Capítulo V
EN EL CASTILLO

ERA ya bastante tarde cuando el carruaje, ocupado por el pequeño Cedric y el señor Havisham, entró en la avenida que conducía al castillo. El conde había ordenado que su nieto llegase a la hora de la cena; y por una razón, que mantenía en secreto, había mandado también que el niño entrase solo en la habitación donde pensaba recibirle.

Mientras el coche recorría la avenida, lord Fauntleroy, apoyado cómodamente en los almohadones, miraba el paisaje con gran interés. Todo lo que veía le llamaba la atención: el coche, con sus hermosos caballos y relucientes arneses; el cochero tan gordo y el lacayo tan alto…

Cuando el carruaje llegó a la verja que rodeaba los jardines, asomó la cabeza por la ventanilla para ver mejor los enormes leones de piedra que adornaban la entrada. La verja fue abierta por una mujer de aspecto maternal, que salió de una bonita casa cubierta de hiedra. También salieron de la casa dos niños que se quedaron mirando a lord Fauntleroy con los ojos abiertos de par en par. Lord Fauntleroy se quitó la gorra para saludarles, mientras el coche se alejaba.

—Me ha caído bien esa mujer —ponderó lord Fauntleroy—. Parece que quiere a los niños. Me gustará venir aquí a jugar con sus hijos. ¿Tendrá bastantes para formar una compañía?

El señor Havisham no se atrevió a decir que no le sería permitido trabar amistad con los hijos del portero. Pensó que habría tiempo suficiente para darle esta noticia.

El coche siguió rodando entre los hermosos árboles, que crecían a uno y otro lado de la avenida y extendían sus ramas por encima de ella. Cedric no había visto en su vida árboles como aquéllos, tan grandes y majestuosos y con ramas que brotaban de los inmensos troncos desde tan abajo. Entonces todavía no sabía que el castillo de Dorincourt era uno de los más hermosos de Inglaterra y que su parque era Uno de los mayores y mejores, con árboles que no tenían rival. Pero lo que sí le decían sus ojos era que todo era muy hermoso. Sentía un extraño y gran placer en la contemplación de la belleza, que entreveía por debajo y entre las ramas caídas… Se levantó varias veces al ver saltar algún Conejo entre el césped y correr con el rabo blanco muy tieso. En otro momento, una bandada de perdices echó a volar, y entonces empezó a gritar y a palmotear.

—Nunca he visto un sitio más hermoso, señor Havisham. Es más bonito que Central Park.

Estaba aturdido por el tiempo que tardaban en llegar al castillo.

—¿Cuánto hay —preguntó al señor Havisham— desde la verja hasta la puerta del castillo?

—Más de tres millas —contestó el abogado.

—¡Vaya una distancia! ¿A quién se le habrá ocurrido levantar la verja tan lejos de la casa?

Poco después divisaron el castillo, que se alzaba ante ellos con su majestuosa belleza y color ceniciento. Los Últimos rayos de sol ponían deslumbradores reflejos en los cristales de sus numerosas ventanas. Sus muros estaban recubiertos por hiedra; tenía torreones, almenas y torrecillas.

—¡Oh! Parece el palacio de un rey —exclamó, asombrado—; en un libro de hadas vi uno muy parecido.

La puerta principal estaba abierta de par en par, y muchos criados, formados en dos filas, le observaban atentamente. Pensó qué harían allí y admiró impresionado sus libreas. No se daba cuenta de que estaban allí para rendir los honores al lord que un día iba a heredar todas aquellas propiedades. Sólo dos semanas atrás estaba todavía sentado al lado del señor Hobbs entre las patatas y las latas de melocotón, con las piernas colgando del taburete, de modo que aún le era imposible darse cuenta de que él tuviese alguna relación con todo aquel esplendor. Delante de los criados había una señora anciana, vestida de seda negra. Al entrar Cedric en el vestíbulo, se encontró a su lado, y creyó, por la mirada que le dirigió, que iba a hablarle. El señor Havisham, que llevaba al niño de la mano, se detuvo.

—Éste es lord Fauntleroy, señora Mellon —dijo—. Lord Fauntleroy, ésta es la señora Mellon, el ama de llaves.

Cedric le tendió la mano y sus ojos brillaron de alegría.

—Ah, usted es la que nos mandó la gata. Muchas gracias.

El rostro de la señora Mellon expresó tanta satisfacción como antes la había expresado la sonrosada cara de la portera.

—Hubiese reconocido a Su Excelencia en cualquier parte —le comunicó al señor Havisham—. Es el vivo retrato de su padre. Éste es un día grande, señor Havisham.

Cedric se quedó pensativo intentando averiguar por qué sería éste un gran día, y miró con curiosidad a la señora Mellon.

—La gata dejó aquí dos gatitos preciosos, lord Fauntleroy —explicó el ama de llaves—, y los mandaré al cuarto de jugar de Vuestra Excelencia.

El señor Havisham, entonces, le dijo algunas palabras en voz baja.

—En la biblioteca, señor —contestó ella—. Y ha dado orden de que Su Excelencia entre solo.

Unos minutos después, el ayuda de cámara que acompañaba a Cedric abría la puerta de la biblioteca y anunciaba:

—Lord Fauntleroy, Milord.

A pesar de lo humilde de su condición, el criado comprendía la importancia del momento en que el muchachito, recién llegado de su país y de su hogar, se presentaba ante el anciano conde, cuyo rango y título había de heredar.

Cedric entró en la estancia. Era una habitación inmensa, espléndidamente amueblada, con las paredes cubiertas de estantes llenos de libros.

Al principio, Cedric creyó que no había nadie en la habitación, pero pronto pudo ver que junto al fuego de la inmensa chimenea y sentado en un gran sillón había una persona, que ni siquiera se volvía a mirarle. Más, cuando menos, había llamado la atención de alguien.

Junto a la butaca, tumbado en el suelo, había un enorme mastín, casi tan grande como un león, y este imponente animal se levantó para dirigirse hacia el recién llegado con pesados pasos. Entonces, la persona sentada junto al fuego empezó a hablar:

—¡Dougal! —llamó—, ¡vuelve aquí ahora mismo!

El pequeño lord Fauntleroy no sintió ningún temor ya que siempre había sido un muchacho valiente. Puso una mano sobre el collar del perrazo con la mayor naturalidad del mundo y los dos se dirigieron hacia el conde. Durante el trayecto, Dougal no dejó de olisquear a Cedric. Por fin, el conde se decidió a levantar los ojos. Lo que Cedric vio fue un anciano con el cabello y las cejas blancos como la nieve, y una nariz aguileña, entre dos ojos hundidos y de adusta mirada. Lo que el conde vio fue una graciosa e infantil figura, vestida de terciopelo negro, con un cuello de encaje blanco, unos rizos rubios que rodeaban un rostro varonil, cuyos ojos le dirigían una inocente y amistosa mirada. El corazón del conde, a pesar de ser tan duro, se conmovió orgullosamente al ver cuán esbelto y hermoso era su nieto y con qué tranquilidad le contemplaba, mientras seguía acariciando a Dougal. Al arisco conde le gustaba que el niño no demostrase temor ni timidez, ni hacia él ni hacia el perro.

—¿Es usted el conde? —Preguntó entonces Cedric—. Yo soy su nieto, el que ha venido con el señor Havisham. Soy lord Fauntleroy —y le tendió la mano, ya que le pareció que era lo más apropiado y cortés que podía hacer, aun cuando se tratase de un conde—. Espero que se encuentre usted bien y me alegro mucho de conocerle.

El conde le estrechó la mano, con un brillo de satisfacción en sus ojos. Estaba tan asombrado que no sabía qué decir.

—¿Así que estás contento de verme? —preguntó, por fin.

—Sí, señor —contestó Cedric—, muy contento.

Al lado de la butaca había una silla en la que tomó asiento; era una silla muy alta, con un enorme respaldo, y aunque no le llegaban los pies al suelo, se sentía cómodo.

—He estado imaginándome muchas veces cómo sería usted —observó—. En ocasiones, cuando estaba acostado en la litera del barco, pensaba si se parecería usted a mi padre.

—¿Y me parezco? —preguntó el conde.

—Creo que no, pero yo era muy pequeño cuando él murió y no le recuerdo muy bien.

—Imagino que esto te habrá defraudado, pues —dijo su abuelo.

—¡Oh, no! —Respondió cortésmente Cedric—. Claro que me hubiera gustado que se pareciera a mi padre, pero, por supuesto, es una alegría ver a mi abuelo aun cuando no se parezca en nada a mi padre. Ya sabe usted la admiración que nos causan los parientes. Además —continuó—, todos los chicos quieren a sus abuelos, sobre todo cuando son tan buenos como usted lo ha sido conmigo.

Los ojos del aristócrata brillaron de nuevo de satisfacción.

—¿Así que he sido bueno contigo? —preguntó.

—Sí —contestó lord Fauntleroy—, y le estoy muy agradecido por lo de Brígida, por lo de la mujer de las manzanas y por lo de Dick.

—¿Cómo? —se interesó el conde.

—Sí —empezó a explicar Cedric—, son las personas a las que socorrí con su dinero; el dinero que usted indicó al señor Havisham que dispusiera para mis gastos.

—¡Ah! ¿A eso te refieres? ¿Al dinero que te di para tu uso particular? ¿Qué compraste con él? Me gustaría saberlo.

—¡Claro! —Exclamó Cedric—, usted no está enterado de lo de Dick, de lo de la mujer de las manzanas y de lo de Brígida. Se me olvidaba que usted vive muy lejos de ellos. Eran íntimos amigos míos, y como Miguel tenía fiebre… Miguel es el marido de Brígida, y están pasando grandes apuros. Ya sabe usted lo que pasa cuando un hombre se pone enfermo y no puede trabajar y tiene diez hijos. Además, Miguel no se emborracha nunca. Brígida venía a casa llorando, y la tarde que vino el señor Havisham, ella estaba en la cocina, hablando con mi madre y llorando, porque apenas tenían nada para comer. Normalmente mi madre la socorría cuanto podía y le daba comida. Yo entré en la cocina para saludarla y el señor Havisham me llamó y me dijo que usted le había dado dinero para mí, y corrí y volví a la cocina a llevárselo a Brígida. Con eso se arregló todo; ella no podía creérselo. Por esto le estoy tan agradecido.

Mientras Cedric hablaba, Dougal se había echado al lado de la silla alta. Varias veces se había vuelto para mirar al chico, como si estuviera interesado en lo que decía. Dougal era un perro muy serio, que no tomaba a la ligera las responsabilidades de la vida. El conde, que conocía muy bien a su perro, le había observado con disimulado interés. Dougal no acostumbraba a entregarse imprudentemente a nuevas amistades, y al conde no dejaba de sorprenderle ver con qué tranquilidad soportaba el animal la mano que le acariciaba.

—Así que esto que me has contado es una de las cosas que hiciste con el dinero —se extrañó el conde—. ¿Y qué más hiciste con él?

—Bueno, también hay lo de Dick; a usted le gustaría Dick, es tan honrado… Nunca engañaría a nadie, ni pegaría a ningún chico más pequeño que él, y limpia muy bien las botas a los parroquianos, sacándoles todo el brillo que puede. Es limpiabotas.

—¿Y es uno de tus amigos? —preguntó el conde.

—Sí, es un viejo amigo. No es tan viejo como el señor Hobbs. Me hizo un regalo, momentos antes de zarpar.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo de tela encarnada, cuidadosamente doblado. Era el pañuelo de seda roja que le había regalado Dick.

—Me regaló esto. He pensado conservarlo siempre. Se puede llevar puesto alrededor del cuello o guardado en el bolsillo. Lo compró con el dinero que ganó —explicaba Cedric—, después de darle yo la parte de Jake y unos cepillos nuevos…

Las impresiones del muy honorable conde de Dorincourt eran indescriptibles. No era un hombre que se asombrara fácilmente, pero lo que ahora escuchaba era tan extraordinario que casi se quedó sin aliento y extrañamente emocionado. Nunca le habían gustado los niños, sobre todo porque nunca había tenido demasiado tiempo para ocuparse de ellos. La idea que había tenido hasta entonces de los niños era la de un modesto animalito, egoísta, goloso y alborotador en cuanto se le daba la menor confianza. Y nunca se le hubiera ocurrido que su nieto le podía distraer; la única razón que le impulsó a llamarle fue el propio orgullo, que le convencía de que si el muchacho que debía heredar el título de conde se educaba en Nueva York sería una persona muy vulgar. No sentía el más mínimo interés por él ni el más mínimo afecto, y su mayor esperanza había sido encontrarle lo suficientemente presentable y con algo de sentido común. Ahora no podía creer lo que veían sus ojos. Resultaba demasiada felicidad, para ser cierta, que este niño fuese el chiquillo a quien tanto había temido conocer, el hijo de la mujer que tanto aborrecía. Era tan hermoso, tan valiente y gracioso. Además, no se había asustado ni del perro ni de él mismo. El conde estaba acostumbrado a ver a las personas asustadas y azaradas cuando le hablaban, y creía que su nieto se mostraría cortado o lleno de timidez. Pero Cedric tenía tanto miedo al conde como a Dougal. No era atrevimiento, sino simple inocencia afectuosa, que ignoraba todo motivo para estar azorado o asustado. El conde se había dado cuenta de que el niño le tenía por amigo y como a tal le trataba, sin desconfiar de él lo más mínimo. El chiquillo demostraba a las claras que no se le había pasado por la imaginación que el conde pudiera portarse mal con él, y sin duda se alegraba de verle. Demostraba, a su modo infantil, que deseaba agradar y distraer a su abuelo. A pesar de ser tan mundano y desagradable y de tener un corazón tan duro, el conde no podía evitar un sentimiento secreto de placer, ante la confianza que inspiraba a su nieto.

El anciano, pues, se arrellanó en la butaca y animó a su pequeño acompañante a hablarle más de sí mismo, mientras le observaba con los ojos llenos de satisfacción.

Lord Fauntleroy se mostró dispuesto a contestar a todas sus preguntas y charlaba con mucha compostura. Le contó todo lo referente a Dick y Jake, a la señora de las manzanas y al señor Hobbs. Hablando y hablando, llegó al tema de la revolución americana, y ya estaba entusiasmándose cuando de pronto recordó algo y se calló repentinamente.

—¿Qué te pasa? —Le preguntó su abuelo—. ¿Por qué no sigues?

—Es que se me ha ocurrido que quizás a usted le disguste lo que iba a decir —contestó—. Puede ser que hubiese allí alguien de su familia. Me he olvidado que usted es inglés.

—Puedes seguir. No hubo nadie de mi familia allí. Pero también te has olvidado de que tú eres inglés.

—¡Oh, no! —Protestó Cedric con viveza—, yo soy americano.

—No, tú eres inglés, tu padre era inglés —replicó el conde muy serio.

Al conde le divertía decir esto, pero a Cedric no le hacía ninguna gracia. Al chico no se le había ocurrido nunca que tuviera más patria que América y se sintió enrojecer como un tomate.

—Yo nací en América, y quien nace en América es americano —protestó Cedric—. Y perdóneme por lo que voy a decirle: el señor Hobbs me dijo que si había otra guerra yo tendría que luchar del lado de los americanos.

El conde soltó entonces una carcajada.

—¿Y tú lo harías? —le preguntó.

Cedric no tuvo ocasión de contestar a esta pregunta, ya que el criado anunció que la comida estaba servida. El niño bajó de su silla, se acercó a su noble abuelo y, fijándose en el pie gotoso del anciano, le dijo:

—¿Me permite que le ayude? Puede usted apoyarse en mí. Cuando el señor Hobbs se lastimó un pie con un saco de patatas, solía apoyarse en mí.

El conde miró a su valiente nieto, de pies a cabeza.

—¿Te encuentras con suficientes ánimos? —le preguntó.

—Me parece que sí —contestó el chico—. Soy fuerte y ya tengo siete años. Podría usted apoyarse en su bastón con una mano y con la otra en mi hombro. Dick dice que tengo mucho músculo para mi edad.

—Bien —dijo el conde—, intentémoslo.

Cedric le pasó el bastón y le ayudó a levantarse. Normalmente era el criado quien le ayudaba, al tiempo que aguantaba la lluvia de juramentos si el anciano sentía dolores exacerbados. El conde no era siempre una persona muy fina y muchas veces los gigantescos criados que le rodeaban se estremecían dentro de sus imponentes libreas. Pero esta tarde el conde no juraba, aunque la gota le atormentaba cruelmente. Se le había ocurrido hacer un experimento: se levantó poco a poco y se apoyó sobre el pequeño hombro que tan valerosamente le ofrecía su nieto. Éste, sin perder de vista el pie enfermo, dio con cuidado un paso hacia delante.

—Apóyese bien —le dijo—. Iré muy despacio.

Si el conde se hubiera apoyado sobre el hombro de su criado, hubiera dejado reposar todo el peso sobre su bastón. Pero esta vez quería probar la fuerza de su nieto, por lo que hizo todo lo contrario. Se apoyó más en el hombro de Cedric para dejar sentir a su nieto el peso que llevaba; y tanto lo notaba éste que, después de dar algunos pasos, su cara se enrojeció y el corazón empezó a latirle con violencia. Pero se esforzó valientemente, recordando lo que Dick solía decirle respecto a su musculatura.

—No tema usted apoyarse sobre mí —dijo jadeante—, voy bien… si… no hay… que andar… demasiado. Espero… que… a usted… no le… duela… mucho el pie. ¿Falta… mucho… todavía?

Ciertamente, el comedor no estaba muy lejos, pero a Cedric le parecía que no llegaba nunca a la mesa. La mano que se apoyaba sobre su hombro parecía más pesada a cada paso que daban; pero endureció sus músculos infantiles y sostuvo la cabeza erguida mientras daba ánimos al conde, que cojeaba a su lado.

Junto a ellos marchaba el perro, y detrás el criado. Este puso varias veces una cara muy rara, mientras observaba al niño, esforzándose cuanto podía por soportar el peso que voluntariamente se había ofrecido a llevar.

Al entrar en el comedor, Cedric pudo ver que era muy grande y suntuoso. Por fin llegaron a su destino; la mano del conde dejó libre el hombro del pequeño y el anciano se sentó.

Cedric sacó el pañuelo de Dick y se enjugó la frente.

Poco después había terminado de comer. El niño fue el primero que acabó. Se recostó cómodamente y dirigió una mirada escrutadora alrededor del comedor.

—Debe usted de estar muy orgulloso de su casa —comentó—; es preciosa. Claro que, como tengo solamente siete años, no he visto muchas…

—¿Y te parece que debo sentirme orgulloso de ser el dueño de esto?

—Me parece que cualquiera se sentiría orgulloso —contestó lord Fauntleroy—. Yo lo estaría si fuera mi casa, ¡todo lo que a usted le rodea es magnífico! Pero… esta casa es demasiado grande para dos personas.

—Es bastante grande para dos —reconoció el conde—. ¿A ti te parece demasiado grande?

—Pensaba —explicó Cedric— que si en ella viviesen dos personas que no fuesen muy amigas, se sentirían a veces muy solas.

—¿Crees tú que yo seré un buen camarada? —preguntó su abuelo.

—Sí —contestó el niño—, me parece que sí. El señor Hobbs y yo éramos grandes amigos; era mi mejor amigo, quitando a mi queridísima.

El conde frunció ligeramente el ceño.

—¿Quién es tu queridísima? —preguntó.

—Mi madre —contestó lord Fauntleroy con una voz tan baja y tan dulce que apenas se le oyó.

Posiblemente estuviera algo cansado, pues ya era casi la hora de acostarse, y además era normal, después de todas las emociones de los últimos días. Seguramente esta sensación de cansancio fue lo que le recordó que por primera vez no dormiría en su casa, guardado amorosamente por su «queridísima». No podía olvidarla, y cuanto más pensaba en ella, menos ganas tenía de hablar. Al acabar la comida, el conde le vio preocupado, pero Cedric se condujo valerosamente, y al volver a la biblioteca, el conde, sostenido por el criado, se apoyaba con una mano sobre el hombro de su nieto, aunque no tan pesadamente como a la ida.

Cuando el criado les dejó solos, Cedric se sentó sobre la alfombra junto a Dougal. El conde le observaba; la mirada del muchacho era triste y pensativa y una o dos veces se le escapó un suspiro.

—Fauntleroy —dijo por fin su abuelo—, ¿en qué estás pensando?

El niño levantó la vista e hizo un esfuerzo supremo por sonreír.

—Estaba pensando en mamá —dijo—. Y me parece que será mejor que me levante y de alguna vuelta por la habitación.

Empezó a caminar por la habitación y entonces Dougal se levantó y empezó a seguirle. El niño le puso una mano sobre la cabeza y le comentó al conde:

—Es un perro muy bueno; es mi amigo y me comprende.

—¿Qué es lo que comprende? —preguntó su abuelo.

—Nunca he dormido fuera de mi casa —dijo el muchacho, mirándole con sus ojos negros embargados por la tristeza—. Comprenderá usted que es natural que me sienta raro la primera vez que paso la noche en el castillo de otra persona, en lugar de en mi casa. Pero mamá no está muy lejos. Me dijo que lo recordase… y… y tengo siete años… y puedo mirar el retrato que me dio.

Se había acercado a la butaca del conde y en el camino había sacado un pequeño estuche, forrado de terciopelo morado. Se apoyó en el brazo de la butaca, con tanta naturalidad como si el brazo de la butaca hubiese sido fabricado para que los niños descansaran en él.

—Aquí está —dijo abriendo el estuche y mirando al conde muy sonriente.

El conde frunció el ceño; no quería ver el retrato, pero a pesar suyo lo miró y vio una cara joven y bonita, una cara muy parecida a la del niño que tenía a su lado.

—Supongo que la querrás mucho.

—Sí —contestó sencillamente lord Fauntleroy—. Muchísimo. Ya sabe usted que el señor Hobbs es muy amigo mío, y también lo son Dick, Brígida, Miguel y María, pero mamá…, mamá es mi amiga íntima y nos lo contamos todo. Mi padre me encargó que la cuidase, y cuando sea un hombre, trabajaré para ganar mucho dinero para ella.

—¿Qué piensas ser cuando seas mayor? —preguntó el abuelo.

El joven niño se dejó caer sobre la alfombra, sentado, con el retrato en la mano. Parecía meditar seriamente su respuesta.

—Había pensado en dedicarme al negocio de ultramarinos con el señor Hobbs —dijo, por fin—. ¡Pero me gustaría tanto ser presidente!

—Te mandaremos a la Cámara de los Lores en lugar de esto —le comentó su abuelo.

—Bueno —asintió lord Fauntleroy—. Si no puedo ser presidente y eso que me propone es un buen negocio, lo mismo me da. El de ultramarinos es a veces un negocio muy aburrido.

El conde no volvió a hablar; seguía mirando al niño, que se había quedado callado a su vez, sumido de nuevo en sus pensamientos. Dougal dormía, con su enorme cabeza apoyada sobre las patas.

Media hora después el señor Havisham fue introducido en la estancia. El conde seguía recostado en la butaca; se movió al ver entrar al señor Havisham y levantó la mano, indicándole que no hiciera ruido; parecía haber hecho este ademán involuntariamente. Dougal seguía durmiendo, y cerca del perro, dormido también y apoyada la rizada cabeza sobre el brazo, estaba el pequeño lord Fauntleroy.