Capítulo XIII
DICK INTERVIENE EN EL ASUNTO

POR supuesto que tan pronto como la historia de lord Fauntleroy y las dificultades del conde de Dorincourt se difundieron por Inglaterra, llegó también a Norteamérica. Allí también despertó mucho interés, y se habló largamente de ella. Había tantas y tan distintas versiones que hubiese resultado muy instructivo leer todos los periódicos y comparar unos con otros. Eran tantos los que leía el señor Hobbs que se había vuelto medio loco. Uno de ellos describía a Cedric como a un niño recién nacido; otro, como a un joven que estaba terminando carrera en Oxford; otro decía que se iba a casar con una muchacha muy bonita, hija de un duque, y otro que se acababa de casar. En fin, lo único que no decían es que era un niño de siete años de pelo rubio, y muy apuesto. Otro periódico contaba que no tenía parentesco alguno con el conde de Dorincourt, sino que era un impostor y que, antes de que su madre hubiera engañado al abogado de la familia, que fue a América en busca del supuesto heredero del conde, había andado vendiendo periódicos y durmiendo por las calles de Nueva York. Empezaban después las descripciones del nuevo lord Fauntleroy y su madre. A veces ésta era una gitana; otras una actriz o una hermosa española; otras una ítalo-americana; pero siempre convenían en que el conde de Dorincourt era su mortal enemigo, y no quería reconocer como heredero a su hijo, mientras no se viese obligado a ello por la ley, y como parecía existir una pequeña laguna en los papeles de la supuesta lady Fauntleroy, se esperaba un gran pleito, que prometía ser muy interesante. El señor Hobbs leía afanosamente los periódicos hasta que todo daba vueltas a su alrededor, y por la noche venía Dick para comentar lo que habían leído durante el día.

Así se enteraron de lo importante que era el conde de Dorincourt, de la magnitud de su renta, de las propiedades que poseía y del lujo del castillo en que moraba. Cuantas más cosas averiguaban, más emocionados estaban.

—Creo que habría que hacer algo —dijo una noche el señor Hobbs—. Sea conde o deje de serlo, no deben soltarse cosas tan buenas.

Pero, en realidad, lo único que podían hacer era escribir cada uno una carta a Cedric, para manifestarle su simpatía y su cariño. Lo hicieron tan pronto como les fue posible, después de haber recibido la ingrata noticia, y se las intercambiaron para leer cada uno la del otro.

Esto es lo que el señor Hobbs leyó:

Querido amigo:

Reciví tu carta y el señor Hobbs la sulla y hemos sentido mucho que se te hallan girado las tortas y lo que queremos decirte es que pelees como gato panza arriba y no deges que el otro te ponga la garra enzima. Ay muchísimos ladrones que te sacarán cuanto puedan si no andas con mucho ojo. Te mando esta carta pra decirte que no he olbidado lo que iciste por mi y si no encuentras otra cosa mejor vente y seremos socios. El negocio marcha viento enpopa y ya tendré yo cuidado de que no te pase nada malo. Cualquier grandullón que se meta con tigo tendría antes que entenderse con el profesor Dick Tipton. Sin más que decirte por hoy.

Dick.

Y ésta era la carta del señor Hobbs:

Querido señor:

La suya recibida y me propaso al decir que las cosas presentan muy mal talante. Creo que es una conspiración y que los responsables deben ser rigurosamente perseguidos.

Y escribo para decirle dos cosas: la primera, es que voy a ocuparme de este asunto. No diga nada a nadie, pero voy a ver a un abogado y hacer todo lo que pueda. La segunda cosa es que si se pone muy feo y esos condes son más fuertes que nosotros, aquí tiene usted una parte de este negocio de ultramarinos para cuando tenga edad, y una casa y un amigo en su afectísimo:

Silas Hobbs.

—Bueno —dijo el señor Hobbs—. Si no consigue ser conde, por lo menos entre ambos le sacaremos adelante.

—Es verdad —respondió Dick—. ¡Yo no le hubiera abandonado de ninguna forma, porque quiero mucho al chiquillo!

Al día siguiente, uno de los parroquianos de Dick se quedó bastante sorprendido al ir a limpiarse las botas. Era un joven abogado que empezaba a ejercer; no podía ser más pobre, pero tenía mucho talento y un carácter muy afable, a la vez que dispuesto y activo.

Como su modestísimo gabinete estaba cerca del puesto de Dick, todas las mañanas iba allí, y aunque no siempre pagaba con puntualidad, siempre tenía para Dick alguna frase cariñosa o le hacía alguna broma. Aquella mañana se sentó a limpiarse las botas, con un periódico en la mano, que publicaba grabados de personas y cosas importantes. Acababa de leerlo al mismo tiempo que el muchacho terminaba de limpiarle las botas, y se lo regaló diciendo:

—Mira, Dick, aquí tienes este periódico para que te entretengas cuando desayunes. Trae la reproducción de un castillo de Inglaterra y la fotografía de la nuera de un conde. ¡Es una hermosa mujer, con mucho pelo, pero al parecer está armando la marimorena! Deberías frecuentar más el trato con la nobleza, Dick. ¡Anímate y empieza con el muy honorable conde de Dorincourt y lady Fauntleroy! Oye, ¿qué te sucede?

Los grabados estaban en la primera página, y Dick miraba uno de ellos con la boca y los ojos abiertos de par en par, y su cara estaba completamente desencajada.

—¿Qué pasa, Dick? —Volvió a preguntar el joven abogado—. ¿Qué es lo que te ha dejado tan pasmado?

Efectivamente, al mirar a Dick se comprendía que algo extraño había ocurrido, y el limpiabotas señalaba el retrato bajo el cual se leía:

«La madre del pretendiente, lady Fauntleroy».

Se veía a una mujer de grandes ojos y pesadas trenzas, enroscadas alrededor de la cabeza.

—Ella… —indicó, por fin Dick, con un hilo de voz—. ¡Cáspita! Si la conozco mejor que a usted.

—¿Ah, sí, Dick? ¿Y dónde la conociste, en Nueva York o en París, la última vez que estuviste? —se burló el abogado.

Dick no se dignó ni siquiera contestar. Empezó a recoger sus cepillos, trapos y betunes, como si tuviese algo muy urgente que hacer y que, por el momento, pusiera fin a su jornada de limpiabotas.

—No se preocupe —dijo cuando casi se marchaba—. La conozco y tengo mucho que hacer esta mañana.

Cinco minutos después iba corriendo en dirección a la tienda del señor Hobbs. Éste no podía dar crédito a sus ojos al ver a Dick entrar en la tienda a aquellas horas, tan alterado como estaba y con un periódico en la mano.

—¡Hola, Dick! ¿Qué haces aquí? —preguntó Hobbs.

—¡Mírela usted! —contestó Dick jadeante—. ¡Mire el retrato de esta mujer! No es ninguna aristócrata, ni mucho menos —añadió despreciativamente—. No es la mujer de ningún lord. Es… Minna… La reconocería en cualquier parte, lo mismo que Ben, y si no, que se lo pregunten a él. ¡Es mi cuñada!

El señor Hobbs se desplomó sobre la silla, al tiempo que decía:

—Ya sabía yo que todo era una trampa; y no lo han hecho más que por ser norteamericano.

—No han hecho nada —contestó Dick, rojo de ira—. Es ella la que lo ha hecho todo. Es una mujer muy ambiciosa; siempre estaba discurriendo alguna artimaña, y ¿sabe usted en qué pensé cuando vi el retrato? En uno de esos periódicos que hemos leído venía una carta en la que decían algo de su hijo, y decían que tenía una cicatriz en la barbilla, ¿recuerda? Pues junte usted a ella y a la cicatriz. ¡El chico es tan lord como yo! Sí, es el hijo de mi hermano Ben, el pequeño a quien ella hirió al tirarme el plato a la cabeza.

El limpiabotas, alias «profesor» Dick Tipton siempre había sido un muchacho espabilado. Vendiendo periódicos por las calles aprendió a no perder detalle, siempre estaba alerta y es preciso confesar que gozó en gran manera con la agitación y la emoción del momento.

Si el pequeño Cedric hubiera podido asomarse aquella mañana a la tienda, seguramente habría sentido un gran interés, incluso cuando la discusión y los planes hubieran sido para decidir la suerte de otro niño.

Se veía al señor Hobbs agobiado por el peso de su responsabilidad, y Dick era todo energía y actividad. Empezó por escribir una carta a su hermano, cortó el retrato y lo metió en el sobre. El señor Hobbs escribió a Cedric y al conde. Estaban enfrascados con la caligrafía cuando de pronto a Dick se le ocurrió otra idea.

—Oiga, el señor que me dio el periódico es abogado. Vayamos a preguntarle qué tenemos que hacer. Los abogados lo saben todo.

El tendero se quedó muy impresionado con esta sugerencia y con la capacidad que mostraba poseer Dick para solucionar estos asuntos.

—Tienes razón —dijo—. Este asunto precisa de un abogado.

Dejaron la tienda al cuidado de un suplente y se fueron hacia la parte baja de la ciudad. Ambos se presentaron con su romántica historia en el despacho del señor Harrison, para gran sorpresa de este caballero.

Si no hubiera sido un abogado muy joven, muy emprendedor y con mucho tiempo disponible, posiblemente no se hubiera encontrado tan dispuesto a interesarse por lo que le explicaban, pues todo parecía muy raro y extravagante; pero, unidos, por una parte, el deseo que tenía de ocuparse en algo, y por otra, el conocer a Dick y que éste dijese lo que tenía que decir de una forma muy inteligente y persuasiva, quedó convencido.

—Y —añadió el señor Hobbs— dígame usted lo que vale el tiempo que emplee en este asunto, investigue todo lo que haga falta y yo pagaré lo que sea. Silas Hobbs, esquina calle de Blank, ultramarinos variados.

—Bien —dijo el señor Harrison—, si se arregla será un gran negocio, tanto para mí como para lord Fauntleroy; de todas formas, no perdemos nada en hacer algunas averiguaciones. Por lo que parece ha habido ya algunas dudas referentes al niño. La mujer se ha contradicho respecto a la edad, infundiendo sospechas. Hay que escribir enseguida al hermano de Dick y al abogado del conde de Dorincourt.

Efectivamente, se escribieron y se enviaron dos cartas a distintas direcciones: una a Inglaterra, la otra a California. La primera iba dirigida al señor Tomás Havisham, y la segunda a Benjamín Tipton.

Aquella noche, después de cerrar la tienda, el señor Hobbs y Dick, sentados en la trastienda, hablaron hasta pasada la medianoche.