DE KASHGAR A BUJARA
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En el año 638 de la Hégira,
1261 de Nuestro Señor
La crisis del kanato de Chaghaday los retuvo en Kashgar durante el invierno. Entonces Sartaq les dijo que podían transcurrir años antes de que pudieran atravesar con seguridad el Techo del Mundo. Pero prácticamente todos los días continuaban apareciendo en el fuerte jinetes del yam, que iban al este o venían de allí. No resultaba difícil imaginar los planes que en aquel momento se hacían en Karakoram y en Shang-tu.
Un día Sartaq le dijo a Josseran que, sin duda, el Hijo del Cielo había encontrado una manera de terminar con aquella situación.
—Hay una caravana que va camino a Bujara desde Ta-tu —informó—. Alghu ha prometido enviar soldados como escolta. Nosotros nos reuniremos con la caravana cuando llegue aquí. Pero tendremos que esperar hasta la primavera para atravesar el Techo del Mundo.
—¿De manera que Qubilay ha llegado a un acuerdo con el kan de Chaghaday?
—En secreto.
—¿Qué lleva la caravana? ¿Oro?
Sartaq sonrió.
—El oro se puede gastar. Se trata de una mujer. Una de las hijas del emperador se casará con Alghu. Una alianza beneficiosa porque asegurará
armonía entre la casa del emperador y la del kanato de Chaghaday.
—¿Cómo se llama la princesa? —preguntó Josseran, a pesar de sospechar que ya conocía la respuesta.
—Es Miao-yen —contestó Sartaq—. La princesa Miao-yen.
Al norte, las montañas, barrera de tierras nuevas y no descubiertas; al oeste las medinas y los murmurantes álamos de Samarkanda y Bujara; al este los pabellones y el bambú de Catay; al sur los vientos ululantes del Takla Makan. Y
allí, en Kashgar, el cruce de caminos de la Ruta de la Seda, convergían los senderos de su vida.
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Colin Falconer La ruta de la seda Observó desde los muros del fuerte la caravana que zigzagueaba a través del oasis. Los camellos escupían y se quejaban, los caballos andaban con las cabezas gachas, vencidos por la larga travesía del desierto. Había dos escuadrones de caballería que llevaban cascos de oro adornados con vivos colores que reflejaban el sol y herían la vista, y los estandartes verdes y blancos del Hijo del Cielo ondeaban en el viento.
Las puertas de madera del fuerte se abrieron de par en par y entró la vanguardia en fila india. Detrás de la vanguardia avanzaba una litera de oro, sin duda la que conducía a la princesa. La litera se balanceaba en la parte trasera de un carro de madera, seguida por otros dos carros en que iban sus servidoras personales. Cuando estuvieron a salvo dentro del fuerte, las mujeres bajaron de los carros y se reunieron alrededor de la litera de la princesa. Josseran presintió que algo no iba bien.
Instantes después vieron que unos soldados sacaban a la princesa del patio en otra litera.
Pensó en la frágil criatura con la que había caminado por el jardín de la fuente refrescante. ¡Pobre Miao-yen! Era previsible que su hermosura de porcelana no soportara los rigores de un viaje así. Rezó en silencio por ella a un Dios misericordioso, si tal ser existía.
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Su régimen consistía en levantarse para prime con Guillermo, tomar un desayuno de pilau y luego hacer una sesión de entrenamiento de lucha con Hombre Furioso. A los tártaros les gustaba mucho la lucha y eran muy hábiles en ella; Josseran se convirtió en un ávido alumno. El ejercicio le ayudó a recuperar la fuerza de su hombro herido. Todavía no había logrado ganar a Hombre Furioso, pero por lo menos sus caídas eran menos frecuentes. Practicaban todas las mañanas, pero después de una docena de caídas, Josseran levantaba las manos, rindiéndose. Aunque pensaba que algún día le ganaría.
Hombre Furioso, cuyo verdadero nombre Josseran había descubierto que era Yesün, era de corta estatura, fornido y de piernas arqueadas como muchos de los tártaros. La mayoría de ellos habían aprendido a montar antes que a caminar y los huesos de sus piernas se habían desarrollado para adaptarse a la forma del caballo. El cuerpo de Hombre Furioso era grueso más que musculoso, y cuando embestía era como el golpe de un pequeño buey. Luchaba con el pecho desnudo y cuando su cuerpo quedaba empapado en sudor era como tratar de agarrarse a un cerdo engrasado.
Hombre Furioso le había enseñado muchas llaves y la manera de librarse de ellas, pero de nada servía. La lucha era un pasatiempo que gustaba mucho a los tártaros, una habilidad aprendida en la infancia, lo mismo que montar. Josseran pronto aprendió que no era cuestión de aprender llaves; el arte consistía en combinar muchas llaves en una sucesión rápida y confusa de movimientos de brazos y piernas, venciendo instantáneamente al oponente con una combinación de habilidad, fuerza bruta y seguridad interior. Una tarde, por un momento consiguió hacer perder el equilibrio a Hombre Furioso y lo arrojó con fuerza de espaldas al suelo. Josseran se sorprendió tanto como su oponente por lo que acababa de pasar y vaciló un instante antes de continuar con su éxito. Pero antes de que pudiera sujetarlo, Hombre Furioso levantó una mano con una mueca de dolor en el rostro.
—Espera —jadeó—. ¡Mi espalda!
Josseran lo miró, sorprendido.
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—¿Te has hecho daño?
—¡Me has roto la espalda!
Josseran se inclinó sobre él. En un solo movimiento, Hombre Furioso le separó las piernas de un puntapié y Josseran se encontró mirando el cielo azul sin aliento. Hombre Furioso saltó sobre él, lo hizo girar sobre sí mismo y le clavó una rodilla en la espalda. Sintió las manos de Hombre Furioso a ambos lados de la cabeza, retorciéndosela, y oyó crujir los tendones. Hombre Furioso lanzó una carcajada y se levantó de un salto.
—¡Nunca muestres misericordia! —exclamó—. Es otra lección que debes aprender. —Josseran tenía ganas de maldecirlo, pero se había quedado sin aliento—. Recuerda, sorpresa y simulación. Tus mejores armas. Hombre Furioso se alejó riendo y Josseran se quedó allí tendido con el olor a polvo en las fosas nasales y el cuerpo dolorido. Era una lección bien aprendida. Llegaría el día en que la pondría en práctica.
A la mañana siguiente de la llegada de Miao-yen se encontraban de nuevo practicando. Giraban uno alrededor del otro en un arco que Hombre Furioso había trazado en el polvo con la rama de un árbol. El tártaro cargó de repente. Josseran reaccionó con demasiada lentitud. Al instante siguiente se encontró
boca arriba en el suelo bajo el peso maloliente del tártaro sudado. Había vuelto a perder.
Hombre Furioso lanzó una sonora carcajada y se puso en pie.
—¡Si todos los bárbaros son como tú, gobernaremos el mundo! —gritó. Josseran hizo una mueca y se levantó lentamente. A causa de su estatura estaba poco acostumbrado a ser vencido en pruebas de fuerza. Jamás le había pasado y los habituales fracasos frente al tártaro lo ponían furioso.
—Otra vez —dijo.
Hombre Furioso circuló a su alrededor y entonces se trabaron, las manos de cada uno de ellos sobre los hombros del otro, mientras con las piernas trataban de forzar la caída del oponente. De repente Josseran oyó que alguien atravesaba el maidan a la carrera.
—¡Bárbaro! —Josseran miró en dirección a la voz y Hombre Furioso aprovechó la oportunidad de aquella falta de concentración para tirarlo al suelo. Luego se echó atrás, riendo.
—¿Nunca aprenderás? —preguntó.
Josseran se levantó dolido. Vio que Sartaq se les acercaba corriendo. A pesar de que parecía exteriormente tranquilo, Josseran presintió que pasaba algo terrible.
—¿Dónde está tu compañero? —gritó Sartaq.
—Con toda seguridad arrodillado en alguna parte. ¿Qué pasa?
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—Temo por la princesa Miao-yen. Mientras atravesaba el desierto contrajo una enfermedad; no podemos despertarla y tiene la piel caliente como la llama de una antorcha.
Josseran sabía que la princesa no estaba bien porque había oído muchos susurros y visto muchos rostros ceñudos entre las sirvientas y los oficiales que atendían sus aposentos fuera de la torre del oeste. La tarde anterior pidió que le permitieran verla, pero se lo negaron sin explicación alguna. Pero hasta aquel momento ignoraba que la enfermedad fuera grave.
—Me angustia enterarme de esa noticia. Pero ¿qué relación tiene con nuestro buen fraile?
—Los chamanes que la acompañan en el viaje han hecho por ella todo lo que han podido —dijo Sartaq, quien parecía vencido—. Pensé que tal vez tu hombre santo...
—¿Guillermo?
—Después de todo, te curó a ti.
—Guillermo no posee el poder de curar. Sólo Dios tiene ese poder. La expresión de Sartaq era de pánico.
—No me importa quién la cure. Me alegrará que sea tu Dios o el nuestro. Pero no tiene que morir. La culpa recaería sobre mí.
Josseran se encogió de hombros. Supuso que Guillermo no podía hacerle daño, aunque también dudaba que pudiera hacerle algún bien. Podría persuadirlo de que por lo menos rezara algunas oraciones.
—Le pediré que te ayude, si ése es tu deseo.
—Búscalo y tráelo lo antes posible —rogó Sartaq—. Sin ella no habrá
alianza con Alghu, ¡y entonces tal vez no podamos salir de Kashgar hasta que tengamos el pelo blanco!
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