Capítulo X
LA PREOCUPACION DEL CONDE

VERDADERAMENTE, en sus visitas a los pobres de aquella aldea, que tan pintoresca aparecía a lo lejos, la mamá de Cedric había sido testigo de muchas desgracias. Si bien de lejos parecía todo muy pintoresco, de cerca se podía apreciar que no lo era ni por asomo. Encontró holgazanería, pobreza e ignorancia en un lugar donde deberían reinar el trabajo y el bienestar; después se enteró de que Erleboro era tenido por el pueblo más mísero de toda la comarca. El cura la puso al corriente de los muchos impedimentos que había encontrado y de los desengaños que había sufrido. Tampoco le faltaron a ella. Los administradores de aquel territorio habían sido escogidos entre gente aduladora, que sólo aspiraba a dar gusto al conde sin preocuparse para nada de la miseria de los pobres colonos. Por lo tanto, se habían descuidado infinidad de cosas que debían estar arregladas hacía ya tiempo, y todo iba de mal en peor; particularmente, «El Patio del Conde» con sus casas medio derrumbadas y sus míseros, enfermizos y holgazanes moradores, era una verdadera vergüenza. Cuando lo vio por vez primera, la señora Errol se estremeció. Tanta fealdad, miseria y suciedad hacía peor efecto en un pueblo que en una ciudad, ya que allí parecía que podía remediarse con más facilidad. Al ver después cómo crecían aquellos niños anémicos, abandonados, entre el vicio y la indiferencia, se acordó de su hijo, que vivía en un magnífico e inmenso castillo, servido y cuidado como un príncipe, sin indicar un solo deseo que no fuera satisfecho de inmediato, rodeado de lujo y bienestar y toda clase de refinamientos. Este contraste despertó en su maternal corazón un audaz y a la vez generoso pensamiento. Había notado, de la misma forma que lo habían observado los demás, que su hijo había tenido la suerte de caerle bien al conde, que éste no le negaba nada, o casi nada, de cuanto le solicitaba.

—El conde le da cuanto desea —le había dicho al señor Mordaunt—, satisface todos sus caprichos. ¿Por qué no hemos de utilizar esta benevolencia en favor de los más desamparados? Yo me encargaré de conseguirlo.

Conocía a la perfección lo tierno y bondadoso que era el corazón de su hijito, así es que únicamente se limitó a contar al pequeño lo que pasaba en «El Patio del Conde», segura de que se lo diría de inmediato a su abuelo, y esperaba de esto excelentes resultados. Y efectivamente, con grande y general sorpresa, los resultados fueron extremadamente positivos, pues lo que más influía en el alma del conde era la desmesurada confianza que el niño tenía en su bondad…, el convencimiento de que su abuelo era muy justo y generoso. El conde, por su parte, había llegado a querer tanto a aquel muchachito de dorados rizos que, antes que perder su cariño, prefería hacer alguna buena acción de vez en cuando. Por lo tanto, aunque riéndose de sí mismo, después de reflexionar un poco, mandó llamar a Newick y le ordenó derribar aquellas inmundas chozas y construir en su lugar casas nuevas.

—Es lord Fauntleroy quien insiste en ello —le comentó con sequedad—; cree que así mejorará la propiedad, por lo que puede usted decirles a los vecinos que se hace con esta única idea.

Y mientras decía esto miraba al pequeño lord, que estaba tendido sobre la alfombra jugando con Dougal. El perro se había convertido en su inseparable compañero y le seguía a todas partes, andando con solemnidad a su lado cuando iba a pie, y trotando majestuosamente detrás, cuando iba en coche o montado a caballo.

La noticia de la reconstrucción del barrio circuló rápidamente. Todos, tanto los del pueblo como los de la ciudad, se enteraron de la proyectada mejora; algunos, la mayoría, tardaron en creérselo, pero cuando vieron llegar un pequeño batallón de trabajadores, que luego empezaron a destruir las miserables casuchas, comprendieron que lord Fauntleroy había vuelto a hacer algo por ellos y que su inocente mediación pasaría a la historia del lugar como un hecho digno de mencionar. ¡Qué asombrado hubiera quedado Cedric si les hubiera oído hablar de él, alabarle y profetizar las mejoras que haría cuando fuera mayor! Pero el niño ni tan siquiera lo llegó a sospechar. Él seguía viviendo con la misma sencillez de siempre, retozando en el parque, corriendo detrás de los conejos, o bien tumbado bajo la sombra de los árboles, o en la alfombra de la biblioteca, frente a la chimenea, leyendo libros que luego comentaba con su abuelo y con su madre; escribiendo largas cartas a Hobbs, llenas de faltas de ortografía, y también a Dick, los cuales le contestaban a su vez de un modo muy característico; o bien montando a caballo junto a su abuelo o con Wilkins. Cuando paseaban por la plaza de la vecina ciudad, observaba que la gente se giraba para mirarles y que al descubrirse ante ellos sus caras expresaban satisfacción; pero él todo lo atribuía a la presencia de su abuelo y le decía:

—¡Le quieren a usted tanto!… ¿No ve usted cómo se alegran de verle? Espero que algún día me quieran a mí de la misma forma que a usted, pues debe de ser muy agradable ser querido de esta manera por todo el mundo.

Y se sentía muy orgulloso de ser el nieto de un hombre tan apreciado y admirado por todos.

Mientras se construían las casas, Cedric y su abuelo solían ir a caballo hasta «El Patio del Conde», donde Fauntleroy observaba las obras con el mayor interés. Se apeaba de su jaca y se ponía a hablar con los albañiles, les interrogaba sobre su trabajo y les contaba a su vez cosas sobre América.

Al cabo de dos o tres conversaciones con esas personas, se encontró en disposición de ilustrar al conde sobre el oficio de la albañilería mientras regresaban al castillo.

—Siempre me gusta enterarme de estas cosas —le comentaba a su abuelo—, porque nunca se sabe en lo que uno puede parar.

Cuando los albañiles le perdían de vista, empezaban a comentar sobre su persona, y se celebraban con ruidosas carcajadas sus frases tan inocentemente dichas; pero todos le querían y les agradaba verle allí entre ellos, hablando sin mesura, con las manos metidas en los bolsillos, el sombrero bien colocado y su expresivo rostro.

—Es todo un hombrecito —solían decir—, y habla como un viejo; menos mal que se no se parece a su abuelo.

Y los albañiles, al volver a sus hogares, hablaban de él a sus mujeres, y éstas a su vez hablaban entre ellas, de tal forma que fue así cómo todo el mundo en las inmediaciones llegó a ocuparse del pequeño lord Fauntleroy. Y así todos se enteraban de que «el malvado conde» había encontrado a alguien a quien consideraba merecedor de su cariño, alguien que, por fin, había conmovido su frío y pérfido corazón.

Pero nadie llegó a saber a ciencia cierta cuán grande era el cariño que el anciano llegó a profesar a su nieto, cariño que aumentaba de día en día, al ver que aquel niño era el único ser a quien no inspiraba temor y odio. Comenzó a desear que llegara pronto el tiempo en que Fauntleroy, convertido en un fuerte y gallardo mozalbete, pero conservando el buen corazón que le conquistaba amigos en todas partes, tuviese así una larga vida, y pensaba en cómo sería empleada ésta por el muchacho y qué uso haría de los innegables dones que Dios le había otorgado. Numerosas veces se encendían sus mejillas y sus ojos brillaban de orgullo y satisfacción, mientras observaba al pequeño, echado sobre la alfombra, frente a la chimenea, leyendo algún libro; y en estas ocasiones se decía a sí mismo que el chico podía llegar a ser lo que quisiera.

Nunca le dijo a nadie lo que sentía por Fauntleroy; siempre que hablaba de él era con la misma sonrisa fría, pero Cedric no tardó en adivinar que su abuelo le quería mucho y que deseaba tenerle siempre cerca, junto a su butaca en la biblioteca, frente a él en el otro extremo de la mesa, a su lado si salían a caballo o en coche, o daban su acostumbrado paseo por los jardines o por la terraza.

—Abuelo —dijo un día Cedric, levantando la cabeza del libro que leía, tendido sobre la alfombra—, ¿se acuerda Usted de lo que le dije la primera noche, que seríamos buenos camaradas? A mí me da la sensación de que no podríamos ser mejores amigos. ¿Qué le parece a usted?

—Yo creo que, ciertamente, somos bastante buenos amigos —respondió Su Excelencia—. Ven aquí, Fauntleroy.

El niño se levantó y se acercó al conde.

—¿Hay algo que desees? —Le preguntó su abuelo—. ¿Algo que no tengas?

Los ojos del pequeño se posaron en los del conde con pesar.

—Una sola cosa —le dijo.

—¿Y qué es eso que deseas?

El niño permaneció un buen rato en silencio, como si no osara contestar para no herir a su abuelo; no en vano había dado tantas vueltas al asunto.

—Bueno, ¿qué es? —repitió el conde de Dorincourt.

—Es mamá —contestó el niño, finalmente.

El conde experimentó un ligero estremecimiento.

—Pero si la ves todos los días —indicó—. ¿No tienes bastante?

—La verdad es que estaba acostumbrado a verla siempre. Me daba un beso al acostarme y al despertar estaba siempre junto a mi cama. Podíamos contarnos siempre todo sin tener que esperar a una hora fija.

Los ojos del anciano y del niño se escudriñaron fijamente en medio del más absoluto silencio. Después, el conde, con el ceño fruncido, preguntó:

—¿No te olvidas nunca de tu madre?

—No —contestó Cedric—, nunca, y ella tampoco se olvida nunca de mí. Yo no me olvidaría de usted, abuelo, aunque no viviera en el castillo; al contrario, le recordaría todavía más.

—Palabra de honor —comentó el conde, después de mirarle un momento—. Te creo.

Los celos que le atormentaban siempre que el niño hablaba de su madre parecieron ahora cobrar más fuerza; y eso era debido a que cada día era mayor el cariño que profesaba hacia su nieto.

Pero no tardaron mucho en atormentarle otras preocupaciones, tanto más difíciles de soportar, que casi llegaron a hacer que se olvidara del odio que sentía por su nuera. Esto ocurrió de la siguiente manera: Una tarde, pocos días antes de terminarse las obras de «El Patio del Conde», se celebró un gran banquete en Dorincourt. Hacía ya mucho tiempo que no se había celebrado en el castillo ninguna fiesta como aquélla. Unos días antes, sir Harry y lady Lorridaile, la única hermana del conde, habían llegado al castillo. Este acontecimiento causó gran conmoción en el pueblo y puso la campanilla de la tienda de la señora Dibble en continuo vaivén, pues era sabido que, desde que contrajo matrimonio, lady Lorridaile sólo había estado en el castillo una vez, y de esto hacía ya treinta y cinco largos años.

Era una señora ya anciana, pero todavía hermosa, con el pelo blanco y de sonrosadas mejillas, buena como el pan; pero no apreciaba mucho a su hermano, y como tenía, además, una voluntad indomable y decía francamente lo que pensaba, dejó de tratarse con él después de varias riñas.

Durante los años que no se habían tratado, oyó hablar mucho de él y, a decir verdad, de un modo un poco desagradable. Había oído comentar el abandono en que tenía a la condesa y la muerte de la desgraciada señora, su falta de cariño hacia los hijos, y lo débiles y viciosos que eran los dos mayores, los cuales le habían proporcionado numerosos disgustos y muchos bochornos. A los dos hijos mayores del conde no los llegó a conocer nunca, pero un día había llegado a Lorridaile Park un muchacho de unos dieciocho años, alto, esbelto y de muy buen ver, que se le presentó diciendo que era su sobrino Cedric Errol y que venía a hacerle una visita, ya que pasaba por allí cerca y deseaba conocer a su tía Constancia, de la que había oído hablar mucho a su madre.

El afectuoso corazón de lady Lorridaile se conmovió al verle, y le instó para que se quedara con ella y con su marido durante una semana, en el transcurso de la cual le mimó muchísimo y se quedó muy admirada de él. Pudo observar que su sobrino tenía muy buen carácter, y era muy ingenioso y alegre, por lo que, cuando se marchó, lady Lorridaile le echó mucho de menos y en numerosas ocasiones había sentido deseos de volver a verle, lo cual le resultó imposible, pues al conde le molestó mucho que su hijo hubiera ido a ver a su hermana y le prohibió terminantemente que volviera a hacerlo. Pero lady Lorridaile siempre le recordaba con cariño, y aunque temía que hubiera hecho una mala boda en América, se enojó mucho al saber que su padre le había echado de su casa, y que nadie sabía ni cómo vivía. Por fin se enteró de su muerte; poco después le notificaron el óbito de Bevis, el primogénito del conde, y posteriormente supo de la muerte de Mauricio, ocurrida en Roma. Por último se enteró de la historia del niño americano, a quien se buscaba para traerle a Inglaterra para ser lord Fauntleroy.

—Es muy probable que le eche a perder como a los demás —dijo a su marido—, a menos que la madre tenga la suficiente voluntad para educarle.

Pero cuando supo que la madre de Cedric había sido separada de su hijo, la indignación la dejó casi sin habla.

—¡Es vergonzoso, Enrique! —exclamó—. ¡Imagínate a un niño de esa edad, separado de su madre y recluido en compañía de ese malvado hombre que es mi hermano! Una de dos, o el anciano conde tendrá al chiquillo aterrorizado con su mal genio, o le mimará tanto que lo convertirá en un niño insoportable. Si yo consiguiera algo escribiéndole…

—No te esfuerces, Constancia, con tu hermano no conseguirás nada —había dicho sir Enrique.

—Sí, ya lo sé; le conozco demasiado bien; pero lo que ha hecho no tiene nombre.

No eran únicamente los pobres y los labradores los que hablaban de lord Fauntleroy; otras personas también le conocían. Se hablaba tanto de él y se comentaba tanto su apostura y su buen carácter, como su popularidad y la creciente influencia que ejercía sobre el conde, así que estos rumores llegaron hasta las posesiones de la nobleza; y en más de un condado de Inglaterra se ocuparon de aquella personita. Se hablaba de él en las fiestas, las señoras compadecían a su madre y se preguntaban si realmente sería tan guapo como se decía; los caballeros, conociendo bien al conde de Dorincourt, se reían mucho de la buena fe que tenía el pequeño en la bondad y amabilidad de su abuelo. Sir Tomás Asshe, de Asshaine Hall, encontró un día en Erleboro al conde y a su nieto mientras paseaban a caballo y se detuvo para saludar al conde y para felicitarle por su restablecimiento y por el buen semblante que mostraba. Hablando después de este encuentro decía: «Les aseguro que el viejo iba más inflado que un pavo real, lo cual no es nada extraño, pues no he visto nunca a un chico más apuesto y más robusto que el famoso nieto. Derecho como un huso, y montando con la misma soltura que si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida».

Así fue como poco a poco estos rumores llegaron hasta lady Lorridaile. Una vez se hubo enterado de lo ocurrido con Higgins, el muchacho cojo, las casuchas y otra serie de cosas, le entraron ganas de conocerle. Justamente cuando se dedicaba a pensar en el modo en que podría realizar su deseo, recibió, no sin gran sorpresa por su parte, una carta con el sello de su hermano, en la cual la invitaba, junto a su marido, a pasar unos días en Dorincourt.

—¡Es increíble! —exclamó—. Había oído decir que este niño obraba milagros en su abuelo, y ahora empiezo a creer que es cierto. Quiere que le conozcamos. Todo el mundo dice que adora al chiquillo, a quien satisface por completo en todos sus deseos.

Y contestó rápidamente, aceptando la invitación. El día de su llegada a Dorincourt era ya tarde, y subió directamente a su habitación sin ver a su hermano. Cuando se hubo cambiado de vestido bajó a la sala. El conde, de pie cerca de la chimenea, parecía más alto y más tieso que nunca, y a su lado, vestido de terciopelo negro, con el gran cuello de encaje blanco que le caracterizaba, había un niño de cara juvenil que posó en ella unos ojos oscuros tan agradables y cándidos que al verlos estuvo a punto de lanzar una exclamación de sorpresa y alegría.

Saludó al conde, llamándole por su nombre de pila, el Cual no había vuelto a pronunciar desde su juventud.

—¿Qué tal estás, Molyneux? ¿Éste es el niño?

—Sí, Constancia —asintió el aludido—; éste es… Fauntleroy, esta señora es tu tía abuela, lady Lorridaile.

—¿Cómo está usted, tía? —saludó Fauntleroy.

Lady Lorridaile puso una mano sobre un hombro de Cedric, luego le miró y finalmente le dio un efusivo beso, al tiempo que decía:

—Soy tu tía Constancia y quería mucho a tu pobre padre, a quien te pareces mucho.

—Me gusta oír decir que me parezco a papá —contestó el niño—, porque por lo que parece todos le querían mucho… lo mismo que a mamá… tía Constancia.

La tía Lorridaile estaba extasiada; se inclinó y volvió a besarle; desde aquel momento se hicieron muy buenos amigos.

—Bueno, Molyneux —le dijo al conde cuando estuvieron solos—, no podías haber tenido mayor suerte.

—Eso creo —contestó secamente el conde—. Somos grandes amigos y me tiene por el más encantador y amable de los filántropos. Te quiero decir algo en confianza, pues aunque no te lo dijera, seguro que no tardarías en darte cuenta de que corro un grave peligro de chiflarme por completo con el chiquillo.

—¿Y qué piensa de ti la madre? —preguntó lady Lorridaile, con su acostumbrada franqueza.

—No me he molestado en preguntárselo —respondió con semblante enfadado el conde.

—Pues bien —siguió la tía abuela de Cedric—, mi intención es, desde luego, hablarte con toda confianza, Molyneux, y te diré que no apruebo en absoluto tu conducta y que pienso visitar de inmediato a la señora Errol; así es que si vas a pelearte conmigo, hazlo de una vez, cuanto antes mejor. Cuanto más voy sabiendo de este asunto, más convencida estoy que debe de ser gracias a ella que el niño sea como es. Nos han llegado noticias a Lorridaile Parle de que tus pobres colonos ya la quieren muchísimo.

—Es al niño al que quieren muchísimo —precisó el conde—. En cuanto a la señora Errol, la encontrarás muy bonita. Algo agradecido debo estarle, por haber transmitido su belleza al niño, y puedes ir a verla cuando quieras. Por mi parte sólo pido que siga viviendo en Court Lodge, y que no me exijas que vaya a verla.

Y después de estas palabras, el conde se encerró en un mutismo absoluto.

—He visto claramente que ya no le tiene tanto odio como antes —comentó posteriormente lady Lorridaile a sir Enrique—, y en cierta forma ha cambiado mucho. Aunque parezca imposible, el cariño que tiene a ese niño le está transformando en un ser humano. ¡Y resulta que el chico le quiere de verdad! ¡Se apoya en su silla y en sus rodillas! ¡Los hijos del conde, antes de hacer esto, hubieran preferido apoyarse sobre un tigre!

Al día siguiente, lady Lorridaile fue a ver a la señora Errol, y al regresar estuvo hablando con su hermano:

—Molyneux, la señora Errol es la mujer más bonita que he visto nunca. Su voz es tan suave como el sonido de una campanilla, y ya puedes agradecerle que el niño sea como es. Le ha dado algo que vale mucho más que la hermosura, y te equivocas mucho al no quererla convencer de que venga a vivir aquí para cuidarte. Voy a invitarla a Lorridaile Park.

—No querrá separarse de su hijo —contestó el conde.

—Es que he pensado también llevarme al chico —dijo, riéndose, lady Lorridaile.

Pero sabía perfectamente que esto era imposible y cada día que pasaba, comprendía mejor cuán unidos estaban su hermano y el niño.

Comprendió también que el motivo principal de dar el solemne banquete era el deseo del conde de presentar en sociedad a su nieto y heredero, para poder demostrar que el niño, de quien tanto se había hablado, era mucho mejor de lo que se decía.

—Bevis y Mauricio le dieron muchos disgustos —comentó lady Lorridaile a su marido—. Eso lo sabe todo el mundo. Yo creo que llegó incluso a odiarles. En cambio, con este niño su orgullo se encuentra por completo satisfecho.

Todas las personas convidadas aceptaron la invitación por estar llenos de curiosidad hacia el pequeño lord Fauntleroy. En efecto, el día del banquete toda la alta sociedad de los contornos le conoció.

—El chico está muy bien educado y por lo tanto no molestará a nadie —había dicho el conde—. Por lo general, los niños son molestos o imbéciles; los míos eran las dos cosas; pero éste sabe perfectamente cuándo debe contestar y cuándo debe callar. Nunca molesta.

Pero los invitados no le dejaron callado durante mucho tiempo; todos tenían algo que decirle, ya que justamente lo que querían era oírle hablar.

Las señoras le mimaban y le hacían preguntas; también se las hacían los caballeros, a la vez que bromeaban con él. Fauntleroy no comprendía a veces por qué se reían tanto cuando contestaba a alguna pregunta; pero como estaba acostumbrado a ver muy divertida a la gente mientras él estaba muy serio, no se preocupó en lo más mínimo.

Aquella noche lo pasó muy bien. Los magníficos salones estaban espléndidamente iluminados. Había muchas flores y muchas señoras vestidas con trajes maravillosos y con muchísimos adornos alrededor de las gargantas y sobre las cabezas. Especialmente una señorita que, por lo que dijeron, acababa de pasar una temporada en Londres, y era tan encantadora que no podía apartar la vista de ella. Era más bien alta, y su cabeza estaba adornada de suaves y negros cabellos, tenía unos hermosos ojos y sus labios y mejillas parecían hechos con pétalos de rosa.

Llevaba un precioso vestido blanco y un collar de perlas adornando su garganta. A esta señorita le sucedía una cosa muy rara: la rodeaban tantos caballeros que Fauntleroy pensó que debía de ser algo así como una princesa. Estaba tan interesado en ella que, sin darse cuenta, poco a poco se le fue acercando, hasta que por fin la señorita se volvió hacia él y le dijo sonriendo:

—Ven aquí, lord Fauntleroy, y dime por qué me miras tanto.

—Estaba pensando en lo bonita que es usted —le contestó con la mayor ingenuidad el niño.

Todos los caballeros se echaron a reír; la señorita también se rio un poco, y sus mejillas subieron de color.

—¡Ah, Fauntleroy! —Dijo uno de los caballeros—, haces bien en aprovechar el tiempo; cuando seas mayor no te atreverás a decirlo.

—¿Y por qué no habría de decirlo? —Inquirió Cedric—. ¿Puede usted negarlo? ¿O es que no le parece también a usted muy bonita?

—Nosotros no podemos expresar todo lo que pensamos —medió otro caballero, para sacar del apuro al interrogado.

Pero la hermosa señorita, que se llamaba Vivian Herbert, alargando el brazo, atrajo a Cedric hacia sí, pareciendo todavía más bonita, si eso era posible.

—Lord Fauntleroy puede decir todo lo que se le ocurra —indicó—, y yo le estoy muy agradecida. Estoy segura de que dice lo que piensa.

Y aprovechó para darle un beso.

—Ciertamente, creo que es usted la persona más bonita que he visto —volvió a decir Cedric, mirándola con ojos admiradores—, exceptuando a mamá. Claro está que yo no puedo encontrar a nadie tan guapa como mamá. Creo que es la persona más hermosa del mundo.

—Yo también lo creo —dijo la señorita Herbert, riéndose y volviendo a besarle.

Estuvo con él casi toda la noche, y el grupo que les rodeaba fue uno de los más animados. Sin darse cuenta de cómo, Cedric se encontró enseguida explicándoles cosas de América, de la república, de Dick y del señor Hobbs, y por fin sacó orgullosamente de su bolsillo el regalo de despedida de Dick: el pañuelo de seda roja, diciendo:

—Esta noche lo llevo en el bolsillo porque hay mucha gente, y creo que a Dick le gustaría que yo lo usase en una ocasión como ésta.

Y los ojos de Cedric expresaban tanta seriedad y tanto cariño al decir esto, que ninguno de los allí reunidos se atrevió a reír, a pesar de tratarse de un pañuelo muy grande y muy feo.

—A mí me gusta mucho, porque es un regalo de Dick.

Y, como había pronosticado el conde, aunque habló mucho, no molestó a nadie. Sabía estar callado, escuchando, cuando eran los demás los que hablaban; de esta forma no pudieron evitar sonreír al verle en varias ocasiones acercándose a su abuelo o sentado a su lado, observándole atentamente y escuchando sus palabras con el mayor interés. Una vez se acercó tanto al conde, que le rozó el hombro con la cabeza, y Su Excelencia, notando las sonrisas de los que les rodeaban, sonrió también, casi por primera vez ante un público tan numeroso. Sabía lo que pensaban los presentes, y le divertía que viesen que él y el pequeño eran muy buenos amigos, a pesar de que el niño podía haber participado de la mala opinión que los demás tenían formada de él.

El señor Havisham tenía prevista su llegada por la tarde; pero se retrasó mucho, cosa que se observó como muy rara en él, ya que en los muchos años que llevaba frecuentando el castillo, no le había sucedido nunca.

Tan tarde llegó, que los invitados estaban a punto de pasar al comedor. Cuando se acercó al conde, éste le miró asombrado: su rostro frío y perspicaz estaba pálido y desencajado, y parecía muy excitado.

—Me ha retenido —le explicó al conde— un acontecimiento extraordinario.

Era tan inusitado en el abogado el estar excitado como llegar tarde; pero sin lugar a dudas estaba preocupado. Apenas comió y se estremeció en varias ocasiones cuando alguien le dirigía la palabra, como si sus pensamientos se encontraran muy lejos de allí. Al entrar lord Fauntleroy en el comedor, a la hora de los postres, le miró varias veces nerviosa y agitadamente. Cedric, que lo notó, no sabía qué pensar: el señor Havisham y él eran muy buenos amigos, y siempre que le veía le sonreía en forma amistosa; pero esa noche el abogado parecía haber olvidado hasta el modo de sonreír, y en efecto, todo lo había olvidado menos las extrañas y dolorosas nuevas que aquella misma noche tenía que comunicarle al conde… noticias extraordinarias que habrían de cambiar por completo la situación. Al contemplar los salones brillantemente iluminados; a la distinguida concurrencia, reunida únicamente para conocer al pequeño lord; al mirar sobre todo al orgulloso abuelo del niño y a éste sonriendo a su lado, se sintió profundamente conmovido, a pesar de ser un experto y viejo abogado, endurecido por la larga práctica de su profesión. ¡Qué fuerte era el golpe que les había de dar!

No se apercibió ni tan siquiera de cómo terminó el inacabable banquete. Le parecía estar en un sueño y varias veces notó que el conde le miraba extrañado. Pero al fin se terminó la comida, se reunieron los caballeros con las señoras en el salón, y encontró a lord Fauntleroy sentado en un sofá al lado de la señorita Herbert.

—Muchísimas gracias por su amabilidad, señorita. Nunca había asistido a una fiesta, y hacerlo en su compañía me ha divertido muchísimo —le decía en aquel momento Fauntleroy a su acompañante.

Tan bien se lo había pasado que, cuando los caballeros volvieron a reunirse alrededor de la joven y empezaron a hablarle, por más esfuerzos que hacía por atender a la conversación, no podía impedir que se le cerrasen los párpados; por dos o tres veces dio una cabezada, pero se despertaba enseguida al oír la risita de la señorita Vivían Herbert.

Estaba seguro de que no se dormiría del todo; pero, como detrás suyo tenía un almohadón muy grande y muy blando, poco a poco fue hundiendo la cabeza en él, y por fin sus ojos se cerraron definitivamente y ya no se volvieron a abrir del todo, ni siquiera cuando después de pasado mucho rato, sintió que le besaban suavemente en la mejilla. Era la señorita Herbert que se despedía y le decía en voz baja:

—Buenas noches, pequeño lord Fauntleroy, que tengas felices sueños.

Y cuando se despertó a la mañana siguiente no recordaba que, intentando abrir los ojos, había murmurado entre sueños:

—Buenas… noches… señorita… me alegro… mucho… de haberla… conocido… es… usted… muy bonita.

Sólo recordaba de forma vaga haber oído las risas de los caballeros y haber pensado en el porqué de aquellas risas.

Tan pronto como se hubo marchado el último invitado, el señor Havisham se apartó de la chimenea, se acercó al sofá en donde descansaba Cedric y se quedó contemplándole un buen rato. El pequeño lord Fauntleroy dormía plácidamente, con una pierna colgando del sofá, un brazo echado por encima de la cabeza y el rostro enrojecido por el calor de su sueño de niño sano; sobre el gran almohadón se esparcía su cabello dorado: era un cuadro digno de ser pintado.

Mientras el abogado le observaba, acariciándose como de costumbre la barbilla, su rostro expresaba honda preocupación.

—Y bien, Havisham —oyó que decía el conde por detrás de su hombro—; ¿qué ocurre? Es evidente que algo grave ha sucedido. ¿Qué es eso tan extraordinario? ¿Quieres hacer el favor de decírmelo?

El señor Havisham, dando la espalda al sofá, se giró y siguió acariciándose la barbilla.

—Traigo malas noticias —dijo, por fin—, muy malas noticias, Milord… no pueden ser peores. Y siento mucho tener que ser yo el portador de ellas…

Al conde le había intranquilizado durante la cena la actitud del señor Havisham, y esa intranquilidad le producía muy mal humor.

—¿Por qué miras de esta forma al chico? —preguntó, irritado—. Le has estado mirando toda la noche como si… Mira, Havisham, ¿por qué no le dejas de mirar y me dices de una vez por todas cuáles son estas malas noticias? ¿Es que estas noticias tienen algo que ver con lord Fauntleroy?

—Milord —contestó el abogado—, no me andaré con rodeos. Mis noticias se refieren justamente a lord Fauntleroy, y si hemos de creérnoslas… el que está plácidamente dormido en ese sofá no es lord Fauntleroy, sino simplemente el hijo del capitán Errol, y el verdadero lord Fauntleroy, es el hijo de su hijo Bevis, y se encuentra en estos momentos en Londres, en una casa de huéspedes.

El conde se agarró a los brazos de su butaca con tanta fuerza, que parecía que las venas de su mano y de la frente le iban a estallar de un momento a otro. Su rostro adusto estaba ahora pálido como un muerto.

—¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco? ¿De dónde has sacado esa mentira?

—Si es mentira —contestó el señor Havisham—, por desgracia es muy parecida a la verdad. Esta misma mañana se ha presentado una mujer en el despacho, diciéndome que Bevis se había casado con ella hace seis años; me enseñó el certificado de matrimonio. Al año de casados se separaron, pasándole su marido una pensión para que no le molestase. Tiene un hijo de cinco años… es una americana de la más baja estofa, una ignorante… y hasta hace poco no se dio cuenta de los derechos de su hijo. Fue a consultar a un abogado, y averiguó que el muchacho era el verdadero lord Fauntleroy y heredero del condado de Dorincourt, y por supuesto insiste en que sus derechos sean reconocidos.

La rubia cabeza, que descansaba sobre el almohadón, se movió. Un suave, soñoliento y prolongado suspiro salió de los labios entreabiertos de Cedric. El pequeño se estiró sin despertarse, pero de una forma tranquila, sin agitación; no parecía turbarle el sueño en lo más mínimo el hecho de aparecer como un impostor, que ni era lord Fauntleroy ni nunca llegaría a ser conde de Dorincourt. Se limitó a volver su sonrojada cara, como para que pudiera verle mejor el anciano que de forma tan solemne le contemplaba.

—Me negaría a creerlo —dijo entonces el conde—, si no fuera una cosa tan baja y canallesca, que resulta, al tratarse de Bevis, muy normal. Es muy propio de mi hijo. Siempre fue una vergüenza para la familia; fue débil y vicioso; y siempre tuvo gustos degradantes; éste era mi hijo y heredero Bevis, lord Fauntleroy. ¿Dices que la mujer es una ignorante y ordinaria?

—Me veo obligado a confesar que apenas sabe escribir su propio nombre —le contestó el señor Havisham—. Parece no haber recibido ningún tipo de educación, y es francamente una interesada y oportunista. No le preocupa más que el dinero. Es relativamente guapa, pero se la ve muy vulgar…

El abogado se interrumpió, pareció estremecerse y se quedó callado.

Las venas del conde parecían cuerdas moradas, y por su frente corrían gotas de sudor, que enjugaba con un pañuelo. Sonriendo aún con mayor amargura, y señalando al niño dormido, dijo:

—Y pensar que a mí me parecía mal la otra mujer, la madre de este niño… No quise verla a pesar de que sabía algo más que escribir su nombre. Supongo que esto debe de ser un castigo divino.

Repentinamente se levantó de la butaca y empezó a pasearse por la habitación. De sus labios salían juramentos; su rabia, su odio y su cruel desengaño le agitaban, como agita la tormenta a los árboles. Daba respeto verle, pero el señor Havisham notó que no se olvidaba del niño ni incluso en los momentos de mayor violencia, ya que evitaba hablar alto para que no despertase.

—¡Debí imaginármelo! ¡Desde el mismo momento en que nacieron fueron una deshonra para mí! ¡Los odiaba, y me odiaban! Y Bevis era el peor de los dos. No obstante, todavía no puedo creérmelo, y hasta el último momento me negaré en redondo a hacerlo; pero es algo muy propio de Bevis… y realmente parece cosa suya.

Y volvió a encolerizarse y a hacer preguntas acerca de la mujer y de su documentación, mientras paseaba por la habitación y el rostro se le ponía a veces tan pálido y ceniciento como otras aparecía rojo de ira.

Cuando estuvo enterado de todo, el señor Havisham le miró con ansiedad.

El conde estaba cambiado, desencajado y abatido. Sus accesos de cólera le habían hecho siempre mucho daño; pero éste había sido el peor de todos, porque en el fondo había algo más que ira.

Por fin se acercó lentamente al sofá y se detuvo ante él.

—Si alguien me hubiera dicho que llegaría a querer tanto a este niño —dijo, con una voz que demostraba su pesar— no lo hubiera creído. Siempre aborrecí a los niños… y a los míos más que a ningún otro. A éste le quiero, y él me quiere a mí. No soy agradable ni lo he sido nunca, pero él me quiere y no me tiene miedo, siempre ha confiado en mí. Hubiese ocupado mi lugar mejor que yo: hubiera honrado nuestra estirpe.

Se inclinó hacia el niño y le miró durante unos instantes. Sus pobladas cejas estaban fieramente fruncidas, pero incluso así su rostro no infundía temor. Alargó la mano y separó de la frente del niño los sedosos mechones dorados que la cubrían. Después se volvió y tocó el timbre. Cuando apareció Tomás le dijo, señalando el sofá:

—Lleva —y su voz se alteró bastante—, lleva a lord Fauntleroy a su habitación.