HACIA ALEPO
El resplandor anaranjado de un fuego entre las sombras de los olivos. Un leño crepitó y se hundió en las llamas en medio de una pequeña lluvia de chispas. Los caballos tiraron de las cuerdas que los ataban y se oyó un rumor de conversación mientras Guillermo, Josseran y Gerardo se acurrucaban juntos para luchar contra el frío.
Los soldados de Bohemundo estaban dormidos, a excepción de dos que Josseran había apostado como centinelas en los límites del campamento. Los sirvientes se encontraban acurrucados bajo los carros. Yusuf, el viejo guía árabe, era el único que seguía despierto a aquella hora, pero como había sentido la enemistad de Guillermo, se mantenía un poco apartado de ellos, alejado de la luz del fuego.
Gerardo, un joven delgado de escaso pelo y barba tupida, hablaba poco y se contentaba con remover las ascuas con un palo largo.
Guillermo miró fijamente a Josseran a la luz del fuego. Desde que habían salido de Antioquía, el caballero había adoptado la costumbre de usar un improvisado turbante que se ponía alrededor de la cabeza y la cara para protegerlas del viento y del sol.
—Tienes el aspecto de un sarraceno —dijo Guillermo.
Josseran lo miró. Guillermo tenía los labios partidos y el rostro morado y pelado por el efecto del sol sobre su piel clara.
—Y tú pareces un melocotón hervido.
Guillermo notó que Gerardo sonreía.
—¿De dónde eres, templario?
—Del Languedoc. Tengo tierras allí.
—El Languedoc —susurró Guillermo.
Confirmaba sus peores sospechas. El Languedoc era una región del sur de Francia, la tierra que había producido la herejía cátara. Los cátaros practicaban un culto blasfemo según el cual era más importante la salvación personal que la doctrina establecida por la Iglesia. La Inquisición se vio obligada a conducir una cruzada a lo largo del Languedoc para desenraizarla, pero Guillermo sospechaba que todavía seguía viva en los corazones de caballeros como aquél. 43
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—¿Cuánto hace que estás en Tierra Santa, templario?
—Cinco años.
—Un tiempo muy largo para estar alejado de la compañía de hombres civilizados.
—Aquí nació Nuestro Señor. Sólo deseo acercarme a Dios.
«Un gran discurso», pensó Guillermo. Pero ¿por qué sentía que se burlaba de él?
—¿Es eso lo que te trajo hasta aquí?
—Decían que en Tierra Santa hacían falta caballeros como yo.
—Desde luego. Tierra Santa es nuestra sagrada tarea. El hecho de que muchos de los lugares sagrados hayan vuelto a manos de los sarracenos es un reproche que se nos hace ante Dios. Recuperarlos es deber de todo buen cristiano. —Vio la expresión del caballero y se irritó—. ¿No es ésa tu creencia, templario?
—Llevo aquí cinco años. Tú ni siquiera has estado cinco días. No me digas cuál es mi deber en Tierra Santa.
—Todos estamos aquí para servir a Cristo.
Josseran miró el fuego, malhumorado. Por fin dijo:
—Si se puede servir a Cristo matando hombres, haciendo una carnicería con mujeres y niños, entonces Gerardo y yo sin duda resplandeceremos en el cielo.
Guillermo vio que los templarios volvían a intercambiar una mirada.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Guillermo.
Josseran suspiró y arrojó un palo a las llamas.
—Quiero decir que mi deber en Tierra Santa me resulta pesado, hermano Guillermo. Vine creyendo que recuperaría la Ciudad Santa de manos de los turcos. En cambio he visto a venecianos clavando sus espadas en el vientre de genoveses en las calles de Acre. Y he visto a los genoveses hacer lo mismo con los venecianos en el monasterio de San Sabas. Cristianos matando a otros cristianos. He visto a otros soldados, buenos cristianos, arrancando niños de los vientres de sus madres con la espada y los he visto violar a mujeres y luego degollarlas. Estos inocentes no estaban ocupando los lugares sagrados, eran simples beduinos que iban a buscar sus ovejas a los prados. Y todo eso se hacía en nombre de Nuestro Salvador.
—El Santo Padre, como sabrás, se ofendió mucho al enterarse de la enemistad que hay entre venecianos y genoveses porque cree, lo mismo que tú, que debemos unir nuestros esfuerzos guerreros contra el infiel, no contra los nuestros. Pero en cuanto a esos inocentes, como tú los llamas..., matamos cerdos y ovejas sin cometer pecado. Matar a un sarraceno no es una mancha peor en el alma.
—Ovejas y cerdos.
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Colin Falconer La ruta de la seda Josseran parecía luchar consigo mismo. Sabía que corría el riesgo de ser acusado de blasfemo si hablaba demasiado. Gerardo se movió incómodo y dirigió a Josseran una mirada de advertencia.
Pero Josseran no se podía contener. El tema estaba allí para ser discutido.
—¿Las ovejas y los cerdos tienen inteligencia? ¿Las ovejas y los cerdos saben astronomía y conocen el movimiento de las estrellas? ¿Las ovejas y los cerdos recitan poemas y poseen su propia música y arquitectura? Los sarracenos tienen todas esas cosas. Puedo estar en desacuerdo con ellos en cuestiones religiosas, pero no puedo creer que sean como ovejas y cerdos. Josseran sabía que se encontraban en terreno peligroso. La Iglesia fruncía el entrecejo ante cualquier intento de conocer los secretos de la naturaleza. Lo denominaban una ilícita invasión del sagrado útero de la Gran Madre. Recordó
la forma en que en Tolosa una familia de judíos había sido arrastrada fuera de su casa y golpeada por la multitud porque se descubrió que, en secreto, traducían textos árabes que trataban de matemáticas y alquimia.
—Los paganos creen que el mundo es redondo, desafiando las leyes de Dios y del cielo. ¿Tú también lo crees?
Josseran evitó la trampa.
—Lo único que sé es que aunque no tengan fe no son animales. Cuando estuve en Trípoli, un caballo me dio una coz en una pierna. La pierna se infectó
y se me hizo un absceso. Un cirujano templario estuvo a punto de amputármela con un hacha. Uno de mis sirvientes mandó llamar a un médico mahometano. Él me puso una cataplasma, el absceso se abrió y me curé. Me resulta difícil odiar a ese hombre.
—Tienes una lengua blasfema, templario. Fue Dios quien te curó. Debes tener cuidado con lo que dices.
—Es posible que tengas razón. —La luz del fuego bailaba en el rostro del caballero—. Pero ahora estoy cansado de hablar con sacerdotes. Se alejó caminando y se acostó en una manta, bajo los árboles. Gerardo lo siguió porque no quería soportar a solas la peligrosa conversación del fraile. Guillermo permaneció solo ante la débil luz del fuego, mirando fijamente las llamas amarillas. Rezó a Dios por el alma del templario, como era su deber, y también rezó a Dios pidiendo fuerzas para lo que vendría. Porque sabía que pronto tendría que hacer frente a los tártaros y cumplir con su cometido, e ignoraba cuál sería el resultado. Rezó hasta bien entrada la noche, hasta mucho después de que el fuego se hubo convertido en brasas, porque tenía mucho miedo y no quería que los demás lo supieran.
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El grupo zigzagueaba lentamente sobre las colinas y pasaba por pueblos de curiosas casas de adobe en forma de colmena; por la noche rodearon la fortaleza de Harenc. Yusuf abría la marcha y Josseran y Gerardo lo seguían, luego iban los soldados de Bohemundo y por fin los caballos de carga y los carros. Guillermo iba en la retaguardia, con la cabeza gacha, extenuado ya por el viaje. Avanzaban por la vieja vía romana pavimentada, que aún se abría camino entre las rocas como en tiempos de la Biblia. Josseran se alegraba de tener consigo a los soldados de Bohemundo porque el terreno era ideal para una emboscada y estaba seguro de que en las sierras había bandidos beduinos que los observaban. No porque creyera que ellos tuvieran el aspecto de una rica caravana cristiana, y sin duda tampoco por la manera en que vestían. Él y Gerardo usaban túnicas sencillas hechas de muselina, un excelente algodón que los cruzados importaban de Mosul, y tenían las cabezas envueltas en bufandas mahometanas. Incluso en aquella época del año les resultaban frescas y prácticas, y evitaban que el sol les quemara la piel. Josseran le había ofrecido comodidades similares al hermano Guillermo, que, en cambio, insistía en usar el pesado manto de lana con capucha que había traído de Roma. Josseran notó
que debajo de la capucha tenía la cara colorada como una remolacha. Tal era la suerte de un hombre santo.
Era la última hora de la tarde y estaban amodorrados y cansados. Gerardo y Guillermo dormitaban en la silla, aturdidos por el calor del sol que les caía en las espaldas, el traqueteo de los carros y el repiqueteo sordo de los cascos de los caballos. Las rocosas sierras sirias se extendían alrededor de ellos. Los olieron antes de oírlos. Los caballos fueron los primeros en reaccionar, se movían nerviosos y piafaban. Yusuf retuvo su caballo y se giró sobre la silla.
—¿Qué pasa? —gritó Guillermo.
Aparecieron de repente, como si hubieran salido de la nada. Los cascos resplandecían al sol y sus estandartes rojos y grises flameaban en el extremo de las lanzas. Yusuf gritó una maldición. Tenía los ojos muy grandes, como los de un caballo que huye del fuego.
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Colin Falconer La ruta de la seda Los tártaros ya los flanqueaban en un hábil movimiento de tenaza ejecutado al galope. Instintivamente, Gerardo cogió su espada, pero ante una orden de Josseran la volvió a envainar. Los soldados de Bohemundo también habían sido cogidos por sorpresa y permanecían dócilmente en sus sillas, observando.
Josseran miró a su alrededor en busca del fraile. Guillermo estaba sentado tranquilamente en su silla, con el rostro convertido en una máscara.
—Bueno, templario —gritó por encima del fragor de los cascos de los caballos—, te ha llegado la hora de ganarte la honra que se te ha dispensado. Esperemos que la fe que el gran maestre depositó en ti no haya sido por error. Kismet piafaba, excitada por el cambio y por el olor desconocido que tenía en los ollares.
Los tártaros completaron vertiginosamente el círculo alrededor de ellos, y luego se les acercaron. Josseran estimó que serían unos cien hombres. Por un instante tuvieron la impresión de que los atropellarían al galope, pero en el último momento sofrenaron los caballos de pecho ancho y se detuvieron. Entonces reinó un silencio mortal, sólo interrumpido por el resoplido ocasional de un caballo o por el ruido de las guarniciones. De manera que aquéllos eran los temidos tártaros.
En realidad, su olor era mucho más horrible que su apariencia. Tenían las mejillas del color del cuero hervido, ojos oscuros y sesgados, y pelo negro y lacio. Usaban pequeñas armaduras, bien una cota de malla o una coraza de cuero cubierta por una suerte de escamas de hierro. Cada soldado tenía un casco de cuero o de hierro y un escudo de mimbre cubierto también de cuero. Josseran pensó que en un combate cuerpo a cuerpo no podrían vencer a un caballero franco que llevara su pesada armadura. Sin embargo, al mirar los arcos que llevaban consigo y las aljabas en forma de cajas llenas de flechas que colgaban de sus cinturas, comprendió que aquellos jinetes tenían más habilidad matando a distancia.
Los caballos que montaban eran poco mayores que mulas, animales ridículos y feos con hocicos planos y pechos fuertes. ¿Sería aquélla la caballería más temida del mundo entero?
Un tártaro que llevaba un casco de oro se adelantó con su caballo y los miró. El jefe, supuso Josseran. Tenía ojos crueles, castaños y de forma almendrada, parecidos a los de un gato; lucía una rala barba negra y en la mano derecha llevaba un hacha.
—¿Quiénes sois? —preguntó en un árabe aceptable—. ¿Por qué os acercáis a Alepo?
Josseran se quitó la bufanda que se había enrollado alrededor de la boca y notó una momentánea sorpresa en los ojos del oficial tártaro cuando vio su barba pelirroja.
—Me llamo Josseran Sarrazini. Soy un caballero de la orden de los templarios, asignado a la fortaleza de Acre. Mi señor es Tomás Berard, gran 47
Colin Falconer La ruta de la seda maestre de la orden. Me han enviado como embajador ante tu kan, el señor Hulagu.
—¿Y qué me dices del cuervo que está detrás de ti, en el caballo pardo flaco?
Josseran no pudo dejar de sonreír. Era exactamente lo que Guillermo parecía.
—Él también es embajador.
—No viste como los embajadores.
Josseran se permitió una audacia.
—Ha recorrido una enorme distancia. Desde Roma, que es una ciudad muy lejana. —Se señaló la frente y añadió con mayor suavidad—: Los rigores del viaje le han turbado la mente.
El oficial tártaro asintió con la cabeza, como si eso confirmara su primera impresión.
—¿Qué dice? —preguntó Guillermo.
—Desea saber qué hacemos aquí.
—Dile que tengo una misiva para su señor que le envía el propio Papa.
—Ya se lo he dicho —contestó Josseran—. Tienes que ser paciente y permitirme hablar por todos.
—Me llamo Yuchi —dijo el oficial tártaro—. Os escoltaré hasta Alepo. Allí
os encontraréis con Hulagu, el kan de toda Persia.
Y así emprendieron de nuevo la marcha a través de las tierras estériles y rocosas de las sierras sirias, esta vez rodeados por un escuadrón de los jinetes más temidos en el mundo conocido, camino de Alepo y de un destino que ni Josseran Sarrazini ni Guillermo de Augsburgo podían haber imaginado ni en el más descabellado de sus sueños.
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Oyeron la ciudad de Alepo mucho antes de verla. Tanto el repiqueteo de tambores como los gritos de hombres que luchaban y morían se oían a kilómetros de distancia. Cuando llegaron a las planicies de Alepo no encontraron ninguna diferencia entre el desierto y las tierras cultivadas. La ciudad se agazapaba bajo una gran ciudadela en el corazón de una planicie seca y sin agua. La caravana de provisiones que los tártaros llevaban consigo levantaba una gran nube de polvo y el pálido cielo celeste se mezclaba con la neblina amarilla en cuyo centro se elevaba el humo de las hogueras. La ciudad estaba asolada; sólo la ciudadela, con sus troneras y sus explanadas pavimentadas, edificada sobre una roca mucho más alta que la propia ciudad, resistía aún la embestida de los tártaros. Al pie de la fortaleza, la ciudad en sí ya se encontraba en manos de los sitiadores, que habían exigido una rápida retribución por la intransigencia de los habitantes. El humo se alzaba sobre los restos de las mezquitas.
Era el mayor ejército que Josseran había visto en su vida. Rebaños de ovejas y cabras, caballos de tiro y camellos cubrían la integridad de la planicie. Incluso a lo lejos, los tambores de los tártaros repiqueteaban en los oídos, como las palpitaciones de la sangre. Y por encima de todo, de los relinchos de los caballos y los bramidos de los camellos, resonaban los gritos de hombres que luchaban y morían al pie de las murallas cada vez que se ordenaba una carga contra las puertas de la ciudadela.
En tres años, aquel enorme ejército había abierto una franja a través del mundo mahometano. No parecía haber perdido ni un ápice de su ferocidad.
—Esto podría ser Acre —murmuró Josseran.
Su mirada se encontró con la de Guillermo. Supo que él estaba pensando lo mismo.
Caminaron a lo largo de las calles del viejo bazar, mirando atónitos los maderos humeantes y ennegrecidos del depósito de un mercader, las paredes destrozadas de una mezquita. Bajo los cascos de los caballos, los adoquines estaban teñidos de sangre. La matanza tártara había sido espantosamente eficaz. Hombres, mujeres y niños permanecían tendidos donde habían caído, muchos de ellos decapitados y mutilados, y en aquel momento cubiertos de 49
Colin Falconer La ruta de la seda enjambres de moscas negras que levantaban el vuelo formando nubes cuando ellos pasaban. Los cadáveres se habían hinchado bajo el sol. El hedor de la muerte se cernía como una nube sobre la explanada. Guillermo se cubrió la boca con una manga y comenzó a vomitar. Tuvieron conciencia de las miradas hostiles de los soldados tártaros.
«Preferirían cortarnos el cuello que hablar con nosotros —pensó Josseran—, a pesar de que supuestamente somos sus aliados.» Un regimiento de la infantería armenia los pasó al trote, apremiados por el tambor que golpeaba un tártaro montado sobre un camello: era un nacara, un gran tambor de guerra. El tambor resonaba por encima del estruendo de las armaduras de metal mientras corrían hacia las murallas. «Ahora comprendo por qué a Hulagu le resultó tan útil la alianza con Bohemundo y con Hayton —pensó Josseran—. Necesita víctimas para las murallas.» La oscura presencia de la ciudadela se cernía sobre ellos. El sol se había puesto detrás de las troneras, dejando las calles sumidas en la oscuridad.
Arqueros tártaros, armados con ballestas, disparaban andanadas de flechas incendiarias a las murallas almenadas, mientras grupos de soldados colocaban enormes catapultas cerca de la base de las murallas. Josseran contó muchas de ellas, catapultas más ligeras llamadas maganeles y grandes ballestas que arrojaban piedras del tamaño de casas. Las murallas de la fortaleza estaban llenas de agujeros y destrozadas por los asaltos diarios.
—¡Mira! —susurró Gerardo.
Josseran se volvió en su silla y vio lo que su escudero le señalaba. En lugar de piedras, un grupo de tártaros estaba cargando uno de los maganeles con lo que parecían melones negros. Tardó algunos instantes en comprender lo que en realidad eran. No eran melones ni piedras ni armas de ningún tipo. Estaban cargando la enorme honda con cabezas humanas. Con ellas no derribarían las murallas sarracenas, pero imaginaba el efecto que aquellos proyectiles tendrían entre los que defendían la fortaleza.
Soltaron la honda y, con un silbido, su espantosa carga fue lanzada hacia las murallas incendiadas.
Un destacamento de jinetes se les acercó por la calle llena de humo; provenía de la ciudadela. Era una fuerza del mismo tamaño que la suya, tal vez de cien jinetes, con los estandartes rojos y grises ondeando en la punta de sus lanzas y el oro de los cascos resplandeciente en el sol del crepúsculo. Los soldados de Bohemundo ya habían desmontado y estaban arrodillados junto a los caballos. Josseran y el resto tardaron en hacerlo y los hombres de Yuchi saltaron y los obligaron a desmontar.
—¿Qué pasa? —gritó Guillermo.
Josseran no intentó resistirse. No tenía sentido. Los tártaros los obligaron a arrodillarse en el polvo. A sus espaldas oyó que el guía, Yusuf, sollozaba y 50
Colin Falconer La ruta de la seda rogaba que le perdonaran la vida, convencido de que estaban a punto de decapitarlo. Guillermo comenzó a recitar el Tedeum.
A su lado, Gerardo tenía la cara apretada contra la tierra, y una bota tártara le pisaba el cuello.
—¿Desean nuestras cabezas para la catapulta? —preguntó en un susurro.
—Si es así —contestó Josseran—, la del fraile será particularmente indicada. Hasta es capaz de hacer en la muralla la brecha que esperan. Debajo de las rodillas alcanzaba a notar la vibración de los cascos de los caballos. ¿Estarían destinados a morir en aquel momento, con las caras en el suelo? No podían hacer más que esperar.
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La escolta se detuvo a no más de veinte pasos de distancia. Cascos de hierro, estandartes rojos y grises, pesada caballería armada con hachas de guerra y mazas de hierro. Dos de los tártaros adelantaron sus caballos. Uno de ellos tenía un casco de oro y una capa de piel de onza. Hulagu.
Yuchi cayó de rodillas. Dijo algo al kan y al general que lo acompañaba en un idioma que Josseran no había oído nunca. Josseran aprovechó el momento para observar a aquel kan tártaro que con tanta facilidad había obtenido lo que las fuerzas cristianas habían deseado sin éxito, a pesar de la ayuda de Dios, durante casi dos siglos: la derrota del mundo mahometano. Era un azote inverosímil, un hombre pequeño de rostro terso y redondo, nariz aplanada y curiosos ojos almendrados, rasgo distintivo de los tártaros. No era la reunión que él había previsto. Esperaba un enorme pabellón donde los presentarían ante el trono de Hulagu con la formalidad de la corte, no que los pusieran de rodillas delante de un guerrero montado y polvoriento, allí, en la calle cubierta de sangre.
Mientras esperaba, los ruidos de la batalla que tenía lugar a las puertas de la ciudadela, a menos de dos tiros de ballesta de distancia, llegaban hasta él: sonido de trompetas y gritos de hombres que morían con dolor. Acababan de comenzar un nuevo asalto a las puertas. Josseran recordó a los soldados de la infantería armenia a los que acababan de ver.
Pero en aquel momento el general de Hulagu se dirigía a él en un árabe macarrónico.
—Mi capitán dice que eres embajador de los francos. ¿Has venido a hacer un trato con nosotros?
Josseran no había informado a sus raptores de la intención de su viaje.
«¡Que arrogancia!», pensó. Sin embargo, teniendo en cuenta el tamaño de su ejército y los logros obtenidos hasta aquel momento, era comprensible.
—Me llamo Josseran Sarrazini. Me ha enviado Tomás Berard, gran maestre de la orden de los templarios, desde su fortaleza de Acre en el reino de Jerusalén. Ambos tenemos un enemigo común, los sarracenos, y mi señor se aventura a enviaros sus felicitaciones por vuestros éxitos, y os tiende la mano en señal de amistad.
52
Colin Falconer La ruta de la seda El general comenzó a reír aun antes de que Josseran hubiera terminado de hablar. Hulagu escuchó la traducción del general con el rostro todavía impasible, y volvió a hablar en aquella lengua desconocida.
—A nuestro kan no le sorprende que tu señor extienda su mano en expresión de amistad —tradujo el general—, porque de lo contrario podría descubrir que se la han cortado.
Josseran se tragó la furia que le produjo aquella respuesta altanera. Tal vez estuvieran tratando de provocarlo.
—No tenemos ninguna diferencia con tu kan —contestó con cuidado—. En realidad, es posible que encontremos causas que nos sean comunes. —Josseran pensó en los informes de Rubroek, que aseguraba que la esposa de Hulagu era cristiana, que los tártaros habían desfilado con una cruz de madera por las calles de Bagdad—. Nosotros los francos también somos cristianos.
—¿Qué pasa? —susurró Guillermo.
Debido a que no comprendía una palabra, Guillermo ignoraba que Josseran acababa de proponer el trato al que muchos miembros del consejo de barones se oponían. Era una decisión tomada por Tomás Berard en nombre de los templarios, antes de que Josseran saliera de Acre. No era la primera vez que los templarios hacían tratos sin tener en cuenta al resto de los estados. Aquél era el juego más peligroso de todos los que habían jugado. Una vez que se apresa a un oso por el cuello, es mejor estar seguro de poder mantenerlo agarrado con firmeza.
—Desea saber qué hacemos aquí —le informó a Guillermo.
—¿Le has dicho que tengo una bula para él, enviada por el propio Papa?
—Dudo que esta criatura haya oído hablar del Papa alguna vez, hermano Guillermo.
Entonces tienes que explicarle que el Papa es la cabeza del mundo cristiano y que me ha enviado para acercarlo a él y al resto de estos bárbaros a la salvación!
—¿Quieres que se lo diga con la misma delicadeza?
El sacerdote no comprendió la ironía de la respuesta.
—¡Tienes que decirle quién soy! —susurró Guillermo.
Josseran se volvió. No tenía la menor intención de hacerlo. Aún no podía estar seguro de que los tártaros no les cortarían la cabeza en cualquier momento. No tenía el más mínimo deseo de morir allí y de aquella manera, de rodillas. Se había prometido que cuando llegara el final de su vida sería con una espada en la mano y luchando al servicio de Cristo. Eso le daría cierta indulgencia para sus pecados.
Hulagu los observaba y a Josseran le pareció ver cierta incertidumbre en su rostro.
—Mi señor Hulagu desea saber cuál es esa causa común de la que hablas —
dijo el general.
—La destrucción de los sarracenos.
53
Colin Falconer La ruta de la seda El general volvió a reír.
—¿Te refieres a algo como esto? —Señaló la ciudad con una mano—. Como puedes ver, hemos destruido a los sarracenos sin la ayuda de tu gran maestre, como tú lo llamas.
—¿Y ahora qué está diciendo? —volvió a gritar Guillermo, casi tembloroso de frustración.
—No creo que esté demasiado interesado en nosotros.
—¡Pero debe oír la bula de Su Santidad!
Hulagu le susurró algo a su general.
—¿Qué es esa criatura y qué dice? —preguntó el general.
—Es uno de nuestros hombres santos, mi señor.
—¿Puede mostrarnos su magia?
La pregunta sorprendió a Josseran.
—¿Magia? Me temo que no.
El general le pasó aquella información a Hulagu, que pareció desilusionado por la respuesta. Hubo otra larga conversación entre los dos tártaros.
—El gran kan desea saber si tu señor está dispuesto a convertirse en su vasallo, como lo ha hecho el señor de Antioquía, y si le pagará un tributo anual. Josseran ocultó su sorpresa. Ésa no era la relación que Bohemundo había descrito al consejo de barones.
—Lo que buscamos es una alianza contra los sarracenos. A cambio de nuestra ayuda militar, nos quedaríamos con Jerusalén... Hulagu no esperó para oír el resto. Le murmuró unas cuantas palabras a su general, volvió a su caballo y se alejó.
—El gran kan dice que no puede hablar contigo de una alianza. Eso es algo que sólo Mangu, el kan de todos los kanes, puede decidir. Serás escoltado a su presencia. Puedes llevar contigo a tu hombre santo. El resto de tu partida permanecerá en calidad de rehenes hasta que vuelvas.
El general habló con rapidez a Yuchi en idioma tártaro y luego siguió al kan hacia las murallas de la ciudadela; la escolta lo siguió en rígida formación. La audiencia había sido increíblemente breve, y en nada se parecía a lo que Josseran había esperado.
Los obligaron a ponerse de nuevo en pie.
—¿Qué va a pasar? —gritó Guillermo—. ¿Y qué ha pasado?
—Dice que no tiene la autoridad necesaria para atendernos. Parece que hay un señor aún más importante que él. Nos llevarán a su encuentro.
—¿Dónde está ese señor? ¿Cuánto tendremos que viajar?
—No lo sé.
Los llevaron donde estaban sus caballos. Josseran notó que Gerardo y Yusuf los miraban fijamente, con los ojos muy grandes. A diferencia de Guillermo, habían comprendido cada palabra.
—¡Bueno! —dijo Yuchi riendo—. Conoceréis Karakoram.
—¿Cuántos días de viaje significa?
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—¿Días? —El oficial repitió al resto de los tártaros lo que le acababan de preguntar y todos estallaron en risas. Se volvió hacia Josseran—. Si cabalgáis con rapidez es posible que lleguéis dentro de cuatro lunas. ¡Con ese elefante que montas serás afortunado si llegas en ocho!
Josseran lo miró. Tal vez un hombre que montara un buen caballo tardaría cuatro meses en llegar de Tolosa a Constantinopla, el ancho de la cristiandad.
¡Ocho meses! Dos veces aquella distancia encaminándose hacia el este, ¡a través y más allá de la tierra de los mahometanos! ¡Ocho meses! Para entonces, Ultramar podía ya haber sido invadida por los tártaros.
—¿Y si no deseáramos ir?
El tártaro volvió a reír.
—Lo que deseéis no tiene ninguna importancia. Lo que importa es el deseo del kan. Y lo que él desea, debe cumplirse. Guillermo le tiraba de la manga de la túnica. —¿Qué dicen? ¡Ya está bien de misterios!
¡Ocho meses en compañía de aquel maldito fraile! Siempre que sobreviviera.
—Monta tu caballo —gruñó—. Viajaremos hacia el este. A algún lugar llamado Karakoram. Es todo lo que sé.
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