I
LOS OJOS DEL LOBO
A estas horas dejan ya la ciudad decenas de militantes del partido. Mientras aún evocan el congreso en su memoria, otros ya empiezan a preparar la próxima convocatoria. Y de nuevo las gentes vendrán y se irán, y en cada nueva ocasión saldrán emocionadas y entusiasmadas. Pues la idea y el movimiento son la expresión viva de nuestro pueblo. Y por lo tanto, un símbolo de lo eterno.
Adolf Hitler
Toda la educación debería estar concebida de manera que las horas libres de un muchacho puedan consagrarse al saludable ejercicio de su cuerpo. Un niño no tiene derecho, a vagar ocioso por las calles, provocando disturbios y embadurnando las fachadas de las casas; concluida su faena diaria, deberá dedicarse a curtir su joven cuerpo de suerte que la vida no lo sorprenda débil y desprevenido cuando necesite luchar por la misma.
Adolf Hitler
Núremberg, congreso anual del Partido Nazi. Septiembre de 1936.
El tren de la Reichbahn llegó a la estación central de Núremberg a primera hora de la mañana. Era uno de los miles de trenes que la Reichbahn había fletado desde Berlín para trasladar a los invitados al congreso del partido. Para Hans, un niño de seis años, el viaje había sido largo y pesado. Pero no se había quejado. Primero, porque era un niño disciplinado que no quería molestar ni enfadar a sus padres. Y segundo, porque la ilusión por llegar a Núremberg era tan grande, que ni siquiera pensó en que el viaje pudiera ser largo y pesado. Para Hans este viaje suponía la primera vez que salía de Berlín. Y además, ¡a Núremberg! ¡A Baviera!
Nada más salir de la estación, el pequeño Hans se sumergió en otro mundo. Porque el Núremberg de 1936 era eso, otro mundo. Hans se giró hacia la fachada central de la estación, que estaba cubierta por una enorme bandera roja con una gigantesca esvástica negra dentro de un disco blanco. Cuando se giró, no pudo por más que abrir la boca. Gente. Pero más gente, de la que Hans hubiese podido ver en toda su vida. Y uniformes. Uniformes pardos, verdes, grises y negros. Uniformes de las SS y de las SA, de las Juventudes Hitlerianas y de la Liga de Muchachas Alemanas. De la Wehrmacht o como el que llevaba su padre Kurt, de funcionarios del partido. Y eso, volvía loco a Hans. Porque Hans soñaba con vestir de uniforme. Porque quería ser soldado. Soñaba que de mayor sería un miembro de la Wehrmacht, o mejor, como era su hermano Harald, de las SS. Aunque Hans sabía que nunca podría ser como su hermano, porque este era perfecto en todo, demasiado perfecto.
Al mirar hacia el frente, Hans vio la inmensa mole oscura y tétrica de una construcción medieval.
—Esa es la König Tor, Hans. Por la puerta que ves debajo, se entra en la ciudad. Luego iremos allí, hijo, pero lo primero es instalarnos —le explicó Kurt.
Su madre aprovechó ese momento para colocar bien su pequeña corbata y arreglarle el abrigo negro que le había comprado una semana antes en los almacenes KaDeWe. Aunque la capital de Franconia los había recibido con un luminoso cielo azul, el implacable otoño bávaro provocaba que soplara un viento fresco. A Hans le molestaban esos gestos de su madre. Eran gestos que no se hacían a los niños, que más tarde, serían soldados. Además, él no tenía frío, no comprendía por qué su madre tenía que abrocharle el abrigo.
Hans y sus padres cogieron las maletas y se dirigieron hacia la parada del tranvía. Kurt Petersen, su padre, era un hombre alto, delgado, de una constitución más bien débil. Kurt era funcionario del Deutsche Arbeitsfront, el Frente del Trabajo Alemán, al que todo el mundo conocía más simplemente por las siglas DAF. Siempre iba un poco acelerado, como ahora con las dos maletas. Y tenía tendencia a sudar y a que se le empañaran las gafas, porque Kurt siempre llevaba gafas. Su padre era un nazi convencido. Siempre había votado al Partido Nazi y creía que el Führer tenía grandes planes para Alemania y que los sacaría de la miseria y la humillación en que los había sumergido la República de Weimar. Detestaba a los socialdemócratas, a los católicos, a los judíos, a los comunistas y a los socialistas, y en eso, chocaba con su mujer, porque aunque nunca lo nombraran, el abuelo materno de Hans, fallecido el pasado invierno, había sido un viejo socialista.
Helga Petersen, la madre de Hans, era una mujer «imponente» en palabras de su padre. Y realmente lo era. Ahora, Hans la veía caminar de manera elegante hacia la parada del tranvía, con un precioso vestido blanco y negro, que Kurt le había comprado en una de esas lujosas tiendas de la Kurfürstendamm y con un sombrero a juego, de esos que tenían una pluma azul como tocado. Era más bien delgada, con una preciosa melena rubia y unos grandes ojos de color azul turquesa. Kurt solía decir que Helga era el estereotipo de la perfecta mujer prusiana. Era una mujer seria, más bien callada, sin embargo tenía una gran comunicación con Hans, sobre todo, a través de los ojos. Aunque Hans era un niño serio y disciplinado, como niño, tendente a las trastadas. Cuando cometía una de estas, Hans solía mirar a su madre y ella le desaconsejaba la acción, con su mirada dura y fría. Pero en otras ocasiones, también las aprobaba con lo que su mirada terminaba en una amplia sonrisa. El lenguaje de los ojos. A Hans le gustaba emplearlo, casi tanto o más que el hablado. Hans Petersen no era el tipo de niño hablador, si no más bien el tipo de niño observador. A Hans le gustaba mirarlo todo, observarlo todo, incluso podría decirse, que para su corta edad, había desarrollado un rico mundo interior. El lenguaje de los ojos formaba parte de ese mundo. Esa era una de las cosas que le agradecería eternamente a su madre, que le hubiera iniciado en el lenguaje de los ojos. Años más tarde, en otra época, en otra vida y bajo otro cielo, lo volvería a hablar con otra chica. Una chica que lo miraría con unos penetrantes ojos azules desde el fondo de una oscura trinchera.
Hans volvió a mirar a su madre. Se sentía orgulloso de ella. Pero durante esos siete días que iban a pasar en Núremberg, la relación con su madre cambiaría. Algo entre ellos dos iba a cambiar quizás para siempre. Porque a Hans, lo iba a cambiar mucho esa visita a Núremberg. Lo iba a cambiar de una manera determinante.
* * *
Cogieron el tranvía en dirección a la Regensburgerstrasse, a las afueras de la ciudad. Allí, el Frente Nacional del Trabajo había construido catorce edificios de viviendas y un edificio comunitario para trabajadores y funcionarios, donde Hans y sus padres se alojarían mientras durara el congreso.
—Nuestra residencia te va a gustar mucho, Hans —le dijo su padre—. Está muy cerca de donde se van a celebrar los actos más importantes del congreso. Podremos ir al encuentro del Führer con la juventud, al homenaje a los caídos, a la consagración de las banderas y estandartes, e incluso si te portas bien, tu padre te llevara a la noche del fuego…
—¿La noche del fuego, papá? ¿Harán hogueras y llevarán antorchas?
Kurt pasó su mano sobre la cabeza de Hans, alborotando su pelo. Todo el mundo lo hacía siempre.
—Sí, hijo…
—¿La noche del fuego? ¿Ese no es el acto de la directiva política? —dijo Helga lanzando una fría mirada a su marido. Helga iba sentada en el asiento frente a ellos en el interior del atestado tranvía.
—Sí, Helga, es la noche…
—Hans es demasiado pequeño para asistir a un acto que termina a altas horas de la madrugada, Kurt. A ese tipo de actos no asisten los niños…
—Me las arreglaré para que el chico venga, Helga. Quiero que durante estos días la fiebre del nacionalsocialismo entre en él. Es una experiencia única. Una experiencia que el chico no olvidará en toda su vida. Espero que tú no lo estropees, Helga.
Helga no contestó. Desvió la mirada hacia la calle a través de la ventanilla del tranvía. Frunció el ceño y guardó silencio. Últimamente lo hacía mucho.
Todas esas cosas que le decía su padre le parecían muy bien, pero lo que realmente él quería ver era el desfile. Porque Hans quería ser soldado. Y los soldados desfilarían esa misma tarde ante el Führer. Y él estaría allí y además vería desfilar a su hermano Harald. Unos meses antes, Harald había enviado a sus padres los pases para que pudieran ver desde la tribuna de invitados todos los actos en los que él participaría. Harald servía en la Sturmbann 1, Standarte Germania de las SS. Junto al SS-VT Standarte Deutschland y el Leibstandarte Adolf Hitler, la guardia personal del Führer, eran las primeras unidades de combate de las SS armadas, las que con el tiempo, se convertirían en las temidas y admiradas Waffen SS. Kurt le había explicado a Hans, que durante el congreso, el Führer consagraría el estandarte del regimiento de su hermano, y que el próximo noviembre, en una ceremonia en Munich a la que también asistirían, el regimiento de Harald haría el juramento de fidelidad. Juramento de fidelidad, ¡qué bien sonaba!, esas eran las cosas que le gustaban a Hans. Por eso quería ser soldado. Lo malo era que la fuerte disciplina a la que Harald estaría sometido, le impediría ver a sus padres y a su hermano. Desde que Harald ingresó en la base de su regimiento en Radolfzell, a las afueras de Hamburgo, Hans tan sólo había podido ver a su hermano de forma esporádica, durante escasos permisos de fin de semana. Y eso a Hans le dolía, porque si él quería a alguien en el mundo, era a su hermano.
* * *
Descendieron del tranvía. Hans pudo ver por primera vez el lugar en el que se alojarían durante el congreso. Y volvió a abrir la boca. Rodeadas de abetos, había un gran número de casas típicas de Franconia, con sus tejados de pizarra en forma de triángulo. En el centro se veía un edificio gris, bastante más feo, de tipo funcional. Estaba cubierto con enormes banderas con grandes esvásticas y lemas del partido.
—¿Dónde nos vamos a alojar, papá, en esas casas tan bonitas?
—No, hijo, esas casas son para los trabajadores. Nosotros nos alojaremos en el edificio del centro.
En la cara de Hans se dibujó un rictus de gran desilusión. Miró a su padre, que sonriendo, estaba mirando a su madre.
—Ya ves, Helga, esto le hubiera encantado a tu padre. En la nueva Alemania, la categoría de los trabajadores está muy por encima de la de los funcionarios.
Pero Helga no sonrió. Apretó más fuerte la mano de su hijo y continuó caminando.
Caminaron hacia el edificio. Desde algún lugar, llegaba el sonido de tambores lejanos. Hans sabía que se trataba de los chicos de las Juventudes Hitlerianas, que se preparaban para el desfile del día siguiente. Hans lo sabía, porque en numerosas ocasiones los había visto desfilar por las calles de Berlín con sus grandes tambores. Hans tocaría uno. Todavía no tenía la edad, pero pronto cumpliría siete años y sólo le faltarían tres para poder ingresar en el Jungvolk, la rama infantil de las Juventudes. Lo sabía, porque su padre se lo había prometido y le había dicho, que ese era el primer paso, el paso imprescindible para poder ser soldado.
Dentro del edificio, todo parecía más acogedor de lo que se veía desde fuera. La melodía y los coros de la Procesión de Lohengrin, de Richard Wagner, que salía de cuatro grandes altavoces que habían colocado en las cuatro esquinas de la sala de recepción, los recibió. Posiblemente sería una emisión de la Radio del Reich. Eso sucedía ahora en todos sitios, entraras donde entraras, fuera un edificio oficial, un banco o un comercio, la presencia de la Radio del Reich era omnipresente. En algunas ocasiones, cuando se iba a ofrecer una noticia de relevancia o un importante discurso, sonaba una alarma y todo el mundo corría hacia la radio. El resto del tiempo se ofrecía música, principalmente, música clásica.
Lo primero que Hans observó, era que todos llevaban el mismo uniforme que su padre, incluso las dos chicas que estaban detrás del amplio mostrador de la recepción. En cuanto los vieron, las dos chicas levantaron el brazo casi al unísono y gritaron, ¡Sieg Heil!
—¡Sieg Heil! —contestó su padre, mientras su madre se limitaba a hacer un vago gesto—. Somos Herr y Frau Petersen, de Dahlem, Berlín. Venimos con el niño…
Pero cuando Kurt se giró para presentarlo, Hans ya había desaparecido.
* * *
Hans había descendido por unas pequeñas escaleras y había entrado en un amplio comedor. Era un comedor que mezclaba el estilo funcional con el tradicional, porque al fondo se podía ver una pequeña Biersaal. Las camareras iban vestidas con el traje tradicional de Franconia, aunque eso sí, sobre el brazo izquierdo portaban el brazalete del partido con la esvástica. Lo que a Hans más le llamó la atención de la sala, fueron dos enormes cuadros del Führer que decoraban dos de las tres paredes del comedor. Sorteando a las camareras, que a esa hora ya servían las primeras comidas, se acercó a los cuadros. En uno, se veía al Führer de pie, con su uniforme pardo y llevando entre sus manos la bandera del partido con la esvástica. Detrás de él, se distinguían legiones de uniformados, todos con banderas, y por encima de él, en el cielo, una enorme luz que se abría paso entre las nubes, y la figura imperial y majestuosa de un águila. Bajo la figura del Führer, Hans pudo leer, como lee un niño de seis años, Es lebe Deutschland! (¡Viva Alemania!), y debajo, el nombre del autor: K. Stauber.
Como sus padres no lo llamaban (debían de seguir haciendo los trámites), Hans se dirigió hacia la pared donde se encontraba situado el otro cuadro. Y este le gustó más, porque era de soldados.
En el cuadro se veía un campo de batalla, donde un soldado herido o muerto reposaba sobre los brazos de un camarada. Del campo de batalla, se elevaban los fantasmas de los soldados muertos. Atravesando las nubes, los fantasmas llegaban a un templo coronado por una gran esvástica.
Con la cabeza girada hacia un lado, Hans permaneció largo tiempo contemplando el cuadro. Sabía que algo faltaba en él (lo sabía porque él había leído una y mil veces el libro de mitos germánicos que les había hecho comprar Herr Fritz). Hans sabía lo que significaba ese templo al que se dirigían los fantasmas de los soldados muertos (lo sabía porque había leído una y mil veces el libro de mitos germánicos que les había hecho comprar Herr Fritz), pero allí, en aquel cuadro, faltaban los seres que transportaban las almas de los soldados muertos al Valhalla. Él lo sabía. Bajo el cuadro, Hans pudo leer el nombre de la pintura: «Visión de grandeza». Y el nombre del autor: Richard Spitz.
Mientras dejaba atrás el cuadro, Hans pensó, que el problema de ese tal Richard Spitz tenía que haber sido no leer el libro de mitos germánicos que les había hecho comprar Herr Fritz. «Sí, ese ha sido su problema», se dijo Hans para sí mismo.
La Biersaal del fondo del local era toda de madera. Sobre las paredes, habían cabezas disecadas de animales, como ciervos, corzos, e incluso un oso. Debajo de la cabeza del oso, unos hombres con uniformes de la DAF bebían grandes jarras de cerveza. Los hombres lo miraron y le sonrieron. En ese momento, Helga apareció en el comedor y lo llamó. Hans corrió a su encuentro.
* * *
Tras subir unas grandes escaleras, llegaron a la zona de apartamentos. El suyo estaba en la segunda planta. A Hans le llamó rápidamente la atención que todos eran iguales. Sobre la puerta había una corona floral y en medio de ella, un retrato del Führer.
Entraron en el apartamento. Era muy pequeño, sólo un poco más grande que la habitación de un hotel. Olía muy bien, a limpio, como si estuviera recién arreglado. Repartidas en jarrones por toda la estancia, habían colocado flores frescas. En los últimos tiempos, desde que el proyecto «embellecimiento en todas partes» se había puesto en práctica, la presencia de las flores se había convertido en obsesiva en Alemania. Las ventanas de las casas, las calles, los restaurantes, los edificios públicos, los puestos de trabajo… las flores estaban por todas partes.
Los muebles eran sencillos, funcionales, pero muy bien cuidados. En el fondo había una cama grande, la de sus padres, y en horizontal a esta, una más pequeña que Hans dedujo que era la suya. Enfrente de su cama se encontraba el baño, y a un lado, una ventana. El baño estaba perfectamente equipado con ducha, lavabo… pero pronto comprobaron que la puerta no podía cerrarse bien, estaba medio atrancada.
Helga Petersen se sentó al borde de la cama. El detalle de la puerta del baño no le había hecho ninguna gracia. Ella era una mujer tradicional, educada en unas condiciones muy diferentes a las que ahora le estaba tocando vivir. Educada a la «vieja usanza». En su casa de Dahlem, Hans y su hermano Harald tenían prohibido entrar en la habitación de sus padres sin tocar antes a la puerta, y menos, si ella no estaba aún arreglada. Como toda buena Frau prusiana, Helga Petersen era muy reservada para sus cosas. Kurt y ella tenían incluso el cuarto de baño dentro de su habitación, mientras que Hans y Harald compartían uno en el pasillo, al lado de sus habitaciones. Por todo eso, a Helga, la idea de tener que compartir su intimidad durante siete días con un niño de seis años, no le gustó nada, aunque ese niño fuera su hijo.
—Este lugar no me gusta nada, Kurt —dijo Helga.
—Pues a mi me parece perfecto, Helga —contestó Kurt mientras miraba toda la habitación.
—Habías dicho que era un apartamento. No un cubículo.
—No te pongas pesada. Son sólo siete días…
—¿Y la puerta del baño, Kurt? Por lo menos, podrías pedir que la arreglaran…
—No te preocupes por eso, Helga. Podrás arreglarte tranquilamente por las mañanas, antes que Hans se despierte.
* * *
Mientras sus padres discutían, Hans corrió hacia la ventana, la abrió y se asomó a ella. Desde allí, se podía ver una gran extensión de abetos, y entre ellos, las pequeñas casitas de los trabajadores. Toda la ventana estaba rodeada de guirnaldas de flores, y una gran bandera del partido se descolgaba por toda la fachada. Hasta allí, llegaba también el sonido de los tambores lejanos, los tambores de los chicos de las Juventudes Hitlerianas que se preparaban para su encuentro con el Führer del día siguiente. Hans cerró la ventana y se dirigió hacia la cama de sus padres.
A ambos lados de la cama, había dos pequeñas mesitas de noche. Y sobre ellas, dos libros. Hans cogió uno de ellos. La cara del Führer lo miró directamente. Debajo de la cara del Führer, había unas hermosas letras góticas en rojo brillante que formaban dos palabras: Mein Kampf. Era el libro del Führer. Su padre solía leerlo muy a menudo y le había comentado que, en un futuro, él también tendría que leerlo. Pero Hans era muy pequeño todavía, ni para poder leerlo ni mucho menos entender lo que decía. Hans ya había comenzado a trabajar con el libro alemán de lectura, que su profesor Herr Fritz les había obligado a comprar en el colegio de primaria al que asistía en Dahlem. Ese mismo verano, Herr Fritz les había aconsejado comprar el libro sobre la historia de los mitos germanos, que se había convertido en el amigo inseparable de Hans. Hans iba con él a todos sitios, lo leía y lo releía mil veces. Hasta había conseguido aprenderse los poemas épicos de memoria.
Hans volvió a fijarse en el rostro del Führer. A Hans le gustaba ese rostro. Era un rostro duro, de guerrero, de soldado. Le gustaba ese corte de pelo militar y el flequillo. Él mismo lo llevaba, antes de viajar a Núremberg, su padre lo había llevado a una peluquería de Berlín y le habían cortado el pelo al estilo de los chicos de las Juventudes Hitlerianas: muy corto por la nuca y por los lados, y con un gran flequillo que caía sobre el lado izquierdo de su frente.
Pero lo que a Hans más le gustaba del rostro del Führer, eran los ojos. Aunque también reconocía que era lo que más le asustaba de él. Eran unos ojos profundos y despiadados, unos ojos fanáticos. Eran como los ojos de un lobo. A Hans le recordaban a los ojos de Freki, uno de los lobos que junto al águila y los cuervos siempre acompañaban a Wotan, como aparecían en una ilustración del libro de mitos germánicos que tanto le entusiasmaba. Herr Fritz, su viejo profesor, que era miembro de la Liga de Profesores Nacionalsocialistas, les había dicho que ese rostro era el que debía reconocer todo niño que quisiera ser un buen alemán. Y Hans quería ser precisamente eso, un buen alemán.
En ocasiones, desde su pupitre en la clase de su escuela de Dahlem, Hans se quedaba largo tiempo mirando el rostro del Führer que, amenazador, les observaba desde encima de la pizarra. Hans recordó que una vez Rudi, su compañero de pupitre, le había comentado:
—Sabes una cosa, Hans, a veces tengo la sensación de que esté donde esté, los ojos del Führer están clavados en mí. Como si se moviesen, como si me siguieran. ¿Tú no has tenido esa sensación, Hans?
Ese día, Hans no le contestó. No le dijo nada. Porque Rudi tenía razón; él había tenido la misma sensación. Muchas veces, todos los días.
Mientras observaba el rostro del Führer, Hans no paraba de tararear una canción que Herr Fritz les había enseñado, y que todos los niños cantaban por las mañanas antes de empezar la jornada escolar:
Adolf Hitler es nuestro salvador, nuestro héroe.
Él es el ser más noble de todo el mundo.
Por Hitler vivimos.
Por Hitler morimos.
Nuestro Hitler es nuestro señor,
quien ordena las reglas del nuevo mundo.
Giró la cabeza y buscó el rostro de su madre. Le sonrió. Pero sin embargo, ella no lo hizo. Puso un gesto duro, y siguió colocando sus vestidos en el armario. Hans no comprendió esa actitud de su madre. Supuso que era una forma de reprenderle por perder el tiempo mirando el libro del Führer.
Hans dejó el libro y comenzó a deshacer su pequeña maleta. Hans era un niño excesivamente ordenado. Conforme deshacía su pequeña maleta, iba guardando su ropa en el armario, por estricto orden de colores. Muchos años más tarde, entre las ruinas de una sangrienta batalla, alguien lo observaría limpiando la Cruz de Hierro de su hermano, concedida a título póstumo, y abrillantando la armónica que le regalara su padre, echando sobre ella vaho de su boca y frotándola con su pañuelo de las Juventudes Hitlerianas. Ese alguien, pensaría al verlo: «He ahí un caso extremado y fanático del famoso sentido de la pulcritud y el orden alemán».
* * *
El desfile. El Führer había llegado a la ciudad y esa tarde sería el desfile, el momento más esperado por Hans. Para él, fue el momento más emocionante de su corta vida. El que nunca olvidaría. Desde el momento que junto a sus padres, cruzó por debajo del arco de la König Tor, Núremberg se desplegó ante él como una ciudad de cuento, de fantasía. Era el lugar más bonito que jamás hubiera visto. No es que Dahlem y Berlín no le gustaran, de hecho, le gustaban mucho. Le gustaba su barrio, lleno de bonitas casas alineadas a ambos lados de la calle, donde vivían muchos de los Prominenten, los hombres más importantes del partido del Führer. Aunque todo había que decirlo, la parte donde él vivía, el Hof, tenía mucho menos encanto. También le gustaba cuando sus padres lo llevaban al centro, a Berlín, y podía ver las grandes avenidas, como la Unter Den Linden o la Kurfürstendamm, decoradas con las grandes columnas blancas coronadas por el águila del Reich, y las banderas del partido que se desplegaban por las fachadas de las casas. O los días que sus padres lo llevaban a pasar el día en los grandes parques de la ciudad, como el Tiergarten o el más cercano a su casa, el Grunewald… pero aquella ciudad, Núremberg, en aquella preciosa y soleada tarde de septiembre, bajo aquel intenso cielo azul, lo cautivó desde el principio. Los tres miembros de la familia Petersen ascendieron por la Königstrasse, camino de la Markplatz, donde habían instalado las tribunas desde las que verían el desfile. Hans, muy callado, estaba como absorto contemplando las preciosas fachadas medievales, los edificios góticos, los tejados de dos aguas. Todas las casas estaban engalanadas con grandes banderas del partido y con sus puertas y ventanas rodeadas de flores. Por todos los lados se veían grandes retratos con el rostro del Führer. Y gente. Más gente de la que Hans jamás hubiese visto. Desde las ventanas, grupos de chicas de la BDM lanzaban sobre los transeúntes pétalos de rosas.
A mitad de la calle, Hans y sus padres descubrieron una pequeña tienda donde se vendían recuerdos del partido. Entraron en ella. Allí dentro había de todo: muñecos de las SA y las SS, jarras de cerveza, platos, vasos, brazaletes, abridores… todos ellos con el retrato del Führer o el emblema de la esvástica. A Hans le gustó sobre todo, un pequeño organillo doméstico con una manivela a un lado. Sobre la tapa, llevaba la inscripción Horst Wessel Lied, la canción de Horst Wessel, el himno del partido. Aunque el pequeño Hans se empeñó en que sus padres le compraran el organillo doméstico, Kurt se limito a comprarle una pequeña bandera del partido, para que Hans pudiera agitarla durante el desfile. Eso sí, le prometieron a Hans que volverían a esa tienda antes de que abandonaran Núremberg.
Mientras caminaban hacía un puente, Hans no dejaba de contemplar la pequeña bandera. En una ocasión, en su clase, Heinz, otro amigo de Hans, le había preguntado a Herr Fritz cuál era el significado de la bandera del partido. Herr Fritz, que en ese momento paseaba por la tarima, con las manos entrelazadas detrás de la espalda, algo que era muy típico en él, se detuvo en seco y preguntó a los niños:
—¿No lo sabéis? Muy bien, os lo voy a explicar, y en palabras del propio Führer.
Herr Fritz se sentó en su mesa y cogió el libro del Führer, Mein Kampf, que siempre tenía encima de esta y se dirigió a un auditorio de niños boquiabiertos:
—Dice el Führer: «Yo mismo después de innumerables ensayos, logré precisar una forma definitiva: sobre un fondo rojo, un disco blanco y, en el centro de este, la cruz gamada en negro. Como nacionalsocialistas, veremos en nuestra bandera nuestro programa. En el rojo, la idea social del movimiento; en el blanco, la idea nacionalista, y en la esvástica la misión de luchar por la victoria del hombre ario y, al mismo tiempo, por el triunfo de la idea del trabajo productivo, idea que es y será siempre antisemita».
Como en muchas de las cosas sobre el Führer que les explicaba Herr Fritz, Hans y sus amigos no comprendieron nada. Pero eso daba igual, porque si el Führer lo decía, estaría en lo cierto y sería verdad. Porque como Herr Fritz y Kurt, su padre, le habían dicho muchas veces, el Führer siempre decía la verdad. Así que Hans y sus inseparables amigos, Heinz y Rudi, lo que hicieron fue aprenderse de memoria la explicación que Herr Fritz les había dado sobre la bandera del partido, repitiéndola en voz alta muchas veces. Hans sabía que aprenderse de memoria las cosas importantes era la mejor manera de que estas no se olvidaran.
Atravesaron un precioso puente sobre el río Pegnitz y se adentraron en una zona de la ciudad donde, para sorpresa de Hans, todavía había más gente. Muchos eran hombres de las SA, los conocidos como «camisas pardas». Cuando los vio, Helga agarró con fuerza la mano de su hijo. Algo le decía a Hans, que su madre no se fiaba de esos hombres. Pasaron por delante de una cervecería. Numerosos camisas pardas entraban y salían del local con grandes jarras de cerveza en sus manos. Dentro de la cervecería, sonaban canciones patrióticas y gritos estridentes. Había un grupo de perros pastor alemán con grandes bozales, atados con gruesas cadenas a la puerta de la cervecería. Eran ese tipo de perros que llevaban los SA auxiliares, que acompañaban a la policía durante sus patrullas por las calles alemanas.
Al pasar junto a un grupo de camisas pardas especialmente bullicioso, Hans se dio cuenta de que algunos de ellos miraban a su madre y hacían gestos y sonidos raros con la boca. Hans escuchó a su madre murmurar «menuda gente más vulgar». Su padre no dijo nada.
Sobre la puerta de entrada de la cervecería, había un cartel que decía: «Prohibida la entrada a perros y judíos». Los judíos. Hans había oído hablar muchas veces de los judíos, pero no sabía muy bien quiénes eran. Así, que abandonó la mano de su madre y acercándose a su padre le preguntó:
—Papá, ¿quiénes son los judíos?
—Gente mala, Hans. Ellos no son como nosotros.
—¿Y nos van a hacer daño, papá? —preguntó el niño.
—No, Hans, no te preocupes. El Führer no lo consentirá. Sabes, Hans, el Führer tiene grandes proyectos para nosotros, los alemanes. Pero en esos proyectos, no figuran los judíos. Porque los judíos, aunque vivan entre nosotros, no son alemanes.
Helga Petersen se detuvo en seco y lanzó una mirada de desaprobación a su marido. Ante la sorpresa de este, le hizo la siguiente pregunta:
—¿Y en qué proyecto del Führer figuran entonces los judíos, Kurt?
Los padres de Hans se miraron. Se produjo un silencio tenso. Casi empujados por la marea de gente que se dirigía al desfile, los tres entraron en la gigantesca Markplatz.
Era en la Markplatz donde estaban situadas las tribunas, desde donde Hans y sus padres iban a presenciar el desfile. Eran tribunas muy altas que, de hecho, casi tapaban la mitad de la Frauenkirche, una de las catedrales góticas más grandes de Alemania. Consistían en una ante tribuna, donde se instalarían los oficiales del ejército y altos mandos políticos del Estado; y una tribuna general, donde estarían el resto de invitados, en su mayoría o pequeños cargos del partido, o como en el caso de Hans y sus padres, familiares de los soldados participantes en el desfile. Voluntarios de las Juventudes Hitlerianas y de la Liga de Muchachas Alemanas eran los encargados de acomodar a los asistentes. A Hans y a sus padres los ubicaron en un lateral de la plaza, cerca de un precioso monumento al que llamaban Schöner Brunnen, que en ese momento ya se encontraba rodeado de cientos de seguidores del partido.
Hans Petersen observaba en silencio todos los rincones, como si quisiera guardar en su retina cada uno de los detalles de esa experiencia única para él. Desde su posición, podía ver perfectamente la gran calle por donde transcurriría el desfile. Todas las fachadas estaban engalanadas con grandes banderas con la esvástica que ondeaban al viento. La multitud se arremolinaba a ambos lados de la calle. Había ancianos, niños, muchos niños con banderitas como la que sus padres le habían comprado. Y mujeres, cientos de mujeres. Había jóvenes subidos encima de señales de tráfico. Y en las ventanas, familias enteras esperaban ansiosos la llegada de Adolf Hitler, Führer del Tercer Reich. Mucha gente llevaba prismáticos, como su madre que los había comprado en Berlín. Aunque Hans sabía que no los había comprado para ver al Führer sino para ver a Harald.
Mientras Hans pensaba en esto, pasó algo. En ese momento, todas las campanas de todos los campanarios de Núrembeg comenzaron a sonar a la vez. Se escuchó un clamor entre la multitud. Muchos se levantaron para gritar Heil Hitler! y Sieg Heil!
—¿Por qué tocan las campanas, papá? —le preguntó Hans a Kurt.
—Eso significa que el Führer ha salido ya de su cuartel general y se dirige hacia aquí, hijo —contestó Kurt.
Durante los días de su estancia en Núremberg, el Führer establecía su cuartel general en el hotel Deutscher Hof, su hotel favorito en la ciudad. El Deutscher Hof estaba rodeado por un gran foso, y por la noche, muchos simpatizantes del partido se reunían alrededor de este, esperando que Hitler se asomara a la ventana de su habitación para saludarlos. Cuando lo hacía, que era en contadas ocasiones, la gente lo aclamaba y lo vitoreaba.
Una banda de música de las SA, situada frente a las tribunas, comenzó a interpretar las notas de la Banderweiler March, la marcha militar que anunciaba siempre la llegada del Führer. Ese fue el momento en que todos los asistentes se levantaron, haciendo el saludo nazi. En la plaza, en las tribunas y en la calle, cundió el histerismo. Los gritos de Heil Hitler! arreciaron. El propio Hans, como su padre, se incorporó, saludando y gritando, haciendo lo que hacía toda la gente. Toda la gente, excepto su madre, que continuaba muy seria y que solamente se había puesto en pie.
Y entonces, lo vio. Cinco grandes coches negros descapotables, hicieron su entrada triunfal en la Markplatz. En el primero de ellos, de pie, muy erguido y saludando al público fanático que lo aclamaba, con el brazo muy extendido, iba él, Adolf Hitler, nacido en Braunau am Inn, Austria, Führer y señor supremo del Tercer Reich.
Hans Petersen se alzó todo lo que pudo para poder verlo bien. El Führer llevaba la vieja camisa parda del partido, el brazalete y, prendida de un bolsillo de su camisa, la Cruz de Hierro de primera clase que ganara en las trincheras de la Gran Guerra. Pero sobre todo, Hans se fijó en sus ojos. Por primera vez en su corta vida, Hans Petersen pudo ver de cerca esos ojos centelleantes, astutos, casi diabólicos. Los ojos, que día tras día, lo miraban desde un cuadro encima de la pizarra de su clase en la escuela de Dahlem.
Sucedió durante una fracción de segundo. Sucedió como a cámara lenta. Mientras se giraba para saludar a los seguidores que lo aclamaban en las tribunas, los ojos del Führer quedaron clavados en los suyos. Los ojos de un lobo. Los ojos de Freki, el lobo de Wotan, el lobo que aparecía en el libro de mitos germánicos que les había hecho comprar Herr Fritz. Como sucede muchas veces en esas circunstancias, Hans habría jurado que durante esa eterna fracción de segundo, los ojos del Führer sólo lo miraron a él. Y que le hablaron. En un lenguaje oculto, un lenguaje que sólo conocían el Führer y él, un lenguaje que quedaría codificado en su cerebro. Un lenguaje inoculado en lo más profundo de su mente, en un lugar determinado. Ese lugar, donde la razón y la locura mantienen una batalla épica, una batalla eterna. Y en ese momento, allí, en las cavernas más desconocidas del pensamiento humano, un reloj se activó. Allí en su interior, comenzó la cuenta atrás.
Hans Petersen había entrado esa tarde del mes de septiembre, bajo un cielo inmenso y azul, en la Markplatz de Núremberg como un niño. Y como un niño saldría de allí. Pero ese niño luego sería un joven, y posteriormente, un hombre, y durante todo el tiempo que existiera, sería una persona con una misión. Una misión que había quedado sellada con una mirada.
* * *
El coche del Führer, un Mercedes descapotable negro, quedó instalado en el centro de la plaza. Al Führer lo acompañaban las más altas instancias del partido y del Estado. Como el hombre que descendía ahora del coche del Führer, un hombre alto y fuerte, con la cabeza completamente rapada y que Hans pensó que tenía cara de bestia.
—¿Quién es ese hombre que acompaña al Führer, papá?
—Se llama Julius Streicher. Es el jefe del distrito de Franconia, Hans. Como el doctor Goebbels en Berlín.
En los otros coches, se encontraba un selecto grupo de invitados, entre ellos británicos y norteamericanos, a los que al Führer le gustaba mostrar cómo se sentía él cuando era aclamado por su pueblo. Durante la semana que duraba el congreso, estos invitados se alojaban en el Grand Hotel de la Bahnhofsplatz.
Hans observó cómo todos los acompañantes e invitados del Führer descendían de los vehículos. Todos menos el propio Führer, que permanecía erguido sobre su vehículo.
Tres hombres, uno de ellos abanderado, entraron en la plaza dando comienzo al desfile. Hans sabía que ese hombre era Jakob Grimminger, el hombre encargado de portar la Blutfahne, la Bandera de la Sangre, la reliquia más sagrada del nacionalsocialismo.
—Mira hijo, esa es la Blutfahne —dijo Kurt.
La Blutfahne. Esas eran las cosas que le gustaban a Hans. Esas eran las cosas por las que quería ser soldado. Hans conocía la historia de la Bandera de Sangre, porque una mañana Herr Fritz se lo había explicado a los niños, de esa manera como Herr Fritz explicaba esas cosas, de esa manera en la que conseguía tener un auditorio de niños entregados y boquiabiertos.
Hans recordaba que era un día gris y lluvioso del otoño pasado. Esa mañana, Herr Fritz les explicó, mientras miraba por la ventana:
—Mirad niños, durante una mañana gris y lluviosa, como esta, en el Munich de 1923, los primeros mártires del nacionalsocialismo mezclaron su sangre con la lluvia que cubría el pavimento de la capital de Baviera, en un lugar conocido como la Odeonsplatz. Fue en el momento en que la policía de Baviera abrió fuego, cobardemente, contra nuestro Führer y sus camaradas que intentaban llegar al ayuntamiento de la ciudad. A consecuencia de los disparos, nuestro propio Führer resultó herido en un brazo. Uno de los camaradas del Führer, que también había resultado herido, recogió del suelo una solitaria bandera que había quedado abandonada y la arrastró, quedando esta empapada con la sangre de Andreas Bauriedl, que yacía muerto en el suelo.
En aquel momento, Herr Fritz se volvió hacia los niños, que lo miraban con sus ojos abiertos de par en par.
—Desde aquel día, la enseña ensangrentada sería considerada como el talismán sagrado del nacionalsocialismo, nuestro símbolo más venerado.
Hans clavó su mirada en la bandera. Unos días antes de viajar a Núremberg, su padre le explicó que durante ese congreso, el Führer ungiría con la bandera los nuevos estandartes, entre ellos los del regimiento Germania de las SS, regimiento en el que servía su hermano Harald.
* * *
Las SA, los grupos de asalto, los conocidos camisas pardas, tenían el honor de abrir el desfile. Era el grupo de combatientes más antiguo del partido, aunque a la vez, el más controvertido. Tres años atrás, durante la noche de los cuchillos largos, Hitler trató de limpiar las SA, que bajo el mando de Ernst Röhm, se estaban convirtiendo en un problema para el partido. Ahora era Víktor Luzte su máximo responsable y habían realizado un nuevo juramento de lealtad hacia el Führer, aunque la desconfianza entre las SA y el partido eran aún visibles.
Era el propio Luzte el que marchaba al frente de los camisas pardas de las SA. Este inició un ritual que imitarían todos los líderes de los cuadros que marchaban al frente de sus hombres: al llegar a la altura del Führer, abandonaban el desfile para presentarse ante él. A continuación le dirigían unas palabras (que desde la posición donde se encontraba Hans no se escuchaban), antes de hacer el saludo reglamentario y ser correspondidos con otro saludo del Führer. Luzte, como más tarde harían Göring o Himmler, se situaba debajo de Hitler, y este, colocaba su mano sobre el hombro del jerarca militar en señal de aprecio y confianza.
A su vez, en las gradas, tenía lugar otro ritual. Como si de una ceremonia religiosa se tratara, cada vez que una formación hacía su entrada en la plaza, toda la tribuna se ponía en pie haciendo el saludo nazi. Algunos gritaban las conocidas consignas Sieg Heil! y Heil Hitler!, para luego volver a sentarse. Kurt, que esa tarde estaba especialmente entusiasmado, daba un toquecito en el hombro de Hans cada vez que este tenía que levantarse, hacer el saludo y gritar las consignas. Mientras tanto su madre, permanecía sentada, seria y muy callada. Hans empezaba a pensar que a su madre no le interesaba nada del desfile, ni todas esas cosas que a él le entusiasmaban, ni el Führer, ni el partido… Nada. Desde que habían llegado a la Markplatz, Hans sólo había visto a su madre dirigirse a su padre, para decirle que el Führer parecía más alto en persona que en las fotografías de los periódicos.
Después de las SA, desfiló la Luftwaffe con Hermann Göring al frente. Y tras ellos, comenzó el desfile de todos los cuerpos de la Wehrmacht, los que en pocos años se convertirían en la todopoderosa maquinaria de guerra del Tercer Reich.
Pero la gran atracción del desfile estaba por llegar. Se comenzó a sentir en la gente, en los fanáticos, hasta en la madre de Hans, aunque en ella por otros motivos, en el momento en que los primeros uniformes negros empezaron a ser visibles desde las tribunas de la Markplatz. La Schutzstaffel, las SS. La más admirada y querida, la más respetada y temida organización del Tercer Reich. La élite racial, militar y política de la nueva Alemania. El Reichsführer SS Heinrich Himmler marchaba al frente de sus hombres. Llevaba el sable desenvainado, que rindió delante del Führer.
—Ya viene Harald, Hans —le dijo Helga a su hijo mientras lo besaba en la cabeza. A Hans no le gustaba que su madre lo besara. No se besa a los soldados.
Las SS disponían de tres bandas de música propias, que reemplazaron a la banda de la SA frente a las tribunas. Entraron en la plaza tocando sus grandes fanfarrias, decoradas por una banderola donde sobre fondo negro sobresalía la calavera blanca. La calavera. Hans recordó una anécdota que sucedió unos meses antes, al inicio del verano. Harald había tenido uno de sus primeros permisos de fin de semana y había viajado desde Hamburgo a Berlín para pasar unos días con su familia. Estaban en el Biergarten de un restaurante cerca del pabellón de caza, en el Grunewald. Hans jugueteaba con la gorra de plato de su hermano y observaba aquella calavera plateada. Le fascinaba, aunque resultaba un poco siniestra. Entonces Hans le pregunto:
—¿Qué significa esta calavera, Harald? ¿Es por la gente que vas a matar con tu fusil?
Harald rio. Le revolvió el pelo con su mano, cosa que solía hacer. A Hans no le gustaba que nadie le revolviera el pelo, pero todo el mundo parecía estar empeñado en hacerlo. No se revuelve el pelo de un soldado.
—No, Hans, no es por eso. Este símbolo se llama Totenkopf, cabeza de la muerte, y representa la fidelidad que en las SS tenemos por nuestro Führer. Una fidelidad que perdurara más allá de la muerte.
Hans estuvo varios días pensando en esa palabra. Fidelidad. Eso le gustaba. Por cosas como esas quería ser soldado.
Los primeros en desfilar eran las conocidas Allgemeine SS, las SS generales. Ese mismo año de 1936, Himmler había conseguido unificar a todas las fuerzas policiales alemanas bajo el negro manto de la orden negra. Su poder crecía día a día. Himmler era el hombre mejor informado de Alemania, los ojos que todo lo veían, los oídos que todo lo escuchaban. El ascenso más sorprendente, la figura más emergente, la mano derecha del Führer.
Tras ellos, llegaron las SS armadas. Las futuras y temibles Waffen SS. Años más tarde, poco antes del desembarco de Normandía, alguien se referiría a ellas como «el espinazo del diablo». Y al frente de ellas, la élite de la élite. El Leibstandarte Adolf Hitler, la guardia personal del Führer. Los mejores entre los mejores. Las gorras de plato dieron paso a los cascos negros, a los uniformes negros, a las botas negras, a los capotes negros. Negros como la noche. Negros como la muerte.
Fue entonces cuando lo vieron. Los tres se levantaron exaltados. Helga, por primera vez, usó los prismáticos. Tras el Leibstandarte, marchaban los regimientos Germania y Deutschland. Al frente del Germania estaba el Sturmbannführer Hilmar Wäckerle, el «jefe» de Harald. Harald desfilaba detrás de él, en la segunda fila. Llevaba el casco negro con las dos runas Sieg, el uniforme de gala y el sable recostado sobre el hombro. Marchaba al paso de la oca. Hans aplaudía y vitoreaba como un loco. Se sentía orgulloso de su hermano. Tenía ganas de decirle a todo el mundo: «Ese es mi hermano, el mejor soldado de Alemania». Harald era el hombre hoy, que Hans quería ser mañana. Lleno de excitación, se giró hacia sus padres. Kurt seguía gritando emocionado. Helga, su madre, se había sentado. Estaba llorando.
El desfile había terminado. El coche del Führer se puso en marcha. Las masas lo aclamaban. Y volvió a suceder. Por un segundo, Hans tuvo la sensación de que el Führer sólo lo miraba a él, que se había desentendido de todo y de todos y que miraba fijamente a ese niño rubio, que lo saludaba con el brazo levantado, mientras con su otra mano, agitaba una pequeña banderita del partido. Aquella tarde de septiembre, sin él saberlo, Hans Petersen había entrado en una fase nueva de su vida. Sin él saberlo, había comenzado a hablar otro lenguaje. El lenguaje que todo buen nacionalsocialista tenía que hablar, los códigos que tenía que comprender. Durante años, Hans pondría todo su empeño en comprender ese nuevo lenguaje, en descifrar esos códigos. Incluso durante la noche, en sueños que luego no recordaría, gran parte de esos códigos le serían descifrados.
Había comenzado el proceso. Había entrado en él la fiebre, la fiebre que no lo abandonaría durante los próximos años. Es muy difícil saber, qué sucede en el cerebro de un ser humano, para que comience a habitar en él el ente fanático. Es posible que baste una pequeña explosión, como una mirada, para que todo el proceso comience. A lo mejor, la exposición de la mente a la propaganda y el efecto de la sugestión pueden ser suficientes. Pero aunque esto se produzca en una mente joven, no formada y altamente sugestionable, puede suceder también que active en nosotros códigos ocultos, códigos que permanecen dormidos desde nuestro nacimiento, algo que siempre ha estado ahí y que pertenece a lo más profundo y secreto de nosotros mismos. Quizás aquella tarde en Núremberg, todos aquellos códigos dormidos comenzaran a despertar dentro del cerebro de Hans. Sólo haría falta unir la fantasía de un niño, a toda la propaganda y las consignas que estaba recibiendo, para que esa bomba de relojería que es el cerebro humano se pusiera en funcionamiento.
El Mercedes negro del Führer ascendió por la cuesta que conducía al ayuntamiento y a la iglesia de San Sebaldo, hasta que desapareció de la vista de Hans. El niño cogió la mano de sus padres y comenzó a descender de la tribuna. Estaba contento. Su padre tenía razón, Herr Fritz tenía razón, todos ellos tenían razón. Pese a su corta edad, Hans empezó a descubrir los grandes planes que el Führer tenía pensados para el pueblo alemán, los grandes planes que tenía pensados para él.
* * *
A la mañana siguiente del desfile, se celebró el encuentro del Führer con la juventud. El acto tenía lugar en el Städtischesstadion, no muy lejos de la residencia de la DAF. Kurt y Hans entraron en el gigantesco estadio, donde 50.000 jóvenes de las Juventudes Hitlerianas y 5.000 chicas de la rama femenina, la BDM, se iban a dar cita. Kurt y Hans fueron instalados en un lateral del estadio desde donde gozaban de una buena vista. Helga no los había acompañado en esta ocasión, había preferido quedarse en la residencia leyendo una de esas estúpidas revistas de la sección femenina de la DAF, llamada Frau und Werk, mujer y trabajo. Esto reforzaba la idea de Hans de que a su madre sólo le interesaban los actos en los que participaba Harald.
Hans sabía que era importante asistir a ese encuentro, porque si quería ser soldado, su formación debería empezar en las Juventudes Hitlerianas. A Hans le faltaban sólo tres años para entrar en el Jungvolk, la rama infantil de las Juventudes. Había calculado que eso sucedería a principios de 1940. Hans sabía que tendría que permanecer en el Jungvolk desde los diez hasta los catorce años, y sólo entonces, podría ingresar en el Kern, el núcleo real de las Juventudes Hitlerianas. Allí permanecería hasta los dieciocho años, momento en que estaría preparado para ser soldado como Harald, su hermano. Y como él, soldado de las SS.
El Führer hizo su aparición en el estadio, en el mismo coche con el que presidiera el desfile. En esta ocasión, Hans lo vio desde una mayor distancia y no pudo fijarse bien en él.
La locura en el estadio fue total, porque los jóvenes eran, si cabe, más fanáticos y estaban más entregados que los adultos. Hitler iba acompañado en el coche por Baldur Von Schirach, al que todo el mundo conocía como el «Führer de la juventud». Schirach había organizado desde la universidad la Liga de Estudiantes Alemanes Nacionalsocialistas, uno de los embriones originarios de lo que luego serían las Juventudes Hitlerianas. Una vez constituidas estas, se convirtió en su jefe nacional en 1931, sustituyendo a Kurt Gruber, que las había dirigido desde 1925.
El Führer y Von Schirach ascendieron hasta una tribuna desde la que presidirían el acto. Tras ellos, se descolgaba una gran bandera negra con una solitaria runa Sieg blanca, el símbolo de las Juventudes Hitlerianas.
A través de todas las puertas del estadio, comenzaron a entrar las formaciones de las Juventudes. Entraron los tambores, entraron las banderas. Llevaban el uniforme denominado «de campamento», el conocido uniforme con los pantalones cortos. Todos ellos coreaban una de las más célebres canciones de las Juventudes: La bandera es más que la muerte.
Mientras tanto, Hans observó, que rodeando todo el estadio habían desplegado una bandera donde, en grandes letras góticas, estaba escrita la famosa consigna que el Führer había dado a la juventud alemana: «Espero de vosotros que seáis, rápidos como el galgo, flexibles como el cuero y duros como el acero».
Las formaciones de las Juventudes Hitlerianas quedaron situadas alrededor de todo el estadio. Hans observó que las banderas y los estandartes eran diferentes a los tradicionales del partido. Para empezar, la bandera era roja, blanca y roja, y la esvástica estaba rodeada por una figura de forma romboidal.
En ese momento, hicieron su aparición las chicas de la BDM que ocuparon todo el césped del estadio, mientras tronaban los tambores. Iban divididas en tres formaciones. La primera formación iba equipada con un vestido blanco deportivo, corto y ajustado, con el escudo romboidal de las Juventudes Hitleriana en el pecho. Esta formación se encargó de hacer unos ejercicios de conjunción de movimientos con mazas, pelotas y aros. La segunda formación llevaba un vestuario de inspiración clásica, con grandes túnicas de vivos colores que flotaban al viento. Las chicas realizaron unas extrañas danzas rituales, que Hans no comprendió. En la tercera formación, llevaban trajes tradicionales bávaros y hacían bailes de inspiración «pastoril». Todo el espectáculo había sido minuciosamente preparado y ensayado durante semanas. Todo había sido pensado para que el Führer fuera testigo del buen estado de forma de su juventud, y de su compromiso con el partido y con la patria.
Baldur Von Schirach ofreció su tradicional mensaje a las Juventudes, que fue numerosas veces interrumpido por una salva de Sieg Heil! y el retumbar de los tambores. Y después del «Führer de la juventud», habló el Führer. Adolf Hitler les dio aquel día y allí, bajo el azul y brillante cielo de Núremberg, un mensaje que ninguno de ellos olvidaría el resto de su vida:
«Vosotros debéis fortaleceros durante la juventud… Tenéis que aprender a sacrificaros sin derrumbaros, porque hagamos lo que hagamos y digamos lo que digamos, somos efímeros. Pero en vosotros, Alemania va a seguir existiendo. Y cuando un día no quede nada ya de nosotros, deberéis entonces coger en vuestras manos la bandera que antaño nosotros izamos desde la nada».
Hans Petersen sintió un estremecimiento cuando escuchó esta frase de la boca del Führer. Los tambores retumbaron, los histéricos gritos de Sieg Heil! inundaron el estadio, entre ellos, los del pequeño Hans. Kurt miraba a su hijo con un gesto de satisfacción en su rostro. Y el Führer prosiguió:
«Sé que esto no puede ser de otra manera. Porque vosotros sois carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, y en vuestra joven mente arde el mismo espíritu que domina en nosotros. No podéis existir de ningún otro modo que ligados a nosotros. Y cuando las grandes formaciones de nuestro movimiento marchen cantando por toda Alemania, estoy seguro de que os sumaréis a estas columnas y que en este momento, ante todos nosotros se extenderá Alemania, dentro de nosotros marchará Alemania y detrás de nosotros, vendrá Alemania».
En ese momento el suelo tembló. Como si un pequeño terremoto sacudiera la ciudad de Núremberg. Pero el temblor no fue causado por movimiento sísmico alguno, fue porque todos, los miles de tambores del estadio, comenzaron a tronar a la vez. El efecto se conocía como «el trueno de la juventud». Hans no pudo soportarlo y se tapó los oídos. Y así permaneció, mientras el negro coche del Führer daba la vuelta al estadio. Kurt, alzó a su hijo en el aire para que pudiera ver todo mejor. Mientras, el niño continuaba tapándose los oídos con sus manos. Y de repente, el trueno cesó. Y miles de brazos se alzaron hacia el cielo. Y mientras cantaban, miles de gargantas proclamaron al mundo que el mañana les pertenecía.
* * *
Los problemas de Hans Petersen con las pesadillas comenzaron en Núremberg, durante aquel mes de septiembre de 1936, y no lo abandonarían hasta que cumplió los nueve años de edad, cuando quizás, comenzó a tener formación suficiente para comprender la naturaleza de su existencia o quizás, cuando una pesadilla peor, la guerra, entró en su vida. Es un hecho, que fueron muchos los niños y los jóvenes, que bajo el Tercer Reich sufrieron pesadillas y miedos nocturnos, lo que incluso repercutió en que tuvieran malos resultados escolares. Esto último no sucedería, sin embargo, con Hans Petersen.
Los sueños de Hans eran recurrentes. Hans Petersen siempre soñaba con lobos, o al menos estos siempre aparecían en sus sueños. Lobos y seres legendarios que emergían de oscuros abismos. Y cielos rojos, cielos inyectados en fuego y en sangre. Aquella noche, después de asistir con su padre al encuentro del Führer con la juventud, Hans Petersen tuvo su primer sueño, su primera pesadilla. Su primer encuentro con el lobo.
* * *
Había un bosque, un bosque gigantesco, un bosque que lo cubría todo. Un bosque que se perdía en el horizonte.
Una niebla espesa y viscosa impregnaba el bosque. No tenía nada que ver con la fría niebla invernal a la que él estaba acostumbrado en Berlín. Esta era una niebla diferente, porque dentro de aquel bosque todo parecía diferente. Sobre él, había un cielo oscuro, azulado. Un cielo cubierto de estrellas.
Hans tenía mucho frío y jadeaba. Porque había corrido, había corrido mucho. Estaba desnudo. Fue entonces, cuando Hans fue consciente de que era él, sólo que no era como ahora. Había crecido. Era un adolescente, casi un hombre. Tenía un cuerpo musculoso, construido a costa de un gran sacrificio físico, un cuerpo de soldado, un cuerpo como el que tenían los héroes en el libro de mitos germánicos de Herr Fritz. Hans avanzaba entre los árboles. Y así, llegó a un claro del bosque.
Al final del claro, había una pequeña pero escarpada montaña. Hans desvió la mirada de la montaña y entonces los vio. En mitad del claro, estaban sus padres. Ellos también estaban desnudos, pero no tenían el cuerpo como él. Tenían su cuerpo real, porque aunque sus padres lo ignoraran, él sabía cómo era su cuerpo real. No era el cuerpo de los héroes y de los dioses del libro de mitos germánicos de Herr Fritz.
Sus padres lo llamaban, sabía que gritaban su nombre, pero Hans no los escuchaba. Porque ningún sonido salía de sus gargantas. Y porque había concentrado su mirada en otro lugar del bosque. En la pequeña pero escarpada montaña. Porque en lo más alto de ella, sobre una roca solitaria, había aparecido un lobo. Un lobo grande, muy grande. Un lobo poderoso, muy poderoso. Y sobre el lobo, el cielo había dejado de ser oscuro, azulado. Y en ese cielo, habían dejado de ser visibles las estrellas. Sobre él, el cielo se había tornado rojo. Rojo como la sangre. Rojo como una gran bola de fuego.
* * *
Hans despertó. Estaba bañado en sudor, como cuando el invierno pasado cogió la gripe y tuvo que pasar una semana en cama por culpa de la fiebre. Abrió los ojos, escuchó correr el agua, miró hacia el baño y vio a sus padres desnudos, como los había visto en el sueño. Sus padres creían que Hans dormía, pero Hans los estaba observando. Los observaba todos los días. Aunque su madre se aseguraba todas las mañanas de que el niño estuviera dormido antes de meterse en la ducha, Hans conseguía engañarla. Fue así como descubrió cómo era el cuerpo de sus padres, un cuerpo que no tenía parecido alguno con el de los héroes, los dioses y las diosas de su libro de mitos germánicos.
Hans recordó lo que sucedió un día en su escuela de Dahlem y comenzó a comprender. Los padres de su amigo Rudi, Artur y Magda Rausch, se presentaron en la escuela y exigieron ver a Herr Fritz. La conversación tuvo lugar en el pasillo y Hans pudo escucharla porque se había quedado en el aula terminando un dibujo.
Los padres de Rudi se quejaron a Herr Fritz sobre el libro de mitos germánicos que este les había hecho comprar a los chicos para ese verano. El padre de Rudi utilizó unas palabras que Hans no había oído nunca, como «inmoral» o «pornográfico». Eran palabras que no aparecían en su libro alemán de lectura. Herr Fritz rio y les dijo:
—¿Conocen ustedes el David de Miguel Ángel, El nacimiento de Venus de Botticelli o las esculturas de Kolbe?
—Sí, naturalmente —contestaron los padres de Rudi.
—¿Y creen que son inmorales o pornográficas? Miren, recientemente el Führer se refirió a este asunto en unas declaraciones. El Führer dijo: «La idea de la desnudez únicamente atormenta a los curas, ya que la educación que han recibido hace de ellos unos pervertidos». Claro, que me olvidaba… ¿Ustedes son católicos, no?
Esa frase perturbó a Hans. Pensó, que cuando estuviera con Rudi, tendría que preguntarle sobre eso, sobre si era verdad que sus padres eran «católicos». Hans pensaba, que al igual que él o Rudi o Heinz o sus padres, Kurt y Helga, o su hermano Harald, los padres de Rudi eran como ellos, alemanes.
Pero lo que realmente Hans estaba empezando a comprender, era lo que había molestado a los padres de Rudi. Y sabía que no era el libro de mitos germánicos. Era que ni Rudi ni él tendrían cuando fueran mayores el cuerpo de sus padres. Que ellos tendrían cuerpos perfectos, cuerpos de soldado, no cuerpos de «escribientes». Porque como decía Herr Fritz, el Führer estaba construyendo un mundo para ellos. Porque ellos eran los futuros portadores de la antorcha. Porque ellos no eran los hijos de sus padres, ellos eran los hijos del Führer.
Mientras pensaba en todo esto y miraba a sus padres, Hans se volvió a dormir. Y volvió al claro del bosque. Allí seguían sus padres, desnudos, llamándolo. Y allí, en lo alto de la montaña seguía el lobo. Solo, con su silueta recortándose sobre el cielo rojo.
* * *
Hans, que era él pero con otro cuerpo, con cuerpo de soldado, no dudó. El lobo lanzó un aullido sobrecogedor y Hans comenzó a trepar por la montaña para acudir a su encuentro. Hans se lastimaba los pies y las manos, cuando estas se clavaban en las piedras de la montaña, pero a él, le daba igual. No sentía el dolor, no tenía tiempo para eso. El lobo lo había llamado y él tenía que acudir a su llamada.
Sólo cuando llegó junto a él, se dio cuenta de su enorme tamaño. No era un lobo común del bosque, era un lobo poderoso, un lobo que Hans ya conocía. Era Freki, el lobo de Wotan.
El animal babeaba, olía mal, a animal salvaje, a una mezcla de sudor y orina rancia. El lobo gruñía. Hans se acercó a él, lo tocó, lo acarició. El lobo seguía gruñendo. El aliento fétido de la bestia golpeaba su rostro.
Hans miró sus ojos. Los reconoció enseguida. Los profundos ojos azules, casi translúcidos, fanáticos, diabólicos, centelleantes. Eran los ojos que lo miraban desde encima de la pizarra de su clase en la escuela de Dahlem, los ojos que se posaron sobre los suyos el día del desfile. Eran los ojos del Führer.
Y entonces, el lobo le habló. Le habló a través de sus ojos. El lenguaje de los ojos. El mismo lenguaje que había practicado tantos años con su madre. Ese mismo lenguaje le serviría para entenderse con el lobo.
«Eh, soldado. Tú y yo tenemos una misión. Y esa misión la sellamos con una mirada —le dijo el lobo».
«Ya lo sé, mi Führer. Y ese sello no lo romperá ni la muerte —le contestó Hans».
Y los dos, el chico y el lobo, echaron a andar juntos. Y dejaron atrás la montaña y el claro del bosque, y a los padres de Hans que seguían llamándolo, gritando su nombre, aunque ningún sonido saliera de sus gargantas.
Ambos, el chico y el lobo, siguieron caminando, bajo un inmenso cielo rojo. Rojo como la sangre. Rojo como una gran bola de fuego.
* * *
La noche del fuego. Desde el primer día que llegaron a Núremberg y su padre le comunicó que pretendía llevarlo a ver la noche del fuego, Hans había soñado con que llegara ese momento. Era el Día de la Directiva Política, y se solía celebrar en el ecuador del congreso. Para los funcionarios del partido como Kurt, era su particular encuentro con el Führer. El hecho de celebrarse por la noche y querer que el chico asistiera, le acabó costando a Kurt una fuerte discusión con Helga. Pero estaba decidido. Kurt quería que el pequeño Hans experimentase sensaciones más poderosas, que viera que el movimiento nacionalsocialista era algo más que el ejército y las agrupaciones paramilitares que lo sustentaban, que no sólo siendo soldado, podría serle útil al Führer y a Alemania. Mientras pensaba en esto, Kurt sonrió. Le hacía gracia la idea del chico de ser soldado. Sabía que no era nada más que un intento de emular a su hermano, al que el chico admiraba desde su más tierna infancia.
Kurt y Hans llegaron al Zeppelinfeld a media tarde. Les costó mucho acceder al gigantesco recinto, porque aquella noche, entre el terreno y las gradas, se iban a dar cita allí más de doscientas mil personas. Los acomodaron en una grada lateral, cerca de la Zeppelintribüne, con los miembros de más edad del partido, porque la idea de situarse debajo de la tribuna con el chico a hombros no le gustó. Kurt había notado aquella tarde algo extraño en el ambiente. Era como si fuera a pasar algo grande, había mucho ajetreo, mucho nerviosismo entre los trabajadores del partido que ultimaban los preparativos del acto. Mientras tanto, Hans miraba boquiabierto la gigantesca tribuna que había frente a él. Era un gran edificio clásico, construido en piedra caliza, adornado por cientos de columnas y a cada extremo de la tribuna, dos grandes pebeteros donde ardía el fuego eterno. En el centro habían colocado una especie de púlpito, al que seconocía como «púlpito del Führer». Coronaba la tribuna una gran esvástica rodeada por una corona de hojas de roble.
La ceremonia comenzó en ese momento, en que la tarde daba paso a la noche. Un gran foco iluminó el púlpito donde el Führer ya esperaba. Hans lo vio allí, recto, marcial, contemplando a los miles de fieles que lo vitoreaban y lo jaleaban. Llevaba la vieja camisa parda, con la Cruz de Hierro sobre el pecho, el símbolo eterno del ejército alemán. Tenía la mirada perdida en algún punto, en la lejanía, como si estuviera viendo algo, algo que todos los demás no podían ver, algo que escapaba a los cánones de racionalidad con los que está concebido el cerebro humano. Adolf Hitler caía muchas veces en estos estados de trance, incluso durante los actos públicos.
A los sones de la obertura Egment de Beethoven, comenzó el desfile. Miles y miles de abanderados hicieron su entrada por todos los accesos del Zeppelinfeld. La mayor concentración de banderas que Hans vería en toda su vida. Treinta y dos mil banderas avanzaron entre la gente allí concentrada, para ir a reunirse delante de la tribuna del Führer. Era el denominado «mar de banderas».
Cuando todos los abanderados quedaron colocados en su sitio, se hizo la oscuridad. La oscuridad absoluta. Instintivamente, Hans cogió la mano de su padre.
Alemania, Europa, vivían en aquellos días de la década de los treinta una era de cambios, una era de prodigios. Y uno de esos prodigios, iba a tener lugar ante los ojos de Hans.
Como si surgieran de lo más profundo de las entrañas de la tierra, cientos de reflectores de luz se elevaron hacia el cielo.
Todo el recinto quedó rodeado por los haces de luz.
En el Zeppelinfeld se escuchó una exclamación de asombro general.
Todos los reflectores convergieron en un punto. Y cerraron el recinto. Los haces de luz separaron a los presentes del cielo de Núremberg.
El efecto había sido creado por Albert Speer. Se le conocía como «la catedral de luz».
Hans lo contemplaba con la boca enormemente abierta. Ni siquiera podía cerrarla para preguntarle a su padre qué era aquello.
Alguien diría, años más tarde, haberse sentido en ese momento como en el interior de una catedral de hielo.
Las banderas se inclinaron, los brazos se alzaron al cielo, y uno de los reflectores iluminó al único hombre que era visible bajo el prodigio: el Führer.
Aquella noche, bajo la catedral de luz, el círculo comenzó a cerrarse dentro del cerebro de Hans Petersen. Todo aquello que su padre y Herr Fritz le habían explicado sobre el Führer, se convirtió para él en la única verdad. Hans pensó, que como Herr Fritz decía, sólo si aquel hombre triunfaba, triunfaría Alemania. «El Führer no es sólo un gran alemán, el Führer es Alemania. Mucho lo antecedió, pero nada le precederá. Y él tiene para todos vosotros una misión, niños. Porque sólo vosotros sois el futuro de Alemania». Herr Fritz les repetía esto todos los días. Muy lentamente, Hans Petersen pasó sus ojos por los haces de luz que cubrían el cielo de Núremberg. Después, con la misma lentitud, posó la mirada en su padre. Porque por un segundo, Hans recordó algo del sueño de la noche anterior: la pequeña pero escarpada montaña y el gran lobo sobre ella. Hans pensó en ese momento, que sus padres no eran realmente sus padres, que tan sólo eran los encargados de cuidarlo y educarlo. Pero que él no les pertenecía. Él pertenecía al Führer, todos los niños pertenecían al Führer. Todos ellos eran los niños del Führer. Y esa noche pensó, que toda su vida lucharía para ser un soldado, pero no para ser un soldado más, sino para ser un soldado del Führer.
Bajo la catedral de luz, Adolf Hitler comenzó a hablar. Dio inicio a su discurso. Un discurso que Hans Petersen no comprendería. Pero daba igual, no hacía falta, no era necesario que Hans Petersen comprendiera ese discurso:
«Hace unos años, nos encontramos por primera vez en este campo, en la revisión general de líderes del Partido Nacionalsocialista. Doscientos mil hombres están ahora reunidos, convocados exclusivamente por mandato de su corazón, por mandato de su lealtad. La gran miseria sufrida por nuestro pueblo, fue la que nos unió y nos llevó a esforzarnos y engrandecernos. Es por ello que los que no padecieron la misma miseria en su pueblo, no puedan entenderlo. Les parece enigmático y misterioso, el motivo que hace que se reúnan estos cientos de miles de personas que aguantaron calamidades, sufrimiento y privaciones. No encuentran otra explicación a que eso ocurra, que por orden del Estado. Se equivocan. No es el Estado el que nos manda, sino nosotros los que mandamos en el Estado. No es que el Estado nos haya creado, sino que nosotros estamos creando nuestro propio Estado. El movimiento está vivo, y sus cimientos son firmes como una roca. Y mientras uno solo de nosotros, aún pueda respirar, prestará sus fuerzas al movimiento y lo apoyará tanto como en estos últimos años. Entonces, el tambor se unirá a su sonido, la bandera se unirá a la bandera, la tropa a la tropa, el distrito al distrito, y finalmente, esta enorme formación, que antes era un pueblo dividido, se convertirá en una nación unida. Sería un sacrilegio dejar que se perdiese aquello que costó tanto trabajo, tantas preocupaciones, tanto sacrificio, tantas privaciones y tanta lucha conseguir. Uno no puede ser desleal a lo que ha dado sentido y propósito a toda una vida. Algo así, no surgiría de la nada, de no haber detrás una orden imperiosa. Y esta orden no nos la ha dado ningún superior terrenal. Nos la ha dado el dios que creó a nuestro pueblo».
La masa se puso en pie. Los gritos de Sieg Heil! retumbaron en la noche. Hans que no entendía nada del discurso, pero que sabía que el Führer tenía ra zón, porque todo el mundo lo aclamaba y porque el Führer no podía equivocarse, le preguntó a su padre:
—¿Papá, cuál es el dios que nos creó?
Kurt Petersen no contestó. Se limitó a dejar de aplaudir, lo hacía entusiasmado, y a revolver el pelo de su hijo. Hans odiaba que hiciera eso, pero todo el mundo parecía hacerlo. En la tribuna, Hitler continuó:
«Nuestro voto esta noche será, por lo tanto, pensar cada hora, cada día, solamente en Alemania, y en el pueblo y en el Reich. Sieg Heil! Sieg Heil! Sieg Heil!».
Los haces de luz se desvanecieron. Dos grandes lenguas de fuego surgieron a los dos lados de la gigantesca tribuna Zeppelin.
Las banderas iniciaron un lento desfile delante de la tribuna del Führer, mientras este las saludaba haciendo el saludo del partido. Después, comenzaron a abandonar el recinto.
Los miles de asistentes cogían las antorchas que les proporcionaban jóvenes miembros del partido, y las prendían en las grandes lenguas de fuego. A Hans le hubiese gustado poder llevar una de aquellas antorchas, pero Kurt no le dejó. Le dijo que era muy tarde, que su madre estaría preocupada y que tenían que regresar a la residencia. Hans observó que las antorchas iniciaban una lenta procesión, un desfile detrás de las banderas. Le preguntó a su padre:
—Papá, por favor… ¿podemos ir detrás de las banderas y las antorchas en el desfile?
—Hans, ya te he dicho que tu madre estará…
—Por favor, por favor, papá…
El niño parecía tan entusiasmado, que Kurt cedió.
Sólo cuando descendieron de las gradas y bajaron al terreno del Zeppelinfeld, Hans pudo darse cuenta del gigantesco tamaño de la tribuna, iluminada en ese momento por una tenue luz blanquecina, de la altitud de sus columnas, de las dimensiones de los pebeteros. Intentando buscar el final de la cola de los fieles del partido que abandonaba el recinto, llegaron bajo el púlpito desde el que había hablado el Führer. Ahora estaba vacío. No había rastro del Führer por ningún sitio, era como si la tierra lo hubiese engullido. Igual que lo había hecho con los haces de luz que habían brotado de ella.
Los dos se unieron a los miles de asistentes que procesionaban detrás de las banderas y las antorchas. Y todos se encaminaron hacia Núremberg.
* * *
Aquella noche, Núremberg estaba completamente a oscuras, hasta que comenzaron a llegar las antorchas. Las antorchas y las banderas. Las antorchas ilumi naban las bellas fachadas medievales, los edificios góticos, las pequeñas y estrechas callejas de la ciudad vieja. La canción de Horst Wessel retumbaba por las plazas y las calles, en los puentes sobre el río Pegnitz. Para Hans Petersen, aquella noche, Núremberg era una ilusión, una fantasía, la expresión máxima de lo misterioso. Y para incrementar esa sensación, un fuerte viento comenzó a soplar sobre la vieja capital de Franconia y al viento, lo acompañó la lluvia. Sin embargo, el viento y la lluvia no impidieron que la procesión continuase, no impidieron que las banderas ondearan, y no provocaron que las antorchas se apagaran, porque ese fuego era el símbolo de lo eterno.
Era septiembre de 1936. Alemania les pertenecía. Europa no tardaría en hacerlo. Y quizás el mundo. Porque si penetráramos en la mente de Hans o de Kurt o de cualquiera que contemplara aquella noche la procesión que recorría las calles de la hermosa ciudad de Núremberg, el tronar de los tambores, el eco de las voces cantando al unísono el himno de partido, una y otra vez, el resplandor de las antorchas, el sonido de las banderas ondeando al viento, arropados por la oscuridad, mientras el viento los barría y la lluvia los empapaba, comprenderíamos que ese era el sonido del poder, el sonido del mañana. Y que nada ni nadie, en ese instante, les podía arrebatar su momento. Aquel era su tiempo, el tiempo de los lobos. Lobos que te observaban con sus pequeños ojos, ojos en los que se reflejaba la sangre de sus víctimas. La sangre que no tardaría en correr en Europa.
Hans sólo lamentaba que su madre no participase de todo eso. Helga había salido muy poco de la residencia desde que llegaron a Núremberg. Tan sólo el día del desfile y dos mañanas que su padre la llevó de compras. El resto del tiempo lo pasaba en la residencia de la DAF. Siempre ponía excusas. Decía que le dolía la cabeza, pues tenía fuertes jaquecas desde que nació Hans, o que se quedaba a leer, o que prefería escuchar música en la pequeña terraza de invierno de la residencia. Hans había empezado a sospechar que su madre no compartía muchas de las ideas del Führer, o que simplemente no le gustaban. Lo empezó a sospechar después de aquel comentario sobre los judíos que le hizo a su padre. Hans no sabía quiénes eran los judíos, pero le bastaba saber que al Führer no le gustaban, porque el Führer siempre tenía razón y, como le decían su padre y Herr Fritz, siempre tenía sus motivos. Hans Petersen tampoco sabía quién era el dios que había creado a los alemanes, porque su padre no se lo había explicado, pero empezó a intuir que no era ese Dios al que la gente rezaba en las viejas iglesias, porque Herr Fritz les explicó una vez, que el Führer nunca asistía a la iglesia. Lo más probable era, que fueran algunos de esos dioses que aparecían en su libro de mitos germánicos. Hans pensaba que tendría que preguntarle esas dudas que tenía sobre los judíos o sobre el dios que creó a su pueblo a Herr Fritz o a su hermano Harald. Sí, posiblemente se lo preguntaría a Harald. Su hermano era un soldado de las SS y, por lo tanto, mucho más listo e instruido que sus padres. Harald debía de ser tan listo casi como Herr Fritz. Hans decidió que la primera ocasión que tuviera, la aprovecharía para preguntarle sus dudas a Harald.
En aquel momento, Hans Petersen desconocía que eso no iba ser necesario.
* * *
A la mañana siguiente, Kurt y Hans recorrieron los lugares donde se concentraban muchos de los participantes en el congreso. Iniciaron su visita por Langwasser, el cuartel general de las Juventudes Hitlerianas durante el congreso. En aquel lugar, las Juventudes habían instalado un campamento con cuatrocientas tiendas de campaña, que acogían a casi diez mil miembros de la organización juvenil nazi. Durante un largo rato, Kurt y Hans contemplaron en silencio a los chicos de las Juventudes Hitlerianas mientras estos marchaban haciendo tocar sus tambores. A Hans le gustó que la disciplina que imperaba en aquel recinto fuese totalmente militar. Sabía que muy pronto él debería pertenecer a ese mundo, que como decía su padre, era el paso obligado para ser soldado. Él esperaba ansioso que llegara ese momento. Contaba los días que faltaban para poder ingresar en el Jungvolk.
Visitaron los grandes proyectos en construcción que se encontraban dentro del recinto del congreso del partido. Cerca de Langwasser, la organización dependiente de la DAF, Kraft Durch Freude, la fuerza a través de la alegría, estaba construyendo una nueva ciudad para acoger a los trabajadores en los congresos futuros. También muy cerca de la residencia de la DAF, donde se alojaba la familia Petersen, se encontraba en construcción el Kongresshalle, que estaba siendo diseñado por el arquitecto del Führer, Albert Speer.
Kurt y su hijo hicieron una breve parada en la gigantesca cervecería Frankenhalle, que tenía una capacidad para más de siete mil personas. Era allí, donde los camisas pardas de las SA recibían su constante avituallamiento de cerveza. Kurt pidió una gran cerveza, él siempre llamaba a la cerveza «el néctar de los dioses», y un refresco para el chico. La Frankenhalle era una típica casa bávara de madera. La casa estaba rodeada por un Biergarten, cientos de mesas y largos asientos donde Kurt y Hans se instalaron. Aunque era muy temprano, el Biergarten estaba ya prácticamente lleno. Hans estaba un poco asustado porque muchos de los camisas pardas estaban completamente borrachos, se subían en las mesas y entonaban canciones tradicionales e himnos del partido. Alrededor del Biergarten, había una gran cantidad de policías, que en ocasiones, obligaban a los camisas pardas a bajarse de las mesas, a lo que ellos respondían riendo y lanzando gritos de Heil Hitler!
De vuelta hacia la residencia, pararon en el Dutzendteich, el gran lago donde Hans dio de comer a los cisnes y a los patos. Ese día tenían que regresar pronto a la residencia. Su madre les esperaba para comer, porque esa tarde se celebraban «La llamada a los caídos» y la consagración de las banderas y los estandartes en la Luitpoldhain, en la que participaría Harald. Por lo tanto, en esta ocasión, Helga sí que los acompañaría.
* * *
La llamada a los caídos. La gran cita del nacionalsocialismo con la muerte. La muerte por la causa, el objetivo final de todo buen nacionalsocialista. La muerte heroica, la muerte en el campo de batalla, la muerte y el sacrificio supremo por la patria y el partido, eso era lo único que justificaba la vida, que le daba sentido. Hans Petersen lo sabía. Sabía que, como soldado, algún día tendría que morir de forma heroica luchando por su patria. Y como había aprendido aquellos días en Núremberg, luchando por el Führer. Porque el Führer y la patria eran lo mismo.
Sentado allí junto a sus padres, en la gigantesca tribuna de la Luitpoldheim, Hans Petersen pensó que nunca había visto, y que quizás nunca vería, una concentración de soldados como aquella. Todos los cuerpos de la Wehrmacht, las SS y las SA estaban formados allí, haciendo un gran pasillo por el que caminaban tres personas. El mar de banderas, que Hans había visto la noche del fuego, era ahora un mar de cascos. De cascos de hierro, de cascos de guerra.
Sentada junto a él, Helga Petersen estaba muy triste esa tarde. Sabía que entre aquella marabunta de soldados sería imposible ver a Harald, el único motivo por el que había acompañado a su marido hasta Núremberg. Y además, con el niño. Kurt no era la primera vez que asistía a ese acto, pero en ocasiones anteriores, ella y Hans habían permanecido en Berlín. Hans, ese era otro de los motivos por el que Helga se sentía triste y muy preocupada. Veía al chico muy excitado desde que llegaron a Núremberg. Toda esa historia de que quería ser soldado… un niño de tan sólo seis años sometido a toda aquella locura de propaganda, todo ese efectismo. Todo eso no podía ser bueno para él. Helga ya se preocupó cuando el chico comenzó a obsesionarse con ese libro de mitos germánicos que les mandó leer Herr Fritz, el libro que Hans llevaba a todas partes. Un día Helga ojeó el libro y, para qué engañarse, se escandalizó. Vale que ella conocía todas esas leyendas: la de Sigfrido, las valkirias, Wotan, el Valhalla, los nibelungos… Las conocía por Wagner, del que era una incondicional. Pero aquel libro… Helga consideraba que era un libro violento, sangriento, un libro «excesivo». Incluso llegó a pensar que sus ilustraciones resultaban pornográficas. Helga recordaba un dibujo del libro, un dibujo de Sigfrido. En él, el héroe aparecía dando muerte a Faffner, el dragón, con su gran lanza. Sigfrido aparecía desnudo, al igual que otros héroes, dioses y seres míticos que aparecían en el libro. Pero esos desnudos eran… bueno, pensó Helga, los nazis y su obsesión por la desproporción. Todo era desproporcionado en la nueva Alemania, los edificios, las estatuas o las concentraciones del partido. Lo que más le dolía era, que no podía compartir esas cosas con Kurt. Kurt era un funcionario del partido y un nazi convencido. Pero la educación del niño le preocupaba, la escuela de Dahlem, Herr Fritz, el libro sobre mitos germánicos, la propaganda constante, toda esa exposición a lo explícito. Helga había notado algo en Hans durante el desfile. Notó algo en sus ojos. Y ella era una experta en eso, en leer los ojos. Dentro de los ojos de su hijo brillaba algo, algo extraño aquella tarde. Como si durante aquellas dos horas, algo hubiese cambiado dentro del niño, como si este hubiese visto algo, percibido algo. Quizás sólo eran imaginaciones suyas, o la impresión que a Hans le pudo causar ver al Führer en persona, era la primera vez que lo hacía. Pero por otro lado…
Helga Petersen miró a su hijo. Pero este no le devolvió la mirada. El niño estaba absorto, mirando fijamente a los tres hombres que avanzaban por el pasillo entre la multitud de uniformes negros y pardos. Bueno, concretamente, sólo miraba a uno. Al que marchaba en el centro.
Hans Petersen observaba a las tres figuras que avanzaban entre las formaciones de hombres. El Führer iba en medio, con su gorra en la mano. Víktor Luzte, líder de las SA, caminaba a su derecha y Heinrich Himmler de las SS, a su izquierda. Sonaba una marcha fúnebre. Se dirigían hacia un pequeño monumento que había en el centro del Luitpoldhain. Allí, rodeado de seis pebeteros de los que brotaba el fuego, el símbolo de lo eterno, les esperaba una pequeña comitiva de tres hombres. El hombre que estaba en el centro de esa pequeña comitiva portaba la Bandera de Sangre. Bajo ellos, como si brotara del suelo, una pequeña llama eterna recordaba a los caídos del partido y del movimiento.
Cuando los tres líderes nazis llegaron a ese punto, se detuvieron. En todo el recinto reinaba un silencio sepulcral, todo el mundo parecía contener la respiración. Hans Petersen parecía imbuido de ese mismo espíritu que invadía a todos los presentes. Helga Petersen, que seguía mirando a su hijo, se dio cuenta que Hans ni siquiera pestañeaba.
Ante el monumento a los caídos, el Führer, Luzte y Himmler continuaban en silencio, con el brazo extendido en señal de saludo y la cabeza agachada, mirando fijamente la pequeña llama.
Dado por terminado el tributo, los tres hombres volvieron a caminar hacia la tribuna principal. La Bandera de Sangre marchaba tras ellos. Sonaban los acordes de La canción del camarada.
Mientras los tres hombres regresaban, Hans desvió la mirada hacia la tribuna y especialmente, hacia las tres gigantescas banderas de veinticuatro metros de altura que se desplegaban tras ella. Permaneció con la mirada fija en las banderas, hasta que el Führer ocupó su lugar en la tribuna.
Una vez en la tribuna, el Führer dio una orden. Todos los soldados se giraron hacia él. Ahora, sonaban los acordes de una marcha militar. En ese momento, los cientos de nuevos estandartes, los que iban a ser consagrados, hicieron su aparición. Todos llevaban bordado el lema Deutschland Erwache, ¡Despierta Alemania!, la que fuera la divisa del partido en sus apariciones electorales.
Cuando todos los estandartes quedaron frente al Führer, Himmler y Lutze se dirigieron a él, renovando la fidelidad de sus hombres hacia su figura. Adolf Hitler estaba solo, imperial, en el centro de la tribuna. La Bandera de Sangre ondeaba tras él. Un poco más rezagado, en un lateral, se encontraba su lugarteniente en el partido, Rudolf Hess. En aquella ceremonia, el Führer dijo sólo unas pocas palabras, cuando Lutze y Himmler terminaron el juramento de fidelidad:
Yo os saludo, como mis fieles y leales hombres de las SS y las SA de toda la vida. Sieg Heil!
Hans estaba entusiasmado. La fidelidad, una de esas cosas por las que quería ser soldado. Aún no entendía muy bien lo que esa palabra significaba, pero le encantaba, le gustaba mucho. Miró hacia sus padres. Su madre miraba a través de los prismáticos hacia el mar de uniformes negros, intentando buscar a Harald.
—No lo veo, Kurt —le dijo a su padre.
Hans no lo podía comprender. Él también quería a su hermano, a él también le hubiera gustado verlo, pero… ¿Cómo podía su madre buscar a Harald, cuando el Führer estaba allí presente? Hans no podía entenderlo. Aunque desde hacía unos días, no comprendía casi nada de su madre. Incluso cuando la miraba, no sentía lo mismo que antes. Y le costaba más. Le costaba más leer sus ojos.
Los estandartes comenzaron a ascender por las escaleras laterales de la tribuna principal. Jakob Grimminger, el guardián de la bandera sagrada, y el Führer se acercaron a los estandartes. El Führer llevaba cogida la Bandera de Sangre en su mano y con ella, tocaba cada estandarte. Sonaba repetitivamente el himno del partido, la canción de Horst Wessel. Un grupo de soldados de artillería lanzaban potentes salvas desde el centro del recinto, una por cada estandarte bendecido. Hans Petersen se vio obligado a taparse los oídos debido a las explosiones. Su cuerpo se estremecía con cada nueva explosión. Cerró los ojos y se maldijo por ello. Iba a ser soldado, no podía asustarse por algo así. Si lo viera, el Führer se enfadaría, no comprendería su comportamiento.
Porque ese comportamiento no era digno de un futuro soldado.
* * *
Hans Petersen corría, corría y corría por las estrechas callejas de la ciudad vieja de Núremberg. Sentía un fuerte dolor en los pies, pues iba descalzo, estaba empapado y tenía frío, porque igual que la noche que en compañía de su padre recorrió las calles de la vieja ciudad tras las banderas y las antorchas, esa noche, en su sueño, llovía y soplaba un fuerte viento. Y él volvía a estar desnudo.
Hans era consciente que era él, pero que él no era. Porque en su sueño, Hans Petersen volvía a tener su magnífico cuerpo de soldado, su cuerpo musculoso, un cuerpo construido a costa de un gran sacrificio físico.
Tampoco Núremberg parecía ser la misma ciudad que descubrió el día del desfile, ni la noche que acompañó a las banderas y las antorchas. Porque esa noche, mientras Hans corría y corría, lo hacía por calles vacías. Calles vacías por donde no desfilaban las banderas, ni las antorchas, ni los hombres cantaban el himno del partido, porque además, esa noche en las calles de Núremberg, no había hombres. Sólo Hans.
Esa noche, en las calles de Núremberg, aparte de él, sólo había lobos. Grandes manadas de lobos. Grandes manadas de lobos, que corrían por entre las callejas de la ciudad, grandes manadas de lobos que llenaban sus plazas, grandes manadas de lobos que descansaban sobre sus puentes. Hans Petersen corría entre los lobos, aunque estos no le hacían nada, sólo lo miraban con sus ojos amarillentos como si él fuera uno de ellos.
Hans se había dado cuenta de que esos lobos no eran como el gran lobo que vio sobre la pequeña pero escarpada montaña. El lobo que se parecía a Freki, el lobo que tenía los ojos del Führer. Estos eran lobos grises, lobos comunes, lobos que babeaban asustados, temblorosos, todos ellos iguales. Todos.
Hans Petersen corría hacia un punto concreto. Hacia un punto sobre el cual el cielo era rojo. Hans sabía que bajo el cielo rojo siempre se encontraba el lobo. Pero no esos lobos que corrían junto a él, sino el lobo que se parecía a Freki, el lobo que tenía los ojos del Führer.
Hans llegó a la Markplatz. Ese era el lugar. Porque sobre la Markplatz, el cielo era rojo. Sólo que la Markplatz en sí, había desaparecido. El lugar donde se encontraban las tribunas desde las que él y sus padres habían presenciado el desfile se había convertido en un enorme torbellino, un torbellino que penetraba hasta las entrañas de la tierra. Un torbellino que giraba y giraba. Un abismo.
Tras ese torbellino, tras ese abismo, en la base de la Frau enkirche, había un púlpito. Y tras él, se encontraba el lobo. El lobo que se parecía a Freki, el lobo de Wotan que aparecía en su libro de mitos germánicos. El lobo que tenía los ojos del Führer.
Ahora el rostro de Hans estaba iluminado. Y un sofocante calor lo invadía. Una luz y un calor que emanaban de una antorcha, una antorcha que Hans llevaba en su mano.
Los lobos habían desaparecido. Ahora, junto a él, al otro lado del abismo, del torbellino, había cientos de niños y niñas, chicos y chicas. Todos ellos portaban antorchas. Todos ellos miraban al lobo.
Todos ellos estaban desnudos, pero ninguno de ellos sentía vergüenza. Porque todos ellos tenían cuerpos perfectos, los cuerpos que tenían los héroes y los dioses en su libro de mitos germánicos. Cuerpos de soldado. Una pregunta sacudió a Hans. Todos esos niños, esas niñas, esos chicos y esas chicas, ¿eran esos los lobos entre los que él había corrido? ¿Había sido él mismo, uno de esos lobos?
Ahora todos ellos miraban a Freki. Y Freki, los miraba a ellos. En Freki brillaban los ojos fanáticos, los ojos feroces, los ojos diabólicos. Los ojos del Führer.
Hans observó que detrás del púlpito donde se encontraba Freki, la Frauenkirche ardía. Pero ardía por dentro. Las llamas eran visibles a través de sus vidrieras. Pero esas llamas, no salían del templo.
Un coro. Un coro se escuchaba en el interior del abismo, en el interior del torbellino. Hans había escuchado alguna vez ese coro, pero no sabía dónde, era muy pequeño, tenía muy poca memoria. Aunque en el sueño fuera mayor, aunque en el sueño fuera un soldado.
Sin saber cómo, un ente, un ser, emergió del interior del abismo. La noche se iluminó, como si de pronto se hubiese hecho de día, porque el ente, el ser, era muy brillante. De entre todos los niños, todas las niñas, todos los chicos y todas las chicas surgió una exclamación. Surgió cuando ese ente, ese ser voló por encima de ellos.
Hans estaba asustado, no sabía muy bien lo que era ese ser. Lamentó que en esos momentos sus padres no estuvieran allí junto a él. Aunque claro, eso no podía suceder. Porque sus padres no eran perfectos, no tenían el cuerpo de los héroes y los dioses de su libro de mitos germánicos. Porque sus padres no eran soldados.
Al volar por encima de ellos, Hans pudo darse cuenta que ese brillo, esa luz cegadora que salía del ser, del ente, era provocada por una especie de niebla que lo cubría, que lo ocultaba. Pero quedaba claro que dentro de aquella niebla, había algo, había alguien. Algo que los miraba, que los observaba, moviendo muy rápidamente su cabeza. Eso, podía distinguirse a través de la niebla que lo envolvía. También eran visibles más cosas, como una pequeña luz que se encendía constantemente a la altura del lugar donde el ser debía de tener la boca, como si fuera una pequeña llamarada. Y algo más, se escuchaba un aleteo. Pero no era el tipo de sonido que provocarían las alas de un ave. Era un aleteo metálico, como si grandes cuchillas de metal chocaran entre ellas.
El ser, el ente cubierto por la niebla, dio un rápido giro y voló. Voló hacia el lugar donde se encontraba Freki, y allí, sobre el púlpito del lobo, el ser al que la niebla cubría, quedó suspendido.
Todas las miradas se apartaron del ente que había surgido del abismo, del torbellino, y se concentraron en los ojos del lobo. Y el lobo concentró sus ojos en los de cada uno de los niños y de las niñas, de los chicos y de las chicas allí reunidos. Y les habló.
—Ya sabéis, soldados, que tenemos una misión. Vosotros sois los elegidos. Vosotros sois los nuevos portadores de la antorcha. Sois carne de mi carne, sangre de mi sangre, porque en vuestra joven mente domina el mismo espíritu que domina en mí. Ahora, quiero enseñaros algo.
Lentamente, una mano primero, y después un brazo, asomaron de entre la niebla que cubría al ser, al ente. Era una mano de chica, posiblemente, de una chica muy joven.
Después apareció otra. Otra mano. Y otro brazo. Una mano y un brazo de una piel muy blanca, blanca como la nieve.
Muy despacio, la mano se abrió. Y de ella brotó una potente luz, un potente haz de luz. Un haz de luz como los que iluminaron el cielo de Núremberg la noche que Hans asistió boquiabierto a ese prodigio llamado catedral de luz. Pasó lo mismo con la otra mano. Otro potente haz de luz brotó de ella.
Los haces de luz, uno al oeste de la plaza, otro al este, alumbraban dos grandes alambradas que habían surgido de la nada. Tras ellas, se apretujaba un gran número de personas.
Eran personas horribles, personas asquerosas que hacían cosas asquerosas, cosas que Hans ni siquiera comprendía. Aquellos que eran alumbrados por el haz que apuntaba al oeste, eran distintos a los que alumbraba el haz del este, pero en ambos lados, esas personas realizaban los mismos actos asquerosos.
En un momento determinado, cada uno de los portadores de la antorcha lanzó una exclamación. Hans también lo hizo.
Fue cuando, entre las personas que iluminaba el haz del oeste, distinguió a su madre, Helga Petersen.
El lobo, que seguía mirándolos fijamente a los ojos, dijo:
—Estos son los que como nosotros no son.
Y todos comprendieron.
Dicho esto, el lobo elevó su cabeza hacia el cielo, el cielo rojo, y aulló. Un gran espumarajo de baba cayó de su boca.
Sobre él, las manos de las que brotaban los haces de luz, se cerraron. La luz desapareció. Ahora, las manos del ser, del ente, que asomaban de entre la niebla que lo cubría, habían cambiado. Ya no eran las manos de una chica, las delicadas manos de una chica muy joven. Eran unas manos verduscas, viscosas, cubiertas por algo que se asemejaba a la piel de un reptil. Las uñas, unas uñas largas parecidas a las de las brujas de los cuentos, señalaron hacia las alambradas, donde aún ahora, a oscuras, se seguía escuchando a aquellos que como ellos no eran.
Y entonces, mientras el lobo aullaba y el ser, el ente, señalaba, todos, los niños y las niñas, los chicos y las chicas gritaron: Sieg Heil!
Y con sus antorchas como arma, corrieron contra ellos. Contra los que como ellos no eran.
* * *
Dio un fuerte alarido. Hans Petersen se incorporó en su cama. Helga se despertó sobresaltada y se arrojó de la cama que compartía con Kurt. Corrió por la oscura habitación hacia la cama de su hijo. Kurt, que también se había despertado, encendió la luz.
—Hans, hijo… ¿Qué ha pasado? ¿Qué te pasa? —preguntó Helga cuando llegó junto al niño.
Hans no contestó. Estaba muy blanco, con todo el pelo alborotado, cubierto por el sudor. Jadeaba.
—No te preocupes hijo, sólo ha sido un sueño, una pesadilla.
Helga puso su mano sobre la frente de Hans. Parecía que el chico tuviera fiebre. Le tomó el pulso. El corazón le palpitaba muy rápido, como si hubiese estado corriendo.
Helga acostó al niño en la cama y lo cubrió con las sábanas.
Hans odiaba esas cosas. Odiaba que su madre le pusiera la mano en la frente, le tomara el pulso o lo tapara con las sábanas. No se hace eso con un soldado. Qué pensaría su hermano si lo viera.
—Duérmete, Hans. Sólo ha sido un sueño. Mañana estarás bien —Helga Petersen besó a su hijo en la frente.
Otra cosa que Hans odiaba. Eso especialmente.
Antes de volver a dormirse, Hans escuchó cómo su madre le decía a su padre:
—Estoy muy preocupada, Kurt. El chico está muy nervioso, muy excitado. Quizás debería haberme quedado con el en Berlín, quizás no ha sido buena idea venir…
—No digas tonterías, Helga. El chico está bien, está disfrutando mucho de todo esto. Sólo ha tenido una pesadilla, eso es normal.
—Pero…
—Duérmete Helga, es muy tarde. Hablaremos mañana.
Hans se volvió a dormir. A la mañana siguiente no recordaría casi nada de esa pesadilla. Pero daba igual, porque aunque el consciente no lo haga, el subconsciente retiene todo, incluidos los sueños. Hans Petersen nunca le preguntó a su hermano Harald quiénes eran los judíos, ni quién era el dios que creó a su pueblo. Porque ya lo sabía.
* * *
La última mañana que Hans pasó en Núremberg, regresaron a la tienda que vendía recuerdos del congreso en la Königstrasse, como sus padres le habían prometido. Mientras que Kurt y Helga compraban algunos regalos para sus familiares y amistades de Berlín, Hans paseaba mirándolo todo por los pasillos. Había estado contemplando una serie de postales y estampas de Núremberg, y de líderes del partido. Especialmente le llamó mucho la atención una postal en la que se veían cuatro rostros, los de Federico el Grande, Otto Von Bismarck, el general Hindenburg y el propio Führer, Adolf Hitler, aunque era este último el único que él conocía. Ahora volvía a tener entre sus manos el pequeño organillo que tocaba el himno del partido; Hans sabía que su padre… cuando de repente vio algo. Dejó el organillo en la estantería, y lentamente, se acercó al nuevo objeto que había visto.
Era un cuadro. Un grabado que recordaba a las ilustraciones del libro que les hizo comprar Herr Fritz, impresionantes y gráficas figuras del universo germánico. En el grabado, sobre una gran roca, se veía la imagen de un guerrero. Sobre este, como suspendida en el aire, había una figura. Era una chica, una chica joven y hermosa, mucho más hermosa que las heroínas y las diosas que aparecían en el libro de mitos germánicos de Herr Fritz. Era muy blanca, casi transparente. Estaba desnuda y tenía la marca, la marca de las heroínas y las diosas, la marca que no tenía su madre. La chica era muy rubia, su pelo era casi blanco. Sobre su cabeza llevaba un casco dorado, y en este, dos pequeñas alas. Hans observó que el guerrero que enarbolaba la espada, tenía sangre en su filo, sin embargo parecía que no estaba peleando con nadie. Sobre ellos, el cielo era un gran torbellino, como un abismo.
Hans estaba tan entusiasmado mirando el cuadro, que no vio a la chica que se colocó detrás de él. Era muy joven, de unos quince años, llevaba dos largas trenzas rubias y el uniforme de la Liga de Muchachas Alemanas, la BDM. La chica puso su mano sobre el hombro de Hans y le preguntó:
—¿Te gusta?
Hans se sobresaltó. Miró a la chica, a sus grandes y despiertos ojos azules, y mientras volvía a mirar el cuadro, contestó:
—Sí, mucho.
—¿Cómo te llamas, chico?
—Me llamo Hans. Hans Petersen. Soy de Berlín.
Mientras hablaba con la chica, Hans no dejaba de mirar obsesionado el cuadro.
—¿Sabes quiénes son? —preguntó la chica.
—No, no lo sé. ¿Quiénes son? —preguntó Hans muy interesado.
—Él es Helgi, el guerrero, y ella es Kara, la valkiria. Mira, Hans, nuestros antepasados creían que todos los guerreros tenían una valkiria que los protegía en los combates. Las valkirias eran invisibles y estaban separadas de los mortales por una cortina de niebla. Pero esta valkiria, Kara, cometió un error. Se enamoró de Helgi, el guerrero al que debía proteger. El gran dios Wotan no permitía que entre ambos seres existieran sentimientos. La misión de las valkirias, una vez que el destino hubiera decidido que ellos murieran, era recoger sus almas y subirlas al Walhalla, la casa de los dioses. Pero nunca, nunca, podían enamorarse de ellos.
Hans estaba absorto escuchando el relato de la chica. Eso era lo que le gustaba a él, relatos de guerreros, de soldados, de seres legendarios que protegían a los guerreros. Quiso decirle a la chica, que de mayor, él iba a ser soldado, que su hermano Harald, ya era un soldado de las SS. Pero estaba tan entusiasmado con la historia del guerrero y la valkiria, que le preguntó a la chica:
—¿Y qué pasó luego?
—Un día Wotan llamó a Kara ante su presencia y le comunicó que había llegado el momento en que Helgi debía morir. Pero Kara estaba tan enamorada, que decidió romper la cortina de niebla que la separaba de Helgi para avisarle, y así, evitar su muerte. Pero, aún en nuestro mundo, las valkirias son invisibles. Estaban en mitad de una gran batalla. Helgi no vio que Kara sobrevolaba por encima de él, y al levantar la espada, le cortó la cabeza. La decapitó. Helgi no podría convertirse en un soldado inmortal ese día, porque ninguna otra valkiria podía subir su alma al Walhalla. Pero Wotan se enterneció tanto con la historia de la valkiria que se enamoró de un mortal, que permitió que Helgi muriera como un héroe y así, que el alma de los dos, de Helgi y de Kara, pudieran ascender juntas al Walhalla.
—Pero es una historia muy triste, ¿no?
—Sí, triste y trágica, Hans. Pero quizás así sea nuestro pueblo, triste y trágico.
Entonces, sin saber por qué, Hans hizo una pregunta que dejó tan sorprendida a la chica como a él mismo:
—Y en esa historia… ¿No aparecía un lobo? ¿Un lobo grande como…?
—No, Hans, en esa historia no salía ningún lobo —dijo la chica y señaló con el dedo—, el lobo está allí.
Hans se quedó petrificado, porque lo que la chica estaba señalando no era el retrato de un lobo. Era el retrato del Führer, de Adolf Hitler.
Pero además, no era un retrato cualquiera. Era el mismo retrato que lo miraba todas las mañanas desde lo alto, por encima de la pizarra de su clase en la escuela de Dahlem.
—Pero ese es el Führer, no es un lobo —los dos caminaron hacia el cuadro.
—Sí, Hans, es una fotografía de los primeros años de lucha, en Munich, en los años veinte —le explicó la chica—. Verás, en aquellos años, el Führer tenía entre sus camaradas un nombre en clave. Le llamaban Wolf. Lobo.
* * *
Hans y la chica, que era dependienta de la tienda, se acercaron al mostrador con los dos cuadros, donde los padres de Hans acababan de pagar.
—Su hijo quiere estos dos cuadros. ¿Se los pongo? —dijo la joven dirigiéndose a Kurt y a Helga.
Los padres de Hans miraron los cuadros. Helga contempló horrorizada el rostro de Hitler, que le pareció el retrato más siniestro que había visto del líder nazi.
—Los dos no, son muy caros… —estaba diciendo Kurt, cuando la chica le dijo:
—No, paguen sólo el del Führer, el cuadro de la valkiria y el guerrero se lo regalo yo al chico.
—¿Este retrato del Führer es muy antiguo, no? —preguntó Helga a la joven.
—Sí, es de los primeros años de lucha —contestó la joven—. Incluso creo, que fue la fotografía que se utilizó en una de las primeras ediciones del Mein Kampf.
Helga volvió a mirar la foto del Führer. Y no pudo evitar sentir un estremecimiento.
* * *
Esa noche todo Núremberg, pero también toda Alemania, esperaba ansiosa el discurso que el Führer iba a ofrecer ante la cúpula política del partido, el discurso que iba a poner el punto y final al congreso anual del NSDAP, del Partido Nacionalsocialista. Era por eso, que esa noche, toda Alemania en sus casas, en las tabernas, las cervecerías, en las ciudades y en el campo, toda la nación, estaba reunida delante de la radio.
Hans y Kurt esperaban el discurso en el salón de actos de la residencia de la DAF, que estaba ya repleta de fanáticos seguidores del partido y donde habían instalado un gigantesco receptor de radio, la conocida como Volksempfänger, la radio del pueblo. Hans tenía uno de esos receptores en su casa de Dahlem, uno de los pequeños, de los que costaban treinta y seis Reichsmarks, pero en el que iban a escuchar la alocución de esa noche, a través de la emisora de la Radio del Reich, era de los grandes, de los que costaban setenta y seis Reichsmarks. Su padre le había comentado que gracias al bajo costo de los receptores de la radio del pueblo, Alemania había superado en receptores por habitante a Estados Unidos, algo muy meritorio.
Helga no había acompañado a Hans ni a Kurt una vez más. Le dolía otra vez la cabeza, algo que se estaba convirtiendo ya en habitual. Pero a Hans ya no le engañaba. Hans estaba empezando a conocer la naturaleza oculta de su madre. Había visto cómo su madre miró el cuadro del Führer que habían comprado esa misma mañana. Pero a Hans eso ya le daba igual. En cuanto llegaran a Berlín, le pediría a su padre que le colgara los cuadros en su habitación, el de la valkiria en la pared detrás de la cabecera de su cama, porque él iba a ser un soldado, un guerrero, y necesitaba que uno de esos mágicos seres le protegiera. Y el del Führer, en la pared frente a su cama, y así, sería lo primero que viera cada mañana al despertarse y lo último cada noche antes de dormir. Y le daba igual lo que pensara su madre. Porque ella no era su madre. Ni Kurt su padre. Porque todos ellos, todos los niños, todos los jóvenes, eran los hijos del Führer. Sus padres actuales los estaban educando, cuidando, alimentándolos, pero en un momento dado, el Führer los llamaría a su lado. Hans lo sabía, porque se lo había dicho el Führer. No sabía cuándo, quizás lo escuchó en alguno de sus discursos, pero de una cosa estaba seguro: que el Führer lo había dicho.
En esos pensamientos andaba Hans, mientras el locutor de la Radio del Reich describía grandilocuentemente lo que sucedía. La llegada del Führer y la cúpula del movimiento nacionalsocialista, la entrada de la Bandera de Sangre, los estandartes… hasta que de pronto, una voz familiar, la voz de Rudolf Hess, anunció:
—¡Habla el Führer!
Y en el salón de la residencia de la DAF en Núremberg, se hizo el silencio. Adolf Hitler dio comienzo a su gran discurso:
«El congreso del movimiento está llegando a su final. Lo que quizás parezca una gigantesca escenificación de poder político, a los que están fuera de nuestras filas, ha sido mucho más para los cientos de miles de luchadores. El gran encuentro personal y espiritual de los viejos combatientes y compañeros de lucha.
Pese a la evidente grandiosidad de esta revista del partido, puede que algunos se acuerden, con nostalgia en el corazón, de los días en que aún era difícil ser nacionalsocialista. Estando aún nuestro partido, formado por siete hombres tan solo, ya enunció dos propósitos: primero quería ser un partido con una auténtica ideología y, segundo, quería ser sin condiciones, el único y exclusivo poder en Alemania. Tuvimos que permanecer como partido minoritario, pues movilizábamos en la nación las cualidades de la lucha y el espíritu de sacrificio, los cuales nunca han residido en la mayoría, sino siempre en la minoría. Una vez que la élite racial de la nación alemana, auto evaluándose con orgullo, reclamó audazmente el liderato del Reich y del pueblo, este se reunió. El pueblo alemán está contento al saber que el fantasma de la huida eterna, ha sido sustituido por un punto de referencia fijo. Aquel que se siente y se sabe portador de la sangre más pura, ha arrebatado el liderato de la nación y está decidido a conservarlo, llevarlo a cabo y no abandonarlo nunca. Inevitablemente, sólo una parte del pueblo está formada por luchadores activos. De ellos, se exige más que de los otros millones de compatriotas. A ellos, no se les llega con hacer la confesión «Yo creo», sino el juramento «Yo lucho». El partido va a ser para siempre, la élite del pueblo alemán que lleve el liderato político. Será invariable en su doctrina, adaptable en su táctica; en su conjunto, sin embargo, como una orden religiosa. El objetivo consiste, en que todos los alemanes decentes se conviertan en nacionalsocialistas, aunque sólo los mejores nacionalsocialistas deben ser miembros del partido.
Antaño, nuestros enemigos procuraron librar al movimiento de elementos inferiores que iban apareciendo en este, mediante prohibiciones y persecuciones ocasionales. Hoy en día tenemos que examinarnos y deshacernos nosotros mismos de aquello que resulte ser malo y que por eso, en el fondo no forma parte de nosotros. Es nuestro deseo y nuestra voluntad, que este Estado y este Reich perduren los próximos milenios. Podemos ser felices sabiendo que el futuro nos pertenece por completo. Quizás los que ya tienen una cierta edad pueden vacilar; pero sólo cuando colaboremos todos en el partido para encarnar lo más elevado del pensamiento y del ser nacionalsocialista, el partido constituirá un pilar eterno e indestructible del pueblo y del Reich alemán. Entonces, el magnífico y glorioso ejército, orgullosa y ancestral institución armada de nuestro pueblo, va a tener a su lado a la dirección política del partido, que no tiene menos tradición, para que, entre ambas instituciones eduquen y fortalezcan al hombre alemán y lleven sobre sus hombros al Estado alemán, al Reich alemán.
A estas horas dejan ya la ciudad decenas de miles de militantes del partido. Mientras unos aún evocan el congreso en su memoria, otros ya empiezan a preparar la siguiente convocatoria. Y de nuevo, las gentes vendrán y se irán, y en cada nueva ocasión saldrán emocionadas y entusiasmadas. Pues la idea y el movimiento son la expresión viva de nuestro pueblo y, por lo tanto, un símbolo de lo eterno.
¡Viva el movimiento nacionalsocialista! ¡Viva Alemania!».
En ese momento, la residencia de la DAF estalló. Los fieles seguidores del partido gritaban, chillaban Heil Hitler! y Sieg Heil!, muchos de los asistentes, sobre todo las chicas, se abrazaban. El mismo ambiente se escuchaba a través de la Radio del Reich, hasta que la voz de Rudolf Hess volvió a tronar:
El partido es Hitler. Hitler, sin embargo, es Alemania como Alemania es Hitler. Hitler Sieg Heil! Sieg Heil! Sieg Heil!
Fue el éxtasis, la locura colectiva total. La canción de Horst Wessel, el himno del partido, atronó a través de la radio. Y Hans Petersen permaneció allí, con el brazo levantado en señal de saludo, cantando una letra que no entendía, después de haber escuchado un discurso que no había entendido. Pero todo eso daba igual. Hans Petersen había llegado siete días antes a Núremberg siendo un niño de seis años, cuya máxima ilusión en el mundo era ser soldado. Pero algo había cambiado en él, algo había cambiado para siempre. El círculo se seguía cerrando, en el interior de su cerebro el reloj proseguía su lenta y trágica cuenta atrás. En sus ojos ya brillaba la llama. Su cuerpo ya sentía la fiebre. En unas pocas horas, Hans Petersen dejaría Núremberg. Pero espiritualmente no lo dejaría nunca.
De todas las palabras que había escuchado durante esos días, había una que le gustaba sobre todas ellas. Combatiente. Aquella noche en la residencia de la DAF, Hans Petersen se juró que el resto de su vida sólo sería eso, un soldado y un combatiente. Un soldado y un combatiente del nacionalsocialismo.