XI
LA BATALLA DEL CANAL DE LANDWEHR
Hemos estado de guardia por Alemania,
somos los eternos centinelas.
Ahora, por fin nace el sol en el Este,
llamando a millones a la batalla.
Extracto de La canción de la campaña oriental…
Disfrutemos de esta noche compañeros, porque al alba tenemos un encuentro. Disfrutemos de esta noche compañeros, porque nuestro encuentro es con la noche eterna.
Poema premonitorio escrito por Hans Petersen, como leyenda de uno de sus dibujos, en el invierno de 1940
Berlín, una posición de combate en el canal de Landwehr. 24-26 de abril de 1945.
Los camiones recorrieron a toda velocidad las calles de Berlín, pero sin embargo, les costó mucho llegar al canal. A cada dos pasos, en cuanto se acercaban a una barricada, les hacían parar. Las barricadas estaban protegidas por agentes de la Feldgendarmerie. La orden que habían recibido era clara: pedir a todo el mundo que se acercara la documentación, e impedir a cualquier precio que alguien abandonara la ciudad. En un último acto de extrema crueldad, el régimen quería que toda la población de Berlín se inmolara con el propio régimen en su hundimiento final.
En cada barricada, les hacían bajar y los contaban a todos. Durante una de estas paradas observaron, a la altura de la Hermannplatz, cómo la gente saqueaba lo que quedaba de los almacenes Karstadt, en el mismo lugar donde Katrin vio, el día 21, el primer ataque artillero contra Berlín.
Durante otra de estas paradas, Peter se acercó a Hans con una especie de panfleto en la mano que había encontrado en el suelo. Esa mañana, con vistas a bajar la moral de los resistentes, los aviones soviéticos los habían arrojado a miles sobre las calles de Berlín. Hans le arrancó a Peter el panfleto de la mano y leyó:
«Ciudadanos y resistentes de Berlín, vuestro gobierno fascista en una muestra más de egoísmo, os ha abandonado a vuestra suerte y se ha marchado de Berlín. Es inútil que mantengáis la resistencia. No les sigáis el juego y entregaos a las fuerzas soviéticas de ocupación».
Hans hizo una bola con el papel y lo arrojó lo más lejos posible. Miró a Peter y le dijo:
—¿Pero esta gente qué se ha creído que somos? ¿Imbéciles? ¿Pero piensan que alguien se va a creer que el Führer nos ha traicionado y ha abandonado Berlín? Escucha, Peter, no sé si ganaremos esta guerra, pero no van a tener suficientes lágrimas en Rusia para llorar a sus caídos en Berlín. Stalin se va a arrepentir el resto de su vida de haber puesto un pie en esta ciudad.
En este aspecto, Hans Petersen no se equivocó. La batalla de Berlín se acabaría convirtiendo en una de las mayores carnicerías en las que participaría el Ejército Rojo en toda su historia.
* * *
Cuando por fin consiguieron llegar al canal de Landwehr, los chicos de Friedenau ya estaban allí. Eran diez chicos del Servicio de Patrulla, preparados para combatir, y diez Blitzmädel. En el momento de bajar de los camiones, Rudi Reisinger, el chico al que todo el mundo llamaba Junker, se acercó a Hans.
—Hombre, el «pequeño Hansi» —a Hans le reventaba que le llamaran así—. Me han dicho que coordinara todo este asunto contigo y con un tal Dietmar Beck. Bien, nosotros estamos preparados para empezar. Somos diez del Servicio de Patrulla y diez de… estas —dijo Junker señalando a las Blitzmädel, que estaban conversando en un círculo.
—Vale, Junker. ¿Qué tenemos que hacer?
—Venir conmigo —dijo Junker.
Junker, Hans y Dietmar avanzaron hasta la orilla del canal. Tal como les dijera Dieter, el canal en ese punto se ensanchaba. Junker habló:
—Mirad, por ahí el canal se ensancha. En esta zona de la ciudad hemos demolido todos los puentes, porque ninguno de ellos transportaba ni conductos de gas ni cables eléctricos, de tal manera, que lugares como este serán perfectos para que los bolcheviques intenten cruzar el canal. Se supone que los rusos vendrán por allí —Junker señaló la orilla contraria—. Construiremos aquí la trinchera. —Junker señaló el terreno que había detrás de ellos—. Luego, pondremos aquí los sacos terreros y los cubriremos con escombros. Cuando ellos lleguen, sólo verán eso, escombros. Si la jugada cuela, los tendremos a tiro, podremos freírlos como a ratas. Los escombros los sacaremos de allí enfrente.
Hans, Dietmar y Junker se giraron y miraron al frente. El paisaje que se divisaba desde allí era desolador. Eran manzanas enteras de casas completamente arrasadas. Sin techo, con los muros derruidos, las vigas desnudas. Estaba claro que la artillería soviética se había cebado con esa parte de la ciudad, mucho más que con ninguna otra que él hubiera visto. Pese a estar en una zona antes densamente poblada, ahora eran ellos los únicos seres vivos en varios kilómetros a la redonda. Los habitantes de esa parte de la ciudad hacía días que habían huido hacia los refugios del centro, mucho más seguros.
Hans se dio la vuelta y fijó su mirada en el agua del canal. A Hans, todo aquello no le cuadraba. Era verdad que la distancia era muy corta, que podían hacer mucho daño con los Panzerfaust si el camuflaje salía bien. Pero cuando contraatacaran los rusos, la distancia para los obuses de sus tanques sería también muy corta. Y las posiciones del final de la trinchera estarían totalmente desprotegidas. No, aquello no estaba bien. Aquello no era una trinchera. Aquello era una ratonera.
—Junker, esta posición no es…
—Sé lo que vas a decir. Todos hemos visto lo mismo. Pero es lo que hay. Al primer obús, los de detrás dormirán el sueño eterno. Y los que estemos delante, que Dios se apiade de nosotros. Pero la acción se basa en la sorpresa y el sálvese quien pueda. No podemos construir una trinchera para convertirla en una posición defensiva. Esto consiste en destruir de forma sorpresiva sus tanques, crear el caos entre ellos y conseguir que les cueste lo máximo posible cruzar el canal. Lo nuestro será largarnos y buscar un lugar más propicio para combatir.
—Has dicho los que estemos delante, ¿y quiénes vamos a estar delante?
—Pues está claro, Hans. Los que tengamos opciones —dijo Junker—. De nosotros, el Servicio de Patrulla. De vosotros, decídelo tú.
—¿Y detrás? —preguntó ahora Dietmar.
—Vuestros Jungvolk y las Blitzmädel. Eso es seguro.
Hans los miró. Los chicos estaban allí, asustados, pegando pequeñas patadas al suelo con las punteras de sus botas. Un chico exageraba con otro, haciendo grandes aspavientos con sus manos, explicando como iba a utilizar su arma. Las chicas estaban todas hablando, en corros. Parecía el recreo de un colegio de señoritas. Una se arreglaba las coletas. Otra se anudaba una y otra vez el pañuelo de su cuello, buscando que quedara perfecto. Otra no hacía más que rascarse las piernas, porque le picaba la falda.
—No me gusta, Junker, esto no puede ser. Suponiendo que lo hagamos bien, tendremos como mucho dos opciones antes que nos machaquen. Si no lo hacemos bien, tendremos una. Si lo hacemos mal o nos descubren, ninguna. Lo hagamos bien o mal, los de detrás no tendrán opción —dijo Hans.
—Pero Hans, joder, despierta. ¿De qué coño de opciones me estás hablando? Pero… ¿es que esperabas salir de aquí? Mira, a lo sumo dos o tres de nosotros sobrevivirá, para el resto esta trinchera será su tumba por toda la eternidad. ¿Lo entiende usted, general Petersen? Yo he estado en Pichelsdorf. Sé cómo están las cosas. El primer anillo defensivo ha caído como un castillo de naipes. Tenía más agujeros que un queso de Gruyère. La planificación defensiva ha sido una mierda, como casi todo en esta jodida guerra. En estos momentos, ya se está combatiendo en todos los barrios periféricos de Berlín. En un día o dos, los rusos estarán aquí. Y si no los entretenemos, en tres días, el Führer los tendrá cenando en la jodida Cancillería. Haz esta fácil deducción. Vamos a imaginar que los sorprendemos. Que llegan con cuatro carros de combate. Somos noventa. Lanzamos todos a la vez. Sesenta granadas caen al canal, eso seguro. Suponiendo, que a alguno de estos o de estas no les explote el Panzerfaust en la cara. O que vuelen la cabeza del compañero de delante. Nos quedan treinta granadas. Veinticinco caen en la orilla. Nos quedan cinco. Si con alguna de ellas conseguimos dejar fuera de juego a alguno de esos T-34 rusos, objetivo cumplido. Serán dos o tres tanques menos que se emplearán en el asalto al distrito centro. Allí se librará la gran batalla, Hans. Y lo habremos retrasado unas horas. Porque pasado ese tiempo, estarán cruzando este jodido canal. Eso es seguro. ¿Qué pasa en el puente de Pichelsdorf? Esos puentes que defendemos son una mierda. Lo que hacemos es entretenerlos para que tarden más en llegar a los puntos más sensibles del barrio gubernamental. Y así, poder fortificarlo mejor. Lo único que en Pichelsdorf, tienen tu famosa «opción».
—Pues ya tienen algo, Junker. Tenemos que buscar otra posición para la trinchera, no podemos dejar a los niños y a las chicas…
—No hay otra posición, Hans. La única posición es esta, así se ha ordenado desde el Reichssportsfeld. Lo que tenemos que hacer es salvar nuestro culo, salir de aquí y buscar otro jodido lugar donde poder darles a esos hijos de puta bolcheviques. Míralo por el lado positivo. Los Jungvolk y las Blitzmädel nunca saldrán de aquí. Cuanto antes mueran, antes dejarán de sufrir. Y ahora, déjate de tonterías y vamos a cavar la…
—Fosa común —sentenció Hans, interrumpiendo a Junker.
—Sí, la fosa común, Hans Petersen.
* * *
Se pusieron a trabajar. Los chicos se quitaron las guerreras y las camisas, y comenzaron a cavar con grandes paladas. A las chicas les salió el orgullo femenino y los imitaron, quitándose sus guerreras. Cavaban cortas y pequeñas paladas. Los niños del Jungvolk, daba igual lo que se quitaran. Tenían los cuerpos de niños pequeños. La mayoría de ellos tenía problemas para volcar la pala llena de tierra. Hans los observaba, miraba a Junker y meneaba la cabeza. Junker a duras penas contenía la risa. Había una palabra que definía perfectamente aquella escena, pensó Hans. Patética.
Estuvieron cavando la trinchera toda la mañana y gran parte de la tarde. Había que rebajar mucho la tierra, para no ser descubierto desde enfrente cuando llegaran los rusos. Esa tarde, hubo dos grandes ataques artilleros contra la zona centro. Las explosiones se escuchaban desde allí. Trasladaron los sacos terreros, que cargaron los chicos del Servicio de Patrulla. Mandaron a las chicas y a los niños a por los escombros. Tuvieron dos accidentes. A un niño del Jungvolk se le cayeron varios ladrillos a la cabeza, mientras intentaba arrancarlos del techo medio derruido de un almacén que había frente a la trinchera, y le provocaron un gran chichón. Cuando regresó a la trinchera, el chico parecía que tenía dos cabezas. En el mismo almacén, una Blitzmädel se cayó dentro de un agujero cuando piso en falso. Los chicos del Jungvolk y sus compañeras no la pudieron sacar. Tuvieron que acudir Hans, Dietmar y dos veteranos del Servicio de Patrulla. Lo más gracioso sucedió cuando la sacaron. La chica, una pelirroja que tenía toda la cara llena de pecas, salió del agujero totalmente despeinada, cubierta de suciedad, con la blusa rota y la falda hecha jirones. Cuando vio a Hans, la chica se cuadró y gritó:
—Sieg Heil! ¡La soldado Angela Maria Diem, lista y dispuesta a combatir!
Dietmar iba a lanzar una carcajada, pero Hans le golpeó con el codo en el estómago y este calló al instante. Hans también se cuadró y dijo:
—¿Estás dispuesta para seguir trasladando escombros?
—¡Sí, estoy dispuesta! —contestó la chica.
La chica siguió transportando escombros, aunque cojeaba a cada paso que daba.
A parte de estos incidentes, la tarde transcurrió tranquila. Cuando terminaron de cavar la gran trinchera, comenzaron a cavar las más pequeñas. Las trincheras de posición. El trabajo les llevó hasta las primeras horas de la noche. Las trincheras de posición eran cubículos excavados en la tierra. Debían tener, aproximadamente, la medida del ocupante. Podían asomar medio cuerpo, sobre todo para poder tener buena posición de tiro, pero agachados, tenían que cubrirlos por completo para no ser detectados. La trinchera de posición acercó a aquellos chicos a lo que se sufrió en la Primera Guerra Mundial. No resultaba un lugar cómodo. Había mucha humedad, por la cercanía del agua del canal. Y además, la noche era muy fría.
* * *
Una vez terminadas, llegó el momento de ocuparlas. Hans, Dietmar, Erich, Junker y los chicos del Servicio de Patrulla de Friedenau ocuparon las primeras posiciones, las que estaban justo debajo de los sacos terreros y los escombros. El grueso de miembros del Kern de Dahlem ocuparon las zonas centrales, las Blitzmädel un lateral, y los niños del Jungvolk ocuparon el final de la trinchera. Todo se hizo como Junker quiso. Todos eran carne de cañón, pero algunos, más carne de cañón que otros.
Con las sombras, cada uno ocupó su trinchera de posición. Esa primera noche en la trinchera fue muy diferente de la segunda, la que antecedió a la batalla. Esa primera noche, fue un desastre organizativo. Todo el mundo estaba muy nervioso. En todo Berlín, el fragor de la batalla era muy intenso, pero aún sonaba lejano. Pero nadie dudaba, que se iría acercando, poco a poco, hasta llegar a esa trinchera junto al canal de Landwehr. A aquellas horas de la noche, ellos lo desconocían, pero ya se combatía en el segundo anillo defensivo, en el suyo. Pasaba por ejemplo en la Frankfurter Alle.
La noche en la trinchera dio para mucho. Para conocerse, para hacer amistades eternas, aunque allí la eternidad sólo duraría horas. Para establecer largas conversaciones. Y para un sinfín de anécdotas. Porque aquella noche, en la trinchera, a todo el mundo le pasaba algo. Las trincheras de posición de Hans, Junker y Dietmar eran las más frecuentadas. Continuamente llegaban los chicos reptando y continuamente, reptando, se volvían a ir. La misión de camuflaje ya había empezado, Junker había dado la orden en cuanto cayó la noche.
Alguien definió esa noche las cosas que pasaron en la trinchera como delirantes. El primero de los chicos que acudió a la posición de Hans se llamaba Rolff. El chico le dijo:
—Perdona, Hans, no sé cómo ha podido pasar, pero he perdido la mochila con la comida…
Hans sabía que la disciplina era fundamental si querían que todo aquello no terminara en un desastre, y con ello, en una carnicería. Pero por otro lado, también sabía que la camaradería y la compenetración entre todos ellos, iba a ser decisiva para que todos esos chicos no acabaran por perder los nervios. Así, que había decidido armarse de paciencia. Pero Junker no tenía paciencia. Sus posiciones estaban muy cerca y era irremediable que Junker se enterara de todo. O de casi todo.
—Petersen, ¿qué dice ese imbécil? —gritó Junker.
—Tranquilo, Junker, ha perdido la mochila con la comida…
—¿Cómo se llama el imbécil? —preguntó Junker.
—Se llama Rolff.
—Rolff, imbécil, ¡no me jodas que has perdido la mochila de la comida!
—Sí, yo…
—¡Pues te comes los dedos, imbécil! ¡Y vuelve a tu jodida posición!
Rolff inauguró el desfile de visitas desgraciadas hacia la trinchera de posición de Hans. Eso aún irritó más a Junker. Sólo los chicos del Servicio de Patrulla de Friedenau confiaban en él. Ni siquiera lo hacían sus Blitzmädel. Y precisamente, una de estas protagonizó la segunda tragedia. Otro extravío.
Fue Silke Bauer la que llegó en representación de las chicas hasta la trinchera de Hans.
—Hans, una de las chicas de Friedenau no encuentra su bolsa de repuestos Panzerfaust. Ahora sólo tiene uno…
Ahora Junker se arrastraba hasta la posición de Hans. Cuando llegó hasta él, miró con cierto desprecio a Silke Bauer y preguntó:
—¿Ahora qué coño les ha pasado a estas?
—Una de tus chicas. Ha perdido la bolsa de repuestos Panzerfaust…
—¡Joder! ¡Y ahora con que…!
Junker se puso de pie sobre la trinchera y gritó hacia la posición de las Blitzmädel:
—¡Gretl! ¿Quién ha sido la imbécil que ha perdido la bolsa de repuestos?
—¡Ha sido Heidi, Junker!
—¿Heidi? ¿Pero qué nombre de mierda es ese? ¡No sé quién es! ¡Yo sólo me acuerdo de las tías con las que me he acostado, y nunca me acostaría con una tía que se llamara Heidi! ¿Es la nueva, esa que ha venido de Baviera?
—¡No, Junker, es esa que estaba enrollada con ese chico que trabajaba en el cuartel de la Bend…!
—¡Ah, la puta con la que se acostaba Dorf! ¿Hay alguna posibilidad de que lo haya dejado fuera de la trinchera o en esas casas de donde habéis traído los escombros?
—¡No lo sé, lo podemos buscar mañana! ¡Ella dice que se ha vuelto loca buscándola, pero no la encuentra…!
—¡Por si acaso, ahora le proporcionaremos algunos Panzerfaust más!
Junker se volvió a agachar y le dijo a Silke:
—¿Tú cómo te llamas?
—Silke. Silke Bauer.
—Muy bien, Silke Bauer, ve a la posición de los Jungvolk y diles que te den tres o cuatro Panzerfaust.
—Vale —dijo Silke Bauer, y se alejó de la posición de Hans. Reptando.
—Pero Junker, los Jungvolk…
—¿Y qué más da? Sólo necesitarán uno, Hans. Después del primer ataque, en cuanto los rusos contraataquen, todos esos críos estarán durmiendo el sueño de los justos.
De los Jungvolk vino el tercer problema. El chico que se acercó hasta la trinchera de Hans se llamaba Dirk.
—Hans, tengo un problema en mi trinchera de posición…
—¡Joder, Dirk! ¿Qué ha pasado ahora? —Hans estaba también empezando a perder los nervios.
—He hecho, lo que Dieter nos dijo. Me estaba orinando, y he orinado en la trinchera. Pero no sé lo que me ha pasado, no paraba de orinar, creo que no había orinado en todo el día. Había colocado los Panzerfaust a mis pies y ahora… toda trinchera está encharcada, los Panzerfaust se han mojado y yo he pensado…
—Os dije que no sacarais los Panzerfaust de las bolsas hasta que no os diéramos la orden…
—¡Joder! —gritó Junker—, ¡saca los jodidos Panzerfaust fuera y deja que se sequen!
—¡De acuerdo! —dijo el chico.
—¡Y quítate también las botas, los calcetines y los pantalones! ¡Hasta aquí llega el olor a meados!
Las desgracias no terminaron allí, ni mucho menos. Dietmar y Erich inventaron un juego, intentar acertar cuál sería la siguiente desgracia. Un chico acudió a la posición de Hans sólo para quejarse que el compañero de al lado se había dormido y roncaba. Los chicos del Servicio de Patrulla de Friedenau tuvieron que intervenir en una pelea de dos chicos del Kern, por culpa de una antigua novia. Otro chico, Harald, se mordió la lengua comiendo el Dauerbrot y por poco se desangra. Llegó a posición de Hans echando sangre por la boca como un cerdo. Y con cada nueva desgracia, Junker se levantaba de su posición y le gritaba a Hans:
—¿Pero es que nos ha tocado el grupo más inútil de las Juventudes Hitlerianas de Berlín, o qué? ¡Por la mitad de lo que aquí está pasando, en Pichelsdorf hubieran empezado a fusilarlos!
Sobre las cuatro de la madrugada, llegó la gota que colmó el vaso. Junker llamó a una de las chicas de la Blitzmädel, para que acudiera e intentara que las chicas se callaran un poco, porque la posición que ellas ocupaban empezaba a parecer un gallinero.
—¡Gretl, a mi posición! —gritó Junker.
Fue otra chica la que contestó:
—¡Ahora no puede! ¡Está… ocupada!
En la posición de los chicos del Jungvolk se escucharon las típicas risas nerviosas propias de los niños. Junker se incorporó y salió de su trinchera de posición. De pie, y dando grandes zancadas, cruzó la trinchera hasta llegar a la posición de los Jungvolk. Al llegar a su altura, sacó la pistola Walther y apuntó a cada una de las pequeñas trincheras.
—¡Sacad vuestra asquerosa cabeza de la trinchera! ¡Todos!
Los chicos se asomaron. Miraban a Junker como hipnotizados.
—¡Veis esto, lo veis! —Junker señaló la Walther—. ¡Pues la próxima vez que escuche una risa porque un compañero esté haciendo sus necesidades o por cualquier otro motivo, voy a abrir fuego sin contemplación sobre vosotros, aunque tenga que impregnar toda la trinchera con vuestros asquerosos sesos! ¿Está claro?
Hans se asomó en su trinchera de posición y miró hacia los niños. Había mucha luz en la trinchera esa noche, más de lo que Hans habría creído y hubiera querido. Esa luz no favorecía su operación de camuflaje. Era una noche fría, con un cielo raso y estrellado, y una gran y redonda luna de abril, la que provocaba la luz. Claro que, para Hans, era una noche fría, con un cielo raso y rojo, cubierto de estrellas rojas y con una luna grande y redonda inyectada en sangre. Pero pese a ese detalle, Hans podía ver perfectamente todos esos rostros que miraban a Junker con unos ojos y un rictus horrorizado. Hans pensó, que en ese momento, era posible que esos chicos hubieran preferido tener delante un tanque ruso T-34 que a ese chico con la pistola en la mano.
A continuación, Junker se dirigió a la posición de las Blitzmädel.
Hans sabía de antemano que el trato con Junker iba a ser difícil, pero tenía que reconocer que los chicos no se lo estaban poniendo fácil.
—¡Y vosotras callaros de una vez! ¡Vuestra posición parece un gallinero! ¡Esto no es un recreo entre la clase de costura y la de buenos modales! ¡Esto es una jodida guerra! ¡Yo he combatido en Pichelsdorf! ¡Y si supierais lo que es eso, si supierais lo que nos espera, no estaríais de cháchara! ¡Estaríais como Gretl, cagando! ¡Pero de miedo!
Junker giró sobre sí mismo y acabó dirigiéndose a toda la trinchera:
—¡Y para todos vosotros! ¡Al próximo que se acerque a mi posición o a la de Hans Petersen o a cualquier otra, contando una desgracia, le meto un tiro en el cráneo! ¿Entendido?
Un enorme silencio invadió la trinchera. Las risas, las conversaciones y los gallineros cesaron de pronto. Ahora fue Hans el que esperó que Junker regresara a su posición y reptando, se acercó hasta él. Hablando muy bajo, casi susurrando, le dijo:
—Junker, ¿era necesario esto? Yo no creo que asustarlos…
—Mira, pequeño Hansi, lo de esta noche no puede volver a repetirse. Todavía no sabéis lo que es esto, no, no tenéis ni idea. La disciplina es la clave de nuestra misión. Es una misión de ataque, de sorpresa. Toda la concentración espoca. Si tú no impones la disciplina entre los tuyos, lo tendré que hacer yo. Sé que eres muy bueno con el Panzerfaust, me lo ha comunicado Dieter Baumann y otros. Sé que tienes madera de líder. Pero tu bautismo de fuego, Hans Petersen, va a ser en esta trinchera. Tú no sabes aún lo que es caminar sobre los muertos. Sobre tus compañeros muertos. Quizás, si salimos vivos de este agujero fangoso, que no lo creo, lo comprenderás. Me comprenderás.
Junker y Hans se miraron. Junker enseñó su pistola y dijo:
—Y da gracias. Da gracias que no haya usado esto todavía.
Un chico del Servicio de Patrulla de Friedenau salió de su trinchera y enseñó también su arma.
—Aunque nunca es tarde. Nunca es tarde para usarla —dijo, mientras le lanzaba a Hans una sonrisa.
* * *
Así transcurrió la primera noche en la trinchera junto al canal de Landwher. La siguiente noche sería peor. Porque al amanecer de la segunda noche, su majestad la muerte extendió sus negras alas sobre la trinchera. Pero para eso, aún faltaban más de veinticuatro horas.
* * *
La mañana del 25 de abril amaneció en la trinchera con un gran sobresalto. El centro de la ciudad fue sometido a un brutal ataque artillero. Desde entonces y hasta el final, todos los días sería ya igual.
Se dice que los berlineses son personas proclives a la ironía y al buen humor. Y en una ciudad, donde la música ocupaba un lugar tan destacado, esos ataques pronto se conocieron como los Morgenkonzert, los conciertos de la mañana. A los ataques con misiles Katyuscha, ya les llamaban «los órganos de Stalin».
* * *
A primeras horas de la mañana, un coche, un todoterreno militar, se aproximó a la trinchera. Los chicos salieron de sus pequeñas trincheras de posición y, organizados por Hans y Junker, formaron disciplinadamente delante de la gran trinchera. En ese momento, ninguno de ellos podía imaginarse quién iba dentro de aquel coche.
* * *
En el interior del todoterreno viajaba Artur Axman, el Reichsjugendführer, el máximo dirigente de las Juventudes Hitlerianas. Estaba recorriendo todas las posiciones defendidas por los destacamentos de las Juventudes en el segundo anillo de defensa. Todas, donde los combates aún no habían comenzado.
Artur Axman iba acompañado de dos oficiales adscritos a la Cancillería del Reich. Cuando el todoterreno se detuvo, delante de la trinchera donde estaban formados los chicos, Axman se dirigió al oficial que viajaba en el asiento delantero, junto al chófer, y le preguntó:
—¿Cuántos y de dónde son estos chicos?
—Destacamento Feldherrnhalle. Son noventa —contestó el oficial—. Setenta de Dahlem y veinte de Friedenau.
—¿Qué sabemos de la situación en Dahlem y Friedenau?
—Espere —contestó el oficial—. A ver, de Friedenau… —comenzó a buscar en unas carpetas—, de Friedenau no tenemos hoy ninguna información. De Dahlem… de Dahlem sí, ahora mismo se lo busco.
El oficial rebuscó entre sus desordenados papeles. Axman aguardó, aun cuando el coche llevaba ya un tiempo detenido.
—Dahlem, lo tengo aquí. Aunque le pueda sorprender, mi Reichsjugendführer, las noticias que tenemos de allí son mayoritariamente de civiles que nos mandan información a la Cancillería vía telefónica, desde sus propios domicilios. Los datos pueden no estar suficientemente actualizados.
—Apresúrese, esos chicos nos están esperando.
—Voy, mi Reichsjugendführer. En Dahlem ya han llegado los rusos. La sede del partido, del sindicato DAF y otras han sido tomadas por el enemigo sin oponer casi resistencia. Pero se están librando feroces combates en dos puntos. Uno es precisamente la sede de las Juventudes Hitlerianas. Allí, unos treinta chicos del Servicio de Patrulla se han atrincherado y están manteniendo a raya al ejército soviético. Los dirige un chico que se llama Dieter Baumann. El otro…
—Anote ese nombre, por favor —dijo Axman—. Si salen de allí con vida, habrá que proponerlo para que le otorguen la Cruz de Hierro. Siga.
—El otro foco de combates es el Instituto Kaiser Wilhelm. Allí son unidades de la Wehrmacht y de las SS las que están combatiendo. El Instituto es muy importante. Máxima prioridad. Los rusos ya han comenzado los registros domicilio por domicilio. Pero tenemos malas noticias. En una clínica de maternidad y orfelinato, la Haus Dahlem, los rusos han cometido violaciones en masa. Han violado a monjas, muchachas jóvenes embarazadas y niñas pequeñas. Muchas han muerto desangradas.
—Comprendo —dijo Axman, su semblante estaba ahora muy serio—. No tenemos noticias de Friedenau. Y las de Dahlem no las daremos. Les bajaríamos la moral. Vamos allá. Vamos a decirles algo a estos chicos.
* * *
Cuando los chicos vieron quién descendía del vehículo, no dieron crédito. ¡El Reichsjugendführer en persona! ¡Artur Axman!
Axman caminó hacia los chicos, que ahora formaban delante de la gran trinchera. Todos llevaban los Panzerfaust y las Gretchen sobre el hombro. Artur Axman se detuvo a una distancia prudencial de los chicos. Lo acompañaban los dos oficiales que se posicionaron cada uno a un lado del Reichsjugendführer.
—Sieg Heil! —gritaron los chicos.
—Sieg Heil! —contestó Axman. Colocó uno de sus brazos tras la espalda y, con un tono de voz un poco forzado, comenzó su pequeño discurso:
—Chicos y chicas de las Juventudes Hitlerianas, he venido hasta aquí para saludaros, agradeceros vuestra entrega y traeros un mensaje personal del Führer.
Durante estos días, habréis escuchado muchos rumores que están circulando por la ciudad. Unos dicen, que el gobierno ha huido. Otros, que el propio Führer ha abandonado Berlín, para dirigir la lucha final desde la fortaleza alpina en las montañas de Baviera. Son calumnias e injurias vertidas por nuestros enemigos. A estas horas, el Führer se encuentra siguiendo los acontecimientos que se están produciendo, en compañía de sus más estrechos colaboradores, en el interior de la Cancillería del Reich. Yo, personalmente, he despachado con él esta mañana. Me ha dado un mensaje personal para vosotros. El Führer me ha comunicado, que ha decidido permanecer en Berlín y compartir su destino con el vuestro. Es más, ha decidido poner en vuestras manos su propio destino.
Esta es una batalla suprema. Espero y sé, que pondréis todo de vuestra parte para frenar al enemigo, e infringirle, si es posible, el máximo daño. La batalla será dura, no os voy a engañar, pero si en alguien el Führer tiene fe, es en vosotros. En la juventud que lleva su nombre.
En vosotros brilla la luz más intensa del nacionalsocialismo. Vosotros sois el mayor ejemplo de entrega que el mundo haya visto nunca. Cuando la batalla termine, y brille para nosotros la luz de la victoria, el pueblo, el Reich y la Patria sabrán recompensaros por este esfuerzo y esta entrega fanática. Muchos de vosotros no veréis ese día, pero os puedo prometer, que no quedará una sola plaza en toda Alemania donde no se honre vuestra memoria.
Algún día la historia nos juzgará. Y cuando se hable de las Juventudes Hitlerianas, se dirá, que fueron la luz que inició una nueva era. La era en que la juventud decidió coger las riendas de una nación, luchar, comprometer su vida e incluso perderla, por el cumplimiento de unos ideales supremos, sin los cuales, todo un pueblo no hubiera podido seguir existiendo. Los alemanes, los nacionalsocialistas y el Führer nunca olvidaremos este sacrificio. La historia tampoco.
Hoy, Berlín se ha convertido en algo más que la capital del Reich. Hoy, cuando las hordas asiáticas ya caminan por nuestras calles, Berlín se ha convertido en el lugar donde se está decidiendo el futuro de Europa. Hoy, aquí en Berlín, valerosos soldados de múltiples nacionalidades, de Holanda, Francia, Dinamarca, Noruega, España, Italia, valones o flamencos, han unido sus fuerzas para luchar contra la bestia comunista, y entregar hasta la última gota de sangre para defender los valores de Europa y de todo el mundo occidental. Europa y Occidente vencerán en Berlín, o perecerán en Berlín. Y en esa batalla, estaréis vosotros, valerosos soldados de las Juventudes Hitlerianas, en la primera línea del frente, poniendo el broche de oro al sufrimiento de muchos, por el futuro de todos.
Axman hizo una pequeña parada. Y luego, casi gritando, dijo:
—¡Soldados de las Juventudes Hitlerianas! Berlín será la tumba. La tumba del comunismo, de la infame cultura asiática y de los pensamientos enfermos y degenerados. ¡Que brille para vosotros la luz de la gloria y del triunfo! Y ahora, gritad conmigo: Sieg Heil! Sieg Heil! Sieg Heil!
—Sieg Heil! Sieg Heil! Sieg Heil! —gritaron los chicos.
Y entonces, los niños del ayer, los soldados de hoy, los jóvenes que no tendrán mañana, dieron un fuerte taconazo y levantaron sus brazos en señal de saludo.
Un proyectil silbó por encima de sus cabezas y fue a estrellarse unas manzanas más adelante de su posición, provocando una gran explosión. Un proyectil que convertía en ruinas, las ruinas.
Uno de los oficiales susurró al oído de Axman:
—Marchemos ya, mi Reichsjugendführer. Esta zona no es segura. Los rusos se están acercando ya a la estación de Görlitz.
Artur Axman dio media vuelta y, seguido de los oficiales, se dirigió hacia el todoterreno militar.
Fue de la garganta de Hans Petersen de la que brotaron las primeras notas del himno de las Juventudes Hitlerianas. Los noventa chicos lo siguieron. Pero aquel día, no le cantaron al cielo que el mañana les pertenecía. Se lo gritaron. Se lo gritaron hasta casi hacer reventar sus gargantas. La adrenalina acumulada salió por todos los poros de sus cuerpos.
En el interior del todoterreno, Artur Axman, los dos oficiales y el chófer contemplaban la escena a través de las ventanillas. Los noventa chicos, adolescentes, niños y niñas, cantando allí su himno, con sus brazos levantados y sus Panzerfaust sobre el hombro.
El silencio en el interior del todoterreno era sobrecogedor. Fue Artur Axman el que lo rompió cuando, mientras movía su cabeza hacia los dos lados, dijo:
—Pobres chicos.
El todoterreno arrancó.
Artur Axman aún se giró hacia ellos para verlos por el cristal trasero, mientras volvía a repetir:
—Pobres chicos.
* * *
Aquella tarde en la trinchera fue terrible, porque la batalla llegó a sus inmediaciones. Desde primeras horas de la tarde, se combatía con ferocidad en la estación de Görlitz. El suelo temblaba continuamente, con ese característico temblor que provocan los blindados al disparar su mortífera carga. Un golpe para delante, y un estruendoso retroceso.
Los rostros de los chicos aquella tarde eran un poema. Rostros nerviosos, blancos, cadavéricos. Se sumaba el cansancio, la falta de sueño y de comida. Pero sobre todo, el miedo. El miedo a saber que su encuentro con la realidad de la guerra era inminente.
Durante gran parte de aquella tarde, Hans permaneció asomado en su trinchera de posición observando a sus compañeros. Muchos de ellos habían empezado a preguntarse qué pasaría en sus casas, a sus familias, a sus seres queridos. Junker los hacía callar. Y cuando las conversaciones cesaban, sólo se escuchaba el terrible sonido de la batalla. Los traqueteos de las ametralladoras. Los disparos de la artillería.
Hans los miraba a ellos, y miraba al cielo. Al maldito cielo rojo, que ahora cubría ya todo Berlín. Hans comprendió que sobre su ciudad se había cerrado el cerco. Era el cielo del lobo en todo su esplendor.
De entre todos sus compañeros, Hans observaba a uno en particular. O mejor dicho, a una. Una de las Blitzmädel de Friedenau, una chica con unos penetrantes ojos azules. Hubo dos cosas que le sorprendieron de esa chica. Primero, la chica había sacado sus Gretchen fuera de la trinchera y había comenzado con ellas una especie de ritual. Las contaba una y otra vez. Y eso le sorprendió, porque él había hecho lo mismo. Hacía ya rato que sus Panzerfaust reposaban apoyados contra la pared de su pequeña trinchera, a sus pies. En ocasiones, Hans se sumergía en la trinchera de posición y los tocaba, simplemente los tocaba. Una y otra vez, delicadamente. Como si estuviera acariciando la mano de una novia. La chica había ideado un método para llevar sus Gretchen. Se había colocado una cincha de cuero, y las introducía en su espalda. Las Gretchen eran más pequeñas y ligeras que los Panzerfaust, y aunque tuvieran un considerable peso, el sistema ideado por la chica podía considerarse cómodo. Lástima que él no pudiera hacer lo mismo con sus Panzerfaust.
Segundo, él había clavado sus ojos en la chica, y ella, había hecho lo mismo. Sólo lo miraba a él. Como si no hubiera nadie más en esa trinchera. Los ojos de la chica, clavados en los suyos. Los suyos, clavados en los de la chica. Ella era diferente a todos los demás compañeros de la trinchera. En esa Blitzmädel ardía algo, que también ardía en él. Esa chica había visto cosas… ya estaba otra vez con sus tonterías. Hans reconoció en los ojos de esa chica, los ojos de su madre. Y en su aspecto en general, algo que le recordaba a Astrid Müller. Era como una mezcla de las dos. Hans rememoró su infancia, la época en que podía comunicarse con su madre sin hablar, sólo a través de sus ojos. El lenguaje de las miradas. Estaba convencido que con esa chica podría hacer lo mismo. Sí, estaba seguro. En cuanto a su parecido con Astrid Müller, no era físico. Era más bien espiritual. Su rostro desprendía la misma determinación, la misma confianza en si misma. La chica debía ser algunos años mayor que él, más o menos de la edad de Junker. Pero sin duda, su aspecto le confería un aire más adulto que al resto de chicos y chicas de la trinchera. Y eso le gustaba, le proporcionaba seguridad.
Le gustaba, le gustó desde el primer momento que la vio, cuando llegaron al canal y ella estaba hablando en un círculo con el resto de las Biltzmädel de Friedenau. Allí se produjo el primer cruce de miradas. Claro que, le gustaba de una forma diferente, no sexual, no se tiene tiempo para esas cosas cuando vas a morir. Le gustaba lo que había «dentro» de ella. A parte de Junker, por sus conocimientos en la batalla, Hans pensó que si tenía que poner su vida en manos de alguien, sería en las de esa chica.
Aquella tarde, Hans tuvo también uno de sus habituales presentimientos. No podría explicar por qué, pero Hans pensó aquella tarde, que si salían de esa ratonera, de esa húmeda trinchera, su destino y el de esa chica, estaría unido, iría de la mano. Y eso le preocupó, porque eso anunciaba un final trágico. Por un motivo o por otro, Hans estaba convencido que su relación con las mujeres siempre estaba condenada a terminar mal.
* * *
Conforme la tarde fue cediendo paso a la noche, la situación en la trinchera empeoró. Los combates que se desarrollaban en la estación de Görlitz eran, ahora si cabe, aun más violentos. Y esos combates eran los que poco a poco, se acercaban a ellos. Hans había calculado, que sobre el alba, los rusos llegarían a su posición. Tenía esa certeza, pero no quería compartirla con nadie. Porque eso equivalía a reconocer, que las defensas alemanas en la estación de Görlitz habían sido derrotadas.
Cuando cayó la noche, todos estaban agachados en su pequeña trinchera de posición. La espera resultaba insoportable. Hans temía que algunos chicos, sobre todos los más pequeños, comenzaran a perder los nervios. Curiosamente, no fue así.
—¿Hans?
—¿Qué pasa, Dietmar?
—¿Tienes miedo?
—No. Estoy ansioso porque esto empiece. Que pase ya una cosa u otra. Pero esta espera…
Las conversaciones de trinchera a trinchera eran así. Ya no había gallineros, ni desgracias. Sólo susurros.
—¿Hans?
—¿Qué quieres ahora, Dietmar?
—No pude despedirme de mis padres. No tuve agallas. Son muy mayores. Yo soy el único hijo que les queda, ¿sabes? Estarán destrozados sin saber nada de mí. Quiero que me prometas algo si sales vivo de aquí. Quiero que si vuelves a casa, a Dahlem, les digas que los quería mucho. Pero que tenía que hacer esto.
—Tranquilo, Dietmar, yo saldré de aquí, y tú también. Vamos a darle fuerte a esos rusos. Ya has escuchado a Axman. Berlín va a ser su tumba.
—¿Tú crees que es verdad, Hans? ¿Qué el Führer ha puesto su destino en nuestras manos?
—Sí. Por eso no podemos fallar, Dietmar. Yo sabía que él no iba a hacerlo, no iba a abandonarnos. Sabía que estaría con nosotros hasta el final, como nosotros vamos a estar con él. Tienes que mantener la fe, Dietmar, no podemos venirnos abajo ahora. Sabes, somos mejores que ellos. Nuestros ideales son más nobles, nuestras ideas más firmes. Eso se tiene que notar. Todo va a salir bien, ya lo verás.
* * *
A primeras horas de la madrugada, la situación se relajó. En torno a la estación de Görlitz, la intensidad de los combates había decrecido. Eso podían ser buenas noticias. O malas noticias, no lo sabían. No tenían ninguna noticia del exterior, de lo que estaba sucediendo en otros frentes, en el resto de la ciudad. Después de terminar la gran trinchera, y en un lateral de esta, habían construido con unos tablones una especie de caseta para Peter y su equipo de radio transmisión. Se suponía que Peter debía tener una línea abierta con el Reichssportsfeld, una línea permanente, a fin de recibir instrucciones de los cuadros superiores de las Juventudes. Pero Junker le dijo a Peter que no conectara el radio transmisor al equipo autónomo, con el fin de ahorrar combustible, que esto podía ser más necesario cuando los combates se aproximaran a ellos. Incluso si la operación de camuflaje y ataque tenía éxito, el equipo de radio podía ser imprescindible para salir de allí. Por ese motivo estaban a ciegas. Aunque Hans pensaba que posiblemente era mejor. Que posiblemente era mejor no tener noticias de lo que sucedía en el resto de la ciudad.
Por un momento, las conversaciones arreciaron en la trinchera, incluso empezó a formarse algún gallinero. Las visitas a las trincheras de posición de Hans, Junker o los chicos del Servicio de Patrulla en la cabecera de la trinchera, lo que Junker llamaba «la primera línea», también aumentaron. Ahora muchos chicos acudían sólo a pedir consejo sobre el manejo del Panzerfaust, o sobre la táctica de ataque a seguir. Los nervios estaban a flor de piel. Era humano que conforme los chicos veían acercarse el momento del combate, todo lo explicado, lo mil veces hablado, pareciera que se olvidase. En realidad, sólo buscaban escuchar aquello que ya sabían, cerciorarse de que no lo iban a hacer mal.
Fue en ese momento de la noche, cuando las Blitzmädel comenzaron a cantar.
En las posiciones de cabeza de la trinchera, Hans, Dietmar y Erich se miraron. Tambien Junker. Y los chicos del Servicio de Patrulla de Friedenau. Pero ninguno de ellos dijo nada.
Una pequeña muchacha permanecía allí sola, sobre una roca de los Alpes…
Era una triste y melancólica canción alpina. Hans pensó, que las chicas la habrían aprendido en alguna acampada de la BDM, posiblemente en Baviera, porque Hans nunca había escuchado esa canción. No era una canción de desafío, ni las clásicas que cantaban en las marchas dominicales y en las acampadas de las Juventudes. Toda la trinchera permanecía en silencio, escuchándolas. Pensando posiblemente en la letra de la canción de las chicas. Las montañas, las viejas montañas de Alemania. En Berlín no había montañas. Eso convertía en más romántica la triste canción. Los ojos de los chicos brillaban en la oscuridad de la noche. A algunos de ellos, comenzaron a asomarles pequeñas lágrimas. Porque todos ellos tenían una cosa clara: que nunca abandonarían Berlín, que nunca más, volverían a ver las montañas.
… Mi vuelo dorado, llévame lejos.
Llévame a mi querida patria en los Alpes,
vuela conmigo a mi país,
vuela conmigo sobre el mar,
vuela conmigo hasta el mismo cielo,
hasta mis bonitas y amadas cumbres…
Las chicas entonaban su canción con tal cadencia, que parecía una nana. Una canción de cuna. Pero en la situación en la que se encontraban, era como la canción de cuna que se le canta a un niño muerto.
… Ven conmigo al Danubio, ven conmigo al Rin, ven conmigo hasta nuestra bonita patria…
Mientras escuchaba la canción, Hans percibió un olor diferente en la trinchera. Un olor a lilas. Sonrió. Hans Petersen sabía lo que era, y sabía porque él percibía esa fragancia a lilas. Lo había leído alguna vez, en los libros que tenían en la sede de las Juventudes. En libros sobre las trincheras de la Gran Guerra. Eran viejas leyendas de soldados, antiguas leyendas de trinchera. Lo llamaban «el perfume de la muerte».
… Vuela conmigo a mi país,
vuela conmigo sobre el mar,
vuela conmigo hasta el mismo cielo,
hasta mis bonitas y amadas cumbres…
Dietmar también lo había notado:
—Hans, ¿has olido eso?
—Sí, Dietmar.
—Era un olor a flores, como a rosas.
—Sí, Dietmar.
—Es curioso, Hans. Mi madre siempre lleva un perfume que huele a rosas.
«Y el de Astrid Müller olía a lilas», pensó Hans. Ahora Hans sabía que las viejas leyendas de soldados eran verdad. Ya no le cabía ninguna duda. Su majestad la muerte había sobrevolado la trinchera y había arrojado su perfume. Marcando su territorio. Marcando la trinchera. Diciéndole a la vida, «no te acerques». «Este es mi territorio».
… Vuela conmigo a mi país,
vuela conmigo sobre el mar,
vuela conmigo hasta el mismo cielo,
hasta mis bonitas y amadas cumbres…
Cada uno de ellos había creído percibir un olor diferente. El de un ser querido, el de un camarada muerto. Las viejas leyendas de soldados decían, que en las trincheras de la Gran Guerra, en Ypres, Arras, el Somme o Verdún, algunos soldados no sólo sintieron ese olor, sino que llegaron a ver los espectros de esos seres queridos. El de una madre recién muerta en un lugar lejano, que acudía a la trinchera, mientras el soldado dormitaba, para ofrecerle un último beso. O el de un compañero recientemente caído, que de repente se encontraba a tu lado, mirándote y sonriendo. Pero casi siempre después, la muerte se cernía sobre la trinchera y era uno mismo el que moría. Porque la muerte es mentirosa. Y le gusta jugar.
Eran viejas historias, viejas leyendas de soldados. De soldados que ocupaban trincheras, luchaban y morían en una guerra. Sólo que ellos, no eran soldados. Eran niños.
Pero niños que ocupaban trincheras, que lucharían y morirían en una guerra.
* * *
—¿Hans?
—¿Qué quieres ahora, Dietmar?
—Junker ha dicho que mandes a alguien para que vaya a hablar con las chicas. Tienen que dejar de cantar. Junker dice que es peligroso. Que nos acercamos al amanecer, que son horas críticas. Podrían revelar nuestra posición.
—Está bien, Dietmar. Dile a Erich que vaya y se lo diga a Silke Bauer.
—Vale.
Casi al instante, Erich salió reptando hacia la posición de las Blitzmädel. Las chicas habían terminado su triste y melancólica canción alpina, y ahora habían empezado a cantar otra. Esta sí que era una canción conocida, una de las muchas que solían cantar durante las marchas dominicales y las acampadas. Edelweiss.
Sin embargo, cuando Erich estaba todavía a mitad de camino, las chicas dejaron de cantar. En la posición de las Blitzmädel se desato un pequeño gallinero. Hans pensó que Junker y los chicos del Servicio de Patrulla iban a estallar. De hecho, Hans sabía que Junker le había pedido a él que mandara a alguien a la posición de las chicas por no tener que acudir personalmente. Junker dudaba ya de su propia paciencia. Y no, ese no era un buen momento para perderla.
Pasaron unos minutos. Al cabo de los mismos, Hans se dio cuenta que Erich regresaba. Pero no iba solo. Venía acompañado. Acompañado por una chica.
Se acercaron a la posición de Hans. La chica era la Blitzmädel a la que Junker llamaba Gretl. Hans salió de su cubículo.
—¿Qué pasa, Erich?
—Te traigo malas noticias, Hans. Muy malas noticias. De Silke Bauer.
—Joder. ¿Qué ha pasado ahora?
—Está muerta, Hans.
«Oh no, Dios mío, Silke», pensó Hans. La noticia le causó una gran impresión. Pero decidió no demostrarlo, mantener la calma. No ya sólo por él, sino por los chicos, por todos los chicos. Junker tenía razón. Eran unas horas críticas, y precisamente ellos, no podían ni perder los nervios, ni dar una muestra de fragilidad.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Hans.
—Sucedió mientras estábamos cantando. Ella era la única de nosotras que no cantaba, pero pensamos que estaba durmiendo. Pero Inga, la chica que está más próxima a su trinchera de posición, empezó a notar que de la trinchera de Silke salía muy mal olor, un olor como a…
—A almendras rancias —dijo Hans.
Erich y Gretl se miraron con un gesto de extrañeza en su rostro. Hans había adivinado al instante cuál había sido la causa de la muerte de Silke. Lo había leído en alguna parte. Cianuro. Era el olor que despedían los cadáveres que habían consumido ese veneno letal. Silke Bauer había tomado la cápsula que cogiera de la bandeja la noche que acudieron a la Ópera del Estado.
—¿Qué hacemos ahora con ella? —preguntó Gretl.
—No podéis moverla, ni sacarla de allí. ¿Tenéis mantas? —preguntó Hans.
—Sí —contestó la chica.
—Echadle una manta por encima y dejadla allí, en su posición. Ya pensaremos algo luego. Pobre chica, no ha podido soportar la presión. Tú, Erich, vuelve con ella y ayúdales.
—De acuerdo, Hans —contestó Erich.
Erich y Gretel abandonaron la trinchera de posición de Hans y se dispusieron a regresar reptando hacia la posición de las Blitzmädel.
No habían recorrido ni medio camino, cuando en la trinchera pasó algo peor. Algo que sobresaltó a todos. Algo que provocó que todos, incluso Hans, se sumergiesen en su trinchera de posición y echasen mano a sus Panzerfaust.
En la noche, un disparo.
* * *
Hans se incorporó. Lo intuyó al instante. Sólo podía ser un chico del Servicio de Patrulla de Friedenau, un chico de Junker. Eran los únicos que iban armados con pistolas. Hans escuchó a Junker gritar. Se incorporó sobre su posición y dijo:
—Junker, ¿qué ha pasado?
—¡Joder, ha sido Kurt! ¡Uno de los mejores! ¡Se ha pegado un tiro en la cabeza!
—¡Intentemos mantener la calma, Junker, por favor! ¡A mi también se me ha suicidado una chica!
Una exclamación recorrió la trinchera. Las conversaciones arreciaron de pronto.
—¡Joder, joder, joder! —gritó Junker—. ¿Pero qué coño de mierda es esta? ¿Qué puta mierda nos está pasando, Hans?
«Que la muerte ha sobrevolado la trinchera, Junker. Que ha vertido su perfume sobre nosotros. Yo lo he percibido mientras las chicas cantaban. Tú seguramente también. El perfume que ha llegado a mi trinchera de posición, era un perfume de lilas. ¿Cuál has olido tú, Junker?», pensó Hans.
—¡Que es la madrugada, Junker! ¡Que los nervios están pudiendo con los chicos! ¡Vamos a ser comprensivos! —gritó Hans.
—¡Pero es que este era de los de primera línea! ¡Mándame a alguien con agallas! ¡Va a tener que compartir la trinchera de posición con un muerto! —contestó Junker.
—¿Jürgen? —gritó Hans—. ¡A la trinchera de primera línea! ¡Ya!
—¡Voy, Hans! ¡Ahora mismo! —contestó Jürgen.
Hans volvió a introducirse en su trinchera de posición. Dos. Ya habían caído dos, y la batalla aún no había comenzado.
* * *
Amanecía sobre la trinchera. Fue entonces cuando se vivieron los momentos más críticos. Ahora, nadie hablaba. El silencio era sepulcral. La batalla en los alrededores de la estación de Görlitz había terminado. Ya no se escuchaban combates, sólo eran visibles, desde su posición, enormes cortinas de humo. Hans supuso que la estación estaría en llamas. También, que los rusos la habían tomado y que ahora, avanzarían hacia ellos. Y no se equivocaba.
—¿Hans?
—¿Qué pasa, Dietmar?
—¿Te das cuenta que es posible que estemos viendo nuestro último amanecer?
—Sí, me doy cuenta, Dietmar.
—¿Es bonito, verdad? Esta mañana parece que el cielo tiene un color más bonito que nunca.
Hans no respondió. Quizás, para todos esos chicos, esa mañana tuviera un color más bonito que nunca. Pero para él, no. Para Hans Petersen, sobre él, sólo estaba el maldito cielo rojo. El maldito cielo del lobo.
Hans escuchó que alguien se aproximaba a su posición. Era Peter, el encargado del equipo de transmisión. Hans se incorporó. También Dietmar. El chico venía hacia ellos con un rictus grave en su rostro. Un rictus de preocupación. Se posicionó entre las trincheras de Hans y Dietmar.
—Hans, Dietmar, tenemos un problema. Grave. Avisad a Junker.
—¡Junker, a mi posición! —gritó Hans.
—¿Ahora qué cojones pasa? —aulló Junker.
Junker se presentó en su posición rápidamente. Hasta que no estuvo allí, Peter no abrió la boca.
—Hans, Junker, Dietmar, sobre todo, no subáis la voz. No quiero que nadie se entere de esto. He conectado el radio transmisor al equipo autónomo. ¿Recordáis que nos dijeron que estaríamos constantemente comunicados con el Reichssportsfeld? Pues no. Era mentira. Allí no contesta nadie. No hay línea.
—¿Y para esto me haces venir? —dijo Junker—. ¿Pero es que no lo sabíais?
—Pero, Junker —empezó a decir Hans—, nos dijeron que…
—Nos dijeron nada, Hans. A ver si lo entendéis de una jodida vez. ¡Estamos solos en esto! ¿Vale? Mirad, esa gente está librando una guerra, a vida o muerte, en la que se está hundiendo un régimen. ¿Pero a vosotros os parece, que van a estar preocupados por lo que nos pase aquí a un puñado de chicos? ¡Sois más imbéciles de lo que me imaginaba! Mirad, os lo he dicho muchas veces, esto consiste en cargarnos esos tanques rusos y largarnos de aquí. ¿Está claro? Y ahora a lo nuestro, ¿vale? Permaneced cada uno en vuestra posición, y esperad mis órdenes finales. No sé si con tanta mierda y tantas tonterías os habéis dado cuenta, pero todos esos chicos, si. Mirad sus rostros. El suelo vibra. Se acercan blindados. Ha llegado la hora, compañeros.
Junker los dejó con la palabra en la boca y reptó hacia su posición. Hans se dirigió a Peter.
—Lo sabía, el muy cabrón lo sabía desde el principio. Por eso te ordenó que no conectaras el equipo… Peter, nadie se puede enterar de esto. Se desataría el pánico, sobre todo entre los Jungvolk y las Biltzmädel. Finge que hablas con alguien, invéntate las conversaciones, yo qué sé, lo que sea. Pero por favor, que no se enteren que estamos abandonados.
—Vale, Hans. Haré lo que dices.
Peter se despidió de Hans y Dietmar y reptó hacia su posición. Pero se detuvo en seco, y volvió hacia la posición de Hans.
—Hans, otra cosa. Por favor, haz todo lo que puedas para que podamos salir de aquí. Tú no lo sabes, pero todo el mundo confía en ti. Me gustaría que escucharas las conversaciones de los niños del Jungvolk. Hablan de ti, como si fueras el general Guderian. He escuchado a un chico decir, que si sobrevive a esta guerra y se casa y crea una familia, le llamará a su primer hijo Hans, como tú. Y las chicas también, incluso las de Friedenau. Sólo confían en ti. Detestan a Junker, le tienen miedo. Por favor, Hans, cuida de ellos. Sobre todo de los niños y las chicas. Prométeme que no les pasará nada.
—Te lo prometo, te doy mi palabra, Peter.
Peter se marchó. Hans se introdujo en su cubículo y se llevó las manos a la cara. ¿Pero qué podía hacer él? ¡Pero si sólo era un niño!
Fue en ese momento cuando se dio cuenta de lo que había dicho Junker. El suelo vibraba. Los tanques rusos se acercaban por la orilla contraria del canal.
Ya llegaban. Había llegado la hora de la batalla.
Hans se incorporó. Miró hacia la orilla contraria del canal. Por entre los muros derruidos de lo que debió haber sido una antigua fábrica, pudo distinguir al primero de ellos. El cañón de un T-34.
—Se acercan, Dietmar. Ya están aquí —susurró Hans.
—Madre mía, Hans, madre mía. ¿Y si nos detectan? Moriremos aquí, como perros…
—Tranquilo, Dietmar. No nos van a detectar.
Hans sabía que lo que llegaba hasta ellos, no eran solamente los blindados soviéticos. Lo que llegaba hasta ellos era el frente oriental. Con todos sus horrores, con todos sus espantos. El mismo frente que se había cobrado la vida de su hermano, de miles y miles de soldados alemanes. El mismo frente que Hans había seguido, día a día, en el mapa de su casa de Dahlem. Ahora, esa orilla del canal de Landwehr era una chincheta roja en su mapa. Ahora, él formaba parte de esa chincheta.
Una enorme sensación de vértigo, de salto al vacío se apoderó de la trinchera. Había llegado la hora. Para la mayoría de ellos, incluido Hans, ese era su bautismo de fuego.
Hans echó una última mirada a la trinchera. Los chicos asomaban sólo parte de su cabeza. Dentro de poco tendrían que sumergirse totalmente en el cubículo que habitaban. Los Panzerfaust reposaban recostados en la boca de las trincheras. También las Gretchen de las chicas. Producto de los nervios, casi todos se ajustaban sus gorras. Los chicos de Friedenau, sus cascos de hierro. Las Blitzmädel, arrojaban sus coletas a la espalda.
Los rostros eran una extraña mezcla. Una mezcla de concentración, expectación y pánico.
Todos esperaban. Esperaban a que Junker diera las instrucciones finales. A que Junker les hablara por última vez antes de la batalla.
Junker se giró dentro de su trinchera de posición y se colocó de cara a los chicos. Guardaba silencio. Tal como estaba previsto, los rusos llegaban por la orilla contraria. Habían tomado la estación de Görlitz y se habían dividido. Su objetivo: cruzar el canal. Uno de los grupos, una avanzadilla de lo que más adelante sería el grueso de los tanques que habían combatido en la estación de Görlitz, avanzaba por enfrente de ellos. Podía percibir tres o cuatro tanques, posiblemente T-34. Quizá algún ISU-152 o ISU II. Los acompañarían tropas de asalto, pero ese no era su objetivo. Su objetivo era destruir los blindados, crear el caos entre las tropas e intentar huir de aquella ratonera. Por el sonido que llegaba hasta él, pensó que tardarían poco más de cinco minutos en llegar a la orilla contraria del canal. Calculó unos diez minutos para el ataque. Eso, si el camuflaje colaba y no eran detectados antes.
Había llegado el momento de darles a los chicos las instrucciones finales. Después, sólo quedaría que Dios se apiadase de ellos. De todos ellos.
—Vale muchachos, ya están aquí. Voy a dar las instrucciones finales. Son tan sencillas que las entendería un bebé. Primero, nos sumergiremos dentro de nuestras trincheras de posición. Y esperaréis a oír mi voz. Cuando llegue el momento, yo contaré hasta tres. Y ¡sorpresa!, emergeremos desde la nada. Apuntad a la torreta de los tanques. Estos T-34 son muy vulnerables a nuestros Panzerfaust, pero la clave es alcanzarlos en la torreta. Procurad no volarle la cabeza a vuestro compañero de delante. Luego, descenderéis otra vez a la trinchera de posición, cogéis un nuevo Panzerfaust y segunda andanada. Y así sucesivamente. Las chicas de las Gretchen y los chicos del Jungvolk lo importante es que disparéis, aunque no alcancéis los blindados. Irán acompañados de tropas de asalto, si podéis alcanzarlos y mandarlos de viaje al infierno, trabajo hecho. La clave es, aprovecharnos del desconcierto creado, destruir los carros y huir de aquí…
Un chico del Servicio de Patrulla le dijo algo a Junker. Este movió afirmativamente la cabeza.
—Los que consigan… cuando salgáis de aquí, huid hasta las casas destruidas de donde trajimos los escombros. Entrad sólo en aquellas que aún tengan ventanas. Esperad. Será allí donde nos reagruparemos. ¿Entendido? Venga chicos, ellos nos obsequian todos los días con un concierto matinal. El de hoy, lo inauguraremos nosotros con una obertura de fuego. ¡Vamos allá!
* * *
Desde su posición, Hans observó a los rusos. Llegaron tres carros de combate T-34. Como imaginaban, los apoyaban tropas de asalto. Pertenecían al 9.º Cuerpo de Fusileros, integrado dentro del 5.º Ejército de Choque del Frente Bielorruso. Lo dirigía el general Berzarin. Las tripulaciones de los blindados descendieron de ellos y se mezclaron con los soldados de asalto. Enseguida se dirigieron a la zona donde el canal se ensanchaba. Era un magnífico punto para cruzar y avanzar hacia la zona centro, hacia el tercer anillo defensivo por ese sector de la ciudad. Hans vio que varios hombres se acercaban a la orilla del canal y miraban hacia su posición con unos prismáticos. Hans se sumergió completamente en su cubículo.
En la trinchera no se escuchaba ni la respiración de los chicos. Hans pasó sus dedos por los Panzerfaust. Sin saber por qué, una palabra cruzó por su mente. Balmung. Hans volvió a incorporarse sobre su trinchera de posición.
Los hombres que miraban con los prismáticos estaban ahora hablando en un corro. Había colado. Como ellos esperaban, lo único que habían visto allí era una vulgar escombrera y tierra removida, posiblemente por el efecto de la caída de algún obús, debieron de pensar.
El camuflaje había sido un éxito. Hans supuso, que en ese momento, la confianza debía haber subido muchos enteros en toda la trinchera.
La mayoría de los soldados rusos se acercaron a la orilla. Se bajaron los pantalones y se pusieron a orinar sobre el canal. Casi enfrente de la posición de Hans, tres soldados, casi adolescentes, como ellos, comenzaron a jugar a «ver quién llega con su chorro más lejos», entre grandes risotadas. En ese momento, alguien habló en la trinchera.
—A esos rusos que están meando se la vamos a arrancar como si fueran muñequitos de mazapán —dijo un chico del Servicio de Patrulla de Friedenau.
—Chssssss —se escuchó desde la posición de Junker.
A Hans se le aceleró el corazón. Sabía que era un momento formidable para lanzar el ataque. La cuenta de Junker iba a llegar de un momento a otro. Sudaba. Tenía la boca seca. Acariciaba el tubo de su Panzerfaust como si se tratase del brazo de una novia. Por fin, el momento esperado, tantos, tantos años. Iba a entrar en combate. Sólo esperaba escuchar la voz. La voz de Junker.
Balmung. Otra vez esa palabra cruzó por su cabeza. Eso de ahí enfrente no son tanques, es Faffner, se dijo para sí mismo. «Venga, Junker, venga, es el momento», pensó.
Hans pudo escuchar como Dietmar hablaba solo:
—Porque no cuenta ya, joder, porque no cuenta ya…
Y entonces se escuchó la voz de Junker:
—¡Uno!
«Apunta a la torreta, Hans, ese es su punto vulnerable».
—¡Dos!
«La torreta, Hans. La distancia es perfecta. Apunta a la torreta».
—¡Tres!
—¡SORPRESA!
Emergieron desde la nada. Ochenta y ocho chicos, ochenta y ocho Panzerfaust. Ochenta y ocho granadas antitanque cruzaron el canal.
* * *
Tal como Junker aventuró, la mayoría de las granadas cayeron al canal. Pero otras muchas alcanzaron la orilla. Los soldados, que estaban orinando en la orilla, saltaron por los aires. Cayeron de una forma horrible, con sus cuerpos terriblemente deformados. Algunos de ellos sin pantalones. Una manera humillante de morir. Las tripulaciones de los tanques no pudieron llegar hasta ellos. Y lo mejor. ¡Un tanque ruso T-34 estalló, provocando una gigantesca llamarada anaranjada! ¡Había sido alcanzado en su torreta!
Hans volvió a sumergirse en la trinchera y cogió otro de sus Panzerfaust.
Suponía que los chicos del Servicio de Patrulla habían alcanzado el tanque ruso, hasta que escuchó a Junker:
—¡Hans Petersen, maldito hijo de puta! ¡Te has cargado un jodido tanque de Stalin!
—¿He sido yo? —preguntó Hans.
—¡Sí, maldito cabrón! ¡Vamos chicos, lanzamos otra vez!
Segunda andanada. Esta vez el lanzamiento resultó totalmente anárquico. El desconcierto entre los rusos era total. ¡Otra gran explosión, otro tanque había sido alcanzado! Esta vez sí que habían sido los chicos del Servicio de Patrulla de Friedenau. Dos tanques ardiendo, dos tanques alcanzados. Quedaba uno que, víctima de las explosiones, había quedado medio volcado. Su tripulación yacía muerta a sus pies. Pero entonces Hans vio…
—¡Heinrich Hanke, maldito hijo de puta! ¡Te has cargado…!
… otro tanque que aparecía frente a ellos, un ISU-152. Movía muy rápidamente su torreta, apuntaba y disparaba.
—¡Cuidado, Junker! ¡Hay otro…! —gritó Hans.
Una tremenda explosión sacudió la trinchera. El obús había alcanzado la zona donde se encontraban los Jungvolk, la zona más desprotegida de la trinchera. Los cuerpos destrozados saltaron por los aires. Alaridos. Los terribles alaridos.
Hans pensó, que lo peor no era los que iban a morir allí, descuartizados, en el acto. Lo peor serían los heridos. No podían sacarlos de allí. Nadie les iba a socorrer. Iban a morir allí, entre grandes alaridos. Entre grandes dolores. Muchos de los Jungvolk, tras la euforia inicial, habían caído víctimas del pánico e intentaron abandonar la trinchera. Pero como Hans siempre temió, la trinchera se acabó convirtiendo en una trampa mortal. «¡Todo un destacamento de las Juventudes Hitlerianas sacrificado por cuatro tanques rusos y un puñado de soldados!», pensó Hans.
Se incorporó y volvió a disparar. Buscaba dejar fuera de combate al tanque que estaba parado. La granada cayó más allá de este. Esta vez no lo había conseguido.
El ISU-152 que había delante de ellos, volvió a disparar. Otra tremenda explosión en la trinchera. Esta vez el impacto fue en la zona central. Y nuevamente, los cuerpos saltando. Y los alaridos. Grandes trozos de fragmentos de los escombros que había en la cabecera de la trinchera cayeron sobre ellos, en el momento en que Dietmar iba a disparar. Hans se sumergió en su trinchera y se protegió la cabeza con las manos. La noche descendió sobre la trinchera. La noche provocada por las grandes cortinas de humo negro que emergían de ella. Hans cogió otro Panzerfaust, en el momento en que escuchó a Dietmar:
—¡Hans, no veo!
Hans intentó incorporarse. Otra explosión en el fondo de la trinchera.
—¡Hans, Hans! ¡Hans, no veo! ¡Hans, no veo nada!
Hans consiguió incorporarse. Buscó a Dietmar entre el humo. Y lo vio.
Dietmar tenía el rostro ensangrentado. Una de sus cuencas oculares estaba completamente vacía. De la otra, colgaba su ojo, sujeto únicamente a la cuenca por una vena o un nervio.
—¡Hans, no veo! ¡No puedo disparar, no veo nada!
Las esquirlas de la escombrera se habían clavado en sus ojos como si fueran puñales. Hans giró su cabeza y miró hacia el frente. Vio que el ISU-152 bajaba el cañón y apuntaba a la cabeza de la trinchera.
—¡Dietmar, abajo!
—¡Hans, no veo! ¡No veo…!
Esta vez la explosión fue brutal, los alcanzó de lleno. Los escombros volaron por los aires y cayeron sobre sus trincheras de posición. Hans se introdujo en su trinchera y se volvió a proteger la cabeza.
Se incorporó. Se asomó para intentar ayudar a…
Sólo quedaba la mitad de Dietmar. Desde los hombros hacia arriba, su amigo había desaparecido. Otra terrible explosión sacudió la trinchera. Esta vez, fue en la posición de las Blitzmädel. Porque los alaridos eran de mujer.
Hans cogió otro de sus Panzerfaust. «Una carnicería, Dios mío, esto es una carnicería», pensó. Pero tenía que seguir. Quedaban dos tanques, las granadas explotaban a su alrededor, pero no conseguían alcanzarlos. Cuando se iba a incorporar, sintió que alguien se acercaba a su trinchera. Una chica.
Era la Blitzmädel de los penetrantes ojos azules. Llevaba las Gretchen colgadas en su espalda, agarradas a una cincha de cuero. Parecían unas alas metálicas. Miraron hacia la trinchera de Dietmar, pensando en cómo sacar de allí lo que quedaba de él. De pronto, la chica dio un brinco y se introdujo en su trinchera, estaba tan delgada que cogían los dos y aun así sobraba espacio.
Se miraron. Contarían con la mirada puesta el uno en el otro. La chica sacó una de sus Gretchen. Hans un Panzerfaust. Entonces, la chica hizo algo sorprendente. En medio de la muerte, de la destrucción, de los alaridos, de las cortinas de humo, de la batalla, la chica le retiró el flequillo de la frente. Seguían mirándose. Estaban muy cerca, como dos enamorados que se fueran a besar, cada uno notaba el aliento del otro sobre su rostro. Y mentalmente contaron:
«Uno, dos, tres… ¡Vamos!».
Se incorporaron a la vez. La chica apuntó su Gretchen. Hans su Panzerfaust. Las dos granadas antitanque sobrevolaron el canal. La de la chica tocó tierra, pero se quedo corta. La de Hans acertó de pleno, en la torreta del tercer tanque, el que estaba parado. Frente a ellos se produjo una gran explosión. Otra gran llamarada anaranjada que se acabó convirtiendo en un hongo de humo negro ¡Otro más! ¡Otro T-34 destruido! ¡El tercero de la mañana! ¡El segundo de Hans!
Quedaba otro. El ISU-152 asesino, el que había convertido la trinchera en un matadero. Tenían que ir a por él. Junker comenzó a gritar. La chica y Hans lo miraron.
—¡Hans, maldito hijo de puta! ¡Con esto te has ganado la Cruz de Hierro…!
No pudo terminar. La gran explosión. Salieron despedidos, todo salió despedido. Cayeron sobre una masa de cuerpos viscosos. Para Hans Petersen se hizo el silencio. Y la oscuridad. La oscuridad absoluta.
* * *
Hans no podía saber cuánto tiempo permaneció así. Durante todo ese tiempo, Hans tuvo tres sensaciones. La primera tenía que ver con el olor, la segunda con un gran peso que había sobre él. Y la tercera era auditiva. En la lejanía, escuchaba a alguien. Alguien que le llamaba.
—Hans.
Se acordó de Sven, su compañero en la escuela de Dahlem. El chico cuyo padre era carnicero y al que le aterrorizaba tener que acompañarlo al matadero. Recordó que Sven le decía:
—Lo peor Hans, es el olor. ¿Sabes el olor que hacen las tripas de los animales, cuando caen de la bolsa que las protege y se desparraman sobre el suelo? Es asqueroso, Hans, un olor asqueroso, un olor agrio…
Ese era el olor de la trinchera. El olor que horrorizaba a Sven. El olor de un matadero. El olor que desprenden casi noventa cuerpos descuartizados, el olor agrio de casi noventa tripas desparramadas. Y mientras pensaba en esto, un enorme peso le impedía moverse, respirar. Y una voz, un poco más cercana, le llamaba:
—Hans.
Abrió los ojos. Notó que su rostro estaba cubierto de sangre. Bajo su rostro había un brazo, pero al levantar la vista vio, que ese brazo terminaba en un horrible muñón coronado por un hueso blanco. El peso seguía sobre él. Ahora, escuchaba su nombre más cerca.
—Hans.
Fue a contestar algo, pero entonces una mano ensangrentada le tapó la boca. Había alguien sobre él. Tenía un insoportable pitido en sus oídos, pero aun así, sintió que una boca se acercaba a su oído y le susurraba:
—Mira, Hans, la posición en la que estoy es muy comprometida, algo indecorosa, podía pasar algo desagradable entre tú y yo aquí, esta mañana. Ganas no me faltan. Compréndelo, compañero, es la excitación sexual que produce la batalla. Pero no lo haré. ¿Sabes por qué?
Era Junker. El peso que casi no le dejaba respirar era Junker. Hans movió la cabeza hacia los dos lados.
—Pues yo te lo explicaré. Porque no me gustaría hacer eso sobre los muertos. Estamos encima de más de ochenta cadáveres, camarada. Pero tú y yo, no. Tú y yo no estamos muertos. Ahora te diré lo que vamos a hacer. Y tú me vas a hacer caso. Como si yo fuera tu madre. ¿Entiendes?
Hans afirmó con la cabeza.
—¿Cómo se llama tu madre? —Junker retiró la mano de su boca.
—Helga —contestó Hans.
—Muy bien, mira, pequeño Hansi, soy Helga, tu madre. Has liado una gorda, pequeño Hansi. Tú solito te has cargado dos tanques. En total, al otro lado del canal, hay tres tanques ardiendo. Nos hemos cargado a casi todos esos putos rusos. Ahora ya no disparan. Creen que estamos todos muertos. Están atendiendo a sus heridos. Ellos también gritan y lanzan alaridos, pequeño Hansi. Cuando yo te lo diga, nos arrastraremos sobre este amasijo de carne e iremos hacia el puesto de radio transmisión. El puesto ha sobrevivido, pequeño Hansi. Permaneceremos allí escondidos. Cuando los rusos comprueben que nadie se mueve aquí, y antes de que crucen el canal, tú y yo echaremos a correr hacia las casas destruidas de enfrente como si nos persiguiera el mismísimo diablo…
—Junker, aún no sé si me puedo mover…
—Cállate, y no me llames Junker, ahora soy Helga, tu jodida madre. Vas a hacer lo que te he dicho, pequeño Hansi, porque de lo contrario, tu mamá te bajaráaquí mismo los calzoncillos y te dará unos azotes que no olvidarás en tu vida. ¿Lo tienes claro, mi pequeñín?
—Sí, Jun… —Junker apretó su puño contra la espalda de Hans—. Sí, mamá.
—Muy bien, hijito. Vamos allá.
Junker se apartó de él y comenzó a reptar sobre los cadáveres amontonados. Hans lo imitó. Podía moverse. Podía moverse perfectamente. Entonces Hans vio a la chica.
La Blitzmädel de los penetrantes ojos azules estaba de rodillas, sobre sus compañeras, completamente cubierta de sangre. Estaba jadeando, pareciera que quisiera decirle algo a alguna de sus compañeras, pero aunque lo intentaba, ningún sonido salía de su garganta. Aún llevaba sus Gretchen a la espalda, cogidas a una cincha, como si fueran unas alas metálicas. Sus compañeras eran un amasijo de blusas blancas y faldas azules retorcidas.
Hans se detuvo en seco. Dejó de reptar.
Junker también la había visto. Pero seguía reptando.
—Junker, tengo que ir a por ella.
—¡Venga, Hans, hombre! ¡No me jodas ahora! ¡Mírala, le van a volar la cabeza en cualquier momento! ¡Déjala, sería un estorbo para nosotros!
—Junker, lo siento. Tengo que ir a por ella.
—¡Joder, Hans! ¡Nos van a detectar por su culpa! ¡Por su culpa y por todos estos cabrones que no terminan de morirse y siguen gritando! Si esos rusos no estuvieran pendientes de la trinchera, yo mismo les descerrajaría un tiro en el cráneo, para que se callaran. Por lo menos dejarían de sufrir…
—¡No vuelvas a hablar de ellos así, Junker! ¡Son nuestros compañeros! ¡Han dado su vida por…!
—Mira, pequeño Hansi, la selección natural ha dictado sentencia. Tú y yo hemos sido superiores, y hemos sobrevivido. Ellos no. Han perecido como ratas. Además, si no querían terminar así, que se hubiesen quedado en su casa con papá y mamá…
—¿Y ella, Junker? ¡Ella ha sobrevivido!
—¡Joder, Hans! ¡Es una mujer! ¡Nos costará más salir de aquí si cargamos con ella! ¡Ella no podrá correr como nosotros!
—Sabes una cosa, Junker. ¡Que te jodan!
Hans comenzó a reptar hacia la Blitzmädel. Junker hacia el puesto de radio transmisión.
* * *
Hans se arrastró hacia la chica. Cuando estuvo a su altura, la agarró de la falda y la tiró. La chica lo miró sorprendida, con sus penetrantes ojos azules. Tenía cara de estar enferma, como si tuviera mucha fiebre. Hans puso un dedo sobre sus labios en señal de silencio. La chica hizo un gesto afirmativo con su cabeza. Hans extendió su mano. Y la chica la cogió. Comenzaron a arrastrarse hacia el puesto de radio transmisión donde ya esperaba Junker.
Se arrastraban. Se arrastraban entre los destrozados cuerpos de sus compañeros.
* * *
Se sentaron en torno al inútil equipo de transmisión. En total silencio, con la sangre resbalándoles por todo su cuerpo. Aún se escuchaban los gritos y los alaridos. Alguien, en la cabecera de la trinchera, llamaba desesperadamente a su madre. La Blitzmädel de los penetrantes ojos azules no pudo evitarlo y se llevó las manos a los oídos. Intentaba no escuchar. Tenía la mirada perdida en los restos amontonados de sus compañeros, los que hasta unos minutos antes, habían sido ochenta y siete chicos y chicas llenos de vida. Hans observó que a la chica le temblaban las manos.
Enfrente, al otro lado del canal, el desconcierto seguía reinando entre los soldados rusos. Tenían tres carros T-34 totalmente destruidos, fuera de combate, y un buen número de soldados muertos o heridos. Estaban evacuando a estos últimos. Habían posicionado el ISU-152 asesino en la orilla del canal, con su cañón apuntando a la trinchera. Eso era lo que más le dolía a Hans de todo. Que no hubieran podido acabar con él.
En la trinchera, el olor a tripas reventadas y cuerpos descuartizados era insoportable. Un olor que se introducía dentro de uno, y provocaba que picara la garganta.
—Lo que has hecho hoy, Hans, es una barbaridad. Tenemos que llegar como sea al Reichssportsfeld o a alguno de los puentes que defendemos sobre el Havel, como el de Pichelsdorf. Tú allí, podrías liar una buena. Ganarías la Cruz de Hierro, cabrón —dijo Junker.
Ya está. Otro «coleccionista de medallas», pensó Hans. La escoria del Tercer Reich. Estuvo a punto de decirle que a él no le hacía falta ganar una Cruz de Hierro. Que ya tenía una en su bolsillo, la que su hermano Harald había ganado en Rusia combatiendo con las SS. Pero tipos como Junker, eran capaces de matar sólo por conseguir esa distinción y llevarla colgada sobre su cuello.
Hans pensó en Peter, el pobre Peter, preocupado por lo que pudiera pasarles a los Jungvolk y a las chicas. ¿Qué habría sido de él? Al llegar junto a la caseta, vio que sobre el techo había trozos de tela parda, con jirones de piel pegada a ellos. Hans supuso, que eso debía ser todo lo que quedara de Peter. Bueno, el resto debía de estar esparcido por toda la trinchera.
Hans se giró hacia la chica.
—¿Cómo te llamas?
La chica lo miró con sus penetrantes ojos azules, pero no le contestó. Intentó hablar, pero no pudo.
—¿Cómo se llama, Junker? Tú tienes que saberlo, es de los tuyos.
—Y yo qué sé, hacía mucho tiempo que no iba por la sede de Friedenau. No la conozco de nada. Gretl me comentó algo de que había venido una chica nueva de Baviera, a lo mejor es esta. Por eso anoche cantaban esa estúpida canción alpina, se la enseñaría ella a las chicas. Gretl me dijo, que era una chica muy rara, una chica extraña. Normal, si era de Baviera cómo iba a ser…
—Pues tiene agallas, Junker.
—¿Esta? Venga, no me jodas.
—Mira, Junker, cuando estaba…
—Cállate, Hans. Nos vamos. Hay que aprovechar que los rusos están ocupados. Nos vamos arrastrándonos entre todos estos —dijo Junker, con una expresión de asco en su rostro—. Cuando lleguemos al final, echamos a correr. Todo cuanto podamos. De paso nos llevaremos una bolsa de repuestos Panzerfaust. Ya la llevaré yo. Tenemos que alcanzar como sea aquellas casas destruidas. Allí descansaremos y pensaremos lo que hacer. Tú de paso podrás disfrutar con esta. Total, no creo que diga nada.
La chica lanzó una mirada desafiante contra Junker, pero este ni le hizo caso. Ni siquiera la miró.
—Venga, yo saldré primero. Luego tú. Y le das la mano a esta, a la Gretchen. Tenemos que llegar allí como sea, Hans, sólo así, podremos salvar el culo. Tú tira de esta, aunque tengas que arrancarle el brazo. Venga, vamos.
* * *
Hicieron lo que Junker les dijo. Al llegar al final de la trinchera, comenzaron a correr, como no lo habían hecho en toda su vida, como si el mismísimo diablo les persiguiera. Pero nadie les disparó. Aun con todo, ellos siguieron corriendo, hasta que alcanzaron las casas destruidas.
La batalla del canal de Landwehr, como Hans siempre pensó, fue una carnicería. Consiguieron dejar tres tanques soviéticos fuera de combate. Y un buen número de soldados rusos muertos o heridos. Pero para los chicos de las Juventudes Hitlerianas, el balance fue dramático. Ochenta y siete chicos muertos. Sesenta y nueve de Dahlem, dieciocho de Friedenau. Y tres supervivientes. Dos de Friedenau, y uno, Hans Petersen, de Dahlem.
Durante los días 27 y 28, Junker, Hans y la chica a la que llamaban Gretchen, la pequeña Greta, aprendieron muchas cosas en las calles de Berlín. A protegerse de los continuos ataques artilleros. A encontrar refugios seguros, en sótanos y casas abandonadas. En una de estas, hasta tuvieron tiempo de bañarse, lavar su ropa y dormir un poco. Aprendieron a luchar en cualquier posición defensiva, en las barricadas de las calles. Fue como un curso acelerado en el arte de la guerra urbana. Pero no pudieron llegar al Reichssportsfeld, ni a los puentes como el de Pichelsdorf. Al revés, debido al curso de la batalla, se vieron avocados a luchar en esa zona a la que llamaban Citadelle o zona centro, el distrito gubernamental. El único lugar en el que no querían luchar. Porque como siempre dijo Junker, allí se desarrollaría la batalla decisiva, la batalla de verdad. Pero la guerra, les llevó hasta allí. Porque no nos olvidemos, que en la guerra, es esta la que dicta las normas.
Y así, acabaron en un húmedo y oscuro sótano, en las proximidades del Reichstag.
Durante aquellos dos días, los tres aprendieron a vivir entre los muertos. Y a combatir entre las ruinas.