I. Diario de un encuentro
25 de diciembre de 1986
MI MADRE SE SENTÓ anoche a la mesa con nosotros nueve y sus seis nietos y contempló su obra familiar envolviendo la mirada complacida que dirigía al fondo del salón en una sonrisa ensimismada y lela. Su cabeza estaba bien erguida, como si el panorama familiar se extendiera más allá de la pared y sus ojos alcanzaran a contemplar, traspasando los muros, no sólo la mesa donde nos hallábamos sus hijos, sino infinitamente más allá: las mesas de Navidad que presidieron sus abuelos y sus padres. Después se recogió, concentrada, para rezar y de tanto esfuerzo como puso en el fingimiento de la humildad disminuyó su espalda y se quedó hecha un ovillo, acentuando la pequeña chepa que le ha traído la edad.
—El Señor ha sido bueno con nosotros —se pronunció piadosa, después de bendecir la mesa, y se quedó mirándonos, quizá a la espera de un amén.
Repasó a continuación, con la obstinada manía que mi madre tiene de recontar lo evidente, la espléndida salud de que gozamos y se congratuló de la buena posición de sus hijos: todos tenemos ya nuestras carreras terminadas. Aunque no se detuvo a mencionar sus propios méritos, con la precisión que los cataloga para sus adentros, había en su jactancia un implícito reconocimiento para sí misma, no faltaría más. Mi madre hace recuento de lo que somos resaltando siempre con orgullo nuestros indudables valores. Hasta que nos hace reír con cierto estruendo porque sabemos lo que viene detrás. Reímos para evitar el rubor, si no el ridículo. Los pequeños aprovechan las risas para organizar su propio jolgorio, pero les dura poco porque son de inmediato reconvenidos por la abuela. Eso sí, mi madre se reserva una buena parte de su intervención inacabable, y aquí viene lo que esperábamos, para recordarnos no sólo su buen juicio sino el esfuerzo que para ella ha supuesto hacernos crecer de esta manera ejemplar. Nunca hubo dificultad económica en la familia, se explica, ni siquiera en los tiempos más difíciles. Aunque, eso sí, no por la contribución de mi padre, que aportó apellido muy honroso pero escaso dinero, sino por la saneada economía familiar de sus progenitores. Anoche, acaso como novedad, se guardó en principio los reparos dirigidos a los matrimonios: a mi hermana Alicia, separada y vuelta a casar con José Ramón Rubio, a quien los chicos en el colegio llamaban ya, y no sin razón, «boca sucia». Se trata de un diletante para mamá, un golfo, un peligro en ciernes. A mi hermano Rafael, casado con una mujer cuyo mayor defecto para mi madre no consiste sólo en que no sea de nuestra misma extracción social, circunstancia que sobra referir, aunque a veces la pena se la haga mencionar, sino en que se empeñe en recordárnoslo con frecuencia con los modos más impertinentes de su clase. La ausencia de mi padre suele ocuparle en su recuento anual una brevísima referencia y, después de lamentarla, como la fecha requiere invariablemente, comenta siempre que era un hombre de gran carácter. Hace un comentario tan ambiguo que no he conseguido nunca determinar, y anoche tampoco, si ese gran carácter que refiere mi madre constituyó para ella un motivo de admiración o más bien es un reproche, y me inclino más a pensar, sin falta de intuición razonable, en esto último. Tal vez por eso llego a la conclusión de que la ausencia de mi padre no es un motivo de especial consternación para ella. Para mí, tampoco.
El discurso apenas varía en su esencia y dejamos a nuestra madre complacerse en su ventura como una parte más del rito familiar. Esta vez lo completó, por ejemplo, el belén del porche del jardín: no basta que lo sepamos, es necesario recordar cada año que nuestra abuela adquirió en loma a principios de siglo sus figuras napolitanas de indudable belleza. Mamá describe, otra vez, desde que éramos niños, cómo fue su delicado transporte. Luego habla del árbol de Navidad que ella decidió instalar en el centro de la piscina por primera vez en 1950, antes de esta moda que lo ha vulgarizado tanto. Todos los años rememora las dificultades que nuestro padre opuso a este empeño suyo, del que se siente ella tan orgullosa. Papá tenía a su parecer graves dificultades para complacerse en el lujo y veía como un gasto inútil y de gusto dudoso el hecho de limpiar la piscina en diciembre e iluminarla tan sólo para el capricho del árbol de mamá. Pero ella lo cuenta de otra manera y anoche lo hizo lamentándose de las dificultades que se imponen en este tiempo a sus ambiciosas iniciativas:
—Esto cuesta más cada año, hijos míos, porque el servicio es muy escaso y la gente está por vivir de cualquier manera.
No obstante, le agradecemos que se extienda en estas naderías, porque lo peor viene cuando decide interrogamos sobre nuestras propias vidas y recomienda a Alicia intentar la anulación matrimonial ante el Tribunal de la Rota o anima a Rafael, que sólo tiene un hijo, a traer la parejita. Es entonces cuando Carmen, su esposa, presenta los argumentos que le parecen propios, con la general anuencia de todos nosotros, y mi madre, con dignidad ofendida, recuerda que aquélla es su casa y cuáles son los modos de su familia.
El guión es inalterable, año tras año, y naturalmente hay un momento en el que todos corean al unísono y no sin sorna:
—Ahora, Begoña, mamá, ahora le toca a ella.
Bajando los lentes hasta la punta de la nariz, como si acentuara su propia caricatura, y con la incapacidad que la caracteriza para percibir la burla, mamá se dirige a mí y se lamenta:
—¿Es posible que yo muera, hija mía, sin verte casada como te mereces? Eres la única que queda, Begoñita, y son treinta y siete años ya; treinta y siete, hija mía.
Carmen suele decir para mi consuelo, y anoche volvió a cumplir con su «original» socorro, que más vale sola que mal acompañada, defensa que se diría que mi madre no escucha si no fuera por el rictus de desprecio con que obsequia a Carmen. Y no deja por eso de seguir hablando:
—Pero ese chico de Roma —vuelve a la carga—, ese tal Mauricio… ¿Ya no os veis, Goñi?
Me guardo de decir que Mauricio es un amigo, sólo un amigo, y oculto que de todos modos a Mauricio le interesan poco las mujeres. Cuando Mauricio viene a Madrid envía flores a mamá por mi cuenta y los dos acudimos a La Moraleja a visitarla.
—Mauricio es un chico muy fino, Goñi, pero los años pasan y la gente… Yo no sé, hija, lo que pensará la gente de ti, no lo sé, la verdad…
Una sombra de preocupación momentánea le ocupa la cara. Mis hermanos se divierten, y mamá, ajena, ¡da más bien cuando el humor se impone, levanta la copa y hace una especie de oración más que brindis para pedir que el año que viene nuestra Begoña nos traiga un marido.
—¿Te acuerdas de aquel chico de la Universidad, un sobrino de los García de Branda, que quería pedir tu mano? ¡Qué gran chico! Pero, hija mía, eres muy rara…
Y cuando se refiere a mis rarezas saca los ojos por encima de los lentes a ver si consigue concretarlas.
Su insistencia acaba, muy a su pesar, cuando uno de mis hermanos, ayer fue Luis, propone que se me deje en paz ante mi resignado silencio. Un suspiro expresó anoche, tal vez como siempre, mi gratitud, o más bien mi alivio.
Al final, saturados de champán y de turrones, pero sobre todo de mamá, cada uno se retira a su casa o visita otras casas de amigos. En el momento de la despedida espero siempre a que mi madre repita lo del año anterior:
—Y tú, Begoña, sola, una noche como ésta, sola en esa casa, como si no tuvieras familia… Podrías quedarte esta noche conmigo, hija mía, ¿no…? —Lo dio por imposible—: No te entiendo, hija, no te entiendo.
Decliné la invitación como mamá esperaba y arranqué el coche con ímpetu, harta de familia.
Ahora que lo pienso fue una temeridad alcanzar una velocidad de ciento ochenta por la carretera de Burgos y tomar Príncipe de Vergara como una exhalación. Me ayudó a ello el champán, sin duda, pero también la rabia. Puse la radio, sonó un villancico y no me molesté siquiera en cambiar de onda: la apagué, como si intentara apagar cualquier eco de estas malditas fechas. Sola, sí, sola. Me encontraba ya en la Castellana, llena de coches a esas horas, la gente en la calle. «No puedo entender esta nueva costumbre de la gente —diría mamá—; la Navidad fue siempre una fiesta de casa, de familia, en mis tiempos no había un alma en la calle».
Y acabé en Archy. Como una huida de mí misma. Ahora me explico por qué no me atrevía a regresar a casa. Quizá porque regresar y volver al espejo me devolvía a mi complicada realidad. La noche de Navidad evidencia en sus rutinas, sin duda, la dificultad de ser distinta. También en Archy —más bien solitario el lugar a esas horas, como si los figurines de moda que lo frecuentan tampoco consiguieran eludir los ritos familiares— me vi a mí misma como una alcohólica que reclamaba con ansiedad su whisky y trataba de mirarse en el vaso para eludir su extrañeza.
No recuerdo más con la maldita resaca. Esta mañana el sol me encontró culpable. El sol siempre ha sido para mí un buen acusador después de las noches inútiles. Para colmo, era la mañana de Navidad y mi hermano Rafa, el primogénito, nos esperaba a mamá y a mí a comer en su casa.
—No hay manera de que oigas el teléfono cuando duermes, Goñi —me reprochó mamá, volviéndome a llamar por el estúpido diminutivo familiar.
26 de diciembre de 1986
AYER ME PASÉ EL DÍA intentando recomponer su rostro y no lo conseguí. En cambio, esta mañana, cuando oí su voz en el teléfono, me parecía estar viéndolo con toda nitidez. No comprendí cómo pude haber ligado con un hombre que me fuera menor. La borrachera no es suficiente pretexto cuando la culpa se apodera de ti y sientes una vergüenza inaudita. Quizá avergonzada me entregué a la amnesia y por eso mismo no escribí aquí ni una palabra más de esa noche en Archy.
Fue él quien esta mañana me ayudó a recordarla. Yo había dado unos pasos hacia un rincón del bar y percibí en el lugar más penumbroso, ocultándose de los espejos, el rostro de un hombre con barba que me miraba atentamente. Me escrutaba con descarado acierto y seguro que, tras mi apariencia de señora perfectamente catalogable entre las de buena posición y hasta distinguida, estaba reconociendo a una prostituta que disimulaba su empeño con inquieta timidez. Aquel hombre consiguió exasperarme más de lo que yo misma había conseguido exasperarme. Pagaba ya para marcharme, algo ebria, cuando alguien posó su mano en mi hombro y pronunció mi nombre. Era un rostro conocido, pero no conseguí de pronto identificarlo, bien por mi torpeza habitual, incrementada por la bebida, o bien por las desfiguraciones del tiempo. Él se dispuso a que lo reconociera, sin dar más pistas, con la mirada de espera exigente de quien no entiende que pueda no ser reconocido. Y cuando, por fin, dije «¡Elio!» se abrazó a mí, como quien abraza una emoción antigua, como quien recupera en ese abrazo su propia juventud.
—¿Sola?
—Como siempre.
—¡Qué lástima! Habló entre el fastidio y la melancolía. No se lamentaba en realidad de que me hallara sola allí, en ese momento. Su expresión tenía que ver más bien con el recuerdo y se nota cuándo los hombres hablan recordando otro tiempo, aunque no nombren el tiempo que recuerdan.
—No te has casado, claro.
Asentí con el gesto, y también con un gesto, seguramente artificioso por el alcohol, le pregunté si se había casado él. Reconocí un cierto modo apesadumbrado de contestar, suspirando y frunciendo el ceño para expresar, sin decirlo, que ojalá no lo hubiera hecho.
Ha envejecido y ha envejecido mucho, tiene mi edad y bien parece que pase de los cincuenta. Lo favorecen las canas y las arrugas han terminado con la blandura angélica que tenía su rostro en los años de la facultad. Es posible que de haberlo visto por primera vez me hubiera atraído, pero no pude dejar de pensar que se trataba de él.
—¿Y la moto, Elio?
Reímos los dos. Reímos de aquellos años en que me perseguía con su moto por los bares de Argüelles, de sus horribles poemas de amor, de sus delicadas formas inaguantables, de sus flores, de sus inoportunas serenatas con la Tuna. Me pregunté: ¿se acordará Elio del día en que me sorprendió entrando a un bar prostibulario de la calle de la Ballesta? «¿Qué haces tú aquí?», me reprobó desde la decepción. «Nada», respondí. Anoche se acordaba. Se acordaba, sí, porque me preguntó:
—¿Te sigue gustando el olor del vicio?
Fue acertada su expresión: más que el vicio me gusta su olor, su proximidad.
—Todos fuimos jóvenes, Elio —intenté disculparme, sin saber si él había sacado alguna conclusión sobre mis supuestas aproximaciones al vicio por medio del recuerdo de aquel encuentro imprevisto o bien por otras formas de mis comportamientos en aquellos años. Y de pronto, preguntó recordando:
—¿Hubo por fin algo entre Laviña y tú?
Laviña era un viejo profesor de Estructura al que perseguí sin éxito y Elio se empeñó anoche, como otra cara de mi madre, resentido por mi rechazo, en escarbar en el tiempo con la torpe reiteración del alcohol.
—¿Te siguen gustando los viejos, Begoña?
Hacía rato que yo miraba, desentendida, hacia el espejo donde se hallaba apostada la caricatura de un pijo: un hombre rubio que miraba solícito. Seguramente se había dado cuenta de mi aburrimiento con Elio, prisionera yo de un tiempo que no me satisfacía revivir. Sus vivos ojos azules me despertaron un atractivo extraño que nada tenía que ver con el sexo. Su pelo rizado contrastaba, juvenil, con las primeras arrugas de la cuarentena próxima y su papada le otorgaba mayor edad que la que seguramente tenía. Rigurosamente de oscuro, con una corbata adamascada y un pañuelo en el bolsillo alto de la chaqueta (la cursilería se insinuaba en el colorido y en los dibujos), su atildada forma de vestir me resultaba familiar y ajena a un tiempo. Elio dijo:
—Sigues igual, en tu mundo, sin responder a las preguntas que no te interesan; descortés, ajena… —empezaba a ser impertinente, recordé que de joven lo era—. ¿Te siguen gustando los viejos, Begoña?
Sonreí al rubio y él al corresponder con la sonrisa dejó ver una dentadura desordenada y simpática que lo hacía parecer aún más joven, más pícara su expresión, y quizá por todo eso más extraño que pudiera gustarme.
Con la mano lo invité a aproximarse, como si quisiera dar respuesta con aquel gesto a la pregunta de Elio y acabar de paso con su retahíla de rememoraciones.
—¿Estoy molestando? —preguntó Elio con enfado.
Yo, mientras le contestaba, me dirigía al otro:
—No tengo ningún interés en ligar con el pasado, Elio, quiero divertirme simplemente.
—Demasiado joven para ti, ¿no?
Me faltó tiempo para contestarle. Quizá no lo hice porque el otro ya estaba con nosotros:
—Eres la única mujer a la que no he felicitado esta noche —dijo. Después se azoró ligeramente.
—Te lo puedes ahorrar —le advertí—; la Navidad no me gusta.
—Le preguntaba a mi amiga —dijo Elio, informando al recién llegado y descarando más su embriaguez— si le siguen gustando los viejos…
Pero el otro fue rápido en darse cuenta de su necedad:
—Entonces no tendrá dificultad con usted.
—No crea… Muchas dificultades, amigo mío. Esta mujer me ha despechado muchas veces, pero esta noche, por suerte, parecía hacerme caso. Al fin y al cabo hemos envejecido los dos, ¿verdad, Begoña?
—Usted francamente más —se animó el rubio de un modo inesperado, como si quisiera evitarme el trabajo de responder a Elio, un trabajo que yo, desde luego, no me había propuesto.
—Es usted un entrometido —hizo la pausa de la perplejidad, del desconcierto—. Por eso mismo, porque hemos envejecido los dos, ahora aquí, solos, esta noche… —se alargaba, no le salían las palabras, titubeó—. Pues qué le voy a decir, la verdad, amigo mío, parecía que el tiempo nos acercara como unos cómplices, ¿lo entiende?
—No —aclaré yo, despectiva, poniéndolo en su sitio y aumentando a la vez mi esfuerzo por seducir al rubio con la mirada.
—Ni siquiera lo parecía, convénzase —esta vez el otro estuvo tan intruso e impertinente que suscitó mi asombro. Pero me divirtió.
Elio, ligeramente alterado, le preguntó:
—¿Suele hacer esto con frecuencia?
—Esto, ¿qué? —le respondió con achulada actitud, con provocación.
—Sí… —desconcertado—. Interrumpir a una pareja de este modo… —La prepotencia era ahora de Elio—. Tratar de ligar con mi chica.
Pero me apresuré a recordar, resoluta, para deshacer el equívoco:
—Yo. He sido yo. He sido yo la que ha llamado a este señor.
—Eres una zorra, Begoña —se le reavivó el resentimiento—; sigues siendo una zorra.
El otro, con un modo protocolario que probablemente le impuso la ironía, preguntó:
—¿Me da su autorización, señorita, para romperle la cara a este señor? —e hizo que la palabra señor resbalara dudosa en sus labios.
—No se preocupe, yo no necesito pedirle permiso a esta zorra —dijo Elio.
Y sin más, profirió al rubio un puñetazo de poco efecto que el otro no devolvió, quizá por lástima. De todos modos fue lo suficiente para que los responsables de seguridad de Archy decidieran que Elio debía abandonar el local. Aceptó sin hacerse el remiso, ligeramente ruborizado, y yo traté de suavizar los efectos del golpe en el rostro del rubio, apenas con un poco de agua y un pañuelo. Lo hice con improvisada ternura y, como todo este juego me pareció que merecía un beso, se lo di, ya puesta, con simulada pasión. Cuando se hubo recuperado insistió en felicitarme y, ya para entonces, bien entrada la madrugada, no parecía que la noche de Navidad evidenciara en sus rutinas la dificultad de ser distinta.
Esta mañana me lo recordó él con todo detalle y los detalles sí me resultaron muy molestos. No recordaba siquiera su nombre, pero me dijo que le había hecho una ficha completa. Muy propio de quien ha sido una competente jefa de personal.
—Daniel, me llamo Daniel. Mi madre hubiera querido que me llamara Carlos, pero ese nombre lo he guardado para mi primer hijo.
—¿Casado.
—Ya no.
—La convivencia es difícil —comenté por decir algo.
—Bueno… Es útil.
Esta mañana me recordó que a partir de ahí todo había sucedido como en un arrebato. Ninguno de los dos preguntamos qué íbamos a hacer a continuación ni hacia adónde nos dirigíamos; subimos a mi coche y, de pronto, de nuevo en la Castellana, le pedí por lo visto que me indicara el camino y tomamos la calle Bárbara de Braganza hasta llegar a Barquillo, o sea, a su casa. El viejo portal posee unas cristaleras bellísimas con dibujos art nouveau y unas escaleras renqueantes, aunque espaciosas, en las que era fácil dar un traspié en el estado de embriaguez en el que yo me hallaba. Por contraste, su piso es moderno, amplio el salón y con escaso mobiliario, apenas unos divanes negros de diseño y unas mesas de metacrilato. Está la central y luego algunas con distintas funciones: el televisor y el vídeo en una; en otra, una escultura negra que pudiera ser de Chillida, aunque los modernos escultores españoles casi todos se parecen, y una tercera que sostiene una lámpara y sobre la que se encuentran distintos portarretratos con fotografías familiares. Hoy me reconoció que tengo una memoria muy detallista y no se guardó de decir que por eso, precisamente por eso, le resultaba menos comprensible mi desmemoria interesada.
—¿Es ella? —pregunté tomando entre las manos una de aquellas fotografías en las que aparecía él junto a una muchacha rubia, escasamente atractiva pero elegante, y con un fondo que bien pudiera ser parisino.
—Es Sylvie —me aclaró—; fue unos meses antes de nuestra boda.
Parecía triste al volver a mirar la foto antes de colocarla de nuevo en la mesa. Me ofreció una copa, como quien no sabe qué decir, esperaba que fuera mía la iniciativa. Me tendí en el sofá mientras él llegaba con el whisky y debí dormirme por unos instantes, porque lo que recuerdo luego fue una luz tenue y Daniel con sus labios en mi cuello, quizá suponiéndome estremecida cuando, si soy sincera, debo admitir que me producía repelús.
—Estoy borracha —dije, tratando de disculparme, quizá queriendo rehuir lo que ya parecía inevitable.
—Te llamó zorra —recordaba, ofendido, las palabras de Elio. Intentaba atraerme con su solidaridad. Tal vez pensaba que Elio era algo más que un viejo compañero casualmente encontrado aquella noche.
—¿Me llamó zorra? —pregunté entre risas—. Ojalá tuviera valor para serlo.
—Has vivido mucho —comentó. Alcanzaba con sus dedos mis pechos, igual que si al tocarlos empezara a descifrársele mi vida.
—Lo justo —dije—, lo justo para conocer la soledad.
—Hay que deshacerse de ella, impide vivir.
—Ah… ¿Sí… ?
Hablaba con tal gravedad que yo empecé a reírme. Tuve la sensación de que eran otros los que estaban hablando por nosotros, como si el televisor estuviera encendido y vinieran de él nuestras propias voces engoladas.
Estaba ensimismado y quién sabe si sorprendido con lo que le decía o con el trayecto de mis manos por su cuerpo. Pero yo no tenía intención de avanzar más.
—¿Estás sola? .
—Sí, estoy sola.
—Y quieres seguir estando sola, claro.
—No, no está claro, estoy harta de estar sola, pero es estúpido seguir hablando de esto. —Me enfadaba—. Algunas situaciones como la de esta noche sólo sirven para que te sientas aún más sola y quizá más cómodamente —remarqué la palabra— sola.
—Yo quiero ser tu amigo, Begoña.
Lo dijo con una emoción que ahora me parece ridícula al recordarla y que revelaba su complicidad de solitario, no otra cosa.
—Gracias —le respondí.
En la respuesta desganada debió advertir que el problema no se solucionaba con la ampliación del número de amigos. Se echó hacia atrás en la cama porque, aunque quiero prescindir de detalles, ya estábamos en la cama, y dijo, tratando de complacerme:
—¿Dormimos? Debo reconocer que no tenía fuerzas ni para resistirme. Preferí dormir a salir a aquellas horas hacia mi casa y por eso mismo hice un gesto de resignación. Nos situamos distantes en la cama, pero antes de lograr el sueño noté su mano áspera rondando por mis muslos y finalmente asida a la mía.
Cuando, avanzada la mañana, desperté y reconocí el escenario de lo que podía haberme parecido un sueño, me di prisa en vestirme, aprovechando que Daniel dormía profundamente. No dejar rastro, ése era mi propósito. Pero él, desvelándose, me besó.
—No lo vuelvas a hacer —lo reprendí como a un niño.
Me repugnó el fétido olor de su aliento, tenía la impresión de haber sido infiel a alguien, tal vez a mí misma.
—¿Te despiertas siempre de mal humor?
Me molestó que se interesara por mis estados de ánimo, que tratara de implicarse en mi intimidad.
—Me levanto molesta por las mañanas, sí.
—Perdona, anoche…
Lo interrumpí rotunda:
—No vuelvas a hablar de anoche. Olvídame.
—No —dijo—, no. —Buscó una tarjeta y me la dio.
—Yo no suelo llevar tarjetas cuando salgo de paseo —me disculpé—. Por las noches soy otra y, borracha, qué voy a decirte, todavía más, otra distinta.
—¿Cuántas eres? —preguntó más que con humor con una repugnante inclinación filosófica.
—¿Yo? Muchísimas, hijo mío, muchísimas.
—Dame el teléfono de cualquiera de ellas —sonrió.
Él, siempre preparado, tenía un bolígrafo y un bloc de notas en la mano.
Luego me preguntó, como quien de pronto lo entiende todo:
—¿Te gustan los viejos, Begoña?
—¿Quieres confesarme ahora o sencillamente explicarte a ti mismo por qué no me gustas?
Sonrió con una mueca de dolor y abrió las ventanas.
Esta mañana, por teléfono, antes de despedirnos, Daniel volvió a asombrarse con la precisión de mi memoria y la elogió muy cumplidamente.
—Gracias, querido. Me pasa siempre después de las resacas.
27 de diciembre de 1986
EN LA REUNIÓN DE HOY me ha podido más el cansancio y la preocupación por mi insomnio de anoche que la repugnancia que míster Rhon me procura. El teléfono consiguió inquietarme. Sonó intermitentemente durante toda la noche. En las primeras horas nadie respondía al otro lado de la línea y colgaban rápidamente; después seguían sin responder, pero no colgaban, y se oía una acelerada respiración de fondo. Esperaban a oír mi súplica de que me dejaran dormir, mi insistente pregunta sobre qué perseguían con esta perturbación. Siguió sonando el teléfono durante toda la madrugada y hacia las tres lo descolgué con la pretensión de dormir. No pude conseguirlo. Creo que pasaban ya de las cuatro cuando lo colgué nuevamente y volvió a sonar. Esta vez, una voz desfigurada, bronca, me preguntaba al otro lado de la línea si de verdad estaba sola, si no me hallaba con otro. Decidí que se trataba de un loco y que tal vez conviniera tranquilizarlo diciéndole, por ejemplo, que estaba sola. Lo tomó en cambio como una sugerencia: «Quiero estar contigo», me dijo. Y me atrajo la idea, pero me dio miedo invitarlo. Cuando volvió a llamar pensé que sería mejor cambiar de táctica y le insinué que estaba acompañada. «De un hombre mayor», dijo. No contesté nada y me exigió que respondiera si yacía con un hombre mayor. «Da lo mismo —contesté—, estoy acompañada». «Zorra, eres una zorra». La exclamación me recordó el encuentro con Elio. Podría tratarse del propio Elio, borracho. Pero Elio no tiene mi teléfono, recordé. Seguramente era Daniel. Me había llamado otra vez por la mañana y le pedí que no volviera a molestarme. Ayer llamó insistentemente a la oficina y su nombre se repetía en la lista de llamadas. Cuando el teléfono volvió a sonar, casi al amanecer, dije: «Eres Daniel». «Zorra, eres una zorra, zorra», repitió nervioso. En el temblor deseoso que acompañaba a la palabra reconocí a Daniel. «No es una buena forma de proceder», lo reconvine con desgana, y siguió temblando la palabra zorra en el auricular, como si se encargara de ello una computadora.
A míster Rhon le brillaba esta mañana la calva porque se posaba en ella el insolente sol invernal que traspasa los cristales obsesivos del edificio central de la Compañía. Me vio las ojeras, que no conseguí disimular con el maquillaje apresurado, y dirigió su mirada hacia la otra punta de la mesa de reuniones, donde estaba yo, para bromear:
—Estas fiestas hacen mella en todos nosotros. ¿No es así, señora Martínez?
Mamá no soporta que en la Compañía me llamen señora Martínez y mi secretaria ha debido acostumbrarse a mencionarme según quién me llame. Si es mamá, como la señora Martínez de Niro, no hurtándome la segunda parte de mí apellido, porque esa omisión constituye para mi madre un ultraje ante el que no encuentra perdón. «La señora Martínez… Parece que hablan de una oficinista de cuarta», se molesta mamá. Menos mal que ha entendido ya los motivos por los que en una Compañía de Seguros, y menos si es extranjera, no se tiene en cuenta si una es o no señorita en relación con su estado civil y por esta razón no insiste mi madre en preguntar por la señorita Martínez de Niro. Y hasta se ha acostumbrado a prescindir de su propio apellido cuando me llama. Antes solía decir, con retintín, completando mi identidad: «Y Unzueta».
Míster Rhon no es especialmente delicado en sus observaciones y sus ironías nacen siempre de los descuidos, los defectos o las coyunturales situaciones negativas de los demás. Así que se fijó en mis ojeras y añadió en su torpe español, algo a lo que ya me tiene acostumbrada:
—De todos modos, la señora Martínez se mantiene soltera por propia voluntad y no vamos a culpar a los desperfectos de la Navidad del inteligente celibato de la señora Martínez.
—Grosero —murmuré.
López Mariño dio con su pierna en la mía por debajo de la mesa, con temor a que Rhon pudiera oírme.
—¿Decía algo, señora Martínez… ?
—Nada, míster Rhon —subrayé el desagrado arrastrando las palabras—. Nada que sea mínimamente más interesante que sus comentarios.
Recogió la ironía y trató de entrar en duelo verbal conmigo entre las sonrisitas nerviosas del Consejo:
—Debe ser muy duro para una señora trabajar entre tanto hombre… Seguimos siendo mayoría, señora Martínez.
—Es muy duro, director, luchar entre tanto talento.
—Lo es, sin duda. —Y añadió—: Debe ser más duro acostumbrarse a las formas groseras de los varones. No entramos en tantas sutilezas como ustedes…
—No es necesario que se disculpe, míster Rhon.
—No, si no me disculpo, sabe usted que la disculpa no es uno de mis hábitos. Lo que pasa es que entiendo muy bien que una mujer, a su edad y soltera, soporte mal la prepotencia masculina, esta seguridad que emana de nosotros.
Míster Rhon quiso suavizar su discurso con la carcajada bronquítica y rasposa tras la cual se suena siempre la nariz con ostentación. Quiso impedir, quizá, que yo le siguiera contestando y López Mariño clavó su pie sobre el mío como si se empeñara en defender mis intereses. Me puse las gafas oscuras para protegerme del sol que resplandecía sobre la calva de Rhon, aureolándolo ante sus adulones como un dios orondo, y él, mostrando su cortesía y su generosidad con relamidos modales, pidió al secretario que corriera los gruesos cortinones grises que dan a la Castellana.
—Para que los ojos de la señora Martínez no resulten heridos —dijo.
—Gracias.
Empezó a hurgar a continuación en una montaña de folios con el objeto de reprocharnos las torpezas cometidas en diversas pólizas suscritas entre la Compañía y sus clientes. Hasta que se permitió interpretar mi silencio:
—La veo algo ausente, señora Martínez.
Sí, estaba ausente: primero por la repugnancia que el propio Rhon me produce y después por mi noche en vela.
Cuando lo conocí en Londres, James era apenas un agente, simplemente un agente de seguros. Yo, una recién llegada a la empresa, una universitaria a la que él auguraba un brillante porvenir con la insistencia sospechosa de la envidia. James Rhon era, además, un acomplejado, hijo de familia acomodada, que si bien pasó por Oxford no estuvo allí mucho tiempo ni a juzgar por su ignorancia aprovechó en modo alguno el poco tiempo que estuvo. Rhon tenía entonces quince años más que yo, o sea, cuarenta, y ya estaba casado. «Felizmente casado», fue su explicación innecesaria. Ni esta circunstancia le impidió cortejarme ni fue para mí, sola en Londres como estaba, un inconveniente para dejarme cortejar. Su gusto y el mío por la ópera nos vinculó más de lo que quizá fuera preciso, tal vez porque en él era imposible hallar cualquier otro atisbo de sensibilidad más allá de este gusto por el arte lírico. Para mí, bastaba. Pero él, delgado entonces y con la calva todavía incipiente, con esa palidez británica que carece de brillo y muestra una piel blanca y áspera a la vez, una piel sin vida, unos ojos azules anodinos y adolescentes, a pesar de sus cuarenta años, no tenía para mí el menor atractivo físico. Yo, al atardecer, vagaba solitaria por un penumbroso paseo de Chelsea donde las prostitutas no excesivamente profesionales, obligadas a la discreción, amén de por su propia sosería anglosajona por la hipócrita legislación vigente, paseaban sus cuerpos mal vestidos ante la mirada enardecida de camioneros de Brighton, operadores de Liverpool o escuálidos paquistaníes que movían más a la compasión que al sexo. Vagaba por aquel paseo central, cercano a una residencia de estudiantes filipinos, y con un callado estremecimiento observaba los tratos, el lento acercamiento de los cuerpos, y cómo se retiraban luego a un estrecho callejón oscuro donde se oía un susurro temeroso. Revivo el estremecimiento que me producía la situación y recuerdo que sólo una vez accedí a hablar con un inglés gordito que se llamaba Tony, cocinero de oficio. Reconocía tener sesenta años, pero aparentaba más. Puso las manos en mis pechos. Después tomó mi mano —seguíamos sentados en un banco del paseo sin que pudiera verse a otros transeúntes que los que estaban a lo mismo— y la llevó por donde yo no quería. Pero tampoco supe resistirme. Luego quiso seguir y, de pronto, me sentí vista en la oficina, acusada por la mirada escrutadora de mis compañeros desde sus buenas costumbres, y bastó esa ráfaga interpuesta de mi realidad para salir corriendo.
La culpa me rondó varios días y a punto estuve de rastrear en la poca fe que me quedaba, en los resquicios de mi agobiante religiosidad de adolescente, para acercarme a la iglesia del Carmen, cerca de mi casa, en Kensington, y buscar allí a un fraile que me escuchara. Tal vez debí haberlo hecho así y de ese modo no hubiera incurrido en otra confesión peor, cuyas consecuencias sigo sufriendo de un modo u otro: contar mi debilidad a Rhon y escuchar de sus labios una resentida sentencia: «Tú eres una viciosa con verdadera vocación y ese vicio será el final de tu carrera». Su presagio, además, justificaba su fracaso: yo no era capaz de enamorarme de él porque, a su juicio, las viciosas son incapaces de enamorarse de nadie. Pero esta conclusión no excluía, naturalmente, que Rhon desistiera de lo que no había conseguido, acostarse conmigo, y por el contrario, ahora sí que no encontraba razón alguna para mi empecinamiento. Es más: ya tenía claro que él no me gustaba, pero, más que nada, buscó justificación, porque me gustaban los hombres de otra edad. Con la escasa calidad de su verbo y la todavía más escasa de sus sentimientos me hizo saber que su discreción tenía un precio y me preguntó por qué habría de hacerme el favor de callar cuando yo era incapaz de hacerle otro favor infinitamente menos costoso a su parecer.
Identifiqué al miedo como jamás lo había hecho. Viví con el miedo desde mis doce años, tal vez antes, pero ahora el miedo tenía una cara de persona concreta: la amenaza del miedo se llamaba James Rhon.
El tiempo ha modificado el miedo y mi repugnancia a ese ser que lo representa. Creo que ahora el miedo es suyo, su inseguridad profesional le hace temerme, pero su miedo tiene un límite: el mío. Él sabe que sigo obsesionada con mi sombra, con la otra. No con la señora Martínez, resoluta y firme, que se sienta en su Consejo.
No obstante todo eso, estos años han cambiado a Rhon lo suficiente como para que haya llegado a gustarme a veces. Cuando vino a Madrid para hacerse cargo de nuestra oficina, lo primero que hizo fue llamarme a su despacho y, jugueteando con un portarretrato que tenía siempre sobre su mesa y que contenía devotamente la foto de la mismísima reina de Inglaterra, empezó a evocar con memoria minuciosa nuestras experiencias eróticas de Londres en las que, él lo sabía muy bien, participé forzada. Su sinceridad no lo eximía de cinismo.
—Aprendí a apreciar entonces el gusto que la resistencia ofrece al sexo —me dijo.
—Yo, en cambio, he conocido después la libertad de poder elegir —le contesté.
Intentó que yo le agradeciera el silencio cómplice con el que le parecía haberme comprado y yo le dejé que siguiera creyendo que su silencio era importante para mí. Sin embargo, el miedo de mis veinticinco años no tenía sentido ahora, yo conocía mi fuerza real y mi prestigio en la Compañía, y Rhon, que era consciente de eso, se sentía vigilado por mí.
—Tendré que consultarte algunas cosas —se adelantó en su inseguridad y le sonreí segura. Ahora la amenaza era el escudo en el que quería fortalecerse porque no ignoraba que iba a necesitar de mis auxilios profesionales. Me dio lástima y a la vez se despertó en mí una repentina curiosidad sexual. Rhon estaba viejo y gordo y físicamente me gustaba.
—Me he divorciado, ¿sabes?
Me lo anunció porque había advertido en mí un reclamo cariñoso y tuve la fugaz idea de que tal vez con Rhon pudiera unir sexo y amor por una vez. Era zafio pero la edad me había hecho entender que rara vez en un hombre coincide todo lo que de los hombres esperamos o nos gusta. Así que me sentó en la mesa de su despacho y se aseguró de que la puerta estaba cerrada por dentro.
Aquel ambiente de oficina, la situación de secretaria conquistada, su propia formalidad, consumía mi impulso erótico y estimulaba la risa.
—¿Llevas ligas? —me preguntó ansioso desde el recuerdo fetichista de los días de Londres. Le respondí que sí riéndome y luego le indiqué que aquél no era mi lugar.
—Sigues como siempre —aunque lo dijo con ternura se quejaba. Tal vez recordó un atardecer en Hyde Park, juntos, con miedo en la espesura de unos jardines. O bien otro, en la vecindad de Oxford, en el coche.
—En el coche —le dije.
Seguro que reconoció en mí a la muchacha de la libido en la sonrisa, como decía entonces. «Ostentas en los labios la libido sin ningún pudor».
Yo estaba deseosa. Me habló por primera vez del inaguantable tráfico de Madrid y me preguntó adónde nos dirigíamos, «tu casa está cerca». La iluminación de las fiestas —también era por Navidad, antes o después de Navidad— me hería los ojos como esta mañana el sol sobre su calva. Los coches llenos de regalos avanzaban lentamente por Génova, Sagasta, la larga calle que cambia tantas veces de nombre, Alberto Aguilera, Marqués de Urquijo…
Hasta que pareció darse cuenta de que no estábamos por casualidad en la Casa de Campo, y no sé a ciencia cierta si sabía que estábamos en la Casa de Campo, pero de todos modos se llenó del miedo que el inglés tiene al delito del sexo al aire libre. Había otros coches y en su interior se movían los cuerpos en la sombra. Rhon dijo que imposible, dijo que le podía el miedo. No lo consiguió. Se justificó primero, con una humildad que lo convertía en un desconocido, porque estando con Margaret, su amante más reciente, en un descampado a las afueras de Lincoln, habían sido asaltados por unos salvajes. Todavía estaba bajo los efectos de aquella impresión. Pero, después, de súbito, se llenó de coraje y de desprecio y me llamó depravada.
—No soy yo quien te gusta sino esta situación morbosa.
Esta mañana, después de la reunión, Rhon había acudido a mi departamento. Como siempre que viene, no se sabe cuál es exactamente la misión que lo trae. Cuando me requiere por razones estrictamente profesionales me hace ir a su despacho y a ser posible me entretiene un rato en su antesala antes de que consiga hablar con él. Esta mañana yo podía haber pensado que venía a disculparse por su reiterado mal comportamiento conmigo, pero lo conozco lo suficiente como para no esperar de él, no ya una explícita disculpa, sino ni siquiera un gesto amable de compensación. Suele entrar y sentarse y comentar lo mismo lo desagradable que está el tráfico de Madrid que preguntarme cómo suelo yo solucionar un determinado problema doméstico. Ya hace tiempo que han dejado de tener en su casa problemas con la lavadora y las últimas veces apenas me pregunta, aunque olvidándose de que lo ha hecho en otras ocasiones, sobre las posibles consecuencias del microondas en la salud de los consumidores, porque Rhon se niega a reconocer las enormes ventajas del microondas. Su abanico de conversaciones no es especialmente variado, como no lo es el de sus preocupaciones esenciales, y tal vez estime que nada hay más adecuado en la conversación con una mujer que los asuntos de electrodomésticos. Al fin y al cabo debe considerarme una experta en tecnología del hogar y gracias a esta consideración no se habla de las distintas marcas de leche y de sus precios o de nuestro gusto común por los cogollos de Navarra.
He llegado a pensar que estas visitas de Rhon tienen la intención secreta de impedirme olvidar que entre él y yo existe algo más que una relación de trabajo. Por eso entra y se sienta, pero permanece sentado enfrente de mí por muy pocos instantes; después se levanta y sigue hablando, situándose detrás de mí con sus manos cariñosamente apoyadas en mis hombros. Algunas veces me las pasa por el cuello y, a continuación, abandonando este leve acercamiento afectivo, empieza a revisar todos los papeles que se extienden sobre mi mesa, ya sean personales o de trabajo, como si se sintiera investido de autoridad para hacerlo, con un especial derecho sobre mí que excede el marco laboral. Naturalmente debo pensar que la única autoridad que puede asistirlo para tamaño modo de proceder es su seguridad de la posesión de un secreto. Rhon da a entender siempre que las cosas no han cambiado en esto y reconozco que lo hace con cierta habilidad. Lo hace expresando su preocupación por mi vida, el temor con que cada día se asoma a la crónica de sucesos por si ha saltado el escándalo, el miedo que siente cada mañana antes de verme en la reunión y comprobar que estoy viva. Teme que la noche anterior, en cualquiera de esos lugares donde el vicio se expende, yo haya sido víctima de cualquier agresión. Qué risa.
—Tú estás equivocado, no has entendido nada.
—Ten cuidado, pequeña —dice varías veces expurgando los dossieres.
Esta mañana vio el gran ramo de orquídeas sobre la mesa y, como si nunca hubiera visto flores en mi despacho, dijo:
—Son flores.
—No es una rareza. Siempre compro flores —sonreí—, es muy femenino.
—Claro, claro —la picardía le alumbró los ojos.
Ya sabía yo que le parecería muy femenino.
—Pero éstas son orquídeas —aclaró lo obvio insinuando la sospecha, como un amante que fiscaliza a la amada y al que los celos le hacen hurgar entre las flores para encontrar en seguida una tarjeta que identifique al remitente. La secretaria había dejado esta mañana la tarjeta entre las flores.
—Son de un cliente —comenté al tiempo que él leía en voz alta y lentamente:
—Daniel Salazar Rodríguez-Vicuña, arquitecto.
Y después cambió de gafas ante mi mirada perpleja para leer con las de cerca el texto autógrafo que Daniel había enviado con las flores: «Nunca como ahora he deseado tanto ser un viejo».
—Qué cliente tan extraño —comentó—. Otra víctima, ¿no? Otra víctima como aquel pobre James Rhon, de cuarenta años, que se enamoró en Londres de una princesa y resultó ser una sórdida buscona.
—Éste es un chico limpio —respondí adecuadamente a su resentimiento.
—¿Limpio?
—Sí, un hombre que se baña con frecuencia y no deja en el paladar de sus chicas el rancio sabor de la mugre que los ingleses cultiváis con tanto agrado.
No se ofendió. Dijo no sé qué de las mujeres, la limpieza y los maricas, y después se despidió recomendándome cuidado.
—Tú no estás libre, Begoña —advirtió.
Confundía a veces los verbos ser y estar, pero en este caso daba lo mismo: Rhon quería decir que yo ni era ni estaba libre.
Sonó el teléfono antes de que él abandonara el despacho:
—¿El señor Salazar? Pásemelo, por favor. —Y hablé con él—. Tengo mis ocupaciones, sí, también otras personas. No soy una persona libre, no… —hice un guiño a Rhon. Respondía a las llamadas de Daniel después del envío de las flores. Estaba obligada a agradecérselas—. Sí, estoy muy cansada, no he podido dormir en toda la noche. —No quise decirle que por su culpa, pero no debió importarle que lo reconociera como el perturbador obstinado del teléfono: dijo que él tampoco había dormido—. Esta noche no puedo, esta noche quiero dormir, sí, quizá otro día.
Me contó que no ha podido dormir desde la noche de Navidad. Le aconsejé que olvidara esa noche.
—No me porté bien contigo; si nos volvemos a ver puede ser de otra forma —insistió.
—No me interesa que sea de ninguna forma.
—Estoy muy solo, Begoña —quiso inspirar piedad, me molesta la indignidad impúdica de los hombres.
—Lo siento.
—Pensé que esta llamada…
—Pretendía darte las gracias por tus flores. Además —recapacité—, no es que te haya llamado yo, he respondido por fin a tu llamada.
—Te mandaré flores cada día.
—Por favor, no me amenaces con esas delicadezas. Estás loco. Ahora me arrepiento de haberte dado mi número de teléfono, Daniel.
—¿Cuándo podremos vernos?
—Nunca, nunca volveremos a vernos.
Y colgué.
Rhon se había despedido, pero decidió atender a la conversación sin el menor disimulo.
—Se trata de un loco, ¿no?
También parecía tener derecho a oír mis conversaciones.
—No te explicaré nada —le dije.
—Sabes, pequeña, que soy tu protector.
Quiso explicarme que si fallaba su silencio estaba perdida, pero yo no me encontraba hoy para bromas, me hallaba demasiado aturdida como para dejar que el miedo me obligara a seguir aguantándolo, como para que no me parecieran ridículas las resonancias de pretendido mafioso amenazante que había en sus palabras.
—Todos tenemos silencios que vender, querido —repuse retomando mis papeles y poniéndolos crispadamente en orden.
—Yo observo una vida impecable —se defendió cínico.
Él sabía muy bien que mi posible amenaza no tenía nada que ver con su vida privada. Sabía que si era director general se debía a su condición de inglés y que el hecho de ser yo española, a pesar de mis méritos profesionales, hubiera impedido en cualquier caso que ocupara su puesto en esta Compañía británica. Rhon, además, carecía de escrúpulos morales para realizar maniobras y negocios que pueden hacer de un mediocre agente de seguros un torpe director general.
—La estúpida experiencia frustrada de una noche juvenil, querido, no puede marcar la existencia de una mujer. Por eso tu predicción no se ha cumplido después de doce años, ¿comprendes? El vicio no ha acabado con mi carrera, estúpido Rhon.
—Cada día estás más loca, pequeña.
Intentó abrazarme y caí sobre su barriga riéndome.
Esta tarde le he dejado a Rhon una nota en su despacho. Lo citaba para las ocho y treinta en un punto concreto de la Casa de Campo. No se si se habrá recuperado del susto y ha olvidado ya la paliza que le propinaron los salvajes inglesitos que violaron a su Margaret.
28 de diciembre de 1986
—¿CÓMO ERA SU PADRE? —me preguntó esta mañana el psicoanalista.
Han transcurrido ahora veintidós años desde aquel verano de La Granja. Tan pronto terminábamos nuestros exámenes, mis padres nos dejaban allí con una tata y una semana después emprendían viaje a Mallorca o disfrutaban de un crucero.
—Le estoy preguntando que cómo era su padre, señora Martínez.
—Un ser distante y ajeno —contesté—, asociado a mi madre en el matrimonio sólo funcionalmente; un hombre severo, autoritario, resistente a cualquier emoción.
—¿Nunca hablaba con su padre?
—Mi padre se encerraba en su despacho y se dedicaba a la cartografía cuando estaba en casa. A veces hacía largos viajes sin que se supiera exactamente para qué. Durante las cenas permanecía embebido, sin hablar con nadie, casi sin mirarnos. Sólo intervenía para imponer la disciplina a requerimientos de mi madre.
—Y usted lo admiraba, ¿no? —se interesó el psicoanalista alterando su modo distante de preguntar.
—Creo que sí —respondí.
Yo admiraba a mi padre. Papá me parecía un hombre inteligente, con un lenguaje muy preciso, capaz de hacerse un mundo y bastarse en él. Me intrigaba el mundo silencioso de mi padre. Era un hombre alto, con el pelo levemente cano y el rostro anguloso. El hoyito de su barba le otorgaba al conjunto de la cara una gracia que rompía su tendencia a la expresión hosca y adusta. Me parecía hermoso.
—Un día irrumpí en el baño como una loca, me hacía pis. Papá había dejado la puerta abierta por descuido y lo encontré desnudo, dispuesto para el baño. Sentí miedo de aquel descubrimiento y me quedé parada contemplándolo, sin poder moverme, sin saber qué hacer. A él tampoco se le ocurrió cubrirse con una toalla y me recriminó violentamente la irrupción. Después de aquel encuentro, cada vez que me enfrentaba a mi padre, y durante mucho tiempo, me ponía roja, sentía igual vergüenza que si hubiéramos incurrido en un incesto; veía tras la ropa sus brazos musculosos, el vello cubriéndole el pecho y las ingles, su pequeña barriga…
—¿Recordaba mucho eso?
Me perturbó la pregunta del psicoanalista. Me inquietaba imaginarlo con mamá en la cama, ignoraba cómo podía resistirlo mamá. Les pregunté a mis hermanas si lo de todos los hombres era de las mismas dimensiones de lo de papá. Ellas no sabían nada de eso, pero en lugar de preguntarse por qué lo sabía yo, me llamaron asquerosa con escándalo y se lo contaron a mi madre. Mi madre me puso director espiritual, preocupada por mis pecados de pensamiento —«A esta niña tan rara qué cosas le pasan por la cabeza,, y el director espiritual me preguntó detalles de aquel descubrimiento a través de la pequeña ventanilla del confesonario por la cual me llegaba un olor ácido que parecía escapar del vientre del confesor. Estaba muy interesado el padre Maqueda por saber dónde y cómo había visto yo eso y, después de contárselo, me pidió precisiones sobre el miembro de mi progenitor. La verdad es que yo sentía ganas de contárselo a alguien, y como si de ese modo me liberara de un secreto que sólo papá y yo compartíamos, le dije que era oscura. «¿Las partes de los hombres son morenas?», le había preguntado a mi hermana Isabel una vez. Isabel me dio una torta y me quedé sin saber la extraña razón de aquella morenez, llegué a pensar que tomaba el sol vestido y con la bragueta abierta. El cura me dijo que eso era lo de menos y me preguntó por qué me había sorprendido tanto, si era muy grande. Ahora que lo pienso daba una impresión de vigor sexual que no parecía acorde con su edad. Mi padre me pareció siempre mucho mayor de lo que era. El cura quería precisiones, pero matizaba siempre mis palabras, unas, veces para romper con los eufemismos que yo debía usar por aquel tiempo y otras para imponerme el eufemismo. «¿Cómo era de grande?», me preguntó, y yo, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, dije que cuarenta centímetros. Todavía estoy oyendo su sonora carcajada.
—Lo suyo es de manual —dijo con nula originalidad el doctor Triana.
29 de diciembre de 1986
DANIEL ESTABA SENTADO en la escalera cuando llegué esta tarde a casa. No dije ni buenas tardes, quizá lo saludara con un gesto en el que se mezclaban las expresiones de sorpresa y de resignación. Abrí la puerta y me siguió sin que yo me hubiera molestado siquiera en invitarlo a pasar. Le ofrecí una copa y aceptó, sin sentarse, a pesar de mi reiterada invitación a que lo hiciera, y me siguió por la casa, con una distraída mirada por los objetos y los muebles, por las fotos, mientras yo abandonaba el abrigo y el bolso en mi habitación y disponía las copas en la cocina.
Era inútil preguntarle a qué había venido, por qué lo había hecho, y él, de un modo que parecía involuntario, inevitable, me preguntó de dónde venía yo.
Yo venía del Retiro. Al salir del psicoanalista me dirigí al parque. El bullicio de la Navidad penetra allí, los niños llevan matasuegras y hacen sonar pitos y hay una algarabía de gente que pasea con paquetes, como si El Retiro perdiera por este tiempo su sosiego. El árbol de Navidad con sus bolas de colores vivísimos agrede la dulzura de aquel paisaje íntimo. No parece que la gente vaya al parque a pasear serenamente, sino que lo cruce camino de alguna parte, como si fuera una calle de paso. Allí estoy segura de no encontrarme con ningún ejecutivo y veo caer la tarde de invierno, enfundada en mi abrigo de piel y agradeciendo el frío en la cara como una caricia de la vida. Un parque es siempre un buen remanso para el solitario y un solitario espera a veces un encuentro y otras lo rehúye y, en cualquier caso, el parque le resulta un hospicio, un lugar desde el que oye las sirenas de las ambulancias o de la policía, las músicas inesperadas o las voces lejanas de la ciudad. Y te refugias allí, en aquella isla, como en una imprecisa defensa. A nadie le extraña que pierdas la mirada en el aire, que te detengas ante el lago y observes la rutinaria circulación de los pájaros, de la miga al nido, o hables con un chucho sin dueño que parece escucharte. O con un chucho con dueño. O con el dueño del chucho…
Venía del Retiro, pero no se lo conté.
—Los hombres siempre pedís cuentas de todo.
No tenía ganas de hablar con Daniel ni con nadie y, sin embargo, creo que le agradecí que estuviera allí, agazapado en la escalera, sin importarle el tiempo que yo pudiera tardar en llegar a mi casa.
—Los hombres sois irreductibles —le dije.
La verdad es que lo son: confunden con frecuencia el amor con el orgullo.
—Rechaza a un hombre —hablé— y sufrirás la persecución del rechazado.
—¿Por qué no te quitas la máscara, Begoña, por qué te empeñas siempre en tu soledad y en aparentar ser la fuerte?
Me obligó a sonreír, a sujetarme la máscara.
—Si sigues preguntándome corres el riesgo de que termine interesándote adónde iré el treinta y uno, qué festín me preparo. Es, sin duda, el problema de hoy para la mayoría de la gente.
Me quité los zapatos, me saqué las medias y me tendí a lo largo del sofá perezosamente. Daniel se sentó en un borde y empezó a acariciarme los pies tocando con precisión los músculos de un modo muy relajante, incrustando sus dedos robustos en los huesecillos con una delicadeza de orfebre.
—¿Quieres estar a solas, verdad?
Le dije que sí, qué iba a decirle. ¿Le iba a contar acaso que esta tarde ni siquiera podía huir de mí misma?
—¿Por qué te empeñas en entrar en mi intimidad? No tiene interés, Daniel.
Una extraña mueca sustituyó a la respuesta, seguramente porque las declaraciones de amor, a fuerza de contar siempre con las mismas palabras, los mismos argumentos, resultan poco convincentes.
—Estás solo, chaval, estás muy solo, y las carencias afectivas nos tienden algunas trampas. Ten cuidado.
—No tengo miedo, Begoña, yo no tengo miedo.
—Yo, sí.
Y pensé que yo también era esta que ahora se dejaba acariciar con gusto los pies por Daniel y la misma que a veces se levanta por la mañana y canta para reducir el silencio que se ha posado en estas habitaciones afirmando las ausencias. También soy una burguesa que gusta de serlo y que añora la compañía de un hombre, la necesidad de un hijo.
—¿Has tenido novio alguna vez?
—sí, qué más da, ¿quieres que empecemos a revisar el álbum de los recuerdos, a recontar nuestros fracasos?
Me vino a la memoria la facultad y Manolo Bahón. Manolo llegó a creer que estaba obsesionada con el sexo por mis reiteradísimos deseos de que su ternura y su cuerpo me gustaran lo mismo. La mañana en la que me despedí de Manolo insistió en preguntarme cuál era el motivo que me impedía enamorarme de él si de verdad lo quería. «No te preocupes que no han sido las largas sesiones de Lluís Llach», bromeé. Rió, reímos, pero volvió a preguntarme desesperado, sin comprender por qué razón quería dejarlo. Fui sincera: «Tu cuerpo —le dije—, tu cuerpo». Su cuerpo era objetivamente hermoso, estilizado, y por ello con mayor apariencia de altura de la que realmente poseía y por las partes erógenas la grotesca blandura del sexo fofo poseía una extraña armonía. Tampoco recuerdo una espalda y un culo de hombre tan rotundos en sus formas y al tiempo, viéndolo andar desde atrás, como si lo moviera el aire. Su sonrisa, tímida y seductora, y sus modos, en las caricias, conciliadores de la ternura y el impulso sexual. No pudo entenderlo, creyó que quería humillarlo. «Te comías el cuerpo como una hambrienta». Empleó la zafiedad para ofenderme, en él era inusual. Se sentía humillado. No le faltaba razón: yo, sin embargo, me había esforzado por complacerlo y por hallar satisfacción en él sin resultado positivo. «No me has querido nunca, hipócrita», se alteraba. No lo entendía: quererlo sí lo había querido, pero nunca pude gozar de él. «¿El cuerpo, el cuerpo… ? —No se lo explicaba—. Gemías de placer con este cuerpo». Se miró de arriba abajo como si alguna desconfianza se hubiera apoderado de él súbitamente. Me fui, dejando que me insultara y presintiendo su llanto.
Esta inútil sensación de vacío me persigue. Manolo era un estudiante brillante, tibio en política como yo, que ha acabado siendo catedrático de Estructura Económica. Muchas veces pienso que de haberme casado con él, alargando aquella representación, me hubiera evitado estos vacíos, este cansado andar a no se sabe dónde. Pero como si le hubiera contado a Daniel mi silencioso recuerdo de Manolo, le aclaré que también soy la del álbum de fotos, la primorosa niña de primera comunión, la señorita de blanco presentada en sociedad, mona, muy mona. Soy la chica de la orla: «Goñi es una excelente estudiante». Los libros distrajeron mucho a la otra.
—Tengo miedo a la otra.
—¿La otra?
Lo desconcerté y me reí. Daniel se negó a admitir que no había entendido qué es lo que de verdad le había querido decir, hizo como que lo había entendido, pero sí se dio cuenta de que yo hablaba en serio.
—La otra ha podido más, es más cruel, como la vida. A veces me canso de la otra.
—¿Nunca has pensado en cambiar de vida? —me preguntó.
—¿Cómo?
—Sí, ¿ese mundo convencional y rutinario de la oficina no te aburre?
—¿Has venido a ayudarme a reflexionar sobre mi vida, quieres hacer un balance de fin de año?
Me levanté para renovar la copa y pensé en la gente con la que trabajo. Una especie de seres mecánicos: uniformados hasta en los gestos, embutidos en sus trajes grises y meticulosos en los formalismos que su trabajo requiere. Un jefe de departamento lo lleva escrito en la cara, yo misma con mis distintos trajes de falda y chaqueta, uniformada por el destino; ellos, repetidos en sus gestos, en la propia manera de alzar el cuello, de ajustarse el nudo de la corbata, de acomodarse la chaqueta o de situar el pantalón en la cintura, con ligeros ajustes de la entrepierna, reconocidísimos gestos masculinos… La fiesta los convoca a todos a una forzada solidaridad. Estos seres mecánicos esbozan por Navidad una sonrisa ritual y placentera que los saca obligadamente del corsé de vendedores de seguros, acomodados, felices en su rutina o reprimidos. «Buen año, señora Martínez». Otro día no se hubieran atrevido a hablarme. Esta tarde me invitaban a Embassy, estaban eufóricos. Decliné la invitación y quise ir andando hasta casa. ¡Pobres hombres! Muchos de éstos tienen todavía sueños eróticos que el placer conyugal no les propicia y orgasmos en el sueño.
Cuando volví al salón me senté en un sillón individual con mayor formalidad que antes, enfrente de Daniel, como si estuviera en casa de mamá, como si con esta nueva forma de estar quisiera establecer una distancia mayor entre Daniel y yo, acabar con esa retórica de la indagación en nuestras vidas que no es, al fin y al cabo, sino la repetición de un aburrido desnudamiento de las conciencias cansadas que luchan contra su destino.
Como si me hubiera oído preguntó:
—¿Estás descontenta con tu destino?
—Oh… Qué trascendencia —repuse.
Pensé que no tenía ninguna necesidad de confesarme y sólo tuve en cuenta que el conocimiento de la otra bastaría para que Daniel se alejara de mi vida. Lo besé y al tiempo que mi lengua avasallaba la suya con un evidente dominio de la mía comprobaba mi contradicción sin poder hacer nada por superarlo. Me preocupaba hacerle daño, eres una egoísta, me decía. Esta tarde me sentía sola. Pero por mucho que me resista soy una convencional burguesita a la que los villancicos le resuenan en su alma domesticada y a la que las tradiciones le revisan los comportamientos. Hoy tenía ganas de calor doméstico y quise ensayar con Daniel la dulzura del lecho conyugal. Volví a echarme sobre el sofá y apoyé una de mis manos sobre un muslo suyo. Él parecía no saber qué hacer, quizá pensara en la dificultad de entenderme. Yo también. Lo invité a marcharse.
30 de diciembre de 1986
VOLVÍ ESTA TARDE AL PSICOANALISTA con la misma desconfianza con la que acudo siempre. Él preguntó y yo empecé a trabajar en mi memoria con igual desgana. Pero la verdad es que eso pasa al principio, después me voy animando con mi propio relato y ya no me importa el doctor Triana: me interesan mis recuerdos.
En aquel verano de La Granja, hace ahora veintidós años, yo me imaginaba que estaba casada con mi padre. Hablaba a solas conmigo misma y en esas conversaciones interiores hablaba con papá y me respondía él con las respuestas imaginarias que yo suponía que un amante como mi padre podía darme.
Se lo confesé a Maripi, la más íntima de mis amigas de La Granja, y se mostró aterrada. Semejante obsesión le parecía algo más grave que un pecado mortal. Me arrepentí de este ejercicio de sinceridad y me acostumbré al secreto, a la imaginaria relación clandestina con mi padre.
Maripi ignoró siempre que aquellos estados de postración en los que yo caía por las tardes se debían a la ausencia prolongada de papá, a la falta de cariño. A esas horas en que Maripi trataba de consolarme sin saber bien a qué se debía mi desolación, solía regresar a casa su padre, don Ignacio, y se oían los cariñosos requerimientos a su nena tan pronto entraba él por el jardín. La cursilería de sus arrumacos con Maripi incrementaban mi carencia, pero, sobre todo, suscitaban un rechazo por la blandenguería de las formas del padre de mi amiga que tanto contrastaban con el masculino distanciamiento de mi padre. Al contrario que papá, don Ignacio era más bien orondo. y estaba provisto de una buena barriga, comía con una glotonería que contrastaba con sus modos delicados y la calva lo hacía mayor de lo que en realidad era.
«Mi padre es muy sensible», subrayaba Maripi, y me explicaba luego que tan exagerada sensibilidad se debía a su condición de artista. «Los artistas son diferentes al resto de los hombres», argüía ingenua desde la admiración por su padre. «Los artistas la tienen pequeña», se me ocurrió importunar, y Maripi, como si hubiera oído a mis hermanas, me llamó cerda.
«¿Los artistas la tienen pequeña, papá?»
Don Ignacio se mostró extrañado por la pregunta y no pudo disimular su desconcierto. Mi padre le hubiera respondido con una agresión, con una cachetada. Maripi aclaró, como si le ofendiera la idea de que su padre tuviera carencia en sus partes:
«Begoña dice que los artistas la tienen pequeña».
«Begoña es todavía muy joven para saber de esas cosas», respondió prepotente don Ignacio.
Yo tenía quince años a la sazón, pero necesitaba sentirme mayor en mi vida imaginaria para poder estar casada con mi padre.
«Ya soy mayor», afirmé colocándome los pechos de un modo inconsciente, y don Ignacio sonrió con una insoportable suficiencia.
En esa insoportable suficiencia le descubrí una mirada pícara, como si antes no se le hubieran iluminado los ojos de aquella manera, como si por primera vez hubiera tenido en cuenta mis pechos. Mantuvo la sonrisa mucho rato, quizá por nuestra intemperante conversación sobre medidas, mientras abandonaba el salón muy despacito. Cuando Maripi corrió a darle un beso, tal vez de despedida, aunque en realidad lo besaba casi constantemente, acarició su pelo y ella quedó asida a él por un lado de su cuerpo componiendo de este modo un tierno retrato de familia.
—Y usted envidiaba ese retrato —concluyó el psicoanalista esta tarde.
31 de diciembre de 1986
HOY INICIÉ EL DÍA con la misma rutina de una jornada ordinaria de trabajo, pero advertí en Marisa, mi secretaria, un desinterés traducido en ineficacia que, por la forma de tomárselo, debía parecerle legítimo y que pronto entendí que tal vez lo fuera por imperativo de las fechas. Cada año me olvido. Pasé la última hoja del calendario y entendí el retraso de algunos expedientes que habían de llegarme de otros departamentos y sin los cuales mí trabajo se hacía irrealizable esta mañana.
Rhon acudió a desearme una buena despedida de año porque se marchaba a Inglaterra a celebrarlo y, más que por semejante delicadeza, por saber, a buen seguro, qué iba a hacer yo la noche de fin de año. Las fiestas vuelven a ser para mí un motivo de intranquilidad, me angustia la obligación de divertirme y compartir la diversión.
—Lo pasaré en casa de mi madre —improvisé la explicación y no debí ocultar un rasgo de melancolía, un sesgo de tristeza en la mirada. Rhon, en cambio, estaba alegre y describió con detalles el festejo que preparaban en la casa de campo de Christian, en el condado de Kent.
—Habrá de todo —dijo— y no descarto yo alguna sorpresa de esas que tanto te gustan —le asomó una picardía forzada a la sonrisa.
Pensé que hoy llamaría mamá para preguntar qué haré la noche del 31 y no podría decirle que mi gusto sería confundirme entre el barullo de la gentuza que abre botellas de cava barato junto a la Puerta del Sol y brindar con marineros desconocidos o con camioneros de paso que te tocan el culo en su ebriedad o se te posan en la espalda con el tumulto. ¡Pobre mamá! ¡Qué lejos está ella de estos vicios de la soledad! «¡Podrías despedir un año con tu madre!», se lamenta.
Si le digo que sí (a mí qué me importa oírla otra vez desempolvar su libro de memorias, recordar sus fastos, cumplir generosamente con la familia tanto esa noche como otra), me dirá que «pobre hija, no tienes ni siquiera amigos para estas ocasiones, éstas sí que son fiestas de la calle, lo que nos divertíamos nosotros con nuestros amigos. Mira tus hermanas, Goñi»…. Si le digo que lo pasaré con algunos amigos en Puerta de Hierro, por ejemplo, se interesará por quiénes son y he de inventarme una larga lista con nombres que hasta tengo olvidados. «Tú siempre sin pareja», me dirá, y me obligará a describirle, por supuesto, mi traje de noche. Negro, sobrio, cerrado hasta el cuello, sin mangas, una faja verde a la cintura… «¿Verde?», preguntará mamá. Sí, verde, un verde muy concreto, vivo… Y una flor. «¿Verde también?» No, la flor debe ser granate. No sé cómo quedará.
Lo cierto es que llamó mamá y la conversación se produjo tal como yo esperaba.
—Hay algo que no me cuentas, Goñi… —me sorprendió con esa novedad. Son tantas las cosas que no le cuento…
—¿Qué, mamá, qué?
—No me das ninguna alegría, hija mía.
—Tengo prisa, mamá.
—Ese chico… García de Branda… Cuántos años sin saber de él…
—No te entiendo, mamá.
—Llamó hace dos días y preguntó por ti, se conoce que le habías dicho que ibas a estar conmigo. Fino, amabilísimo, educado, un sol de chico… Estuve por preguntarle si se había casado. ¿Se ha casado, nena?
—No —mentí.
—Estará en su casa, le dije. Goñi es muy callejera, pero de noche siempre en casa, chico, ya sabes que es muy especial. Me dijo: ¿tiene el teléfono de su casa, por favor, porque no tengo la agenda a mano? Le di el teléfono, llamándolo siempre hijo mío, porque me falla la memoria, Goñi, conozco el apellido, porque conozco muy bien esa casa y la familia, muy buena familia, pero su nombre… ¿Cómo se llama, Goñi?
—Elio, se llama Elio.
La tristeza da a veces lucidez. Estás triste, Begoña, reconozco. Si fuera un hombre no resultarían tan repugnantes mis gustos secretos y tal vez no hubiera lugar ni para la culpa ni para el miedo. Una señorita es otra cosa. Pero Elio me llamó por la tarde, después de que Daniel, unas veces llorando y otras tranquilo, me reclamara sin descanso.
Le dije a Daniel que no podía ser, que era una trampa, y después me pudo la ironía y le expliqué que despedir un año juntos era algo demasiado íntimo para el poco tiempo que hacía que nos conocíamos.
No había argumento que importara y por fin vino a casa, intentó que le abriera y me negué a hacerlo.
—Hoy estoy vulnerable y puedo hacerte daño —le había advertido por teléfono.
Cuando lo vi, a través de la mirilla de la puerta, sentí pena. La pena es para mí incompatible con cualquier atractivo de hombre. El verdadero macho tiene fuertes instintos protectores y Daniel carece de ellos. Sólo mi sentido maternal, despierto en la soledad de la tarde, me hubiera permitido abrirle. No lo hice.
—Haz el favor de no molestarme —me dolió hablarle así y no pude o no quise escuchar lo que me decía, aunque sí percibí que lloraba. Sus lágrimas me conmovían y lo apartaban aún más de mí.
Me llamaba, pronunciaba mi nombre en alto, tal vez estuviera borracho. Se oyó alguna puerta de los vecinos y sentí vergüenza, no era capaz de amenazarlo con llamar a la policía. Mi depresión y mi angustia, mi confusión, alcanzaban ya unos límites insostenibles, estaba por salir a la calle, sin rumbo, como en tantos otros ratos de soledad.
Fue entonces cuando llamó Elio. Seguramente imaginó que estaba sola. Sí, me sentía sola. No pudo suponer, sin embargo, que esta vez una llamada suya o de cualquier otro amigo resultaba ciertamente oportuna. Él llamaba para disculparse por las llamadas de la otra noche.
—Era yo y tú sabías que era yo, lo hice porque estaba muy borracho.
No sospeché de él hasta que mi madre dijo haberle dado mi número de teléfono.
—Eres un cabrón, querido Elio —lo disculpé sonriente.
Me preguntó quién era Daniel y le expliqué:
—El chico de aquella noche.
—Bien has dicho, el chico, ¿no es demasiado joven para ti?
—Es muy buena persona, Elio.
—Peor me lo pones, las buenas personas no han tenido nunca nada que hacer contigo, Begoña.
—Nos hacemos mayores y necesitados —bromeé.
Me invitó a tomar una copa a las ocho.
—Porque después tendrás compromisos —dijo.
—No.
Elio cenaría en casa de los Izúa, allí iba a despedir el año, son amigos comunes, de la facultad. Iría la gente de siempre, no creía que hubiera inconveniente en que yo fuera con él.
—No, no es oportuno.
—No vas a despedir el año sola, si quieres llamo a Santiago para que te invite.
Abrimos una botella de champán en casa y él inspeccionó la alcoba con deseo.
—Somos buenos amigos, Elio —dije mirando a la cama.
—Amigos, no, hermanos. Y yo soy un incestuoso —replicó agrandando los ojos con la sonrisa, subrayando las arrugas, pero recuperando la luz de la adolescencia. Aquella especie de joven-viejo era para mí una figura hermosísima en su smoking. Estaba guapo.
1 de enero de 1987
ES BORROSO, COMO UN SUEÑO, secuencias perdidas, situaciones que no puedo concluir y menos con este dolor de cabeza resistente a cualquier analgésico.
¿Qué hacíamos en el cuarto de plancha de aquella casa? Parece que hubiéramos estado toda una buena parte de la noche en un cuarto de plancha velando el cadáver de no recuerdo quién sobre una soberana tabla de planchar muy antigua. En el rincón había una mujer llorosa condenándome con los ojos y pensé que tal vez fuera la ex mujer de Elio.
Parece que aquellos ojos me hubieran acompañado toda la noche. Y luego un azulejo portugués antiguo, muy hermoso, en una especie de alameda. Y los ojos de la mujer pegados a una lámpara de jardín. Pero no podía haber jardín porque era la casa de Santiago Izúa, los Izúa, han vivido siempre en un amplísimo ático de la calle de Orense. Tal vez tengan jardín en el ático. Santiago me sujetaba la frente, «toma el aire, tranquilízate». Levantaba la cabeza y tenía a aquella mujer enfrente, sola, vigilándome, con sus ojos clavados en mí.
Hay otras escenas que recuerdo en color, muy luminosas, en el interior del baño que, sin embargo, era todo negro, de pizarra. Santiago abrió la puerta y me encontró sentada en la taza. Entró, cerró, me deseó feliz año y me besó. Me besó profundamente, como si la memoria y el alcohol le otorgaran un derecho a besarme que yo, por otra parle, no estaba dispuesta a negarle, se lo había dado la historia.
—Tienes un derecho histórico —le dije borracha.
Recuerdo que Mimí me advirtió que llevaba la cremallera del traje abierta por detrás, y ella misma se prestó a cerrármela.
—Cuidado, Goñi —me llamó la atención, y me recordó a Rhon con su ambigua advertencia, como si me acechara algún peligro o yo misma fuera anoche un peligro.
Elio me dijo que estaba muy borracha y es de lo único que ahora estoy segura. Me lo dijo y se fue tambaleándose. No sé en qué momento volvió, después de muchas veces de encontrarme a la que me miraba amenazante y me perseguía. Pero Elio volvió con una bandeja de plata sobre la que había muchas rayas de cocaína y me ofreció un tubito de plata para que esnifara.
—Eres un vicioso —lo acusé. Elio se rompía de risa.
Después vi a Mimí, a Magdalena, a Maribel y a Cuqui reclinar la cabeza sobre la bandeja de Elio y yo me fui corriendo a vomitar. Parecían un cuerpo de baile, todas a la vez dispuestas sobre la bandeja y aspirando y, después, todas a la vez, levantando la cabeza al cielo como si aquellos polvos se les fueran a derramar encima, y después, todas a la vez, gimiendo de placer como si las estuvieran fornicando a las cuatro a la vez.
No sé quién me trajo a casa y no estoy segura de haberme desnudado por mi cuenta. Sé que a la fiesta fui con Elio.
—Feliz año —dijo Daniel al teléfono esta mañana.
—Gracias, que sea bueno para ti.
Y colgué cuando él decía gracias, antes de que siguiera hablando. Volvió a sonar el teléfono varias veces seguidas y no contesté.
A las dos llamó mamá y pude contarle la fiesta a mi manera. Le produjo una gran tranquilidad y casi emoción que hubiera despedido el año con García de Branda.
—¿Cómo se llama, nena?
—Elio, mamá, Elio.
—Empiezas bien el año, Goñi.
Empiezo el año como siempre, querida, sola.
—Comeré en casa, mamá, comeré en casa.
—Dale recuerdos a Elio, es un encanto. Dio a entender que había comprendido que Elio y yo comiéramos en casa, juntos.
Llamó Elio después para preguntar qué había sido de mí y comprobé así que no me había traído a casa, que no había sido él el que me había desnudado.
—¿Estás seguro?
Ahora el recuerdo de la noche se hacía todavía más inquietante.
—Estabas muy borracha, Begoña.
—Lo que sí recuerdo —dije— es que tú apenas bebiste, como siempre.
Reímos.
—La mujer de Izúa nos echó cuando nos descubrió sobre su propia cama, jugando.
—¿A mí? —pregunté asustada.
—No, a Santiago, a Magdalena, a María del Prado —estaba recordando a cuántos—, a Conchi y a mí.
Pude comprobar con Elio que la mujer que me perseguía con sus enormes ojos era la mujer de Izúa. El tiempo pasado desde que nos conocimos me había impedido identificarla.
—Santiago siempre le ha hablado de ti, yo diría que demasiado.
Algo me hizo recordar la mano de Santiago en mis pechos en la alameda del azulejo portugués, algo me hizo presentir que fue Santiago Izúa el que me trajo a casa y me parecía estúpido no recordar nada más, si acaso advertir algún pequeño ardor, una escozura, alguna huella de mi primera e inconsciente travesura erótica del año.
Recordé a la inocente de mamá: «Empiezas bien el año, Goñi».
Sí, mamá, muy bien.
2 de enero de 1987
NO PARECE QUE LA HORA de la siesta sea la mejor para visitar al doctor Triana. Y menos en estas fiestas. A pesar de que siempre me atiende con una curiosidad que a mi parecer excede a su celo profesional, hoy se adormilaba de vez en cuando. Pero no me molestó su modorra, por el contrario tuve gusto por la sensación de estar hablando a solas. Y empecé a contar:
—Aquel verano nuestros padres vinieron a La Granja algo más de una semana. De cuantas tarjetas postales recibimos recuerdo una brumosa estampa de Dublín que me permitió enmarcar mis paseos imaginarios con papá. Se trataba de un paisaje para mí más exótico que el repetido paisaje de Mallorca. Pero cuando llegaron, sin que yo al menos hubiera tenido noticia de que estuvieran por venir, estuve rezagada en el recibimiento y no como mis hermanos. Ellos expresaban el júbilo sin algaradas y casi se habían situado en una correcta fila. Me situé al fondo del espacioso salón y vi a mis padres a los pies de la escalera ceremoniosamente colocados para el recibimiento, igual que si se tratara de una recepción oficial y no de un encuentro de familia. Esperé a que papá me echara en falta y entonces atravesé el salón corriendo hasta llegar a él y poner mis labios temblorosos en sus mejillas. Dijo inmediatamente algo referido a la comida, dirigiéndose a las muchachas, o preguntó a Luis, no sé si a Rafael, cualquier cosa sobre la caza. Después, indiferente, nos abandonó subiendo la escalera y fue mamá la que se dispuso a interesarse por nuestras vidas en su ausencia.
En aquel momento confirmé que con mi padre jamás podría repetirse la escena de Maripi con don Ignacio y hasta empecé a pensar ingenuamente en la incompatibilidad de la grandeza del miembro viril con la ternura que tanta falta me hacía.
—Una adolescencia sin cariño modifica nuestras vidas —comentó, desvelándose, el psicoanalista. Dio la impresión de hablar sin haber querido hacerlo, como sí sólo estuviera pensando en voz alta.
Maripi me contó que su padre había advertido mi tristeza, y en aquel momento los ojos pícaros de don Ignacio, que recordaba yo de aquella tarde en la que quise demostrarle que era mayor, haciendo ostentación expresa de mis pechos, se borraron para mí de su rostro.
«¿Tú nunca has llamado a tu padre por su nombre?», le pregunté a Maripi.
«¿Cómo?»
«Sí… Ignacio. ¿Nunca lo has llamado Ignacio?»
«¿Y tú… ? —me preguntó ella—, ¿tú has llamado Rafael al tuyo?»
«No», respondí.
«Qué cosas tan raras preguntas, Goñi… A los padres se les llama siempre papá».
Ella no sabía que yo llamaba al suyo Ignacio en los sueños y que en todos los sueños lo invocaba colocándome los pechos como aquella vez. No podía saberlo y le hubiera asombrado conocer los ojos del sátiro en su padre, persiguiéndome, queriendo tocar los pechos, y yo huyendo.
«¿Nunca has soñado con tu padre?», le pregunté.
«Claro que sí. ¿Y tú… ?»
Ella siempre devolvía las preguntas.
3 de enero de 1987
LA FIESTA DE REYES me trae una sensación de descanso, de retorno a la normalidad, de recuperación de mi autonomía personal en relación con mi familia… Se acaba por fin este ciclo de imposición de las costumbres. Cada año pienso tomarme unas vacaciones por estas fechas en un lugar lejano y caliente, por ejemplo el Caribe, y no lo hago por falta de compañía. No me apetece ir sola y, por otra parte, pienso que sería mejor que me atreviera a hacerlo sola, quizá esperando que en uno de esos viajes se identifique el hombre que no he conseguido encontrar en mi vida y que sólo se perfila en una fijación borrosa e imaginaria de la infancia.
Ayer, como si el tiempo no pasara, me vi haciendo una larguísima lista de regalos. Primero, los niños, mis sobrinos. Llamé a mamá varias veces para que me recordara la edad exacta de cada uno de ellos.
—Parece mentira, Goñi —recibí la reprimenda en todas las llamadas—. Parece mentira que no recuerdes la edad de tus sobrinos.
Después, los mayores: primero mamá. ¿Qué se le puede regalar a mamá para evitar esa cara de desinterés, esa expresión defraudada con que recibe los regalos de todos? Las corbatas de mis hermanos en Loewe y para mis hermanas complementos. Se trata de recordar a cuál de ellas obsequiaste con un pañuelo el año pasado para no repetirte y que no te ocurra como con Isabel hace dos años:
—Eres una despistada, Goñi, éste es el tercer monedero que me regalas.
A las muchachas de casa unas blusitas, y a Enriqueta, toda una vida con nosotras, la misma mañanita de todos los años.
—Pasa el tiempo, hija mía —dice contemplando la mañanita como si fuera la misma del año pasado.
Siempre igual.
Cuando sacaba los paquetes del coche para subirlos a casa, una mano amiga se prestó a ayudarme. Era Daniel.
—Qué oportuno —dije.
No sé sí se me escapó la ironía como un indicio de la hartura o si lo tomó él como un cumplido.
Recogió paquetes para subirlos y, en consecuencia, ya no era necesario invitarlo a entrar en casa. Fue tan inútil rechazar que lo hiciera como preguntarle por qué no me dejaba tranquila.
—Esto de los regalos es una lata, malditas fiestas… —hablé por hablar.
—Otra cosa es cuando se tienen hijos.
—Oh, sí… Un encanto. Sólo faltaba.
—¿Nunca has deseado tener un hijo, Begoña?
—Hijo, por Dios… Siempre hablando de cosas importantes. Todos los hombres sois como hijos, querido. Más pequeños cuanto más se os conoce.
—¿Te parece que me estoy comportando como un crío?
—Sí, Daniel, sí, me lo parece. Como un crío muy pesado, que da mucha lata a mamá.
—Y a mamá no le gustan los niños, a mamá le gustan los abuelos.
—A mamá le gustan los hombres hechos y derechos, para niña ella, ¿has entendido?
—La noche de Reyes es una noche muy oportuna para salir a cenar con una niña —dijo él, como un cursi. Y añadió—: Si ella quiere, claro.
—Es posible… —dije. Mejor hubiera dicho «déjame en paz».
—¿Podrías cenar mañana conmigo?
El tono de súplica de Daniel originaba en mí un rechazo inevitable, me sentía obligada a reprimir la violencia.
—¿No tienes compromiso para la noche? —insistió.
—No —fui parca, pero expresiva, no aguantaba más.
—Vendré a buscarte a las nueve.
Lo dio por hecho y, afortunadamente, se marchó.
5 de enero de 1987
EL PSICOANALISTA ME CITÓ hoy a las siete de la tarde, hora muy impropia para una víspera de Reyes, y yo insistí en la conveniencia de que fuera a las cuatro, más que porque tuviera que llevar sobrinos a, la cabalgata, por lo grata que había sido para mí su modorra del otro día. Él rechazó la propuesta, quizá por lo desagradable que fue para él dormirse, y tal vez porque, como sostengo, su curiosidad por aquel verano de La Granja no es solamente una preocupación de carácter profesional. Yo me encontraba algo deprimida cuando llegué y, como tantas veces, empecé a normalizarme a medida que hablaba:
—El comedor de nuestra casa de La Granja era un espacio rectangular ocupado, poseído más bien, por una mesa, desproporcionada y armónica a la vez, seguramente menos larga que lo inmensamente larga que la he recordado siempre. Creo que no había más muebles que aquella mesa y sus incómodas sillas correspondientes. La pared de la izquierda, según se entraba, estaba dominada por tres amplios balcones que daban a un jardín de nuestros tíos, o sea, a la otra parte de la casa que también fue de mis abuelos. Quizá por no irrumpir en la intimidad de la otra familia, aquellos balcones nunca se abrían y los cortinones ampulosos, con sus hermosas cenefas repletas de filigranas, permanecían siempre cerrados. Comíamos con la luz tenue de unos candelabros imperio que pendían de la pared, entre cortina y cortina, y de los que a la derecha acompañaban a un enorme bodegón con motivos de caza que papá atribuía con orgullo a un contemporáneo de Rembrandt y que ocupaba casi toda la pared. La desmesurada araña de cristal, que siempre temí que cayera sobre nuestras cabezas, fue hecha, según mamá, en la Real Fábrica de Vidrio de La Granja, pero no se iluminaba sino en singulares ocasiones y nunca estuve en ninguno de esos festejos de adultos. De modo que para verla prendida aprovechábamos mis hermanas y yo los momentos en que las muchachas hacían la gran limpieza semanal. También entonces abrían los balcones y aquella estancia con paredes empapeladas y suelo de oscura tarima se convertía en un lugar luminoso y alegre, entraba en ella el bullicio de los pájaros, y nada tenía que ver con el lugar sombrío que pasa ahora mismo por mi recuerdo para revivir aquel mediodía de verano en que llegué asfixiada, húmeda del sudor, el pelo en desorden, estando ya todos en la mesa, rígidos, bendecida la mesa por mamá.
Jadeaba y mi jadeo era lo único que se escuchaba en aquel ámbito en el que todos esperaban mis disculpas, conocer la razón de mi retraso. La verdad es que no sabía qué hacer: si besar a mis padres y sentarme, disculparme, claro, o sentarme como si nada pasara. Opté por esto último y papá, mientras servían el primer plato, con los lentes de cerca puestos, como si estuviera leyendo sobre la vajilla o meditando alguna decisión, permaneció abstraído unos instantes y después, apartando a un lado los lentes, miró hacia mi puesto y con el dedo índice me pidió que me acercara a él. Papá se situaba a la cabecera, como es lógico, debajo del gran espejo isabelino, a cuyos lados había dos puertas, con grandes remates de escayola nutridos de arabescos, sobre las que se situaban los retratos de nuestros bisabuelos y por una de las cuales salían las criadas para servirnos. Cuando estuve ante mi padre, él imprimió la repugnancia al gesto, sin duda por mi aspecto de desaliño, y con su tortazo se estremeció mi mandíbula y el dolor se apoderó de toda mi cabeza. Rompí a llorar con vergüenza y oí la frase de don Ignacio en mi interior: «¿Sabes que tienes unos ojos muy bonitos? Pareces una señorita de Renoir». Yo no sabía quién era Renoir y Maripi tampoco, lo supe años más tarde en Preu y después, en un viaje con compañeros de la facultad. «¿Quién es Renoir, Maripi?» «Un amigo de mi padre», contestó resuelta. Sólo la había inquietado, celosa, que su padre elogiara mis ojos. La comida transcurrió en silencio y después mi madre me recordó, por ejemplo, que ya no era una niña y cuáles eran las obligaciones de una señorita de mi clase… «Una señorita de Renoir», maticé. «¿De dónde… ?», preguntó mamá. «De nada». Era la primera vez que se había alterado la norma, era la primera vez que en casa, alguno de nosotros, había llegado tarde a la mesa. «¿Se puede saber dónde te metes?», preguntó mamá con energía. Hasta entonces se había mostrado serena en la recriminación. «Todo el día fuera de casa, como una golfa, Goñi, como una golfa».
Venía de pintar con don Ignacio.
El psicoanalista puso una mano sobre la otra dando por terminada la consulta y movió la cabeza y abrió mucho los ojos como si me estuviera diciendo que ya lo sabía él, que lo veía venir.
Eran ya las nueve y había quedado a cenar con Daniel. Miré el reloj y cuando volví a mirar al doctor Triana él estaba murmurando que todo quedaba claro.
—O sea —especificó—, lo mismo que ayer tarde.
Nos despedimos. Cuando recordé que Daniel me esperaba sentí una extraña y contradictoria sensación de alivio. Encontrarme anoche con Elio, Rhon o cualquiera de esos que pudieran hacerse cómplices de esta condena mía, de esta obsesión que al fin me procura la infelicidad, no iba a proporcionarme otra cosa que ahondar en la culpa, que hurgar en la llaga y aumentar en ellos el orgullo del secreto.
Daniel, como Manolo Bahón y tal vez como Santiago Izúa, pertenece a la estirpe de los hombres que pueden enamorarse de mi seguridad, de mi fuerza, pero en el fondo de los cuales yo sólo encuentro niños. Es curioso: los tres son un poco barbilampiños. Los tres tienen un pecho liso, sin esos bosques negros que el vello elabora sobre los torsos fuertes de los árabes, de los turcos, especialmente, y en los que no he tenido nunca la posibilidad de enredar mis dedos suavemente para alcanzar los pezones ásperos del macho. Los tres son delicados en los modales, al menos fuera de la cama, y tan cuidadosos y tan estetas que se podría decir de ellos que son un poco amanerados. Los hombres cuando se refinan en exceso, y Elio ha perdido algo de eso con la edad, resultan un poco afeminados.
Daniel es un niño educado y bueno, un poco resignado, una criatura desamparada a la que anoche creí que debía proteger. Quizá lo creí para protegerme a mí misma, como si dedicada al noble oficio de institutriz me olvidara de mis otras tendencias, sin que importara mucho que la institutriz accediera a dejarse cortejar por el niño ni que satisficiera los caprichos del pequeño si al sexo del querubín, bien es verdad que poco, lo aquejaba cualquier repentino sobresalto.
Llegué al Figón de la Villa, que está cerca de casa, siguiendo las indicaciones que Daniel me había dejado en el contestador, aunque ayer hubiera quedado en venir a buscarme.
El agua debió contribuir a que me encontrara radiante, como alguien que supera una pesadilla. Pero al verlo, vestido igual que la noche de Navidad, con una de esas horribles corbatas de Hermes que pueblan mi oficina, llenas de cadenetas o banderitas, le sonreí como hubiera sonreído a uno de mis sobrinos, dulce criatura.
—¡Qué mayor te encuentro! —lo tomó como un piropo.
Se sonrojó, no supo si corresponder con una frase amable, y al volver a sentarse casi tira una copa con el filo de la servilleta. La cordialidad de mi actitud, que era la expresión de mi personal liberación, lo confundía y lo estimulaba. Quizá pensó: es posible que no todo esté perdido. Pero a veces se le escapaba la mirada hacia ninguna parte, como las ilusiones vanas pierden la mirada de los hombres y de las mujeres haciéndoles concebir vidas y proyectos que no se corresponden con las vivencias efímeras de un bienestar que en algunas circunstancias, como me ocurría a mí anoche, es la consecuencia de un humor pasajero. Después volvía a escucharme, a interesarse por mi trabajo, a comentar un libro o una película, temeroso de hablar de nosotros pero queriendo hacerlo. Sentí compasión por Daniel.
Yo estaba eufórica y él desconocía la naturaleza de esta euforia, como desconocía, claro, que manera de mirarme era fácil advertir que se estaba preguntando a sí mismo la razón de mi cambio de actitud. Hubiera querido preguntar y no se atrevió a hacerlo.
—Cuando no se habla de uno se termina hablando de política —comentó de una manera desidiosa.
—Sí, es un modo de hablar mal de los demás —contesté.
Me preguntó si me interesaba la política y le dije que no, que tenía ante sí a una completa individualista, una insolidaria que sólo aminora esta conducta ante la verdadera amistad. Quise cambiar de conversación porque las definiciones políticas me molestan incluso por exclusión. Pero él insistió en saber si yo siempre había sido así o era ahora una víctima del desencanto.
—Yo siempre he estado muy desencantada de mí misma.
—¿Y en la universidad?
Me reía: sólo una vez fui con una amiga, con Teresina Rialt, a una manifestación para recibir a Atahualpa Yupanqui. Cuando llegamos allí la consigna había cambiado y era preciso manifestarse en contra de Atahualpa por no sé qué declaración que a los comunistas no les había gustado. El entusiasmo de Teresina para manifestarse en contra no era menor que el que me había expresado durante todo el camino con sus devociones por Atahualpa para manifestarse a favor.
Ahora también se reía Daniel y en medio de sus risas preguntó:
—¿Y Franco?
—Franco era para mí un problema estético; él, su entorno y sus actitudes me parecían demasiado cutres. Lo cierto es que eso al final también es ideología.
—Nunca te pegó un guardia —afirmó como quien dice «a mí, sí».
—No, no… No me hubiera gustado nada.
—Nadie de tu casa fue a la cárcel, naturalmente.
—Sí, sí, éramos cinco y ese papel le tocó a Luis. Se trató de una maldición que ha venido a pagar ahora: es director general. Lo bueno de todo esto es que, al final, mamá se ha convencido de que ser rojo es tan sólo una desgracia coyuntural.
—Eres una frívola, Begoña —le salió del alma y lo suavizó con una sonrisa forzada.
—Lo soy —reconocí.
Decidí aprovechar la referencia a la frivolidad para preguntarle qué le había pedido él a los Reyes Magos. Un niño como Daniel seguro que estaba viviendo una noche de ilusión.
Me respondió que algo a lo que agarrarse, la sensación de estar vivo, e hizo un gesto para saber si yo pedía algo.
—Una corbata —respondí—. No se puede comprometer a los Reyes más allá de lo razonable.
Preguntó para quién, para quién la corbata.
—Yo siempre pedía a los Reyes una corbata para papá —atiplé la voz como una pequeña.
Daniel miró el reloj y pasaban ya de las doce, se fue al guardarropa y vino con un paquetito tan pequeño que ignoro por qué no lo había guardado en uno de los bolsillos de la chaqueta:
—Los Reyes han dejado esto para ti. No le dije que no me gustaba la plata ni que el diseño de Berao me parecía aparatoso. Tampoco le expresé el rechazo que sentía ante los objetos con los que corriera el riesgo de vincularme a las personas, sentirme atada a los demás por los regalos. No estaba segura de querer seguir viéndolo ni sabía bien si sería capaz de soportar el sentimiento maternal que anoche me poseía para librarme de los otros sentimientos de culpa que tantas veces me angustiaban. Preferí hablar en broma:
—¿Se trata del anillo de pedida?
—No sé si es adecuado para eso —me dijo en serio.
—Espero que los Reyes te hayan dejado en casa una corbata.
Obsequiosa, quise pagarle los servicios de su compañía.
—¿Esta noche?
Al responderle que sí, que esta noche, me di cuenta de que ni su pregunta sobraba ni yo respondía con desgana.
7 de enero de 1987
ESTA TARDE ACUDÍ A LA consulta del doctor Triana con un mayor convencimiento que nunca de que si Triana no era un inútil al menos lo resultaba ya para mí. Le pedí la minuta para acabar y no trató de disuadirme, pero como si todavía esperara algo de una última confesión, ya que estaba allí, quiso que hablara. Y hablé.
Maripi me contó un día en La Granja cómo era el estudio de su padre, cerca de Valsaín: una amplia habitación que olía a pintura, con un olor áspero y excitante a la vez, donde su padre se ponía en contacto con las musas. Para Maripi, un artista, y su padre el que más, era un ser en contacto con las divinidades.
«¿Qué es una musa?», le pregunté.
No titubeó:
«Una musa es una diosa que te trae la inspiración».
«Entonces tu padre no pinta del natural», pensaba yo en el voluptuoso desnudo de mujer que había visto en el despacho de don Ignacio.
«No, mi padre se inspira», contestó rotunda.
Cuando don Ignacio nos llevó a su estudio por primera vez, comprobé que aquella habitación, un recinto lleno de luz o de penumbra, según su capricho, era algo más que una habitación impregnada de óleo por todas partes y en sus estampas prendidas de la pared y en los extraños objetos que por allí se desparramaban se detectaba lo que ahora puedo definir como misterio, toda la extrañeza de aquel tío detrás de cuyas palabras yo siempre adivinaba algo más de lo que realmente decía, al contrario de su hija que parecía decir siempre algo más de lo que en realidad tenía que decir.
En el estudio había una pequeña consola y sobre ella unas manzanas y unas peras con sorprendente brillo y colocadas con un orden que ahora se me antoja amanerado y cursi. Le pregunté a Maripi, que seguramente había adivinado la intención de mis preguntas, sobre los modelos y la inspiración, si no me había dicho ella que su padre no pintaba del natural.
«Bueno… Los bodegones, claro, los paisajes»…
Aquel día no sabía bien si quería pintar o ser pintada, si quería ser el pintor o su modelo. ¡Si hubiera podido preguntárselo a él… ! Don Ignacio me preguntó si me gustaba la pintura y dije que la suya sí. Me advirtió, con una sonrisa que expresaba su vanidad satisfecha, que ha habido y hay otros pintores mejores, y yo, recordando el triste bodegón de amplias dimensiones de mi casa, dije que el peor de todos era Rembrandt. Se mostró asombrado, primero, y después rió a carcajadas. Y yo añadí, tan tranquila: «Rembrandt y todos sus contemporáneos». La culpa de esta manía pictórica la tenía papá por su admiración por Rembrandt y por los discípulos de Rembrandt, pero don Ignacio, que la desconocía, se regocijaba con aquella excentricidad que, supongo, no habrá compartido nunca.
«¿Te gustaría pintar?», me preguntó.
Me callé. Dudaba si decirle que me gustaría más posar para él. Todavía más: decirle que me gustaría posar desnuda para él. Pero intervino Maripi:
«Podemos aprender las dos a un tiempo».
«Las dos, no —dije. Y añadí—: Tú pintas y yo poso».
A Maripi sólo se le ocurrió advertirme que posar desnuda tenía el duro inconveniente del frío, como si hubiera sospechado que mi intención no era posar vestida para su papá.
No sé si decir que la mirada de Ignacio, ya me atrevía a llamarlo Ignacio, era una mirada de asombro o la mirada de un pícaro que tras la ingenuidad de su pequeña advertía mi mirada descarada de deseo.
«No puede ser, Goñi —siguió la recriminación de mi madre—, desapareces muchas horas sin que sepamos dónde estás. Tu padre está muy preocupado».
Mi padre estaba celoso. Llegué a esa conclusión.
«Siempre estoy en casa de Maripi», respondí.
Siempre estaba en casa de Maripi o en el estudio de su padre, bajo el porche desde el que Ignacio reproducía pedregales, llanuras que parecían mares o atardeceres en los que descubrí que la luz de La Granja tenía el color de la melancolía para sobrevivir un invierno con su recuerdo; el recuerdo de la mano de Ignacio alisando mi cabello como un padre y el recuerdo de mi deseo hecho temblor esperando que su mano se decidiera a seguir hasta mis pechos.
—Usted sabe muy bien dónde está el origen de sus males —concluyó esta mañana el psicoanalista.
—¿De mis males?
—Bueno —sonrió—, usted se conoce bien, señora Martínez.