III. Diario de casada

5 de mayo de 1988

DANIEL YA NO ESTABA en la cama cuando me desperté. Me holgué, perezosa, remisa a abandonar las sábanas y satisfecha de encontrarme sola. La necesidad de ir al baño me obligó a levantarme y al abrir la puerta me lo encontré, sentado en el retrete, leyendo mi diario. Al parecer no se sorprendió y tampoco yo di muestras de molestia por hallarlo inmiscuyéndose en estos papeles, mi territorio más íntimo. Le recriminé, eso sí, que dejara abierta la puerta del baño. Yo jamás lo hago, sobre todo cuando me empleo en necesidades fisiológicas cuya contemplación no me ha parecido nunca especialmente agradable y menos su olor. Él, en cambio, no duda en hacerlo, si es preciso, delante de una, en su misma cara. La discusión no pasó de ahí, de la conveniencia de dejar abierta o no la puerta del baño. Sin embargo, mi verdadera y callada sorpresa consistió en haberlo sorprendido leyendo el diario, y, lo que es peor, sin azorarse por tamaña indiscreción.

He dudado durante todo el día sobre si lo que debo hacer es acabar el diario en este punto, porque ya ha dejado de pertenecerme en exclusiva, o si he conseguido al fin algo que siempre he buscado en mi inconsciente: contar con un lector. En cualquier caso, he constatado que Daniel busca el sufrimiento, sin que sea exactamente un masoquista aunque lo parezca a veces, y que un diario sirve también para vengarse.

16 de mayo de 1988

LAS NOCHES SON TEMIBLES para mí: un hondo espacio negro, un vértigo. También ocupa él el espacio de la noche y según he descubierto en los insomnios vigila mi sueño. A veces, tan pronto consigo dormirme, me despierta requiriéndome para el sexo, hurgando por mis senos o manipulando entre mis piernas. Siento que alguien me ha invadido el espacio secreto de la cama, el íntimo lugar donde mi imaginación me proporcionaba el placer que la realidad me niega siempre. Pero la imaginación erótica no admite testigos, los rechaza, cuenta con los propios testigos que se inventa.

—En qué estarás pensando, viciosa.

No sé si se lamenta, me llama la atención o me toma por un caso sin remedio; lo que sé es que lo dice, a pesar de todo, con ternura. Me llama viciosa con una sonrisilla comprensiva y, como hizo anoche, empieza a acariciarse él. Acaba y, al final, duerme, duerme como un niño.

No me gustan los niños y Daniel se hunde entre mis piernas como un niño, su cuerpo desnudo y cálido se adhiere al mío como quien busca cobijo, el recinto acogedor de la madre.

—Eres un edipo.

—Como todos —se justifica.

No los que más me han gustado, podría haberle dicho.

Callo. Callo y lo dejo que me eche boca arriba sin dejar de hablar. Asienta su cuerpo en el mío y me siento ajena a sus voluptuosidades, él apenas se mueve.

Yo sí, me muevo con el ímpetu de la memoria, pienso en Ignacio, tendido en el porche de una vieja casa cercana a La Granja.

«Siéntate, siéntate encima», la voz no era firme, jadeaba, ordenaba cariñosamente como un padre a su hija.

—Vuélvete —dijo Daniel, manejando mi cuerpo ahora.

La voz de Daniel me perturbó el recuerdo. Le dije lo mismo que entonces a Ignacio:

—Esas cosas no me gustan.

Y cabalgó lo mismo que Ignacio en un verano tórrido de La Granja.

Con los jadeos del placer menté el nombre de Ignacio.

—¿Quién es Ignacio? —preguntó Daniel.

No quise responder.

—Sigue.

—Estás pensando en otro.

No se trataba de algo que él hubiera descubierto por primera vez.

—Sigue —insistí.

Pero ya no quiso seguir ni tal vez pudo. Continuó preguntando quién era Ignacio y me vio llorar sin conseguir mi respuesta.

17 de mayo de 1988

ESTA MAÑANA SONÓ EL TELÉFONO y al otro lado de la línea una voz quebrada por la edad preguntó por la señora de Salazar. Se trataba de la primera vez que alguien me llamaba por el apellido de casada, alguien que me preguntó si no me resultaba familiar su voz. Podía ser la de tío Jesús, pero no quise aventurarme. Dije, eso sí, que la voz no me era desconocida y fue entonces cuando se presentó, como un espectro recuperado de la memoria, «milagrosamente vivo», dijo, Ignacio Martínez de Iranzo.

—El padre de Maripi —puntualizó.

La puntualización me pareció idiota, advertí de inmediato que me trataba como a una amiga de su hija. Debí transmitir mi desconcierto, mi extrañeza —«Han pasado tantos años, hija mía…»—, y a él se le contagió mi propio titubeo. No sabía de qué hablarme: si de La Granja, si de Maripi, si de su propia pintura… Pregunté por Maripi:

—Hace ya muchos años que no sé nada de ella —dije.

Me explicó que su hija se había casado con el conde de Miranda.

—Un buen mozo, tienen ya tres chavales.

Yo no alcanzaba a entender si el recuerdo de Ignacio en estas páginas había convocado a su propio fantasma.

—Ya no soy el que era, Begoñita —se lamentó.

Le dije algún cumplido, resalté la lozanía incierta de su voz.

Me interrumpió con una pregunta cuyo sentido verdadero no entendí claramente:

—¿Cuándo hemos estado juntos tú y yo, hija mía; nos vemos acaso?

Me molestaba que me llamara hija, como si de súbito fuera otra vez la adolescente enamorada que fui y él me pidiera cuentas desde la edad vencida de no se sabe qué absurda invención sobre nuestras relaciones. Parecía pesarle la culpa.

—No tienes que arrepentirte de nada —le dije.

—Estás casada con un hombre muy celoso.

—No estoy enamorada, Ignacio.

—Da lo mismo —el padre consejero se impuso en su papel de hombre de vuelta, en el insoportable papel de amonestador de adolescentes.

—Ya no soy una niña, lo sabes bien y volvería a demostrarte ahora que no soy una niña —me encontré perdida en el tiempo.

—El matrimonio es un compromiso con el que hay que cumplir, no juegues con el matrimonio.

Me dispuse a la provocación:

—Sigo enamorada de ti —le espeté.

—No digas disparates, hija mía, no hagas sufrir a ese hombre.

—Hablas como un muerto, Ignacio, me da la impresión de estar hablando con un muerto.

—Casi soy un muerto, Begoñita.

Suavicé el tono de mi voz:

—¿Sigues teniendo mi retrato?

Me había hecho posar con la melena lacia sobre los hombros y me pintó como a una virgen, como si fuera una virgen de Renoir, una muchachita domada, con los ojos llenos de melancolía, una acaramelada criatura angélica.

«¿Te gusta?», me dijo.

«No, no me gusta —le respondí—; yo no soy esa pavisosa, infantilona, que has pintado. Soy una hembra, ¿me entiendes?»

«¿Qué dices, hija mía?»

«Que soy una mujer hecha y derecha».

«¿No quieres el retrato?»

«No, quédatelo tú para que me reces de vez en cuando».

Vi el retrato durante algunos veranos en su despacho y con buen humor me decía:

«De vez en cuando te rezo».

—¿Me rezas ahora, Ignacio? —le pregunté esta mañana.

—¿Qué dices, querida?

No recordaba ya la anécdota de mi arrebato.

—Siento no haberte pintado a tu gusto —se disculpó.

—¿Sigues teniendo el retrato?

—Lo tiene Maripi, siempre quiso tenerlo Maripi.

—Maripi no tiene derecho a poseer ese cuadro.

—Bueno, hija, déjalo estar y sé buena.

—Estás insoportable, un viejo chocho —me indignó su paternalismo de abuelete. Le hablé desde la rabia—: En realidad no sé por qué me gustaste tanto, con esa voz aflautada y esos modos blandos que tenías, esa fofedad de cuerpo, esa hombría escasa.

— ¿Por qué me insultas?

—Porque no soporto la debilidad. Ya sé que debo ser compasiva con un viejo arrepentido, camino de la muerte, que vuelve de pronto a tu vida, sin saber a cuento de qué, como un reaparecido.

Me lo explicó todo: él no hubiera reaparecido si Daniel no lo hubiera llamado, urgido por los celos, queriendo saber dónde nos veíamos y por qué no dejaba en paz a su esposa. Ignacio le explicó que hacía muchos años ya que no nos veíamos. Tuvo que hacer esfuerzos para recordar de quién le hablaba aquel señor que lo acusaba de tener tratos eróticos con su mujer.

Me lo imagino haciendo el simulacro con la hipocresía que caracteriza a estos viejos verdes, metiendo la cabeza entre las manos para saber «de quién me habla usted. Ah… Sí… Era amiga de mi hija Maripi, muy amigas, pasaba casi todo el día en casa».

Daniel lo miraría de arriba abajo, quizá sin entender cómo podía gustarme ese guiñapo. Ignacio reconocía incluso que era natural que al «muchacho» le pareciera muy extraño que «un hombre de mi edad» pudiera andar en tratos con una niña y más aún que la niña pudiera enamorarse de un hombre de su edad.

«Usted ha destrozado su vida», le dijo Daniel. A un viejo católico le basta una frase así para sentirse turbado, y Daniel lo sabía, con lo cual me demuestra que sus dotes para la psicología son innegables, sí, pero al mismo tiempo que es imposible seguir viviendo con alguien a quien no le basta con tenerte presa sino que se entromete en todos los entresijos de tu vida.

—Si no quieres que sea así, ¿para qué escribes ese diario? —preguntó Ignacio.

Ya empezaba a hablar sin llamarme «hija mía» y la voz me llegaba menos quebrada.

—No eres el dueño de mi memoria —le dije.

—Ni de tu memoria ni de nada tuyo —la culpa persiguiéndolo y él queriendo borrar toda huella, cualquier mención al «delito».

Daniel me había preguntado en estos días por el apellido de Ignacio, como si se tratara de una simple curiosidad, y ahora entiendo para qué le fue útil el conocimiento del apellido: consiguió así su teléfono en la guía. Al principio, en la llamada, sólo se dio a conocer, y después quedaron citados en José Luis, en Serrano, a la hora poco sospechosa del mediodía, cualquiera que los viera habría supuesto que estaban reunidos para un asunto de negocios. Mientras uno hurgaba en mi vida pasada el otro se excluía dándome por loca.

—Estás loca, Begoña, he aconsejado a tu marido que te lleve al psiquiatra.

Pretende que el psiquiatra cambie la realidad, lo exima de culpa, lo deje como un caballero que jamás osó deslizar su mano bajo la falda ligera de verano de la amiga de su hija.

—La amiguita, no, la amiga, las dos éramos mayores.

—Erais una niñas —puso el dulce tono de la evocación tierna del abuelete.

El psiquiatra, pues, ha de hacer desaparecer de mi memoria toda huella de aquel modo de fuego que era para mí su mano delictiva en la soledad del estudio, mientras me aplicaba yo a dibujar el paisaje, emborronando lienzo, y aquella mano hurgaba sin dejar de orientarme con la otra mano para que consiguiera el verde exacto del matorral que ya mis ojos no veían, y que él se empeñaba en que lograra para que Maripi contemplara después, sin disimular su envidia, mi trabajo.

—Qué cosas dices, niña.

Su asombro era tenue y su voz estaba prendida del recuerdo, lubricada por la satisfacción recuperada del tiempo. Me llamaba niña con la misma respiración entrecortada del deseo que ahora quería negar y la propia voz lo traicionaba.

—Te traiciona la voz.

—Sabes que no es cierto.

Desmentía dejando resbalar las sílabas, reviviendo la seducción de aquella voz cercana que al oído me corregía errores de perspectiva cuando adentraba la mano por la nalga e iba corriendo la braga para alcanzar su objetivo.

—¡Begoña, qué dices… !

—Tu propia exclamación te está denunciando. No hablas, no estás hablando sino gimiendo.

Daniel le contó lo que leyó en este diario. Habló de la noche bajo el porche, como quien hace el relato de un crimen. Yo iba al cine de verano al aire libre con Maripi y le dije a Maripi de pronto que quería comprar un helado, «voy contigo», «no; vengo en seguida», y salí corriendo. Salí corriendo hasta una zona oscura, más allá del hotel Roma, y allí estaba el coche de Ignacio esperándome para ir a pintar a su estudio, los dos solos. Allí estaban las manzanas y el caballete y el lienzo dispuesto y la luz, la luz necesaria. Se sentó él, y yo en sus rodillas, y esta vez las manos se repartieron entre el pincel y mis pechos. Después se oyó un trueno de tormenta de verano —«Se habrá suspendido el cine», dije— y se fue la luz y corrimos al porche, abrazados, para que yo sintiera el miedo a la tormenta y él me lo apagara en los labios.

—¿O no es verdad? —inquirí.

Suspiró y dijo:

—Se lo he negado todo a tu marido.

Pero ni esa negación ni el psiquiatra podrán más que mi memoria, aunque tenga que andar por la vida como una sonámbula.

—Cálmate —me pidió—. Es necesario que nos veamos tranquilos.

Su propuesta hubiera podido parecer la de un alma caritativa que se empeñaba en ayudar a una loca si no fuera porque la voz tenía la misma serena levedad de aquella que calmaba mis gritos de placer cuando estábamos juntos en La Granja, el mismo miedo de la madurez (podía saberse, podía ser visto) que contrastaba con mi compulsiva expresión del gozo.

Así que hemos quedado y he anotado en la agenda: «20 de mayo, 16.30. Ignacio. Hotel Eurobuilding».

Buena hora, no podré ir a los toros con Daniel.

18 de mayo de 1988

LA CASA, CON DANIEL, se ha poblado de objetos y de ruidos: sus pasos, sus toses, la música sonando en una habitación contigua… En esta casa no queda espacio para nadie, ni siquiera pared para colgar sus cuadros. Esta casa, siempre tan espaciosa, se ha poblado de objetos que me resultan hostiles por extraños: algunas esculturas de Daniel, para él muy queridas, han venido a ocupar mis lugares vacíos, estudiadamente vacíos, que siempre quise así.

Él me vigila con una mirada desconfiada. En su ánimo de posesión total no le basta con tenerme recluida y controlada, sometida a la rutina. Me siento perseguida por Daniel. Me espía, silenciosamente me espía. Sigue mis pasos con una sigilosa cautela por la casa. Estoy leyendo en mi dormitorio o en el salón y alzo de pronto la cabeza y lo encuentro como a un búho, sus ojos como un búho, queriendo penetrar en mi silencio. Daniel se empeña en saber también qué estoy pensando, qué leo. Si llamo por teléfono presta su oído a cuanto digo, me pregunta a quién llamo.

Pero lo peor no radica en los cuadros o en las esculturas. Tampoco en los pocos libros que se apilan en el dormitorio de invitados. Lo malo es abrir los armarios y contemplar su ropa entre la mía, los cajones del vestidor llenos de calzoncillos y calcetines, sus camisas… Lo malo es ir al baño y limpiar pelos ajenos, su cuchilla de afeitar en la encimera, su cepillo de dientes… Sus cosas no encuentran lugar definitivo entre las mías.

«Tú sabes a lo que te exponías», repite Marga, sabihonda.

Cuando decides arriesgarte a algo nunca sabes de verdad hasta qué punto te arriesgas. Sólo en el baño consigo librarme de esta vigilancia estricta.

—Éste no fue el trato —le repito a él.

—No puedo evitarlo —me contesta, entregado a la desidia de espiarme, entregado a la rutina de seguirme.

Marga no puede entenderme:

«A la soledad no hay que tenerle miedo, hija. Cuando la soledad se sale con la suya viene otra soledad distinta.»

Marga habla con la suficiencia de quien no se sale nunca del camino, ella a lo suyo: «Sepárate y no sufras.»

Yo sé que sí me separo seguiré sufriendo, ahora tengo al menos un cómplice de mi soledad.

«Buen precio estás pagando.»

Marga llega a resultar molesta con sus observaciones, no sé por qué me lamento con ella si Marga no es otra cosa que una gran voyeur que disfruta contemplando la vida diversa de los otros.

«Es que yo no soy tan complicada», está muy orgullosa de su mediocridad.

Yo sí, quién me mandaría a mí casarme, pienso.

«Ya verás de mayor, qué ventaja», me dice mi madre. Mí madre habla siempre desde su experiencia.

La experiencia de los otros es inútil para una. Mamá no puede entenderlo.

A veces me quejo en voz alta. Hoy me quejé en voz alta y Daniel explicó desde la ducha, gritando entre el murmullo de los grifos, que no hay más remedio. Gritó y cantó. Canta cuando menos te lo esperas, te distrae de la lectura o de la película que estás viendo en televisión, si es una película de las que a él no le interesan. Ésa es otra: cuando llega a casa enciende el televisor y consume con pasión toda imagen, buena o mala, que llegue a sus ojos. Se tiende en el sofá como un ser destruido por el trabajo y habla con el sonido de la televisión de fondo, ésa es nuestra propia e invariable música hogareña.

—¿Salimos? —pregunto.

—Estoy cansado, Begoña. ¿Adónde vamos ahora?

—No hay cena en casa —argumento.

Es lo mismo. Él es capaz de preparar de propia mano —siempre hay arroz o espaguetis y alguna lata— una cena que nos permita situarnos ante el televisor para pasar las noches.

19 de mayo de 1988

DANIEL ME PREGUNTÓ HOY por Ignacio sin hacer mención al diario.

—¿Sigues enamorada de él?

Le afloró el desasosiego por un rictus de la boca que permitió la desaparición momentánea de sus labios, como si quedaran barridos de su rostro; un rictus que anunciaba un estado de seria preocupación.

—No deseo compartirlo, Daniel —fui rotunda y suave a la vez.

Siguió desayunando, se dio prisa para acabar el desayuno y salió sin decir adiós. Después de mi respuesta no había vuelto a hablar.

20 de mayo de 1988

NO FUE NECESARIO QUE MINTIERA a Daniel diciéndole, por ejemplo, que el psiquiatra me había dado cita para esta tarde. No acusó sorpresa ayer, cuando le avisé que no podría ir con él a los toros. Admitió mi aviso, sin más, y decidió regalar las entradas. Los viajes de trabajo no los organiza nunca de improviso y, sin embargo, decidió marcharse ayer mismo a Londres y me lo anunció como si lo hubiera dispuesto a raíz de mi imposibilidad de acompañarle a los toros. A veces sorprende la rapidez con que actúa; él, que, por contraste, casi siempre da la impresión de pensárselo todo con minucioso detalle. Su estado de ánimo parece ahora más reposado y a la actitud nerviosa con que se ha venido produciendo en estos días —inexplicables reacciones de irritabilidad— ha sucedido, para mi sorpresa, una expresión calmada y benévola, aunque expectante. Se acerca y me mira fijamente. Parece temer algo, como si esperara que yo le diera cuenta de su propia entrevista con Ignacio.

La ausencia de Daniel me permite disfrutar de la calma que me trae la soledad, esta vieja compañera de la que tan harta me he sentido a veces y que se hace siempre inseparable y añorada. Basta con que Daniel deje de aparecer por esa puerta, a las ocho y media en punto de la noche, con su carga de rutina, para que se proclame en esta casa día de fiesta particular.

«Hija mía, acaba con eso», diría Marga.

No es tan sencillo ni estoy tan segura de que desee realmente abandonarlo.

Anoche, pues, estaba sola y pude haberme quedado en casa disfrutando de la soledad, oyendo música, sin que la sintonía del telediario anunciara la llegada del esposo. Pero no fue así: me arreglé, tomé el bolso y decidí hacer una incursión nocturna.

La verdad es que dudé antes si llamar a Elio de quien Daniel jamás puede oír hablar. Fue una de sus condiciones antes de casarnos: «No trataré nunca de controlar con quién hablas o no, pero no quiero oír el nombre de Elio en esta casa. Espero que lo comprendas». No dije que sí, aunque no me gustó el modo de formularlo, pero tampoco puse reparos a la condición. Le dije a Elio que procurara no llamarme y Elio jamás ha hecho caso de mi ruego. No obstante, anoche podía haberlo llamado yo a él y no lo hice en principio. Me decidí, sin embargo, a telefonear a Santiago Izúa, pero Santiago no podía salir ayer por razones familiares. Se mostró muy contento de que hubiera comunicado con él y hemos quedado para el viernes. Fue entonces cuando me decidí por Elio.

—¿Cenamos esta noche? —propuso nada más identificarme por teléfono.

—No, no puedo.

—¿Una vuelta en la moto?

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

La trompa de la DKW enfiló la ciudad como un bronco animal que tuviera alas, como un estallido, su rugido acompasado con el vértigo, compitiendo con un ruido de bocinas, rasgando las luces, los edificios vistos como instantáneas fugaces de Madrid, los transeúntes como muñecos desvalidos, aterrados quizá por el monstruo que circulaba de semáforo en semáforo por los espacios justos, casi rozando los retrovisores de los coches, sólo detenido por el fogonazo rojo que daba la orden de parada, y otra vez a aprovechar el ámbar, el inadvertido tránsito del verde al rojo —por poco nos la damos— antes de que los coches cruzaran la calle en multitud por detrás de nosotros. Yo agarrada a Elio, temerosa, él embebido en el poder de la máquina, el ruido, crecido en un espacio distinto, quizá sin sentir siquiera mi temblor. La plaza de España, sus torres, vistas como en un vídeo cuyas imágenes pasaras velozmente, para adelante y para atrás, un mareo, el estómago, como si no tuvieras certeza de que lo que veías fuera realmente lo que creías estar viendo.

Cuando frenó en el paseo de Camoens y mi cuerpo quedó asido al suyo, totalmente apretada por el pánico, después de suspirar, como quien supera el frenesí de una droga que te conduce inevitablemente a la muerte, y lo estás viendo, la ves venir sin poder evitarla, evoqué la vieja Vespa de nuestra juventud, su comedida marcha, Elio sereno sobre ella, mi pelo al aire, desconocido el vértigo, la ansiedad, esta imagen de ogro poderoso que el casco le otorgaba.

—Eres una exagerada —me reprochó que temblara aún—. Serénate.

—¿Qué hacemos aquí?

Parecía dispuesto a quedarse en las sombras de aquel paseo, había oscurecido ya.

—Imagínatelo.

Conocía aquel lugar. Las putas y los travestis nos miraban como transgresores de un espacio del que se habían adueñado.

—Nunca pensé que fuera capaz de acompañarte al lugar del delito, nunca pensé que los celos pudieran permitírmelo.

Reí. Había cedido la fiereza del motorista avasallador y otra vez la luz de la adolescencia se adivinaba en los ojos de Elio.

Me habló como quien acepta la derrota, que la vida sea como es. Pareció que alcanzara el convencimiento de que luchar contra lo que no nos gusta o huir de implicarnos no conduce a otra cosa que a la renuncia. Y pronto pasó de esa tierna instantánea del fracaso asumido a la arrogancia del poseedor del secreto, como si aquella situación yo no pudiera compartirla con nadie más que con él. Me recordó a Rhon, siempre orgulloso de su secreto. Y me molestó su intento de avasallar mi territorio íntimo igual que con su moto avasallaba el espacio de la ciudad. Se le notaba su satisfacción, convencido de que había hecho una buena obra, igual que mi madre cuando se entregaba orgullosa a la caridad.

—Eres un benefactor, Elio.

—Costumbres de familia —respondió riendo.

De todos modos le estaba agradecida. Sentía que la presencia de Elio me proporcionaba seguridad, sobre todo en un paseo semioscuro como aquél. Él me señaló el lugar en el que la cabeza de piedra de un prócer recibía la caricia de la rama de un árbol como el sitio idóneo para apostarse. Desde allí seguiría mis pasos titubeantes para comprobar al fin que toda posibilidad de lujuria se desvanece siempre en mi.

Pronto noté que la seguridad se convertía en una incómoda observación que no me gustaba. Y en seguida me di cuenta, además, de otra cosa: que el vértigo ofrecido por la clandestinidad, una fuente de placer, tan querido como detestado por mí, desaparecía cuando el otro mundo, el llamado normal, donde estaba inscrito Elio, se cruzaba con el inquietante cosquilleo de mis íntimas sensaciones para hacerlas desaparecer. La tolerancia de Elio me hizo pasear entre las putas, no como me hubiera gustado a mí, o sea, como una más de ellas, sino con la superioridad de una señorita de mi clase que las observa con compasión y que se ha equivocado de paseo.

Sin embargo, me sentí en la estúpida obligación de no defraudarlo y me dispuse sin instinto a representar el papel de la desvalida y viciosa amiga que Elio observaba desde el terraplén, quizá con pena de que la vida sea como es. O quién sabe, pensé, si me contempla con algún tipo de excitación, con algún placer de mirón.

Solté mi pelo, sacándome las horquillas con las que me lo había recogido por la tarde para viajar con mayor comodidad en la moto, abrí mí blusa como nunca lo había hecho, con la misma burda provocación que usan estas putas callejeras, y de una forma tosca aprisioné los pliegues de la falda entre los muslos para conseguir una imagen grosera. De risa.

Tampoco me había recostado nunca ligeramente en un árbol, expuesta, a la venta, señora de alquiler, como lo hice ayer para que me observara Elio. Y tal vez no me hubiera atrevido a hacerlo de no saber que él estaba allí.

Lo cierto es que lo hice y que pronto los focos de un automóvil me encandilaron y a buen seguro le ofrecieron a Elio la posibilidad de contemplarme como una furcia en pleno oficio. El coche se aproximó y por la ventanilla dejó ver su rostro un hombre barbado y joven, y por estas dos circunstancias no de mi gusto, pero no sentía ningún placer por prolongar aquella representación. Así que me acerqué hasta él y sin que aún le hubiera dado las buenas noches me preguntó cuánto cobraba.

Yo desconocía el habitual desarrollo de estos acuerdos, si bien supuse que el cobro tendría que ver con lo que el cliente esperara de mí.

No conseguía hacer cálculos, no sé bien cuánto cuestan esas cosas.

Elio se acercó cuando yo acordaba con mi cliente que cinco mil, y éste, inclinándose hacía la puerta de su coche desde la posición del conductor, la abría.

Un sudor intenso, una especie de escalofrío, de desazón, me impulsaba a huir, a tomar del brazo a Elio y escapar en la moto, carretera de La Coruña hacia adelante, sin saber de rumbo. El vértigo de la moto se me reveló de pronto como una forma eficaz de la inconsciencia, un modo de escapar de la angustia.

Elio se alejó lentamente sin dejar de mirarme y su mirada me preguntaba si iba a ser capaz, sí estaba segura. Esa mirada me incitaba a concluir la representación a sus ojos, pero al ver que se alejaba prudente y con lentitud, pero se alejaba, me empezaba a encontrar, todavía de pie, sin entrar en el coche, como una niña abandonada en un parque oscuro. Y después, inmediatamente después, sentada junto al joven barbado, como una niña que otra vez intentaba caer en falta. El chico me miró, dejó caer una mano enorme, gorda, peluda, sobre mi muslo y arrancó el motor del auto.

Supongo que Elio pensó que yo volvería pronto allí, que debía esperarme, supongo que quedó sorprendido de que esta vez me hubiera atrevido. Yo temblaba y mi temblor era indisimulable, mis dientes hacían ruido, parecía poseída por un ataque de nervios.

—¿Eres nueva?

—No, tonta —intentaba reponerme.

—Tienes miedo? —me preguntó sin detener el coche, veloz hacia el puente de los Franceses.

Entró por la carretera del Pardo y con su mano izquierda —«Ábrete la blusa», pidió— me apretó el pecho hasta casi hacerme daño.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—A mi casa.

—¿No eres casado?

—Sí, pero no hay nadie en casa.

—Pues no me gustan las casas —me pronuncié como una caprichosa.

Él, arrogante, dijo:

—En ningún sitio como en la cama, tía.

—No me gustan las camas —insistí incongruente. Lloré de miedo.

¿Ah, no… ? ¿Eres una viciosa?

Parecía una acusación. No le respondí.

Paró en el semáforo de Bravo Murillo y allí acercó su boca hasta mi cuello. Abrí rápidamente el coche y salí corriendo. Casi queda en sus manos un jirón de mi falda.

Oí primero una bocina insistente, seguramente la suya, y luego esa bocina se confundió con otras. Corrí por Bravo Murillo hacia Quevedo. Crepitaban en mi frente los ruidos de la ciudad, como si se repitiera en parte la sensación de la moto. Pasaban bustos irreconocibles. Tuve ganas de vomitar y no dejé de correr hasta que llegué a la glorieta de Bilbao. Entré a los servicios del café Comercial para lavarme las manos, más que por escrúpulos por una necesidad incontenible de no sé qué purificación.

21 de mayo de 1988

MAMÁ INSISTIÓ DURANTE TODA la mañana en que no dejara de acudir a la comida familiar en casa de mi hermano Rafael, estaríamos todos. Mi pretexto para no ir era en realidad tonto: Daniel está de viaje.

—Hija —dijo—, como si siempre hubieras andado por el mundo acompañada…

No le faltaba razón. Pero también era un fastidio que en una reunión de familia —la celebración de los quince años de matrimonio de Rafael— no pudiera acudir del brazo de mi «santo esposo», ahora que lo tenía. Me había casado para eso, para no ser una extraña en este mundo de matrimonios de mi familia.

«A ti te gusta mucho una familia», dice Marga.

Y no se equivoca. Me gusta mucho mi familia, me siento confortada entre ellos. Y, por otra parte me siento oprimida por ellos. ¿Qué pensaría Rafael de mí historia con el joven barbudo? ¿Resistiría mamá el conocimiento de mis experiencias extraconyugales y raras?

«Tú te has casado para combatir la soledad», afirma Marga con su seguridad insolente. Yo también lo pensé en su momento y ahora busco mi soledad con desespero. Sólo en la soledad vuelvo a ser yo misma. Hoy, sin embargo, me hacía falta Daniel para sentirme otra, en otro papel, en la casa de Rafa. Me encontré allí como si nada hubiera ocurrido, como si mamá estuviera a punto de preguntarse de nuevo, machacona, cuándo casaría a su Goñi por fin. Esta vez dijo, suspirando —mamá suspira cada vez que pregunta algo con deseo—:

—¿De niños nada, Goñi?

Respondió Isabel por mí:

—¿Todavía no la conoces, mamá? Goñi no aguanta a un marido y va a aguantar a los hijos…

Mi madre estaba a punto de predicar sobre las excelencias de la reproducción de la especie, siempre basada en sus propias satisfacciones y en las excelencias de sus hijos, pero se sobresaltó con mi respuesta:

—Daniel es impotente, mamá.

Las risas de mis hermanos la apartaron un poco de su sorpresa —mi madre carece de sentido del humor—, aunque no pudo por menos que rechazar el mal gusto de la broma.

—¿No habéis pensado en niños? —me preguntó mi cuñada Carmen casi al oído.

—Los niños son una preocupación si no se tiene la seguridad de contar después con un buen pediatra —le contesté.

Luis, mientras ponía hielo a su décimo whisky en la mesa de hierro de la terraza, gritó con su voz aflautada:

—El cuñado es maricón. Mamá dijo que se resistía a admitir este modo de hablar, semejantes bromas sin respeto.

—Parece que ignoréis a vuestra madre.

—¿Verdad, Goñi, que es maricón… ? —insistió Luis entre las nerviosas risas familiares. Mamá gritó con energía que bastaba, que estaba bien de bromas, y me miró compasiva hasta que me oyó contestar:

—Lo mismo que tú, querido; ya sabes que eso no impide tener niños.

Carcajadas. Creí que había llegado el momento de cambiar esta conversación por otra, pero fue una ocasión propicia para que hiciéramos recuento de los casos que conocíamos de homosexuales con hijos, de buenos padres de familia con doble vida. Mi propia madre no se resistió a empezar por la nobleza, mucho más a gusto en este punto de la charla, y hasta repasó la tradición histórica. Parecía empeñada en alejarse del tiempo para que nuestro cotilleo cobrara más altura y en la medida en que los maricones se veían rodeados de más alcurnia o de un ambiente de corte, a mi madre le resultaban más tolerables. Carmen, en cambio, sólo hablaba de los que aparecían en Diez minutos, cortejando a sus damas o exhibiéndolas. Mamá la observaba atentamente y sólo con mirarla la recriminaba, sin quererlo, por su ordinariez. Ella —desgarrada en el lenguaje, como siempre— seguía insistiendo en los lances de un marqués consorte.

—¡Pobre Daniel…! —exclamó mamá—. Bromas de éstas a sus espaldas.

Mi hermana Alicia, volviendo a los orígenes de la conversación, quiso tranquilizarla:

—Goñi está vieja para tener hijos, mamá.

—Una buena madre siempre puede ser una buena abuela —sentenció mamá desde su querencia, subrayada con una sonrisa cómplice.

22 de mayo de 1988

ANOCHE SALÍ SOLA Y EL coche se encaminó al paseo de Camoens. Di vueltas hasta marearme por la misma ruta que siguen los caballeros que ligan con travestis y putas: paseo abajo hasta el puente de los Franceses, Ciudad Universitaria, Rosales y otra vez al paseo. Reviví el nerviosismo pasado de estas rondas y la melancolía no me impidió la lucidez para percibir la inutilidad de los rodeos.

A pesar de todo, no renuncié a bajar del coche con el mismo miedo de siempre y a pasear como una solitaria, medio loca, por las partes más oscuras de la arboleda, observando los tratos como una espía. Con mi melena suelta y la vista baja parecía más una señorita de provincias extraviada, que hubiera ido a visitar a un pariente a Argüelles y se hubiera perdido en aquel parque, que una…

En realidad, ¿qué soy yo en esas circunstancias?

Ya le he hecho esta pregunta al psiquiatra y el psiquiatra me ha contestado, con esa facilidad que los psiquiatras tienen para eludir su propio trabajo, que la respuesta tendría que hallarla dentro de mí misma. La verdad es que esa respuesta la relaciono siempre con la clandestinidad que rodeó mi primera relación con Ignacio. Lo que no sé es si basta con esa explicación, ni si se entiende así mi gusto por esta ruta excitante del vicio. El psiquiatra se encoge de hombros cuando se lo explico.

Anoche se lo expliqué a un travesti y me dijo que yo soy muy complicada. Me evité comentarle que esa conclusión resultaba muy común.

—A ti lo que te gusta es el ambiente, chiquilla.

Tal vez sea cierto, pero no. El travesti, igual que Marga, lo simplificaba todo. Y, además, me llegué a preguntar, en un rapto de furiosa dignidad, qué hacía yo contándole mi vida a un travestido. Todo había empezado así:

—Oye, tú, ¿adónde vas tan desamparada, tía… ?

Sonreí y vino hacia mí. Se presentó:

—Me llamo Yayi.

—Y yo, Maruca.

Nunca he dado mi verdadero nombre en estos casos. Entregar el nombre me parece presentar a la otra, a la que no sé si soy de verdad, tal vez a la señora de Salazar.

Yayi me invitó a «hacerlo» con él/ella y expresó su deseo sin muchos rodeos, aunque sin sorprenderse por mi risa inevitable y más bien estruendosa.

—Yo soy muy macho.

Hizo la afirmación de un modo muy contundente, queriendo desmentir mi risa, y llevándose la mano a la entrepierna de una manera que no cabe imaginarse precisamente delicada. Pero por mucha confianza que una mujer pudiera poner en él resultaba imposible admitir la condición que proclamaba: unos larguísimos zarcillos al viento, una especie de media pamela y, para colmo, sus medias negras con brillantitos que se empeñaban en negarlo a primera vista. Lo piropeé porque estaba nerviosa, no sabía qué decirle:

—Eres muy guapa.

—Usa el masculino, mona —imperaba en su modo de hablar el afeminamiento.

Insistió en que no iba a cobrarme ni una sola peseta y la reiteración resultaba obsesiva. Se levantó por fin la falda para mostrarme el único rincón de aquel cuerpo donde habitaba el varón.

—No, verás, yo sólo quiero mirar —dije. Trataba de convencerlo de que ni con él ni con otros—. Yo estoy casada —expliqué. No me importaba nada, pero insistí en eso. Yayi me llamó estrecha, quizá intuyendo que sí me importaba, y señalando a los que detenían el coche sin parar del todo y se interesaban por él, dijo:

—A ésos les saco yo una pasta.

Un aire castizo le cambió el modo de hablar, quería dejar claro que conmigo lo hacía porque le gustaba. Y señaló a los viriles conductores que rondaban la acera sacando tímidamente sus cabezas para contemplar el «género».

—Con ellos haces otra cosa, claro —bromeé.

—Lo mismo que contigo, pero…

Un prodigio de síntesis.

Su voz había ido cambiando progresivamente y el arrastre de las palabras y la aparición de una arrogancia, ciertamente masculina, lo trasladaban de un sexo a otro, a pesar del terciopelo malva de su blusa. Cerré los ojos porque en esos sitios la vergüenza me lleva a veces a cerrarlos. Pero haberlos cerrado y permanecer con ellos cerrados durante un rato, más que huir de mí misma, como me pasa tantas veces, me permitió descubrir en Yayi el tono de la seducción, el persistente intento viril de la conquista.

Casi había olvidado la sensación de encierro que me procura el peligro, el rechazo a la marginación que brota con furia dentro de mí cuando me hallo en circunstancias como esta que después me reprocho. Así que tuve la decidida intención de marcharme y me arranqué de sus brazos con un tipo de bravura que siempre me resulta impuesta. Fue entonces cuando sentí su mano masculina agarrándome y adquirió su voz el tono amenazante de los que ignoran el riesgo, detectan tu miedo, igual que los perros, y se crecen entonces y te ladran. No pude reprimir mi conciencia de clase, y un aroma de sudor viejo, sólo mermado por enjuagues, se interpuso entre el otro y yo. No hacía falta esgrimirle estas razones recónditas de clasista que se apoderan de mí porque él las percibía en el desdén de la mirada. Ellos lo han aprendido desde pequeños.

Tuve miedo y el miedo me llevó a pensar en Daniel, pero el mismo miedo me impedía echar a correr, acabar con aquella situación. Yayi se había arrancado la peluca y, a pesar de la pintura o por eso mismo, su cara era una pura caricatura en la que se habían agravado todos los rasgos. De pronto, la barba, cuidadosamente rasurada, aparecía en el rostro de Yayi con su áspera textura. La apariencia, sin embargo, era lo de menos, si no fuera porque el cambio de la apariencia y la expresión súbita de la agresividad se habían producido al unísono.

No admitía que hubiera jugado con él y en un rato había pasado de la ternura al desengaño; todo, al parecer, por mi culpa. El orgullo se había ocupado de la conclusión: con él no se jugaba, yo era una señorita de mierda, curiosona, y está bien, lo admitía, pero todo eso tenía un precio. Le pregunté qué precio con una altanería que no me perdonó. Dijo que la gente como yo quería arreglarlo todo con dinero y de su manera de hablar se hubiera podido colegir fácilmente un desprecio por el dinero que lo ennoblecía en su agresividad. Pero, como si de pronto advirtiera que a la gente como yo el dinero era lo único capaz de dolerle, me exigió que le entregara el bolso.

—Para tirarlo todo al río —dijo—, para joderte.

Gritó acercando su cara a la mía.

—Las tarjetas de crédito en el río fastidian poco, son papel mojado para todos —reflexioné con una serenidad de la que ahora me asombro.

El orgullo es capaz de convertimos en imbéciles con demasiada facilidad y Yayi quizá hubiera preferido que me evitara la lógica; mi entereza le demostraba una vez más qué tipo de persona era yo. Él habla con el corazón, me explicó, pero la gente como yo no lo merece. Me resistí a entregarle el bolso y, sin dejar de retenerme con una de sus manos, abrió con la boca su propio monedero dorado, que le colgaba del hombro, y tomó con la otra mano una navaja. Lo que hasta entonces era una mezcla de miedo y placer se convirtió en miedo exclusivamente y no pude estar segura desde aquel instante de que cuanto me sucedía no fuera una pesadilla de la que tenía que despertar de un momento a otro.

—¿Cómo te llamas? —temblaba mi voz.

—Sabes que me llamo Yayi.

—Ése es tu nombre de mujer.

—Yo no soy como tú —me dijo—, yo sólo tengo un nombre.

Estuve por decirle que yo tampoco, que me llamaba de verdad Maruca, pero él ya tenía en sus manos mis documentos y los iba tirando al jardín después de leerlos con una provisional serenidad que formaba parte de su ceremonia del desprecio. Cuando terminó con los papeles me pidió el reloj y lo tiró igualmente y me requirió después la cadena y la medalla e hizo con ellas lo mismo, sin atender a mis explicaciones de que se trataba de un recuerdo familiar de un inapreciable valor sentimental. Se rió forzadamente y, quejándose por los suyos, dijo que los pobres como él no habían tenido nunca ese tipo de recuerdos.

—Quédate con el dinero —le supliqué, quizá indicándole que con el dinero bastaba. Como si, torpemente, renunciara a enterarme de lo que de verdad quería él de mí, sin advertir que el dinero era justamente lo que no quería. Me devolvió las llaves y los billetes en el final de su trabajo de despojo. Y rompió a llorar. Lloró con la feminidad que yo ya estaba olvidando en aquel agresivo asaltante y en su llanto de remordimiento vislumbré la esperanza de que pudiera arrepentirse de aquella gratuita atrocidad.

—Debes pensar que estoy loco.

No respondí. Intenté consolarlo sin prevenir las consecuencias de su súbita alteración. Él rechazaba toda compasión y aquello no podía quedar así.

—Tú lo harás conmigo —amenazó.

—Sabes que no es posible.

Sin hablar más, renunciando a toda discusión, finalmente resuelto, me condujo hasta el coche con la navaja y no la apartó de mi cintura mientras me indicaba, escuetamente, por dónde debíamos dirigirnos a no sabía yo qué lugar. Recuerdo que pasamos por la M-30. Vimos el puente de Toledo a la izquierda. Como en un sueño recuerdo ahora la calle Antonio López, y después un patio oscuro con trastos y unas escaleras oliendo a orín y una habitación estrecha con cazadoras y camisas por los suelos. También un espejo sobre una repisita con pinturas y una foto grande de Marilyn Monroe. La cama estaba deshecha, Yayi me invitó a tenderme allí y me desnudó rasgando mi ropa con rabia. Después consiguió hacerme llorar desesperadamente. Me apretó la cabeza contra el colchón, con riesgo de asfixiarme, para que no se oyera el grito de dolor, el espantoso dolor que me rasgaba por dentro y que aún siento en este instante.

23 de mayo de 1988

¿ESTOY YO LOCA? Me he hecho la pregunta muchas veces y ninguna respuesta es concluyente o no es, por lo menos, definitiva. Supongo que le ocurrirá a la mayor parte de los mortales. Mientras me hacía esta reflexión tan común permanecía en silencio y seguramente con la mirada algo traspuesta. El psiquiatra me miraba atentamente con sus manos reposadas sobre la mesa y una serena disposición a escucharme. Rompió su silencio por fin:

—¿Cómo fue su cita con don Ignacio?

—Nada de particular —dije.

Y él se dio cuenta de que yo no quería describirla, no deseaba insistir ni por asomo en una relación que él tenía por fundamental en mis condicionamientos sexuales y en mis rarezas. No le confesé si había mentido al escribir la hora, el lugar y el nombre de Ignacio en el diario o si todo fue una trampa para desconcertar a Daniel.

Daniel tampoco ha viajado a Londres y su propósito era hacérmelo creer para conseguir sorprendernos en el hotel, juntos, a Ignacio y a mí. No supe si comentarle que Marga colaboró como espía para observar a Daniel en su incursión por el Eurobuilding y saber así de su interrogatorio al recepcionista. Tampoco le comenté, ya lo habrá hecho él, que Daniel pudo comprobar que había una habitación reservada a nombre de Ignacio, aunque no se enteró de que la reserva la había hecho yo misma por teléfono. Marga fue minuciosa en la observación del nerviosismo de Daniel y me hace gracia recordar sus detalles, la capacidad de Marga para describirlo como un actor dispuesto a entrar en escena y al que lo comen los nervios.

«¿Para qué haces esto, qué sentido tiene…?», me preguntó Marga.

El psiquiatra me hubiera preguntado lo mismo y tengo que reconocer mi incapacidad para responderle. Quizá Daniel ignoraba en lo que se metía cuando se metió en mi diario o cuando decidió meterse en mi vida.

—¿Cuándo vuelve su marido de viaje?

—¿Qué importancia tiene?

—Evitará otros riesgos —respondió el psiquiatra recordando lo ocurrido con Yayi.

—Evitaré la vida —dije, con un puntito de innecesaria intensidad.

—No tiene ninguna necesidad de continuar casada —replicó él.

Pero no está muy claro que el psiquiatra tenga razón. Quizá por eso y antes de que dijera yo nada más pasó a interesarse por mis insomnios y mis angustias de estas noches. Me preguntó por la llamada incesante del teléfono.

—El jadeo al otro lado del auricular era seguramente el de Yayi —admití.

El día de mi aventura con él, la madrugada de Madrid por las calles inhóspitas de la periferia fue para mí un territorio de incertidumbre. Anduve, dolida y derrotada, sin encontrar un taxi, tratando de hallar el camino que me aproximara a un lugar céntrico donde sentirme más segura. Un día y dos noches de dolor y miedo, un poco sin saber dónde estaba, secuestrada por mí misma y ansiosa, con un nuevo temor a la soledad y aliviada por la ausencia de Daniel. Esa noche Yayi me había echado de su casa a puntapiés y me advirtió, con un rostro áspero y asqueante en el que un refriegue de pinturas subrayaba la maldad de la máscara, que aquella noche no sería la última.

—Se ha metido usted en una buena complicación.

La llamada incesante podía haber sido también una trampa de Daniel tratando de controlar por medio del teléfono si me hallaba o no en casa. Pero de ser Daniel le hubiera bastado con llamar y colgar o con saludarme, como lo hizo esta mañana, según él desde Londres. Recordé que era esto, exactamente esto, lo que hacía cuando se enamoró de mí. No obstante, dije:

—Estoy segura de que era el travesti. No dejé de vomitar en toda la noche, tan profundo era el asco que me inspiraba su recuerdo.

—Un brutal sentimiento de culpa, ¿no?

—No —fui tajante en la respuesta.

—¿Y sí lo viera otra vez?

Paradójica y absurda respondí:

—Volvería a hacerlo.

—¿Sintió placer?

—Sí, placer y dolor.

El psiquiatra apretó los labios, movió la cabeza reiteradamente y no dejó de mirarme. Parecía que con mis palabras le hubiera dado la clave de todo. Dije «placer y dolor» y yo misma me confirmé en la síntesis. Se levantó y me invitó a salir y no me dijo esta vez que no tenía remedio. Sin embargo, yo estoy segura de que quiso decirme eso.

24 de mayo de 1988

DANIEL REGRESÓ ANOCHE, tal vez de Londres, y salimos a cenar. Ignoro de dónde podía venirle la alegría, pero aparecía repugnantemente jovial y empeñado en otorgar al reencuentro un ambiente de romance. Me encontró hundida, asqueada de mis propias aventuras insatisfactorias, y no me preguntó, sin embargo, a qué se debía tal estado de postración. He llegado a la conclusión de que Daniel me prefiere deprimida, convaleciente, necesitada, frustrada. Me trajo unos preciosos pendientes de esmalte. Los miré con desgana y forcé una expresión de gratitud que debió resultarle suficiente. Luego, en la cena, tras reiteradas manifestaciones de amor por su parte, me convocó a la conformidad.

Yo, según él, jamás llegaré a enamorarme porque nadie me gusta verdaderamente. Permanecí inmutable por desidia y porque no me preocupaba si de verdad tenía o no razón. Después habló del matrimonio y sus rutinas y trató de explicarme cómo los matrimonios no suelen ser muy distintos en sus hábitos; soy yo, a su parecer, la que pide a la vida más de lo que la vida puede darte.

Disimulaba mi aburrimiento manoseando las flores de la mesa hasta estropearlas y, mientras Daniel comentaba con el camarero la clase de vino que debía servirnos y discutía sobre marcas con el estúpido empeño de la exhibición, me preguntaba yo qué habría hecho él durante todos estos días.

—¿Qué tal por Londres? —me atreví a preguntarle sin evitar la sorna.

—Tal vez me ha ido mejor que a ti con don Ignacio.

No se sustrajo a la ironía y, en consecuencia, a la complicidad, pero deduje de sus palabras la burla y temí que se apoderara de mí un estúpido deseo de venganza.

—No te envidio —contesté.

La respuesta arisca no le impidió tomar mi mano con ternura y en ese momento sentí que, a pesar de todo, necesitaba a Daniel todavía. Cuando llegamos a casa procuré dormir pronto para evitar mostrarle mi desgana o de ese modo, quizá, pudo advertirla él más fácilmente.

25 de mayo de 1988

ANOCHE, EN LA CAMA, Daniel empleó las armas de la seducción y comparé la suavidad de sus caricias con el hambre de sexo que Santiago Izúa había exhibido en sus urgencias de hace dos noches. Todavía estaban sus flores sobre la consola y para Daniel, por lo visto, habían pasado inadvertidas. También con Santiago salí a cenar y, al contrario que mi marido, contó sus desventuras e insatisfacciones de casado para insistir en la ineficacia del matrimonio. Igual que Daniel, Santiago tomó mi mano durante la cena, pero jugó con sus piernas buscando las mías y sus labios rondaron el cabello o se acercaron al lóbulo de la oreja con su vieja habilidad. ¿Por qué Daniel no consigue jamás el temblor erótico que Santiago me transmite? Ahora, en la cama, sucedía lo mismo y Daniel sabía que estaba más bien ajena, sin sospechar que esta vez era Santiago —su piel, su olor, su roce deseado tantos años— lo que se imponía sobre la torpe manera de hacerlo de Daniel.

Sonó el teléfono en la madrugada y él intentó contestar, pero conseguí adelantarme y obtuve por respuesta un jadeo. Daniel lo tomó después y dijo no oír nada. Tal vez era Yayi, sonreí al decírmelo a mí misma. Una sombra de inquietud se apoderó de su rostro alegre de anoche, me miró con incertidumbre y quizá no me hizo una pregunta por no saber cómo hacerla; después se empeñó en poseerme como si de ese modo consiguiera ahuyentar las dudas y halló esta vez mi cuerpo tenso, resistente, y eso mismo lo volvió violento como en aquella primera noche inolvidable. Arañé sus espaldas en una dura lucha en la que mis muslos se apretaban displicentes y él se abría paso con fuerza hasta conseguir mis alaridos de dolor.

No se había repuesto aún del placer del orgasmo cuando infligí la humillación:

—Apestas, debes volver al dentista. La boca te huele a muertos.

Lo dije y recordé el sabor gratificante de los besos recientes de Santiago. Santiago me conoce bien y me había dicho: «A ti no te gusta la cama, viciosa, sino los prados». Ya entonces no tenía disimulo posible para el deseo y, urgido, tomó la carretera de Valencia adelante. No tengo memoria precisa del lugar, quizá por culpa de la noche, y menos porque mientras conducía desabroché… La curiosona de Marga me pidió todos los detalles por la mañana y se gozaba con mi relato en miniatura.

«Eres una fantasiosa», me dijo.

Cualquier cosa es una fantasía para ella.

Después llegamos a una especie de barranquillo por el que discurría el agua y él me apretó contra un árbol para la feliz culminación en una oscuridad inquietante, sobresaltados por las luces próximas de los coches en la que tal vez era la carretera de Arganda. «¡Qué morbo tiene esto!», exclamó Santiago cuando aún yo gemía.

«No te gusta sino el peligro», Marga se hacía la nueva.

Daniel musitaba algo esta noche cuando le solté lo del dentista y él se sentó en la cama y, cabizbajo, me preguntó por qué me empeñaba en ser desagradable con él. Cuando se me hace este tipo de preguntas siempre pienso en la respuesta que yo le daría al psiquiatra: «Es preciso que no olvide que jamás me he enamorado de él».

«¿Te enamorarías de Santiago Izúa?», me preguntó Marga. «No estoy segura de tener interés en enamorarme, querida».

«Siempre sería más higiénico que lo que haces por ahí».

No supe si ofenderme. Mi propia amiga me tomaba por una especie de prostituta. En lugar de sentirme agraviada, me eché a llorar. Una puta es siempre una cosa más simple.

Daniel amaneció hoy con la misma sonrisa del día de su regreso y estuvo tan solícito conmigo como esa noche. Le duró hasta que salió del baño. Cuando nos sentamos a la mesa a desayunar, su ánimo había cambiado ya. Yo estaba segura de que en el largo aseo se había entregado a la lectura de mi diario y por encima del enfado brillaba su preocupación.

—¿Llamaron anoche por teléfono o lo soñé?

—Llamaron.

26 de mayo de 1988

DANIEL NO REGRESÓ ANOCHE a casa y el teléfono tampoco dejó de sonar esta vez hasta que casi había amanecido. Cuando oí los jadeos habituales pronuncié el nombre de Yayi por si se trataba de verdad de Yayi y accedía a hablar por fin, pero sólo una vez una voz áspera y evidentemente disimulada me llamó degenerada. Me perturbaron tanto las llamadas que no tuve tiempo para pensar si lo que debía hacer era telefonear a centros de urgencia en los que me pudieran tranquilizar en el sentido de que a Daniel no le había ocurrido nada. En realidad, estaba segura de que nada le había pasado y que fue la rabieta que la lectura del diario le originó lo que le hizo tomar este tipo de represalia. No obstante, a las diez, llamé a su estudio sin identificarme y Tere, la secretaria, se ahorró preguntarme quién era porque le resulté de sobra conocida. Sin extrañeza alguna de que fuera su propia mujer quien preguntara, dijo que el señor Salazar estaba enfermo. Como si fuera normal que lo estuviera sin encontrarse en casa. O quizá pensara que la que se hallaba fuera de casa era yo. En cualquier caso, nada de particular debía ocurrirle y esperé a que diera señales de vida, más que con preocupación por él, por mí misma. Volví a advertir que lo necesitaba y debo reconocer que su desaparición me resultaba inquietante. Para Marga todo podría consistir en una simple borrachera para la que no le faltaban motivos y estaría en cualquier hotel durmiéndola al objeto de crearme la inquietud que tengo.

Mi hermano Luis me llamó a mediodía para recriminarme la indiscreción de haber contado a mí marido las bromas que se gastaron sobre él en la comida familiar. Negué habérselo contado y de inmediato recordé que lo había escrito en el diario. Reí, pues, como quien admite la debilidad de haberse ido de la lengua. Luis le negó haberlo llamado maricón y, por supuesto, que yo hubiera dicho que se trataba de un impotente, pero tuvo que oír de sus labios que yo era una puta y que andaba ahora ligada con un asqueroso travestido.

—¿Tu marido está loco, Goñi?

—Algo de eso —respondí—. Perdona.

Y me resistí a hablar más. Marga, siempre tan realista, me dijo que dar por loco a Daniel fue un acto de cinismo imperdonable. Y me advirtió: «Ése buscará a Yayi, Begoña, y vas a tener un lío».

28 de mayo de 1988

DETESTO LA VIGILANCIA DE DANIEL, su obsesivo seguimiento de mi vida, y necesito al tiempo un espectador de lo que hago, de modo tal que sin espectador —dice el psiquiatra— cuanto hago carece de sentido. La prolongada ausencia de Daniel me ha hecho recaer en la enfermedad y me recorre el cuerpo un raro escozor que el médico atribuye a un problema psíquico, sin que pueda él hacer otra cosa que darme alivio con píldoras. Tan desesperada ha sido mi vida en estos días que he tenido que suplicarle su retorno, engañarlo diciendo que lo amo. He preferido requerirlo yo misma a que tuviera que intervenir Marga como mediadora.

«Ese diario es tu ruina, abandona ese juego», me aconseja ella.

Pero Daniel confiesa que me agradece la sinceridad del diario:

—Parece una ventana de tu alma.

Cursi. Sí, una ventana por donde entra el hielo, pero la cálida mano de Daniel me llegó al rostro, necesaria, y sentí otra vez el miedo al tedio. Sonó la sintonía del telediario en esta casa como si fuera la misma sintonía del aburrimiento.

—Estuve por no volver —dijo.

—Estás a tiempo de marcharte —respondí al dictado del orgullo.

3 de junio de 1988

ENTRO EN EL SUEÑO DE la siesta de hoy, soñando que sueño, y me veo en una hamaca junto a la piscina de mi hermano Rafael, con la mirada puesta en el cielo diáfano de Madrid. Un bullicio de niños que de cuando en cuando alteran mi modorra, llamándome: «Mira, tía, esto»…, «Súbenos, tía»…, «Ven a bañarte con nosotros, tía».

La insoportable exigencia permanente de los niños. Y ajeno a ellos mi mundo de deseos, mi ansiedad permanente… Las exigencias de tu familia: primero, cuándo te casas; después, los niños. Los niños, ahora.

El psiquiatra no ha dejado de interesarse por el asunto. Si él hubiera sido mujer no hubiera renunciado nunca al privilegio de ser madre. A Marga no le interesa tanto casarse como tener un hijo. Me pregunto si de verdad quiero tener un hijo y temo que tenerlo sea otro modo de huir de la soledad, un acto egoísta más que generoso. ¿Quiero tener un hijo con Daniel, tal como lo desea él, urgiéndome a tenerlo, o no quiero tener más ataduras a Daniel? Tener un hijo es contar con otro juez, otra dependencia. Al psiquiatra se le ocurrió el otro día una frase obvia y en la cara se le notaba la satisfacción por la ocurrencia:

—Hay ataduras que nos hacen más libres, Begoña.

—Ya tengo las mías —le respondí.

—Pues no me queda nada más que hacer por usted, tendrá que volver a psicoanalizarse.

La voz de mamá me despierta de la siesta:

—No hay nada como tener un hijo, Goñi.

—No hay nada como morirse, mamá.

Los ojos le brillaron de lágrimas. Quizá sintiera miedo. Se encogió de hombros y, con mal genio, empezó a reprender a los niños por sus gritos incesantes en torno a la piscina.

Daniel estaba poseído por la ternura y, al oír una canción infantil en la tele y sin saber si aún estaba yo despierta, dijo:

—Es la hora del niño, Goñi.

Sentí un sobresalto.

5 de junio de 1988

EL FELIZ ESPOSO COMPLACIENTE me aburre sin remedio; su ternura surte los efectos del pastel que empalaga hasta conseguir minarme la salud. Una fuerte jaqueca me dominaba esta mañana al desayuno.

—¿Ya no escribes en el diario?

—¿Para qué?

No se atrevió a responderme. Constaté una vez más que me prefiere mustia, acobardada, enferma. Estuvo solícito y satisfecho como siempre que decaigo.

—Debes tener cuidado con tus experiencias, Begoña.

—Me recuerdas a Rhon, querido. Una especie de padre protector muy exclusivista.

—Un marido siempre lo es —lo dijo con la autoridad que le afloraba en mis ratos de desvalimiento—. ¿No sigues escribiendo el diario?

—Quizá no. Doy demasiadas pistas, ¿no crees?

—Eso quiere decir que seguirás haciendo de las tuyas en silencio.

Por la sonrisa advertí que no creía del todo en lo que le decía.

—No quiero describir mi muerte, Daniel.

Merecí sus risas por tonta.

29 de junio de 1988

HE VUELTO AL DIARIO después de muchos días, acariciando sus tapas como si de una criatura a la que hubiera abandonado se tratara. La rutina y la depresión que ésta me trae no sólo me dejaron sin ganas para la vida sino con la sensación de que intentar vivirla en estas páginas ha sido un fracaso. Tan sólo a Daniel le son útiles para espiarme, para escrutarme el alma, para meterse casi en mis sentidos. Por eso se preocupa, sin animarme pero con curiosidad, por si reanudo o no el diario, como si también a él le faltara el estímulo. Desde que no escribo aquí lo que me pasa y transcurren mis horas amodorrada en un sofá, con una continua jaqueca, Daniel parece más hosco, menos interesado por el sexo. Podría pensarse que por consideración a su mujer enferma, y yo, sin embargo, estoy segura de que se trata de la falta del estímulo que estas páginas le suponen. La verdad es que si no he escrito durante estos días pasados es porque no he vivido y me gusta poco hacer del diario una retahíla de lamentos sobre las inercias. Sólo me conforman los buenos recuerdos y tampoco voy a hacer de este diario un recuento de insatisfacciones.

Me pregunto otra vez si tiene sentido escribir un diario que no cuente con lector, como si el desinterés de Daniel por comprobar personalmente si continúo o no con la escritura le permitiera a él vivir en un limbo que lo gratifica y me desinteresara a mí de pronto por seguir registrando aquí mi vida o encontrarme con ella en estas páginas. Por eso anoche hice ostensible mi necesidad de retirarme y le rogué a Daniel que no me molestara.

—¿Vuelves a escribir? —me preguntó.

Cerré la puerta de mi cuarto y ahora la acaba de abrir él para comprobar qué hago. Ha podido comprobarlo, ha cerrado la puerta y me siento al fin reconciliada con mi escritura.

Es raro que se haya molestado en observarme porque últimamente lo encuentro sin ningún interés por perseguirme. Es más: parece que la seguridad con que de pronto actúa, hecho el fuerte de súbito en la relación de pareja, estuviera relacionada con un crecido desinterés por mí. Si yo fuera una esposa convencional estaría ahora mismo dando la bienvenida a los celos. Es lógico pensar que si me requiere menos, diría que casi nada en estos días, es porque se emplea en otros requerimientos. Sería absurdo que a estas alturas se apoderaran de mí inquietudes que me son tan irracionales y desconocidas como los celos, pero no sé si en el fondo he de reconocer que en la medida en que los celos me acerquen a la normalidad he de sentirme más liberada de la carga de mis extrañezas.

Se muestra alegre y confiado, la desvalida criatura que imploraba amor pasa, poco a poco, a imponerse en esta casa. Por lo que me temo, o ignora que sigo escribiendo este diario después de la interrupción de casi un mes o el diario ha dejado de importar en su vida. El reclamo de esta noche, la evidencia de que he vuelto a escribir, lo devolverá a estas páginas. Y podrá leer aquí no sólo las experiencias anteriores sino esta confesión: me satisface la idea de que otra mujer me sustituya en las obsesiones de Daniel.

Me pregunto cómo será esa mujer y la supongo una dama frágil y obsequiosa, sensual y recatada como él quisiera que fuera la madre de su hijo. No podrá ser una mujer inculta, Daniel no soportaría nunca el aburrimiento, para aburrido está él. Y será, sin duda, una mujer equilibrada. Con una loca como yo no se podía vivir. Lo imagino contándole mis rarezas, pero le dirá también, inseguro, que por ahora no puede dejarme porque estoy delicada y lo necesito. No soporto la compasión de un ser débil como Daniel. Así que espero su confesión para aconsejarle, recobrando la superioridad que tuve antes sobre él, que abandone esta casa y arregle su vida con el sosiego y la serenidad que se merece.

Daniel ya sabe que yo no renunciaré nunca a ser la que soy, aunque él y el psiquiatra hayan puesto su empeño en lograrlo.

9 de julio de 1988

EL DIARIO PERMANECE en el mismo lugar en el que lo dejo cuando acabo de escribir hasta que lo retomo para contarme. No hay indicios de que haya sido tocado por nadie por más disimuladas marcas que le pongo.

Ayer pasé el día más derrotada que de costumbre por culpa de una resaca, mientras oía silbar a Daniel, imponiendo la apariencia de la tranquilidad. Aproveché que leía muy próximo al teléfono para llamar a Ignacio. Se trataba de un intento de que mi marido reaccionara de algún modo, convencida de que alguna provocación lo haría hablar. Me contestaron que el señor estaba en La Granja y llamé a continuación a mamá para saber cuándo iniciaba ella su veraneo. Antes de cualquier respuesta concreta, mi madre suelta una retahíla de dificultades que le impiden hacer las cosas como ella quisiera, de modo que no había podido marcharse antes a La Granja por una enfermedad de la tata que impedía poner la casa de verano como siempre lo había hecho: los muebles enfundados, recogidas las alfombras, cubiertas las lámparas, ya sabes… De todo hizo recuento prolijo y al fin respondió: iniciará su veraneo la semana próxima. Le anuncié mi propósito de acompañarla y tras manifestar su contento, porque siempre está sola, porque tantos hijos para esto, porque de los viejos no se acuerda nadie, porque ya ves tú lo que os gustaba La Granja y ahora todo aquel caserón para mí sola, me preguntó qué haría Daniel, tú te debes a tu marido.

—Estoy cansada y no muy bien de salud, mamá. Daniel se quedará en Madrid.

—¿Os pasa algo, hija?

—Lo peor es que no pasa nada, mamá. Daniel lo había oído todo y, en consecuencia, no me pareció necesario darle cuenta de mi decisión de abandonar este Madrid inaguantable por caluroso, de separarme del tedio que la vida con él me produce.

—Yo iré algunas noches a quedarme —me anunció Daniel al verme disponiendo la ropa.

17 de julio de 1988

—TOMA, TE LO DEJAS —Daniel me entregó el diario cuando daba los últimos toques a las maletas.

Yo había decidido dejarlo, como un modo de abandonar el compromiso inútil con estos papeles. Pero lo tomé y lo introduje en la maleta pequeña, rectificando así el propósito inicial por el mismo hecho de que hubiera sido Daniel quien me intentara salvar de lo que no era olvido. Que me lo trajera él podía indicar que había vuelto a su lectura o que por lo menos lo había hojeado. Tal vez la conversación de ayer, pensé, lo ha devuelto a la lectura. Su semblante, sin embargo, no parecía acusar esos efectos.

—Últimamente es aburrido, ¿no? —le pregunté recuperando otra vez el diario de la maleta.

—Todo menos eso, Begoña —habló cumplidamente, sin atisbo de ironía—. Es tu vida.

—Una vida repugnantemente tediosa.

—No se desprende eso del diario, querida.

—¿No?

—No.

—Lo que quizá ocurra —hice una larga pausa como si estuviera pensando mucho lo que iba a decir— es que la vida es siempre muy repetitiva y a fuerza de reiterarse no nos escandaliza.

—Tal vez —fue escueto.

Llegué a la conclusión de que no se trataba de que el diario ya no tuviera lector, sino de que Daniel es ahora un lector menos asiduo y, desde luego, menos apasionado. El contenido del diario le resulta aceptable y lo que en principio era escandaloso para él ha conseguido ahora su conformidad.

Por eso, antes de meterlo de nuevo en la maleta quise registrar lo que queda dicho y algo que a Daniel tal vez le inquiete más que todo cuanto he confesado: voy a tener un hijo.

18 de julio de 1988

LA GRANJA ES LA REFERENCIA de mi paraíso perdido, un lugar donde las miradas ocultas, los juegos ambiguos, los olores a humedad o a hierba, forman parte de mis secretos, revividos todos en la noche íntima. Las campanas del reloj del palacio se entrometen en mis silencios, en mis jadeos y en las ansias de vivir que tan cautamente he ido rebajando.

Mi madre penetra en los espacios sin sorpresa y sólo hace objeciones domésticas, comentarios de intendente, como si estuviera en la obligación de vigilar las cosas y dedicarse a su cuidado por mandato expreso de sus ancestros; acaso se lamenta de la vejez y asoma a veces, frío, el recuerdo de mi padre.

Nada más llegamos a La Granja se dispuso a organizarme la estancia incluyéndome en sus partidas de bridge y en sus aperitivos y condenó una vez más mi rareza cuando le aclaré mi deseo de pasear a solas por los jardines reales o emprender excursiones a la sierra. Sola, siempre sola.

—No querrás dar pie a habladurías, Goñi. Una mujer casada, su marido en Madrid, y ella por ahí sola, sin más ni más y a cuento de qué…

—Sola. Sola, he dicho.

Refunfuñó sin entenderlo y no tardé en llamar a Ignacio.

—Ya sabes que estoy viudo —me dijo— y Maripi no viene hasta agosto. De modo que en el tiempo que me deja libre la pintura podré atenderte como te mereces.

O pintarme —le sugerí.

—O pintarte, hija mía.

Hoy amaneció el día caluroso y la tierra sudaba en los jardines después de las aguas de anoche en la tormenta, una tormenta que he seguido tras los cristales, los truenos vibrándome en el cuerpo igual que en la lejana adolescencia, hoy construida en la memoria por tantos y tantos objetos de esta casa, tantos rincones en cuyo abrigo viví las horas que determinaron el gusto de mis ojos, los dictados de mi pasión, esta manera enfurruñada de vivir.

20 de julio de 1988

IGNACIO Y YO HABÍAMOS quedado en vernos en Segovia: los bares de La Granja están llenos de gente conocida a la hora del aperitivo. Nos encontramos, pues, en la Plaza Mayor, en La Concepción, y lo divisé en seguida, tras los cristales del bar, sentado en uno de sus pocos veladores. Había adelgazado y la piel de su rostro estaba más desordenada por la edad, más agrietada e inexpresiva, sus labios eran ásperos y por su sonrisa había pasado una sombra haciendo estragos, reduciéndola. Me abrí paso entre la gente que llenaba La Concepción pidiendo a gritos consumiciones y, como si los labios me hubieran sido arrebatados por el pasado, los posé en él más que con pasión con el temblor inaugural de los días de mi adolescencia. Acostumbrada a mis encuentros clandestinos con Ignacio, dije:

—Creo que no es el sitio.

Él estaba tan atildado y pulcro como siempre, con corbata de lazo, a pesar del calor, y unos lentes redondos que impedían la visión de sus ojos celestes. Se ha dejado una barbita blanca que resalta, como seguramente quiere, su condición de artista.

—No sé si después de muerto me harán caso —se lamentó con falsa modestia—. Yo de todos modos no me he propuesto nunca una meta —parecía hacer una declaración de principios—, y sólo estoy en camino. Para que el que me queda…

Ignacio no acepta que lo suyo en la pintura es sólo buen oficio, que le falta la chispa, que al fin y al cabo es únicamente un burgués que pinta caballos y bodegones, retratos para salones y alguna que otra atrevida recreación de la naturaleza.

—Estoy deseando que lleguemos al estudio —propuse al hilo de la conversación sobre su obra.

Afloró su leve sonrisa de pícaro, breve, tan sólo para que mi memoria disfrutase con ella, y de nuevo siguió hablando de las mafias de la pintura, de los negocios del arte, de la crítica vendida, del poder de los rojos en el mundo de la plástica. Hablábamos ya paseando por la ciudad, subiendo lentamente las escaleras de la plaza donde se halla el monumento a Juan Bravo —«Un hermosísimo espacio italiano», dijo—, y lo invité a que tomáramos el coche para irnos a su estudio de Valsaín.

—No tengo nada allí que merezca la pena ver ahora —se lamentó; impuso la disculpa con una reiteración que la hizo insuperable.

Los estragos que el tiempo hace en la memoria de la gente podían haberle hecho olvidar que en aquel estudio me entregué a él por primera vez, porque se manifestaba renuente a que nos fuéramos allí, pero era por estricto pudor profesional, no por la implicación aparente de otros temores que tuvo en tiempos.

—Hasta que no nos encontremos a solas… como en el pasado —le dije—, que siempre nos veíamos a solas, no voy a tener la certeza de que de nuevo estoy contigo.

Elevó la vista hacia la torre de San Martín, como si buscara su propia memoria pretendidamente perdida o como si, por el contrario, quisiera aventarla como grano de trigo. Después de un instante de silencio dijo que no hay edad más insensata que la llamada edad madura.

—No lo dirás por el románico —bromeé, fijándome en la pared lateral de San Martín. Y barrunté que era el arrepentimiento lo que lo llevaba a esas conclusiones sobre la insensatez.

No quise darme por vencida a sabiendas de que el deseo puede enmarañarse con la edad en cualquier pared polvorienta de los sentidos, pero con la seguridad de que dentro de él, entre sus sosiegos y sus pesares, la libido habría de hacerse paso.

—Ya tiene uno dormido el deseo —exclamó cuando por la carretera de Soria nos dirigíamos a Pedraza a sugerencia suya. Declaró dormido el deseo y me puso la mano en el muslo de una manera mecánica, nada sugerente.

—Es verdad que el deseo se hace perezoso con la edad —dije—, pero si no estás muerto…

—¿Quién sabe, hija, si lo estoy?

Protesté porque me llamara hija, no porque se sintiera muerto.

—Yo lo que quiero es ser tu amante.

—Un poco impetuosa para eso —me reprendió como un abuelo y me dio una palmadita en el muslo.

—Al deseo dormido le vienen bien las amantes impetuosas —aproveché para devolverle la palmadita.

—La primera vez que lo hice, casi un niño, apenas vestía pantalones largos y el vello era tan sólo unas pelusillas en las piernas, lo hice con una puta. —Recordaba y subía y bajaba la cabeza en el itinerario del recuerdo y arqueaba las cejas como viéndolo todo muy lejos—. Iba lleno de miedo por si no cumplía como era debido. Un poco más tarde, un verano aquí, en La Granja, conocí a una chica del pueblo y un día nos fuimos por ahí, al atardecer, a un chamizo, y yo temblaba. Creí que no iba a conseguir hacerlo —se rió—. Pues ya ves, ahora de viejo, como entonces, tampoco sé si sabré hacerlo en regla.

La voz cobró el tono de asepsia de la narración en off de algunos documentales televisivos, rastreaba al tiempo por el recuerdo y por las inseguridades presentes. Así que paré el coche en Torrecaballeros por si aún se hallaba a tiempo de considerar mi propuesta de irnos a Valsaín y lo hacíamos por la carretera que desde un cruce de este pueblo conduce a La Granja. Pero me miró de un modo adusto e inexpresivo a la vez y tomó luego sus llaves entre las manos, como desgranando las cuentas de un rosario y mirándoselas fijamente, sin pronunciar palabra, hasta que yo, por propia cuenta, emprendí el camino de La Granja. Entonces habló para negarse y se negó con rotundidad.

—Está bien —dije—, supongo que la edad no habrá acabado también con tu apetito.

Rió contagiado de mi risa y aprobó así la iniciativa del almuerzo, pero para entonces yo había desistido de que siguiéramos hasta Pedraza y me empeñé en que comiéramos allí mismo, en una vieja casona restaurada donde un tal maestro Javier acudió a recibirle ensalzando un retrato que Ignacio había hecho de la señora marquesa de Lozoya. El mesonero parecía ilustrado y se regodeaba en el comentario de los detalles del cuadro para complacencia de mi viejo amigo. En correspondencia al halago, Ignacio lo felicitaba por la ocurrencia de las leyendas que en castellano de resonancias antiguas se había inventado y que estaban allí, pintadas con letras muy floridas bajo las fotos sepias rescatadas de olvidados baúles.

—El tiempo todo lo cura, Begoña —rompió el silencio en el que habíamos entrado de vuelta a La Granja, contemplando por la ventanilla cómo iba enrojeciendo el horizonte a su derecha, porque empezaba a atardecer, y cómo la hierba agostada del paisaje se hacía dorada con aquella mítica luz de mi infancia y de mi adolescencia.

—El tiempo todo lo cura o todo lo enferma —repliqué.

—¿Qué quieres decir, hija mía?

Me volví hacia él para recriminarle otra vez que me llamara hija y bastó para eso con mirarlo con cara de repudio.

—Perdona, pero no te he entendido bien… —habló con un cansancio de viejo.

—Que si quieres decir que lo que el tiempo cura es el deseo, lo que pienso yo, querido, es que un hombre o una mujer que no desee es un enfermo y no un sano, ¿está claro?

Di un golpe sobre el volante del coche como el modo más radical que tuve a mano para otorgarme la razón sin que se admitiera más disidencia.

—Estás siempre pensando en lo mismo, Begoña… —pareció un cura.

—¿Te has hecho del Opus?

—No, hija —se le había escapado, sonrió—; verás, yo soy creyente, si fuera del Opus ya sería un pintor conocido, ¿no crees… ?

—Habrías pintado un retrato de Escrivá de Balaguer como esos que parecen carteles de cine —exageré la risa.

—Sabes que no, no seas mala —puso de nuevo la mano sobre mi pierna y le asomó la picardía a los labios como si fuera cambiando la intención, que había cambiado, porque ahora, al tocar, el tacto era más determinado y eso lo percibió en seguida todo mi cuerpo.

—¿Te preocupa el pecado? —le pregunté.

—Sabes que sí… ¿Y a ti?

—No podría vivir sin esa referencia. Soy la que soy porque siempre me siento culpable y te mentiría si no dijera que disfruto con eso. La verdad es que juego a pecar más que peco; dice un amigo mío que me gusta más el olor del vicio que el vicio mismo. —Solté una carcajada al recordar a Elio—. Dime si no es eso una verdadera estima por el pecado. No lo frecuento del todo tan sólo porque temo que si me acostumbro —reí— dejaría de interesarme.

—Siempre has sido un demonio —su voz cobró vigor e inclinándose hacia el cristal delantero del coche avanzó también sus manos y dio unas palmas inocentes con las que parecía aplaudir mi condición de pecaminosa—. Eres una tentación, Begoña, pero para un viejo como yo…

—Soy ya mayor —lo interrumpí.

—Bueno —se sorprendió—, es verdad que siempre me han gustado las jovencitas —volvió el recuerdo a cambiarle el semblante, meditativo ahora— y todavía hoy me gustan, y en ese sentido, sí, Begoña, la verdad… La verdad —titubeó— es que eres un poco mayor… —puso su brazo sobre mis hombros acercándose, reconciliándose con rapidez; se rió queriendo reparar la indelicadeza.

—Para ser claros, Ignacio, un viejo verde, ¿no es así?

—No, no es así… Bueno, procuro que no sea así… La dignidad, ya sabes…

—La dignidad, la dignidad… La vida, Ignacio… —grité. Se asustó con mi maniobra repentina para acercar el coche a un recodo de la carretera. Paré y tomé su cara entre mis manos—. La vida, Ignacio, eso es lo que hay que salvar, la dignidad no es más que un ingrediente de la ceremonia.

Rompí su susto y su sorpresa o la agrandé con un beso. Parecía estar enseñándole en el recorrido de la lengua, en la gratificación de los labios, en la intimidad reconocida de su boca, que la vida era aquello. Bajó la cabeza con rubor después del beso, puse el coche en marcha y en silencio llegamos a La Granja.

—Déjame aquí —pidió bajarse antes de que traspasara yo las cancelas de San Ildefonso. Temió como entonces que fuéramos vistos.

—No pienso dejar de perseguirte —lo amenacé en un susurro.

—La verdad es que estás muy joven —me dijo metiendo la cabeza por la ventana del auto y dándome un beso en la mejilla.

Cuando con la mano me decía adiós, camino de la Casa de Canónigos, reconocí en su cara la mirada aviesa del padre de Maripi. El tiempo no nos había curado ni a él ni a mí.

23 de julio de 1988

TRATÉ AYER DE CONVENCER a mamá para que invitara a Ignacio a cenar aprovechando que invitaba a unas amigas suyas, también viudas. Le pareció inoportuno hacerlo porque se trataba de una cena de señoras y, al fin y al cabo, hija, me dijo, esa familia siempre fue otra cosa, unos advenedizos, nunca fue de la gente de aquí de toda la vida, vamos —movió las manos hacia un lado y hacia otro para subrayar lo comprensible—, que se notaba otra clase, y que si no fuera por tu amistad con la niña, ni hablarnos, porque aquí, si hay que saludar se saluda, no faltaba más, pero ir a las casas, lo que se dice que te inviten a una cena, fuimos siempre contados, los que venimos de viejo, los que ya estábamos aquí, Goñi, cuando venían los Reyes. Entonces La Granja era otra cosa… ¡Cómo lo disfrutó tu abuela, hija! Tu padre no, a tu padre todo le parecía un gasto, pero a mi suegra, la buena sociedad le daba la vida. Ya sé que ahora las cosas son distintas, y que conste que buen pintor sí me parece ese hombre, pero a la marquesa del Pinar la pintó, y eso, la pintó, después cada uno en su sitio.

—¿Tú me quieres decir qué pinta aquí ese hombre?

—Es mi amigo, mamá.

—No te pega nada, Goñi, es muy mayor para ser amigo tuyo, puede ser tu padre… Además, hija, no está aquí tu esposo, invítalo cuando esté él.

La sola invocación de mi esposo parece que bastó para que llamara Daniel por teléfono. No sé a qué juega, pero con una suficiencia, que bien podría estar alimentada ayer por el alcohol, hablaba de Yayi, el travesti, como si se tratara de un amigo suyo. Tenía noticias del asunto.

—¿La encontraron? —pregunté burlona y sorprendida, inquieta.

—No, para fortuna tuya —advertí su ironía en el atisbo de ese tipo de broma que dice lo que dicho en serio sería una impertinencia.

—Pues no lo entiendo, hijo… Nada tiene que ver que aparezca o no ese individuo con mi suerte.

—Sí, si se tiene en cuenta que la proteges o lo proteges, ¿lo proteges o la proteges, Begoña?

Habían encontrado el reloj y la medalla que Yayi me había robado y le mostré mi extrañeza. Ese reloj y esa medalla estaban guardados en un cajoncillo de un bargueño del salón al que seguramente había accedido ahora Daniel en los registros de mi ausencia.

—¿Quién te dijo a ti que me habían sido sustraídos?

—El diario no miente, Begoña.

—Pero el diario silencia —repliqué sin entender lo que de verdad ocurría—. Escribí en el diario que Yayi me había arrebatado el reloj y la medalla y no entré en más detalles sobre eso. No dije nada, por ejemplo, de que me los hubiera devuelto después… ¿Está claro, querido? —pregunté—. ¿Qué pasa ahora?

—Pues pasa que han encontrado el reloj y la medalla, Begoña, ¿te parece poco?

—No entiendo nada.

—Ah… ¿no? ¿No entiendes nada, cariño?

—Estás loco, Daniel.

—¿Yo o tú, Begoña? —contenía una risa de borracho.

—Déjame en paz, querido.

Colgué el teléfono y empece a recapitular cada una de sus palabras, detrás de ellas entreví todas sus intenciones y en su sarcasmo percibí una voluntad de crueldad que justificaba que no quisiera seguir oyéndolo. Mi lector del diario es ahora, además de un cómplice, un tramposo.

24 de julio de 1988

A PESAR DE QUE ANOCHE apenas pude conciliar el sueño, tratando de desentrañar cada una de las palabras de Daniel y hasta sus silencios, esta mañana me levanté temprano porque un hilo de luz pasaba por el filo de un ventanal que el tiempo ha ido combando y me daba en la misma cara. Al moverme a un lado y a otro de la cama no conseguí evitar la luz. Estaba muy cansada, vencida, una cierta dificultad de vivir se está apoderando de mí: Ignacio sigue resistiéndose a que nos veamos en Valsaín y lo mismo juega a recordar todo lo nuestro, con una memoria enfermiza, que se apodera de él, envejeciéndolo, una amnesia calculada y desconcertante para mí. Daniel, en la desocupación del verano, vuelve a vigilarme por medio de todos los rastros que haya podido dejar en mi ausencia y vive perseguido por el recuerdo del diario tratando de comprobar lo que ya parecía que había dejado de interesarle. Mi madre controla cada uno de los pasos que pueda dar yo en La Granja y es posible sospechar en ella la desconfianza ante mis rarezas, amonestándome siempre, acechándome, como si en mi silencio y en mi soledad detectara peligros para mi matrimonio o cualquier retorcida estrategia mía para la infidelidad.

—Ya no es como antes, hija, ahora por cualquier cosa cogéis la maleta y en paz. El matrimonio, Goñi, es un ejercicio de paciencia, que te lo dice tu madre… —y elevó la voz de un modo desmedido, remarcando la frase—. Mucha paciencia tuve yo con tu padre, hija mía, que de todo hacéis un mundo…

—Sí…

—¿Cómo que sí… ? Pues claro…

—Claro.

—No me tomes el pelo, Goñi, que me parece que me tomas por una loca, hija, y por mucho que estés pasando tú mucho más he pasado yo y aquí me tienes.

Parecía haber acabado y dispuesta a marcharse, como si hubiera querido hablar de sí misma más que de mí, pero cuando iba a abrir la puerta del salón volvió primero el rostro y después anduvo sobre sus pasos y me preguntó en voz baja, como si alguien estuviera escuchándonos:

—¿Hay otra, Goñi?

—Yo qué sé, mamá.

Se sentó en la butaca que estaba frente a mí.

—Eso siempre se sabe, hija, es como un olor, se les nota hasta en la respiración, hasta en la manera de mirarte…

—¿Papá te lo hizo alguna vez? —de súbito volvió a mí la imagen de mí padre desnudo.

—No quisiera yo deshonrar la memoria de tu padre, Begoña, pero ya se me está acabando la vida y qué más da… Claro que me lo hizo, hija, y no una vez ni dos, tu padre siempre estaba a verlas venir… Pero, eso sí, era cuando más amable se ponía, la culpa lo convertía en un dechado de amabilidades y después lo sorprendía, como si no viera, como si no me diera cuenta de nada, en extrañas llamadas telefónicas con arrumacos prometedores… ¡Pobre Rafael!

—Haberte separado —le dije.

—Ah, sí, muy bonito, como si no supieras lo que son los hombres, como si ellos no tuvieran otras necesidades… Una señora no puede dejar de ser nunca una señora, ¿me entiendes? Nos toca mantener el honor de la casa, la unidad de la familia, la cabeza muy alta. Como si no vieras, ni olieras ni sospecharas… Ellos siempre vuelven, y tu padre siempre me encontró en mi sitio, nadie podrá decir lo contrario, el sitio de una señora que disimula el dolor, porque dolerme me dolió mucho, y sobre eso no tuve nunca una palabra con nadie. —Su discurso iba acompañado de gestos de señorío, un modo de erguirse, de colocarse los pechos, de atusarse el cabello con gran seguridad—. «¿Le pasa algo, señora?», me preguntaban a veces las muchachas. Poco, la verdad, porque se daban cuenta de lo indiscreta que era la pregunta y me preguntaban poco, si sabrían ellas, y yo nada les contestaba, con una mirada agria bastaba para responderles. —Se quedó en silencio, puso la palma de la mano sobre sus labios prominentes y miró al balcón con la apariencia de pensar en algo, después se levantó y se acercó a mí para preguntarme—: ¿Sabes quién es ella?

—Posiblemente no exista, mamá.

—A lo mejor es que hay otro en tu vida, Goñi —se le escapó. La suposición parecía dictada por alguien, como si no se le hubiera ocurrido a ella o bien como si brotara del escondrijo más remoto de sus sospechas inconfesables. Lo dijo Y seguramente se arrepintió de inmediato de haberlo pensado siquiera.

—Tal vez —le contesté y sonreí. Y quizá bastara la sonrisa para hacerle entender que se trataba de una broma.

—Perdóname, qué cosas se me ocurren, Goñi. —Y me hizo arrumacos que yo había olvidado ya y que nunca me han resultado agradables.

Llamé a Daniel. Para conseguir hablar con él hube de intentarlo varias veces y lo conseguí en la madrugada. Tuve la impresión de que no estaba solo al percibir ruidos de vasos y, acaso, toses. No le pregunté nada ni traté de puntualizar ningún aspecto de su conversación de ayer. Sólo le pedí que me dijera cuándo tenía pensado venir a La Granja y me anunció que mañana partiría para Londres. Le deseé buen viaje y no le dije que dentro de unos días volveré yo a Madrid. Me inquietaban sus pesquisas y estaba harta de mi madre. Cuando salí de la sala de estar donde se halla el teléfono vi la cocina encendida y fui hasta allí: mamá, en bata, trataba de explicarse a quién podría llamar yo a esas horas.

25 de julio de 1988

VOLVIÓ LA LUZ QUE ENTRA por la ranura impertinente a despertarme pronto y abrí las ventanas para solazarme con el aire fresco de las mañanas de La Granja. Como pasaba en mi adolescencia, el aire sublimaba mi cuerpo y lo traspasaba todo de una juvenil sensualidad. Cualquiera diría que la memoria, el inusitado trajín de los pájaros —mirlos, tórtolas, las preciosas abubillas de La Granja— y la luz del lugar, amarillenta y dulce, me devolvían a mí misma, sola, deseosa, como si no fuera camino de los cuarenta, igual que un ser con apenas biografía. Dándole vueltas y más vueltas a las palabras de Daniel y a sus posibles maquinaciones llegué a cansarme de todo eso hasta el hastío y tenía la sensación de haberme liberado de una pesadilla en el retorno al pasado que era una dulcísima sensación de presente. Pronto un bullicio de niños me hizo niña y el tenue y agudo sonido del afilador o la voz del vendedor de barquillos me hizo esperar a mi padre y me agité por dentro lo mismo que entonces, y pensé en mi hijo y se me ocurrió engendrado por mi padre, porque sus hombros echados hacia atrás parecí percibirlos cerca de mí. Estoy loca, sin duda.

Desayuné con mamá y soporté una sarta de vacuidades de su parte en relación con aspectos triviales de los cambios de vida que se le hacen insoportables, queriendo recordarme uno por uno el nombre de las criadas que teníamos entonces y sonriendo, pícara, cuando recordaba las travesuras eróticas de mis hermanos con ellas, comprensiva siempre con las necesidades sexuales de los varones, para pasar después a las quejas del servicio de ahora, «no saben, Goñi, ni servir una mesa». Esta mañana, el desorden de los cubiertos era para mi madre la verdadera aflicción del día. Me propuso ir de compras para retenerme junto a ella y controlarme y notó pronto en mi cara que no estaba dispuesta a darle esa satisfacción.

Tomé el coche y fui hasta Valsaín. Ignacio no habrá cumplido con su promesa de llamar y era preciso sorprenderlo en el territorio del delito para que no le pusiera más excusas a la memoria. Dejé el coche a la entrada del pueblo, que parecía deshabitado por la soledad de sus calles a aquellas horas, y lo crucé hasta alcanzar el promontorio donde recordaba la casa: vi pronto su porche, el de la parte delantera del estudio, con sus tejados de pizarra y las ventanas lustrosas de aquel verano, comida ahora la pintura por el tiempo; una a cada lado de la hermosa puerta, amplia la puerta para que entraran y salieran los retratos de grandes dimensiones. En la parte trasera de la casa estaba el otro porche, el porche de mi iniciación y mi locura, de la locura de Ignacio estrenándome como mujer. Toqué a la puerta prescindiendo de la aldaba y del timbre y asomó su torso sin camisa por la ventana y con un ahogo que le venía de la sorpresa y de la prisa por abrir. Preguntó quién era viéndome, como si no se atreviera a reconocerme, y más ahogado en la pregunta por un aprieto que no supe si se justificaba en su molestia por verme allí, por mi terquedad, o por cualquier clase de necesario ocultamiento. Dijo que lo sentía pero que le era imposible recibirme, que ya me llamaría, ya me diría cuándo podría ir a ver su obra.

—Sabes bien que tu obra es lo de menos.

—Gracias por tu sinceridad —dijo—. Eres una obsesa, Begoña.

—¿No piensas abrirme la puerta, tanto es tu miedo?

Se excusó con torpeza, se contradijo sin pericia para mentir. Estaba posando una señora, se explicó, la marquesa viuda de no sé qué. Se había olvidado de que tenía el torso desnudo y que aquella impropia manera de retratar a una marquesa viuda lo delataba. Así que cuando dije no creerlo, se empeñó en que lo creyera y no me quedó más remedio que recomendarle, con una rara certidumbre de que estaba desnudo del todo, que se vistiera más adecuadamente para retratar a la nobleza. Me reconoció entonces que posaba desnuda para él una joven veraneante y, recordándome en ella, le pregunté si sospechaba que un desnudo de mujer pudiera escandalizarme.

—Ni de hombre —dijo—. Pero no se te oculta que no debe serle grato a la modelo que se sepa.

—Prometo discreción —respondí sonriendo y levantando la mano como quien jura.

—Te ruego, Begoña, que te marches. Aquel ambiente en el que el arte era un pretexto para el desahogo de la carne acrecentó mi gusto por Ignacio. Y mi inquietud. Quizá unos extraños celos y una excitación fogosa se revelaban irónicos en mis ojos. Me desabroché la blusa con un gesto instintivo y burdo con el que pretendía mostrarle la conservación de mis pechos.

—Aún estoy en condiciones de posar —le dije palpándome los senos—. ¿O de verdad me ves muy mayor?

—Lo del otro día fue una broma, Begoña, pero márchate, te juro que te llamaré —su nerviosismo era mayor.

—Saldrás por lo menos a despedirme —le exigí más que le rogué.

Salió con un traje de baño. Estoy segura de que se lo puso expresamente para salir. Me aferré a él y lo besé.

—Ten cuidado, Begoña, ten cuidado. Su miedo de siempre a que nos vieran.

26 de julio de 1988

NO HABÍA ACABADO DE DESAYUNAR aún y ya mi santo esposo me daba, diligente, los buenos días. Los amplios interrogatorios a los que me ha sometido siempre (qué has hecho, dónde has estado, con quién has ido o has venido) no parece necesitarlos ya. Es más: su jovial actitud, despreocupada, sonriente, irónica, trata ahora de dar a entender que nada le importa que seamos tan independientes y que, puesto que yo decido marchar a La Granja cuando me viene en gana, nada de particular tiene que él decida viajar a Londres. No explica si se trata de un viaje de trabajo o no, y cuando se lo pregunto expresamente trata de eludir la respuesta con ambigüedades que parecen destinadas a reclamar una cierta preocupación de mi parte o los celos que no consigue. Qué más quisiera.

Esta mañana hablaba como en broma todo el tiempo, como si en realidad estuviera burlándose de mí no sé de qué manera.

—La ausencia del diario parece que te pone de buen humor —le dije—. A ti nunca te ha venido bien leer.

—Al contrario, querida, leyendo he encontrado un filón.

—¿Un filón de qué?

—De risa.

Consiguió irritarme, pero lo despedí con la cortesía que correspondía hacerlo. Al fin y al cabo había tenido el detalle de llamar para despedirse. Cuando me anunció que se iba a Londres estuve segura de que lo hacía para castigarme y, además de no descartar que lo hiciera por eso, esta mañana tuve la impresión de que ahora ya tenía otra arma para fastidiarme: esa especie de desprecio que bulle en su conversación conmigo, un desinterés por mis detalles, como si todo cuanto le cuento le aburriera y llenara él de bostezos y sonrisas descreídas la conversación. Tuve la tentación de ofrecerme para viajar con él a Londres, pero semejante cambio de rumbo en mi conducta me iba a dar por derrotada. No obstante, ésa era la sensación que tenía, la de la derrota: nada importo al parecer para Ignacio y ahora estoy perdiendo mi autoridad sobre Daniel, una posesión que se me escapa, como si la admiración que me ha tenido siempre se hubiera diluido y pasara ahora a tratarme como a una loca, con el descreimiento y la suficiencia que los cuerdos emplean en el trato con los locos.

«Lo que te pasa a ti es que estás loca», me dijo Marga, desabrida. Y decidí despedirla para siempre:

—Eres repugnante, una verdadera miserable, no quiero saber nada más de ti, imbécil, mirona, intrusa.

No me di cuenta de que me desgañitaba al insultarla.

—¿Con quién estás hablando? —me preguntó mi madre, siempre al acecho.

—A ti qué te importa, déjame en paz.

—Te has vuelto loca, hija mía, me tienes asustada, estás hablando sola.

Parecía de acuerdo con Marga, las dos estaban conchabadas.

Toda mi vida he hablado con Marga, desde pequeñita. Ha sido como mi fantasía impertinente. Jugaba con ella y me llevaba la contraria, salía con ella de paseo y nos reíamos de todo. «¿De qué te ríes, sola, como una tonta?» me preguntaba Isabel. «Mamá: Begoña está riéndose de mí». Llevaba a Marga al cine y me contaba luego las películas y discutíamos las dos. «Mamá, ya está Begoña hablando sola», me acusaba Alicia, y tenía que despedir a Marga. Mamá venía y me reprochaba que hablara a solas, me decía que eso eran cosas del diablo, que como siguiera así tendría que llevarme al médico. «También habla a solas en el cine, mamá». Hablaba con Marga en el cine, pero ellas eran unas envidiosas, unas tontas incapaces de sostener las conversaciones que yo sostenía con Marga. Así hasta hoy, que ya no puedo más con Marga, se acabó. Mamá estaba llorando.

—Me voy, me voy para Madrid.

—Te vas porque quieres, yo no te he hecho nada, hija.

No le dije que había quedado con Ignacio en Madrid, que tenía que dejarlo todo claro, que ése no me tomaba más el pelo, que se iba a saber todo lo que quería ocultar y que además estoy embarazada y que el niño es suyo.

—¿Mío, de cuándo? —me preguntó el muy imbécil.

—De cuando estuvimos juntos en Madrid. Se había asustado él, cuánto no se asustaría mamá si lo supiera. Y también para Ignacio estaba loca. Pero quería hablar. Quería hablar porque al parecer la que estaba confundida era yo. Lo que no quedaba claro era aquello en lo que yo pudiera estar confundida: si en que había entendido que él me quería y en realidad no me quería o en que creía que había otra y no la había o si de tan beato y culpable quería morirse de aburrimiento y salvar su alma.

—Tú estás confundida, Begoña —me dijo. Y entendí bien lo que me estaba diciendo, pero lo decía con la respiración entrecortada del deseo y eso cambiaba las cosas. ¿O no? Sí, pero no. Él tenía que hablar conmigo.

—Pues ven y hablamos —le dije.

Pero no, no podía venir por el qué dirán, en La Granja todo el mundo nos conoce y por lo visto nos iban a conocer en Segovia y en toda Castilla. A Valsaín, no, y no se sabía si porque tenía a alguna guardada allí o porque me temía.

—En Valsaín no hablaríamos, querrías otra cosa.

Una fatuidad estúpida lo poseía, como un viejo engreído que se creyera objeto de mi deseo.

—Nos tendremos que ir a la China para hablar sin peligros.

Yo estaba muy alterada y así no se podía, mejor que lo dejáramos, decía, como queriendo quitarse compromisos de encima. Luego, algo había cuando había algo que dejar, porque bien pareciera que entre los dos no hubiera nada, que todo me lo hubiera inventado yo, incluso el embarazo.

—Cálmate y pondremos las cosas en su sitio —envejecía en su prudencia, con miedo, hasta límites insoportables.

—Si pongo las cosas en su sitio se va a enterar todo el mundo —saqué la amenaza no sé de qué desván de mi inconsciencia.

Quedamos al fin en Madrid, pero no podría ser en mi casa, según él. Primero, le asomó, pacato, el respeto al lecho conyugal. Abandonó ese respeto en seguida, tan pronto conoció el estímulo de burlar el mismísimo lecho de mi matrimonio. Supo por mí que Daniel se encontraría en Londres. Pedazo de cobarde.

27 de julio de 1988

NO SE OYÓ NI EL RUIDO de la puerta. Daniel, como quien se asoma a ver qué pasa con la certidumbre de lo que pasa, apareció sin más en nuestra alcoba. Mentiría si siguiera sosteniendo que creí que él viajaría a Londres ayer tarde. Además, pude haber conseguido la confirmación del viaje con sólo llamar a su estudio. No lo hice. Daniel sabía lo que iba a pasar y creo que yo también lo intuía. Por eso no me sorprendí. Cuando él entró, yo estaba desnuda sobre la cama, medio sentada entre los almohadones, con las piernas abiertas, y sólo se me ocurrió tomar la pequeña toalla que tenía a mi alcance para cubrirme. Apenas me miró: fijó su vista en Ignacio. Tanto que Ignacio, como si en lugar de una mirada hubiera recibido de Daniel la amenaza contundente de un arma de fuego, agravó su torpeza para vestirse, atolondrado, no bien abrochada aún la camisa, con los calcetines puestos y recogiendo aprisa y con terror sus largos calzoncillos de la alfombra. Se encogió de hombros, disculpándose, como quien dice «son cosas de la vida» o quién sabe si, hablando para sus adentros, con una resonancia de bolero y un resabio de inevitable orgullo machista, «a ti te tocó perder». Me entró la risa. Daniel exageró más la mirada atenta con una agresividad que en él parecía prestada y que, al menos yo, no le había conocido antes en ninguna otra situación. Estaba cumpliendo, con la escrupulosa perfección y la maniática minucia a la que era dado, la ceremonia del marido ofendido. Yo conocía bien su forma acostumbrada de actuar y por eso su modo de desenvolverse en esta situación me pareció cercano a la parodia. Le gritó a Ignacio, con el mismo celo con que lo hubiera hecho un padre o un defensor de menores que protegiera el honor de su criatura, que yo podía ser su hija, y lo que respondí con sorna, aunque tuve la sensación de ser una invitada de piedra, fue que sí, que efectivamente lo era. Daniel ni siquiera me oyó porque, no contento con esto, lo llamó, despreciándolo, «viejo asqueroso». Entonces reí de veras. Sin embargo, a Ignacio, lejos de indignarle la simpleza de los insultos de Daniel y los agravios mismos, sólo se le ocurrió insistir en su súplica de perdón mientras acababa de abrocharse los pantalones, su corbata en la mano y sin saber qué hacer con ella. Dijo perdón, perdón, apocado, falto de recursos. Y Daniel, a quien yo seguía contemplando en la representación de un papel que hubiera ensayado ya mil veces, se creció en la ira, altivo por humillado, y le propinó un fuerte golpe en la barbilla que lo hizo caer al suelo, rendido. Suplicaba piedad de una manera casi cómica al tiempo que salía corriendo. Daba lástima contemplar a un hombre pidiendo indulgencia con los zapatos en la mano, con un «por Dios, por Dios» en los labios que de puro cobarde hacía reír a cualquiera. No sentí lástima. Su actitud, exagerando como un débil la dimensión de la trampa, ha borrado para siempre el deseo que me quedara de él, de tan pequeño e indeseable como lo vi, tan indigno. Y ahora me asombro de que ni en los instantes más violentos profiriera yo una exclamación ni me inmutara en mi papel de espectadora más allá de la risa; si acaso borré el instintivo gesto de pudor que había tenido al cubrirme con la toallita y tiré ésta a un lado de la cama.

Cuando nos quedamos a solas, Daniel me dijo que me agradecía mucho que no me hubiera reído. Ni siquiera me había visto u oído reír. Después se sentó en la cama, a mis pies, tocándolos suavemente y mirando hacia la pared, con la apariencia de quien pasa de la ira a la serenidad más absoluta sin transición alguna. Su serenidad era envidiable. Me dio las gracias y se le notó que el agradecimiento era verdadero en su gesto de conformidad y de alivio. No fue necesario preguntarle a él la razón de su gratitud: yo sabía muy bien por qué lo hacía. Cuando me dijo «lo siento» le asomó una vaga timidez en la disculpa. Y añadió después con firmeza: «Ahora soy libre». Yo sonreí porque Daniel es muy dado a las declaraciones enfáticas. Luego me levanté tras él y lo acompañé desnuda hasta la puerta, como si los dos hubiéramos convenido algún día que las cosas tenían que acabar así, que para despedirse no hacían falta más palabras ni otros gestos. Salió muy resuelto y no miró hacia atrás. No se llevó nada ni dijo si volvería o no por sus cosas o de qué modo se las llevaría. Tampoco habló de ningún sistema de reparto de aquello que nos fuera común. Se fue, dando las gracias simplemente, como un invitado que hubiera pasado unos días en casa. Estoy segura de que me imaginó contemplándolo a través de los visillos, presa de mí misma, volviendo al diario que me explica sin que la explicación cambie los hechos. Un diario es un simple instrumento de la memoria, aunque no todo lo que se recuerda se haya vivido realmente o, por lo menos, no del mismo modo. En cualquier caso, debo confesar que las figuras son todavía engañosas para mí en el recuerdo de ayer mismo, y por esta razón, ahora, cuando escribo, me parece mentira que pasara lo que pasó. La culpa no me impide aceptar la realidad, ni mucho menos, pero me asombra la capacidad que tiene la vida para sorprendernos, incluso cuando sabemos no sólo a lo que nos arriesgamos, sino lo que viene después, cuando el riesgo se cumple: esta sensación desolada de desposesión.