IV

RAGNARÖK

Todo ha terminado. Silenciosa, abandonada, enlutada, rota, Checoslovaquia ha entrado en la oscuridad. No crean que este es el final. Es sólo el comienzo del ajuste de cuentas. Es sólo el primer sorbo de una bebida amarga que nos harán tragar año tras año.

Winston Churchill

El horóscopo de la época no señala la paz, sino la guerra.

Adolf Hitler

Berlín, 9 de noviembre de 1938.

La tarde del 7 de noviembre de 1938, unos meses antes de que Hitler invadiera Checoslovaquia, un joven judío de diecisiete años, Herschel Grynszpan, entró en el consulado alemán de París. Ernst Von Rath, un joven diplomático alemán, tuvo la mala suerte de cruzarse en su camino. El joven judío sacó un arma corta del bolsillo y disparó contra él. Grynszpan, aunque residía en Francia, se había criado en Alemania y había conocido que su familia, concretamente sus padres, estaban entre los futuros deportados que las autoridades nazis querían enviar a Polonia. La madrugada del 8 al 9 de noviembre, Von Rath murió en un hospital de París. La tarde del 9 de noviembre, Kurt y Hans estaban realizando unas compras en el centro de Berlín y no pudieron enterarse, pero la Radio del Reich había anunciado la muerte del diplomático alemán. A consecuencia de eso, esa tarde de noviembre, Hans Petersen iba a ser testigo del inicio de uno de los mayores Progrom de la historia, un frenesí de locura y violencia que el mundo conocería como la Kristallnacht, la noche de los cristales rotos.

Esa tarde, Kurt había recogido a Hans en su escuela de Dahlem. Quería darle una sorpresa a Helga comprándole un vestido, que Hans le había contado, que le había gustado mucho a su madre y que habían visto una tarde que ambos paseaban por la Unter den Linden. Hans tuvo la idea de apuntar en su libreta de escritura el nombre de la tienda, para ir con su padre a comprárselo. Kurt era consciente, que Helga comenzaba a tener un ropero que podía igualarse al de Zara Leander o Christina Söderbaum, las grandes «divas» del cine alemán de la época, ya que prácticamente todos los meses, él acudía a casa con un vestido, unos zapatos o un sombrero nuevo. En realidad, no sabía ya qué hacer con su mujer. Desde que regresaran de Viena, su relación era prácticamente inexistente. Helga se había refugiado en su casa. Casi no salía, permanecía la mayor parte del tiempo en su habitación, no se arreglaba, escuchaba música todo el día y pasaba mucho tiempo en el cuarto de baño, dentro de la bañera, donde Kurt no se atrevía a entrar, para que ella no creyese que se entrometía en su intimidad. Seguía obsesionada con el comportamiento de Hans, un comportamiento que a Kurt le parecía de lo más normal. Helga se negaba a escuchar las noticias, los mítines de los líderes del partido, o los discursos del Führer. Kurt había intentado hablar en más de una ocasión con ella, pero era imposible. Todo terminaba siempre en el mismo punto fijo. Durante la última fiesta nacional del trabajo, Helga se había negado incluso a asistir a la recepción que el Doktor Ley ofrecía a sus empleados en la sede central de la DAF, donde trabajaba Kurt, aduciendo unas de sus habituales jaquecas. Para Kurt, definitivamente, Helga no estaba aceptando los grandes cambios que se estaban produciendo en Alemania. Y quizás, aceptaba aún menos las posiciones fanáticas de admiración por el Führer que tenía Hans, al que siempre se refería como «un niño de sólo ocho años». Sin embargo, Kurt sabía que era precisamente entre los niños y los jóvenes, donde la adoración por el Führer era mayor. Kurt tenía compañeros en la DAF, cuyos hijos militaban ya en el Jungvolk, en las Juventudes Hitlerianas o en la Liga de Muchachas Alemanas, y todos hablaban de ellos como Kurt hablaba de su hijo. Todos ellos profesaban una admiración por el Führer como la que profesaba Hans. Kurt sabía, que entre los niños y los jóvenes alemanes proliferaba la idea de que el Führer estaba creando un mundo para ellos, un mundo donde los niños y los jóvenes arios serían los dueños y señores, porque ellos eran los futuros guardianes del legado. Los niños y los jóvenes sabían que el Führer y todos los líderes del partido eran efímeros, que llegaría un día en que tendrían que abandonar sus responsabilidades al frente de la nación y del movimiento, y entonces, los niños y los jóvenes de hoy serían los hombres del mañana, los nuevos portadores de la antorcha, los que tendrían que continuar el trabajo iniciado, construir el Reich de los Mil Años. Pero Helga no, Helga no aceptaba todo eso. Ella siempre tenía una crítica, una apostilla, una ironía. Kurt recordó, que unos días antes le había comentado que pronto tendrían que comprar el uniforme de Hans para el Jungvolk, dado que este gasto corría a cargo de los padres. Helga en uno de sus comentarios críticos habituales, le dijo:

—Uniformes. Esto es en lo que se ha convertido Alemania. En un país de uniformes.

Kurt guardó silencio. Eso era lo que hacía últimamente siempre que su mujer lanzaba uno de esos comentarios. Guardar silencio, la única manera de no iniciar con ella una agria discusión.

* * *

Hans empezó a escuchar la algarabía en la calle, cuando su padre todavía estaba pagando el vestido que le habían comprado a su madre. Era un griterío ensordecedor, ruido de camiones llenos de hombres vociferantes, alguna explosión, e incluso le pareció escuchar en la lejanía ruido de cristales, cristales que se rompían, que se hacían añicos. Cristales rotos. ¿Habría estallado la guerra? ¿Estarían siendo atacados? Hans se dirigió a su padre:

—¿Qué pasa, papá?

—No lo sé, Hans. Nos vamos a casa, hijo.

Kurt se abrió paso entre las dependientas de la tienda que se habían amontonado en la puerta para ver lo que pasaba. Salieron a la calle. De forma apresurada, cruzaron la calle, buscando el bulevar central de la Unter den Linden. Kurt, llevando a su hijo de la mano, giró sobre sí mismo observando las columnas de camiones, cargados con exaltados vociferantes que recorrían la conocida avenida berlinesa. Kurt había nacido en el centro de Berlín, se había criado allí y allí había vivido hasta que dos años antes de nacer Hans, se habían mudado a la periferia de la ciudad, a Dahlem. Por lo tanto, estuviese en el lugar que estuviese, tenía una orientación exacta de la ciudad. Observó que una de las columnas se dirigía, posiblemente, hacia la zona de la Oranienburgerstrasse. La otra columna parecía poner rumbo hacia la Fasaenenstrasse. Kurt lo comprendió inmediatamente. Las sinagogas. Kurt Petersen en ese momento no sabía por qué, pero toda esa gente exaltada se dirigía hacia las sinagogas de Berlín.

—Vamos, Hans, vamos hacia la parada del ómnibus. No sé lo que pasa hijo, pero toda esa gente se dirige hacia las sinagogas.

Las sinagogas. Hans sabía que las sinagogas eran un lugar parecido a las viejas iglesias donde rezaban los cristianos, sólo que en estas, lo hacían los judíos. Hans sabía por Herr Fritz, que eran antiguos lugares de culto, anteriores al Führer. Pero Hans no sabía por qué toda esa gente tan enfadada se dirigían hacia allí. ¿Qué le habrían hecho los judíos al Führer? ¿Cómo habían conseguido enfadarlo tanto a él y a sus partidarios?

Kurt y Hans permanecieron un buen rato observando las columnas de grandes camiones que recorrían el bulevar de la Unter den Linden. Kurt no entendía el motivo, pero había una enorme ira popular. Una ira popular contra los judíos. Los grandes camiones iban atestados de camisas pardas. Y también de civiles, de muchos civiles. Llevaban grandes banderas del partido que hacían ondear al viento. Y retratos del Führer. Lanzaban todo tipo de acusaciones contra los judíos: perros, asesinos, criminales, escoria… esos eran los insultos más suaves que les dirigían. Había caído la noche. Kurt y Hans corrieron por el bulevar.

Llegaron a la Pariser Platz. Normalmente, esperaban allí al tranvía o al ómnibus que los llevaba hasta Dahlem. Había mucha gente en la parada, la mayoría gente mayor. Parecían asustados. Al fondo, detrás de la Brandenburg Tor, más allá del Tiergarten, en la lejanía, se distinguían más columnas de camiones atestadas de enardecidos simpatizantes del partido. Kurt pensó que podrían dirigirse hacia las tiendas judías de la Kurfürstendamm. Era noche cerrada. Kurt sabía que tendría una buena con Helga por llegar tan tarde con Hans, y además, en una noche como esa. Aunque últimamente Helga no quería escuchar las noticias, supuso que si los disturbios se habían extendido hasta Dahlem, Helga abría puesto la Radio del Reich, se habría enterado de todo y ahora estaría asomada a la ventana esperando que ellos llegaran.

En la puerta del hotel Adlon había un gran número de periodistas, libreta y bolígrafo en mano, tomando notas, intentando hablar con la gente, pero la gente pasaba de largo como si tuviesen mucha prisa, sin detenerse ante ellos. La mayoría de ellos pertenecía a la prensa extranjera, porque el hotel Adlon era habitualmente el lugar de reunión de la prensa internacional. Entonces Kurt escuchó algo. Una señora mayor estaba diciendo:

—Von Rath ha muerto. Ese ha sido el detonante.

Von Rath. El diplomático alemán había resultado herido en un atentado dos días antes, y durante ese tiempo, toda la nación había contenido la respiración esperando que el joven diplomático salvara la vida. Pero no había podido ser. Y el asesino era un judío. No había que ser muy listo para concluir, que en la actual situación, esa noche iba a correr mucha sangre judía, no sólo en Berlín sino en toda Alemania.

El ómnibus llegó. Kurt subió a él llevando a su hijo de la mano.

El trayecto hasta la Leipziger Platz transcurrió con normalidad. Pero fue más allá de esta, en una concurrida calle comercial, donde comenzaron los problemas. Fue en ese momento, cuando Kurt y Hans se convirtieron en testigos presenciales de la ola de violencia indiscriminada que esa noche de noviembre se había desatado en Berlín.

Continuamente, el ómnibus tenía que dar grandes frenazos debido a la cantidad de camiones que se cruzaban en su camino. Kurt tenía que estar sujetando constantemente a Hans, para que este no se cayera. Kurt vio cómo los civiles y los camisas pardas descendían de los camiones que se cruzaban en la calle y la emprendían contra los comercios judíos. Y contra las propiedades judías. Y los hogares judíos. Había grandes hogueras realizadas con los objetos de los domicilios y comercios.

En mitad de la calle había un judío rodeado por un grupo de camisas pardas. Le habían colgado un cartel al cuello que decía: «Yo he matado a Von Rath». Todos le escupían y le insultaban mientras se burlaban de él.

Un poco más arriba, en la puerta de un comercio, un judío con unas grandes barbas blancas estaba tumbado en el suelo en medio de un gran charco de sangre. El hombre no se movía. Algunos civiles, entre ellos una niña de la edad de Hans, le daban pequeños golpes en los pies para ver si estaba vivo. Pero el hombre no daba señales de vida.

En el interior del ómnibus, que ahora avanzaba muy lentamente por la calle, nadie hablaba. O bien miraban hacia otro lado de la calle, o bien miraban hacia el suelo. A Kurt le pareció que algunas personas, sobre todo mayores y en voz muy baja, estaban rezando. En un momento determinado, un hombre mayor que iba sentado junto Kurt, con sus manos apoyadas en un bastón, preguntó en voz alta:

—¿Y la policía? ¿Dónde está la policía?

Nadie contestó. Porque nadie sabía qué contestar.

Kurt pudo comprobar que había también grupos de las Juventudes Hitlerianas y de la Liga de Muchachas Alemanas participando en los linchamientos. Y en los actos de rapiña. Un grupo de chicos de las Juventudes se estaba llevando todos los objetos que podía de una ferretería. Cuando terminó el saqueo, otro joven, este vestido de civil, roció de gasolina el establecimiento y le prendió fuego. Los jóvenes de las juventudes se arremolinaron alrededor del fuego y comenzaron a bailar y a corear uno de sus más conocidos cánticos: La bandera es más que la muerte. El dueño de la ferretería estaba sentado en el suelo, con una gran herida en la cabeza de donde no paraba de manar sangre. Inútilmente, el hombre intentaba contener la hemorragia con un pequeño pañuelo.

A Kurt le pareció que las chicas de la BDM eran casi más crueles que los chicos de las Juventudes Hitlerianas. Casi al final de la calle, había una tienda de telas y sobre la marquesina, un gran cartel que decía «Confecciones Weinstein». Habían sacado a las dependientas a la calle, chicas muy jóvenes, y las habían dejado en ropa interior, haciéndolas desfilar con las fregonas sobre el hombro, como si fueran fusiles. Las chicas de la BDM les lanzaban agua con una manguera que habían instalado en una boca de riego cercana. Era una escena terriblemente humillante.

Al frente de la grotesca formación, marchaba una chica muy rubia con dos grandes trenzas que le llegaban más abajo del pecho. En la fregona que portaba la chica habían colocado una raída sábana negra, que otorgaba a la escena el aspecto de una siniestra procesión medieval. Era tal el silencio en el ómnibus, que Kurt pudo escuchar cómo la joven gritaba:

—¡Dejadme en paz, por favor! ¡Yo no soy judía! ¡Me llamo Inga y soy aria! ¡Yo soy aria!

Una chica de la BDM le propinó una patada en el estómago. La joven rubia de las trenzas cayó al suelo. La chica de la BDM, una joven de aspecto fornido, se agachó junto a ella, le agarró de las dos trenzas y le escupió. A continuación, le golpeó en el rostro mientras le gritaba:

—¿Aria? ¿Que tú eres aria? ¡Tú trabajas para un judío y tu marido es un judío! ¡Eres la vergüenza de la mujer alemana! ¡Fornicas con un judío, eres la puta de un judío y por lo tanto, eres una puta judía!

La chica de la BDM estuvo golpeándole la cara hasta que la joven, llamada Inga, quedó inconsciente con su cabeza en medio de un gran charco de sangre.

* * *

Estas escenas se repitieron durante todo el trayecto hasta Dahlem, y hasta allí, tal como Kurt temiera, también habían llegado los disturbios. Nada más descender del ómnibus, a dos manzanas de su casa, Kurt y Hans comprobaron que la noche olía a humo, y que en su propia calle, las llamas iluminaban los edificios. Habían incendiado la frutería de los señores Lieberman. Ellos, junto a sus hijos, lloraban desconsolados sentados en el bordillo de la calle, mirando hacia el cielo, el oscuro cielo de una noche de noviembre, junto a su negocio en llamas, mientras se preguntaban qué daño le habían hecho a nadie. Pero la noche, no les respondía.

Kurt y Hans vieron entonces a un grupo de las juventudes, que en su propia calle, muy cerca del patio de la casa de la familia Petersen, estaban asaltando la consulta del doctor Weizmann. Los jóvenes habían desplegado las banderas y los estandartes en mitad de la calle, donde un chico de unos doce años tocaba un tambor. Karl, el hermano de Heinz, el compañero y amigo de Hans, y Astrid, su novia, a la que según Heinz se habían «follado» todos los chicos del barrio, aunque Hans nunca había entendido qué significaba eso, dirigían el ataque. Un grupo de chicos cantaban el himno de las Juventudes Hitlerianas, mientras otros, arrojaban por la ventana los utensilios de la consulta del doctor. El matrimonio Weizmann los miraba en silencio desde la calle. Y entonces, sucedió algo.

Hans soltó la mano de su padre y corrió hacia el lugar donde se encontraban los chicos de las Juventudes. Se plantó delante de las banderas y los estandartes, alzó su brazo y realizó el saludo nazi. Karl, el matón, se acercó a él y le dijo:

—Muy bien, Petersen, muy bien hecho. Dentro de poco te unirás a nosotros, y estoy seguro que serás un Pimpf cojonudo. Yo mismo te formaré, incluso, si eres muy bueno, te dejaré que te revuelques con Astrid.

Hans no entendió lo que Karl le quiso decir, pero se echó a reír, porque todos los chicos se estaban riendo y por lo tanto, lo de revolcarse con Astrid debía de ser algo divertido.

Kurt se acercó a su hijo, lo cogió de la mano y se lo llevó de allí.

—Vamos, Hans, tu madre debe de estar muy preocupada.

Cuando entraban en el portal de su casa, Kurt se volvió y contempló la escena. La tal Astrid, que era una joven rubia, alta y muy guapa, el prototipo de chica que el partido solía dibujar en sus carteles propagandísticos, había colocado un pequeño tambor de juguete, uno de esos que vendían en las ferias, al cuello del doctor Weizmann. La chica le gritaba:

—¡Toca, toca el tambor, viejo judío! ¡Toca el tambor, judío de mierda!

La mujer del doctor Weizmann desfilaba detrás de él. Un recogedor de basura era su fusil.

* * *

Cuando entraron en su casa, esta estaba a oscuras. Una música triste y trágica inundaba la estancia. La música procedía del baño de la habitación de sus padres. A Hans le sorprendió escuchar esa música, porque Hans estaba seguro que la había escuchado antes, en algún otro sitio, o quizás no, quizás la hubiera escuchado como ahora, en los discos de su madre. Pero prevalecía en él la sensación de que no, de que la había escuchado en algún otro lugar… ¿en un sueño? Podía ser, fue por eso, que le preguntó a su padre:

—Papá, ¿qué música es esa?

Kurt no era un entendido en música como su mujer, pero esa melodía que salía del baño de su habitación era lo suficientemente conocida como para no reconocerla al instante:

—Es la despedida de Wotan y la música del fuego, de Richard Wagner, Hans. Pertenece a la ópera La valkiria.

Una vez dicho esto, desapareció dentro de su habitación, buscando a Helga. Hans Petersen se sentó en una silla que había pertenecido a la casa de su abuelo y que su madre siempre tenía en el pasillo. Intentaba entender algo de lo que el bajo abaritonado, que daba vida a Wotan, decía en aquella ópera:

¡Adiós, valiente y gloriosa niña!

¡Tú, el más sagrado orgullo de mi corazón!

¡Adiós!

Si debo evitarte, si mi saludo amoroso ya no podrá nunca saludarte; si ya no has de cabalgar más junto a mí, ni servirme aguamiel en la mesa; si debo perderte a ti, a quien amé, tú, deleite sonriente de mi ojo: ¡un fuego nupcial arderá por ti, como nunca ardió por una novia!

Fieras llamas rodearan la roca.

Con miedos abrasadores que atemoricen a los pusilánimes.

¡Huya el cobarde de la roca de Brunilda!

Porque sólo un hombre cortejará a la novia, un hombre más libre que yo, ¡el dios!

El radiante par de ojos

que solía acariciar con una sonrisa

cuando un beso correspondía a tu ansia de combate y, balbuceando como una niña, la alabanza de los héroes fluía de tus amorosos labios.

Este relumbrante par de ojos que a menudo refulgían sobre mí en la tormenta,

cuando el anhelo de esperanza quemaba mi corazón, y yo deseaba deleites mundanos de entre temores que se entretejían.

¡Alégrenme hoy por última vez, con el último beso de despedida!

Sobre un hombre más feliz brillará su estrella,

sobre el desventurado inmortal debe cerrarse al partir.

Así el dios se aparta de ti, así te quita la divinidad. Con un beso.

* * *

Mientras escuchaba la triste historia y la trágica melodía, Hans había fijado su mirada en el cuadro que había sobre la cabecera de su cama. El cuadro de Kara, la valkiria que se enamoró de Helgi, el guerrero. Hans no había comprendido nada de la historia que relataba la ópera de Wagner, pero le daba igual. Al igual que la valkiria de su cuadro, todas esas representaciones eran falsas. Era falsa la imagen de la valkiria de su cuadro, eran falsas las imágenes de las valkiria del libro de Herr Fritz, era falsa la imagen de las valkiria en la ópera de Wagner. Hans nunca hubiera podido explicar el porqué, pero él lo sabía. Sabía que todas esas representaciones no tenían nada que ver con esos seres legendarios. Primero, las valkirias no iban vestidas, porque allí de donde venían no había ropa. Hans sabía que las valkirias eran mitos, y como tales, pertenecían al mundo de los sueños. ¿Quién le había dicho eso? ¿Herr Fritz? No lo recordaba. Pero sí sabía que esos seres emergían de abismos, que quizás, estuvieran en nuestra mente, que pertenecieran a mundos interiores en los que nadie puede penetrar, a los que nadie puede acceder. Lo que Hans no sabía era de dónde le venían todas esas ideas, pero las tenía. Hans sonrió. Todos se equivocaban. Hans sabía que las valkirias parecían chicas normales, pero que no lo eran. Que su cuerpo era un código, cubierto de runas y extrañas inscripciones. Y que de su boca brotaba fuego, una pequeña llama o grandes llamaradas, según su estado de ánimo. O a lo mejor, eran sencillamente como cada uno las queríamos ver. Y Hans no sabía dónde, ni cuándo, pero las había visto, la había visto. Había visto a su valkiria. Él la había estudiado y ella le había entregado algo. Él quería ser un soldado, un soldado del ejército alemán. Un soldado del Führer. Y algún día, en ese lugar donde la gloria le esperaba, le esperaría ella, se encontraría con ella. Ella sería la encargada de subir su alma al Valhalla y evitar así, que su nombre se perdiera en el infierno del olvido. Por eso Hans no les tenía miedo. Por eso sabía, que cuando llegara el momento, se abrazaría a ella. Y penetraría con ella hasta el fondo del abismo. Hasta algún lugar lejano, hasta ese lugar donde residen los mitos y los héroes del nacionalsocialismo.

Aquella trágica noche, mientras en el baño de su dormitorio sus padres mantenían una agria discusión, mientras Berlín y Alemania ardían víctimas de una salvaje ola de violencia contra el pueblo judío, Hans Petersen permanecía allí, sentado en la silla que había pertenecido a la casa de su abuelo y que su madre siempre colocaba en el pasillo, pensando en viejos mitos, en valkirias y en una muerte heroica. Y tomando una decisión.

Las dibujaría. Dibujaría a las valkirias de verdad, para así, en un futuro, cuando otros niños como él observaran los dibujos en los libros de mitos germánicos como el de Herr Fritz, o cuando compraran pequeños cuadros en las tiendas de recuerdos del partido, o cuando miraran las portadas de los discos de Richard Wagner, pudieran ver la auténtica imagen de las valkirias y no la imagen equivocada que aquellos que nunca las habían visto pintaban de ellas.

* * *

La dramática melodía de la despedida de Wotan inundaba la oscuridad de la habitación. Kurt se quitó la chaqueta y la colgó en una percha de brazos. Se había equivocado. Helga no estaba esperándolos asomada a la ventana, ni parecía tener preocupación alguna por ellos. La luz del baño estaba encendida y Helga estaba dentro, en la bañera, como era costumbre en ella en los últimos meses, desde que regresaron de Viena. Tampoco esa noche había cambiado su hábito.

Kurt entró en el baño y se sentó en el borde de la bañera. Helga estaba dentro, con los brazos descolgándole por fuera de la bañera y los ojos cerrados. Sin abrir los ojos, sin mirarlo, se dirigió a él:

—Ya ha empezado, ¿verdad?

—Von Rath ha muerto, Helga. La gente está furiosa. Lo ha matado un judío y han arremetido contra ellos.

—Un hombre ha muerto en París. ¿Cuántos van a morir aquí esta noche, Kurt, en Berlín, en Alemania? ¿Cientos? ¿Miles?

—Es la ira de la gente, Helga. Ha sido espontáneo, hay camisas pardas por las calles y chicos de las Juventudes, eso es cierto, pero la mayoría de la gente es civil, Helga. No tienen nada que ver con el Estado…

Helga se incorporó en la bañera y por primera vez, miró a su marido a la cara:

—Eso es mentira y tú lo sabes, Kurt. Detrás de todo esto está el régimen y el partido, tu partido, para el que trabajas, del que comemos. Tú lo sabes, Kurt. Todos lo sabéis. Siempre lo habéis sabido.

Kurt no contestó. Ya estaban llegando al punto fijo.

—Sólo me gustaría que me contestaras a dos preguntas. ¿Por qué los odiáis tanto? ¿Qué os ha hecho esa pobre gente, Kurt?

Kurt Petersen bajó la cabeza. Clavó su mirada en el suelo del baño.

—Me lo imaginaba. Ni siquiera sabes qué contestar.

Helga se levantó y se dispuso a salir de la bañera. Kurt levantó la vista hacia ella, la observó mientras se secaba con una toalla. Había partes de su cuerpo donde se extendían grandes manchas rojas, como si se hubiera frotado muy fuerte. A Kurt le seguía excitando el cuerpo de su mujer. Aunque Helga había cumplido ya los cuarenta y tres años y había traído dos hijos al mundo, seguía conservando un cuerpo magnífico, mejor que el de la mayoría de mujeres de su edad que Kurt conocía, e incluso mejor que el de muchas chicas jóvenes que trabajaban con él. Era algo genético. La madre de Helga había sido una de las mujeres más atractivas de Berlín, una aristócrata asidua a las grandes fiestas de la alta sociedad y codiciada por los jóvenes más adinerados de la ciudad, pero que al final, se había dejado seducir por un profesor de universidad, bohemio y con ideas socialistas.

Cuando acabó de secarse, Helga se giró hacia él y le lanzó una mirada glacial.

—Kurt, por favor, no me vuelvas a mirar así. Me da asco.

«Sólo le ha faltado decir una cosa», pensó Kurt. «Me das asco, todos vosotros me dais asco».

* * *

Hans no soñó esa noche con lobos, ni tuvo pesadillas. Las escenas que había visto en las calles de Berlín no le habían afectado lo más mínimo; tenía la certeza de que los judíos se lo habían merecido, habían matado a uno de los suyos y el Führer los había castigado. Aquella noche, mientras Hans Petersen dormía placidamente en su casa de Dahlem, las ciudades y las calles de toda Alemania eran testigo de uno de los más bárbaros Progrom de la historia. Lo que Hans y su padre habían visto en las calles de Berlín no era nada, sólo el inicio de un frenesí de sangre y fuego como pocas veces antes se había podido ver. En Berlín, ardieron las sinagogas, como la de la Oranienburgerstrasse y la Fasaenenstrasse. En toda Alemania, ardieron más de doscientas sesenta y siete sinagogas, siete mil quinientas tiendas y propiedades judías fueron destruidas, cientos de judíos fueron asesinados y más de veinte mil, detenidos. Fueron muchos los alemanes que como Kurt, quisieron creer que todo eso pertenecía sólo a una espontánea ira popular; otros muchos, como Helga, siempre pensaron que detrás de todo aquello estaba el partido y el Estado. Pero fuera de una manera o de otra, la realidad es que los jóvenes de las Juventudes Hitlerianas tuvieron esa noche una activa participación en los incendios, los saqueos y los asesinatos. Y ninguno de ellos, cuando regresaran a su casa, después de participar en esa orgía de destrucción, soñaría ni tendría pesadillas. Esas cosas no ocupaban sus sueños. Todo eso formaba parte de un paisaje cotidiano en el día a día de la vida en Alemania: el antisemitismo. Para acciones como esas, habían sido iniciados. Para acciones como esas, estaban siendo formados.

Hans Petersen tardaría casi un año en volver a soñar con lobos, aunque ese sueño, el último, el que cerraría el círculo, el que daría por terminada su iniciación, sería el peor de todos, el más desagradable, el más horripilante, el que forjaría la clave de su trágico destino, el que lo acercaría al borde del abismo, justo en el momento en que el mundo parecía precipitarse hacia él.

Berlín, finales de agosto de 1939.

Durante todo ese año, Hans y su padre estuvieron preparando el momento en que Hans ingresara en el Jungvolk. Todas las tardes, cuando Kurt regresaba de su trabajo en la DAF, Hans y él se dirigían al Grunewald, donde Kurt preparaba a su hijo para que pudiera superar las pruebas físicas. A sus nueve años, Hans se estaba convirtiendo en un chico fuerte, aunque no excesivamente alto, daba la sensación que nunca tendría la altura de su hermano Harald. A Kurt le venía bien salir con el chico y no tener que estar en casa, porque la convivencia con Helga se había convertido en algo insoportable. Compartían techo, mesa y cama. Pero nada más. Incluso con Hans ya no era la misma de antes, ya apenas compartía nada, y el chico se había dado cuenta. En ocasiones Kurt lo veía muy triste, como ausente, solo en la mesa del salón haciendo sus deberes, mientras Helga seguía enclaustrada en su cuarto, ahora, casi todos los días.

La situación que vivía Europa después de la burla de la conferencia de Mu nich, la anexión de Austria y la invasión de Checoslovaquia, era explosiva, y en Helga había generado más preocupación. Kurt pensaba que ella se había despreocupado de la política y de la actualidad, porque en casa se negaba a escuchar la Radio del Reich y siempre que sonaba la melodía que anunciaba el boletín informativo, ella cambiaba el dial y sintonizaba alguna emisora que emitiera música. Sin embargo, lo que Kurt desconocía era que todas las mañanas ella compraba el Deutsche Allgemeine Zeitung, el único diario liberal que se editaba en Berlín, desde que en 1937 desapareciera el diario del que ella había sido ávida lectora desde que los nazis alcanzaran el poder, el Berlíner Tageblatt, diario liberal que aunque de forma críptica o utilizando el humor, se había convertido durante años en el único medio de oposición a la prensa propagandística del Führer. Helga no soportaba el Völkischer Beobachter, el órgano oficial del partido, que Kurt llevaba diariamente a casa y que ella había dejado de leer de forma definitiva después de regresar de Viena. Le repugnaba la figura de su director, Max Amman, y de sus colaboradores como Alfred Rosenberg, el filósofo del partido. Tampoco le gustaban todas las soflamas y la propaganda barata del diario oficial de la DAF, Der Angriff. Durante años, Helga solía acudir todas las mañanas a la cafetería Dorfhaus, donde pedía un café y un bollito de crema, mientras leía el Berliner Tageblatt, que luego arrojaba a una papelera cercana a su casa. Le gustaba especialmente leer los artículos irónicos y críticos con el régimen, envueltos en una delicada prosa, de Paul Scheffer, que se había formado en la prestigiosa escuela de Theodor Wolff, un amigo personal de su padre. Una vez que el Tageblatt desapareció, continuó con su ritual diario leyendo el Deutsche Allgemeine Zeitung, aunque reconocía que su director, Karl Silex, un viejo liberal admirador de todo lo inglés, había acabado cayendo bajo la orbita nazi, y en ocasiones, ella misma se preguntaba sino sería mejor leer el Völkischer, tranquilamente, en el salón de su casa. Pero luego pensaba, que había algo de furtivo en esas mañanas de la cafetería Dorfhaus, algo que le excitaba, algo que la alejaba de su casa y de la asfixiante y opresiva atmósfera nazi que allí se respiraba.

La conferencia de Munich fue el primer momento en que Helga llegó realmente a preocuparse. Helga siempre pensó, que las democracias occidentales servirían como freno a los impulsos imperialistas del dictador alemán. Pero la debilidad, la fragilidad, el ridículo que los gobiernos de Londres y París hicieron en la conferencia bávara ante Hitler y Mussolini, llegaron a desasosegarla. Helga leyó atónita las declaraciones del primer ministro británico, Neville Chamberlain, al llegar a Londres: «Os traigo de Munich la paz, la paz con honor». Helga no lo pudo comprender. ¿Ellos también? ¿Ellos también se habían dejado convencer por el charlatán de feria, por el tahúr del Mississipi? No podía comprenderlo. Helga pensaba que ese mismo día Hitler y sus secuaces estarían recluidos en su guarida de los Alpes bávaros, en el Obersalzberg, riendo a mandíbula batiente ante la ingenuidad de Chamberlain y Deladier, el prémier francés. Él, Adolf Hitler, que quería convertirse en el caudillo de Europa. En el señor del mundo.

Helga no pudo estar más de acuerdo con un político inglés, un político en alza llamado Winston Churchill, cuando este le espetó a Chamberlain en la Cámara de los Comunes: «Usted no ha traído a Inglaterra la paz con honor, usted ha traído la paz de la vergüenza». Los sucesos de Austria y Checoslovaquia le dieron la razón. Hitler no se detendría ante nada, ni ante nadie. Hitler buscaba la guerra, «deseaba» la guerra. Lo había dicho recientemente: «El horóscopo de la época no señala la paz, señala la guerra». Ese era su camino a seguir. Y al final, como en la Gran Guerra, Londres y París tendrían que mandar a sus hombres al frente. Y ella, en esa guerra, había perdido a sus dos hermanos. Y ahora, podía perder a un hijo. Y si la guerra se alargaba, a los dos.

Harald era su mayor preocupación. No lo había vuelto a ver desde Viena, porque Harald estaba siempre de maniobras con su regimiento y escasamente mandaba dos o tres telegramas a casa por mes, casi todos ellos después de haber pasado la censura militar, y siempre, sin desvelar la ubicación de su regimiento. La intranquilidad que habitaba en Helga, lo hacía también en muchos berlineses. Por aquellos días, se percibía una sensación extraña en las calles, la sensación de que la guerra estaba a la vuelta de la esquina. Y esa sensación había impregnado muchos hogares, a muchas familias, a muchas personas.

Para Helga Petersen, esa sensación alcanzó su clímax la mañana del 31 de agosto de 1939. Había sido un verano luminoso en Berlín, el último verano antes de la guerra. Pero aquella mañana había amanecido gris, con grandes nubes negras cubriendo el cielo de la capital alemana. Como si anunciara la incipiente llegada del otoño. U otra cosa.

Aquella mañana, mientras leía el Deutsche Allgemeine Zeitung en la cafetería Dorfhaus, tomando un café y comiendo un bollito de crema antes de hacer la compra diaria, Helga tuvo la sensación de escuchar tambores. Tambores en la lejanía. Tambores de guerra. Helga sabía que esos sonidos eran sólo truenos, ecos de alguna lejana tormenta, una de las últimas del verano. Pero esa sensación, la de escuchar tambores de guerra, persistió en ella durante todo aquel día.

* * *

Hans no había vuelto a soñar con lobos en mucho tiempo. Volvía muy cansado de entrenar con su padre y dormía siempre de un tirón, sin despertarse en toda la noche. Pero un día, el 31 de agosto de 1939, Hans, sin saber por qué, se encontró más inquieto que de costumbre, más nervioso. Como si tuviera un oscuro presentimiento, el presentimiento de que esa noche, los sueños iban a regresar.

Aquella noche tardó mucho en dormirse. Y tal como él se temía, regresaron. Regresaron los sueños y con ellos, regresaron los lobos. El lobo. Y la valkiria legendaria que emergía del oscuro abismo, del torbellino que giraba y giraba y giraba…

* * *

Estaban en un campo, un campo de batalla. Era un amanecer y el cielo, como siempre, volvía a estar rojo. Rojo como una gran bola de fuego. Todos ellos, los niños y las niñas, los chicos y las chicas, desnudos, con sus espadas y sus cuerpos de soldado, sus cuerpos del futuro, estaban formados. El lobo, Freki, con sus ojos fanáticos, diabólicos, los ojos del Führer, los observaba desde lo alto de un risco. Eran cientos, miles. Esperaban, esperaban órdenes. En el otro extremo del campo, había una gruta. Una gruta grande y oscura. Ninguno de ellos quería mirar hacia allí, porque les daba miedo, porque presentían que una bestia grande y monstruosa les esperaba allí dentro, en el interior de esa gruta. Escuchaban sus rugidos. Pese a la lejanía, percibían las grandes llamaradas que brotaban de su boca. Hasta ellos, pese a la lejanía, llegaba su repugnante olor a animal viejo, a animal maligno. Hans pasó su mirada por el afilado y brillante filo de su espada, por los símbolos y las runas indescifrables que la cubrían. Pronunció mentalmente el nombre de la espada, Balmung. Balmung, el nombre de la espada de Sigfrido. Hans Petersen sabía quién se escondía en el interior de esa oscura gruta. Sabía que era Faffner, el viejo dragón, la bestia de leyenda.

En ese momento, ante ellos se abrió el abismo. Pero esta vez era un abismo más grande, un torbellino que giraba más rápido, como si se tratase de una gigantesca rueda en movimiento. Una rueda solar.

La valkiria emergió del abismo. La valkiria que parecía una chica, pero que no lo era. La valkiria que se parecía a Kara, la valkiria que había en el cuadro tras la cabecera de su cama, pero que no lo era, porque claro, esta valkiria, era una valkiria de verdad.

La valkiria se posó detrás del lobo. Y el lobo, mirándolos a los ojos, hablándoles desde sus ojos, desde sus ojos fanáticos, diabólicos, casi translúcidos, les dijo:

—Soldados, ahora tenéis que demostrar vuestra fidelidad en el campo de batalla. Estáis a las puertas de la batalla suprema. Sólo si somos realmente superiores, sobreviviremos, y de lo contrario, si no lo somos, pereceremos. Ha llegado el momento de blandir la espada. El viejo dragón nos espera. No me defraudéis. Demostrad que el mundo es nuestro. Que en verdad, el futuro nos pertenece.

Había llegado el momento de la verdad. El momento de convertirse en soldado. Hans miró la brillante hoja de su espada Balmung. Allí estaban los símbolos y las runas, allí estaban las claves para derrotar a Faffner, la bestia. Pero él no sabía leerlo. ¿Cómo lo iba a hacer? ¿Qué podía hacer él para comprender ese código?

La valkiria voló hacia ellos. Se posó ante los soldados, y se acercó muy lentamente mientras giraba la cabeza con movimientos muy rápidos, observándolos a todos. Uno a uno, realizó ante ellos un extraño ritual. Pero cada uno de ellos llegó a pensar que la valkiria, estaba sola, cara a cara con él. Porque todos eran uno.

La valkiria estaba delante de Hans. Otra vez el intenso olor a naturaleza, el intenso olor a humedad, otra vez los grandes ojos del color del hielo, en cuya retina giraban los torbellinos, le miraban fijamente. Acercó sus manos hacia Hans y extendió hacia él sus largos dedos. Hans no se había fijado en ellos anteriormente, pero ahora lo hizo, porque los extraños símbolos que los decoraban se habían iluminado y se habían convertido en nombres. Hans reconoció algunos de esos nombres, por el libro de mitos germánicos de Herr Fritz, pero de los otros no tenía ninguna referencia. En los dedos de la mano derecha, Hans pudo leer los nombres de Wotan, Fricka, Tyr, Loge, Donner… y en los de la mano izquierda, Rosweisse, Siegrune, Waltraute, Helmwige, Gerhilde…

Uno de los dedos de la valkiria, aquel en el que estaba iluminado el nombre de Tyr, el dios de la guerra, se acercó a escasos centímetros del rostro de Hans. Y ante su sorpresa, de él, de ese dedo, brotó agua. El agua impactó directamente en el rostro de Hans. Era un agua natural, un agua muy fresca, como la que brota de un manantial en lo alto de una montaña. Hans lo comprendió. La valkiria los estaba bendiciendo, los bendecía antes de la batalla. Cuando terminó su ritual y con un rápido movimiento, la valkiria voló hacia el centro del abismo, del torbellino. El agua arrojada por el ser resbalaba por el rostro de Hans. Las gotas que caían de su rostro, estaban formando un pequeño charco a sus pies.

La valkiria extendió los brazos y las piernas. Encima de la brecha, de los labios que delataban su sexo, donde terminaba el grabado de la flor de Edelweiss, donde si hubiese sido un ser nacido de mujer, hubiera tenido el ombligo, pero que no lo tenía, porque era hija de los mitos, se formó un pequeño agujero, que luego fue más grande, y más grande, y más grande. La piel de la valkiria se desgarraba y algo asomaba a través de ese agujero formado en su estómago. Algo grande. Esta vez el ser sangraba, no como sucediera cuando las espadas emergieron de sus manos. Por eso, esta vez, Hans no lo pudo soportar y apartó la mirada.

Cuando volvió a mirar, vio lo que era. Estaba allí, clavado en su estómago. Todo el cuerpo de la valkiria estaba ensangrentado. Era un estandarte. La valkiria chillaba y lanzaba grandes llamaradas de fuego por su boca. Con un rápido movimiento, se arrancó la enseña de su ser.

Una joven que a Hans le recordó a Astrid, la novia de Karl, el hermano de Heinz, la chica a la que se habían «follado» todos los chicos del barrio y que Hans ahora ya sabía lo que significaba, abandonó la formación y avanzó hasta el borde del abismo. Y entonces, la Valkiria hizo algo sorprendente. Voló hacia la chica que se parecía a Astrid, se postró delante de ella, replegó sus grandes alas metálicas, agachó su cabeza y con las dos manos en posición de ofrenda, le entregó el estandarte. La chica, que parecía Astrid, cogió el estandarte entre sus manos. La Valkiria levantó la cabeza. Todo su rostro estaba ensangrentado.

La joven se giró hacia ellos y alzó la enseña. Grandes cuajarones de sangre caían de ella. La negrura de la bandera cubierta de sangre, de la sangre de los mitos, de la sangre de los dioses, contrastaba con la blancura de la piel desnuda de la chica. Hans reconoció inmediatamente el estandarte, pese a las manchas de sangre que lo cubrían: sobre fondo negro, una solitaria runa Sieg blanca. La enseña de las Juventudes Hitlerianas. Ahora ya tenían su propia Bandera de Sangre.

La valkiria alumbró con los haces de luz que emergían de sus manos la cueva del dragón.

Primero, se alzaron los brazos. Después, las espadas. El grito de Sieg Heil! retumbó en el campo de batalla, y entonces, todos, los chicos y chicas, los niños y las niñas, los jóvenes perfectos, los soldados del mañana, corrieron hacia la guarida de Faffner. Se lanzaron hacia la batalla final.

* * *

Hans se despertó sobresaltado. Sudaba, estaba mareado y tenía ganas de vomitar. Eran las 4:45 de la madrugada. Hans Petersen lo desconocía, pero esa hora, era la hora H. En ese mismo momento, el general Gert Von Rundstedt había recibido desde Berlín la orden del Führer de atacar Polonia.

Hans permaneció unos momentos con la mirada clavada en el retrato del Führer. No quería volver a dormirse. Tenía miedo. Pero el cansancio le venció. Volvió a cerrar los ojos. Y regresó la pesadilla, su última pesadilla…

* * *

Estaba bañado en sangre. Caminaba desnudo, completamente bañado en sangre, por una enorme explanada. A Hans le pareció que llovía, una leve llovizna. Una lluvia teñida de sangre. A su alrededor, todo eran piezas militares chamuscadas, destrozadas, ardiendo. Carros de combate inutilizados, hasta le pareció ver un cañón antiaéreo Flack inservible, abandonado al lado de un árbol calcinado.

Cadáveres. Hans caminaba sobre un mar de cadáveres. Los cadáveres de sus compañeros, de niñas y niños, de chicas y chicos, terriblemente mutilados. Sin brazos unos, descuartizados o decapitados otros, algunos carbonizados.

Habían perdido. Habían combatido contra Faffner en una batalla a muerte, pero el viejo dragón les había derrotado. Caminaba con sus compañeros supervivientes, pero estaba cautivo. No tenía su espada. Los soldados de Faffner los conducían al interior de un gran edificio en llamas, mientras les daban latigazos. Hans conocía ese edificio, sabía que lo había visto muchas veces con su padre, pero su estado de destrucción era tan grande, que no lo podía reconocer. El edificio estaba coronado por una gran cúpula, de la que salían grandes cortinas de humo, de un humo muy negro. Sobre el frontispicio, en grandes letras góticas de hierro, se podía leer la siguiente leyenda: Dem Deutschen Volk. «Al pueblo alemán». Hans sabía, que alguna vez había visto ese edificio y leído esa leyenda, pero no recordaba ni cuándo, ni dónde.

Ascendieron por una gran escalinata hacia el interior del edificio, una escalinata llena de cadáveres desmembrados. Mientras subían por la escalinata, Hans observó que en las columnas habían escrito con sangre una palabra: Ragnarök. Hans sabía muy bien lo que significaba, había leído esa palabra muchas veces en el libro de mitos germánicos de Herr Fritz. Ragnarök, el crepúsculo de los dioses. Estaba asistiendo al fin de la era de los dioses, de los héroes, de los viejos mitos.

Entraron al interior del edificio. A un lado estaba Faffner, victorioso, rodeado de sus soldados infrahumanos. Hans no lo quiso mirar. Le daba miedo, le aterraba tener que mirarlo. Al otro lado yacía el lobo, Freki. Estaba muerto. Hans no pudo soportarlo. Empezó a llorar.

Había abiertas grandes heridas en el cuerpo del lobo, de las que manaban cataratas de sangre. Los soldados de Faffner obligaban a los jóvenes perfectos a bañarse en la sangre del lobo, si querían conservar la vida. Hans vio cómo chicos y chicas como él eran obligados a bañarse en la sangre del lobo. Y se producía la transformación. Los cuerpos de soldado daban paso a los cuerpos vulgares, a cuerpos como los de sus padres.

Hans no estaba dispuesto a eso, no consentiría nunca perder su cuerpo de soldado. Había luchado toda su vida para tenerlo, y nada, ni nadie, se lo arrebataría. Prefería morir, a vivir con indignidad. Hans salió de la formación y para su sorpresa, nadie se lo impidió. Los soldados de Faffner se limitaron a mirarlo. Hans, haciendo acopio de un gran valor, miró a Faffner, al viejo dragón. Ya lo había visto en la gruta. Era tan terrorífico, tan aterrador, que muchos de sus compañeros murieron sólo al verlo. El dragón abrió una de sus múltiples bocas, llena de miles de pequeños dientes afilados, y le dijo algo así como:

—Es tu elección.

Hans caminó hacia la puerta de salida del edificio. Pero antes de abandonarlo se giró, y por última vez, miró en dirección al lobo que yacía muerto. Y podría haber jurado que el lobo le estaba sonriendo.

Salió al exterior del edificio. El cielo rojo y la gran explanada habían desaparecido. Había un triste y gélido cielo gris. Ahora, todo lo que antes era la gran explanada, se había convertido en un abismo. Pero era un abismo distinto, diferente. No era el torbellino que giraba y giraba. Era un abismo intermitente, mortecino, moribundo.

Mientras descendía por la escalinata cubierta de cadáveres, la vio. La valkiria se arrastraba hacia el borde del abismo, dejando en el suelo un reguero de sangre. Hans comprendió que estaba herida, e intentó acercarse a ella. Era muy difícil, porque del interior del abismo brotaba ahora una especie de viento huracanado, como el que antecede a una gran tormenta. Hans, luchando contra ese viento, se acercó a la valkiria y la contempló. Tenía las alas metálicas rotas, una de ellas literalmente arrancada. De esa herida en su espalda salían nervios, venas… Su casco estaba destrozado, y de él manaba sangre. Su larga melena dorada, tan dorada como su casco y sus alas, estaba quemada. De su boca no brotaba ya fuego, solamente un espeso humo negro. Y sus ojos del color del hielo, con sus retinas convertidas en dos torbellinos, eran ahora dos cuencas vacías y oscuras. Su piel, blanca como la nieve de la montaña, había adquirido ahora un color azulado. Los símbolos y las runas estaban desapareciendo. Hans lo comprendió. La valkiria legendaria se estaba muriendo. Había comenzado a morir en el mismo momento en que había muerto el lobo. Era todo un mundo el que moría con él. El lobo la había rescatado del olvido, del ostracismo y ahora, la valkiria regresaba a ese oscuro mundo del olvido.

La valkiria miró con sus ojos vacíos a Hans y levantó la mano en dirección al edificio que ardía a sus espaldas. Abrió su boca. Lentamente, de ella salió un gorgojeo, como si quisiera hablar, como si quisiera decir algo. Y ante la sorpresa de Hans, lo dijo:

—Ragnarök.

¿Lo había imaginado? ¿Era posible? ¿Había hablado la Valkiria con voz humana?

—Lo sé —contestó Hans.

La valkiria lanzó un chillido, un enorme y salvaje chillido, un chillido que Hans imaginó, que debía de ser como el que describía el libro de mitos germánicos de Herr Fritz, el chillido de las sirenas que quedaban varadas en el Rin.

La otra ala de su espalda cayó. Y el casco. Y en el lugar donde se encontraba este, creció un pelo rubio, muy largo. Las oscuras cuencas de sus ojos se convirtieron en dos hermosos y penetrantes ojos azules. Su piel, todavía muy blanca, tomó un color terrenal. Y la valkiria legendaria quedó convertida en lo que realmente era. Una niña. Una niña sólo un poco mayor que él, desnuda, temblorosa, asustada, que buscaba con su mano, la mano de Hans.

Y Hans le tendió su mano. Y juntos, luchando contra el viento huracanado, se arrojaron al abismo. Y el abismo los engulló.

Caían. Y siguieron cayendo, siempre, para siempre, porque el abismo no tenía ni tiempo ni época, ni pertenecía a este mundo, ni a cualquier otro, porque el abismo, pertenecía a lo eterno. Y en la eternidad el tiempo está detenido.

* * *

Hans abrió los ojos. Había amanecido un nuevo día. El círculo se había cerrado definitivamente. Era hora de poner en práctica todo lo visualizado, todo lo aprendido. Sin él saberlo, Hans Petersen había descifrado el código de su vida, su presente y su futuro. Había descifrado la naturaleza de su existencia. Y el reloj que un día le fuera inoculado en el interior de su cerebro, con una sola mirada, proseguía su trágica e implacable cuenta atrás. Pero esa cuenta atrás no era sólo para él. Como Hans Petersen estaba a punto de descubrir, era la cuenta atrás de toda una nación que se avocaba, sin ninguna posibilidad de cambio, hacia la hora cero de su existencia.

Hans se incorporó en la cama. Percibió que había luz en el salón. A través del resquicio abierto de la puerta de su habitación, al final del pasillo, se podía ver el salón. Vio que sus padres estaban sentados en la mesa, muy serios, con la mirada clavada en el aparato de radio. Escuchaban la Radio del Reich. Hans se volvió a dejar caer en la cama. Dirigió su mirada hacia el retrato del Führer. Y sonrió. Sonrió, porque sabía que sus padres estaban escuchando lo mismo que estaba escuchando él.

Por orden del Führer, comandante supremo de las fuerzas armadas, la Wehrmacht ha asumido la protección activa del Reich. En cumplimiento de la misión encomendada, para poner freno a la potencia polaca, esta mañana, unidades del ejército alemán, han pasado al contraataque en las fronteras entre Alemania y Polonia. Grupos de la Luftwaffe han emprendido el vuelo con la misión de atacar objetivos militares en Polonia. La marina de guerra ha asumido la protección activa del mar Báltico.…

Era 1 de septiembre de 1939.

Había estallado la Segunda Guerra Mundial. La guerra que lo destruiría todo. La guerra que los destruiría a todos.