V
JUNGVOLK
Ningún malvado sacerdote nos impedirá sentir que somos hijos de Hitler. No seguimos a Cristo, sino a Horst Wessel. Basta de incienso y de agua bendita. Sólo la esvástica trae la salvación a la tierra. ¡Baldur Von Schirach, llévame contigo!
Canción de marcha de las Juventudes Hitlerianas
Berlín, invierno de 1940.
En el invierno de 1940, Hans Petersen ingresó por fin en el Jungvolk. Sin embargo, no ingresó cuando estaba previsto. Hans tenía que haber hecho las pruebas de entrada en las Juventudes en enero de 1940, pero a partir de la declaración de guerra de Francia e Inglaterra contra Alemania, el 3 de septiembre de 1939, se dictó una orden por la cual, todos los niños y niñas nacidos antes de 1931 debían ingresar obligatoriamente en las Juventudes Hitlerianas y en la Liga de Muchachas Alemanas de forma inmediata. Hans, sus amigos Heinz y Rudi, y todos los demás niños de su clase, nacidos todos ellos en 1930, ingresaron de forma automática. Para Hans fue la mejor noticia que podía recibir. Para él se cumplía un sueño. Para él, comenzaba su formación como soldado.
Las Juventudes Hitlerianas no eran un ente compacto y único, sino que estaba fraccionado en cuatro divisiones. La élite de las Juventudes era el Kern, el núcleo. Lo formaban los chicos de catorce a dieciocho años. En el Kern, la formación y las actividades estaban totalmente militarizadas, de esta manera, al cumplir los dieciocho, la mayoría de sus miembros ingresaban o bien en la Wehrmacht, o los mejores de ellos eran reclutados por las SS. La rama infantil de las Juventudes Hitlerianas, en las que ingresaría Hans, era el Jungvolk. En el Jungvolk los chicos permanecían entre los diez y los catorce años. Las pruebas físicas de evaluación personal, que Hans pasó de forma brillante, consistían en correr los 100 metros en menos de doce segundos, saltar 2,75 metros de altura, realizar pruebas de tiro al blanco y participar en una marcha de día y medio de duración. Hans no tuvo ningún problema con estas pruebas, incluso los formadores, chicos ya veteranos de las Juventudes, quedaron muy impresionados con su rendimiento, entre ellos Junker. Junker fue uno de sus formadores en actividades físicas y tiro. Allí fue donde ambos se conocieron, aunque nunca tuvieron una gran relación, entre otras cosas por su diferencia de edad y porque los veteranos de las Juventudes apenas solían relacionarse con los Pimpf, los niños, más allá de su tarea de formación. El término Pimpf significaba algo así como «lobeznos», algo que estaba muy acorde con el nuevo mundo en el que acababan de ingresar.
La rama femenina de las Juventudes era la Liga de Muchachas Alemanas o BDM. Igualmente estaba dividida en dos grupos. La élite de la Liga eran las chicas de la Glaube und Schönheit o GUS. La formaban las chicas de entre catorce y veintiún años. La rama infantil, la de las niñas de la edad de Hans entre los diez y los catorce años era conocida como la Jungmädel. También tenían que pasar sus reglamentarias pruebas de evaluación personal, en las que se les pedía correr 60 metros en doce segundos, saltar 2,50 metros de altura, arrojar una pelota a una distancia de 20 metros, nadar 100 metros, realizar saltos acrobáticos y caminar por una cuerda tensa. Tanto los Jungvolk como las Jungmädel tenían otras muchas pruebas físicas e intelectuales durante su formación en la organización juvenil nazi, antes de que llegara el gran momento, el momento en que se les entregara su primer puñal. El primer paso, hacia su sueño de convertirse en soldados. Pero para eso, aún tenía que pasar un tiempo…
* * *
La guerra comenzó el 1 de septiembre de 1939, y las dificultades para los berlineses también. A la mañana siguiente de estallar la guerra, Helga se encontraba en casa haciendo sus tareas cotidianas. Escuchaba un programa de música ligera en la Radio del Reich. Kurt estaba en su oficina de la DAF y Hans en la escuela. Le habían cambiado de profesor, Frau Gerda había sustituido a Herr Fritz, que tras jubilarse, había abandonado Berlín para trasladarse a su ciudad natal, una pequeña ciudad de Turingia. Pero daba igual, Frau Gerda pertenecía también a la Liga de Profesores Nacionalsocialista, y ya les había indicado a los niños, que a partir de que tuvieran preparado su uniforme del Jungvolk, recomendaría a los padres que los niños y las niñas asistieran siempre a clase con sus uniformes, entre otras cosas, para que no se olvidaran que la nación estaba en guerra.
Sonó el timbre. Helga llegó hasta la puerta, retiró los cerrojos y abrió. Un chico con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas y una chica con el de la BDM se encontraban plantados en la puerta. Chicos perfectos, los dos muy rubios, él con un corte de pelo militar, perfecto, ella con dos largas trenzas, perfectas, sus uniformes impecables, perfectos. Los dos lucían una sonrisa perfecta, en su boca perfecta, donde brillaban unos dientes blancos y perfectos. Dos chicos que parecían recién salidos de esos carteles propagandísticos del partido, donde se exaltaba la imagen de la nueva y dinámica juventud alemana. Los dos levantaron sus brazos y gritaron al unísono:
—Sieg Heil!
Helga se quedó atónita, sin saber qué hacer o qué decir. Levantó la mano y dijo con desgana:
—Sieg Heil!
Por un momento, Helga se asustó. Pensó que venían a comunicarle malas noticias sobre Harald o algo peor… algo sobre Hans. Desechó rápidamente la idea de que la visita tuviera algo que ver con Harald, porque al pertenecer a las SS, lo normal es que se hubieran presentado miembros de esta organización, no de las Juventudes Hitlerianas. El chico llevaba una gran bolsa de color naranja, donde rebuscaba algo. La chica una especie de listado en la mano que comenzó a leer, mientras le decía:
—¿Es usted Frau Helga Petersen, verdad?
—Sí, soy yo. ¿Ha pasado algo? —preguntó Helga.
—No, no se preocupe. ¿Aquí viven tres personas, verdad?
—Sí. Mi marido, Kurt, mi hijo Hans y yo misma.
—Vale —la chica le volvió a sonreír con su dentadura perfecta—. Mire, le dejo estos folletos. Indican la ubicación del refugio antiaéreo más cercano a su domicilio. Dentro hay un plano del refugio, información de cómo acceder a él y de los pasos de seguridad a seguir una vez dentro.
Helga cogió los folletos con un rictus de aprensión en su rostro. El joven que había estado rebuscando en las bolsas, le entregó tres cajas. Le dijo:
—Dentro de las cajas que le he dado, hay tres máscaras antigás. Debe tenerlas siempre preparadas, y no olviden llevarlas siempre encima. En el momento que escuchen las sirenas de aviso de ataque aéreo, cojan las máscaras y diríjanse al refugio. Sieg Heil! —gritaron los dos a la vez, luciendo su boca perfecta donde brillaban unos dientes blancos y perfectos.
Helga se quedó allí, petrificada, viendo cómo los chicos subían las escaleras que conducían al piso de arriba, donde vivían los señores Kersten.
Cerró la puerta, volvió a echar los cerrojos y entró en su casa. Se sentó en una silla que tenía en el pasillo, una silla que había pertenecido a la casa de su padre y a la que tenía un gran cariño. Una silla donde, durante su infancia, sentada sobre sus rodillas, su padre le había leído los clásicos. No pudo reprimir un estremecimiento. Primero, porque era consciente que en el momento que había abierto esa puerta, el oscuro y siniestro espectro de la guerra había entrado en su casa. Segundo, por los chicos. Con la mirada perdida, Helga movió la cabeza de un lado a otro, mientras hablando sola en voz alta, decía:
—Dios mío… ¡Parecían tan felices…!
* * *
Al día siguiente de la visita de los chicos de las juventudes, Helga tuvo la oportunidad de comprobar que para ellos, la guerra había comenzado realmente. Estaba en su habitación, eran alrededor de las siete de la tarde. Kurt, que acaba de llegar de las oficinas de la DAF, sacaba brillo a sus zapatos. Hans estaba haciendo los deberes que para ese fin de semana les había mandado Frau Gerda en la mesa del salón. Y en ese momento, llegó el apagón. Helga creyó que se trataba de un apagón más, un momentáneo corte de suministro eléctrico, que la luz volvería en cualquier momento. Pero entonces, comenzaron a sonar las sirenas. Las sirenas que advertían de un inminente ataque aéreo. Hans entró corriendo en la habitación de sus padres. Helga habría jurado, que el chico no es que estuviera asustado, al revés, es que estaba emocionado. Casi contento.
—¡Mamá, papá, nos bombardean! —gritó Hans.
Corrieron. Helga se asomó rápidamente a la ventana del salón. Toda la ciudad estaba a oscuras. Al fondo, en dirección al centro de la ciudad, a Helga le pareció ver reflectores que se cruzaban y alumbraban el cielo. Era el segundo día de las operaciones militares aéreas en Polonia, y Berlín se encontraba ya ante la posibilidad de sufrir un ataque aéreo. Claro que ese día, Inglaterra y Francia le habían declarado la guerra a la Alemania de Adolf Hitler.
Recogieron rápidamente todo lo que pudieron, cogieron las máscaras antigás y se dispusieron a salir hacia el refugio. Helga llevó consigo los folletos que los chicos de las Juventudes Hitlerianas le habían entregado. Esa misma mañana, Helga había hablado con Magda, la madre de Rudi, que había regresado del centro de la ciudad. Magda le contó, que había visto que en muchos edificios y ministerios oficiales se estaban instalando grandes cañones antiaéreos, así como reflectores. Le comentó también, que casi todo el mundo en el centro había acondicionado los sótanos de sus casas como refugio, porque desconfiaban de los que habían instalado las autoridades. Helga lamentó que ellos no tuvieran sótano.
Les costó mucho moverse por las calles, porque la oscuridad era total. En numerosas ocasiones, tropezaron con los bordillos, con las papeleras, con las bocas de riego, incluso con coches aparcados. El refugio estaba sólo a dos manzanas de su casa, en las cercanías de la parada del tranvía que Kurt cogía todas las mañanas para acudir a su trabajo en las oficinas de la DAF. Desde el primer momento, a Helga le asqueó ese refugio, ese tétrico búnker. Se accedía hasta él por un largo y angosto túnel, húmedo y muy sucio. En algunos puntos del recorrido por ese largo pasillo había un insoportable hedor a aguas fecales. La entrada al refugio propiamente dicho, era una gran puerta de acero. Dentro estaba dividido en compartimentos, cada uno de los cuales tenía una capacidad para setenta u ochenta personas. Era agobiante. La gente estaba literalmente hacinada. Tenía una luz pobre, mortecina y se sentía un ruido muy molesto, en ocasiones ensordecedor, que provenía del grupo electrógeno que generaba la luz. Habían instalado unos incómodos asientos e incluso una especie de literas, para que en caso de necesidad, fueran acostados allí los niños, personas mayores o enfermas.
Aunque un tiempo más tarde, el refugio se convertiría en el particular descenso a los infiernos de Hans Petersen, en un principio, el chico estaba como loco por acudir allí. Todas las tardes o las noches que tenían que acudir al refugio, Hans se reencontraba con Heinz y con Rudi, y con otros compañeros de la escuela y pronto fueron ellos los que ocuparon las literas. Podía parecer extraño, pero para los niños esa situación era como una fiesta.
Helga, Kurt y Hans tendrían que acostumbrarse a pasar muchas, muchísimas noches en ese refugio. La mayoría de las noches, tranquilos, como esa misma noche. Cuando más adelante comenzaran los bombardeos, pasarían noches angustiosas, escuchando en la lejanía las explosiones de las bombas y el continuo traqueteo de los cañones antiaéreos. Y algunas noches, caerían presas del pánico, pensando que el apocalipsis había empezado, que en el exterior, los ángeles tocaban ya las trompetas que anunciaban el fin del mundo, cuando las bombas cayeran en las proximidades del refugio. Dahlem no era un lugar estratégicamente importante para los bombarderos aliados. En realidad, el único lugar destacado podía ser el Instituto de Investigación Kaiser Wilhelm, además de la residencia de algunos Prominenten del Estado y del partido. Durante gran parte de la guerra, circularon por Dahlem muchas leyendas sobre el instituto. De hecho, en una ocasión Hans le contó a su madre, que en la sede de las Juventudes se comentaba que en el Instituto se estaban construyendo las famosas «armas secretas», las «armas prodigiosas» con las que el Führer iba a ganar la guerra, a darle la vuelta, a destruir a sus enemigos. Hans creía a ciencia cierta en esas leyendas. Helga nunca las creyó. Pensaba que todas esas historias eran pura propaganda filtrada por el régimen y el partido, para mantener la esperanza en una victoria que Helga vio, desde Stalingrado, como una quimera. Lo cierto es, que cuando el 24 de abril de 1945 se cerró el cerco soviético sobre Berlín, Dahlem fue uno de los primeros lugares tomados por el Ejército Rojo. La premura de Stalin por hacerse con esta zona residencial de Berlín, tenía mucho que ver con el Instituto Kaiser Wilhelm, de hecho, los soviéticos tenían constancia que el régimen nazi estaba a punto de hacerse con la bomba atómica.
La vida en el refugio se convirtió en un hábito para la ciudadanía berlinesa. Muchas noches, cuando sonaban las sirenas y tenían que acudir al refugio, Hans se llevaba sus deberes, igual que Heinz y Rudi, y solían terminar de hacerlos en esas literas instaladas para la gente mayor y las personas enfermas.
Durante aquellos primeros meses de la guerra, las literas se convirtieron en el lugar donde los chicos mantuvieron sus charlas nocturnas sobre el transcurso de la guerra, su formación en el Jungvolk, su día a día en la escuela y un nuevo tema de conversación… las chicas. En particular, una chica. Pese a que enfrente de ellos siempre se situaba la familia Bauer, con su hija Silke, la chica más popular de la escuela de Hans, no era esta el centro de sus charlas. Silke Bauer era una chica alta, les sacaba a los tres chicos la cabeza, con una bonita melena morena y unos grandes y vivarachos ojos verdes. Con el paso del tiempo y por una situación vivida en el Jungvolk, Silke se uniría al grupo de las literas y los cuatro se convertirían en inseparables. Sin embargo, el centro de sus conversaciones sobre chicas era Astrid, la novia de Karl, el hermano mayor de Heinz. Astrid era la joven a la que se habían «follado», según las habladurías, todos los chicos del barrio. Y ahora ellos, que gracias a Heinz ya sabían lo que era eso, esperaban su momento para emular a esos chicos. Durante aquellos días en la escuela y en la sede de las Juventudes de Dahlem, y aquellas noches en las literas del refugio, Astrid Müller empezó a convertirse en el mito sexual de los chicos del Jungvolk. Su Zara Leander particular.
El refugio creó también nuevas amistades, acercamientos entre personas distintas, provenientes de mundos diferentes, personas que de no haber sido por esa circunstancia, jamás hubieran entablado conversación. En otros casos, el refugio sirvió para que amistades ya existentes se convirtieran en más fuertes. Ese fue el caso de Helga y Magda, la madre de Rudi. Se sentaban siempre juntas, charlaban toda la noche, se hacían confidencias. Las dos tenían un secreto en común: no les gustaba el régimen. Cada una, por un motivo distinto. En el caso de Helga, por su formación, sus convicciones personales, incluso porque afloraba en ella cierta intelectualidad progresista heredada de su padre. En el caso de Magda, por sus fuertes convicciones católicas. Ella creía que Hitler y los nazis eran una pandilla de matones paganos e incluso pensaba, que estaban intentando crear una nueva religión, una religión que una vez eliminados los judíos, destruiría al propio cristianismo. Helga veía excesiva esa teoría de Magda, pero poco después de que Hans entrara en el Jungvolk, Helga descubriría algo, algo sobre Hans que le haría empezar a comprender las posturas de Magda, y su propia vida cambiaría, daría un giro, un giro hacia posiciones y convicciones a las que creía que nunca se acercaría.
A Hans no le gustaba esa mujer, Magda, la madre de Rudi. No se fiaba de ella. Y además, el propio Rudi no se fiaba de sus padres. Rudi siempre decía, que si el gobierno no hubiera obligado a los niños de diez años a ingresar en las Juventudes Hitlerianas, sus padres nunca se lo hubieran consentido. En casa de Rudi no había retratos del Führer, ni banderas del partido. Pero en casa de Rudi sí que habían cruces, muchas cruces. Y eso a Hans le parecía sospechoso. Pero la gota que colmó el vaso, fue el día que los padres de Rudi recibieron la carta que anunciaba el ingreso del chico en las Juventudes. Aquel día, Rudi pudo ver cómo sus padres leían juntos la carta en la mesa de su salón. Cuando acabaron de leerla, sus padres lloraron. Rudi, que no sabía de qué se trataba, llegó a pensar que sus padres habían recibido alguna mala noticia de su familia en Westfalia, pues ellos eran originarios de allí. Cuando Magda y Artur abandonaron el salón entre llantos en dirección a su cuarto, Rudi se acercó a la mesa del salón, donde habían dejado la carta, y pudo leer:
«El Jungvolk es un elemento recientemente conquistado en la verdad inexorable: para nosotros una orden y un mandato son la obligación más sagrada. Porque toda orden emana del personaje responsable y en ese personaje confiamos: el Führer…
Así nos presentamos ante vosotros, Padre Alemán, Madre Alemana, nosotros, los jóvenes líderes de la Juventud Alemana, que preparamos y educamos a vuestro hijo, y lo modelamos para convertirlo en un hombre de acción, en un vencedor. Él ha ingresado ahora en una escuela severa, para que sus puños se hagan de acero, su coraje se fortalezca, y para que abrace una nueva fe, la fe en Alemania…».
Era su carta de ingreso en el Jungvolk. Rudi le contó este incidente a Hans. Y Hans le dijo, que debería vigilar a sus padres.
Durante su formación en el Jungvolk, los instructores les comentaron muchas veces ese aspecto de su militancia nacionalsocialista, ellos, los niños, eran los destinatarios del gran legado que el partido había conseguido para el pueblo alemán. Y por lo tanto, estaban obligados a proteger ese legado. Los instructores les decían, que en ocasiones los padres, por unas cosas o por otras, podían no estar bien informados sobre los planes del Führer o del partido, los planes para construir el Reich de los Mil Años. De esta manera, los niños, los miembros del Jungvolk, estaban obligados a informar a los padres de estos planes, y si la actitud hostil hacia el Führer y el partido persistía, su obligación sería denunciarlos. Porque lo habían jurado. Porque su juramento de fidelidad a Adolf Hitler, Führer del Tercer Reich, así se lo exigía. Porque ellos eran los hijos del Führer. Y sus padres biológicos tenían que entenderlo. En el caso de Hans, toda la desconfianza recaía en su madre. Hans no podía desconfiar de su padre, que además era funcionario del partido, ni de Harald, su hermano, todo un miembro de las SS. Pero su madre… A pesar de todo, en su casa sí que había retratos del Führer y banderas del partido. Pero en el caso de Rudi era diferente. Los padres de Rudi no parecían entender los planes del Führer. Hans pensó en alguna ocasión contárselo a los instructores, pero creía que esa responsabilidad le correspondía al propio Rudi. Aunque Hans juró, que lo ayudaría en todo lo que Rudi le pidiera.
* * *
La guerra. La invasión alemana de Polonia y la declaración de guerra de Inglaterra y Francia del 3 de septiembre, cambió muchas cosas en la vida de Hans. Mientras esperaba ansioso su incorporación al Jungvolk, la guerra se convirtió para Hans en un aliciente, casi en una obsesión. Todas las mañanas, se levantaba una hora antes para poder escuchar en la Radio del Reich el primer parte de guerra de la Wehrmacht, mientras desayunaba. Un parte donde se hablaba sólo de victorias, pero no porque fueran propaganda, sino porque en la campaña polaca, los ejércitos del Tercer Reich sólo cosechaban victorias. Una tras otra. Una despiadada y demoledora demostración de fuerza. Por la noche, Hans consiguió que su padre le permitiera acostarse una hora más tarde y así, poder escuchar el último parte militar del día. Cuando el parte terminaba, y la voz de Maria Von Schmedes se despedía de los alemanes cantando Otro hermoso día llega a su fin, Hans besaba a sus padres y corría a acostarse a la cama. Eso sí, antes, permanecía un buen rato en situación de firmes delante del cuadro de Hitler, mientras hacía el saludo nazi. Solía comentarle al cuadro, mientras miraba fijamente los ojos del Führer, los ojos del lobo, lo que había hecho durante el día y todo lo que había aprendido. Se juramentaba con el Führer, recordándole que cada día que terminaba, él estaba más cerca de convertirse en soldado, como esos que ahora estaban arrasando Polonia. Y terminaba con una plegaria, una oración que les había enseñado Frau Gerda:
—¡Mi Führer!
Te conozco bien, y te quiero como a mi madre y a mi padre.
Te obedeceré siempre, como hago con mi madre y mi padre.
Y cuando crezca, te ayudaré, como ayudo a mi madre y a mi padre.
Y estarás satisfecho conmigo.
Esa misma noche, en toda Europa, millones de niños rezaban a un mesías nacido mil novecientos treinta y nueve años antes, en una ciudad llamada Belén y llamado Jesucristo. Pero la casa de Hans Petersen no era cualquier lugar de Europa. Era Berlín, la capital del Tercer Reich, y era el año 1939. Allí no se adoraba a un mesías cuyo símbolo de fe era una cruz. Allí se adoraba a un mesías, cuyo símbolo de fe era una esvástica. Allí no se prometía a los niños ir al cielo si te portabas bien en la vida. Allí se les prometía un Valhalla si morías en el campo de batalla, como un héroe. Allí no era un ángel de la guarda quien protegía tus sueños. Allí era una valkiria la que protegía tu vida, la misma que un día, tras una batalla cualquiera, recogería tu alma. En definitiva, allí se adoraba a un Mesías nacido cuarenta y nueve años antes, en una ciudad austriaca llamada Braunau Am Inn y llamado Adolf Hitler.
* * *
Helga observaba a su hijo, mientras este observaba la guerra. Durante esa campaña, la preocupación de Helga no fue Harald. Su hijo mayor, junto al regimiento Germania, estaba estacionado en Eslovaquia desde 1938, después del Anschluss. Allí habían ayudado a la consolidación de un gobierno filo nazi, un gobierno títere de Berlín, presidido por un oscuro dictador llamado Tiso. Cuando comenzó el ataque a Polonia, Harald les comunicó que había sido ascendido a SS Unterscharführer, con lo que había entrado a formar parte de los oficiales inferiores, mientras que su regimiento había pasado a formar parte del Catorce Ejército bajo las órdenes del general Von List. Pero para tranquilidad de Helga, el regimiento de Harald estuvo las cuatro semanas de la campaña polaca en situación de reserva. El regimiento de Harald no disparó un solo tiro en Polonia, de lo cual se alegraba Helga, porque en Berlín comenzaban a circular historias relativas a atrocidades que las SS estaban cometiendo en Polonia, principalmente de los grupos llamados Batallones de la Calavera, historias que a Helga no le gustaban nada. Historias que Helga prefería no escuchar.
Tranquila por la situación de su hijo mayor, la preocupación de Helga se centró en otros dos asuntos. Primero, en la certeza de que los ingleses y los franceses no tardarían en bombardear Berlín. Ella creía firmemente en esto. Sin embargo, a veces tenía que darle la razón a Kurt, cuando este sostenía que nadie movería un dedo por Polonia. Eran muchos los berlineses que, al igual que Kurt, pensaban que los ingleses y los franceses jamás irían a la guerra por los polacos. Al fin y al cabo, pensaban, los ingleses y los franceses eran europeos como ellos, los alemanes, gente civilizada, culta, inteligente, ordenada. Sin embargo, los polacos no dejaban de ser gente del este, salvajes, eslavos. ¿Iban a mandar Londres y París a lo mejor de su juventud a morir por ellos? No, casi nadie lo creía. Y para desgracia de los polacos, no se equivocaron.
Su segunda preocupación era Hans. Estaba obsesionado con la guerra. Todos los días colocaba sus chinchetas sobre el territorio polaco en su gran mapa de Europa. Unas chinchetas rojas que simbolizaban a las tropas del Tercer Reich, unas chinchetas que día a día no dejaban de crecer. Escuchaba todos los partes militares en la radio, recortaba todas las noticias de la guerra del Völkischer Beobachter, el diario del partido que Kurt le traía al chico todos los días de las oficinas de la DAF. Conocía los nombres de todos los generales, de todas las divisiones, de todos los batallones. Empleaba términos que a Helga le parecían horrorosos, como Panzer, Stuka o Blitzkrieg. Incluso lamentaba que su hermano Harald no hubiese entrado en combate, para poder leer las cartas que les mandara y según sus palabras: «Tener noticias directas desde el propio frente de batalla».
Un día, exactamente el 8 de septiembre, sucedió un incidente entre Helga y su hijo. Helga estaba planchando sobre su tabla, como hacía habitualmente, en el salón de su casa, mientras Hans hacía los deberes que le había mandado Frau Gerda en la mesa. Tenían la radio sintonizada en la emisora Radio del Reich, cuando un locutor excitado anunció que tenía una noticia de última hora. Hans dejó de hacer sus deberes, corrió hacia la radio y subió el volumen. El locutor anunció, que según fuentes del ejército alemán, esa tarde, las tropas del Tercer Reich habían alcanzado Varsovia. La guerra en Polonia se precipitaba hacia su final. Cuando el locutor terminó de hablar, sonaron las notas del Deutschlandlied y del Horst Wessel Lied. Helga contempló a Hans que, como hipnotizado y haciendo el saludo nazi, cantó los dos himnos. Cuando estos terminaron, se giró hacia su madre. Su mirada era glacial. El chico le dijo:
—Mamá, no has guardado silencio mientras sonaba el himno nacional, y no has saludado cuando han interpretado el himno del partido.
—Hans, estoy muy ocupada haciendo mis tareas. Tengo que planchar estos uniformes de tu padre…
—¿Y qué? —el tono del chico era más glacial que su mirada—. Ninguna tarea es lo suficientemente importante cuando suena nuestro himno y la canción de Horst Wessel. ¿Se puede comparar algo a eso? ¿Es que nadie te ha enseñado lo que tienes que hacer, madre?
Helga fue a decir algo, pero se calló. En verdad, ni siquiera sabía qué decir.
* * *
Pese al optimismo de la Radio del Reich de dar casi por terminada la guerra en Polonia el 8 de septiembre, no sería hasta la noche del día 20, cuando en el último boletín de guerra del día el general Von Brauchitsch anunció el fin de las operaciones militares alemanas en Polonia. A la mañana siguiente, Helga se encontraba limpiando la habitación de Hans cuando recayó en el gigantesco mapa de Europa donde Hans clavaba sus chinchetas señalando el avance de los ejércitos nazis. Casi la totalidad del territorio polaco estaba ocupado por las chinchetas rojas. Otra manzana que, como fruta madura, cae del árbol y se deposita en el gran cesto del Tercer Reich. Además de Polonia, Austria y Checoslovaquia también estaban ahí, en ese gran cesto. Y muy pronto serían más. Antes de que acabara el invierno, Dinamarca y Noruega se sumarían a la gran cosecha de los hombres de la Wilhelmstrasse. Ahora, el negro presentimiento volvió a ocupar el pensamiento de Helga. Era posible, que como Kurt y la mayoría de los berlineses pensaban, nadie movería un dedo por países como Polonia. Pero… ¿Se quedarían también callados y quietos los británicos y los franceses, cuando la sombra de la espada de Sigfrido descendiera sobre ellos?
* * *
El uniforme y el Jungvolk. Durante el periodo de tiempo que los alemanes denominaron Sitzkrieg o guerra de asentamiento, Hans Petersen entró a formar parte activa del Jungvolk. En el frente de guerra occidental, los soldados franceses y alemanes concentraban todos sus efectivos detrás de sus líneas defensivas. Los franceses, tras la línea Maginot, y los alemanes, tras la línea Sigfrido. En el frente interior, la austeridad de la «economía de guerra» comenzó a hacer estragos entre los berlineses de a pie. La cartilla de racionamiento para ropa y alimentos entró en todos los hogares, incluido el de la familia Petersen. Y conforme se acercaba el invierno, que además sería especialmente crudo, el carbón comenzaría a escasear, convirtiéndose en un problema el abastecimiento del combustible más preciado por el pueblo.
Para Hans, que como cualquier niño vivía al margen de estas preocupaciones, aunque las padeciera, todo quedaba relegado ante la ilusión de iniciar su carrera como soldado. Hans nunca olvidaría la mañana en que se puso por primera vez su uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Entre otras cosas, porque nunca a lo largo de su vida se lo volvería a quitar. Hans llevaría el resto de su vida ese uniforme, en todas sus variedades. El de pantalón largo para la escuela y la sede; el de pantalón corto para el verano, las marchas y las acampadas; e incluso ese modelo llamado M-43, el que miles de miembros de las Juventudes llevaron durante la batalla de Berlín.
Esa mañana, Hans se había duchado de una manera especial, como si tuviera que estar más aseado que de costumbre para lucir su uniforme. Llegó a disfrutar, mientras muy pausadamente se ponía sus pantalones, su camisa parda, su cincha cruzada sobre la camisa; mientras se hacía la lazada en su pañuelo y se colocaba su brazalete negro, donde destacaba en blanco la runa Sieg, el símbolo del Jungvolk, la runa de la victoria. Tenía otro brazalete, rojo y blanco con esvástica negra, pero ese brazalete sólo lo luciría en los desfiles y las festividades del partido y más adelante, cuando entrara a formar parte del Kern. El cinturón era una de las piezas del uniforme que a Hans más le entusiasmaba. Era de cuero negro, y en su hebilla plateada estaba grabada un águila del Reich sujetando entre sus garras una corona de hojas de roble, donde reposaba una esvástica del tipo Sonnenrad, la esvástica con forma de rueda solar. En realidad, era una réplica de los cinturones que llevaron los hombres de las SA hasta 1931.
Pero si había algo que a Hans le hacía especialmente ilusión era su puñal, su primer puñal. Era muy pequeño, casi simbólico, y llevaba escritas las palabras Jungvolk y Hitlerjugend alrededor de la empuñadura. Pero era la frase grabada sobre su hoja, lo que emocionaba realmente a Hans. Una frase que él, llevaba también grabada. En su alma. Sangre y honor. Esas eran las cosas que le gustaban a Hans, las que siempre le habían gustado, las cosas por las que quería ser soldado. Era la primera arma de Hans y, aunque no fuera la daga de los miembros de las SS, a Hans le proporcionaba seguridad, protección. Soñaba con portar grandes armas, armas importantes, como las de los soldados que habían luchado en la campaña polaca. Pero de momento, se conformaba con su pequeño puñal. Para comenzar su formación como soldado, no estaba nada mal.
Desde el primer momento, Hans participó en todas las actividades que el Jungvolk le ofrecía. Hans acudía todos los días a la sede de las Juventudes de Dahlem, que se acabó convirtiendo en su segunda casa, en compañía de Heinz y de Rudi. La actitud de Hans causó una gran impresión en sus instructores, que le tenían en gran estima, incluso, pese a ser tan pequeño, hasta algo de respeto. Casi desde el principio, se podía decir que Hans era el líder de los Pimpf, de los niños del Jungvolk.
Hans se convirtió en un obseso del llamado «plan de servicio». Rápidamente, junto a Heinz, a Rudi y a la hija de la familia Bauer, Silke, formaron un grupo para participar en la «colecta de ayuda invernal». La colecta consistía en recorrer las calles con unas huchas (una especie de feas cajas rojas), además de visitar las casas y recoger dinero para ayudar durante el invierno a las familias más desfavorecidas. La idea de las Juventudes consistía en que los jóvenes aprendieran así a ser solidarios con sus propios compatriotas, además de fomentar en ellos, la camaradería y la competitividad. La competitividad, porque se premiaba a los grupos que más dinero recogían, y la camaradería, porque sólo se premiaba al grupo, no al individuo. Fue por esto, por lo que Hans decidió incluir a Silke Bauer en el grupo de colecta. La primera vez que lo propuso, causó malestar en Heinz y en Rudi. Silke era mucho más alta que ellos, les sacaba una cabeza, y esto causaba una cierta vergüenza en los chicos. Pero Hans valoró que Silke Bauer, además de ser una chica muy guapa, era una niña con un rostro muy dulce y unos refinados modales. Eso les podría venir muy bien a la hora de recaudar dinero, porque Hans quería que su grupo de colecta fuera el que más dinero recaudara, porque quería ganar, que su grupo fuera el mejor. Porque si había una cosa que Hans Petersen odiara en la vida era perder. Fue a raíz de ese momento cuando Silke Bauer pasó a formar parte del grupo de las literas del refugio, cuando pasó a formar parte de, como todo el mundo les llamaba en la sede de las Juventudes, los «cuatro inseparables».
Hans participaba también en la sesión de gimnasia que se realizaba todos los miércoles a las ocho de la tarde, y donde uno de sus instructores era Junker; en los ensayos de desfiles con banderas, tambores y antorchas que se celebraban dos veces por semana a las siete y media de la tarde; y por supuesto, se apuntaba a todas las marchas dominicales que comenzaban antes de la siete de la mañana y que se alargaban durante todo el día. Además leía siempre los textos recomendados por el dirigente nacional de las Juventudes, y aprendía las canciones de desafío, a las que llamaban Trotzlieder. Todo esto, sin faltar nunca a la escuela, hacer sus deberes y sacar muy buenas notas. Y sin quejarse ni protestar nunca, porque todo eso formaba parte de su formación como soldado, y eso para él no era un sacrificio, sino una obligación. Una obligación consigo mismo, con su patria y con su Führer.
* * *
La sede de las Juventudes Hitlerianas de Dahlem estaba situada en un viejo edificio construido en piedra gris y con un tejado triangular de teja roja, que antiguamente había servido como acuartelamiento para las fuerzas de asalto, las SA. En su fachada principal colgaban dos grandes banderas, una de las Juventudes Hitlerianas y otra del Reich. Se accedía a su interior a través de una escalinata. En la misma puerta de entrada, los recibía una leyenda: «Sed luchadores». En su interior, la sala central era muy grande, tenía grandes ventanales cubiertos por enormes cortinas rojas. En la sala había una gran estantería, repleta de libros recomendados por el partido, incluidos aquellos que semanalmente el dirigente nacional de las Juventudes mandaba leer a los chicos. Junto a las estanterías había una gran mesa donde los chicos podían leer, dibujar o incluso hacer los deberes que traían de la escuela. Hans utilizaba esas instalaciones todos los días, sobre todo para dibujar. El gran talento que Hans demostraba para el dibujo provocó que los instructores le solicitaran en muchas ocasiones que colgase sus dibujos en las paredes de la sede. En el centro de la gran sala, como si fuera un tótem, se encontraba la Volksempfänger, la radio del pueblo, por donde escuchaban las retransmisiones de los discursos de los líderes, las ceremonias del partido y el desarrollo de la guerra.
Una cortina negra separaba la gran sala central de la zona que se conocía como «el santuario». Sobre la cortina, había una leyenda que rezaba: «Hemos nacido para morir por Alemania». Cuando atravesabas esa cortina, era como si fueras abrazado por las negras alas de la muerte. Dentro del santuario, todo estaba cubierto por cortinajes de color negro. Una única runa Sieg presidía la estancia. No había luz eléctrica. El recinto estaba iluminado por velas rojas y negras, los colores sagrados del nacionalsocialismo. Había retratos del Führer, cascos de acero, fotografías de mártires de las Juventudes Hitlerianas, proclamas, canciones y discursos enmarcados. Allí estaban los versos originales de La canción de Horst Wessel. Y el discurso que el Führer dio en el congreso del partido de Núremberg de 1935: «A nuestros ojos, el chico alemán del futuro debe ser delgado y flexible, rápido como un galgo, resistente como la piel y duro como el acero Krupp. Debemos educar a un nuevo tipo de ser humano, hombres y mujeres absolutamente disciplinados y saludables. Nos hemos comprometido a dar al pueblo alemán una educación que comienza en la infancia y nunca termina. Comienza en el niño y termina con el viejo combatiente. Nadie podrá decir que tiene un solo momento en que haya sido dejado del todo a su suerte…».
Otras proclamas eran auténticos homenajes a la muerte, como uno que decía: «Del acceso a la verdad final nos separa sólo una pequeña puerta, sobre la cual está grabada la vieja máxima: Por la puerta de la muerte, cruzamos la puerta de la verdadera vida». Otro decía: «El que no arriesga la vida para ganarla constantemente de nuevo está ya muerto, aunque todavía respire, coma y beba. La muerte no es más que una partida hacia una vida más elevada». Y los había también de corte antisemita y anticristiano, como un recorte sacado del periódico Siegrune que decía: «Jesucristo fue un cobarde patán judío que corrió ciertas aventuras durante sus años de juventud. Hizo que sus discípulos abandonasen su sangre y su tierra y, en las bodas de Canaán, increpó groseramente a su propia madre. En sus últimos momentos, insultó de forma escandalosa la majestad de la muerte».
A ambos lados de la gran sala, había unos cuartos o habitaciones más pequeños. Uno de estos cuartos era el cuerpo de guardia del Servicio de Patrulla, la élite de las Juventudes Hitlerianas. Sobre su puerta, descansaba su divisa: «La juventud guía a la juventud». Allí se encontraba también el equipo de radio. En otro de estos cuartos, se guardaban las banderas, los estandartes, las antorchas y los tambores. La ilusión de Hans, desde que asistió con su padre al encuentro del Führer con la juventud, cuatro años antes en Núremberg, había sido poder tocar uno de esos tambores. Pero al contrario de lo que todo el mundo pudiera pensar, todos los objetos de los miembros de las Juventudes Hitlerianas, incluidos los uniformes o los tambores, eran costeados por los padres. Una noche mientras cenaban, Hans les consultó a sus padres, si le podían comprar uno de esos tambores. Pero aunque su padre era funcionario del partido y en su casa no se pasaban estrecheces económicas, la cartilla de racionamiento, la carencia de productos básicos en la alimentación, el textil o el carbón, les impedía acceder al capricho de comprarle un tambor. «Ya sabes hijo, economía de guerra…», le dijo Kurt. Hans lo aceptó sin rechistar. Si no podía tocar el tambor, llevaría la antorcha. Lo importante para él era que ya estaba dentro. Que su formación como soldado había comenzado. Él sabía que las Juventudes Hitlerianas eran sólo el primer paso. Luego vendría el ejército de verdad o quien sabe, quizás siguiera los pasos de su hermano y entrara a formar parte de las mismísimas SS.
* * *
Un domingo por la mañana, Helga se encontraba limpiando el polvo en la habitación de Hans. Este había salido muy pronto, antes de la siete, para participar en una de esas interminables marchas que hacían las Juventudes. Kurt tampoco estaba en casa, pese a ser domingo, tenía trabajo en la oficina de la DAF. Helga era, lo que se conocía en la Alemania de aquellos años como una «viuda política». A Helga esas mañanas de domingo en soledad la relajaban. Solía sintonizar la Radio del Reich, la Rundfunk como se la conocía popularmente, y escuchar el concierto que solían emitir, bien de la Orquesta Filarmónica de Berlín que dirigía Wilhelm Furtwängler o de la Orquesta Filarmónica de Viena que dirigía Clemens Krauss. Al igual que la literatura, la música también había sufrido recortes en la Alemania de Adolf Hitler, aunque afortunadamente, en menor medida. Helga era una apasionada de la música clásica, algo que había heredado de su padre. Los dos tenían los mismos gustos, su única discrepancia era Wagner. A su padre, Wagner nunca le gustó, «su música es demasiado grandilocuente, demasiado excesiva, algo ficticia», solía decir. En lo único que coincidía con Wagner era en su antisemitismo. En realidad, su padre siempre admiró más a Antón Bruckner. Pero ahora, en la nueva Alemania, la música de muchos de los compositores que habían formado parte de su infancia y su juventud, compositores con los que Helga y su padre habían disfrutado juntos, había sido silenciada. La música de Felix Mendelssohn (sus Canciones sin palabras eran una de las debilidades de Helga), naturalmente por ser judío, o la de Gustav Mahler, al que los nazis consideraban decadente, habían dejado de interpretarse. Como la de Antón Von Webber, Allan Berg o Arnold Schönberg. Los grandes clásicos se habían salvado del sesgo nazi, Beethoven, Brahms, Bach o Mozart, aunque en el caso de Mozart, algunas de sus obras como La flauta mágica, había dejado de interpretarse por ser considerada por el régimen «de orientación masónica». Otros «grandes» no sólo no habían sido prohibidos por los nazis, sino que incluso colaboraban con ellos, como Carl Orff y Richard Strauss (el compositor más grande todavía vivo), haciéndose cargo de la dirección de la Cámara de Música del Reich. Richard Strauss, el célebre compositor de óperas como Salomé, Electra o El caballero de la rosa, había seguido componiendo y estrenando sus obras bajo el Tercer Reich, incluso se comentaba, que Strauss había estrenado la obertura de su última ópera, Capriccio, en la residencia de Baldur Von Schirach, fundador de las Juventudes Hitlerianas y ahora, jefe de distrito de Viena. Los nazis habían permitido también que se siguiera interpretando la música de compositores extranjeros del gusto de Helga, como Debussy, Sibelius, Stravinsky o Bela Bartok. Pero esa mañana, Helga estaba recordando más que nunca a su padre, porque la Filarmónica de Viena estaba interpretando una selección de movimientos de algunas de las más célebres sinfonías de Antón Bruckner, bajo la genial batuta de Krauss.
Mientras limpiaba la habitación del chico, Helga vio sobre su pequeño es critorio las dos carpetas que su hijo llevaba siempre a la sede de las Juventudes Hitlerianas. En una de ellas, Hans había escrito «Mis lecturas» y en la otra, «Mis dibujos». Helga abrió la carpeta titulada «Mis lecturas» y vio todos los folios que Hans había copiado de las lecturas recomendadas por sus instructores. Helga sólo leyó los títulos: Los dioses y los héroes germánicos, Veinte años de lucha por Alemania, Adolf Hitler y sus compañeros de lucha, El pueblo y la herencia de la sangre. Propaganda. Helga cogió la otra carpeta, la que ponía «Mis dibujos». La abrió, sacó el primer dibujo y se sentó en la cama. En el primero de ellos, Hans había dibujado el siniestro retrato del Führer que tenía enfrente de su cama, el retrato que compraran en Núremberg. El chico dibujaba bien, demasiado bien. Todo en su dibujo era excesivamente realista. De hecho, miró primero el retrato, y después el dibujo, y si no fuera por ese brillo característico que deja el carboncillo, se podría decir que el dibujo parecía una fotografía. Helga pasó al segundo dibujo.
Se quedó paralizada, horrorizada.
¿Pero qué era aquello?
* * *
Era una oscura mañana de octubre y entraba muy poca luz por la ventana. Helga cogió la carpeta de Hans y se dirigió hacia el salón. Se sentó y encendió un pequeño flexo que utilizaba para coser. En ese momento, desde la Radio del Reich, llegaban hasta ella las notas del segundo movimiento, el Andante de la Sinfonía Romántica de Bruckner. Observó el dibujo de Hans. Era un ser, un ser extraño dibujado de frente y de espalda. Parecía como si fuera una chica, una chica adolescente, pero no lo era. Tenía también un ligero parecido a la valkiria que Hans tenía en el cuadro encima de la cabecera de su cama. Pero tampoco lo era. Lo primero, este ser estaba desnudo, pero tenía una desnudez demasiado explícita, Helga consideró, que incluso insultante. Tenía los pies, las piernas y el sexo de mujer. Observó el sexo del ser durante unos instantes. Era consciente de los comentarios que se escuchaban por la calle sobre la «relajación» sexual que había en las Juventudes Hitlerianas. Magda, la madre de Rudi, que estaba muy preocupada por el ingreso de su hijo en las Juventudes, le comentó una noche en el refugio que muchas personas hablaban de auténticas orgías paganas que se realizaban en los campamentos de las Juventudes. Y hasta que las Juventudes fomentaban y toleraban la homosexualidad. Magda le habló de zoofilia y de rituales de sexo y sangre. Le dijo que otra madre preocupada le había explicado, que en la sede de las Juventudes siempre había un cuarto vacío, donde las chicas mayores de la BDM iniciaban en el sexo a los niños del Jungvolk. Esta idea aterraba a Magda. La madre de Rudi le explicó que esto formaba parte de un plan de las Juventudes, según el cual, conocedores del interés que el sexo despertaba en esas jóvenes mentes, preferían aplacar ese instinto, esa curiosidad cuanto antes, para que entre los chicos y las chicas reinara solamente la camaradería. Magda sostenía, que Astrid, la novia del hermano mayor de Heinz, era una de las chicas que se dedicaba a esas prácticas en la sede de Dahlem. Aunque claro, decía Magda, viniendo la tal Astrid de quien venía…
Helga se resistía a creer que todas esas cosas fueran ciertas. En concreto, creía que la férrea educación católica que Magda había recibido, la convertía en demasiado conservadora en todos esos asuntos, y en cuanto a las habladurías que corrían por Berlín… Hacía tiempo que Berlín se había convertido en una ciudad de habladurías, se hablaba de todo, se especulaba con todo, y en la mayoría de los casos, aquello que se decía no eran más que leyendas, claro que… lo que ella estaba viendo ahora… ¿Cómo podía tener Hans, a sus diez años, esos conocimientos tan exactos de la anatomía femenina? Ella era mujer, y reconocía que nunca podría haber dibujado así su propio órgano sexual.
Encima del sexo, el ser tenía un dibujo, una especie de flor de Edelweiss. El ser no tenía ombligo y sus pechos eran excesivamente pequeños. El rostro era sobrecogedor. Volvía a parecer una chica, pero a la vez, era como si en él no hubiese nada de humano. Eso era, pensó Helga, el rostro de un ser desprovisto de alma.
De su boca salía como una pequeña llama. Sus ojos eran muy grandes, de un color azulado. Pero sus retinas eran como dos torbellinos que giraban. En su cabeza llevaba un casco dorado con dos pequeñas alas. Pero ese casco formaba parte de su propia anatomía, era una parte de ella. Igual que sus dos grandes alas, alas metálicas también muy doradas, que surgían de su espalda. Naciendo de la parte posterior de sus piernas y ascendiendo por sus nalgas, había tres palabras escritas: Fackel, Feuer, Schwert. Antorcha, fuego y espada. Sin duda, esas tres palabras identificaban al ser con el nacionalsocialismo. Helga observó, que el ser también tenía otra serie de nombres escritos en los dedos, pero no podían distinguirse. Los extraños símbolos y una sucesión de runas cubrían todo su cuerpo, como si estuvieran esculpidos en él, como si formaran un código. Porque en realidad, el ser parecía ser eso, un código. ¿Pero un código de qué? ¿Qué quería decir su hijo dibujando ese ser, ese código?
Había tres dibujos más del ser. En dos de ellos, este aparecía en torno a un gran abismo. Ese abismo, sí que sabía Helga de dónde lo había sacado su hijo. Era el abismo que decoraba la portada de su disco de la ópera El holandés errante. Wagner. Helga sintió un estremecimiento. Volvió a recordar aquella noche en Munich, la noche que su hijo Harald hizo el juramento de honor ante el Führer, cuando ella pensó en los seres, los entes, los mitos que habían emergido de oscuros abismos, abismos olvidados, y que ayudados por los nazis y la carismática figura de su líder, habían «poseído» a las masas. Por supuesto, esto era una metáfora, una manera de expresar el despertar de los viejos mitos germanos tantos años dormidos, tantos años olvidados. Y una manera de intentar comprender. Intentar comprender cosas, cosas que estaban sucediendo en Alemania, cosas que para ella resultaban incomprensibles.
En los dibujos donde el ser se mostraba sobre el abismo, Hans había añadido elementos nuevos. Por ejemplo, en uno de ellos el ser estaba curvado sobre sí mismo, y de sus manos emergían dos grandes espadas. Además, de su boca brotaban ahora grandes llamaradas, como si se tratara de un lanzallamas. En otro, el ser estaba colérico y de su boca salía humo o niebla, una niebla espesa que traspasaba una alambrada como la que había en los campos de prisioneros. En el tercero de los dibujos, el mismo ser estaba postrado, sus alas estaban recogidas, su cabeza inclinada, y sobre sus manos llevaba una especie de estandarte ensangrentado. Era un estandarte de las Juventudes Hitlerianas. El ser le estaba entregando el estandarte a alguien. Helga dedujo que eran las manos de Hans, pero rápidamente se dio cuenta que no, que eran unas manos femeninas, las manos de una chica.
En otros dibujos, Hans había vuelto a dibujar lobos. Más concretamente, un lobo. Siempre sobre un risco, siempre bajo un cielo rojo. Como una bola de fuego. Helga había visto ese lobo en algún sitio.
Regresó a la habitación de Hans. Rebuscó entre sus cosas y lo encontró. El libro de mitos germánicos que les había hecho leer Herr Fritz, el libro del que Hans no se despegaba nunca. Helga recordaba una ilustración de ese libro donde se veía a Wotan, la vieja deidad germánica, en compañía de sus cuervos, del águila y de sus lobos, Geri y Freki. Helga estaba segura, que uno de los dos era el lobo que dibujaba su hijo. Encontró la ilustración. Y estaba en lo cierto. Ese era el lobo de Hans, el que tenía el aspecto más fiero. Leyó su nombre. Freki. Uno de los guardianes de las puertas del Valhalla. Ese era el lobo, salvo por un detalle. Los ojos. Helga volvió a mirar el primer dibujo de su hijo, el del retrato de Hitler. Los ojos de Freki no eran los ojos que el lobo tenía en el libro de mitos germánicos. Eran los ojos de Adolf Hitler. Como en el dibujo que habían colgado en la escuela…
Cuando se disponía a guardar la carpeta, Helga se dio cuenta que a un lado de ella, donde Hans guardaba su papel de dibujo en blanco, había un último dibujo. Un dibujo guardado, escondido, como si Hans quisiera que ese dibujo no lo viera nadie. Helga lo sacó. Comenzó a sudar. Ese dibujo le quitaría el sueño durante mucho tiempo.
Otra vez se veía al ser. Pero en esta ocasión, llevaba a Hans entre sus brazos. Y saltaba. Pero no al interior de ningún abismo, sino hacia una fosa, una especie de fosa común. Una gigantesca fosa donde se apiñaban, terriblemente mutilados, cientos de cuerpos. De niños y niñas, chicos y chicas. Todos de uniforme. Todos con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Y aunque estaban muertos, todos sonreían. Hans había terminado el dibujo con una leyenda delicada mente escrita en letra gótica. Una leyenda, que helaba la sangre. Una leyenda que decía:
Los niños de hoy, los soldados del mañana, felices de morir por Alemania.
* * *
Aproximadamente un mes después, a principios de noviembre, Helga se encontraba una mañana en casa, cuando sonó el timbre. Eran Heinz, Rudi y la hija de los Bauer, Silke, los compañeros de Hans en la colecta de ayuda invernal. Estaban allí, en la puerta, con sus huchas, esperando a Hans para iniciar su paseo matinal por el barrio recogiendo dinero. La colecta de ayuda invernal se realizaba de octubre a marzo. Helga pidió a los niños que pasaran, puesto que Hans había salido con Kurt para hacer unas compras y tardaría un poco en volver.
Acompañó a los niños al salón, donde se sentaron los tres. Helga les preparó unos vasos de leche y unos pasteles. Mientras lo hacía, desde la cocina, observó a los chicos. Allí estaban los tres, con sus uniformes, los pequeños puñales que llevaban colgados del cinturón y sus grandes y feas huchas. Silke, la hija de los Bauer, una chica muy guapa con unos bonitos ojos verdes y una mirada muy dulce, llevaba el uniforme de la BDM, con su falda azul, su blusa blanca, su pañuelo negro y un capote, también de color negro, que las chicas llevaban en invierno. Helga no pudo evitar pensar en el dibujo secreto de Hans, en el que los chicos y las chicas de las Juventudes Hitlerianas yacían muertos en el interior de una fosa común, con sus uniformes, esos mismos uniformes, terriblemente mutilados y sonriendo. Entonces se le ocurrió algo.
Helga entró en el salón y dejó la bandeja con los tres vasos de leche caliente y los pasteles sobre la mesa. Los tres al unísono, como si estuvieran sincronizados, contestaron:
—Muchas gracias, Frau Petersen.
Helga les sonrió, salió del salón y se dirigió a la habitación de Hans. Había decidido enseñarles uno de los dibujos de su hijo a los niños. Sabía que Hans tardaría aún un poco en llegar, y quiso saber, qué podían decirle sus amigos sobre esos dibujos. No sabía por qué lo hacía, ni qué buscaba. Incluso llegó a pensar que probablemente se arrepentiría. Helga no había comentado nada sobre los dibujos ni con Kurt, ni con Hans, pero era consciente que esos chicos pasaban más tiempo con su hijo que ella misma y que probablemente lo conocían mejor. Helga entró en el salón con el dibujo de Hans donde se veía al extraño ser sobre el abismo y les preguntó a los niños:
—Os quiero hacer una pregunta. ¿Vosotros sabéis que es esto?
Los tres se quedaron mirando el dibujo de Hans. Heinz, el que Helga pensaba que era el mejor amigo de su hijo, fue el que contestó:
—Sí claro, Frau Petersen. Los dibujos de Hans. Los instructores de las Juventudes dicen que Hans es el niño que mejor dibuja. Ya han colgado algunos dibujos suyos en la sede.
Ninguno de los tres niños mostró reacción alguna al ver al ser allí dibujado. Más bien, le pareció a Helga que los tres niños estaban acostumbrados a ver esos dibujos.
—Eso ya lo sé, Heinz Hoeness. Ya sé que son los dibujos de Hans, lo he sacado de su carpeta de dibujo. Lo que os he preguntado, es si sabéis qué es esto que Hans ha dibujado aquí.
Entonces fue la niña, Silke, la que contestó, no sin antes mirar muy seria a sus dos compañeros:
—Es una valkiria, Frau Petersen.
Helga no se esperaba eso. ¿Una valkiria? Helga había visto muchas representaciones de valkirias, pero ninguna se asemejaba siquiera a ese ser que había dibujado Hans. Helga no sabía de dónde había sacado eso el chico. Desde luego, no de las ilustraciones de sus discos de Wagner, ni del libro de mitos germánicos de Herr Fritz, quizás se asemejara algo a la valkiria del cuadro que compraron en Núremberg, pero bien mirado, tampoco…
—¿Una valkiria? Yo he visto muchas representaciones de valkiria, pero ninguna tenía este aspecto…
—Hans dice que las valkiria no tienen ningún aspecto concreto, Frau Petersen —otra vez era Heinz el que hablaba—. Las valkirias son seres míticos, seres legendarios. Hans dice que son como queramos imaginarlas o como queramos verlas. Hans las ha visto. En sus sueños.
Entonces fue Silke la que continuó con la explicación:
—Hans siempre dice que las valkirias son el código de nuestra vida. Ellas están con nosotros desde el principio. Asisten a nuestro alumbramiento, vigilan nuestra vida de día y de noche, y cuando caemos muertos en el campo de batalla, llevan nuestra alma hasta el Valhalla.
Helga no daba crédito a lo que estaba escuchando. Esos tres chicos, en el Berlín de 1940, estaban hablando de las valkirias como un niño cristiano hablaría del ángel de la guarda. Salvo que para un niño cristiano no era necesario morir en un campo de batalla para que su alma subiera al cielo.
—Y si no mueres en un campo de batalla… ¿Qué pasa entonces con tu alma?
Fue Heinz el que contestó:
—Nada. Si no mueres en el campo de batalla, no hay alma, no hay espíritu, no hay Valhalla. Vuelves a la tierra y te fundes con ella. Ayudas a que el ciclo de la vida siga existiendo, pero no alcanzas la inmortalidad. Sólo los caídos en la lucha, en la defensa de nuestra causa, en la defensa de nuestras creencias, se convierten en eternos. Sus nombres son recordados, se perpetúan. Como Horst Wessel. Por eso nosotros nos preparamos para luchar por nuestra causa, que es el nacionalsocialismo, y morir en el campo de batalla. Para que una valkiria recoja nuestra alma. Y así nosotros podamos entrar en la eternidad.
Helga se quedó petrificada mirando a esos tres niños. Niños que decían todo eso mientras sorbían sus vasos de leche caliente y comían los pasteles. ¿Tendría razón el partido, cuando decía que estaban formando a un nuevo tipo de hombres? Ella era una mujer culta, con formación, con estudios. Pero era incapaz de comprender algunos términos y conceptos que aquellos niños utilizaban. ¿Estaría de verdad el partido creando una nueva raza de seres, no humanos, pero con unos conocimientos intelectuales superiores a lo hasta ahora conocido? ¿Cómo era posible que niños tan pequeños, de sólo diez años, hablaran con esa seguridad, con esa convicción? ¿Podría ser eso el efecto «sólo» de la propaganda? Helga comenzaba a dudarlo.
—Una cosa más, Frau Petersen —era Silke la que hablaba—. Quiero que sepa que esa valkiria que Hans ha dibujado, no es una valkiria cualquiera. Es la valkiria de la juventud. Ella es la valkiria que nos guía y nos protege.
Los tres niños miraban a Helga. Helga había empezado a pensar, que quizás Magda, la madre de Rudi, tenía razón en lo que pensaba. Que el nazismo era algo más que una mera ideología política. Que era una religión. Que Alemania había retrocedido siglos, milenios. Que los nazis habían activado los conceptos ancestrales de los pueblos del Norte, de los viejos germanos, de los escandinavos. Que la nación iba a caer en manos de una nueva sociedad, descristianizada, deshumanizada. Curiosamente, Rudi, el hijo de Magda era el único de los niños que no hablaba. Posiblemente porque sabía que su madre y ella eran muy buenas amigas, y que Helga podría decirle algo a su madre, algo que a ella no le gustara.
—Entonces, decís que han puesto dibujos de Hans en la sede de las Juventudes. ¿Qué dibujos han puesto, dibujos de valkirias?
—No —contestó Heinz—. Dibujos del Führer, dibujos de lobos.
Otra vez la historia de los lobos. Hans había empezado con eso en Núremberg. Soñar con lobos. Soñar con valkirias. A Helga se le ocurrió una última pregunta:
—¿Y vosotros no habéis soñado nunca con valkirias? ¿No habéis soñado nunca con lobos?
Helga tuvo entonces una visión estremecedora. Vio cambiar la cara de los niños, convertida ahora en una mueca horrenda, un gesto horrendo, un rostro inundado por el odio. Vio crecer sus bocas, convertirse en las fauces de un lobo, unas bocas llenas de afilados dientes amarillentos. Y vio a Silke, cuya dulce mirada se había convertido en una mirada cargada de furia con unos ojos inyectados en sangre, que le decía: «Vivimos en la Alemania de Adolf Hitler, Frau Petersen. Y en la Alemania de Adolf Hitler todo el mundo sueña con lobos. ¿Acaso usted no sueña con lobos, Frau Petersen?».
Helga apartó esa visión de su mente. Fue Silke la que le contestó:
—Yo no, Frau Petersen.
—Yo tampoco —dijo Rudi. Era la primera vez que hablaba.
—Ni yo —dijo Heinz—. Yo lo he intentado. Cuando Hans me contaba lo que recordaba de sus sueños, yo intentaba soñar como él. Por la noche, en la cama, cerraba muy fuerte los ojos y pensaba en lobos, en valkirias, en los héroes del libro de mitos germánicos, pero nada. Posiblemente, sólo los líderes, los elegidos pueden soñar con…
—¿Quieres decir que Hans es…?
En ese momento se abrió la puerta. Helga escondió el dibujo de su hijo debajo de unas revistas de la DAF, Frau und Werk, que tenía en un lado de la mesa. Hans entró corriendo en el comedor, abrazó a su madre y la besó. Y entonces pasó algo extraño. Como si Hans fuera un oficial, los tres chicos se levantaron en el acto, hicieron el saludo nazi y gritaron:
—Sieg Heil!
Hans les contestó con otro saludo. Era un saludo muy similar al que hacía el Führer. Helga le había visto hacer ese extraño saludo con la mano en Núremberg y en los noticiarios que proyectaban en el cine. Estaba claro que su hijo era un líder. Los tres niños lo miraban con admiración y respeto.
Los chicos se despidieron de Helga agradeciéndole el pequeño desayuno que les había ofrecido. Hans cogió su hucha, y los cuatro niños salieron corriendo. Helga los observó mientras bajaban las escaleras al trote. Su hijo había llegado el último, pero ya marchaba el primero. Y los otros tres lo seguían como perritos falderos.
Cerró la puerta y se sentó en la silla del pasillo, la que había pertenecido a la casa de su padre. Soñar con valkirias. Soñar con lobos. Recordando la imagen de su hijo y sus compañeros, con sus uniformes, sus pequeños puñales y sus grandes y feas huchas, volvió a su mente aquella vieja frase de Hitler referente a los lobos: «Seremos como lobos, que en manadas de ocho o diez, nos abalanzaremos una y otra vez sobre nuestros enemigos».
Escrito en Mein Kampf.
Palabra del Führer.
* * *
Fue aproximadamente por esa fecha, noviembre de 1939, cuando Helga decidió hacer caso a Magda y acudir a la iglesia. Helga no era creyente, su padre, el viejo socialista, profesor de arte en la universidad, siempre se consideró ateo y educó a su hija en el laicismo. Su padre siempre le dijo que su madre, una dama de la alta sociedad berlinesa, sí que era creyente, pero la madre de Helga murió durante el parto de Rainer, su hermano pequeño, cuando ella sólo tenía cuatro años y por lo tanto, la educación de Helga recayó exclusivamente en su padre. Helga había visitado, durante su juventud, muchas iglesias y grandes catedrales por un motivo que nada tenía que ver con la religión. Por el arte. Helga había viajado mucho con su padre por toda Alemania y por otras naciones de Europa. Habían estado en Francia, en Italia, en España. Al padre de Helga le gustaba especialmente el Mediterráneo. Como a todos los artistas o estudiosos del arte, como su padre, les gustaba especialmente del Mediterráneo su luz. Esa luz única, esa luz especial. Esa luz tan distinta del cielo siempre gris, triste y plomizo de Berlín. Helga recordaba un día, sería sobre 1908, cuando estaba sentada en las rodillas de su padre, una apacible tarde de verano en un pequeño pueblo de pescadores de la costa catalana. Aquel día, mientras contemplaban el mar azul y el luminoso cielo, su padre le dijo:
—Mira Helga, observa bien este cielo, porque no existe en el mundo un cielo más hermoso que este.
Helga y su padre habían visitado las grandes iglesias y catedrales de Europa: Colonia, Chartres, Milán, Barcelona, pero en todas sus visitas sólo se fijaban en pórticos, en vidrieras, en columnas… nunca en nada espiritual. De hecho, Helga nunca había sentido en esos lugares nada diferente de lo que se siente en un museo. Por eso, cuando Magda le dijo durante una de las primeras noches en el refugio, que ella, además de a los oficios, acudía todas las tardes una hora diaria a la iglesia, que le venía muy bien y que le gustaría que la acompañara, Helga desconfió. «¿Qué voy a hacer yo allí?», le dijo. No sabía rezar, no conocía ninguna oración, ni sabía cómo comportarse en una iglesia, no era creyente… pero Magda le dijo que daba igual, que no hacía falta saber rezar, ni comportarse de ninguna forma especial. Sólo sentarse y relajarse. Pensar en tiempos mejores, en tiempos pasados, cuando eran auténticas familias, y confiar en el futuro, cuando volvieran a serlo. Y aunque fuera por una hora, olvidarse de las banderas, del partido, de los uniformes que lo invadían todo, de los desfiles, las cartillas de racionamiento, de la guerra y de Adolf Hitler. Helga quizás nunca le hubiera hecho caso, pero después de ver los dibujos de su hijo y de tener aquella conversación con sus compañeros en la colecta de ayuda invernal, le dijo que sí. Posiblemente porque le hacía falta comprobar que el viejo mundo no había desaparecido por completo, y esa vieja iglesia a la que acudía Magda fuera un recuerdo de ese viejo mundo. Entonces comenzó para Helga un ritual. Acompañar a Magda todas las tardes a las cinco a la iglesia.
* * *
Poco después de Navidad, ya entrado 1940, el frío arrasó Berlín. El 11 de enero se llegó a los quince grados bajo cero. Con los canales y los ríos congelados, y con una gran dificultad para abastecerse de carbón, los berlineses se congelaban en sus domicilios. Por todas las partes se veían escenas dantescas. Ancianas que arrastraban por el suelo sacos de carbón, hombres que los transportaban en carritos de niños, fuegos encendidos por las calles para que la gente pudiera calentarse.
En ese momento, Hans cayó enfermo. Gripe. El doctor le mandó permanecer siete días en cama. En una semana, se acabó la escuela, se acabó el Jungvolk. Y eso disgustó mucho a Hans. Él quería ir a la sede y pese al frío, hacer su gimnasia semanal y sus desfiles de antorchas bajo la nieve. Fortalecer mediante el sufrimiento su cuerpo de soldado. Construir el cuerpo que tendría en el mañana, el cuerpo que había visto en su sueños.
Aquella semana se le hizo insoportable. Además, la guerra estaba paralizada y tampoco podía seguir los partes militares en la Radio del Reich. Los franceses y los alemanes seguían atrincherados a lo largo del Rin, y los ingleses no hacían nada. Europa estaba en guerra, pero nadie disparaba un tiro. A esa época se la conoció como «la guerra boba».
Hans pasó esa semana leyendo sus lecturas obligatorias y dibujando. Si no podía fortalecer su cuerpo, fortalecería su mente. Le costó mucho realizar un dibujo en concreto. Un dibujo sobre la guerra. Recientemente, todos los niños del Jungvolk habían asistido junto a sus instructores a una película que a Hans y a sus amigos les entusiasmó, Hitlerjunge Quex, y antes de la proyección les habían puesto un noticiario donde se veían imágenes de la Gran Guerra, con aquellas profundas y oscuras trincheras donde los soldados alemanes, los «cascos de acero», pasaban semanas, incluso meses. Hans dibujó una de esas trincheras, y en ella, se encontraban él mismo, Heinz y Rudi. Lucían sus uniformes de las Juventudes Hitlerianas y grandes fusiles Mauser. Esperaban. Esperaban bajo un cielo rojo, un cielo que recordaba a una gran bola de fuego. Esperaban a que comenzase la batalla y frente a ellos, en las posiciones de sus enemigos, el cielo se tornaba negro, porque su majestad la muerte había desplegado sus grandes alas en la noche. Bajo el dibujo, Hans escribió un pequeño poema, una pequeña leyenda: «Disfrutemos de esta noche, compañeros, porque al alba tenemos un encuentro. Disfrutemos de esta noche, compañeros, porque nuestro encuentro es con la noche eterna».
Esas eran las cosas que le gustaban a Hans. El riesgo. El baile continuo con la muerte. La balada del más allá. Esas eran las cosas que le gustaban a Hans. Que siempre le habían gustado. Por cosas como esas quería ser soldado.
Durante esa semana, Hans observó otras cosas, cosas extrañas, en particular una que tenía que ver con su madre. Todas las tardes, a eso de las cinco, su madre se acercaba a su cama, le daba un beso en la frente y salía de casa. Le decía que iba a dar una vuelta con Magda, la madre de Rudi. Su madre regresaba sobre las seis y media o las siete. ¿Dónde estaban todo ese tiempo? ¿Qué hacían Magda y su madre?
Heinz, Rudi y Silke le habían contado que su madre les había enseñado uno de sus dibujos y les había preguntado sobre él. A Hans no le sorprendió. Sabía que su madre había olfateado en sus cosas, en sus carpetas de dibujo y de lecturas. Pero a Hans eso le daba igual, allí no había nada malo. Sus dibujos eran admirados en la sede de las Juventudes, y supuso que su madre también los admiraría. Además, sus dibujos eran sólo fantasías, ilustraciones como las que había en su libro de mitos germánicos. Y retratos del Führer. Pero las salidas de su madre con una católica, sí que le preocupaba. Decidió que las seguiría. Esperaría a estar curado, porque seguía nevando y haciendo mucho frío y, por nada del mundo, Hans haría nada para volver a caer enfermo y pasar otra horrorosa semana encerrado en su casa.
* * *
El último día que Hans tenía que guardar cama, después de que su madre se despidiera de él, Hans se vistió y salió tras ella. Aquella tarde el frío era muy intenso y nevaba copiosamente. Siguió a su madre a una prudente distancia. Vio cómo llegaba a casa de Rudi, y esperaba en la puerta hasta que Magda salía de ella. Luego siguió a las dos mujeres que avanzaban muy despacio por la calle, bajo la gran nevada, agarradas del brazo para no caer. Las calles estaban congeladas. Hasta que llegaron a una de esas viejas iglesias cristianas, esos lugares donde iban los cristianos a celebrar sus antiguos ritos. Ritos anteriores al Führer. Ahora, las sospechas de Hans sobre los padres de Rudi, se habían ampliado a su madre. En cuanto estuviese con Rudi, se lo comunicaría. Tendrían que vigilarlas. Cuando Hans ya regresaba a su casa, sucedió algo. Un coche negro aparcó delante de la iglesia. De él, descendió un hombre que sacó una libreta del bolsillo de su gabardina, se colocó bien su sombrero y entró en la iglesia. Otro hombre lo esperaba dentro del coche. Hans sabía a quién pertenecía ese coche. Todo el mundo en Berlín lo sabía.
Ahora estaba confirmado. Ya no era sólo Hans quien sospechaba de Magda y de su madre. El partido también. El Estado también.
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En el interior de la iglesia, Helga y Magda permanecían en silencio. Era una iglesia muy vieja y oscura, pero a la vez, un remanso de paz y tranquilidad, un lugar muy acogedor. Los bancos eran cómodos, aunque muy viejos, y casi siempre solía haber muy pocos feligreses, la mayoría de ellos gente mayor. Tan ensimismadas estaban ellas en sus pensamientos, que ni tan siquiera recayeron en el individuo, con gabardina gris y sombrero en la mano, que se sentó en la última fila y tras echar una ojeada a la iglesia, anotó algo en una libreta. Si hubieran advertido su presencia, las dos hubieran pronunciado la palabra que nadie en la Alemania de 1940 quería pronunciar: Gestapo. El hombre guardó su libreta, echó un último vistazo a la iglesia y salió de esta.
Helga pensaba. Sabía que Magda pasaba esa hora rezando. Veía cómo su amiga movía muy rápidamente sus labios, de manera silenciosa, y pasaba sus dedos por el rosario de cuentas que llevaba en la mano. Pero ella simplemente pensaba. Como le dijera Magda, aprovechaba esa hora diaria para pensar en tiempos mejores, cuando eran una auténtica familia. La época en que Harald era pequeño, cuando nació Hans, las tardes que pasaban toda la familia junta en el Grunewald, las navidades, los cumpleaños. En definitiva, su vida antes del partido nazi, de las SS, de las Juventudes Hitlerianas.
Fuera de la iglesia, ululaba el viento. En alguna ocasión, este provocaba que las pequeñas velas que había junto al altar, tintinearan como si fueran a apagarse. Pese a que intentaba apartarlos de su mente, en muchas ocasiones, los pensamientos sombríos regresaban a ella. Como ahora. Helga tenía la mirada clavada en la gran vidriera que había al fondo del templo. Representaba una imagen de Jesucristo cuando era pequeño. El niño llevaba en su mano una banderola y rodeaba su figura un cordero. A ambos lados, había dos grandes ángeles, que parecían proteger con sus manos el cuerpo de Jesús. Helga pensó entonces, que en aquellos años, en la patria del nacionalsocialismo, en el todopoderoso Reich de Adolf Hitler, los ángeles languidecían en la oscuridad de las viejas iglesias de Alemania. Solos, tristes, abandonados, olvidados. Este no era su tiempo, esta no era su época. Este era el tiempo de las valkirias, de las poderosas valkirias, las valkirias legendarias que arrojaban fuego por su boca, que ofrecían espadas que nacían de sus manos y estandartes ensangrentados. Wagner. Helga volvió a pensar en Wagner. Pensó, que muchos años después de su muerte, Richard Wagner había compuesto la mayor de sus obras, estaba escenificando la mayor de sus óperas, y quizás también, la mayor de todas sus tragedias.