V. Diario de un enigma
21 de junio de 1989
MAMÁ DECIDIÓ COMER HOY en casa. No esperó a mi conformidad ni percibió mi escasa voluntad de comer con ella. Fue inútil que le mostrara la desgana, a pesar de que mi respuesta constituyó casi un murmullo de desaprobación. Ella, por su cuenta, convino en que a las dos pasaría a recogerme por la galería.
Mamá cumple con sus estrictas y repetidas ceremonias: nada más llega a la galería, al enfrentarse a los cuadros hace siempre un comentario de sorpresa por el cambio de colección, como si pensara que una galería fuera un museo que no tuviera por qué variar sus exposiciones. Le sigue casi siempre una mirada de desconfianza y desinterés a toda la muestra y después viene un rictus de incomprensión al que sigue invariablemente un «me quieres decir, hija mía, qué significa eso». «Nada, mamá, nada». He renunciado ya a convencerla del sentido de la abstracción y de la evolución del arte. «No comprendo cómo la gente puede gastarse tanto dinero en esas mamarrachadas, unas telas manchadas con esos colores tan ordinarios y sin orden ni concierto». Si alguien se interesa por alguna de las obras delante de ella y le doy el precio o algún pormenor más para estimular al cliente, ella se persigna o pone cara de asombro en un desconcierto que no superará nunca por más visitas a la galería que me haga. Alguna mañana que sale de compras pasa por allí y, después de quejarse del servicio, cuyos nuevos modos de comportarse no logra entender, hace un repaso somero a la situación de mis hermanos y dedica unos minutos a su inquietud por los peligros de separación matrimonial que los acechan. Pasa después a aclararme que esta desgracia de las separaciones no es sólo cosa de nuestra casa, es una moda. La gente no sólo ha perdido la paciencia, según ella, sino la clase. Ya no hay gente con clase. Luego, ruborizándose, sobresaliéndole los colores sobre su maquillaje, dice con voz de pecado y pidiendo a Dios perdón por lo que va a decir, que todo es un puterío de Levante. La palabra puterío es casi un murmullo, una mancha inevitable en los labios, una palabra que una señora sólo puede emplear porque una humillante obligación la lleve a ello. Está contenta de vivir, aunque no lo confiese y diga que Dios se la podía haber llevado antes para no tener que sufrir lo que está sufriendo: que mi hermana Alicia ande en boca de la gente porque José Ramón «bocasucia» se los está poniendo y ella sin enterarse. Le digo que mejor que se separen y se levanta de la silla alterada y me recuerda que yo no tengo el juicio saludable ni la vergüenza. Si tuviera vergüenza no estaría empleada en este negocio: mitad dependienta, mitad secretaria, me dice, y engañando a la gente. Si mi padre viviera, aunque le falta convencimiento cuando lo proclama, no iba a consentir que una hija suya, doctora en Económicas y Empresariales, con sus masters en el extranjero, con idiomas, unas notas que da gloria verlas, fuera la empleada de un mercachifle que viste con unas ropas que no parecen ropas de hombre sino… Y a los puntos suspensivos le pone ella un remeneo para que se entienda lo que quiere decir de Brian y no dice porque ella es una señora. «¿No me irás a decir que un hombre con ese pendiente y esa coleta de pelo es un hombre en toda regla?» Si le pregunto qué es un hombre en toda regla contesta que ella tuvo el suyo, y aprieta los labios y alza el busto en señal de orgullo: si sabrá ella lo que es un hombre como tienen que ser los hombres. «No sé si todas pueden decir lo mismo.» Suspira y en el suspiro, hondo y muy pronunciado, una ha de advertir no sólo la satisfacción que le cupo sino lo mucho que lo recuerda.
Este mediodía se llevó una sorpresa auténtica: la exposición esta vez era figurativa.
—Ya ves, esto sí lo entiendo. —Revisó detenidamente los cuadros y concluyó—: Pero no me gusta.
Una expresión de asco le ocupó la cara.
Se trataba de una exposición de Pérez Villalta y la abundancia de desnudos masculinos le desagradó a mi madre, sobre todo cuando no pudo evitar la expresión de espanto, aun cuando había clientes en la sala, al contemplar un Crucificado desnudo, con todos sus atributos de varón a la vista.
—¡Qué exageración, Dios mío… Qué penita, Señor!
Me hizo reír. Mal estaba para ella que a la imagen de Cristo se le quitara el sudario y se le mostraran las vergüenzas, pero todavía peor le resultaba que aquellas vergüenzas fueran de tan grandes proporciones.
—Eso no es humano sino de animal —aclaró indignada.
Recordé los atributos de mi padre, vistos el día de mi adolescencia en que irrumpí en el baño, y sólo me atreví, con el recuerdo dictándome una sonrisa melancólica, a decirle que había perdido la memoria.
—Eres una desvergonzada, hija mía —me contestó, hundiendo su mirada en el regazo con recato de virgen prudente y acaso ocultando una sonrisilla pícara que el seco rostro de la edad no aguanta.
Cuando llegamos a casa y mientras yo pasaba al baño o me cambiaba se dedicó ella a interrogar a la muchacha para seguir ahondando en las perplejidades que le genera el nuevo servicio.
—Esa chica no te conviene, me habla como si fuera de su familia, falta un respeto.
Para colmo, Paz al referirse a mí no me llamaba la señora, sino Begoña, y ella ya no se pudo callar y me lo reprochó:
—Dónde habrás aprendido esas modernidades, Goñi. Ser buenos es una cosa, como siempre hemos sido en casa con ellos, pero cada uno en su sitio. Y lo mejor para ti es una interna, una interna es lo que te hace falta. —Advirtió que volvía Paz y se dirigió a ella—: ¿No le gustaría un uniformito mono?
Y Paz a su vez le preguntó a mamá:
—¿Es que no le gusta cómo visto? —se tocaba las puntas de una falda quizá excesivamente corta.
—Esta muchacha es una insolente, Goñi, y además no me gusta cómo viste, con ese descaro…
A todas éstas, yo revisaba en silencio la correspondencia que me había traído de la galería y dejaba que Paz le contestara o la mirara entre la indiferencia y el asombro.
—¿No puedes atender a tu madre, hija, te interesan más las cartas?
Quise distraerla y le mostré la carta que leía en ese momento.
—¿De quién es, es de alguno de los nuestros? .
—Tú lee, lee… .
—Jesús, hija, qué misterio…
Yo pasé a abrir otras cartas, pero sin dejar de seguirla en su peripecia: buscó los lentes en el bolso, se lamentó de lo poco que veía ya, comentó lo bonito que era escribir cartas.
—Como todo se pierde, hija, ya nadie escribe a nadie, ya no se escriben ni los novios, la gente nueva ya no tiene recuerdos que guardar…
—Los vídeos, mamá, los vídeos.
—Que te crees tú eso; las películas esas tienen muy pocos años de vida. Si aquí nadie quiere recordar nada, si se vive al día…
Tomó al fin la carta, la apoyó en la mesa del salón, la estiró pasándole las manos parsimoniosamente y fue interrogándose con los ojos al tiempo que se llevaba primero dos dedos al mentón y después los subía hasta los labios como queriendo reprimirse una exclamación.
¿Arón, Arón…? Pero, ¿quién es Arón, Goñi?
—No lo sé, mamá. No es la primera carta.
—¿Cómo es posible que una mujer casada consienta que le escriba un desconocido?
—¿Y cómo puedo evitarlo?
—¿Se lo has dicho a tu marido?.
—No. Daniel tiene otras cosas más importantes que lo ocupan.
Tuve la tentación de confiarme a ella, de mujer a mujer, hablar con mi madre por primera vez de los celos, darle la impresión de que habían conseguido normalizar a su hija, convertida ahora en una esposa que persigue los indicios del engaño.
—¿No recuerdas a nadie que se llame Arón, algún muchacho de la universidad, alguien del trabajo?
—Arón no es el nombre de nadie, mamá, es un nombre inventado.
Arón me contaba que el jueves pasado estuvo en la galería y que, aunque yo sólo veía a un hombre de espaldas que contemplaba cuadros, sus ojos me perseguían sin que él mismo supiera con qué habilidad podían hacerlo estando como estaba de espaldas.
—Este hombre es un loco —dijo mama volviendo a la lectura de la carta.
Me dijo que el viernes se situó junto al colegio que está frente a la galería, envuelto en el bullicio de los chavales que salían de clase, mirado por las madres que pasaban a recogerlos, y vio cómo abría yo, sola, la galería, sacando un manojo de llaves de ese bolso enorme en el que cabe una oficina. Tuvo la tentación de entrar detrás, cerrar las puertas de la galería y besarme, pero renunció porque él no es un violento y podía haber sido tomado por tal.
—¿Has visto, Goñi..? Este matasellos es de Sevilla, este hombre no es de aquí.
—No importa, mamá, por lo visto viaja…
—Yo daría cuenta a la policía.
Arón había esperado a que entrara gente a la galería para hacerlo él; me había comprado una monografía de Tàpies y así pudo percibir mi perfume. Un aroma fresco y antiguo le llegó de mí y anda ahora por las perfumerías intentando identificarlo. Por más que quiero de recordar a quiénes vendí catálogos o monografías esa tarde no consigo ni siquiera una imagen difusa para la sospecha. Es más: yo no recordaba que tuviéramos monografías de Tàpies.
—Cada vez tengo más razón, ¿qué necesidad tiene una mujer casada, con su marido ganándolo bien, de estar expuesta a estas cosas? ¿Y si hubiera entrado y hubiera pasado cualquier cosa? Ay, hija, no gano para disgustos…
Me arrepentí de haberle dado a leer la carta. Arón me prometía en ella conseguir el perfume y enviármelo como prueba de su afán.
24 de junio de 1989
HE LLAMADO AL ESTUDIO y ha contestado la secretaria de Daniel, de modo que dos cosas son posibles: o que Daniel no esté realmente en París, al contrario de lo que me aseguró ella esta mañana y de lo que él mismo me había anunciado, o que esté en París y tenga que descartar por esta vez que Tere sea el motivo del ensimismamiento de Daniel. Quizá haya vuelto con Sylvie, su ex, y si no han vuelto es posible que en este instante, cuando las sombras de la soledad y el miedo rondan por mi casa y se hacen espesas con el calor del verano de Madrid, ellos estén juntos en París rememorando un tiempo que nos excluye a todos los demás. Al fin y al cabo estaban enamorados. Cuando yo encontré a Daniel todavía los ojos se le humedecían con el recuerdo de ella y siempre que me habla de lo que hacían juntos parece que esté hablando de lo que de verdad ha vivido. Todo lo demás hay que tomarlo en él como pura supervivencia. Sin embargo, nadie diría que sea más feliz ahora con esta aparente normalidad con que se desenvuelve nuestro matrimonio. Debe tener la impresión de que ha conseguido conquistarme y después de buscar las incitaciones que le faltan, intentando revivir las fantasías del diario prohibido, sin lograrlo, escapa de mí para torturarse a su manera. Ahora mismo son las tres de la madrugada y seguro que Sylvie y él retozan en el Place Vendôme y las manos de Daniel pasan por el cuerpo de ella con esa pericia que posee para ir haciéndose con la piel, como el que descifra algo cierto, un verdadero material de lectura y de gozo. Hasta que enloquece y pasa de la suavidad perezosa a erguirse como un centauro enloquecido en la cama y muerde el cuerpo de ella como si fuera a devorarlo. Y luego…
No habrá faltado la cena romántica como un paciente preámbulo para el deseo y ahora, quizá, no hacen otra cosa que dormir el uno cogido a la cintura de la otra con esa placidez que trae el amor y la familiaridad de los cuerpos. Es ahí donde me siento traicionada.
Así, igual, se ha imaginado Arón conmigo y está seguro de haberlo vivido de la misma manera por lo que dice en su carta de hoy. Me pide que no le lleve la contraria, que no vaya a desmentirle algo que sabe muy bien, como si yo estuviera con él cuando me escribe y me interpusiera para modificar su texto. A veces tengo la impresión de que se trata de un loco, pero otras veces descubro un exceso de lucidez en su fantasía. Hoy me recrimina que no trate de descifrarlo entre la gente que se acerca a mí en la galería, que permanezca indiferente y nada inquieta, que no busque acechante cuál de todos los que pasan puede ser él. Y aparece en Arón de repente la incertidumbre y el temor de que alguien recoja mis cartas y no haya llegado yo a leerlas. Por eso me ha enviado ahora un pañuelo de seda, de tan buen gusto que sin que él lo quiera está diciendo algo de Arón. Quiere que el martes me ponga el pañuelo para confirmarse él que recibo sus envíos. ¿Me lo pondré o no?
Justo cuando me hacía la pregunta ha sonado el teléfono como sonaba antes, en las madrugadas de esta casa que hoy se me antoja más desierta que nunca, como si la depresión me amenazara disfrazada de una melancolía veraniega en la que los olores de las frutas me devuelven una inocencia que despedí pronto y que por eso mismo vuelvo a añorar tantas veces. He descolgado el teléfono y nadie contestó al otro lado. Es posible que sea Daniel para controlarme, pero Daniel debe estar muy ocupado con Sylvie. Podría ser Ignacio, si no fuera que nada sé de él desde la última noche que estuvo en casa, y además no responde en ninguno de sus teléfonos. También es verdad que es incapaz de ocultarse y no se atrevería a maquinar ningún enredo que me haga desearlo como lo deseé. Lo cierto es que duermo desnuda en la fatiga de este calor y mi cuerpo sobre la sábana requiere las caricias; paso las manos lentamente por el vientre y algo dentro del vientre me hace añorar a Ignacio, que tal vez tienda a estas horas sus redes de viejo seductor a una torpe criatura que se deje magrear la piel nueva, se encuentre húmeda como yo ahora y sienta la ternura de la edad y el cuchillo afilado del sexo al mismo tiempo. Quizá haya sido sólo una equivocación y quien llamó fue algún ser olvidado como yo, abandonada por todos menos por Arón. Arón desconoce mi número y si lo conociera no llegaría a usarlo. Marga no descartaría nada; para ella la gente como Arón es imprevisible. Arón, en la carta de hoy, reconoce que no tiene derecho alguno a involucrarme en su vida como lo hace, pero que por favor no se lo diga. Me suplica que no se lo diga, como si yo tuviera alguna posibilidad de enmendar su obsesión o pudiera callarlo cuando me cuenta, por ejemplo, cómo escruta el filo leve de los pechos en su pliegue, tal como lo adivinó en el escote de mi blusa amarilla del otro día. Si pudiera pedir a Marga un consejo sobre si debo ponerme el pañuelo o no…
26 de junio de 1989
ME HE SORPRENDIDO HOY hablándole al teléfono, suplicándole que rompiera su silencio; como una loca me he puesto a hacer su ring-ring en voz alta, y una ansiedad que la fatiga del calor aumenta me trastornaba el sueño. Daniel lleva varios días en París y no llama, incrementa la crueldad de su abandono inexplicable con este silencio, como si quisiera decirme así que lo que merezco es olvido. Marga me diría que tenga cuidado, que me ve venir, que intente salir adelante, que esta pasividad no me conviene. Claro que no me conviene, pero si adopto una actitud agresiva, «vamos a ver, qué pasa; tú me quieres explicar qué es lo que ocurre; qué te he hecho yo; si tienes otra, dilo; ahora, eso sí, si tienes otra, ya estás haciendo las maletas…» Si hago eso, Marga dirá que si lo echo me quedo compuesta y sin marido y sin derecho a nada. Y eso lo dirá ella porque no sabe de leyes y lo que tengo que hacer yo es irme a un despacho de abogadas feministas, de esas que se saben todas las tretas para exprimir a los hombres. Lo que está pasando ahora es un abandono de hogar y, además, el adulterio es un argumento. Marga me diría que demuestre yo lo del adulterio. Bueno, pues si tengo que contratar a un detective lo contrato, me hubiera encantado casarme con un detective. Pero no. Marga con tal de no darme la razón apelaría a mi sentido común, nunca te faltó el sentido común por muy fantasiosa que fueras y ahora lo tienes perdido. Sí, lo tengo perdido, los celos te hacen perder el sentido común. Y a veces, no, a veces te despiertan tal intuición que una misma se asusta. Marga diría lo del sentido común por lo que ella sabe, me preguntaría que con qué fuerza moral le podría exigir yo a Daniel fidelidad cuando el hombre que quiero en la cama sigue siendo Ignacio. Yo trataría de negarle que siga necesitando a Ignacio por hacer caer sobre mi querido anciano una especie de desprecio con el que fustigar su inseguridad y su miedo de viejo católico. Le negaría que quiera volver con Ignacio por ese instinto de defensa que una hace valer ante las amigas incluso cuando quiere ser sincera. No le desvelaría que estoy buscando a Ignacio como una perra y que el muy hijo de puta se esconde acorralado porque me teme. Pero Marga seguiría en sus trece, a ver cómo me explicas, diría, que eres capaz de exigirle a Daniel exclusividad cuando le has puesto muy claro que de amor nada de nada. El matrimonio no es un asunto de amor sino de costumbre, contestaría tajante, y ya estoy viendo a Marga dándome por imposible porque, como ella no se callaría, estoy dispuesta a explicármelo todo según mis conveniencias y despacho las cosas muy complicadas con una frase.
Al mediodía, desde mi trabajo, llamé al estudio y la pavisosa de Tere me preguntó qué quería con un tonillo de saberse de antemano lo que iba a decirle: que Daniel no había llamado a casa. Contestó sencillamente que lo sentía sin responderme a lo que yo realmente le preguntaba, aunque se lo hubiera explicitado: si había llamado o no al estudio. Tuve que hacerle la pregunta y sentir la herida de su voz aguda respondiéndome, con un viso de ironía estúpida, que era lógico que aunque estuviera de viaje se ocupara de la marcha de su trabajo. Le pregunté si a ella le parecía lógico que pasaran más de cinco días sin que llamara a su casa, y su respuesta fue que para que fuera lógico se tendrían que dar algunas circunstancias que ella desconocía si se daban o no. Me puse en jarras apoyando el teléfono entre la cabeza y el hombro y le dije a las claras que su manera de hablar era la manera de hablar de quien sabía y que por lo que estaba viendo no sólo sabía sino que a lo mejor era una afectada. Dijo que saber sabía ella mucho y que yo sabía de lo mucho que sabía, pero que si lo que quería yo era saber más, que lo supiera por mi cuenta, que ella era una secretaria y no una alcahueta. Me puse a llorar después de colgarle y en la actitud defensiva de Tere me quedó claro que algo hay. Es más: he empezado a sospechar que Daniel no está en París, que es posible que esté en Madrid y duerma en casa de Tere o que se halle en cualquier otro lugar. Si le preguntara a Marga, ella lo tendría claro: de ser yo se presentaría mañana mismo al mediodía en el estudio para sorprenderlo allí. Pero mañana al mediodía yo tengo que estar en la galería, Brian está de viaje… Además, no me apetece enfrentarme con la impertinente secretaria de mi marido. También es verdad lo que se le podría ocurrir a Marga: puede decirte que acaba de llegar de París y que no ha tenido tiempo de avisarte. Ahora bien, ¿cómo podría decirme eso cuando no ha tenido tiempo en estos días de hacer una llamada, una sola llamada? Es que ni se molestaría en disculparse. Ya estoy viendo a Marga dándome la razón con su cabeza y llevando la conversación por otro lado: vamos a ver, Begoña, ¿por qué no aprovechas esta ocasión para separarte de Daniel y casarte con Ignacio? Se te han acabado los obstáculos, hija mía… Sólo se me ocurriría decirle que cómo se le cuenta eso a mamá y preguntarle después si una tiene verdadero derecho a darle un disgusto de esa naturaleza a una anciana. Marga en esos casos no respondería porque ella debe pensar que cada cual es cada cual y que, como ella con su madre no tiene secretos… Y se quedaría tan ancha, con ganas de que le hiciera cualquier otra pregunta. ¿Tú crees, Marga, que Ignacio querría casarse conmigo? Quizá me respondiera que casarse por casarse, no, pero que, por arreglarse con Dios más que conmigo, a lo mejor lo haría.
27 de junio de 1989
MI MADRE NO AGUANTA EL CALOR, esta atmósfera plomiza del verano de Madrid que parece resecarlo todo. Incluso por dentro una va sintiendo cómo se cuartean las vísceras.
—No es para tanto, hija, pero ya he puesto la casa de verano, he enfundado los muebles y he preparado todo el equipaje. Tengo además una muchacha de Sepúlveda para la casa de La Granja y este verano pienso desentenderme de todo y descansar.
No me iré con mamá a La Granja. La galería no cerrará hasta el 10 de julio y Daniel sigue sin aparecer ni hacerse oír. Debo tomar una determinación: hacerle caso a Marga, que me diría que ya está bien, que pasados los días que han pasado quizá deba dar cuenta a la policía. Empiezo a temer por su vida, porque también es posible que Daniel tenga una doble vida. A Marga, como le gusta especular, me diría que a lo mejor, que quién sabe, que si yo no tengo un motivo de sospecha. Me preguntaría si yo sé qué amigos tiene. Está Robert en Inglaterra, pero Robert es un chico acomodado, arquitecto, lo que mamá llamaría un chico con clase. De modo que descarto a Robert. Lo que pasa es que Marga insistiría en que ahora no es como antes, ahora los delincuentes son gente muy fina, date cuenta, diría ella, que se delinque por mucho dinero y no para comer ni para capricho de pobres. Tiene razón. Sin embargo, Robert vive de acuerdo con los ingresos de un arquitecto normal, más bien brillante, que son los que menos cobran, y no se ocupa de otra cosa que de la arquitectura, la vive como una pasión, pagaría por hacer lo que hace. Estoy viendo a Marga mirándome atentamente mientras hablo para a continuación alzar la cabeza, tirar de su pelo hacia atrás y empequeñecer la boquita, juntando mucho sus labios como una sabihonda, para darme a entender que soy una simple y que a lo mejor detrás de Robert está la clave: un negocio de armas, de drogas o algo así. Al fin y al cabo, me diría, un arquitecto es un elemento muy aconsejable y apropiado para el blanqueo de dinero. Es absurdo todo lo que pienso y más absurdo todavía que la depresión me lleve a reencontrarme con Marga y si he vuelto a Marga es por culpa del hijo de puta de mi marido. Y si estoy sospechando de su mejor amigo también él tiene la culpa. Si Daniel me escuchara hablando a solas con Marga se reiría, esta vez no se preocuparía por mi salud. Diría que por qué he de sospechar de Robert si no es a Londres adonde él ha ido sino a París. La verdad, me diría Marga, es que no estás segura, Begoña, y más bien lo contrario, de que esté en París. Pudo haber ido a Londres y no te lo dijo para despistar. He llamado a Robert antes de seguir escribiendo para romper con esta ofuscación de Marga. Robert no sabe nada de Daniel, me preguntó si estaba preocupada y le dije que no, que sólo trataba de acabar con alguna desconfianza. Lo encontré más parco que nunca, aunque es verdad que Robert sólo es verdaderamente expresivo cuando habla de sus proyectos o de alguna extravagancia de Foster. Es raro, solitario y exquisito. Bastaría que dijera esto para que la sospecha de Marga fuera por otro lado. Puede tratarse, me diría por las buenas, de un oscuro amor. Y yo, que sabría de qué estaba hablando, le preguntaría que a qué oscuro amor se refería. Marga, riéndose a carcajadas, tendría que añadir que es posible que mi marido se haya entregado a debilidades que yo no vería con buenos ojos y que podría ser ahora un cadáver en los brazos de Robert. No estoy para risas, querida, y además, nadie, por muy querido que le sea un cadáver, lo mantiene en sus brazos hasta que llegue la policía. Me reí mucho imaginando a Robert con Daniel en sus brazos, muerto, como si fuera una piedad. Bien es cierto que la policía no puede llegar a ninguna parte si no se la pone sobre aviso y ni siquiera yo me he atrevido a llamar a la policía. Eres necia, Begoña: si Daniel ha llamado a su estudio es que está vivo y si está vivo y no te ha llamado es que no quiere saber nada de ti. Tanta lógica junta me ha aplastado. No soy otra cosa que una mujer abandonada.
—¿Cuándo regresa Daniel, hija mía?
Le dije a mamá que los viajes de negocios se prolongan a veces, que ya tendría que estar aquí pero que las cosas no habrían ido como él suponía. Mamá, que parecía haber oído a Marga y se adentraba ahora por los vericuetos de la mente por los que Marga se adentra, me comentó:
—Tú te has preguntado, Goñi, qué tipo de viajes de negocios son esos que hace tu marido? Un arquitecto no es un exportador de cítricos, hija mía.
No es un exportador de cítricos ni las habilidades de mi madre para resolver las sospechas son especialmente útiles para mí porque mi madre se hace preguntas que deja en el aire y detrás de las cuales una quiere percibir intuiciones que la lleven a alguna parte y descubre, al final, que mi madre habla sólo por hablar y que en este caso lo que le fastidia es que no la acompañe a La Granja porque Daniel está fuera, como si realmente alguna vez me hubieran preocupado las ausencias de Daniel. Lo que me preocupa ahora es su silencio.
—Claro, lo de menos es tu marido; si no vienes es por el trabajo ese; has terminado siendo una esclava.
Una esclava de Brian a la que Brian tiene cada vez en menos estima porque la escasez de ventas en la galería parece revelarla como una inútil, ensimismada siempre, una mujer con problemas. Mamá tiene razón.
Lo que no sabe ella es que Arón, con sus cartas, me retiene. Faltan pocos días para que la temporada acabe y no podrá seguirme, olerme, porque va describiendo en sus cartas los distintos perfumes que me pongo mientras él trata de descubrir aquél, suave y antiguo, de tienda en tienda. Acabará la temporada y sólo Brian pasará por la galería a recoger la correspondencia, pero Arón desconocerá que podrá seguir escribiendo a allí y que si lo hace yo iré a recoger sus cartas expresamente. Me he puesto el pañuelo que me envió y he examinado a todos los que hoy han entrado a la galería. Han entrado más mujeres que hombres y entre los hombres abundaron los impecablemente vestidos que ni siquiera preguntaron precios ni me miraron. Podrían ser objeto de sospecha precisamente por no haberme mirado, pero todos ésos a la vez no podrían ser objeto de sospecha y, si lo fueran, a saber cuál de entre ellos sería Arón. Entró un gordo, con unos ojos grandes e inexpresivos, unos ojos exageradamente sobresalientes, y pensé que aquel hombre podría ser Arón, aunque no quería que fuera Arón. Pasaría de los cuarenta años y en eso sí que podría responder a los detalles que él me ha dado de sí mismo, su pelo era escaso como el que Arón dice tener y su desordenada manera de contemplar los cuadros y aprovechar ese desorden para mirarme de reojo, como si fuera a llevarse alguna obra en un descuido mío, me llevó a la impresión de que podía ser Arón. Me ha pedido que nunca le pregunte el nombre si sospecho de él, pero que si lo hago me dirá la verdad aunque se rompa el hechizo. Dice que sabe que lo voy a hacer; ahora bien, por favor, no me confirmes que lo vas a hacer, pienso que no lo harás. No lo hice, no le pregunté a aquel hombre si se llamaba Arón. Vino él hasta mí, seguro que advirtió que estaba nerviosa, y se interesó por uno de los cuadros. Lo primero que hizo fue presentarse, como si quisiera adelantarse a cualquier requerimiento, y en esto sí tuve por muy posible que fuera Arón, puesto que su nombre verdadero no es Arón, aunque él me diga que ya ha acabado por no reconocerse en otro nombre como en éste. Cuando el gordo se acercó a mí dijo antes que nada que era un antiguo cliente; el señor Brian me conoce mucho añadió. Habló de Brian y, sin embargo, no sabría decir qué dijo de Brian porque yo estaba pensando que ser un antiguo cliente no impedía que fuera el mismísimo Arón. Sólo volví en mí cuando me preguntó si me pasaba algo y me di cuenta de que el nerviosismo me habría cambiado de color y tal vez extraviado la mirada. Fue entonces cuando le pregunté si se llamaba Arón, consciente de que transgredía las reglas del juego de Arón y como si de súbito hubiera empezado a temerle.
—¿Por qué iba a llamarme Arón, señorita? —sonreía el gordo—; ¿tengo cara de llamarme Arón… ?
Ya para entonces repetía la pregunta con una carcajada tan sonora como inconveniente, una carcajada que era como una proclamación pública de la sensación de ridículo que me invadió de pronto. Me aclaró que ya me había dicho su nombre, que su nombre era José González de la Valsina. Mientras lo oía repasé las fichas, con todos sus datos, sus compras anteriores, con avidez por saber dónde vivía en el caso de que fuera Arón, porque llamarse González de la Valsina no era obstáculo para llamarse Arón, y precisamente mientras contestaba a sus preguntas sobre Brian y me ofrecía a resolver cualquier duda o aclaración en el lugar de Brian, sin saber todavía que quería hablar de una cosa pendiente con Brian, deuda quizá, no supe bien de quién, si de él con Brian o de Brian con él; mientras hablaba, digo, él se acercaba por detrás y con el pretexto de ver unos cuadros pequeños que quedaban a mi espalda creo que trataba de identificar el perfume. Me puse de pie y me quité el pañuelo del cuello y jugué con él entre las manos de un modo que ahora tengo por poco elegante y por inoportuno, tanto que se advirtió la extrañeza en el ceño de mi interlocutor. La extrañeza pudo haberlo delatado y la urgencia en marcharse, nervioso él ahora, pudo confirmarme que se trataba de Arón. Pero no sabré por hoy si lo es.
28 de junio de 1989
NO PUEDO IR A LA GALERÍA dándome un paseo como hago de ordinario si no quiero sufrir este fuego de Madrid como una tortura que arrasa con las pocas ganas de vivir que tengo en estos días. La inminencia de las vacaciones exacerba la soledad, y las ausencias, la de Daniel, la de Ignacio, se han puesto de acuerdo en sus silencios inexplicables para hacer del preámbulo de este verano un tiempo en el que mi cuerpo se envilece y busco por él los signos de la edad y del vencimiento como si fuera el entretenimiento que me corresponde, el que me he ganado a pulso por mis locuras. Sólo me queda Arón. Mamá ha llamado:
—No te he querido preguntar, hija, como eres tan rara… Ese hombre, ese tal Arón, ¿sigue escribiéndote?
Dudé si decirle que sí o que no y por eso me mantuve un momento en silencio. Ella insistió:
—¿Te sigue escribiendo, hija mía?
Decidí que debía inquietarla:
—Es un encanto, mamá.
—Vuelves a estar mal, Goñi.
—No, mamá, estoy enamorada de él.
—Qué horror, hija, ¿cómo puedes estar enamorada de un espantapájaros, de alguien que existe y que no existe, de un loco, nena?
Intenté tranquilizarla con las carcajadas, pero insisto en que mi madre carece de sentido del humor. Tampoco entendería la verdad de ningún modo: cualquier mujer que, como me ocurre a mí, no tuviera noticias directas de su marido durante una semana y albergara dudas sobre su verdadero paradero tendría motivos suficientes para relegar cualquier tentación de inquietud, sobresalto o ilusión con unas cartas que, en definitiva, no son otra cosa que unas cartas anónimas, y se dedicaría a resolver lo que debe ser su problema principal: el reencuentro con su esposo. Razón de más si en un intento de lucidez decide que esta actitud del marido no es más que la respuesta a un hecho que le ha afectado seriamente: haberla descubierto en casa con un amante. Lo que sucede es que, después de llegar a esta conclusión —Daniel se ha enfadado porque encontró a Ignacio en casa, y él no es tonto, se calló pero no es tonto—, Marga me recordaría que antes de descubrir a Ignacio ya Daniel estaba silencioso y raro y había dispuesto el viaje de una manera muy extraña. Así que por esa parte, Begoña, no debes tener remordimiento, hija, que pasas de la rabia a la culpa como si tal cosa. Desoigo a Marga porque me siento culpable, porque ahora estoy recordando la mirada de Daniel, con un ligero color en los pómulos como indicador de su turbación, hablando con Ignacio sin atreverse a mirarlo y mirándome fijamente a mí como si la anormal distancia que había establecido entre Ignacio y yo, cuando él abrió la puerta, fuera la denuncia de lo que pasaba de veras. A la mañana siguiente me dio un beso desganado de despedida y no he vuelto a saber de él. Si lo ves así, diría Marga, razones no le faltan para estar cabreado. Yo le contestaría que las cosas se hablan, que sólo los cobardes escapan a la realidad como él, y ella, por no quedarse sin respuesta, se reiría, mira que hablar yo de escapar a la realidad y de cobardía… Pero ¿qué has hecho tú, Begoña, siempre? Escapar a la realidad, hija mía, montártelo de invento… Marga quiere tener la última palabra o por lo menos constituirse en voz de la razón y por eso ha de añadir algo más: ahora la realidad se ausenta y estás desconcertada, ni marido ni amante. Y se quedaría tan fresca.
He llamado a Ignacio a las dos y a las tres menos cuarto de la madrugada y no contesta nadie ni en Madrid ni en La Granja. Pudo haberse ido de viaje y optar por el silencio, como si mi marido y él se hubieran puesto de acuerdo, o bien le ha sucedido algo y está ingresado en un hospital sin que yo lo sepa. Para Marga hay otra posibilidad: que la modelo del cuadro sin comprador de la que me habló Ignacio sea cierta y esté viviendo en su casa. Marga es sólo una voz a la que yo dejo entrar de nuevo en mi vida porque Daniel sabía bien lo que hacía cuando me preguntó por ella y empecé a extrañarla. Marga es a veces cruel y ahora me ha hecho daño. ¿No decías que ya no estabas enamorada de Ignacio? Lo creía hasta que Marga me ha hecho pensar que se abraza a otra y que sus caricias pueden ser para una criatura como la que yo fui, una tonta. El sufrimiento verdadero me pone a la defensiva y vuelvo a ilusionarme con la carta de Arón, pero después decido llamar a Maripi por si ella sabe si su padre está bien o dónde está. Después del desayuno lo haré.
29 de junio de 1989
AHORA REPASO ASOMBRADA la carta de Arón de hoy: el lunes esperó en Charlot a que yo bajara por Ortega y Gasset y luego me siguió por Serrano a mucha distancia, vio en cuántos escaparates me detenía y los refiere uno por uno. Por un momento creyó que seguiría hasta el Retiro y, como en esta época se hace de noche muy tarde, se prometió que si llegaba a entrar al parque me abordaría. Pero yo bajé por la calle Ayala. Me pregunta si soy creyente tan sólo porque se me ocurrió entrar en la pequeña iglesia del Cristo de Ayala. Naturalmente yo no podré contestarle ni tengo mucho interés en hacerlo, pero él se responde por su cuenta que seguramente lo soy al modo en que lo somos muchas pequeñas burguesitas en tiempo de tribulación. ¿Qué sabrá este merluzo de mi vida y por qué semejante preocupación por mi alma? La verdad es que entré a la iglesia por curiosidad y quizá por aburrimiento y me pregunto dónde se situaría él para verme entrar, porque la calle Ayala en aquel tramo estaba desierta a esas horas. No le pareció bien que al salir, en lugar de cruzar la Castellana y tomar la acera de enfrente camino de mi casa, porque él me seguía para saber mi dirección, girara a la izquierda y me sentara en la terraza de Castellana, 8. Si no te hubieras sentado allí, con los ojos buscando como una zorra (perdona, los celos me hacen hablar así), no te hubieras encontrado con aquel viejo y no te habría cambiado la mirada taciturna que dirigías al vaso, mientras pensabas a solas, y que se convirtió en una mirada joven; joven, de verdad, pero que me hirió profundamente porque no era para mí.
Arón, me dije leyéndolo, eres cursi, luego estás enamorado. Lo envidias, me diría Marga. Lo envidio, le daría la razón. Pero ella seguiría: lo envidias no porque esté enamorado, sino porque está viviendo su vida en los papeles. Si una quiere salir de la desolación no puede seguir oyendo esa voz, la de Marga, que conduce siempre al callejón sin salida por mucho que se comporte como si quisiera ayudarme a encontrar la luz. Arón me observó con todo detenimiento. No sé si habías quedado con él, quizá sí, porque ese traje blanco de falda y chaqueta no parece del repertorio de trajes con los que vas a la galería. Tonto de mí que lo que perseguía es saber dónde estaba tu casa: al verte vestida así tendría que haber sospechado que ibas a cenar con alguien. Ese alguien, además, podía ser tu marido. Pero, aunque lo trataste con familiaridad, no es ésa la familiaridad que se emplea en el matrimonio. Podría ser tu padre, no le faltaban años para que pudiera serlo. Sin embargo, aquella sonrisa tuya era una sonrisa llena de sensualidad y me vuelven las ganas de llamarte zorra. Me pregunto si habías quedado o te encontraste con él de repente: si fue inesperado el encuentro, maldigo la hora en la que decidiste tomar una copa allí y no seguir a tu casa. Y si quedaste, me pregunto qué puede haber entre vosotros. Por la cara de sorpresa alborozada que pusiste estaría por decir que te lo encontraste, y es raro, porque no abundan hombres solos de su edad en aquella terraza. Estuve convencido durante unos instantes de que fue la casualidad la que te llevó a aquel encuentro y me reproché no haber aprovechado tu rato de soledad y de miradas errantes para sentarme contigo en la mesa, aun a riesgo de que el misterio de Arón pudiera abandonarnos. Pero no sé si lo envidio, Begoña, porque la realidad erosiona las relaciones. Está claro que las erosiona porque no habrían pasado cinco minutos de que estuvierais allí, mirándoos (al principio más bien de un modo concupiscente), cuando ya discutíais, y en la noche calmada y sin viento yo veía tus cabellos agitarse de indignación y te pasabas las manos por ellos, a un lado y a otro, rota la serenidad, manoteando en el aire con una energía que es imposible prever en ti, mientras él bajaba la cabeza, quizá aceptando la culpa. Cuanto más bajaba la cabeza el infeliz, más feroz se te veía; tus ojos me parecían los de otra. Finalmente, lloraste. Me gustó que aquella escena, tratándose de ti, concluyera de una forma tan tópica. Él seguramente estaba esperando que lloraras para poder alzar su cabeza, recuperarse del miedo o de la vergüenza —los de las mesas vecinas miraban— y consolarte. Le dio resultado, porque pagasteis, pagaste tú, y salisteis de allí con su brazo pasado por tu cintura como dos enamorados. Estaba claro que el encuentro no fue fortuito y caminabais hacia no se sabía dónde, y yo detrás, pero a distancia. ¿Iríais a cenar a su casa o a la tuya? ¿Hasta dónde podría soportar yo que reclinaras una y otra vez tu cabeza sobre su hombro? ¿No iba a ser capaz de interponerme entre los dos ignorando cualquier consecuencia? Bajasteis al paso subterráneo de Colón y pensé que seguiríais calle Génova arriba. Pero, no. Os dirigisteis al café Gijón y entrasteis allí demorando más vuestra conversación y vuestro esparcimiento. Podías al menos haberme facilitado la persecución quedándoos en la terraza, la noche lo pedía, aunque bien pareciera que tenéis un olfato privilegiado para las tormentas porque al rato sonaban los truenos y al que le tocó mojarse, mientras esperaba ver cuál era vuestro rumbo definitivo, fue a mí.
—Pobre Arón: se da a imaginar a quiénes saludamos dentro del Gijón —pintores casposos y escritores frustrados, dice— con temor a que yo pudiera identificarlo y sin decir nada del pañuelo, si me vio o no el martes tal como habíamos quedado. Lo que sí hizo aquella noche es seguir nuestros pasos por la calle del Almirante hasta Barquillo, pero como iba a una cierta distancia, cuando desembocó en Barquillo ya nos había perdido de vista. Está seguro de que entramos en una casa, pero ahora se pregunta si era la del viejo o la mía. Marga le diría que tal vez fuéramos a casa de unos amigos que podrían habernos invitado a cenar. O que cabría otra posibilidad: que hubiéramos entrado en una pensión para desfogarnos. Ésas son posibilidades que no barajaría nunca Arón: una mujer tan distinguida como yo, a su parecer, no recurre a pensiones ni tiene por qué, si bien la imagen desaliñada, aunque personal y elegante del viejo, ha de reconocer, a pesar de los celos, que personal y elegante, bien podría habernos llevado a una pensión, y en la calle del Barquillo las hay. En cuanto a la cena con amigos, cualquiera que nos hubiera observado a Ignacio y a mí sabría muy bien que no estábamos para actos comunitarios. Lo que no se le ocurrió pensar es lo más simple: fuimos a cenar a un restaurante para que Ignacio me contara con detalle sus desventuras antes de que volviéramos a pasar la noche juntos.
30 de junio de 1989
PARECE COMO SI LOS objetos de la casa se hubieran desentendido de mí, como si la escasa luz que les llegaba en esta mañana en la que decidí faltar a la galería —lo siento, Brian, no me encuentro bien; no, si ya veo que pronto tendré que buscar otra— los hiciera ajenos. Tuve la impresión de que el tiempo se hubiera comido el color de los cuadros que me han sido más queridos y sentí la tentación de cambiarlo todo y de ir retirando las cosas de Daniel que se han mezclado con las mías. Poco a poco ha conseguido él cambiar mi panorama íntimo e ir sometiendo mi casa a una transformación que pasa por la sobriedad de su gusto y posterga los detalles femeninos de la decoración —regalos de plata, pequeñas antigüedades, portarretratos— para imponer su frialdad. He ido cediendo en mi autonomía y, en la medida en que he bajado la guardia, Daniel se ha hecho con el terreno y cuando ya el paisaje me era extraño del todo se ha ido. Hoy he vagado por mi casa como si estuviera en una casa ajena y por eso he estado a punto de cambiarla del todo o marcharme. Ignacio quiere que nos vayamos a vivir a La Granja cuando nos casemos porque da por seguro que yo quiero casarme con él. La marcha de Daniel lo ha librado de culpas, ahora somos libres los dos a su parecer, como si esta casa no estuviera todavía habitada por Daniel y sus cosas, como si eso del amor, cuando intervienen la costumbre, la dependencia, la posesión, no tuviera que librar sus propias batallas para saber hasta dónde llega; como si el sexo no se gozara mejor en sus clandestinidades, en sus incertidumbres, en su miedo. Lo que tengo ahora es miedo: cuando no tenía nada lo desconocía. Tengo también miedo a Arón porque es una sombra que me persigue y podría ser una sombra de la venganza, alguien que me habla adivinando mi cuerpo, pero que a veces parece que lo conoce ya.
Hoy ha venido mi hermana Isabel a casa, enviada por mi madre.
—Las cosas que te pasan a ti, Goñi, es que no nos pasan a ninguna, mira que perseguirte un maníaco… —Se asombraba y reía. Nos reímos juntas—. Mamá está preocupada, dice que hay que hablar con Daniel, que si tú no se lo cuentas, se lo tendrá que contar ella. Le he dicho que eres mayor, que un respeto. Va a pasar cualquier cosa, dice mamá. —Mi madre siempre está barruntando la desgracia—. Lo que le dije yo es que conociéndote, lo mismo habías vuelto a las andadas, que a lo mejor te lo estabas inventando, vamos. Pero no, ella dijo que no, me contó que le enseñaste una carta. Hija, Goñi, ¿cómo le enseñaste esa carta a mamá?
—Eso me he preguntado todos estos días.
—¿Y tú no sospechas de nadie?
Mi hermana me preguntó como si en la ausencia de sospechas percibiera ella alguna complicidad. Arón se empeña en demostrarme que no sabe casi nada de mi vida y eso justamente es lo que me hace sospechar que sí lo sabe.
—Si no fuera porque Rhon sería incapaz de escribir cartas en español con esa corrección, a veces diría que es él.
—Nada, niña, seguro que eso es una cosa más tonta —Isabel quiso quitarle importancia de pronto—. Algún compañero de trabajo, alguien con quien has tratado en los últimos meses… ¿Cómo crees que le sentaría a Daniel? ¿Por qué no se lo cuentas, Goñi?
Isabel, ignorándolo, eligió un día de debilidad para que me confiara a ella. De todas mis hermanas es Isabel a la que más quiero y por quien me siento más querida. Decidí hablarle de la ausencia de Daniel y de su silencio. No entendía nada. Terminó riéndose, es verdad que tiene una risa pronta y a veces boba y también ocurre que la emplea para tranquilizar, para restarle dramatismo a las cosas.
—Mira que sois raros… ¿Y tú de verdad crees que está en París? A mí me sucede eso y ya me hubiera ido a París o a donde fuera. Desde luego yo no me quedo en casa como tú a contar los días.
A contar los días. No sé cuántos días hace que se marchó; éste ha sido un tiempo muy raro: un tiempo que acortaban las cartas de Arón y un tiempo que dilataba Ignacio con su ocultamiento, oculto para no caer otra vez en la tentación, mordiéndose el alma porque ahora sí que está enamorado de mí y quiere casarse. Pero si no es así —amenaza— no volveré a saber de él y en paz. Me gusta que me chantajee. No me sentí capaz de contárselo a mi hermana: bastante preocupación se vislumbraba entre sus risas sólo con lo de Daniel.
—Los hombres son así, Goñi, cuando menos te lo esperas salta la espoleta. Y siempre por la misma razón: por otra, hija. No te llames a engaño ni me vengas con disparates.
—En realidad, no sé si quiero que vuelva —lo dije por despecho y también porque en algunos momentos vislumbro la posibilidad de vivir con Ignacio—. O mejor dicho: me gustaría que volviera pronto para decirle que ahora sí que hay otro y que me voy.
—¿Adónde, Goñi, adónde… ? Tienes casi cuarenta años…
Respetó mi silencio, pero estoy segura de que supuso que algo tramaba yo, que, tras mi actitud de resentimiento, la venganza estaba resolviendo una salida. Por eso se prestó a hacer de mediadora: ella hablaría con Tere, conseguiría hablar con Daniel. Se mostró contundente, eficaz. Y después matizó:
—Eso no significa que lo arregle, Goñi, pero al menos sabremos por dónde van las cosas.
Marga nunca hubiera sido eficaz como mi hermana, seguiría dándole vueltas a lo que podríamos hacer, siempre con más de una posibilidad. Sentí un alivio, como si a la herida de los celos le hubieran puesto un emplaste. Eso fue quizá lo que retrasó este sentimiento de frustración y de fracaso que me invade ahora, cuando escribo: la idea inevitable de que he sido yo la que ha claudicado ante Daniel.
1 de julio de 1989
ESTA MAÑANA, CUANDO ABRÍ la galería y vi en el suelo unas cartas, y entre ellas una de Arón —su letra inconfundible—, estaba lejos de pensar que el de hoy sería mi último día en Smirna. La carta de Arón era nerviosa y tal vez insultante: pasaba de hacerme ver el privilegio que yo atesoraba con ser la protagonista de su posesión imaginaria a resaltar mi indignidad por indiferente. «Sólo te gusta lo que tocas —me decía—, o sentirte halagada por la pasión de un hombre al que no descubres porque no miras».
Tendría que haberle jurado a Marga que he mirado hasta desfallecer por si lo reconozco, pero este Arón debe de ser un insaciable en su película, porque Marga, por supuesto, se empeñaría en darle la razón, en que yo no miro lo suficiente, en que yo creo que todo me lo merezco, como si una cosa así fuera un premio. Marga insistiría en que ni siquiera me lo imagino, que ya es decir, hija, ojalá me pasara eso a mi, y que si ha dicho que no lo —veo porque no miro puede ser alguien que tengo muy cerca, así de sencillo. No valdría pensar en Rhon, en que su mala conciencia lo lleve ahora a perseguirme, porque, como dice Isabel, «no puede ser un hombre que tú conozcas, Goñi; con lo que tú eres, si fuera alguien conocido, ya lo habrías descubierto».
Marga no sería de la misma opinión: seguirte no te ha seguido de cerca. Pero sí, cerca sí ha estado, porque ha olido mi perfume, tendría que aclararle a Marga. Un perfume que tú llevas desde hace años, querida, diría ella. Y es verdad, el que sea puede hablar desde el recuerdo del perfume. Y en ese caso, descartaría yo a Manolo Bahón, porque en mis años de la facultad no tenía dinero para perfumes caros.
«¿Pero se te ha ocurrido pensar en Bahón?», me ha preguntado Isabel. Era raro, muy raro, y además no me perdonó nunca que lo rechazara. Tampoco Elio, así que podía ser Elio. «Con el cuerpo que tiene Elio —dice Isabel—, no te habría pasado inadvertido». Qué tendrá que ver el cuerpo con esto…
Está claro que se trata de un desconocido. A Marga, sin embargo, le divertiría más que no lo fuera, que se tratara de alguien que juega. Pero Arón me amenaza con romper este juego, no te lo mereces, dice. Hay una jactancia en él, tan ridícula como enloquecida, y crece más cuando me prohíbe hablar con quien sea de esta historia que sólo nos pertenece a los dos, una historia exclusiva con la que seguramente reiría más a gusto yo si no fuera porque no estoy para risas.
¿La letra no te dice nada? La letra es de una persona culta, hecha, más hecha y más culta de lo que revelan sus estupideces, pero no me es conocida. ¿Y sí fuera una mujer?, reiría Marga. La verdad es que podía ser la letra de una mujer, pero si es una mujer no veo por qué tiene que meterse en la personalidad de un hombre. Ya puestos a jugar…. diría Marga. Este juego es un juego peligroso: sea quien sea, Arón me persigue, vigila mi casa. Ha llegado a conocer mi dirección por la guía de teléfonos, pensó que iba a ser más difícil, que mi teléfono estaría a otro nombre, pero probó, y como el teléfono está a mi nombre desde que puse la casa, sabe ya que vivo en Bárbara de Braganza, 12. Encima dijo haberle preguntado al portero por mi piso. Me pareció una pista estupenda saber si el portero conocía a un hombre que le había preguntado recientemente a él en qué pise vivía yo, pero el portero no conocía a nadie que le hubiera preguntado por mi piso, y, harto de mi insistencia porque hiciera el esfuerzo de recordar —venga, Miguel, recuerde, por favor—, dijo que a mi piso últimamente sólo venían Paz y ese señor mayor, puntualizó detenidamente refiriéndose a Ignacio. Quizá dudara de que yo conociera bien quién entra a mi casa y quién no, pero el modo de referirse al señor mayor dejó claro lo que quería, que no pensara que él no estaba al tanto. Arón, desde luego, sí que está al tanto y en la carta de hoy cuenta a qué hora llega Ignacio y a qué hora sale por la mañana. Y desde los celos irrumpe después en denuestos contra él: viejo asqueroso, fofo, amanerado, espeso, turbio…
Marga podría volver sobre cualquier aspecto de estas cartas que se nos hubiera quedado a la mitad, porque ella es muy de volver atrás en las conversaciones, y es posible que la letra sea de mujer y que Arón, sin embargo, no sea una mujer, que se las escriba alguien. No es que Arón sea analfabeto, me aclararía, es que tiene que ocultarse. Arón ha conseguido hoy inquietarme más que nunca: en toda esta noche no he dejado de mirar por los visillos para conseguir averiguar quién puede estar abajo vigilándome. Sólo pasan borrachos o solitarios sin ninguna pinta de ser Arón y sin que miren a mis ventanas como mira él para comprobar si hay luz o no, de la manera ansiosa y turbada que me cuenta en su carta. «Anoche tuviste la luz del salón encendida hasta las tres». No conoce mi casa, pero es fácil suponer que el salón sea la habitación que da a la calle, le explicaría a Marga. Marga aclararía que la fachada es larga y que bien podría corresponderse alguno de los cuatro ventanales de mi salón con un dormitorio. Así que, según ella, podría tratarse de alguien que conoce bien la casa. Marga lo dice y me mira de soslayo a ver qué digo yo, y como en este caso no diría nada, viéndola venir, ella no se atrevería a decir más, pero pensar lo habría pensado: sospecha de Daniel. Sería absurdo que Daniel vigilase sin ser visto, ¿desde dónde podría hacerlo? En la acera de enfrente no hay bar ni cafetería donde ocultarse, podría vigilar desde la galería Theo, por ejemplo, pero eso si fuera de día, porque después de las nueve la galería está cerrada. Por la noche, sólo abre la panadería que está a dos pasos de Theo, después de las doce, y no me imagino a Arón comiendo esos horribles bollos que venden a los taxistas. Marga bromearía con la posibilidad de que Arón sea precisamente un taxista. Para ella nada es imposible: no todos los taxistas son incultos, la gente se emplea hoy en lo que puede y un hombre culto con un empleo tan precario como el taxi lo mismo se decide a soñar y a vivir amores por carta. Vaya amores por carta, sembrando el miedo y amenazando con matar a Ignacio en una de éstas. Podría tomarse la amenaza como una broma, pero ni siquiera Marga descartaría que se trate de un loco y que cualquier día el portero tenga que ocuparse de la desagradable tarea de recoger el cadáver de Ignacio, aunque conociendo al portero seguro que se limitaría a llamarme por el telefonillo para comunicarme que el señor mayor está muerto en el portal y después seguiría barriendo como cada mañana y quién sabe si le daría vueltas para sus adentros a mis rarezas o iría a hurtadillas a llamar a la policía.
La carta de hoy no tiene desperdicio y si Isabel la leyera me la arrancaría de las manos para ir por su cuenta a la policía. Ya dice ella, con ese énfasis que le pone la sensatez, que estas cosas se sabe cómo empiezan y nunca cómo terminan. No se lo iba a contar a nadie y ya se lo he contado a Carmen, mi cuñada. «Lo que daría yo por una ilusión fuerte», me dijo Carmen muerta de risa. «Tiene toda la pinta de ser un viejo novio», añadió. No le dije que, para colmo, me había quedado sin trabajo. Le conté, como si me divirtiera, que Arón me anuncia en la carta que mañana, de madrugada, a las dos en punto, piensa llamarme por teléfono. «¿Le has dado el número, Goñi?» ¿Cómo le voy a dar el número, tonta?
Arón promete que llamará «sin que me importe perturbar el sueño del anciano que te acompaña o aunque interrumpa vuestro polvo». No le conté a Carmen semejante ordinariez, para qué. Le dije, eso sí, las condiciones que ponía: él no hablará, pero quiere que le cuente qué siento por él, si lo sueño, que le describa mis sentimientos, que le ponga pasión, que no me importen las palabras, que hable como una puta… «Si se lo cuento a tu madre se muere», reía Carmen. Le pedí que mamá no supiera que ella lo sabía. Le importaría más que la existencia del propio Arón; las cosas de familia quedan en familia para mamá, y su nuera Carmen, tan distinta, es otra cosa.
Llamó mi madre, por cierto, y le anuncié que pasado mañana me iría con ella a La Granja.
—Hija, qué alegría… ¿Te han dado permiso?
—He dejado el trabajo, mamá.
—Por fin me has hecho caso.
—Tenías razón, mamá, una mujer casada como yo no hacía nada en ese sitio.
Le falta humor para darse cuenta de cómo la parodiamos. No le conté que apenas había terminado de leer la carta de Arón entró Brian, desmelenado y sin dar los buenos días, más torpe su español que nunca. Podría no haber hablado para enseñar la ira, porque sus ojos estaban poseídos por una rabia que yo ya le conocía y esta vez no podían anunciarme otra cosa que el despido.
—Se acabó, eres una inútil —dijo.
—¿Acabas de descubrirlo?
—Nunca me has gustado, pero pensé que algún día podrías aprender.
—He aprendido de ti que eres un necio.
Me tomó de los brazos haciéndome daño y grité. Se empeñó en levantarme de la silla, otro Rhon ante mí. Marga me hubiera dicho que ese tipejo estaba enamorado de mí y yo sin darme cuenta. Sí me di cuenta, lo que pasa es que su inseguridad lo hizo prisionero de su rabia; este narciso no ha soportado nunca que le lleve la contraria, que le recrimine su torpeza, quería ser admirado y se sentía constantemente corregido por mí. Empecé a recoger mis cosas mientras él farfullaba sus insultos y me sentí, primero liberada, después desposeída. Ahora me falta también el trabajo; no me faltarán las cartas de Arón porque ahora conoce mi dirección particular.
—Estás cada día más ida, no te soporta ya ni tu marido —añadió Brian.
Seguro que Daniel está consumando una venganza, que detrás de esta decisión de Brian está él, persiguiéndome ahora desde el desamor. Tal vez le he dado razones para el odio.
2 de julio de 1989
ISABEL ENTRÓ MÁS CARGADA de hombros de lo que es habitual y en la cara traía los rasgos de un mal anuncio, como si cualquier fatalidad de las que mi madre ve venir, aunque no se auguren, se hubiera cumplido. No se dio prisa en hablar, ella que de costumbre empieza y no para, y se sentó en uno de los sofás individuales del salón con una parsimonia que le era ajena y que de paso la hacía más oronda, y ya Isabel lo es mucho de por sí. No demostró tener prisa en contarlo, pero estaba claro que algo, y no bueno, tenía que contar. Ponía las manos en el regazo como si esta vez ella, que tanto manotea al hablar, no fuera a necesitarlas para explicarse, y se miraba las manos como si el orden de lo que tuviera que decirme le viniera de allí, de sus manos regordetas que, a pesar de encontrarse reposadas en su conjunto, movían nerviosamente sus dedos. La oí suspirar igual que a mi madre —los suspiros en mi familia son parte del preámbulo de cualquier conversación grave— y después empezó a gemir ligeramente y a llevarse la manita derecha al pecho como si se fuera a ahogar. Yo sabía que a ella no le pasaba nada, su matrimonio no va bien pero está acostumbrada; sabía que venía a contarme el resultado de su encuentro con Daniel, o algo peor, lo que de verdad le había pasado a Daniel. Por eso le pregunté si a Daniel le había ocurrido algo y negó con la cabeza.
—No me has contado la verdad, Goñi —lloraba más—; me has contado lo que te convenía.
Es verdad que no le había contado el encuentro de Daniel con Ignacio en casa y ahora no sabía si contarle la verdad de mi relación con Ignacio; sucede que además no sé, en estos momentos, cuál es mi verdadera relación con él. Ahora que he conseguido que se haya enamorado de mí, al menos del modo en que un viejo verde y solitario consigue enamorarse de una mujer veinticinco años más joven que él, creo que empieza a dejar de interesarme Ignacio, e Ignacio, por el contrario, quiere casarse conmigo, con lo cual quiere que comparta con él lo que él nunca fue para mí: la rutina.
—No tenía nada más que contarte; él encontró a Ignacio en casa, de visita, de una manera muy distinta a la situación que yo inventé en mi diario.
—Una visita inocente —puso Isabel en la aclaración una ironía que no se reconocía como de ella.
—Sí, lo que pasa es que Daniel imaginó lo que esta vez no le contaba el diario.
—Dice que eres peor sin diario que con él, hija, más bajas tus pasiones; ya me contarás, querida —parecía empezar a relajarse.
—Menos controladas por él, por eso siente, nostalgia del diario. Se acostumbró a vivir con una fantasiosa y de repente huyó la fantasía por decreto médico y le ha dejado un vacío, ¿no es eso?
Isabel me miró, desconcertada, encogiéndose de hombros, como eludiendo la responsabilidad de una respuesta.
—Sí que sois complicados, cortaditos por la misma tijera…
Reconoció que lo había visto raro, que Daniel no era el mismo de antes, que reía con desorden, como sin venir a cuento, que cambiaba de tonos de voz de un modo inesperado.
—Tan pronto grita y te da un susto como susurra y no oyes nada. La verdad —parece que Isabel se lo estuviera pensando de repente—, lo mismo al que le hace falta un psiquiatra ahora es a él.
No está en París, le dijo a Isabel que nunca se había ido a París, simplemente quiso hacerme desaparecer de su vista. Cuando le dijo eso se lo dijo con odio, Isabel dice que el odio sale en los ojos y que ella lo vio, se reafirmó con mucha certeza. Isabel lo que tenía claro cuando fue allí es que había otra y empezó por ésa, porque había otra, erre que erre, y entonces fue cuando él le contó lo de Ignacio y le dijo a Isabel que tiene una hermana que es una puta.
—Casi me desmayo —ahora al contarlo se reía Isabel—. ¿Mi hermana una puta… ? —volvía a reír y yo con ella—. No se me ocurrió otra cosa que llamarlo cabrón —le entró una risa tonta—. «Claro que soy un cabrón», me dijo, por culpa de tu hermana. La verdad es que soy una torpe, Goñi.
Le contó que no había otra mujer, que Tere le ha ayudado como una amiga, que seguía enamorado de mí como de un imposible, una carga de la que no consigue deshacerse, y que cuanto más lejos me tiene —lloró, entonces lloró como un cursi— más crece el amor.
—Hija, aproveché para decirle que se dejara de tonterías y que volviera a su casa, y sin decirme ni sí ni no, me contó que había pensado que lo mejor para su salud era desaparecer y que ahora reconoce que es peor. Pues si es peor, le dije yo, vuelve y en paz. Pero no, querida, con vosotros nada es sencillo. Cree que tendrá que volver, pero no quiere volver.
—Lo llamaré —propuse a Isabel esperando su conformidad.
—No, Goñi —me contestó ella—, me ha pedido expresamente que no intentes llamarlo, que ya llamará él, que no te precipites. Parecía un loco cuando me advertía, cuando precisaba el recado. Después, como si me estuviera haciendo una confidencia, me dijo que sabía muy bien que si alguna vez lo habías amado era precisamente cuando se había ido.
—Él qué sabrá…
—Dijo que todo se lo cuenta una amiga tuya, una tal Marga…
—Está loco —me eché a reír—. Te aseguro que está loco.
—Yo, Goñi, qué quieres que te diga, no supe qué contestarle.
Isabel había ido recuperando su optimismo a medida que me contaba el encuentro, y como si hubiera olvidado ya la tristeza que le produjo la impresión de que la había engañado no contándole lo de Ignacio, dio por recuperado a mi marido.
—Todo es cuestión de tiempo, hija, todo es cuestión de tiempo —los tópicos la hacían parecer una madre.
—A lo mejor lo arregla Marga —le respondí.
—¿Y quién es Marga, Goñi? ¿La conozco yo?
Se había olvidado ya de mis fantasías de la infancia.
3 de julio de 1989
HUBIERA DORMIDO FELIZ anoche después de la visita de mi hermana y de sus noticias, además le había pedido a Ignacio que no viniera a dormir. Hace tiempo que duermo mal y le dije que quería probar a ver si durmiendo sola esta noche conseguía conciliar el sueño. Ignacio se lamentó de que ya no lo quería, que él sólo había sido un capricho para mí. Me repugnaron sus lamentos de infeliz, pero temí quedarme sola y le negué que tuviera razón. Le pedí que me dejara una noche, tan sólo una noche conmigo misma; necesitaba estar a solas. Era verdad que quería revisarme un poco, poner en orden mis contradicciones, asumirlas o desterrarlas, alcanzar algún sosiego. Mucho trabajo para una sola noche. En verdad, ya no me quedaba nada sino Arón, y Arón era lo que era, una invención de Arón, se llame como se llame de verdad, y ni siquiera mi propia invención. Pero con Arón tenía una cita esta noche y no quería que Ignacio supiera nada de Arón. Por eso, más que por todo lo que de verdad he dicho, quería quedarme a solas.
A las dos en punto sonó el teléfono. Lo descolgué sin decir nada: ni diga, ni sí, ni quién es. Un sonido ambiguo, entre el suspiro y el jadeo, me llegó del otro lado de la línea. Dije buenas noches y la única respuesta fue una tos. Repetí el saludo y se repitió la tos.
—Arón, Arón —llamé, como si fuera un ejercicio de espiritismo, y sólo un suspiro profundo, como si lo hubieran amplificado por medios artificiales, me respondió—. No volverás a verme en Smirna, ya no trabajo allí, Arón.
No parecía que hubiera nadie al otro lado del teléfono, pero él estaba allí, aunque yo tuviera la impresión de que hablaba con un muerto. Le dije que mañana me iba a La Granja y le di mi dirección en La Granja con mucho detenimiento. Le pregunté si tenía con qué escribir a mano y, como no contestaba, le di tiempo a que fuera a buscar un bloc de notas y un bolígrafo. No se oía nada, siquiera un movimiento. Cuando entendí que era suficiente el plazo dado, volví a repetir la dirección de la casa de mi madre y no su teléfono, no podría inquietarla. También caí en la cuenta de que el nombre de Arón era conocido para mi madre y, en consecuencia, podría preocuparla o simplemente llevarla a decidir por su cuenta que las cartas con ese remite tenían que desaparecer. No se lo expliqué a Arón, pero le dije que pusiera el nombre de Elio en el remite. A cada indicación asintió con un golpecillo de tos y me dio por reír de lo ridícula que me estaba pareciendo la misteriosa situación. Dicho lo dicho, colgué.
Pero, evidentemente, no había cumplido las exigencias de Arón: ni le hablé de mí más allá de darle la noticia de que ya no trabajaba en la galería ni le dije que esta situación inquietante y misteriosa me despertaba una cierta curiosidad, pero a la vez me era incómoda, y ni siquiera le recriminé sus reproches ni sus insultos ni le conté mis miedos eventuales en el caso de que fuera un loco. Tampoco le pregunté si era Rhon, Elio o Bahón, y supongo que de haber sido cualquiera de ellos la pregunta hubiera resultado inútil. Tal vez no habría conseguido otra cosa que disgustar a Arón, porque él quiere que me desviva por él, pero al mismo tiempo teme que todo mi interés por él llegue a reducirse al enigma de su personalidad verdadera. O sea, quiere que entre en su juego y le disgusta a la vez que yo haga de él sólo un juego. Pues bien, hubiera querido decirle que no me interesa su juego y que, en consecuencia, poco me puede interesar él, que me deje tranquila. Claro que yo no sé si quiero de verdad que me deje tranquila, parece como si no quisiera ya que nadie ni nada me dejara, como si de pronto quisiera que volviera Daniel, poder casarme tal vez con Ignacio y seguir jugando con Arón a que me persigan sin yo saberlo. No es poco lo que pido. Pensándolo bien, que Daniel empiece a ser mi amante cuando Ignacio se ha convertido en mi marido, eso es lo que quiero. ¿O no?
Pude haberle dicho a Arón que sospecho que puede ser una mujer y tanto si lo es como si no se sentiría ofendido. Sin embargo, en realidad, la idea de que pueda ser una mujer no fue mía sino de Marga, pero ahora que Marga ha pasado al mundo real de mi marido hemos dejado de hablarnos y a lo mejor por eso mismo Arón es Daniel aconsejado por Marga y si esta letra es femenina es porque Marga le escribe las cartas a Daniel. Yo no me podía poner a hablar de todo esto con Arón por teléfono porque es igual que si me hubiera puesto a hablar con una pared, así que colgué y en paz. En paz por un rato, porque no habrían pasado quince minutos y volvió a sonar el teléfono. Esta vez sí pregunté quién era y a la primera no oí ni el suspiro; cuando volví a preguntar sí oí una voz cavernosa y falsa que decía Arón. Callé y como callé por ver si repetía y conseguía yo identificar la voz, no volvió a hablar sino que jadeaba y decía luego cosas incomprensibles, tal vez obscenas. Colgué y volví a las cartas para convencerme de una puñetera vez de que no se trataba de una mujer, porque la voz y los gemidos eran de varón, pero a lo mejor era Marga que alguna vez me hizo una insinuación para que nos lo hiciéramos entre nosotras. Ahora que me doy cuenta acabo de decidir que la voz de Marga era muy grave, una voz muy hombruna.
¿Y si resulta que es Marga quien me escribe?
4 de julio de 1989
CUANDO ESTA MAÑANA DESCENDÍA desde Navacerrada hacia La Granja, una tibia caricia del aire irrumpía en el coche y un vértigo juvenil, como el del verano en que aprendí a conducir, me devolvía a aquel tiempo, una estudiante, cuando me parecía una proeza superar las siete revueltas, las complicadas curvas de aquellos pinares, con pericia, presumiendo con Ignacio de conductora experta. Ya era una mujer. Él temeroso, temeroso de que nos vieran. Esta mañana sentía su brazo de entonces sobre mi hombro, el brazo aquel que se convertía en los dedos sutiles que alcanzaban mi cuello y se reducía luego a eso, a unos dedos jugando con el lóbulo de la oreja. La limpieza del aire y el olor característico del pinar —«cuidado que te puedes encontrar con vacas, cuidado con las vacas», aunque su miedo no tuviera nada que ver con el ganado— me devolvían al Ignacio aquel, miedoso sí, tembloroso de deseo también. Esta mañana bajaba con velocidad, con una velocidad irresponsable que por un lado me ensimismaba y me traía la sensación de libertad de entonces y por otro me conducía a una especie de abismo, a una querencia indefinida de autodestrucción.
El paisaje me recobró un sosiego provisional y la sensación de que al llegar a La Granja me iba a esperar la casa bulliciosa de antaño, con mis hermanos, el servicio numeroso, mis padres de viaje, y en la casa de Maripi la conversación tonta, las dos en el baño… Risas, estaba oyendo nuestras risas sin venir a cuento, y viendo a la vez el guiño de ojos del padre de Maripi al pasar, como si no mirara, como si no clavara sus ojos en mis pechos nuevecillos… En mi vientre afloraba, esta mañana también, un hormigueo indescifrable que antaño precedía al ansia del encuentro por la tarde en el estudio de Ignacio.
Al llegar a Valsaín giré a la izquierda y fui en busca de Ignacio, que emborronaba lienzos sin proyecto, como un artesano rutinario, sin ilusión alguna. Le faltaba la mirada del miedo y me acogió con la resignada complacencia de la normalidad, como si llegara la esposa. Noté un frío que, si bien no alteraba mi sosiego, apagaba sin embargo aquella ebullición de la memoria que me había devuelto la vida por unos instantes, como si el frío que yo había percibido de pronto fuera el vencimiento de la edad, de la suya y de la mía. Comentó que no había nada para almorzar y me tomó tiernamente de la mano para que fuéramos a La Hilaria a comer unos judiones. Lo doméstico borraba el sueño con la misma contundencia que él deshacía las figuras de los lienzos para pintar encima. Comer con él en La Hilaria era ahora una aburrida ceremonia sin emoción alguna.
Ya Ignacio arrastra los pies, vive con desgana, y en esa lentitud habla de la muerte como no hablaba antes, y de pronto rechaza el sexo desde el arrepentimiento, desde el miedo a un Dios que lo hace miedoso y pequeño, como si se encogiera cuando se pone pío, como si en sus ganas de arreglar sus cuentas con Dios necesitara separarme de él o juntarme a él de otra manera. Vuelve a hablar del matrimonio como un trámite que nos liberara de un modo definitivo de la clandestinidad y me hiciera compatible con su miedo. No hay problema para el matrimonio por la Iglesia, él viudo y yo casada por lo civil. Sólo la ternura que me produce su desvalimiento me impide la risa y al mismo tiempo me apaga el deseo. Yo me he enamorado de mi padre, sí, pero no de mi abuelo.
Después paseaba por una calle de Valsaín en el silencio de la tarde que empieza y el ruido inesperado de una ventana me anunciaba lo que estaba viendo la vecina que cotilleaba detrás de sus visillos: a una mujer todavía joven dando el brazo a un anciano renqueante que podía ser su abuelo. Es imposible que Daniel, aunque más maduro ahora, más cerca de mi gusto, pueda llegar a ser el padre que me apetece, pero este padre atormentado por la culpa se ha convertido en poco tiempo en un abuelo idiota que trata de llevarme al buen camino. Quise dejarlo en la puerta de su estudio y soñar, carretera adelante, que en La Granja el tiempo no habría pasado, que me esperaba el espacio de la infancia, que Maripi estaría allí en lugar de en Sotogrande y que papá, de viaje, volvería para recriminarme mis retrasos. Ignacio se empeñó en que entrara a la casa y como me resistía, se le encendió de nuevo y prodigiosamente la mirada pícara, una especie de luz que le venía a los ojos con el deseo y que era un truco para acabar con mi resistencia, una justificación para cambiar su actitud. Tal vez estaba eligiendo entre Dios y mi compañía o entre la salvación de su alma y el placer. Pero yo lo dejé con Dios.
Mamá había pasado todo el día esperándome y ya eran las seis de la tarde cuando llegué, de modo que por mucho que me hubiera entregado a la estimulante satisfacción de imaginar que me esperaba otro escenario, a medida que me iba acercando a casa debía admitir que allí me encontraría con mi madre sin explicarse mi tardanza y queriendo averiguar sus motivos, aunque sólo fuera porque, por mucho tiempo que hubiera pasado, ella no había conseguido jamás acostumbrarse a admitirnos como somos, con nuestras propias informalidades. Cada vez que nos descubre en falta es para ella la primera vez, olvidando todas las otras, y de ese modo su asombro parece rejuvenecerla. Para mí, mentir a mamá es fácil. Suelo recordar en estas eventualidades algo que de verdad me haya ocurrido en otra ocasión. Le dije, pues, que había detenido el coche para tomar un café en lo alto de Navacerrada, como me sucediera una vez de la que ella se habría olvidado.
—Ya sabes el gusto que da hacer una paradita.
—¿Un café a esas horas, Goñi…?
Ya podía haberle dicho que un aperitivo, es verdad.
—Lo cierto es que, al volver al coche, el coche no arrancaba y parece que había perdido agua por no sé qué calentura. ¿Querrás creer que no tenía ni una mísera botella para ponerle agua? Menos mal que en ese momento paraba un señor al lado y le conté mi caso y me dijo que ni se me ocurriera ponerle agua en ese momento, que había que esperar, que él tenía una botella, que fuéramos a tomar algo mientras el coche se enfriaba.
—Y no lo conocías de nada —se asombraba mamá mientras me requería la información.
—¿De qué iba a conocerlo, mamá? Había que hacer tiempo y lo hicimos y me pareció un hombre muy simpático. Me contó que venía a pasar unos días en aquel hotelito que hay a la derecha, subiendo; venía a pasar unos días solo…
—Cuando un hombre te cuenta eso algo te está queriendo insinuar, Goñi —mamá frunció los labios y aguzó la nariz para informar de su sospecha.
—Nada, mamá, nada. Un hombre y una mujer pueden hablar del gusto de estar solos sin que se esté insinuando necesariamente que podrían estar mejor juntos.
—Y a ti te parece normal que una mujer casada se dedique a hablar de eso con un hombre que acaba de conocer…
—Pues sí, sobre todo si el hombre te parece interesante y tienes que esperar a que se enfríe tu coche para que el hombre en cuestión le ponga agua, sin que tú tengas que mancharte, abriendo y cerrando el capó, y que puedas luego seguir viaje a tu casa y soportar a tu querida mamá que te estará esperando para enfadarse contigo.
—Mucho tardó en enfriarse ese coche —mamá es torpe, pero tan lógica que a veces deja a una sin respuesta.
—Tardó lo que quisimos —yo respondona, molesta—. La conversación era tan atractiva que paseamos por allí, me llevó a unos puestecitos de feriantes que había cerca y se me despertó una enorme curiosidad por aquel hombre hecho y derecho, muy guapo por cierto.
—Hija mía, con qué descaro hablas —se lamentó.
—Me pregunté de qué huía aquel hombre, de qué se refugiaba, y me dijo él que del ruido.
—Y mientras, aquí, tu madre, con la mesa puesta, esperando, como si no hubiera un teléfono a mano.
Tenía razón, pero el día en el que de verdad pasó eso, el día en el que conocí a Alberto —Alberto se llamaba, nunca más supe de él—, tampoco la llamé para que no me esperara. Estaba embebida, me pareció que se trataba de un aparecido. Nos despedimos a la puerta del hotelito y le dije: «Gracias, tengo la impresión de que eres un ángel.» Es cierto que se me había figurado parecido una aparición providencial, extraña. «Soy un ángel», me dijo muy serio. Y entró al hotel sin más palabras.
Mentirle hoy a mi madre me permitió revivir aquel momento. Es bueno emplear la memoria para mentir.
—Bueno —dijo mamá, sin salir de su preocupación y su perplejidad—, llegan las cartas antes que tú. Ahí tienes una carta de García de Branda.
Me lo anunció mirándome fijamente, preguntándose quizá por qué tenía que escribirme Elio a estas alturas y esperando a que yo hiciera algún comentario, inquieta tal vez por si hubiéramos reanudado alguna extraña y nueva relación. No se atrevió, sin embargo, a preguntarme nada. Yo me fui a la habitación a leer la carta.
En este momento me gustaría estar junto a ti, contándote todo lo que sentí, y aún siento, después de ver que llevabas mi pañuelo. Tal vez lo soñé, tal vez vi sólo lo que quería ver, sobre todo teniendo en cuenta que te vi pasar fugazmente camino de la galería desde dentro de la librería Miessner; yo estaba detrás del escaparate y tú te detuviste a observar los libros con la mirada perdida sobre ellos, como si te diera igual uno que otro, lo mismo te importaba un libro de literatura que uno de arte. Pero detrás de ellos estaba yo, disimulando con un libro de Hölderlin entre las manos. Ahora sería un buen momento para compartir un café en alguna parte, un café largo, muy largo, para que me dejaras contarte, sin prisas, cómo fue aquel instante en que creí reconocer mi regalo. A pesar de lo ajetreado que fue el día para mí, te volví a ver por la tarde, detrás de los cristales de una galería de arte vecina a la tuya, Fauna. Sabía que allí estaba seguro porque las relaciones vuestras con la dueña de Fauna son muy malas. La exposición era horrible, pero me detuve con mucho interés ante un cuadro que habían situado delante de los cristales que dan al patio de las galerías. Me puse a un extremo del cuadro de tal modo que, por un espacio de cristal que quedaba entre el cuadro y la pared, podría verte. Y te vi de nuevo y en un instante, apenas tres segundos, pude verte con claridad. Ni siquiera te miré a la cara, me limité a mirar la dichosa prenda para salir de mis dudas, así que no sabría decirte si llevabas el pelo recogido o suelto, si ibas pintada o no. Sólo sabía que aquel pañuelo había estado entre mis manos y, sobre todo, que lo había elegido especialmente para ti. Cerré los ojos y pronuncié tu nombre en silencio, Begoña. Te agradezco que hayas confiado en mí, que hayas hecho que yo nunca olvide ese día. Debes pensar que estoy loco y lo asumo y ya sé que cuanto te he dicho forma parte de tu memoria. Me horroriza pensar que sólo se trate de una suposición mía; a lo mejor (o a lo peor) no soy el único que te manda pañuelos o, en el peor de los casos, te lo pusiste porque todos los demás se te han perdido… No le daré más vueltas al asunto, aunque tardaré bastante en volver a tener los pensamientos en su sitio. Tú, mientras tanto, quién sabe qué harás en La Granja, si te verás o no con ese anciano… Mira alguna vez a las ventanas del hotel Roma, quizá desde ahí te esté mirando, comprobando que te has puesto una camiseta de verano que acabo de comprarte y que mañana mismo te enviaré. Lo hago porque es la única forma de asegurarme de que has recibido mi carta y, sobre todo, que compartes mi secreto, tal vez nuestro secreto. Si no la quieres usar lo entenderé, no tienes por qué usar algo que puede tener significados que no compartes o, simplemente, que no te guste el color o el diseño… Sólo sé, mi querida Begoña, que lo que siento no se me pasa. Que sigue ahí, cada vez con mayor fuerza, de forma inexplicable, alimentándose de nada y esperando casi nada. Si fuese algo pasajero, trivial, te hubiese desterrado de mi mente ya, pero no puedo conseguirlo o, tal vez, no quiero. Ya será algo que muera conmigo, aunque no lleguemos a intercambiar una palabra. Formarás parte de mi memoria hasta que deje de recordar lo que he vivido, pero si la pierdo de verdad —cosa que ya me he planteado y me horroriza— estoy pensando en dejar, como aquel personaje de Macondo, algunos mensajes escritos donde los puedas encontrar cuando ya no sepa lo que busco. Escribiré tu nombre junto al mío —el real y el otro, el tuyo— y añadiré: «Fue mi gran ilusión, mi sueño de madurez, mi deseo de hombre». Por favor, dime ahora que todo esto no te parece cursi. Repítemelo otra vez, Begoña.
Firmaba Arón, pero no parecía Arón. Es como si Arón se hubiera dulcificado o como si de pronto respondiera con su tono a la feminidad de su letra o como si fuera de verdad una mujer. También es posible que Arón cambie de ánimos y sea un esquizofrénico que cambia igualmente de personalidad. La primera vez que me puse su pañuelo no debió verme porque nada dijo de él y ahora, de pronto, hace del pañuelo una especie de enseña de este secreto. Pero hay un detalle que me inquieta y me confirma que, como sospecha Isabel, Arón es conocido y cercano: que sabe muy bien que ni Brian ni yo nos hablábamos con los de la galería Fauna. Lo que me pregunto ahora, sea quien sea, es qué persigue Arón con esa nueva pista. ¿Saberse más cercado? ¿Y a cuenta de qué lo de mirar a las ventanas del hotel Roma y cuándo… ?
11 de julio de 1989
APENAS LLEVO UNA SEMANA en La Granja y ya empieza a pesarme como una losa el recuerdo de los días que no tendrán repetición. Me pesa el tiempo como a Ignacio su edad y como a mi madre lo perdido, ella siempre rememorando el esplendor de unos veraneos que ya no son lo que eran. No cabe refugiarse en la memoria porque la memoria trae ahora desolación, y la realidad la prestigia, pero desde sus carencias, que son las nuestras, la anula. Me encuentro prisionera en La Granja, pero si se me abriera la jaula y se me invitara a partir hacia algún lugar no sabría hacia dónde ir ni con quién. Lo único posible es Ignacio, también dentro de la jaula, más prisionero que yo por sus propias culpas, queriendo meterme en su prisión particular, en el hondón de su vejez, pero tendiéndome a la vez el cebo del sexo, que se ha convertido para mí, aunque necesario, en un modo de distraer la soledad.
¿Cómo huir de la repetitiva lamentación trivial de mi madre a la hora del desayuno, con sus amigas después a la hora de un té y en un juego de canastas en el que se empeñan en atrapar lo que les queda de memoria? Huir a Madrid es huir hacia otro vacío donde me espera la depresión, los objetos de Daniel interrogándome desde su espacio, destacando ahora su provisionalidad de otra manera, acusándome por no saber poner las cosas en su sitio, por no querer dar un espacio medianamente definitivo a nada, celosa de una independencia que para qué sirve, si no es para aumentar la contradicción. El rastro de Daniel sigue en toda la casa para que mantenga una esperanza que se apaga a medida que pasan los días y su orgullo le impide hablar de lo que tal vez yo no quisiera hablar de un modo definitivo. Quizá se trata de una manera de chantaje para que le diga ya de una puñetera vez si lo amo o no lo amo. Y no lo amo, sé que no lo amo, pero me hace falta, lo extraño. Parece que ando a solas, sin vigilancia, sin nadie que se ocupe de mí, que le importe algo si soy más infeliz o menos, a excepción de mi madre que no es una vigilante de nada sino la impertinente funcionaria de esta prisión en la que me encuentro como una reclusa que al conseguir la libertad no tuviera un hogar al que volver.
Está la indefinida mirada de Arón, pero ésa no es un consuelo, es una mirada que no se puede negociar, a la que no se puede inquietar, porque es la mirada que inquieta y estoy harta de esa vigilancia que tiene algo de represiva, silente, bruja, y que al fin atormenta. Paso por delante del hotel Roma y miro y no veo a nadie y ayer que he visto a un hombre que desde el balcón me miraba ni siquiera me permití sospechar que fuera Arón porque está claro que Arón vería, pero no se dejaría ver. Me siento en la terraza de Los Cestos, pido un vermut, y un hombre me mira fijamente y pienso que es Arón o un enviado suyo. Intento hablar con él y elude la conversación, se levanta, paga y se va. Pero lo peor es que paseo por La Granja y desde cualquier ventana sospecho que me espía Arón.
Cada vez que suena el teléfono pienso que puede ser Daniel, él me sabe aquí, y alguna vez es Isabel, dándome ánimo, cariñosa como siempre, o Alicia, que no entiende por qué hago esta vida de viuda, o Carmen, mi cuñada, que no cabe de gozo con las cartas de Arón, «déjate querer, bonita». Isabel me pregunta si ha llamado Daniel, pero insiste en que no lo haga yo. Le he pedido que lo llame ella de nuevo. Ha cumplido el encargo y Tere, la secretaria, le ha dicho que Daniel está de viaje. Le pedí que le preguntara si estaba en el extranjero y Tere, que con Isabel sí es amable, le respondió que cree que no, que ella no está autorizada para informar, pero que en confianza le puede decir que no es un viaje de trabajo. Isabel me aconseja que mire bien en La Granja, porque ése a lo mejor te espía, lo mismo es Arón y se hospeda en el hotel Roma. Es absurdo pensar que Daniel pueda estar en La Granja de incógnito, todo el mundo lo conoce, no tiene sentido ese juego, me gustaría que fuera capaz de eso, pero insisto en que es absurdo. Lo conocerían hasta en el mismo hotel Roma. No obstante, llamo al hotel, pregunto por Daniel, por el señor Salazar. No está registrado; luego, no está en el hotel. Isabel dice que no me fíe de eso, que los hoteles tienen sus artes para camuflar los nombres; una cosa es el registro formal y otra la lista por si llaman.
Llega el correo y no hay manera de que una pueda eludir la vigilancia de mamá, extrañada por esa carta casi diaria.
—No es normal, hija mía. Nunca te ha escrito tanta gente a casa en un veraneo y tonta no soy yo… ¿Quieres decirme qué pasa, Goñi?
—Que últimamente escribo muchas cartas y los amigos corresponden, eso es lo que pasa.
—Muy bien, hija, pero ahora parece que todos los amigos tengan la misma letra —odié a mi madre por un instante—. Menos mal que esta vez quien te escribe es tu marido, ya era hora.
Tomé la carta y el remite era de Daniel.
—Claro que ésta no es la letra de tu marido —añadió con un insoportable subrayado de sabihonda a la que no se le pasan las cosas, no crea yo que la edad…—. ¿Me quieres decir lo que pasa?
—No.
Respetó esta vez mi negativa y sólo respondió con su hondo suspiro habitual. Cuando me dio la espalda para abandonar el salón, sollozó levemente y fue saliendo despacio para que le diera tiempo a llorar más y de modo que pudiera ser oído su sollozo.
Ayer estabas muy elegante, querida Begoña. Te favorece mucho —demasiado— el tono rosa de tu camiseta, aunque también te ocurre igual con la blanca y con la celeste. Miraste a la ventana del hotel al pasar y, como te molestaba el sol, te pusiste la mano a modo de visera como una curiosa turista que quisiera contemplar la fachada de un monumento. Pero yo no estaba en la ventana recibiendo tu mirada, yo estaba en el bar de la esquina, en la terraza, observándote por detrás con riesgo de ser descubierto; es más, te diré, quizá con ganas de ser descubierto. La verdad es que he intentado llamarte sin falsear la voz. ¿Qué me dirías si lo hiciera? Presiento lo peor, por eso no me decido a hacerlo, entre otras cosas porque no sabría qué decirte. Tengo miedo de que llegaras a responderme con algo hiriente, aunque lo sientas. Ahora mismo podría intentarlo, salir de la duda, escuchar tu voz y, tal vez, tu reproche. Entonces todo se me vendría abajo y, además de sentir vergüenza, quedaría totalmente abatido. ¿Qué haría entonces con todo lo imaginado, con todo lo soñado? ¿Cómo terminar de pronto con mis momentos de gloria junto a ti, con nuestros paseos al atardecer? ¿Cómo prescindir de tu mano amiga, de tu hombro cuando empiece a anochecer y el frío, aunque sea verano, se haga irremediablemente insoportable? Creo que, definitivamente, estoy loco por ti, Begoña. Si no, no me explico qué hago ahora con lágrimas en los ojos. No sé lo que significa realmente, pero lo cierto es que está pasando. ¿Crees que es propio de un hombre maduro llegar a estos extremos? Pues a mí me da igual y no hay quien me arregle.
Anochece y yo tendría que estar haciendo otras cosas, pero tú te has adueñado de todas mis voluntades, a pesar de ser consciente de que en este momento estarás ocupada en otros pensamientos, tal vez estarás pensando en Ignacio sin que tengas espacio para mí. Tampoco es justo eso, ¿no te parece? No, no contestes…
Firmaba, naturalmente, Arón. Volvía a desquiciarme. Puso en el remite esta vez el nombre de Daniel. Llamé a mi hermana Isabel. Tal vez tuviera razón, tal vez sea Daniel. Ya está poniéndose empalagoso y dulce como Daniel, blando. Me parecía estar escuchándolo. Le leí la carta a Isabel aprovechando una salida de mi madre para ir de compras. Que la letra no sea la suya es lo de menos para Isabel, si hubiera sido su letra no habría enigma posible, pero ella tiene razón en que si se tratara de alguien conocido, de quien se pudiera identificar la letra, hubiera escrito las cartas a máquina. Al fin y al cabo, los anónimos se escriben siempre a máquina. Hay otra cosa —le advertí—: hasta ahora al hablar de Ignacio se refería al anciano y en esta carta lo llama por su nombre: luego sabe de él. Eso es lo de menos para ella, preguntando se llega a Roma, dice. «Lo de más es que, sea quien sea, está o ha estado en La Granja y te ha seguido los pasos». Estoy desesperada, ya sospecho hasta de los dependientes de los bares, pero Isabel tiene claro que esas cartas no las escribe un dependiente. «¿No te ilusiona tener a un hombre rendido de esa manera?», se ríe Isabel. No sé ya lo que me ilusiona.
16 de julio de 1989
NUESTRO SILENCIO SÓLO lo alteraban esta mañana los pájaros sobre los que mamá viene haciendo desde que éramos niños los mismos comentarios: invariablemente nos recuerda la excelente variedad de bichos con plumas que vuelan en La Granja y en ningún sitio como aquí. Cuando mamá bajó hoy a desayunar ya estaba yo esperándola en la mesa y ni siquiera se acercó para darme un beso como es habitual en ella por las mañanas. Traía en la mano una carta y, después de dar los buenos días del modo más severo y escueto que pudo, depositó con ostentación el sobre en la mesa, un poco apartado de los cubiertos. Quizá esperara de mí una pregunta sobre aquella carta, pero yo tuve en seguida la convicción de que algo tenía la carta que ver conmigo y que tarde o temprano hablaría de ella. Acompañé su silencio forzado y agradecí al cabo que a esas horas no se encontrara tan locuaz como es costumbre y por demás está decir que repitiéndose. La doncella había preparado el desayuno en la terraza, después de consultar a mi madre, para quien algunas mañanas de La Granja resultan, además, insoportablemente frías, por lo cual la mayor parte de los días desayunamos en el amplio comedor ella y yo solas.
Cuando habíamos acabado las tostadas, me pareció que era hora de romper aquel silencio y empecé a parodiarla en broma con sus propias observaciones sobre los pájaros, pero ni su sentido del humor, tan escaso como ya he dicho, le permitió reconocer la parodia, ni su perspicacia, tan desarrollada, le sirvió en absoluto para percibir los indicios del humor. Así que anunció, con una gravedad que en mi madre es frecuente y por lo tanto natural, que iba a hablar en serio, y a mi pregunta sobre el tema del que se iba a tratar me anunció, más severo aún su rostro, que sobre mi vida. Reí más que por su decisión por la ampulosidad con que lo anunciaba y le respondí que mi vida no era un asunto a tomar en serio y que en todo caso me correspondía a mí resolverla. La rejuveneció de pronto la energía con la que me recordó que era mi madre, que estaba en su casa y que no se merecía este comportamiento secretista que me traía con ella. Esperé un sollozo en esta ocasión, pero no se dejó derribar por la debilidad. Quería saber de las cosas por su orden, me dijo, y había decidido empezar por saber qué pasaba entre mi marido y yo.
—Estamos separados —le comenté sin demasiada convicción.
—¿Y esas cosas no se le cuentan a una madre, verdad?
—Tendremos que resolverlo antes entre nosotros de un modo definitivo.
—¿Y qué tiene que ver el tal Arón —me dijo levantando la carta— en todo esto?
Me reí.
—No me hace gracia, Goñi, no me hace ninguna gracia esta extraña relación.
—Me tratas como a una niña, mamá. Yo nada tengo que ver con un hombre con el que ni siquiera he hablado nunca ni puedo hacerlo; envía sus extrañas cartas con remites falsos, ¿no lo ves?
—Y tan falsos —movía ahora la carta en su mano al tiempo que remeneaba su cabeza— que no se le ha ocurrido otra cosa que poner el remite de tu hermana Alicia.
—Y por eso te has permitido leer una carta que está dirigida a mí, tan sólo porque figuraba en el remite el nombre de una hija y era otra la destinataria.
—Perdóname, pero sabrás entender que una carta remitida por Alicia con la misma letra con que te están llegando otras cartas a esta casa cambiando los remites cada vez, es cosa de locos para que una se vuelva loca. No iba a esperar que me lo explicaras tú, querida.
La ira que Isabel ve revelarse en los ojos debió advertir mi madre en los míos porque mi mirada colérica acabó con su energía y la rindió suplicante para que no me marchara, para que me compadeciera de su soledad y de su desgracia. Le arrebaté la carta de la mano y me fui a la habitación.
Sueño que me esperas, Begoña, y sueño que sobran las palabras. Me quedo parado frente a los escaparates tratando de imaginarte con una blusa que quisiera regalarte o con un jersey de verano para las noches refrescantes de La Granja. O me detengo ante una pluma con la que imagino que me podrías escribir cartas como ésta. También me fijo en una cazadora, junto al escaparate donde te compré el pañuelo, y pienso que me quedaría bien para que tú me vieras, para que fuéramos a cenar a alguna parte, tal vez a Pedraza, con velas y en silencio, o con una música que hablara por nosotros y de nosotros. Pero tiene uno que despertar de estos sueños y verse en la misma calle por donde iba antes, entre gentes y rostros que no me dicen nada. Por eso me voy ahora a La Granja, apenas un rato si no tengo tiempo para más, esperando que nos encontremos, que salgas de alguna puerta y te anuncies: «Ya estoy aquí». Aunque se acabe la magia de Arón, aunque deje de ser Arón y te prive a ti de este modo de esponjar tu vanidad de mujer que se disputan varios hombres a la vez, este modo de alimentar tu imaginación de zorra. Estoy pensando en llamarte el día del Carmen por tu cumpleaños, una excepcional excusa para comunicarme contigo y que te guardes cualquier reproche. Pero me da miedo que puedas decirme algo que no quiero escuchar. Siento más miedo, sin embargo, al pensar que quizá te estés riendo de mí con tus hermanas.
He sentido horror al imaginar a mi madre leyendo esta carta donde las dulzuras y empalagos vuelven a mezclarse con algún insulto y donde las palabras me recuerdan a Daniel y casi me aseguran que Arón es él.
Isabel, preocupadísima por mamá, que ha caído en cama con jaqueca, se ha presentado corriendo en casa. Para ella está claro que Arón es Daniel, me recuerda que lo encontró muy raro, como ido, y también es una casualidad que Arón haya aparecido justamente cuando él se ha marchado.
—Además, fíjate, caer en que hoy es tu cumpleaños… Felicidades, Goñi, querida.
Pero eso es lo de menos, ya sabemos que es cercano, que es capaz de poner el remite de mi hermana porque la conoce, así que es fácil que sepa también la fecha de mi cumpleaños. Son, sobre todo, las palabras y esos cambios bruscos, casi del poema delicado a la ordinariez, lo que delata a Daniel. Me hace ilusión pensar que Arón es él. Pero me callo y trato de que mamá se reponga para que esta tarde podamos brindar con cava Isabel, ella y yo por mis cuarenta años.
17 de julio de 1989
LA CONVICCIÓN DE QUE ARÓN es Daniel hizo que el día de mi cumpleaños no se resintiera por su ausencia, lo imaginé apagando las cuarenta velas en soledad y escribiendo una carta para contármelo, quién sabe si dulcemente, desde un amor vigilante y voyeur, tal vez dolorido por saberme con Ignacio, o atropellándome desde su imaginación erótica. Esperé durante todo el día que se atreviera a llamar, que dejara oír su voz desfigurada diciendo felicidades.
—Goñi, deja de montarte castillitos —me advirtió Isabel.
Razón tiene. Tal vez quiera yo ir simplificando mi historia y encuentre en esta solución, que Daniel sea Arón, un modo de final feliz. Pero la felicidad me la trajo hoy Isabel, la única de mi familia que está siempre dispuesta a ayudar a los otros. Ella se ocupó de contarle a mamá en lo posible lo que de verdad pasaba y la tranquilizó con lo que el propio Daniel le había contado. Después, por la tarde, salió y no quiso que la acompañara. Luego entendí por qué: se trajo de una pastelería una hermosa tarta con cuarenta velas y a la hora del té mamá cantaba cumpleaños feliz como una tonta o como una borracha y nosotras con ella. Sonó el teléfono varias veces para felicitaciones familiares y ninguna de esas llamadas fue de Arón o de Daniel. En una de ellas Ignacio me felicitó y me propuso que lo celebráramos juntos. Iríamos a cenar a Segovia y «después, ya sabes», dijo. Le pregunté si hoy no era pecado y rió, hoy no tenía el día piadoso y parecía apetecerle lo que a mí: el sexo. Yo, sin embargo, estaba dispuesta esta vez al sacrificio de la privación, mira por dónde. Porque Ignacio ha conseguido atraparme por la cama, pero ya casi puede más mi rechazo hacia él que la atracción física que fatalmente ejerce sobre mí. Tenía compromisos familiares, le conté, estaba esperando a Daniel esta noche —le mentí— para celebrarlo en compañía. Se extrañó y se le apocó la voz, se le apagó el brillo engolado de viejo retórico que pone para la seducción. Se quejó de su soledad, ya nadie quiere a un viejo, pero yo sabía bien, según él, que para algunas cosas estaba como siempre.
—Lo siento porque no vas a ganar con el cambio —amenazó.
Tiene razón, pero me sentí esta vez una esposa ofendida y se lo hice notar para dejarlo perplejo.
Mi madre parecía una resucitada y el estado de entusiasmo o de embriaguez la volvió ayer generosa: estaba dispuesta a que saliéramos a cenar las tres a Segovia. Yo me resistí quitándole importancia a la efeméride, tratando de convencerlas de lo bien que se está en casa con el mismo discurso con que mi madre me invita cada noche a no salir —risas de Isabel por la imitación— y mi madre, como si no oyera, eligiendo restaurante, dispuesta a salirse con la suya. Me retenía el teléfono. No sabía si esperaba la llamada de Arón o de Daniel o de Daniel/Arón y estuve toda la cena en Cándido como ausente.
—Estás enamorada, Goñi —cómplice Isabel.
—No, no sé… Es la posesión, la condenada posesión.
Volvimos a casa y nadie había llamado.
Fue imposible el sueño y las campanadas del reloj prolongaban mi desasosiego. Repasé las cartas de Arón, los rasgos femeninos de su letra. ¿Quién será la intermediaria, la intrusa en este secreto que escribe a su dictado? Puede ser la letra de Tere, no conozco yo la letra de Tere. Me indigna que sea ella la que escribe la palabra zorra, la que me llama puta porque su enajenado jefe se lo ordena. ¿Y por qué no lo ha hecho a máquina? Tiene razón Isabel en que los anónimos se escriben a máquina. Es igual que Daniel no sepa escribir a máquina, que ésa sería una razón para disculparlo de que se valga de una letra prestada, pero a buen seguro que ha pedido ese préstamo para despistar. Ahora comprendo lo de los detalles femeninos, para Isabel ese modo de ver los escaparates y hablar de trapos es cosa de mujer: lo que pasa es que Tere se mete en la historia y le aporta ideas, seguramente las cursilerías son cosa de Tere. Me desconcierta que Tere sea una parte de Arón, que esa metomentodo impida que Arón me llegue en su totalidad, como es él, como es Daniel. Dudo, sin embargo, de que Arón siendo Daniel sea exclusivamente Daniel. O por lo menos el Daniel real. Daniel ha querido inventarse a otro, porque la verdadera razón de la existencia de Arón es que Daniel después de que abandonara mis imaginaciones en el diario no podía vivir sin ellas, quizá estuviera enamorado de Marga y por eso me insistía en Marga, en cómo era. Me prohibía que volviera a mis invenciones por los peligros que corría mi salud mental, pero las invocaba en la cama. No le importaba el Ignacio de la imaginación ni que lo confundiera con él en medio del arrebato erótico y, sin embargo, no pudo resistir la presencia de Ignacio en casa; el vértigo de la realidad le pareció con toda seguridad más zafio. «Los celos son un prodigioso ejercicio de imaginación», me dijo un día. Ahora ha actuado en consecuencia, inventándose un amor platónico que la realidad le aplasta poco a poco. No es un ejercicio de venganza, sueño por sueño, es un modo de huir de la rutina insoportable que me lo hace más atractivo ahora. Ni así consigo enamorarme de él y nada importa. Al fin y al cabo, lo mío con Ignacio tampoco era amor, sólo una pasión que va desgastándose y reduciéndose a memoria y queda de ella el placer de disfrutar con el padre en la cama. Isabel hace un esfuerzo por entenderme y piensa que las cosas estarán en su sitio cuando elija entre el sexo y la ternura, porque dice ella que el amor ya pasó y no me di cuenta de que estaba conmigo.
25 de julio de 1989
MAMÁ ESPERÁNDOME A COMER Y yo sin llamarla. No sé si esta vez estará de acuerdo en que merecía la pena olvidarse de ella, no tener en cuenta que siempre hay un teléfono a mano. Me da pereza explicarle por qué me vine a Madrid sin avisar y debo hacerlo cuanto antes; temerá ya que pueda haberme ocurrido un accidente y hablaré con Isabel, a quien mamá habrá llamado antes que a la Guardia Civil. Porque en el caso de que se le hubiera ocurrido llamar al cuartelillo es posible que encontraran los guardias mi coche abandonado en las afueras del monasterio del Parral sin explicárselo. Me divierte pensar en cuántas conjeturas habrían de meterse a raíz de semejante abandono: ¿desaparición por secuestro o por suicidio? Les extrañaría que en el coche no se observara el más mínimo indicio de violencia.
«Estoy secuestrada en Madrid», le anunciaré a Isabel, y mi hermana, tomándoselo a broma, me dirá que estoy loca o que le diga cuál es mi última ocurrencia. «¿Otra carta de Arón?», preguntará. «No, querida, esta vez el remite era de Marga. Así que cuando vi que Arón ponía el nombre de Marga en el remite ya no tuve duda de que Arón es Daniel». Isabel no entenderá por qué semejante conclusión y le diré para abreviar que porque a Marga sólo la ha conocido Daniel: «recordarás que te habló de ella». Seguramente dirá Isabel que tengo un marido muy raro, ella es más dada a reconocer las rarezas de Daniel que las mías. Tendré que aclararle en seguida que mi sorpresa fue que la carta era de Marga, aunque no exista, porque esta vez no firmaba Arón, firmaba la propia Marga. «Hay, hija, me tienes en vilo»…, dirá Isabel. «Para empezar, estaba escrita a máquina, y pensé en seguida que tú debías de estar en contacto con Arón y le habías comentado nuestra conversación sobre lo adecuada que es la máquina para los anónimos».
Y entonces le leeré la carta:
Querida Begoña: aunque eres una mala amiga y ya no quieres saber nada de tu buena consejera, y a lo mejor todo es porque una es muy sincera y te cuenta las verdades, que durante mucho tiempo yo he sido tu cómplice y la voz de tu conciencia, pues yo no me rindo, querida. Porque mira, Goñi, aunque tú no me trates desde que te has vuelto tan seria que sólo te importa la realidad, yo sé que estás desconcertada por un hombre que te escribe y te persigue, con lo que estarías tú dispuesta a dar por conocerlo… Pues bien, querida; para que veas que soy una buena amiga te pongo sobre una pista: día: 24 de julio. Hora: doce de la mañana. Lugar: monasterio del Parral, en Segovia. No te puedo decir más; a partir de aquí tú te lo juegas todo. Ah… y procura mirar adonde debes, que eres una despistada.
De piedra se quedará Isabel queriendo saber más, «cuenta, cuenta». «A mamá le dije que tenía que comprar en Segovia y en seguida se le ocurrió a ella toda una lista de cosas que tenía que hacer en Segovia para acompañarme. No fue precisamente amable la manera en que me deshice de ella, y llegué al monasterio diez minutos tarde de acuerdo con la impuntualidad que sobrellevo con resignación. La iglesia por dentro, además de bellísima, es un buen refugio del calor de julio, en su interior era diciembre. Pero, excepto un monje que estaba sentado en los bancos más cercanos al presbiterio, no había un alma. La conclusión a la que llegué es que o la carta de Marga era un juego o que Arón era el monje o se había disfrazado de monje, o bien que, molesto por mi pequeño retraso, hubiera dejado para otra fecha el final de este misterio». En este punto de mí conversación con Isabel debo hacer una pausa de esas que la inquietan mucho para que ella me urja a contar. Ganaré tiempo preguntándole qué quiere que le cuente por ver si sospecha que Arón era el monje. Nos reiremos las dos. «Al monje le pregunté el horario de misas y entre que él no levantaba mucho la cabeza, como seguramente le exigía su castidad, y yo estaba muy nerviosa, como cualquiera puede suponer, ya pudo ser Daniel disfrazado de monje jerónimo y yo sin enterarme. Así que esperé un ratito, que hasta tiempo de rezar me dio, y cuando salía vi a un hombre mirando a la pared y pegado a ella, con un sombrero puesto, como no deben estar nunca los hombres en la iglesia. Entre la poca luz que la iglesia tiene y el dichoso sombrero no pude percibir de pronto si era Arón o no. Pero lo llamé y vino hasta mí, riéndose, como un niño —lo peor de él es esa infancia que no deja— el perdido Daniel».
«Hija, qué emoción», Isabel tiene que decir algo así. Pero no le voy a contar ni los besos ni lo que nos dijimos, eso se lo contaré en otro rato. Ella volverá a decir que qué raros somos y nos reiremos de nuevo las dos, asintiendo. Le contaré, eso sí, que Daniel se empeñó en que nos fuéramos a Madrid, a nuestra casa. Le notaré a Isabel un hipido de picardía y a efectos prácticos le advertiré que dejé el coche delante del monasterio y que a ver si ella, que es tan buena, puede recogerlo, porque yo ahora no estoy para nada, desde que he conseguido vivir con Arón.
31 de julio de 1989
PUSE LA RADIO A LA hora del desayuno y entre las muchas trivialidades que oí estaba la noticia de que hoy es el día de san Ignacio. Daniel levantó la cabeza de la tostada y, en su sonrisa detecté un intento de evocación, quién sabe si se le escapó un reclamo en la mirada pícara: volver a las andadas, convencido de que este matrimonio no se mantiene sin las fantasías que nos aportan los otros. Yo, sin embargo, sentí un rechazo interior y deseé que Daniel no hablara, que no se le ocurriera hacer una pregunta inductora al desasosiego. Por ejemplo, refiriéndose a Ignacio: «¿Lo extrañas?» Hubiera tenido que responderle que sí, que volvía a extrañarlo. Porque la pasión de mi inesperado reencuentro con Daniel fue tan intensa como fugaz y la rutina volvió a apoderarse de nosotros al poco con la misma agresiva rotundidad con que se apoderó de él su suficiencia, la seguridad de que había vuelto a conquistarme. Pero hoy, al oír el nombre de Ignacio en la boba reseña de la efeméride, puso la mirada de comprobación por si detectaba en mí el rasgo repentino de la añoranza o, como ya digo, por reclamar un juego de suposiciones. Durante todos estos días se ha referido a una pregunta temible sin atreverse a hacerla, jugando al acertijo: «¿De qué pregunta se trata?» Es, ni más ni menos, que la que nos ha acompañado siempre: «¿Me amas, Begoña?» Una pregunta que me incomoda y me da risa a un tiempo, pero conseguí eludir su contestación en los primeros días de nuestro reencuentro. Ahora me alegro al comprobar lo efímera que fue para mí aquella apariencia del amor una vez lo recuperé. No, no lo amo. Confundí el amor esta vez con el sosiego, con una cómoda posición de desinterés y de tranquilidad que necesitaba. Ni siquiera me he preocupado por el hecho de no tener trabajo y he agradecido la haraganería de señora de su casa que ha hecho que Daniel no pueda evitar crecerse en su seguridad de volver a tenerme recluida. Se han producido de nuevo las llamadas telefónicas inquietantes a distintas horas, pero Daniel las contesta y cuelga con humor. Menos mal.
—Seguramente es Arón. Le tengo dicho que no llame.
Yo misma había llamado a Ignacio para rogarle que no llamara nunca más por el interés de mi matrimonio. «No te entiendo, Begoña». Tampoco te lo pido. No pareció importarle demasiado; sólo era para él un modo de distraer su soledad del verano. Sin embargo, su insólita indiferencia me desgarró y sentí de nuevo el golpe de la derrota que cualquier desposesión me trae. Cuando advertí que todas las historias hay que cerrarlas a propia voluntad y por su turno, me propuse que Ignacio no se desharía de mí sin alguna consecuencia. La misma terquedad de la adolescente que lo buscó con obsesión revivió de pronto en mí y me invitó al rechazo de la tediosa serenidad en que me había instalado mi marido. Le dije a Daniel que no lo acompañaría a Conil de vacaciones. Habíamos quedado para irnos el día 5, con unos matrimonios de Sevilla, amigos suyos, a disfrutar de un descanso familiar que nunca habíamos conocido.
—¿Y qué piensas hacer ahora?
—Irme a La Granja con mamá, sola.
—¿Has vuelto a las andadas, Begoña?
—He vuelto al cansancio.
1 de agosto de 1989
CUANDO LLAMÉ ANOCHE a Ignacio para felicitarlo —además de su onomástica celebraba ya su sesenta y cinco cumpleaños— no dijo ni gracias, sino que se extendió en darme un alegato sobre la imposibilidad de entenderse con los seres inestables. También Daniel parecía haber descubierto anoche por primera vez que se había casado con una mujer que era permanente materia de psiquiatra y, aunque lo que más le molestaba eran sus vacaciones deshechas, cambió pronto la ira con que deshizo sus maletas de playa por la actitud del marido responsable que debe requerir con urgencia los servicios del médico de los locos. Pero tengo comprobado que las indicaciones de los doctores conducen a un camino distinto al de mi felicidad y tienden a organizarme la vida en un paraíso convenido en el que sólo consigo hacer felices a los otros: a Daniel, a mi madre… Rechacé sus propuestas.
—No aguanto más este calor de infierno, me voy a La Granja —le dije a Daniel.
Como si siempre tuviera preparadas las sustituciones, Daniel me anunció que mañana mismo se marcharía a Londres.
—¿A trabajar en agosto?
—Mi trabajo no es el de un exportador de cítricos.
2 de agosto de 1989
EL PROVISORIO EQUIPAJE QUE Daniel llevaba esta mañana indicaba que su viaje era corto, aunque el mutismo en que lo encierran sus enfados le impidiera decir hasta qué día pensaba permanecer fuera. Pese al silencio hosco y refunfuñón con que responde a mis destemplanzas, fue cariñoso al marcharse y lo fue tanto que la misma brusquedad del cambio me hizo sospechar de cualquier impensada estrategia con la que habría de vengarse de mis inesperadas reacciones. Tuve la impresión de que su despedida estaba envuelta en un propósito de marcha definitiva, aunque el viaje presentara las señas de la levedad, de un me voy y ahora vuelvo. Sin embargo, se emocionó más de lo que convenía a una ausencia ordinaria y en la intensidad de sus gestos percibí el barrunto de que esta vez sí había tomado una determinación radical. Mantuve el tipo, aparentemente ajena a la congoja que me devolvía a una conocida incertidumbre, la que trae el miedo a la desposesión, pero tuve la impresión de que ahora sí que no iba a ser perdonada, que de una vez por todas era yo la que debía asumirme en mi complejidad y en mis miedos y hacerle frente a la vida. Estuve a punto de precipitar los acontecimientos, como si intuirlos me bastara para saber cómo habría de cumplirse nuestro final por doloroso que fuera. Una voz interior me determinaba a despedirlo para siempre con todas las consecuencias, pero las cautelas que impone el miedo a la soledad y la oscuridad del camino que veía por delante me hizo detenerme, mirarlo con el asombro que produce la constatación de que ha llegado una hora que siempre se ha esperado y después de la cual no se sabe qué definitivas consecuencias ha de arrostrar una. No iba a dejarlo por Ignacio, pero Ignacio no podía quedarse ahí como un fantasma de cuyas definitivas decisiones nada se sabe. Cuando vi salir a Daniel pensé que no era La Granja lo que yo necesitaba, sino verme libre de él, a solas. Antes de bajar la escalera volvió a mirarme y, como si una premonición le hubiera dictado mi decisión provisional, me preguntó:
—¿Te irás a La Granja?
Sonreí, pero no le contesté.
—Te llamaré esta noche —me dijo, seguro al parecer de encontrarme en casa.
Después llamé a Ignacio a Valsaín con el único propósito de despedirme de él. Pretendía anular todas las referencias encontradas de mis desasosiegos para empezar de nuevo sin coartadas. No esperaba que a mi severa ruptura de cualquier trato que las componendas de la intimidad hubieran podido establecer entre nosotros, fuera él a responder con la desazón del que comprende también que esta vez va en serio. Quiso primero, con unos halagos que debilitaban la gravedad de mi despedida, la despedida de alguien que no sabe qué camino ha de tomar, hacerme desistir del propósito. Pero al ver que a sus zalamerías contestaba yo con más frenética voluntad de zanjar nuestra relación, me pidió que fuera a La Granja para que habláramos, para que pusiéramos las cosas en su sitio.
—Todo está en su lugar teniéndote lejos —fue la primera de una serie de expresiones crueles que pretendían acallarlo—. Has distorsionado mi vida como una fijación que sobrevivirá a tu muerte, hijo de puta.
Suplicó lloroso y el remordimiento le ahogaba las palabras cuando me pidió que cenáramos juntos aprovechando la ausencia de Daniel. No consiguió mi asentimiento, pero a las nueve en punto se oyó el timbre de mi casa: era Ignacio.
3 de agosto de 1989
NO SE OYÓ NI EL RUIDO de la puerta. Daniel, como quien se asoma a ver qué pasa con la certidumbre de lo que pasa, apareció sin más en nuestra alcoba. Mentiría si siguiera sosteniendo que creí que él viajaría a Londres ayer tarde. Además, pude haber conseguido la confirmación del viaje con sólo llamar a su estudio. No lo hice. Daniel sabía lo que iba a pasar y creo que yo también lo intuía. Por eso no me sorprendí. Cuando él entró, yo estaba desnuda sobre la cama, medio sentada entre los almohadones, con las piernas abiertas, y sólo se me ocurrió tomar la pequeña toalla que tenía a mi alcance para cubrirme. Apenas me miró: fijó su vista en Ignacio. Tanto que Ignacio, como si en lugar de una mirada hubiera recibido de Daniel la amenaza contundente de un arma de fuego, agravó su torpeza para vestirse, atolondrado, no bien abrochada aún la camisa, con los calcetines puestos y recogiendo aprisa y con terror sus largos calzoncillos de la alfombra. Se encogió de hombros, disculpándose, como quien dice «son cosas de la vida» o quién sabe si, hablando para sus adentros, con una resonancia de bolero y un resabio de inevitable orgullo machista, «a ti te tocó perder». Me entró la risa. Daniel exageró más la mirada atenta con una agresividad que en él parecía prestada y que al menos yo no le habla conocido antes en ninguna otra situación. Estaba cumpliendo, con la escrupulosa perfección y la maniática minucia a la que era dado, la ceremonia del marido ofendido. Yo conocía bien su forma acostumbrada de actuar y por eso su modo de desenvolverse en esta situación me pareció cercano a la parodia. Le gritó a Ignacio, con el mismo celo con que lo hubiera hecho un padre o un defensor de menores que protegiera el honor de su criatura, que yo podía ser su hija, y lo que respondí con sorna, aunque tuve la sensación de ser una invitada de piedra, fue que sí, que efectivamente lo era. Daniel ni siquiera me oyó porque, no contento con esto, lo llamó, despreciándolo, «viejo asqueroso». Entonces reí de veras. Sin embargo, a Ignacio, lejos de indignarle la simpleza de los insultos de Daniel y los agravios mismos, sólo se le ocurrió insistir en su súplica de perdón mientras acababa de abrocharse los pantalones, su corbata en la mano y sin saber qué hacer con ella. Dijo perdón, perdón, apocado, falto de recursos. Y Daniel, a quien yo seguía contemplando en la representación de un papel que hubiera ensayado ya mil veces, se creció en la ira, altivo por humillado, y le propinó un fuerte golpe en la barbilla que lo hizo caer al suelo, rendido. Suplicaba piedad de una manera casi cómica al tiempo que salía corriendo. Daba lástima contemplar a un hombre pidiendo indulgencia con los zapatos en la mano, con un «por Dios, por Dios» en los labios que de puro cobarde hacía reír a cualquiera. No sentí lástima. Su actitud, exagerando como un débil la dimensión de la trampa, ha borrado para siempre el deseo que me quedara de él, de tan pequeño e indeseable como lo vi, tan indigno. Y ahora me asombro de que ni en los instantes más violentos profiriera yo una exclamación ni me inmutara en mi papel de espectadora más allá de la risa; si acaso borré el instintivo gesto de pudor que había tenido al cubrirme con la toallita y tiré ésta a un lado de la cama.
Cuando nos quedamos a solas, Daniel me dijo que me agradecía mucho que no me hubiera reído. Ni siquiera me había visto u oído reír. Después se sentó en la cama, a mis pies, tocándolos suavemente y mirando hacia la pared, con la apariencia de quien pasa de la ira a la serenidad más absoluta sin transición alguna. Su serenidad era envidiable. Me dio las gracias y se le notó que el agradecimiento era verdadero en su gesto de conformidad y de alivio. No fue necesario preguntarle a él la razón de su gratitud: yo sabía muy bien por qué lo hacía. Cuando me dijo «lo siento» le asomó una vaga timidez en la disculpa. Y añadió después con firmeza: «Ahora soy libre». Yo sonreí porque Daniel es muy dado a las declaraciones enfáticas. Luego me levanté tras él y lo acompañé desnuda hasta la puerta, como si los dos hubiéramos convenido algún día que las cosas tenían que acabar así, que para despedirse no hacían falta más palabras ni otros gestos. Salió muy resuelto y no miró hacia atrás. No se llevó nada ni dijo si volvería o no por sus cosas o de qué modo se las llevaría. Tampoco habló de ningún sistema de reparto de aquello que nos fuera común. Se fue, dando las gracias simplemente, como un invitado que hubiera pasado unos días en casa. Estoy segura de que me imaginó contemplándolo a través de los visillos, presa de mí misma, volviendo al diario que me explica sin que la explicación cambie los hechos. Un diario es un simple instrumento de la memoria, aunque no todo lo que se recuerda se haya vivido realmente o, por lo menos, no del mismo modo. En cualquier caso, debo confesar que las figuras son todavía engañosas para mí en el recuerdo de ayer mismo, y por esta razón, ahora, cuando escribo, me parece mentira que pasara lo que pasó. La culpa no me impide aceptar la realidad, ni mucho menos, pero me asombra la capacidad que tiene la vida para sorprendernos, incluso cuando sabemos no sólo a lo que nos arriesgamos, sino lo que viene después, cuando el riesgo se cumple: esta sensación desolada de desposesión.