IV. Diario de un reencuentro
19 de mayo de 1989
DANIEL SABÍA MUY BIEN, por supuesto, que la escena del encuentro con Ignacio que yo había descrito no era cierta. Sólo faltaba que encima llegara a creerse situaciones que no había vivido y en las que aparecía de pronto involucrado como uno de los protagonistas. Yo, con la intuición de que estaba siendo descubierta, fui la que empujé a mi propia fantasía hasta implicarlo en una escena imaginada como aquélla. Ni el psiquiatra ni Daniel intentaron amonestarme. Se apoderó de ellos la sonrisa mordaz que les ha fabricado la jactancia. Después, como un par de espías que hubieran examinado todas las pruebas meticulosamente en un superior laboratorio de análisis de la realidad, y tras estudiarlas en su conjunto, decidieron hacerme saber el resultado de sus investigaciones. La satisfacción descarada pretendió eludir el reproche, pero no consiguió disimular la compasión, y menos, aunque de un modo poco consciente, la burla. Me había pasado, lo reconozco —mi fantasía se impuso libremente sobre otros cuidados, prejuicios y utilidades—, y sólo le faltaba a él comprobar semejante ingenuidad para certificar mi locura y que yo me rindiera al fin ante la evidencia. Lo consiguió. Porque tal vez era el único modo de poner punto final, si es que lo que pasaba requería ese desenlace, a una historia íntima que, en cualquier caso, viví a mi modo. La utilidad del engaño, y más cuando lo cultivamos con nosotros mismos, aparece como la gran metáfora de la vida. Y siempre recordándonos que las cosas no son como son. Aunque Daniel y el psiquiatra se empeñen en que no hay vuelta de hoja. La realidad es autoritaria, terca y hasta mezquina. Es, a veces, cruel y, quizá por eso, mí otra realidad me abocó a ser descubierta sin escapatoria.
Me sentí acorralada ante aquellos dos hombres, Daniel y el psiquiatra, de cuya complicidad tenía una constancia no querida. Me miraban, erigidos en alto tribunal, no sólo con la complacencia que otorga la razón a los que se sienten sus seguros poseedores, sino a quienes, por sentirse precisamente eso, excluyen cualquier otro camino para la razón. Era una loca declarada y debía admitirlo. Y así lo hice.
Me faltaban fuerzas para defenderme y las pocas que pudieran quedarme estaban aplacadas por la ironía con que se iluminaban los ojos del doctor, más sutil que Daniel, o se rasgaba profundamente la sonrisa de mi marido en una zafia mueca de triunfo sobre lo que no sabía bien qué. Pero esa sensación de derrota ante quienes me delataban resultó muy efímera y en seguida se impuso algo peor: una sensación total de apagamiento y de muerte. Como si mi vida en el diario, por muy incierta que la vieran ellos, fuera toda mi vida y hubiera alcanzado ya su final. Me resistí a vivir y no comprendo ahora cómo después de tanta resistencia —sin comer, sin dormir apenas, con la boca estrechamente cerrada para que ninguna trampa hiciera posible el definitivo engaño de la verdadera realidad— estoy aquí ahora, más dócil, inventada por la vida y con la prohibición de poder inventármela yo.
Lo cierto es que Daniel fue otra vez una sombra atenta y despreciable en los sueños de clínicas, atravesando el blanco insistente de mis fronteras con la muerte, de tubos sanitarios como sogas que me arrastraban, violentos, y no me dejaban dormir para siempre como yo quería. Y aquí estoy, sin más, con la euforia impuesta de los que deciden aceptar el espejismo, junto a Daniel de nuevo, con la pretensión de actuar de esposa como parece adecuado, consciente de mi clase y con el orgullo que mamá intenta restablecer en mí. Todo lo hacen por mi bien, atentos para que no cometa otra locura, rodeándome de un amor anodino que no se permite excentricidades. Como si el sexo fuera el gran peligro que me acecha por los caminos inescrutables del cerebro. Yo soy una viciosa redimida a la que hay que arropar con todo el afecto que, según el psiquiatra, no tuve de niña y por lo cual mamá ha resuelto encontrar al verdadero culpable de mis males: papá.
Pero aunque ni lo quieran ni lo sepan, inicio otra vez mi diario, después de más de diez meses de una gran modorra, un letargo con fiebre de vencimiento o de vergüenza, en un callejón sin salida. Fue una postración que más parecía la gran vejez, viendo a la muerte cerca y deseada y a la vez como un alivio. Porque ahora sé que un diario puede existir sin lector, naturalmente, aunque lo acabe teniendo con el paso de los días, y de todas las razones por las que dejé escrito que un diario podía ser posible, la que me induce a volver ahora a él es asegurarme yo de que he vivido yo y hablar conmigo misma y confirmarme.
De todos modos, como si en esta ocasión quisiera rendirme a esa evidencia, vuelvo a escribir sin ningún sentimiento de culpa. Para empezar, he abandonado ya la primera sensación ridícula de niña descubierta en falta por mentirosa y sobre la que caen todos los reproches de los falsos días.
25 de mayo de 1989
NUNCA HABÍAMOS DISFRUTADO TANTO como después de que Daniel hubiera descubierto que la evocación de cuanto yo he narrado en aquel relato de los falsos días lo excita violentamente. Le gusta recordar lo que a veces ha llamado impropiamente mis delirios. Empieza haciéndolo con ironías y después a medida que avanza por mi cuerpo, tocándolo con una nueva suavidad, como si al tocar encontrara las palabras, va recordando las historias y viviéndolas y cuanto más las vive más lo aturden los celos y son los celos los que lo excitan ahora y repite obscenidades en voz alta y se pierde la suavidad de sus manos y me aprieta y me muerde con violencia, castigándome, y con la palabra obscena llenándole la boca.
—Yo te lo haré vivir —me promete—. No advertirás la falta del diario, Begoña. Vamos a inventar juntos, ¿verdad?
Me pide que cuente y cuento y él fornica entonces metido en la otra historia, en los días de La Granja, sin importarle ahora que yo lo llame Ignacio en lugar de Daniel, y él mismo se revive en el papel de Ignacio, y cuando le relato la manera paciente de ir metiendo las manos entre la falda de colegial, pierde la bravura y simula paciencia en la mano y me llama niña y busca mi sexo de un modo imprevisto, para que yo sienta la mano como nueva, como la primera vez que Ignacio buscó mi sexo excitado, dando pie a que Ignacio-Daniel lo haga sin reparos, no con la suavidad con que Ignacio lo hizo aquel día.
—Así, no —le corrijo—; no era así.
Pero ya no puede volver atrás ni yo quiero que vuelva.
—Más, Ignacio, te quiero, Ignacio.
3 de junio de 1989
—SIEMPRE FUISTE UNA CHICA muy rara, Goñi —dice mamá sin explicarse mis delirios. Siempre espera que le conteste algo, mamá no acierta a comprender a qué concretos motivos se debe mi rareza.
—La verdad es que sí, mamá.
—¿Verdad, hija?
No hace falta estudiar psiquiatría ni ser una madre especialmente lúcida, como cree ser la mía, para llegar a entender que la falta de trabajo si no crea las obsesiones las alimenta. Pero no siempre los maridos lo entienden del mismo modo, y eso es lo que le había pasado a Daniel porque los celos le hacían preferirme en casa. No sólo por las inseguridades que le creaban, sino porque mi dependencia económica y la falta de autonomía de esta vida holgazana en el hogar le permitían a él crecerse frente a mí, imponerse.
Ahora las cosas han cambiado. El triunfo de sus pesquisas y el descubrimiento de que yo era una fantasiosa —a partir de unas verdades, sí, pero una fantasiosa— ya le otorgan la seguridad de que estoy a su lado. Aunque me desplace, aunque de nuevo vuelva a ser la mujer de negocios que fui. Su carácter se ha vuelto menos dubitativo, más seguro; más viril, diría yo. Y hasta más adulto.
Percibo que no tiene gran confianza en que el éxito acompañe a mi trabajo y duda en el fondo de mis condiciones para ser una marchante de pintura. Acaso porque su buen gusto para el arte moderno no se haya visto siempre reconocido por mi parte o en pocas ocasiones haya coincidido con el mío. Mis reticencias, mis desconfianzas frente a los especuladores del arte —los diletantes y los propios fabricados artistas de la conveniencia— harán más dificultoso mi trabajo, sin duda, y eso es lo que piensa Daniel, pero ¿quién niega que una cierta radicalidad crítica sobre los falsos valores me consiga a la postre un prestigio como vendedora? Él, con un amago de escepticismo, me asegura que podrá introducirme entre sus clientes y a buen seguro que la condición de mujer de arquitecto es lo que ha contado más para los intereses de Brian, el director de la galería Smirna. Empezaré trabajando allí hasta que pueda establecerme por mi cuenta.
Por lo pronto, ya tengo un pretexto para intentar un contacto con Ignacio, aunque su obra esté muy lejos del tipo de pintura que a mí y a Brian nos interesa. De todos modos, a los vanidosos, por mediocres que sean, o tanto más cuando lo son, se los seduce tentándolos con la promesa de la fama. Son habilidades que los varones han usado en sus trabajos, frecuentemente, con las mujeres y, a juzgar por el discurrir de la historia, no parece haberles ido mal.
9 de junio de 1989
DANIEL Y YO HABLAMOS de Ignacio ahora como si estuviera siempre entre nosotros, pero lo que él no admitiría, dice, es que de verdad nos viéramos a solas. Yo, sin embargo, quiero verlo. Daniel repite que se ha casado para compartirlo todo, supongo que incluso a Ignacio. Yo soy la que no está dispuesta a que Ignacio sea sólo un fantasma, a que mi vida se reduzca a un juego que entre el psiquiatra y Daniel, o tal vez no sólo ellos, se empeñaron en acabarme o hemos transformado en un juego de excitación conyugal. Por eso he llamado hoy a Maripi, como la mejor introductora ante su padre para que hablemos de negocios: podría haber una galería en Sevilla interesada por la obra de Ignacio. La extrañeza, después de tantos años de silencio, entrecortaba la voz, que siempre fue poco resuelta, de mi antigua amiga. Quizá también la desconfianza, pero es posible que la desconfianza fuera una sospecha mía sin fundamento. En cualquier caso, en la misma medida en que me afanaba yo por expresarme cariñosa y cercana, parecía crecer su recelo y aumentaba en ella la expresión distante y desganada, como si no procediera ya apelar a la amistad ni pareciera que yo tuviera cabida alguna en sus más mínimas confidencias y, por supuesto, en su nuevo mundo de esposa y madre. No se interesó por mi vida en absoluto, como si ya lo supiera todo de mí o no le interesara, y a mi curiosidad sobre ella y los suyos respondió siempre parca y como queriendo acabar. Lamenté mi silencio de años, disculpé mi olvido, pero no parece que ella lo hubiera lamentado nunca ni que entendiera la necesidad de que las cosas podrían haber sido de otra manera. Más bien quiso insistir en que aquella amistad fue amistad de niñas y de verano y se acabó con la adolescencia y con La Granja. La Granja había terminado para ella.
—Qué aburrimiento —dijo—, yo veraneo en Sotogrande, me gusta el mar.
Le pregunté abiertamente si me guardaba resquemor por algo y soltó la risita estúpida y de vaga superioridad que tuvo de pequeña para decir que qué resquemor y por qué y que a cuento de qué venía esto, diría que casi molesta por la llamada. No tiene tiempo para nada, ya se sabe, los niños, el Club, el gimnasio y últimamente una asociación humanitaria, hacer algo por los demás, dijo, como la única aclaración sobre su posición vital. Así que concluí pidiéndole el número de su padre y, al volverlo a mencionar, noté por una expresión balbuceante que sus relaciones no eran buenas. Le pregunté abiertamente y me dijo que las cosas de familia se quedan en familia, cerrándose así a cualquier explicación. Me despedí con un beso y contestó:
—Encantada.
7 de junio de 1989
EN LA MODORRA DE ANOCHE, abrazados, me confesó Daniel que le faltaba la tensión del diario, que lo extrañaba. Pero también admitió que ya no podía ser, aunque el diario fuera una forma de masturbarse, y comentó abiertamente que si la masturbación es un ejercicio imaginario del sexo, no es por eso muy ajena a lo que yo hacía en mi diario, y que ésa era la razón por la que él creía que yo era fundamentalmente una onanista: alguien que ni siquiera cuando folla con alguien lo hace con esa persona sino con la memoria de otro o imaginándome otra situación y a otro protagonista.
—Como la literatura —dije—. Alguien que no está en lo que está, pero que de ese modo ensancha el placer.
Me emocionó tenerlo tan cercano y comprensivo y me asaltó la sospecha de que Daniel estaba proponiéndome otro tipo de relación: una relación sexual con más palabras. Se había acostumbrado con el diario a que le contara y ahora quería que fuera una especie de abuela que narra cuentos excitantes para que el nieto eyacule con placer y le pregunte detalles de su historia perversa, mientras ella se ocupa, amorosa, del vaivén. O interrumpe el relato para besarlo y entra de un modo inesperado, entre juegos que desplazan los cuerpos, el objeto de la caricia en la cueva carnosa y húmeda que absorbe el fuego.
Así fue anoche, después de que celebráramos una cena de enamorados sin serlo.
—Sabes que nunca he estado enamorada de ti y menos sin el diario por medio.
—Al fin y al cabo —contestó— el amor sólo sirve para contamos unos a otros lo que nos pasa.
—Eso no es amor, tonto —le dije—, eso es periodismo.
Y rompimos a reír. El alcohol nos había puesto contentos a los dos y a él trascendente de un modo muy particular.
9 de junio de 1989
TODO LO QUE EN DANIEL pueda ser en un momento concreto novedoso, atractivo, sorprendente, se transforma con una deplorable rapidez en rutinario, cansado y matrimonial. Aparecen en seguida las aristas interesadas, el aprovechamiento del otro. Así que, si bien esta nueva etapa erótica jugando juntos a imaginar me permite sobrellevar otros cansancios, ya me saturan las excesivas minucias a las que se entrega para que me invente yo detalles de una precisa arruga entre una parte y otra del cuerpo o para que no deje de tener en cuenta un gran lunar que lo ha perseguido en su memoria erótica. Pero lo menos apetecible es su intento de ahora: ahora quiere inventar él. Accedo, aun a sabiendas de que no son sus invenciones las que me excitan sino mis propias invenciones, mi mundo verdadero, ese mundo que yo me he ido creando con detalle y que en algunos aspectos ha sido la vida misma la que me lo ha ofrecido. Lo peor de las invenciones de Daniel es que se convierten en piezas teatrales de colegial y terminan en atropello. Me río, parece que lo resuelvo con la risa. Pero no. Apagamos las luces, nos hacemos cada uno a nuestro lado, y vuelvo a la tristeza. Después lo oigo hablar como si mientras nos dormirnos su voz fuera haciéndose más la voz de un crío, un crío que corretea por mi vida tratando de hacerse con ella. No puede, no puede cuando yo puedo, cuando estoy en orden, pero cuando me desbordo y caigo y enfermo de nuevo, él se crece, reconstruye y domina. Ahora está bajo los efectos de ese dominio, ahora se mueve con la parsimonia de quien tiene la función muy representada, se reclina en nuestro sofá con perfecta caída, se alza igual o cruza las piernas en un momento en el que de producirse un movimiento, cualquier movimiento, una no hubiera pensado en otro gesto grácil del esposo que ese cruce de piernas que a él le parece especialmente atractivo, un instante muy estudiado del acto demorado de la seducción. Sobre todo, si al cruzar la pierna, y por arte de la purísima casualidad, una negruzca fronda deja ver la fláccida carne que reposa cuando no es nada. Él sostiene que siempre es algo, que lo suyo, por reposado y lelo que se encuentre, bulle con erotismo en mayor o menor estado de hervor, pero siempre.
Ignacio me dijo esta tarde que miente, que seguramente confundirá el erotismo con las molestias de la próstata.
13 de junio de 1989
ANOCHE DANIEL PARECÍA ensimismado. Le agradecí el silencio mientras cenábamos y contribuí a su distanciamiento de un modo muy natural: no quise alterarlo ni con la pregunta ni con la caricia. Puse la mesa sin requerir su ayuda como una esposa dócil que cumple con su obligación después de una larga jornada de trabajo. Calenté en el microondas el caldo y sólo se oía en la casa el ruido del tenedor en el plato batiendo los huevos para unas tortillas. Para mi fortuna no se apoltronó tampoco ante el televisor como suele hacer, tal vez para que quedara más claro su silencio. El mío, en cambio, estaba siempre a punto de venirse abajo porque el sentimiento de culpa volvía a rondarme, tanto al menos como cuando la infidelidad en lugar de ser cierta, como lo es ahora, era una infidelidad imaginada. Si bien lo pienso, necesito del matrimonio para subvertirlo y me encuentro más cerca de Daniel si le soy infiel. Anoche una extraña e inquieta felicidad alimentaba mi silencio culpable y me hacía imaginar el suyo como el silencio de la sospecha. Repasaba todos los posibles indicios del paso de Ignacio por nuestra casa y por nuestra cama y no conseguía concretar si un pelo sospechoso había quedado prendido en la bañera o si cualquier alteración, del orden de las cosas de Daniel en el baño le había dado pie a la intuición. No recordaba bien si Ignacio hizo uso de un preservativo propio o si fue uno de Daniel el que usamos y los tenía contados. Tal vez, pensaba, era un olor, aunque hubiera cambiado las ropas de la cama, un olor propio de Ignacio que en mi obsesión empezaba yo misma a recuperar en el ambiente, el olor a un after shave antiguo, tal vez Floid, que me gustaba mucho porque era el mismo que Ignacio usaba en aquellos días primeros de La Granja y constituía para mí un estímulo erótico, pero que seguramente era más perceptible para Daniel por lo inusual, un olor fuera de la moda. A lo mejor le bastó para la sospecha que hubiera cambiado yo las ropas de la cama sin que hubiera pasado una semana, seguramente le bastó con eso. No se atrevió a preguntarlo, pero podía haberlo hecho en uno de esos momentos en que fijaba su mirada en mí y yo le respondía con una sonrisilla a través de la cual él quizá detectara mi culpabilidad. Pero a veces me miró como si estuviera a punto de decirme algo; no de quejarse ni de preguntar ni de acusar, sino de decir algo como quien no quiere la cosa y que yo me inquietara. A lo mejor es que esta felicidad fugaz, momentánea, que me produce alterar la rutina y sentir de verdad la tensión entre los dos de que algo se está fraguando, y que se esté fraguando, me cambia el carácter, y sólo eso, que me cambie el carácter sin que él sepa por qué, ya lo pone en la pista de la infidelidad. Hay unos códigos especiales en el lenguaje de relación de las parejas que hace que las cosas se sepan antes que de verdad se sepan. Es posible que él estuviera esperando a que yo confesara y su mirada indagatoria, que eso era su mirada, indagatoria, no quisiera otra cosa que animarme a contarle. Quizá esté feliz, como yo, porque vuelva a nacer una inquietud entre nosotros. Al fin y al cabo, son estas situaciones, imaginarias o reales, qué más da, las que nos han unido.
Es verdad que no estoy enamorada de Daniel y nunca lo he estado, pero lo quiero más desde la culpa. Anoche una inmensa ternura me hacía sonreírle en el silencio; sin tocarlo, sin preguntarle nada. Ahora me reprocho no haberle preguntado si tenía alguna preocupación de trabajo, pero es muy improbable: la construcción está boyante, él es un arquitecto de éxito, el estudio funciona bien. No, no era el trabajo. Podía ser, no lo había pensado, que el que tuviera motivos para el sentimiento de culpa fuera él, que la infidelidad viniera también de su parte y que estuviera haciéndose parecidas conjeturas a las mías. Seguramente piensa que de saberlo no me inquietaría, le he dicho siempre que no lo amo, pero sí me inquietaría. No soporto la idea de que alguien entre en mi intimidad sin mi consentimiento y Daniel es, debo reconocerlo, una posesión, algo que me pertenece, parte importantísima del territorio de mi intimidad. Sé que es irracional lo que escribo y no me importa, también sé que es egoísta, pero el amor no es posible sin el egoísmo, por más que se diga lo contrario, y no he llegado a ser lo bastante egoísta como para estar enamorada. Después de cenar repasé con meticulosidad todo el escenario del engaño por si un pañuelo olvidado, por ejemplo, hubiera podido ponerlo sobre una pista. No encontré nada y me acosté. No leí esta vez, me hubiera faltado concentración. Pensé que a lo mejor esta actitud alimentaba la sospecha, pero no cambié el comportamiento. Y él tampoco. No preguntó por qué lo hacía, podía haberme preguntado si me pasaba algo y no me preguntó. Estaba seguro de que nada me dolía porque no hay cosa que lo acerque más a mí que la enfermedad, mi debilidad lo afirma. Entró por fin en la cama sin encender la luz, ya tenía puesto el pijama, y se situó en su lado sin darme siquiera un beso de rutina ni decir buenas noches. Dudé por un momento que de verdad me estuviera enamorando de Daniel, tanto era el cariño que me acercaba ahora a su espalda. No supe responderme, pero estaba claro que no lo deseaba, que era otra cosa lo que me acercaba a él. No lo deseaba y me apretaba a su cuerpo por detrás con mucha dulzura y él recibía el mío contra el suyo pasivamente y después volvía el suyo hacia mí y nos encontrábamos, su sexo en el mío sin más palabras, apenas un suspiro, con mucha demora, y después el jadeo y el trote, su boca en busca de la mía, y al fin por el cuerpo, la boca en los pechos, la boca en el cuello, la boca rabiosa y un escalofrío. Luego el silencio, otra vez el silencio.
14 de junio de 1989
ME PREGUNTÓ POR MARGA esta mañana. Daniel rescató así el recuerdo del diario y no comentó nada en todo el desayuno —hablaba yo sin parar para disimular mi incomodidad ante su silencio y él ni una palabra—, pero preguntó de pronto por Marga, como si no supiera. Seguramente no imaginé una contestación rápida y cuando conseguí superar la sorpresa dije que hacía tiempo que no nos veíamos. Él siguió en silencio untando con parsimonia sus tostadas y yo volví a hablar de la galería en la que trabajo y de las extrañezas de Brian; la verdad es que estoy decepcionada con Brian, seguía explicándole, le falla el gusto. No parecía sorprendido por mi descubrimiento, quizá estuviera de acuerdo conmigo, pero volvió a preguntar si Marga y yo estábamos enfadadas. Negué que lo estuviéramos, por qué íbamos a estarlo… Hay momentos en la vida en los que una está más cerca de una amiga, se necesitan más las amigas, yo qué sé, tienes algo más en común con ellas. El matrimonio, dije, acaba con muchas amistades. Si él hubiera estado más locuaz, como solía, habría mostrado su desacuerdo, pero no lo hizo. Tomó el café, encendió un cigarrillo y con la mirada perdida por el office me permitió que volviera a hablar de Brian: no cree en lo que vende, decía yo, sólo le importa el negocio. Percibí un rictus que tal vez quisiera decir que qué creía yo, que era una ingenua. Yo quería decir que me ha tomado por una dependienta y que mi acuerdo con él fue otro, pero que ya ni siquiera me tiene por eficaz dependienta: teme a mi modo de hablar con los coleccionistas. Hice una pausa porque el café se me estaba enfriando y volvió él con el asunto de Marga. Le parecía extraño que, siendo mi mejor amiga —bueno, mi amiga, Daniel no me había conocido amigas—, que nunca él y Marga se hubieran visto. Es evidente que tiene razón, pero más extraño resulta que él se extrañe de mis rarezas. Así que, dicho eso, le seguí hablando de Brian, Brian me había dicho que yo no era una crítica sino una vendedora y que si quería ejercer la crítica me dedicara a las conferencias. Esta vez sonrió como quien le da la razón a Brian, pero aprovechó mi enfado para comentar que se había extrañado mucho de que Marga no hubiera estado en nuestra boda. Es verdad que fue una boda en la intimidad, cierto, pero una amiga, una sola amiga, tiene cabida en la intimidad familiar; es más, forma parte de ella. Su amigo Alberto y Terete, su mujer, habían estado en nuestra boda. Se me ocurrió decirle que yo había invitado a Marga y que, si yo soy rara, ella lo es más. No creo, sin embargo, que lo convenciera. Daniel se divierte volviendo a los falsos días. Aunque lo haya leído en el diario, quiere que yo confirme que Marga era un álter ego que me había inventado. Me preguntó si no la extrañaba. Le contesté que a veces sí, pero la gente cuando se enrolla, y Marga anda ahora con un pintor judío que conoció en Nueva York, se olvida un poco de las amigas. La verdad es que a ella le gusta mucho que le cuenten, pero ella con lo suyo ni mu.
—¿Tendrás prisa? —le dije.
Eran más de las nueve y media, y de pronto parecía que fuera a mí a quien le entrara la prisa. Reconoció que la tenía, pero no parecía preocupado por el tiempo. Me preguntó por el novio de Marga:
—¿Conoces al pintor?
Improvisé otra respuesta:
—Sí, es un chico muy atractivo.
Lo dije tan admirativamente que lo llevó a preguntarme si era mayor. Sonreí.
—No, no lo es, es de tu edad.
Sonrió él. Y aproveché para seguir con lo de Brian, aunque esta vez sin dejar a Marga de lado, porque lo que se me ocurrió decir es que Germaine, que así me pareció que debía llamarse el novio de Marga, es un pintor de muchas cualidades y que el Reina Sofía le había adquirido cuatro cuadros grandes para su colección. Brian había dicho antes de que eso ocurriera que Germaine no era otra cosa que un Guerrero descuidado. No sabe de arte, insistí refiriéndome a Brian, aunque debo reconocer que tiene grandes dotes para el negocio.
—¿Desde cuándo os conocéis?
—Hace poco tiempo —dije—. Si a Brian —le recordé— me lo presentaste tú…
Él me preguntaba por Marga, y le respondí que nos conocimos en el colegio, íbamos las dos a Jesús María cuando vivíamos en Príncipe de Vergara.
—Brian no tiene gusto, pero las coge al vuelo, lo que pasa es que a veces el vuelo no lo coge a él y se le escapan las cosas. Apuesta por lo que tiene seguro de venta y eso es apostar a corto plazo. Has comido hoy —cambié de asunto— más tostadas que de costumbre.
Se encogió de hombros, como si no supiera bien a qué se debía el exceso ni este retraso incomprensible, tan rutinario como es él, en llegar a su estudio.
—En tu álbum —dijo— tienes fotos del colegio, ¿no hay una foto con Marga?
—Sí, de grupo —le contesté. Y quise volver a hablar de Brian, pero no me dejó, me pidió que trajera el álbum. Le dije que en otro momento y me puse a recoger la mesa del desayuno con menos diligencia de lo que es costumbre. Trajo él mismo el álbum y me pidió que señalara a Marga. Es una lata tener que ponerse las gafas para ver de cerca, pero fui a mi bolso sin dame mucha prisa, las traje y señalé a una de trencitas de la izquierda.
—Sí, la tercera, ésta, ¿la ves? Ésta es Marga, desde entonces tenía un aire de intelectualona.
Rió conmigo esta vez y decidió que teníamos que invitarla a cenar con Germaine.
—No en vano ella ha sido una cómplice de tu aventura —recordó.
Buscó su agenda y me señaló una fecha para la cena: podría ser el martes, sí, el martes.
Tendría que hablar con Marga, pero no podía asegurarle nada porque ella está muy extraña y, además, nuestras relaciones se han enfriado mucho, pensará que a qué viene esta cena. Daniel no cejaba en el intento de revivir el prohibido diario de casada. Aunque de otro modo, el suyo.
18 de junio de 1989
ESTA MAÑANA LO VI disponiendo su bolsa de viaje como quien prepara una estrategia y estuve por no preguntarle qué se proponía. La costumbre de Daniel era anunciar la noche anterior adónde iba, y esta vez, aunque se había recuperado de su mutismo, no me había contado que se propusiera ausentarse. Esperé a que al despedirse dijera algo y mientras esperaba ese momento pensé en la posibilidad de que hubiera una mujer por medio. Está más frío sexualmente y más distante y resolví que ése era un claro indicio de que la había. Y además no era el único indicio: él no sabe mentir y por eso su silencio es ahora el silencio del culpable. Noté que me alteraba por dentro, como si unos celos injustos me hurgaran en el estómago y me llevaran a la conclusión más rápidamente de lo que suelo yo llegar a las conclusiones. Si Marga no hubiera sido una ficción y yo no me hubiera propuesto renunciar a las ficciones en este diario, estaría Marga preguntándome ahora que con qué derecho podría recriminar a Daniel que tuviera otra. Le contestaría que con el derecho que me dan las renuncias: estar casada con él me supone renunciar siempre. Pero Marga me miraría, como diciéndome, ¿tú estás segura, Begoña, de lo que estás diciendo?, y aunque yo le contestara que sí, sabría que no, que no estoy segura de lo que digo, que lo que digo lo digo por miedo a quedarme sola. La rutina y la seguridad han podido conmigo y no estaría dispuesta a admitir la humillación de que viniera Daniel diciéndome que se va, que se ha hartado de que no esté enamorada de él. Cuando entró en la ducha aproveché para revisar su cartera, primero por ver si descubría un papelito con un nombre y un teléfono, por ejemplo, ansiosa de una pista. También podía haber una foto, me ha parecido siempre de mal gusto llevar fotos en la cartera, pero él seguía llevando la mía. Los únicos indicios podían estar en los recibos de las tarjetas de crédito. Los repasé uno por uno: se repetían los de las comidas en distintos restaurantes, pero descubrí uno en el que había repetido en la misma semana una comida de dos, concretamente en La Corralada. La verdad es que no se pasó en el lujo ni en el ambiente romántico y, además, seguro que comerían congrio, que es lo que más le gusta a Daniel de ese sitio, aparte del hígado encebollado. Miré las fechas y coincidía con dos noches en las que no vino a cenar, seguramente cenó con ella y no con los arquitectos de Sevilla de los que me había hablado. De haber cenado con los arquitectos sevillanos los hubiera llevado a un sitio más lujoso, no digo a un Zalacaín, pero por lo menos al Palace. Sería muy útil para esta comprobación revisar su agenda, pero la agenda está en el maletín y no voy a tener tiempo. Si la pudiera revisar seguro que pondría abajo, al final de la página, donde se fijan las cenas, el nombre de una misma mujer, Tere, por ejemplo. Su secretaria se llama Tere y si bien lo pienso es una mujer distante conmigo, no con la distancia que da el respeto sino con la que ella quiere imponer, un modo de dejar claro que el hecho de que yo sea la mujer de su jefe no tiene por qué imponerle amabilidades especiales, todo lo contrarío, yo seré en mí casa muy dueña y señora, pero en el estudio el control lo lleva ella. Eso, bien visto, significa lo que significa: que aquí porque no puede, pero que quien lo controla más tiempo y sabe de todas sus andanzas es ella. En este punto Marga me diría que lo que pasa con Tere es que sabe que soy rara y que, además, no es tonta y sabe que hago sufrir a Daniel. Aparte de que Marga se inmiscuya ahora en mi conciencia por culpa de Daniel y sin que yo lo quiera, mi respuesta sería que por qué una secretaria ha de ser una intrusa en la marcha del matrimonio de su jefe. Ya estoy viendo la jactancia de Marga explicándome que una secretaria no es de piedra y que ella, que ha sido secretaria tanto tiempo, porque acabo de decidir sin darme cuenta que lo fue, qué otra profesión iba a tener Marga antes de echarse un novio rico, sabe muy bien el cariño que se le toma a un jefe, sobre todo si es un jefe como Daniel, amable, comprensivo, que todo lo pide por favor.
Descubrí con nervios, no sólo por el afán en la investigación y por sus resultados, sino por la rapidez con que se ducha Daniel y la posibilidad de que pudiera sorprenderme, que una de las facturas tenía el anagrama de Loewe, y pertenecía a la tienda de señoras: había pagado 60 000 pesetas por un bolso y un pañuelo. Oí la puerta del baño —esta vez, hay que ver, la había cerrado— y metí de inmediato la cartera en su americana. Me dio tiempo a reírme de mí, de mi papel de detective, como una esposa común que busca los rastros de la traición, y esas risas aliviaron la inesperada angustia de unos celos impensados. A lo que has llegado, diría Marga. Pero insisto en que no quiero volver a la fantasmal presencia de Marga por más que advierta en Daniel una nostalgia de las presencias fantasmales. Me gustó verlo desnudo esta vez al volver del baño y me acerqué a acariciarlo por si conseguía detectar en su cuerpo el rastro de una uña de mujer. Fue remiso y, sin embargo, me dio tiempo a comprobar la existencia de un leve moratón a la altura del hombro. Me bastó con subir lenta y suavemente mis manos hacia sus hombros, antes de que él se despegara de mí con cierta hostilidad o por lo menos con poco cuidado, para comprobar las huellas de la otra. Seguramente se despegó de mí por temor a que advirtiera su delito. Marga diría que por qué no pensé en la posibilidad de que hubiera sido yo misma y le contestaría en ese caso que yo tengo perfectamente catalogadas mis mordidas. La verdad es que pude haber sido yo misma la otra noche la autora del moratón, aunque todo fue más suave que otras veces. Le pregunté mientras se vestía que si se podía saber adónde pensaba ir y se sorprendió de no habérmelo dicho antes. ¡Cómo es posible que no me lo hubiera dicho… ! Se va a París. No a Londres, como siempre, esta vez se va a París. Puesto que no dijo qué era lo que lo llevaba a París, así, de pronto, tampoco iba yo a insistir en pedirle explicaciones. Cuando va a Londres se queda en la casa de Robert, un arquitecto amigo que vive en un apartamento escaso y confortable de una remodelada casa victoriana de Kensington, y yo tengo su número de teléfono. En cambio, esta vez podía ocurrir algo en su ausencia y no sabría dónde iba a hospedarse, ni con quién, la verdad. Por eso le hice una sola pregunta: en qué hotel pensaba hospedarse. Creía que era en el Place Vendôme, pero no tenía a mano más concreciones.
—¿Se puede saber hasta cuándo se va a alargar este sufrimiento de la ausencia? —Reí.
—Mucho menos de cien años —respondió.
19 de junio de 1989
IGNACIO NO PARECÍA recuperado del trato que el otro día recibió en mi despedida. La verdad es que lo maltraté. Pero hay en él una fragilidad que me distancia y que no sé si se debe a cierta inseguridad que le produce la vejez o a un modo de debilidad que él emplea equivocadamente en la seducción. Si supiera Ignacio que los hombres débiles me exasperan trataría de mostrarse más enérgico y eludiría aparecer como una víctima. De todas maneras, acepto con resignación que se me acerquen en la vida los que no me gustan o me ocurra en ese sentido todo cuanto detesto: dice Daniel que ronco y es una de las cosas que más he rechazado siempre en los demás y que no quiero creer que yo padezca; estoy casada con un hombre que es prototipo de lo que menos me gusta como hombre y hasta parece que he llegado a cogerle cariño y, para colmo, me obsesiona un tío con el que he soñado toda mi vida y cuando consigo de veras estar más cerca de él empiezo a reconocerlo con los defectos que más me alteran.
Ignacio empezó a poner trabas para venir a casa y le aclaré que Daniel estaba en París. Pero eso no le importaba: a mí se me había ocurrido pensar que era por cualquier escrúpulo relacionado con el lecho nupcial sin darme cuenta de pronto que a mi viejo perverso le produce un inmenso placer precisamente eso, que sea en la cama de casados donde él triunfa como macho venciendo a la virilidad del joven ausente. Así que no era por esta causa, era porque quería hacerse valer contándome cómo había quedado con una joven modelo para hacer un desnudo que no tenía comprador, pero le desmonté el engaño porque con semejante artimaña no iba a conseguir su objetivo: darme celos. Así que «búscate otra excusa» fue lo que le dije. Y la puso a las claras, ahora débil, yo lo que quería de él era sexo —le dije que sí— y él ya no está a su edad dispuesto a cuando yo quiera. Lejos de mostrarme comprensiva me lo jugué a una carta: o venía esta noche o no volveríamos a vemos. Tuve la frialdad de pensar que no sólo yo soy un buen recurso erótico cuando a él le apetece sino que además, ahora, tiene algún otro interés conmigo: yo he conseguido venderle algunos cuadros a escondidas de Brian y con riesgos de mi prestigio de marchante dedicada al arte contemporáneo. En realidad, la obra de Ignacio es todo menos contemporánea. Claro está que para esas ventas no acudo a los arquitectos coleccionistas, amigos de Daniel, para quienes todo cuadro fuera de la abstracción es ridícula pintura evanescente, posición respetable si toda obra abstracta adquirida por ello tuviera calidades superiores a las meramente decorativas y no fueran con frecuencia un camelo. Así pues, las coloco entre las amigas de mi madre que cultivan una ignorancia similar a la de los arquitectos, pero en sentido contrario: todo lo que no sea almibarada figuración es fraude. Sin embargo, no acaban aquí los negocios de Ignacio conmigo: de darse una ruptura entre nosotros su exposición de Sevilla tal vez no llegue a producirse. Se me ocurrió en un instante lo poco que le conviene perderme, o lo tenía ya pensado; lo cierto es que le pregunté si venía o no y a falta de respuesta por su parte colgué el teléfono sin más contemplaciones. La verdad es que Ignacio ha empezado a importarme poco desde que ha pasado de ser un deseo a convertirse en una realidad. De existir Marga, erguiría el busto como lo yergue en mi imaginación para mostrar la suficiencia, y me recordaría que ya lo decía ella: que a mí me van más los cientos de pájaros volando que uno en mano. Yo le contestaría en plan pedante, y recordando a Borges, que las cosas valen más cuando se pierden. Pero en el supuesto de que yo hubiera perdido a Ignacio anoche, qué era de verdad lo que perdía, me preguntaba. Marga hubiera dicho que un poco de mi memoria o que algo fundamental de mi memoria. Y no le faltaría razón. A lo mejor ella no tendría en cuenta que yo soy nadie sin esa memoria, pero lo peor de todo es que anoche me reconocía menos soñadora de lo que creo ser: lo único que creía perdido era a un hombre en una cama, porque lejos de sus lamentos y falsas subestimaciones Ignacio seguía siendo para mí la plena satisfacción sexual, un punto en el que la realidad y el sueño se aproximaban bastante por un rato.
En días como éste me vendría muy bien tener una amiga como Marga que me ayudara a convivir con mis contradicciones, porque hoy he tenido la sensación de despedir un poco lo que ha alimentado mi vida, el sexo clandestino que aprendí en Ignacio, y que al fin y al cabo la madurez aparta cada vez más de mí, para empezar a preocuparme por una relación, la de mi matrimonio, que acepté con resignación y que ahora empieza a inquietarme como si temiera perderla. He tenido la impresión de quedarme hoy vacía y he percibido el barrunto de la depresión, lo que no quita para que tenga claro que mi vida no sería la misma sin la tensión entre una relación y otra. Por eso volví a pensar en qué momentos Daniel pudo serme infiel sin que yo lo supiera y una indignación irracional crecía en mí. Había llamado al estudio a las dos de la tarde y se puso él mismo; Tere no estaba.
—¿Y por qué no está Tere?
—¿Qué quieres?
Le dije que nada. Después de esa contestación ya podía decirle que no quería nada. Y es verdad que no quería nada, quería comprobar si estaba o no estaba Tere, pues de no estar es que habría ido de viaje con él. Pero me lo puso fácil: le respondí nada porque me había enfadado.
—No te pongas así, dime qué quieres.
—Nada —insistí.
Antes de colgar le pregunté que a qué hora se marchaba. Me dijo que a las cuatro y le deseé un buen viaje. A las seis llamé de nuevo al estudio y sólo pude oír el contestador. Podía ser que Tere, aprovechando que Daniel estaba de viaje, hubiera salido antes, pero quedé segura de que lo que sucedía es que los dos viajaban juntos. No me importa lo que hubiera dicho Marga en ese caso ni si tenía derecho o no a ponerle las cosas en la calle, ahora bien, como la más ofendida de las esposas, la más solitaria, la más abandonada por todos a un tiempo, furiosa, empecé a disponer el modo en que podía organizarle las cosas y la negociación a la que tendríamos que llegar, que no creyera él que se iba a ir por las buenas, sin abogados de por medio. Ya estoy oyendo a Marga decir que él no habría abandonado su casa, pero ¿y el adulterio, eh… ? Tendría que haberme reído de mí misma como otras veces, lo que pasa es que estaba demasiado triste para reírme ni de mí ni de nadie.
Cuando sonó el timbre de la puerta debo reconocer que aún sin tener la certeza de quién llamaba sentí un alivio: alguien de pronto se acordaba de mí. Pero no corrí a abrir, como si antes de abrir tuviera la obligación de adivinar quién llamaba. Porque podría ser Ignacio, pero sería una temeridad que Ignacio, sin volver a llamar por teléfono, se presentara en casa, o podría ser Daniel, que por cualquier razón no se hubiera ido de viaje y además se hubiera olvidado las llaves, pero una cosa y otra constituían demasiada casualidad. Podría ser mamá, que es la única persona de cuantas conozco que no tiene por imprudente pasar por nuestra casa y tocar en la puerta sin previo aviso, pero las nueve de la noche no era hora en la que mamá estuviera en la calle. Volvió a sonar el timbre y para entonces estaba yo pensando en que tampoco eran horas para que te vendan una enciclopedia o para pedir respuestas a una encuesta o para que traten de convertirte a domicilio a los testigos de Jehová. Lo que hubiera preferido es que fuera Marga, que Marga se presentara en casa tal como siempre la había imaginado, un poco llorosa porque Germaine le había hecho una trastada. Pero seguramente era un vecino que pedía una llave inglesa o un destornillador.
Abrí al fin y era el viejo Ignacio, temerario, desatando la libido al primer beso. No había llamado antes porque estaba seguro de que le hubiera colgado el teléfono y yo no estoy segura de que lo hubiera hecho. Lo invité, sin embargo, con fingida desgana, a sentarse, a sentarse como una visita. Yo no era una ninfómana, que quedara claro, yo era una persona que necesitaba compañía, unas veces más que otras y hoy especialmente, y quería tenerlo cerca. No siempre se quiere lo mismo y él no había entendido nada, me tenía por una niña —quiso decir que no y no lo dejé— y yo había madurado. Cuando una amiga te invita a su casa, le dije, no siempre te invita a eso, te puede invitar a tomar una copa.
—Por cierto, ¿quieres tomar algo?
Dijo que sí, pero no dijo qué, y empezó a pedir perdón cariacontecido. Él no podía evitar la sensación de culpa y de profanación y pensaba que acaso Dios lo estuviera castigando y la prueba de ese castigo era la mala relación que tenía con su hija. Maripi había tenido un hijo y él se había enterado por unos amigos, un nieto más en esta vida sin que él lo conociera. Ignacio me origina una extraña mezcla de sentimientos encontrados: cuando se muestra abandonado, como ocurría anoche, me da pena, entiendo el dolor de un hombre que a su edad recibe de los que más lo han querido el rechazo o el olvido. Pero la pena me lo distancia, me invade una desgana erótica que rompe esta sublimación que por otra parte advierto que decrece en mí y que es lo único que todavía me hace desearlo. Sin embargo, su sentido del pecado, ese modo de sentirse culpable, un ser abyecto, es lo que al tiempo que se queja me induce a invitarlo a pecar. Por lo visto, su hija lo desprecia; si hubiera triunfado en la vida piensa él que hubiera sido de otro modo. Vive de cualquier manera, en un estudio, y Maripi sospecha que no guarda el respeto a la memoria de su madre que la memoria de su madre merece. Cuando la memoria de doña Nati aparece en la conversación, bromeo con él buscándole los labios y después de apresármelos en los suyos pone cara de viudo pecaminoso y un gesto de resignación por su lujuria con el que más que mirarme parece que mirara al cielo para que Dios se compadezca de él. No te entiendo, Begoña, comentaría Marga, percibiendo una especie de olor a naftalina, un mundo de armario antiguo, diría, en esta relación con un ser doliente que si no tuviera el pretexto del infierno se lo buscaría.
—¿Qué bebes? —le insistí desoyendo a Marga. Y puso el gesto del abstemio reconocido al que se le incitara a cometer la falta, como si fuera una especie de alcohólico anónimo. Le gusta el whisky con delirio, pero cuando entra en estos trances de culpa también establece una relación entre Satanás y el whisky y termina pidiendo en penitencia un zumo de naranja. Disponer las copas, con la pereza enorme que me da sacar el hielo —un whisky para mí, para él el zumo—, me exime de palabras de consuelo al padre abandonado de Maripi y, por supuesto, hago caso a Marga, que me aconseja: no te metas en cosas de familia, tú no te metas. Y no me meto. Volví con mi copa y con su zumo y se oyó cómo abrían la puerta. Me dio un vuelco el corazón, como suele decirse, y me lo dio con todas las consecuencias. En toda situación límite una tiene tiempo en un instante, como si el cerebro alcanzara una frenética capacidad de hacer recuento de todo, a contemplar la situación: el afligido cristiano con cara de culpa palideció y se acentuaron los rasgos del miedo en su rostro y yo me distancié de él con rapidez y me situé en el butacón de enfrente con una separación que por singular merecía ser sospechosa. Una vez allí me poseyó un aplomo que para sí quisiera la más decente esposa a la que el marido sorprende en una visita no esperada pero que tiene todos los rasgos de la normalidad: un viejo amigo al que ya no hacía falta presentar porque por culpa de mis invenciones en el diario de casada habían llegado a conocerse; que pinta, y porque pinta requería mis servicios de marchante, aunque ya supiera Daniel que su pintura no era de mi gusto ni convenía a mi prestigio representarlo, pero había que escucharlo no obstante, y que se encontraba ya fuera de toda sospecha para la traición matrimonial, no porque hubiera dejado de ser una fijación erótica en mi vida, sino porque su edad le impedirla entrar en conquistas improcedentes.
Daniel fue correcto en el saludo, observó con sorpresa cómo me interesaba yo por los bodegones que acababa de pintar Ignacio, escuchó a Ignacio su repetido discurso sobre los ataques que a la figuración se le infligen en el mundo del arte y la persecución que sufren los pintores de derechas, franquistas para ser más exactos, aunque él dijo católicos, sin dejar de asociar en ningún instante la figuración a un modo conservador de ver el mundo. Estuvo tan silencioso Daniel como lo viene estando en estos días sin que quepa atribuir a una posible lectura de este diario su estado de ánimo, porque ni sabe nada de su existencia ni se encuentra a su alcance y, además, escribo en él cuando Daniel está fuera de casa. Estuvo silencioso, sin más, y pudo haber aprovechado el discurso torpe y anacrónico de Ignacio para haber arremetido contra él con la causticidad con que Daniel aborda estos asuntos cuando reconoce los indicios de la mediocridad. Su ironía sólo afloró cuando constató la casualidad de que su visita se produjera en una noche en la que él se hubiera ido de viaje, de no haber tenido que retrasar su marcha por razones profesionales que tampoco especificó. Ignacio estuvo presto a culparme: había sido invitado por mí y desconocía las circunstancias que Daniel le estaba relatando. Exageró la sorpresa de modo más bien improcedente, además de innecesario, para resultar veraz.
Reí a carcajadas. Parecía que me estuviera burlando del uno y del otro y en realidad me estaba riendo de mí misma. Pero oí a Marga que me decía: has huido hacia adelante, sinvergüenza… Entonces fui consciente de que todo había salido bien.