió a Grivel que lo siguiese. Salieron de nuevo al patio y entraron por otra pequeña puerta por la que se accedía a una escalera estrecha. Subieron al primer piso y entraron a una gran habitación con una amplia mesa sobre la que se apilaban varios platos de embutidos, una fuente con huevos rellenos, una pequeña bandeja con carne de caza en salsa y un cesto con fruta. El farmacéutico indicó a Jean Baptiste que tomara asiento y, sin decir una palabra, comenzaron a dar cuenta de la comida.

Mientras probaba los huevos rellenos de carne, que le supieron de maravilla, Grivel, que sólo tenía su mente puesta en Isabel Moreno, decidió preguntar por ella.

—Decidme, señor Aguayo, ¿hace mucho tiempo que conocéis al señor Moreno y a su hermana?

—Más que mucho —respondió el farmacéutico mientras le hincaba el diente a un chorizo enristrado—. Los conozco desde que éramos unos niños. Jesús y yo siempre hemos estado juntos aunque nuestros estudios y nuestro oficio fueran muy diferentes. En realidad, somos tres amigos inseparables.

—¿Os referís a su hermana Isabel?

—No —replicó con media sonrisa Aguayo—, me refería a un tercer amigo, cuyo oficio tiene más que ver con el vuestro.

Jean Baptiste siguió comiendo sin responder.

—Es militar, y también capitán como vos —repuso el farmacéutico.

—¿Sirve muy lejos de aquí?

—Es capitán de caballería —dijo Aguayo incómodo y dándose cuenta de que había hablado más de lo debido—, pero no sé dónde puede estar ahora. Estos últimos meses han sido muy confusos.

Grivel se sirvió un poco de la carne de caza. Sí, también se daba cuenta de que su anfitrión había cometido un error involuntario al hablarle de aquel hombre, así que intentó poner confianza al asunto.

—Es curioso, señor Aguayo. Yo también conocí a un oficial español de caballería hace tres años cuando estuve en Cádiz, poco antes de la batalla del cabo de Trafalgar. Un hombre valiente y generoso.

Aguayo respiró internamente con algo de tranquilidad. No podría decir por qué, pero aquel francés le daba una confianza enorme, tal y como había ocurrido en la iglesia y cayó en el anzuelo que le puso Jean Baptiste.

—Ahora entiendo vuestro dominio del castellano.

—Tuve ocasión de aprenderlo en el Liceo de Limoges, junto con la lengua inglesa, y por ello, cumpliendo órdenes de mis superiores, fui destinado a Cádiz donde pasé unos meses hasta que regresé a Francia tras el combate.

El farmacéutico observó a Grivel con interés. Curiosa historia.

—Aquella batalla es uno de los peores recuerdos de este país.

—Y para Francia y el emperador, también. Os lo aseguro.

Ambos hombres suspiraron al ritmo del significado de Trafalgar y siguieron comiendo.

—¿Y ese oficial español del que habéis hablado?

—Ah, sí, era un joven alférez que recorría la playa buscando supervivientes después del combate en una playa llamada de Santi Petri. Nos ayudó de forma extraordinaria con sus hombres para sacar del agua a los marineros del capitán Baudoin, cuyo barco había sido hundido. El joven pertenecía a uno de los regimientos de caballería más antiguos de vuestro ejército. Farnesio.

Al escuchar aquel nombre, Miguel Aguayo dio un respingo, que no pasó desapercibido para Grivel.

—¿Os ocurre algo, señor Aguayo?

—No, capitán, sólo os escuchaba.

—No guardéis precauciones. Sé que Farnesio fue uno de los regimientos con los que nos enfrentamos a las puertas de Córdoba el otro día. Lo que no podría deciros es nada de ese alférez, si es que sigue siéndolo, cosa que no creo porque me pareció, como ya os he dicho, un hombre valeroso.

—Sí, el regimiento de caballería Farnesio llegó a Córdoba hace pocos días.

—Lo sabemos, enviado por la Junta de Sevilla para auxiliaros, como también unos extraños lanceros con picas para vuestros juegos de toros.

El farmacéutico estaba impresionado y también intrigado. Demasiada casualidad que Grivel estuviera hablando de otro de sus mejores amigos.

—¿Y en qué regimiento presta sus servicios vuestro capitán?

Aguayo respondió rápido. De la misma manera que antes se encontraba muy bien con aquel oficial francés, ya no estaba tan cómodo.

—En Borbón, pero ya os digo que no sé dónde puede encontrarse ahora.

Jean Baptiste también presentía algo extraño. El regimiento Borbón estaba en Andalucía, formaba parte del ejército con el que, presumiblemente, tendrían que enfrentarse en breve. El farmacéutico debía saberlo. ¿Qué le estaba ocultando y por qué?

En ese preciso momento entró el viejo sirviente. Buscaban al señor capitán. Era el sargento que le acompañaba la otra noche. Traía un aviso importante.

Grivel se levantó con rapidez. «Sí, el sargento Dormand sabía dónde encontrarme. Ha sido un placer vuestra invitación, señor Aguayo. Espero que nos volvamos a ver y hablar más tranquilamente de teatro y literatura y no de política ni de guerra.»

—También ha sido grata vuestra visita, capitán. Esta es vuestra casa y os espero cuantas veces lo deseéis.

—Gracias, señor Aguayo. Ah, por cierto. Pretendo visitar a vuestro amigo Jesús Moreno. ¿Me podríais recordar dónde vive?

—En la calle de la Misericordia número cuatro, como os dije, cerca de aquí. Si os place, os acompañaré cuando queráis ir.

—Por supuesto. Os lo agradezco de nuevo. Y ahora, adiós, señor. Nos veremos pronto.

Jean Baptiste bajó las escaleras dejando al farmacéutico atrás y se encontró con Dormand en el patio.

—Tengo novedades acerca de los correos, capitán.

—Bien, me las contarás fuera.

Aguayo salió al patio justo cuando su sirviente conducía a los dos franceses a la puerta.

—¡Capitán!, perdonad. Por simple curiosidad. ¿Cuál era el nombre de ese joven alférez?

Grivel se dio media vuelta y contestó con una forzada sonrisa.

—Creo que se llamaba Gonzalo de la Rosa. Ah, y me dijo que era natural de esta ciudad. Adieu, monsieur.

Cuando el sirviente cerró la puerta, Miguel Aguayo se dejó caer en un pequeño banco. Todo aquello era extraordinario. Tanto él como el francés habían acertado interiormente cuando presintieron que hablaban de la misma persona. ¡Gonzalo!

En la calle, de nuevo por El Realejo, Grivel escuchaba a su sargento.

—Hay un cura que pretende salir para Madrid esta tarde y le he convencido para que lleve una carta. Le he dicho que es un asunto de vida o muerte y le he ofrecido dinero.

—¿Sabes lo que dices, Dormand? ¿Te fías de un hombre al que no conoces? ¿De un cura español?

—Me fío de quienes me han hablado de él, capitán. Es un firme aliado nuestro. Piensa que son mis últimas voluntades para mi mujer y mis hijos y se lo ha tragado.

Jean Baptiste dio una palmada en el hombro a su sargento.

—Eres ingenioso. Algún día sabrás lo que está ocurriendo, mi fiel amigo.

Después, volvió a lo que había sido importante poco antes.

—Ah, recuerda que haremos pronto una visita a la calle de la Misericordia número cuatro, cerca de aquí.

Dormand asintió con la cabeza. Ahora sí imaginaba lo que ocurría.

* * *

Los jinetes de Farnesio llegaron cerca del mediodía a Porcuna. Habían pasado cinco días desde la batalla y tras retirarse en un primer momento a Villa del Río cayeron después al sur por Marmolejo y Lopera buscando el contacto con el ejército de Granada. Las noticias sobre lo sucedido en Córdoba habían corrido como la pólvora y al llegar al pueblo se encontraron con unos vecinos indignados que clamaban venganza. El saqueo de la ciudad califal había encendido el odio del pueblo y, también de los mismos soldados de Farnesio, sobre todo de Gonzalo de la Rosa.

El joven capitán no alcanzaba a entender cómo los franceses habían sido capaces de todas aquellas atrocidades que se contaban de una manera descarnada y su ánimo oscilaba entre una rabia inmensa y una desoladora impotencia. Pensaba en su tío Fernando y sus criados, en sus amigos Jesús y Miguel y en todas aquellas personas que había tenido que dejar atrás sin poder hacer nada. Pero eso era lo que podía hacer él. Nada.

Como tampoco había podido salvar la vida de su amigo Gregorio Prieto en aquel malhadado encuentro con los coraceros franceses a las puertas de Córdoba, en plena desbandada del ejército de voluntarios del vasco Echávarri. Su fiel sargento Ruiz, su inseparable compañero el capitán Cherif y su propio comandante, el teniente coronel Cornet, habían intentado consolarlo de todas las formas posibles. «Será mejor que te olvides de que has tenido alguna responsabilidad en la muerte de Gregorio. Tuvo un final digno y glorioso, en combate, como soñamos, pero también como tememos. Somos soldados.»

Sí, desde luego que la muerte en combate era el fin que, más tarde o más temprano, debían esperar. Eran oficiales de caballería de línea, cabalgaban hacia el enemigo a pecho descubierto, a través de una lluvia de fuego, pero eso no podía quitarle el recuerdo de su amigo, cuerpo en tierra, con la cabeza colgando y el lienzo blanco que lo cubría anegado en sangre, la misma sangre que había dejado grandes manchas oscuras en su casaca azul y sus pantalones anteados.

En Porcuna, Farnesio se encontró con una avanzada de jinetes de los regimientos España y Montesa y Cornet fue puesto al día con rapidez. El viejo capitán general Ventura Escalante, jefe del ejército de Granada, estaba reuniendo a todas sus tropas disponibles, de la propia ciudad, de Málaga y de Almería, para reunirse posteriormente con el teniente general Castaños, que había sido nombrado máximo jefe militar de Andalucía por la Junta de Sevilla y que estaba haciendo lo propio en Carmona.

El paso de Despeñaperros había sido cortado por los soldados y paisanos españoles y el ejército de Dupont estaba incomunicado en Córdoba. Algunos refuerzos, enviados presumiblemente desde Madrid, habían sido heroicamente atacados en Valdepeñas por los mismos habitantes del pueblo y los destacamentos franceses que se diseminaban por La Mancha y hasta Córdoba estaban siendo diezmados por los paisanos y por unidades sueltas y aisladas del ejército español.

Los franceses habían perdido un depósito de víveres en Santa Cruz de Mudela, habían tenido que evacuar un hospital en Manzanares y sufrido pérdidas de consideración en varios destacamentos que Dupont había dejado en Andújar y Montoro. Manchegos y andaluces vengaban así el saqueo de Córdoba y rodeaban por el norte a los franceses a la espera de que el ejército español estuviera listo para enfrentarse al enemigo e inflingirle la mayor de las derrotas.

Cornet y sus hombres levantaron su maltrecha moral cuando supieron de todas aquellas noticias y hasta Gonzalo pareció coger aire. «Nunca hay que perder la esperanza, capitán De la Rosa, nuestra hora volverá pronto a sonar», le dijo el teniente coronel y Gonzalo, con el semblante muy serio, asintió en silencio conteniendo su rabia. «Sí, su hora volvería a sonar pronto, muy pronto».

Por la tarde, a las afueras de Porcuna, junto a lo que habían sido unas viejas casas de labranza, los milicianos provinciales se agolpaban bajo la atenta mirada de un teniente y dos sargentos que trataban de instruirlos. Aquel centenar de hombres, pobremente uniformados y de edades diversas, los había desde jovenzuelos despiertos y animosos a maduros experimentados y tranquilos, no guardaban muy bien el orden a la hora de ejecutar los movimientos de la instrucción, ¡marchen!, ¡media vuelta!, ¡armas al hombro!, pero algunos se descubrieron como buenos tiradores, lo que mejoró el humor de los sargentos.

Gonzalo y su amigo Cherif contemplaban las evoluciones de aquellos voluntarios vestidos con pantalones blancos de lienzo, arremangados por encima de las alpargatas, casacas azules ligeras, chacós negros con borlas rojas y bandoleras donde se unían cartucheras y tahalíes, cuyo aspecto no era muy distinto de gran parte de los milicianos que habían visto en Córdoba.

Tras un descanso, en el que el teniente saludó a los dos capitanes de caballería y les dio novedades, formaban una compañía de fusileros para unirse al ejército del capitán general Escalante, los soldados volvieron a repetir los ejercicios de tiro.

Algunos de los milicianos utilizaban fusiles británicos, los llamados brown bess, que Gonzalo había reconocido al examinarlos. Eran armas que los ingleses habían enviado desde Gibraltar, les dijo el teniente y quedaron sorprendidos.

—Sí, mi capitán, traídas por el señor Martínez de la Rosa, de la Junta de Granada.

Miguel Cherif sonrío divertido.

—¡Vaya, mi buen amigo, no sabía que eras pariente del insigne hombre de letras! ¿Será por eso por lo que Cornet nos ha traído hasta aquí?

Gonzalo levantó una mano mientras negaba con la cabeza y el teniente lo miraba con cara de sorpresa.

—No, teniente, no hagáis caso. Me apellido De la Rosa, sí, pero no tengo nada que ver con el señor Martínez de la Rosa. Al capitán Cherif le divierten estos juegos. Vamos, seguid con vuestro trabajo.

—A la orden, mi capitán.

Los sargentos dieron las instrucciones y veinte hombres se irguieron formando una fila.

—¡A ver, preparad vuestras armas!

Los milicianos comenzaron a montar las armas, fusiles de metro y medio de largo y casi cinco kilos de peso. Descubrían la cazoleta de la llave de chispa, cogían el cartucho, que contenía la carga de pólvora y la bala de plomo, lo mordían con un gesto seco, depositaban la pólvora en la cazoleta, metían la baqueta y estaban listos para disparar.

—¡Armas al hombro!, ¡apunten! ¡Fuego!

La salva de los veinte hombres apenas impactó en el blanco, un espantapájaros con un sombrero de paja situado a poco menos de cincuenta metros.

Gonzalo meneó la cabeza.

—Así van a tener que desperdiciar mucha munición y muchas horas de disparos. Ese blanco está demasiado lejos.

—Pues esos que aguardan detrás han tenido buena puntería —replicó Cherif.

—Sí, apenas 10 hombres. Te apuesto una buena cena a que el resto no los iguala.

—¡Hecho! ¡Éste es el Gonzalo que yo conozco!

—Pero elegiré yo el lugar y la fecha.

—De acuerdo, pero no tardes si pierdes. Nunca se sabe.

—Pues observa.

La segunda fila imitó el proceso. De nuevo se escucharon las órdenes de los sargentos. «¡Apunten! ¡Fuego!»

Como había supuesto Gonzalo, el muñeco tampoco fue muy zarandeado por los disparos. Uno de los sargentos se quitó el chacó y se rascó la cabeza.

—¿Lo ves? El hombre está desesperado —dijo Gonzalo contrayendo el rostro en una mueca de escepticismo.

El otro sargento estaba junto a uno de los milicianos. Al hombre, de mediana edad, y con aspecto de no haber disparado un arma de fuego demasiadas veces en su vida, se le había derramado la pólvora de la cazoleta y el pedernal no había prendido. La bala seguía en el fusil.

El teniente, joven y nervioso, se quitó también su chacó y se dirigió al sargento y al miliciano. Ya lo volverían a hacer después. Corría el turno y el resto de los hombres que no habían disparado, esperaban.

—Puede que lleves razón, Gonzalo. Quizá el blanco está demasiado lejos.

—Te lo he dicho. Máximo a treinta metros. Y aun así, seguro que muchos de ellos no acertarán.

—Pues vamos a sugerirles que cambien de armas.

—Ah, ¿Y qué propones que usen, hondas?

—No, mi querido amigo, no. ¡Flechas!

De la Rosa volvió a menear la cabeza. El humor de Cherif era proverbial.

—¿Crees que no hablo en serio?

—¡No lo sé! —replicó Gonzalo—. Tratándose de ti, cualquier cosa es posible.

—Vamos, ¿no recuerdas lo de aquel coronel inglés? ¿No te lo contaron en la Academia?

—Pues no, sinceramente. No lo recuerdo.

—Ahora no te sabría decir el nombre, pero ese inglés propuso que la infantería utilizase grandes arcos para disparar en línea. Al fin y al cabo, son más baratos, más precisos, aseguran el blanco tanto o más que los fusiles y se puede disparar más rápido.

—Ya, ¿y si recuperásemos también las catapultas? ¡Dejemos atrás los cañones y los fusiles y volvamos a la Edad Media!

—Te hablaba en serio, hombre. No te digo que yo lo considere, te digo que hubo alguien que lo propuso y seriamente.

—Y dime, ¿por qué no le hicieron caso?

—Pues porque no es lo mismo conseguir un buen arquero que un buen fusilero. Mira, mejor o peor, estos hombres no tardarán en estar preparados para ser fusileros, pero otro gallo cantaría si tuviesen que aprender a disparar un arco.

—Eso lo entiendo.

—Y las condiciones del tiempo. Si el viento puede desviar el efecto de las balas, imagínate dónde irían a parar las flechas.

Gonzalo sonrió levemente por primera vez en aquellos días.

—Te has propuesto animarme y lo vas a conseguir contando tus historias.

Miguel Cherif palmeó el hombro de su amigo y le dedicó una amplia sonrisa.

—Pues si te lo tomas a risa, bien empleado está. Pero, te lo advierto, la historia es cierta.

El sargento Ruiz se acercó a los dos oficiales. Llevaba un mensaje del teniente coronel Cornet. Debían reunirse con él. Había llegado un correo desde Sevilla donde se encontraba el coronel Manso con el escuadrón de Farnesio que estaba formando a nuevos hombres y les informaba de la situación.

—Capitán De la Rosa, por lo visto, el señor Pedro de Echávarri será encarcelado —anunció Ruiz.

Cherif intervino sentencioso.

—Era imaginable. Alguien debía de pagar el fracaso.

Gonzalo no dijo una palabra. En su cabeza, con una rapidez sorprendente, apareció la escena de su entrevista en Córdoba con Echávarri y el corregidor Guajardo.

—¿No vas a decir nada? —interrogó Cherif.

De la Rosa suspiró pesadamente mientras andaba unos pasos. Luego giró y miró a su compañero.

—Estaba recordando la noche en la que me encargaron que solicitara ayuda para la defensa de Córdoba.

—Extraño encargo, desde luego, y buena prueba de la improvisación con que se organizó todo —apuntó Cherif.

—¿Acaso eso lo convierte en culpable? —replicó Gonzalo.

—No, no he dicho eso, me refería a que a alguien le ha parecido que tus buenos convecinos cordobeses pretendían hacer la guerra por su cuenta.

—¡Vamos, Miguel! ¡No me des lecciones de política! Soy un soldado, como tú y como Echávarri.

Los dos capitanes y el sargento tomaron una vereda para dirigirse al pueblo y dejaron atrás a los voluntarios que seguían haciendo prácticas de tiro. Ruiz movió la cabeza escéptico. ¡Hasta que se convirtieran en fusileros decentes aquellos hombres iban a gastar mucha munición y mucha paciencia!

Gonzalo seguía abstraído en sus pensamientos. Recordó de nuevo la llegada a Córdoba, la efervescencia de la ciudad en armas, la negativa de su tío Fernando a irse. Y luego, de nuevo la batalla y la derrota. Ah, la batalla, el ejército francés era un enemigo formidable, pero se le podía vencer.

De pronto se volvió hacia Cherif.

—Hay algo en lo que no había reparado.

—¿Qué quieres decir?

—Sobre la batalla.

Su amigo meneó la cabeza. Otra vez de nuevo el mismo tema.

—Cornet nos dijo cuando salió de parlamentar con Echávarri y el resto de los coroneles en la cuesta de La Lancha que entre las unidades francesas había marinos de La Guardia.

—Sí, fueron los que se internaron en el puente antes del combate, aunque nosotros no tuvimos ocasión de encontrarnos con ellos. Son de los mejores soldados de Napoleón, ya lo sabes. ¿Y por qué piensas en ellos?

—¿Recuerdas cuando recorrimos las playas después de Trafalgar buscando supervivientes?

Cherif sonrió con tristeza. ¡Claro que recordaba aquello! Él ya llevaba tiempo en Farnesio y era teniente, a punto de ascender a capitán segundo y Gonzalo era un alférez recién ingresado en el regimiento.

—Así fue como te conocimos, De la Rosa, recogiendo franceses que boqueaban y cadáveres de marineros españoles, ¿pero a qué viene esto ahora? —preguntó intrigado.

—Sólo a que conocí a un oficial francés, teniente de navío de los marinos de La Guardia, un hombre de honor. Jean Baptiste Grivel.

Cherif entendió al instante.

—¿Te refieres a que pudo estar en Córdoba con Dupont? Han pasado tres años desde Trafalgar y esos hombres han dado muchas vueltas.

—Sí, pero no te lo decía sólo por creer que pudo haber estado en la batalla, yo pensaba en el honor.

—Pues será el primer francés con honor del que oigo hablar.

El sargento murmuró en voz baja.

—Malditos gabachos. ¡Honor, qué coños saben que es el honor!

—No todos son criminales, sargento, y entre nuestro ejército también hay tipos despreciables. No olvide nunca que el honor es el honor.

El sargento se quedó sin palabras ante la contundencia del capitán.

Gonzalo se detuvo un instante y miró a los dos hombres que hicieron lo propio con él.

—Amigo mío —dijo dirigiéndose a Cherif— de todas maneras, ¿sabes cuál ha sido el único delito de Echávarri, un hombre de honor? La ingenuidad. Sólo ese, la ingenuidad.

Cherif cerró la conversación.

—El mismo que el de muchos españoles, De la Rosa, el mismo.

* * *

Los alrededores del pueblo sevillano de Utrera se habían convertido en un enorme campamento militar. Miles de soldados se congregaban en el punto de reunión establecido por la junta de Sevilla y Castaños para organizar el ejército tras la derrota de Alcolea.

Infantería ligera azul, infantería de línea de blanco y rosa y blanco y gris, caballería de línea de azul y rojo, artillería a pie y a caballo, de azul oscuro, zapadores con plumas rojas en el chacó y pantalones anteados, milicianos de verde olivo, voluntarios de marrón y rojo.

El conjunto era de lo mejor del ejército español de Andalucía puesto en pie tras el manifiesto de movilización del día seis de junio, un día antes de la entrada de las tropas francesas en Córdoba.

Castaños había llegado hasta Carmona al enterarse del desastre de Alcolea y la conquista de la vieja capital del califato por parte de Dupont. Sin embargo, y de acuerdo con el presidente de la junta sevillana, Francisco Saavedra, había retrocedido hasta Utrera al ver que el general francés se detenía en Córdoba y no daba señales de avanzar.

La felonía del invasor, el saqueo sin piedad de la ciudad, se había convertido en el mejor argumento para ganar tiempo y prepararse adecuadamente para el combate. Castaños, hombre paciente y metódico, necesitaba organizar adecuadamente a sus tropas, sabiendo que el capitán general Ventura Escalante hacía lo propio en Granada, y que en Utrera, le sería más fácil defender Sevilla y la ruta de Jerez y, sobre todo Cádiz, el destino final de Dupont, misión de la que ya se habían enterado los españoles.

Una vez instalado en Utrera, el alto mando había dejado una vanguardia suficientemente importante en Carmona bajo el mando del marqués de Coupigny para el caso de que los franceses se decidieran a seguir avanzando, mientras Castaños se dedicaba a trabajar concienzudamente en la organización del ejército.

Para ello, constituyó un modelo operativo propio de Estado Mayor, un primer ayudante general como enlace con la junta sevillana y cuatro ayudantes más para el contacto y la coordinación con sus jefes de división, todos ellos pertenecientes a cada una de las armas, infantería, caballería, artillería e ingenieros y un último ayudante como cuartel maestre.

Como coronel de ingenieros, el fiel Bouligny había sido elegido por Castaños como uno de sus cuatro ayudantes de enlace. El oficial también servía como contacto con el coronel Whittingham, que iba y venía de Utrera a Gibraltar con las instrucciones y despachos que se intercambiaban Castaños y Darlymple respecto de la ayuda de tropas británicas, y que contaba con la plena confianza del comandante español de Andalucía.

Era trece de junio por la mañana. Seis días después de la batalla de Alcolea y Castaños había despachado desde primera hora con todos sus ayudantes generales y atendidos los requerimientos recibidos. Desde los que mandaba la junta de Sevilla hasta los de sus generales. El sistema funcionaba bastante bien, en opinión de todos, y los asuntos se resolvían «con suma prontitud», como decía Bouligny.

Sin embargo, Castaños tenía que hacer frente ese día a dos cuestiones muy poco agradables para él. La primera, la de los voluntarios. El manifiesto de movilización de Andalucía convocaba a todos los hombres de 16 a 45 años en condiciones de portar armas y luchar estableciendo tres grupos por orden de alistamiento.

En primer lugar, los voluntarios. En segundo, caso de que estos no fueran suficientes, los hombres solteros y casados que no tuviesen hijos, y finalmente, caso de que tuviese necesidad de ellos, los casados con hijos y los eclesiásticos de rango menor. En principio habían quedado excluidos los que esperaban hijos, los cargos públicos, los negros, los sacerdotes y, por supuesto, los que fueran física o mentalmente inútiles.

El comandante del ejército español había tenido grandes discusiones con la Junta por aquel decreto. Entendía perfectamente lo que significaba que el pueblo se alzase en armas contra el invasor. Era un asunto político, pensaba Castaños. «No, general, es un asunto patriótico» decían los miembros de la Junta, entre ellos el Conde de Tilly, su miembro más radical y «jacobino», comentaba un molesto Castaños en privado.

Lo que le fastidiaba realmente era que, «entre tanto apasionamiento», no se distinguía a los soldados, al ejército, de los voluntarios, de los que no dudaba, «¿cómo podría hacerlo?», que querían batirse por la nación y por su rey, por Andalucía y por vengar las ofensas francesas, especialmente las de Córdoba, y que estaban dispuestos a «morir por ello, si falta hacía».

Pero en aquellas circunstancias, los voluntarios suponían un problema más que una solución. Para enfrentarse con garantías a las tropas francesas, «de las que no había mucho que decir que no supiéramos ya», se necesitaba al ejército, a los soldados veteranos y experimentados, a los regimientos que, al fin y al cabo, eran de lo mejor de lo que disponía España en todo su reino y que, entre otros cometidos, estaban acostumbrados a la lucha contra el inglés.

El ejemplo de lo que Castaños quería decir tenía un nombre: Pedro de Echávarri. El valiente oficial que había levantado aquel numeroso ejército de voluntarios en Córdoba creyendo entusiasmadamente que detendría a los franceses, e incluso los derrotaría, había fracasado con estrépito. Y ahí estaba el segundo asunto molesto de la mañana. Tenía que entrevistarse con él y comunicarle que quedaba preso. Eran las órdenes de la junta sevillana.

El coronel Bouligny se tomó su tiempo cuando Castaños acabó de despachar con los ayudantes e incluso tras la discusión de algunos asuntos de intendencia, uniformidad y ración de avena suplementaria para los caballos, con el cuartel maestre, el mariscal de campo Tomás Moreno. Sabía de las dos cuestiones que preocupaban al comandante y pretendía darle una argumentación que consideraba, «modestamente, sin discusión» para transmitirla a Sevilla.

El ejército podría aceptar los voluntarios necesarios para cubrir las vacantes de los regimientos y, en todo caso, algunas milicias provinciales que estuvieran, siempre, en retaguardia. Contando con las divisiones del ejército, el número de hombres disponibles podía rondar los veinticinco mil. Tenían además la ventaja de los parques de armas de Sevilla y las fábricas que allí se concentraban, las «principales industrias militares del reino». Y todo ello, concluyó, sin hablar de las tropas de Granada, «cuyo número alcanzaría una cifra muy parecida a la nuestra».

En cuanto a otros voluntarios, que bien era cierto que algunos como los lanceros y picadores podían servir de agregados en los regimientos de caballería tal y como había sucedido en el combate de Alcolea para completar los escuadrones de Farnesio, era precisamente el desgraciado caso de Echávarri el que justificaba que no se incorporasen al ejército. «Y había que recordar, general, lo supimos en Algeciras antes de nuestra marcha, que la misma Junta de Sevilla estaba en contra de darle a Echávarri el mando del ejército de Córdoba».

Castaños, sentado en el amplio sillón de su despacho de trabajo situado en un recoleto palacete, guardó silencio. La exposición de Bouligny era correcta, lo sabía, como también sabía que el vasco se había convertido en una víctima más.

—Sí, general, una víctima más, pero que no lo hubiera sido de vencer a los franceses.

—Mi querido coronel, si Echávarri hubiera vencido a los franceses, habría sido casi imposible convencer a los miembros de la junta de la inutilidad de los voluntarios, pero creedme, su mando seguiría igual de cuestionado.

¿Hubieran cambiado las cosas de cambiar la suerte de la batalla? Es muy posible que no. La junta de Sevilla quería armar a cuantos más voluntarios pudiese pero siempre bajo una jefatura controlada. Pedro de Echávarri no era de su confianza y, encima, había fracasado.

—Y ahora nos toca encarcelarlo, a él, tan patriota como el Conde de Tilly y a todos sus partidarios. La temeridad es apreciada según sea apreciado el temerario y Echávarri no lo era. Ahora, su derrota no admite el perdón.

Bouligny guardó silencio. El general tenía razón. El vasco había asumido el mando del ejército a pesar de las órdenes recibidas de Sevilla y ahora llegaba la hora de pagar las consecuencias.

—Por cierto, ¿habéis hablado con mi sobrino? —interrogó Castaños a Bouligny refiriéndose al teniente coronel Girón, que había participado junto a Echávarri en la batalla de Alcolea y que se había retirado junto a él hasta Carmona.

—Sí, mi general, aunque la conversación no fue demasiado larga.

—Pero le daría tiempo de contaros como se desarrolló la batalla.

—Algo de tiempo tuvo. Como nos temíamos, los paisanos salieron corriendo a la menor oportunidad.

—¡Pues ese es el informe que debe dar a la junta! Así se lo hice ver y así creo que lo hará. Miles y miles de voluntarios desorganizados tras los primeros envites de un combate y la voladura de un carro de munición. ¡Imaginaos! Espero que el señor Saavedra, una vez sea adecuadamente informado de lo que sucedió deje de insistir en que alistemos a todo el que se presente con ganas de lucha. Bien, acabemos de una vez. Que venga Echávarri.

Bouligny asintió con la cabeza y salió del despacho. Instantes después apareció con el vasco. Vestía con una casaca azul oscura y camisa y pantalones blancos con botas altas de montar brillantes de cera. A pesar de su aspecto aseado, el hombre, cuya cabeza iba descubierta, tenía el pelo ligeramente revuelto y la mirada en otro lugar. Flanqueado por dos granaderos, y seguido de Bouligny, no obstante, se presentó ante Castaños poniéndose en posición de firmes.

—Mi general.

Castaños se levantó y le devolvió el saludo con cierta severidad.

—Señor Echávarri.

Luego, Bouligny despidió a los granaderos y miró rápidamente al general. En su cara adivinó que quería estar a solas con Pedro de Echávarri y saludando salió de la habitación. Al cerrar la puerta vio el gesto silencioso de aprobación de Castaños.

—Don Pedro —dijo sentándose de nuevo— vuestro informe acerca de lo sucedido en Córdoba...

Echávarri, de pie y casi sin dejar su posición de firmes, pidió permiso a Castaños para hablar.

—Mi teniente general, acerca de lo sucedido en Córdoba sólo puedo deciros que si hubiera un único culpable ese sería yo.

Castaños lo observó sorprendido.

—Aprecio vuestra valentía, teniente coronel. Ya me habían advertido de ella y lo demostráis ahora, lo que os honra, pero no basta con admitir culpa alguna. ¿Sabíais que la junta Suprema de Sevilla designó al coronel Don Francisco Venegas para hacerse cargo del mando militar en Córdoba y, a pesar de todo, no acatasteis esa designación?

—Sí, mi teniente general. Sabía de la orden que traía el coronel Venegas —respondió impasible Echávarri.

—Pero os diré —continuó con suavidad Castaños— que el propio Don Francisco ha admitido que fue quien decidió que erais la persona más indicada tras comprobar la admiración de los cordobeses por vos.

—Sí, mi teniente general.

—Vamos Don Pedro —replicó Castaños viendo la actitud ausente de Echávarri—, yo no voy a dudar de que tanto el coronel Venegas como vos actuasteis considerando lo mejor para la situación. Y tampoco voy a cuestionar vuestra capacidad militar. Sé que combatisteis en el Rosellón contra los franceses cuando su revolución y eso es algo que muchos de los que me rodean no pueden decir.

—Toda mi vida he intentado cumplir con mi deber para con la patria y el rey.

—Sí, sí, señor Echávarri, como todos —respondió Castaños ligeramente incómodo—, como todos. Pero sois responsable de los voluntarios que reclutasteis en Córdoba y de su comportamiento en la batalla. Eso es lo que considera la junta de Sevilla y por eso estima que debéis ser hecho preso a la espera de juzgaros.

—Os repito, señor, que sólo cumplí con mi deber, señor —dijo el vasco con un hilo de voz.

Castaños suspiró con gravedad. Si ese era el delito de aquel hombre, muchos como él, en la propia junta de Sevilla, debían acompañarle.

—Algunos de los miembros de la junta Suprema, bajo la que estaba la de Córdoba, de la que vos formabais parte, consideran que debéis pagar por la derrota. No es decisión mía, ni tiene carácter militar. Sólo me limito a informaros.

Castaños, que estaba deseando dar por terminada aquella conversación, se levantó de su sillón y rodeando la mesa se acercó a Echávarri.

—Teniente coronel, el ejército precisa de hombres como vos y no de los voluntarios que alistasteis ni de muchos que pretende movilizar el mando de Sevilla. Esta guerra, que sabéis muy difícil contra el peor enemigo de Europa, requiere soldados y no aficionados.

Echávarri guardó silencio mientras Castaños daba media vuelta hacia su sillón y se disponía a llamar a la guardia. Había acabado. Pero en ese momento, entró un edecán anunciando al coronel Whittingham.

—Mi general, el coronel Santiago.

Castaños sonrió. «Santiago», ese era el nombre con el que sus oficiales conocían a Whittingham, que vestía uniforme de coronel de artillería.

—Bien, que entre inmediatamente.

El edecán saludó marcialmente y salió de la habitación.

—Coronel, habéis vuelto con rapidez. ¿Qué nos dice Sir Hew? Podéis hablar con franqueza delante de este hombre.

El inglés echó una ojeada a Echávarri y respondió a Castaños, que había vuelto a acercarse al vasco.

—Señor, el gobernador os ofrece la división del general Spencer.

Castaños miró a Whittingham y a Echávarri sucesivamente, y se dirigió a este último.

—¿Veis, Don Pedro? Nuestros antiguos enemigos, hoy nuestros aliados, ofrecen buenas tropas para enfrentarnos a Dupont, no paisanos entusiastas.

Echávarri se mantuvo en silencio.

—Sólo puedo desearos buena suerte, señor Echávarri —dijo Castaños, saludando al vasco.

Este devolvió el saludo a Castaños, que tiraba de un cordón para avisar fuera, y dio media vuelta mientras los mismos granaderos que lo habían escoltado hasta el despacho del comandante del ejército de Andalucía, entraban para llevárselo. Bouligny se cruzó con Echávarri y lo saludó. Luego entró en el despacho con Castaños y el inglés, que esperaba las indicaciones del teniente general.

—Sí, querido Whittingham, ése era el hombre que levantó Córdoba en armas y fue derrotado por el general Dupont. La junta de Sevilla ha decidido encarcelarlo y a mí me ha tocado decírselo. Una mala decisión y un mal encargo.

Whittingham replicó a Castaños.

—Comparto vuestra opinión, mi teniente general. Pero si os soy sincero, era previsible.

—¡Claro que lo era!, alguien tiene que pagar por la derrota. Pasa siempre y en todos los ejércitos. Hasta en el vuestro.

El inglés afirmó con la cabeza. A sus mandos militares les tocaba dar cuenta en el Parlamento y allí era difícil eludir responsabilidades.

—A propósito señor Castaños. Tengo información que daros de cambios en Madrid.

—Decid.

—Se rumorea que Murat volverá en breve a París.

El general y Bouligny miraron con atención a Whittingham.

—Él mismo ha pedido su relevo a Napoleón. No se recupera ni de sus cólicos ni de sus fiebres tercianas, que es lo que por lo visto le aqueja, y desea irse.

—¿Y sabéis algo de Bayona y de Don Fernando? —preguntó Bouligny.

—Nada nuevo todavía, Don Juan.

Castaños se movió en su sillón para acomodarse. Las maquinaciones de Napoleón en Bayona, con la familia real y la asamblea de grandes de España allí citados, eran pasto continuo de elucubraciones y ahora lo que más importaba era qué iban a hacer con Dupont en Córdoba.

—¿Sabéis, coronel? —inquirió Castaños al inglés—. Todavía no me explico el comportamiento del general Dupont.

—Espera refuerzos sin duda, mi teniente general —respondió Whittingham— porque sabe que tiene que enfrentarse a vos.

—Sí, de eso estamos seguros, pero me refiero a los sufrimientos que ha hecho caer sobre la ciudad. ¿Acaso piensa que van a ser olvidados?

—Con los franceses, señor, todo es posible —apuntó el inglés.

—Sí —concluyó Castaños—, todo es posible. Y espero que mi ejército esté preparado cuando lo sepamos. No voy a permitir que Dupont se acerque siquiera a Sevilla, pero necesito tiempo. No mucho, algunos días más, pero lo necesito.