VALLE DE FERGANA

Un cielo gris y lóbrego, montañas ocultas detrás de un velo de nubes y aguanieve que el viento arrastraba y que cubría la estepa. Las ruedas de madera traqueteaban sobre la tierra helada, dos carros cargados de tributos del pueblo de los kazajos de Almalik; pieles de armiño y de marta cibelina y dos muchachas para el harén de Qaidu.

Los vio llegar montado en su caballo favorito, en cuyas patas traseras habían pintado unas rayas negras que indicaban que se trataba de una yegua recién domada perteneciente a un rebaño salvaje de los que aún vivían en libertad en la estepa del norte. Una corona de piel le cubría la cabeza y había gotas de hielo en su barba. Observó el montón de pieles y a las dos muchachas que tiritaban en la caja del carro. Sus ojos no manifestaban codicia, calculaba el valor que tenían como tributo con la mirada práctica del conquistador.

—¿Huelen? —le preguntó a Jutelún, clavando la vista en las muchachas.

—Son muy dulces —le contestó ella—. Pero, aunque sean las más hermosas de sus mujeres, son sólo mejores que los búfalos cuyas manadas han estado cuidando. Los kazajos no son gente muy guapa.

Qaidu asintió con la cabeza, pero notó que su hija no estaba pensando en las mujeres: se preguntaba qué novedades habría habido en su ausencia.

—Qubilay permanece en Catay luchando contra los chinos —informó él, leyendo la pregunta que había en los ojos de su hija—. Ariq Böke ha convocado un juriltay en Karakoram.

—¿Irás?

Él frunció el entrecejo y no contestó directamente. Clavó la mirada en el horizonte gris pensando en la incertidumbre que habría en un futuro sin un kan de kanes.

—Los días de Organa en Bujara están contados. Ella gobernó en representación de Mangu. Ahora él ha muerto, ¿y quién sabe lo que pasará con todos nosotros? Creo que es mejor que me quede aquí.

Jutelún sabía lo que estaba pensando su padre. A la muerte de Gengis Kan, su imperio asiático se distribuyó entre sus hijos. Batu se convirtió en kan de la Horda de Oro y de la Horda Blanca en la estepa del norte, mientras que a su 56

Colin Falconer La ruta de la seda hijo menor Chaghaday se le concedieron las tierras situadas al otro lado del Techo del Mundo. El reino se conoció como el kanato de Chaghaday. Tras su muerte, su esposa Organa gobernó el kanato. Qaidu y todos los clanes que le eran leales quedaron bajo su mando. Pero, en realidad, Qaidu no rendía tributo a nadie.

Malos vientos en Bujara, también soplarían en Almalik.

—Esta mañana llegó un jinete de Bujara con noticias —informó él—. Hay embajadores que pasarán por aquí camino de Karakoram. Organa nos ha pedido que salgamos a su encuentro y que los escoltemos hasta Beshbaliq. —

Por sus palabras, supo que se le encomendaría la tarea—. Pero no los entregarás en Beshbaliq. Los escoltarás hasta Karakoram. Le darás a Ariq Böke mi apoyo en el juriltay.

—Me honra que me confíes esta tarea, padre.

—Siempre he confiado en ti, hija. Eres la más hábil de todos mis hijos. Ante aquellas palabras le embargó una oleada de orgullo, el mayor cumplido que su padre le había hecho jamás. Si hubiera nacido varón, pensó, podría haber sido kan.

—¿De dónde vienen esos embajadores? —preguntó.

—Vienen de tierras lejanas del oeste. Son bárbaros. Desean prosternarse a los pies de nuestro kan de kanes.

—Pero hasta después de que lo decida el juriltay no tendremos ningún kan de kanes.

Sabía que el proceso del juriltay podía tardar dos o tres años. Qaidu se encogió de hombros.

—Si no tenemos ningún kan de kanes —contestó—, tendrán que esperar hasta que haya uno.

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