Capítulo XV
CEDRIC CUMPLE OCHO AÑOS

BEN se fue a California con su hijo, y por cierto en posición muy desahogada. Unos días antes de marcharse mantuvo una entrevista con el señor Havisham, en la cual éste le manifestó que el conde quería hacer algo por el muchacho, que bien podía haber pasado por lord Fauntleroy, y pensaba que no era mala idea comprarle una hacienda con ganado incluido, poniendo a Ben al frente, en condiciones muy ventajosas para él y que aseguraran el porvenir del chiquillo. Así es que, al regresar a California, Ben iba en calidad de dueño representante de un rancho, que era casi como suyo propio y que podía serlo en un futuro, como sucedió en realidad al cabo de unos años. Tom llegó a ser un robusto joven que llegó a querer mucho a su padre; tuvieron mucha suerte y fueron muy felices, tanto que Ben solía decir que Tom le compensaba de todos los disgustos que había tenido.

Pero tanto Dick como el señor Hobbs, que también habían ido con los otros para hacer que los asuntos quedasen arreglados como era debido, tardaron más en volver a Nueva York. Desde luego, se decidió que el conde daría a Dick una fuerte suma de dinero, y le pagaría además una buena instrucción; y el señor Hobbs, por su parte, pensó que, como había dejado la tienda en manos de un suplente de toda confianza, podía esperar para participar en los festejos con los que debía celebrarse el octavo cumpleaños de lord Fauntleroy. Fueron invitados a la celebración todos los arrendatarios del condado; en los jardines hubo banquetes, bailes y juegos por la tarde, y por la noche, cohetes y fuegos de artificio.

—Lo mismo que el 4 de Julio —decía Cedric al señor Hobbs—. Es una lástima que mi cumpleaños no sea el 4 de julio, porque entonces podríamos celebrarlos juntos.

Es preciso indicar que el conde y el señor Hobbs intimaron todo lo que habría sido deseable para la aristocracia británica: el conde había conocido a muy pocos tenderos de ultramarinos en su vida, y como el señor Hobbs no tenía ningún amigo aristócrata, en las entrevistas, poco frecuentes, la conversación no resultaba muy animada.

Lord Fauntleroy había enseñado al señor Hobbs todo lo que a él le había parecido necesario para ponerle al corriente de la vida de los aristócratas.

La verja de entrada y los leones le habían impresionado al principio; pero cuando vio el castillo, los jardines, los invernaderos, las terrazas, los pavos reales, los calabozos, las cuadras y los criados, vestidos con sus trajes de librea, creyó verdaderamente volverse loco. Sin embargo, lo que dio el golpe final, fue visitar la galería de retratos.

—Es como un museo, ¿no? —preguntó a lord Fauntleroy, cuando éste le acompañaba a visitarlo.

—No me parece a mí que sea como un museo —contestó Cedric, algo dudoso—. Mi abuelo dice que son mis ascendientes.

Y entre que Cedric no pronunció bien la última palabra y que el señor Hobbs no la había oído nunca, se armó tal lío, que creyó que todos eran retratos de hermanos, y cayó sobre una silla, mirando a su alrededor con una cara que demostraba admiración y a la vez desconcierto, hasta que por fin pudo convencerle Cedric de que no eran todos hermanos.

El niño juzgó necesario llamar en su ayuda a la señora Mellon; el ama de llaves sabía todo lo referente a los retratos: quién y cuándo se habían pintado, y además muchas románticas historias de las ladies y los lores retratados. Cuando el señor Hobbs hubo comprendido algunas de estas historias, quedó fascinado, gustándole la galería de los retratos más que ninguna otra cosa. Venía muchas veces de la posada de Dorincourt, donde se hospedaba, a visitarla, y se pasaba media hora mirando a las señoras y los caballeros pintados, los cuales también le miraban, mientras movía la cabeza sin cesar.

—¡Y todos ellos eran condes! —solía exclamar—. O casi tanto como condes. ¡Y Cedric será uno de ellos y dueño de todo!

En su interior no sentía ya tanto desprecio hacia los condes ni hacia su modo de vivir, y se puede ciertamente dudar si sus convicciones, tan estrictamente republicanas, no quedaron debilitadas por su más íntimo contacto con los castillos, los ascendientes y todo el resto que había visto. Un día expresó una idea tan notable como inesperada.

—Yo no hubiese tenido ningún inconveniente en ser uno de ellos —dijo, realizando una enorme concesión.

¡Qué día tan grande fue aquél en el que el pequeño lord Fauntleroy cumplió ocho años, y cuánto disfrutó el conde! ¡Qué bien engalanado estaba el parque, lleno de gente que lucía sus mejores atuendos! ¡Cómo ondeaban las banderas sobre la tienda de campaña y en lo alto del castillo! Todas las personas que pudieron se dieron cita en aquel parque y todos estaban verdaderamente contentos de que el pequeño lord Fauntleroy siguiese siéndolo y llegara un día a ser conde y dueño del condado. Todos querían verle, lo mismo que a su hermosa y cariñosa madre; y hasta el conde les inspiraba más simpatías y se sentían mejor dispuestos hacia él, no sólo por la fe y el cariño que tenía depositado en el niño, sino porque había hecho las paces con la madre del heredero y se portaba muy bien con ella. Se decía que hasta empezaba a quererla y que entre el niño y su madre llegarían, con el tiempo, a hacer del conde un anciano bien educado, y todos entonces serían más felices.

¡Cuántas docenas de personas se congregaban bajo los árboles, en las tiendas de campaña y sobre el césped! Labradores con sus trajes de fiesta, labradoras con las mejores pañoletas sobre sus cabezas, muchachas con sus novios, niños corriendo y jugando; el castillo estaba lleno de señoras y caballeros que venían a presenciar las diversiones, dar la enhorabuena al conde y a conocer a la señora Errol. Entre ellos estaban lord y lady Lorridaile, sir Tomás Asshe con sus hijas, el señor Havisham, la preciosa Vivían Herbert, con el traje blanco más bonito de aquella fiesta y rodeada de un corro de caballeros cada vez mayor para atenderla; aunque se veía con toda claridad que a ella quien más le gustaba era lord Fauntleroy. Y cuando éste la vio y corrió a abrazarla, ella también le abrazó y besó con el mismo cariño que si hubiera sido su hermano predilecto, y le dijo:

—¡Querido lord Fauntleroy! ¡Me alegro tanto de verle y de que todo haya terminado bien!

Anduvo con él por el castillo y los jardines, y le pidió a Cedric que se lo enseñase todo. Fauntleroy le presentó a Dick y al señor Hobbs, y le dijo:

—Éste es mi viejo amigo el señor Hobbs, y éste mi otro amigo, Dick, señorita Vivian; les dije lo bonita que es usted, y que la verían si venía usted el día de mi cumpleaños.

Ella extendió su mano a los dos, para que ellos la besaran; habló con ellos muy amablemente y les hizo preguntas sobre América, el viaje que habían realizado y la vida que hacían en Inglaterra. Mientras, Fauntleroy, a su lado, la contemplaba entusiasmado, con las mejillas sonrosadas de placer, porque veía que tanto al señor Hobbs como a Dick les había gustado mucho su amiga.

—¡Vaya! —exclamó solemnemente Dick, una vez que se alejaron—. Es la chica más gitana que he visto. Es… como una rosa; eso es, sin lugar a dudas.

Todo el mundo se la quedaba mirando cuando pasaba.

Y todos los caballeros estaban un poco celosos de Cedric. El sol brillaba, había juegos y bailes y, según iba avanzando la tarde, Su Excelencia, lord Fauntleroy, se sentía más feliz. El mundo entero le parecía hermosísimo.

Había otra persona que también se sentía muy feliz. Era un anciano que pocas veces lo había sido, a pesar de sus inmensas riquezas; la razón no debía ser otra que ahora él mismo era mejor. No se había vuelto repentinamente tan bueno como le creía Cedric; pero, al menos, había empezado a amar a sus prójimos y varias veces había experimentado una especie de placer, realizando las obras de caridad que le había indicado el chiquillo, y por algo se empieza. Además, cada día estaba más encantado con su nuera; era cierto, como decía la gente, que empezaba a quererla. Le gustaba oír su dulce voz y ver su rostro tan agradable; la observaba mientras él estaba sentado en la butaca delante de la chimenea, mientras hablaba con su hijo o escuchaba las lecturas con que Cedric solía amenizar las veladas. Empezaba a comprender cómo el chico, a pesar de haber vivido en un barrio modesto de Nueva York y haberse tratado con tenderos y limpiabotas, estaba tan bien educado que no avergonzaba a nadie, ni aun cuando la rueda de la fortuna le había transformado en un lord inglés y le llevó a vivir a un castillo de Inglaterra. Y sabía que todo esto lo había conseguido su madre, con el cariño y el amor que le demostraba al pequeño y con sus buenos sentimientos. Entendía perfectamente por qué su hijo había preferido permanecer al lado de esa joven, antes que volver al ambiente de crueldad y odio que había vivido en Dorincourt. Y ahora no se sentía disgustado por ello. Comprendía perfectamente que su hijo había sido muy feliz mientras había vivido al lado de aquella hermosa y bondadosa joven y sólo le apenaba que los acontecimientos que se habían desarrollado a partir de la muerte de su hijo Mauricio no hubieran sucedido antes de la muerte del capitán Errol, su hijo menor.

Cuando el día de la celebración del cumpleaños de Fauntleroy el conde le veía andar por el parque entre la gente, hablando con los que conocía y contestando con buenos modales a los que le saludaban, haciendo los honores a sus amigos Dick y el señor Hobbs, o de pie junto a su querida madre y la señorita Herbert, oyéndolas hablar, el noble anciano se sentía muy orgulloso de su nieto, y su satisfacción llegó al colmo cuando entraron en la tienda de campaña, donde los arrendatarios de mayor importancia estaban comiendo alegremente.

Llegaron a los brindis; después de haber bebido a la salud del conde con bastante más entusiasmo del que solía despertar su nombre, alguien propuso hacerlo por el pequeño lord Fauntleroy, y si hubiese existido la menor duda sobre las simpatías que inspiraba el niño, en aquel momento hubieran quedado desvanecidas por completo. ¡Qué cantidad de aplausos llegaron a sonar! Era tanto lo que le querían aquellas personas, que hasta se olvidaron de las señoras y caballeros allí presentes. Hicieron un notable alboroto, y una o dos matronas, mirando al pequeño, que tenía a un lado a su madre y al otro al conde, se dijeron una a otra, con los ojos anegados de lágrimas:

—¡Dios le bendiga! ¡Qué guapo y bondadoso es!

El pequeño lord Fauntleroy estaba encantadísimo. Sonreía y saludaba, enrojecido de placer.

El conde apoyó la mano sobre el hombro del niño y le indicó:

—Fauntleroy, dales las gracias por su amabilidad.

El niño le miró y luego miró a su madre, preguntándole con algo de vergüenza:

—¿Es preciso?

La señora Errol sonrió, lo mismo que la señorita Herbert, y las dos inclinaron la cabeza en señal de asentimiento. Entonces Cedric dio un paso adelante. Todos se le quedaron mirando, expectantes. Habló lo más claro que pudo, haciendo resonar su voz infantil:

—Les estoy muy agradecido… y deseo que se diviertan mucho… porque yo me he divertido muchísimo… y estoy muy contento de llegar a ser conde. Al principio no me gustaba, pero ahora me gusta mucho… me parece hermoso y… y… cuando sea conde procuraré ser tan bueno como mi abuelo.

Entonces se retiró entre gritos y aplausos, dando un suspiro de contento; asió la mano del conde y se acercó sonriendo hasta lograr apoyarse contra él.

Acabada ya la fiesta, todos se retiraron a sus casas, felices y contentos por los últimos acontecimientos ocurridos en Dorincourt, que habían sido completamente favorables al pequeño lord Fauntleroy.

Por su parte, el señor Hobbs se quedó tan fascinado por la sociedad elegante y tan reacio a separarse de su amiguito, que encargó al abogado de Nueva York, señor Harrison, que traspasara su tienda de Nueva York y se cobrara la minuta por las gestiones realizadas, y con lo que le sobró se estableció en Erleboro, donde abrió otra tienda de ultramarinos que tuvo mucho éxito, ya que era la encargada de proveer al castillo y, aunque el conde y él no llegaron a intimar, Hobbs llegó con el tiempo a sentirse más aristocrático que el mismo conde. Todos los días leía las noticias de la corte, y seguía con gran interés las sesiones de la Cámara de los Lores.

Al cabo de diez años, al preguntarle Dick, que había terminado estudios universitarios y fue a visitar a sus amigos, si no deseaba el señor Hobbs regresar a América, éste contestó, moviendo la cabeza:

—¡Quiero volver a visitar América! Pero no volvería a vivir allí. Quiero estar cerca de Cedric y cuidarle en lo que pueda. América es bastante buen país para jóvenes emprendedores como tú; pero tiene sus defectos: no hay entre ellos ni un solo conde.

FIN