DESIERTO DE TAKLA MAKAN

La columna de camellos y de caballos serpenteaba por las dunas. Sartaq abría la marcha a pie, tirando de la cuerda de su camello. Josseran lo seguía. Era un calor insoportable, como caminar sobre un horno, hasta el aire chamuscaba los pulmones.

Los únicos ruidos que se oían eran el suave repiqueteo de las campanillas de los camellos y el traqueteo de las sillas de madera. A mediodía se detuvieron a descansar. Nadie hablaba pero Josseran notaba el enfado de los tártaros. Como era previsible, fue Hombre Furioso el primero en romper el silencio. Arrojó una bolsa de agua vacía sobre la arena.

—¡No lo encontraremos! —le gritó a Sartaq—. ¡El bárbaro está loco!

Sartaq miró a Josseran.

—Yo no lo abandonaré —dijo éste.

Sartaq miró de nuevo a Hombre Furioso y se encogió de hombros. Josseran volvió al camello y tiró de la cuerda de la nariz obligándolo a ponerse de pie a pesar del grito de protesta del animal. Siguió avanzando. Los tártaros no tuvieron más remedio que seguirlo.

Y así atravesaron las dunas desandando el camino, buscando un nadador solitario en un gran océano de arena.

«No importa lo que yo sienta por él —pensó Josseran—; ésta es mi misión, la de protegerlo lo mejor posible. Le debo por lo menos un día. Y si no a otra cosa, también se lo debo a mi conciencia.»

Los ángeles oscuros se habían reunido. Volaban a su alrededor con las terribles alas extendidas y los pequeños ojos brillando con avidez. Las huestes del demonio.

Guillermo levantó la cabeza de la arena.

—¡No! —gritó. Extendió la mano esperando la salvación de Dios, pero Él no llegó.

Los ángeles malvados se aventuraron a acercarse más, listos para llevarlo al infierno. Alcanzaba a oír el crepitar del fuego en el que sería castigado. Dios no 340

Colin Falconer La ruta de la seda tenía piedad con los pecadores y Guillermo sabía que había demostrado que era un pecador. Como dijo Cristo, no sólo los actos de un hombre, sino también los deseos de su corazón, lo traicionaban y lo convertían en lo que era a los ojos de Dios. Y a causa de sus secretos pecados, el demonio le ponía puntas de metal a la vara con la que se castigaba mientras las llamaradas brillaban en el fuego. Más allá del Takla Makan, todavía lo esperaban eternos sufrimientos.

—¡Alejaos de mí! —gritó Guillermo—. ¡Dios tenga misericordia!

Los grifos aletearon hacia atrás, desconfiados pero no disuadidos. Eran los buitres más grandes que había visto en su vida, cada uno le habría llegado al pecho a un hombre y la envergadura de sus alas era de unos diez metros. Las arqueaban, preparándose. Sabían que la carroña sería suya pero no estaban dispuestos a empezar a trabajar con sus picos hasta que su presa estuviera quieta y ellos supieran con seguridad que no había peligro.

—¡Yo estoy salvado en Cristo! —volvió a gritar Guillermo y arrojó un puñado de arena al ave más cercana. Después se desplomó en la arena, llorando.

Desde donde se encontraba, en la cima de una de las grandes dunas, Josseran observó sus inútiles esfuerzos con la misma sensación de piedad y de disgusto que experimentaba cuando ponían el cebo para un oso o en una ejecución pública. El resto de los tártaros estaban reunidos detrás de él en un silencio temeroso y despavorido. No esperaban encontrar al bárbaro, pero les resultaba evidente que de todos modos ya era demasiado tarde. El sol lo había enloquecido.

—¡No tenéis ninguna queja de mí! —volvió a gritar Guillermo alzando los brazos al cielo—. ¡Santo Padre, perdona mis pecados y llévame al cielo en brazos de los ángeles!

Josseran corrió por la arena. Ante su llegada, los buitres inclinaron sus feas cabezas y salieron volando de uno en uno, abandonando a regañadientes su presa. Pero no volaron hacia el cielo. Permanecieron a una distancia segura, los largos cuellos girados hacia un lado y hacia el otro, todavía con la esperanza de obtener una presa fácil.

—¡Guillermo!

El sacerdote miró a su alrededor con los ojos casi ciegos por el sol, la cara tan desollada que estaba en carne viva. Tenía arena pegada a los labios y a los párpados.

—¡Guillermo!

El fraile parecía incapaz de reconocerlo, ni siquiera de comprender qué

clase de criatura era. Tendió una mano hacia Josseran y se desplomó en la 341

Colin Falconer La ruta de la seda arena, todavía enloquecido. Josseran trató de levantarlo. Resultaba extrañamente pesado. Notó el peso de las vestiduras del sacerdote.

—¿Qué tienes en el abrigo? —gruñó. El fraile se agarró a Josseran. Sus labios sangraban y la piel de la frente le caía a tiras. Al oler su aliento fétido, Josseran hizo una mueca y volvió la cabeza—. ¿Qué tienes en el abrigo? —

volvió a preguntar.

—Protégeme —gritó Guillermo—, y la mitad será tuya.

Tras decir esto se desmayó.

Era evidente que Guillermo estaba demasiado débil para continuar viajando. Los tártaros montaron un refugio con algunos palos y tiras de tela y lo acostaron a la sombra. Josseran le vertió agua en la boca mientras el fraile gritaba y se enloquecía con los demonios que lo atormentaban. Volvió a levantarse viento y se acurrucaron dentro del círculo protector de los camellos para soportar lo mejor posible el azote de la arena.

Al anochecer, Guillermo ya no les gritaba a los fantasmas de su delirio, había caído en un sueño profundo. Josseran le llevó más agua y cuando se inclinaba sobre él, Guillermo abrió los ojos.

—Tuve un sueño —murmuró. Tenía la lengua hinchada y era difícil entender lo que decía—.. Estaba perdido.

—No fue un sueño —contestó Josseran.

Guillermo apretó el paño del abrigo de Josseran en su mano.

—¿Rescataste... el tesoro? —De sus labios manaba sangre mezclada con saliva.

—¿Qué tesoro?

—Con él... edificaremos una iglesia... en Shang-tu. Una iglesia tan hermosa... como el Sagrado Sepulcro... en Jerusalén.

—No había ningún tesoro.

Guillermo parpadeó, confuso.

—Los rubíes. ¿Los encontraste?

—¿Rubíes?

—Eran... —Extendió las manos ante sus ojos como si todavía esperara ver allí las joyas—. Los tuve... en la mano.

—Lo soñaste.

Los ojos de Guillermo eran azules y estaban vacíos y aturdidos como los de un niño.

—Tu abrigo pesaba porque estaba lleno de piedras —dijo Josseran. Cogió el abrigo de Guillermo y le mostró las piedras que todavía quedaban. Metió la mano, sacó un puñado de polvo y de trozos de ladrillos de la torre en ruinas—. Sólo piedras —repitió.

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Colin Falconer La ruta de la seda Guillermo lo miró fijamente durante largo rato sin hablar. No había comprensión en su rostro, como si Josseran le hubiera hablado en algún lenguaje desconocido. Por fin levantó un dedo en un ademán acusador.

—¡Los... has robado!

—Guillermo, tenías tantas piedras ocultas en tu abrigo que casi no pude llevarte hasta mi camello.

La cabeza del fraile cayó hacia atrás y cerró los ojos. Si en su cuerpo hubiera habido agua, habría llorado. Hizo una mueca de desesperación y la sangre de sus labios corrió dentro de su boca.

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Colin Falconer La ruta de la seda

9

Si las montañas de Qaidu eran el techo del mundo, las de Jarajoya eran su calabozo, un lugar perdido en una gran depresión muy por debajo del nivel del mar. El oasis no era más que una mezcla de casuchas y de campos polvorientos que aparecían de repente, como emergiendo de la sucia neblina. De alguna manera, los uigures que allí vivían lograban tener viñedos, higos y melocotones en aquel enorme horno gris del desierto, usando para ello las aguas glaciales de los karezes. Al igual que el resto de los oasis del Takla Makan, era un pueblo de calles estrechas y polvorientas y de patios con paredes de adobe. Pero muchas de las casas habían sido construidas bajo tierra para protegerse del calor infernal del verano y de los vientos ululantes. Estaban techados con vigas de madera y con paja y eran invisibles con excepción de las chimeneas que salían de la arena dura y gris. La monotonía del horizonte sólo la rompían la cúpula de una mezquita, las copas como lanzas de algunos álamos y las monótonas torres de adobe que la gente usaba para hacer pasas.

Incluso en aquella época del año, el calor era intolerable. Las viñas estaban desnudas, huesos pardos y quebrados que salían de la tierra como los dedos de un esqueleto, las calles desiertas de barro rojo estaban cuarteadas como si fueran adoquines; la gente del pueblo ya se había refugiado en sus sótanos. Un burro solitario permanecía tristemente bajo la escasa sombra de un árbol seco, moviendo la cola para espantar las hordas de moscas.

Desanimados, se encaminaron hacia un lugar donde se encontrarían al abrigo de la crueldad del sol.

—Es el peor lugar del mundo —gruñó Sartaq—. Dicen que aquí se puede cocinar un huevo con sólo enterrarlo en la arena. Los uigures aseguran que si se mata un pollo ni siquiera es necesario cocinarlo. La carne ya está blanca y tierna.

Su extraña risa que parecía un ladrido, carecía de humor. Ninguno de los otros rió. Ya se acercaban a la frontera y los tártaros se inquietaban. Qaidu y sus renegados estaban allí fuera, en alguna parte, esperándolos. Sartaq conocía todas las maneras en que se podía planear una emboscada. Entonces la suerte había cambiado y el amenazado era él.

344

Colin Falconer La ruta de la seda El sol se ocultó detrás del horizonte, el viento murió y un gran silencio cayó

sobre la tierra. La gente de Jarajoya emergió de sus prisiones para volver a caminar por las calles tibias e iluminadas.

Josseran escrutaba los alrededores en sombras. Sólo lograba ver la oscura silueta de las Montañas Celestiales que se recortaban sobre el cielo de la noche. Más allá de donde se encontraban, en alguna parte, estaba el Techo del Mundo. Y tal vez Jutelún.

Al pensar en ella sintió un dolor sordo en el pecho. Cerró los ojos y la vio montada en su caballo tártaro mientras la bufanda morada ondeaba al viento, tras ella; recordó la calidez de su cuerpo cuando se protegieron del Burakan; la melodía ronca de su voz aquella noche junto al lago.

Atesoraba aquellos instantes robados como iconos en los oscuros rincones de su mente. El fraile diría que aquellos recuerdos y aquella lujuria eran cosas del demonio, pero le resultaba imposible evitarlos. Cuando el cuerpo estaba en llamas resultaba imposible pensar en el alma.

Lo cierto es que ella le había hecho perder parte de su aplomo. Un verdadero caballero no debía pensar constantemente en mujeres; había vivido los últimos cinco años como un monje guerrero al servicio de los templarios y allí estaba su deber en lugar de estar apenado por una salvaje amazona. Sin embargo...

Tenía que saber si ella estaba viva y a salvo. Tenía que verla una vez más.

—No creí encontrarte aquí sino divirtiéndote con las esposas de los paganos.

Josseran se volvió. Era Guillermo.

—Parece que casi todos nuestros escoltas tártaros se han ido con las prostitutas que les ofrecen, parece ser que en estas tierras eso es hospitalidad. Josseran se encogió de hombros. Se le habían ofrecido comodidades similares, a pesar de que aquella noche no tenía interés en ese tipo de consuelos. Pero no quería que Guillermo tuviera ni siquiera aquella pequeña victoria, de manera que dijo:

—Me temo que sólo quedaban las mujeres feas. Sartaq me ha ofrecido el uso de los camellos si no encontraba ninguna que no me desagradara demasiado.

—Nunca encontrarás el camino del cielo, templario.

—No tiene importancia. No tengo muchas ganas de ir.

—¡Arderás en el infierno!

—Será mejor eso que una eternidad en la tediosa compañía de hipócritas.

—No creas que ahora estoy en deuda contigo. Todavía responderás por tus blasfemias cuando volvamos a Acre. Tú mismo has admitido que tu voto con los templarios ha terminado. ¡Ellos ya no podrán protegerte!

Josseran no pudo reunir la sensación de ultraje que sabía que tenía que sentir. Aquella noche sólo se encogió de hombros y respondió: 345

Colin Falconer La ruta de la seda

—No tendría que haber vuelto a buscarte. Tendría que haberte dejado morir en el desierto.

—Fue la voluntad de Dios que yo viviera.

—Te aseguro que lo ayudé mucho para que así fuera.

—Somos todos instrumentos de Sus trabajos, de manera que no te congratules demasiado. Tal vez habrías tenido más mérito si no fueras un ladrón, además de un mujeriego y de un blasfemo.

—No soy ladrón y no había ningún tesoro. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No fueron más que imaginaciones tuyas. Los espíritus de la arena engañaron tus ojos así como engañaron tus oídos. Te doy mi palabra. Vio que en los ojos de Guillermo brillaba la duda. Pero en aquel hombre había una tozudez que se negaba a ceder, no podía aceptar que, in extremis, las piedras le parecieran rubíes.

—¿Tu palabra? Tu palabra no vale nada. Sé que sólo te importa lo que se refiere a ti mismo.

Josseran negó con la cabeza, resignado. ¿Cómo era posible discutir con un hombre que no tenía un gramo de gratitud en el cuerpo, cuya naturaleza era tan inflexible como la del propio Jehová? «Tal vez Dios realmente te haya preservado para un propósito más alto —pensó—, porque no sé qué impulso de lunático me hizo volver a buscarte. Tal vez Dios me haya hecho perder la cordura para cumplir con Sus insondables designios.»

—A lo mejor no tengo que volver a Acre si allí tienes intención de hacerme daño.

—Si vuelves o no es algo que no me concierne. Puedes tratar de olvidar el juicio de Dios, pero Dios nunca te olvidará a ti.

—En realidad, a veces desearía que me olvidara. Tengo la sensación de que toda la vida ha estado aquí sólo para atormentarme, para mirarme por encima del hombro y ser testigo de todos mis pequeños pecados. ¡Es peor que tú!

—Lo que acabas de decir es una blasfemia.

—Si así fuera, tal vez se deba a que durante este viaje mi fe ha sido puesta a prueba continuamente.

—Entonces debes orar pidiendo que Dios te guíe.

—Dices que debo orar. Durante cinco años he recitado incontables padrenuestros diarios. Me ha valido de poco. Así que, mientras rezo, me pregunto: «¿Dios realmente me escucha? ¿Habla occitano como yo y dedica tantas horas de Su día a preocuparse por mi pequeña vida? Y si me escuchara,

¿qué ganaría yo con mis oraciones? He visto a buenos hombres morir poco a poco en una horrible agonía mientras le rogaban a Dios que se los llevara con rapidez, mientras a los malvados se les conceden sus más pequeños deseos y mueren viejos, felices y llenos de riquezas. Si Dios escucha a los malvados y no presta atención a los ruegos de los santos, me parece que tiene una gran pobreza de criterio.»

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Colin Falconer La ruta de la seda

—No corresponde que nosotros intentemos comprender los designios del Señor.

—Pero si no comprendo, ¿cómo es posible que sea sabio en lo que se refiere a los designios de Dios? ¿Cómo puedo saber lo que es bueno y lo que es pecado? He visto a esos paganos orando a sus dioses y creen, lo mismo que nosotros, que sus dioses los escuchan. ¿Cómo podemos saber que tenemos razón?

—Tenemos la Biblia como nuestra roca y nuestro asidero.

—Tal vez sea así, aunque no tiene sentido para mí. Porque si los tártaros le rezan a su Dios, lo mismo que hacemos nosotros, para que les conceda la victoria sobre los sarracenos, ¿por qué logran sus metas mientras que nosotros permanecemos de mal humor dentro de nuestra fortaleza de Acre por miedo a abandonar la seguridad de sus muros? ¡Explícamelo!

Guillermo se volvió para que el templario no viera la confusión que se reflejaba en su rostro. Porque no podía darle ninguna respuesta. En realidad,

¿por qué? ¿Por qué no había acudido Dios en su ayuda en el palacio del emperador cuando le hacía falta la elocuencia de Pablo? Se había dicho que el motivo era su indignidad. Pero como acababa de señalar el templario, ¿los tártaros no eran más indignos que el más pequeño de los cristianos?

—La sagrada Iglesia ha sido concebida así —insistió.

—Algunas de estas personas dicen que la salvación es un asunto que se da entre el hombre y Dios, no entre el hombre y la Iglesia.

—¡Que Dios se apiade de tu alma!

—Me harías torturar y quemar, ¿verdad? ¿No es ésa tu caridad de cristiano?

—¡No te atreverías a decir esas cosas en Acre!

—No, no me atrevería. Pero eso no significa que mis dudas sean menos reales.

—¡Te veré arder en la hoguera!

—Tendría que haberte dejado en poder de esos buitres.

—Y es lo que habrías hecho si el Espíritu Santo no hubiera tomado posesión de ti durante unas pocas horas, obligándote a volver sobre tus pasos.

—Ten cuidado de no darme la espalda, fraile. No es tarde para que deshaga ese gran bien que he hecho.

Josseran se alejó en la oscuridad, de nuevo furioso cuando creía que su furia había desaparecido. Ése, por lo menos, era el talento especial del fraile. Dejó a Guillermo en la muralla, al abrigo de las frías estrellas. Aquella caridad de la que hablaba el templario era sólo debilidad, argumentó Guillermo consigo mismo. Aquel hombre estaba infectado de herejía. Una úlcera que no responde al tratamiento debe ser eliminada con el cuchillo. Era algo que comprendería cualquier verdadero cristiano.

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Colin Falconer La ruta de la seda

10

La noche era un tormento. A Josseran lo perseguían los insectos que llegaban en enjambres como demonios del infierno. Las pulgas, los mosquitos y los jejenes con su voraz apetito se daban un festín en él y no había manera de evitarlo. Por fin, extenuado, se quedó dormido pero en medio de la noche lo despertó bruscamente algo que cayó de las vigas del techo. Se sentó, con el corazón palpitante y extendió la mano en busca de la vela que había a su lado. Vio que una araña con el cuerpo del tamaño de un huevo huía por el suelo de tierra. En sus fauces llevaba una cucaracha.

Después de eso le resultó imposible dormir.

Una serie de gritos terribles lo sacaron de la cama al amanecer. «¡Guillermo!» Su primer pensamiento fue que un escorpión había mordido al fraile. Josseran se levantó con dificultad. Una luz gris iluminaba el vestíbulo abovedado del caravasar y las figuras dormidas de los tártaros.

—¡Guillermo!

Cuando lo encontró, el fraile estaba sentado con la espalda contra la pared, la boca abierta y los ojos enormes por la impresión. Tenía el rostro y los brazos cubiertos de granos producidos por las picaduras de piojos y pulgas. Aparte de eso, parecía no haber sufrido otro daño.

Sartaq estaba ante él, sujetando una antorcha que había arrancado de la pared. Los otros tártaros, que también despertaron por los gritos, llegaron uno tras otro dando traspiés en la oscuridad.

—Lo oí gritar —explicó Sartaq—; cuando llegué tenía una enorme cucaracha en la cara.

—¿Cómo te diste cuenta? —preguntó Hombre Borracho.

Sartaq y los demás soltaron una carcajada.

Pero a Guillermo no le gustó el chiste. Se enroscó sobre sí mismo mientras arañaba el suelo de tierra con los dedos y lanzaba un ruido suave como el de un animal herido. La risa murió inmediatamente en las gargantas de los tártaros supersticiosos.

—Está poseído por los Espíritus de la Arena —susurró Sartaq—. Se le metieron dentro del cuerpo mientras estaba perdido en el desierto. 348

Colin Falconer La ruta de la seda

—Yo me encargaré de él —dijo Josseran—. Dejadnos solos.

—Tiene un demonio de mala suerte —murmuró Sartaq y enseguida se alejó

con sus compañeros.

Josseran los oyó fuera, preparando la caravana, ensillando los camellos y los caballos para el trayecto de aquel día.

Josseran se acuclilló.

—¿Guillermo?

—Soñé que era el demonio —respondió él—. Él sabe que soy débil.

—Era sólo una cucaracha.

—El demonio sabe hasta qué punto soy un pecador. Sabe que he fracasado.

«Tal vez el sol realmente le haya afectado el seso como supone Sartaq», pensó Josseran.

—Guillermo, ya amanece. Tenemos que continuar nuestro viaje.

—¡He metido los dedos dentro de las heridas de Cristo y a pesar de todo no creo! No tengo fe. En cambio estoy lleno de lujuria y de envidia. Ése es el motivo por el que Dios no me encomendó las almas de los bárbaros. Sabe que no soy digno.

—Muy pronto saldrá el sol. Tenemos que partir.

Guillermo tembló, aunque no hacía frío dentro del caravasar.

—He fracasado —repitió—. Durante toda mi vida he querido acercar a los hombres a Dios, pero he fracasado.

Josseran negó con la cabeza. Sólo había pensado en Guillermo como un clérigo altanero, sin compasión ni sentido común. En aquel momento, al verlo enroscado en el suelo de tierra llorando, casi sintió compasión de él. De manera que después de todo aquel sacerdote tenía algo de humanidad. Lo ayudó a levantarse y lo llevó fuera. Los caballos golpeaban el suelo con los cascos en el frío del amanecer y los camellos se quejaban mientras Sartaq los ataba formando una fila.

Josseran ayudó a Guillermo a montar su camello, guiándolo como habría guiado a un mendigo ciego. El fraile no volvió a hablar. Partieron de nuevo mientras un amanecer de color malva se levantaba en el horizonte. Guillermo mantuvo la vista fija en el horizonte y en sus pesadillas privadas.

El sol se alzaba vigorosamente en el cielo prometiendo otro interminable día de calor. A media mañana, la bruma de polvo se aclaró de repente y las Montañas Celestiales aparecieron ante ellos en el horizonte. El collar de nieve que en parte las cubría parecía increíblemente cercano. En la lejanía, hacia el oeste, alcanzaban a ver las crestas blancas del Techo del Mundo. La neblina volvió a descender con la misma rapidez con que se había levantado y las montañas desaparecieron una vez más tras la bruma amarilla del Takla Makan.

349

Colin Falconer La ruta de la seda Durante el trayecto, Guillermo habló poco. Josseran y los demás cabalgaban en el mismo silencio melancólico. Los tártaros supersticiosos se mantenían a distancia del preocupado fraile.

Aquella noche descansaron en las ruinas de un caravasar. Era el lugar más desolado que Josseran había visto en su vida. La cúpula de la mezquita se había derrumbado hacía muchos años, permitiendo que se filtrara la luz de la luna que se reflejaba en las losas y en las vigas rotas y ennegrecidas. En las paredes había marcas de los lugares en que había sido dañada hacía medio siglo, tal vez por el mismo Gengis Kan. Josseran y Guillermo se sentaron alejados de los demás, que se apretujaban junto al fuego, murmurando entre ellos y dirigiendo miradas hostiles en dirección a Guillermo. En las paredes bailaban sombras gigantescas. Pero Josseran no les temía. Los tártaros habían adquirido una férrea disciplina en el ejército de Qubilay y los harían llegar a salvo a su destino, aunque supiera que algunos, Hombre Furioso entre ellos, con alegría les hubieran cortado el cuello a ambos. Josseran miró hacia arriba. A través del ruinoso tejado vio que aparecía una única estrella en el cielo del norte. Recordó que la llamaban «El clavo donde los dioses atan sus caballos».

Tal vez fuera la desgracia de Guillermo lo que lo había puesto nervioso, o el hecho de haber visto aquel día por primera vez el Techo del Mundo, pero aquella noche las cargas de su vida le parecían más pesadas que nunca. A pesar de todo lo que decía, seguía siendo un cristiano y en el fondo de su corazón vivía atemorizado por su temible Dios. Lamentaba sus blasfemias de la noche anterior o, más bien, lamentaba las consecuencias que tendrían. Por lo tanto se puso lentamente en pie y se acercó a Guillermo que estaba sentado contra la pared, con el rostro oculto por el manto.

—Perdóname, padre, porque he pecado —susurró, y cayó de rodillas. Guillermo lo miró sorprendido. Durante largo rato no habló ni se movió. Cuando por fin lo hizo su voz era tan suave como la de una mujer.

—Iré hasta los camellos a buscar mis vestiduras —dijo, y partió a buscar todo lo necesario para salvar un alma para Dios.

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Colin Falconer La ruta de la seda

11

—Mi madre murió cuando yo tenía nueve años y mi padre, el duque de Montgisors, se casó con la hija de un caballero de Carcasona. Se llamaba Catherine. Era mucho menor que mi padre, tal vez sólo fuese cinco años mayor que yo. Tenía ojos negros como el pecado y cada vez que me miraba yo me acaloraba. En esa época no era más que un muchacho de diecisiete años y mi virilidad estaba a flor de piel e inflamada como una herida abierta.

—Sigue —murmuró Guillermo. Tenía conciencia de que los tártaros los miraban, al loco chamán cristiano con la estola morada alrededor del cuello y al gigantesco bárbaro de rodillas ante él.

—Yo hacía todo lo posible por conseguir que me mirara pero ella no me hacía caso y me dejaba presa de un frenesí de desesperación. Cada vez que pasaba a mi lado alcanzaba a notar su perfume. No podía dormir. Despertaba empapado de sudor y derramaba mi semilla en mis manos mientras pensaba en la mujer de mi padre. Hasta llegué a rezar en la capilla pidiendo que él muriera para que yo pudiera tenerla. No podía hablar del asunto con mi confesor y sólo me acusaba del pecado de lujuria. —Se detuvo y se pasó una mano por la cara.

¡Hacía tanto tiempo que esperaba el momento de liberarse de aquella carga!—

.Mi padre era un caballero de cierto renombre en el Languedoc. Todos los días me entrenaba en el uso de la espada y de la lanza, en la manera de luchar a caballo. Y siempre que habíamos practicado yo deseaba que me matara. Y

también temía lo que deseaba, porque suponía que él adivinaría lo que había detrás de mi rostro pecaminoso.

»Un día la hice mía en el cobertizo que servía de almacén. Todo terminó

con mucha rapidez, antes de que yo me hubiera dado cuenta de lo que acababa de hacer. Aquello tuvo que haber sido suficiente pecado para mis huesos jóvenes. Había saciado mi lujuria juvenil, ¿no era bastante? Pero no, tenía hambre. La seguía deseando. —Respiró hondo, la voz ronca, ahogada de culpa—. La vez siguiente lo que pasó no fue accidental. Mi padre había viajado a Tolosa. Fui hasta su dormitorio, deseando que la puerta estuviera cerrada con llave, con la esperanza de que ella gritaría para alertar a los criados, que me avergonzaría ante todos los habitantes de la casa. Pero en lugar de eso, me recibió en el calor de su abrazo y a partir de entonces fuimos amantes. 351

Colin Falconer La ruta de la seda Se detuvo. Levantó la vista para mirar el rostro del sacerdote, pero en la oscuridad no pudo adivinar su expresión. A pesar de todo notaba su respiración, profunda e irregular.

—No puedes imaginar lo doloroso que es decir estas cosas, tú que has renunciado a las mujeres. Verás, la odiaba constantemente, la odiaba por lo que le había hecho a mi padre y por lo que había hecho de mí. Le había puesto los cuernos, se había convertido en una adúltera. Y había logrado que yo me despreciara hasta el fondo de mi ser.

»Mi padre estaba en Tolosa, había sido llamado por el rey, junto con otros caballeros. Luis tenía esperanzas de persuadirlos de que se sumaran a una peregrinación armada a Tierra Santa. Mi padre se hacía viejo, así que cuando volvió de la corte nos dijo que había rechazado la posibilidad de sumarse a la cruzada. Pero pocos días después, sin explicación alguna, cambió de idea e hizo los preparativos para partir. Sólo puedo suponer que adivinó lo sucedido en su ausencia y eso lo hizo cambiar de idea. —Se detuvo para aclararse la garganta porque cada vez le costaba más hablar—. Armó a una docena de campesinos que lo acompañarían en la gran peregrinación y vendió diez hectáreas de sus tierras para pagar los gastos de la aventura. La propia Catherine cosió la cruz roja en el hombro de su sobrevesta.

»Después de su partida yo permanecí en Montgisors como señor de la casa solariega y de las tierras. A partir de aquel momento, Catherine se convirtió en una descarada. Iba a mi dormitorio todas las noches. Pero como temía quedar embarazada mientras su marido estuviera ausente, me obligó a tomarla sólo de la manera prohibida.

»Pero con mi padre ausente, descubrí que no podía llevar a cabo lo que tantas veces soñé con hacer. La respuesta de ella fue reírse de mí. Dijo que yo era un verdadero hijo de mi padre, se burló de él y de mí en un mismo aliento. Pronto dejó de acudir a mi dormitorio y me quedé con el recuerdo de mis pecados y nada más. —Respiró hondo—. Al año recibí noticias de la muerte de mi padre en Damietta. —Permaneció largo rato en silencio—. A pesar de sus precauciones, Catherine estaba embarazada. La envié a un convento a vivir su embarazo y a su vuelta entregamos al niño a la esposa de uno de mis mozos de cuadra que vivía dentro de la propiedad. La mujer era estéril y amó a la criatura como si fuera suya. Pero a los cuatro años el niño murió de garrotillo y así mi castigo mortal fue completo.

»He vivido muchos años con este pecado. Administré los bienes de mi padre pero ya nunca volví a la habitación de su viuda. Y luego, hace alrededor de seis años, viajé a Tierra Santa, con la esperanza de morir luchando. Perdí

todo mi oro y mis provisiones acostándome con prostitutas y jugando en Génova, Antioquía y Trípoli. Desesperado, juré lealtad a los templarios a los que ofrecí mis servicios durante cinco años, creyendo que así expiaría mis pecados. Pero temo que nada expiará lo que he hecho. En el fondo de mi 352

Colin Falconer La ruta de la seda corazón sé que llevo la cabeza de mi padre atada con una cuerda al cuello y vaya donde vaya los demás la huelen.

Guillermo permaneció largo rato en silencio. Por fin levantó la mano derecha.

—Con esta mano te absuelvo de tu pecado —dijo—. Como penitencia te ordeno permanecer casto durante el resto de tus días y renunciar a tu fortuna y a todas tus tierras legándoselas a la Santa Madre Iglesia. Josseran sintió que se ahogaba. Cuando se embarcó en aquella confesión, no esperaba una penitencia semejante. Pero como él mismo acababa de decir,

¿qué actos expiarían el pecado cometido? Pero a pesar de todo, una sentencia tan brutal lo enfureció. Se había engañado al creer que en el desierto Guillermo se había humanizado y en cambio el monje usó su ventaja momentánea para destruirlo, lo mismo que había hecho con Mar Salah.

Pero ¿qué importancia tenía? Sabía que después del pecado cometido, no merecía nada mejor.

—Gracias, hermano Guillermo —dijo.

—Ve en paz y no vuelvas a pecar —dijo Guillermo con una sonrisa de triunfo.

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Colin Falconer La ruta de la seda SÉPTIMA PARTE

El Espíritu del Cielo Azul