VALLE DE FERGANA
—Esta mañana ha llegado un jinete de Almalik —dijo Qaidu. Por su expresión, Jutelún supo que las noticias eran malas. Qaidu estaba sentado a la entrada de la yurta. A su derecha, al lado de las yeguas, estaban sus hijos; a su izquierda, al lado del ganado, Nambi y Jutelún. Nambi era la tercera esposa de Qaidu y madre de Gerel. También estaban presentes otras dos esposas, porque los tártaros buscaban el consejo de las mujeres en todos los asuntos que no fuesen la guerra y la caza. La madre de Jutelún había muerto cuando ella tenía sólo diez años. Se llamaba Bayaghuchin y fue la primera esposa de Qaidu, y también su favorita. Todavía conservaba la imagen de su madre en la cabeza, porque los recuerdos que tenía de ella eran vívidos. Era alta, como Jutelún, tenía ojos oscuros y levantaba la cabeza con altivez. Era una verdadera tártara, fuerte y recta, y con un carácter en consonancia con estas cualidades; se decía que hasta Gengis Kan la temía.
Jutelún todavía recordaba la ocasión en que su padre se enfureció por una disputa en el clan y ordenó la ejecución de su anda, su hermano de sangre, un hombre que había luchado a su lado en muchas batallas. Fue Bayaghuchin quien lo hizo volver a la sensatez, gritándole como si se tratara de un hijo descarriado y no de su marido. Qaidu cedió, y luego le quedó eternamente agradecido por haberlo salvado de las consecuencias de su ira. Pero esa eternidad pasó con rapidez, porque al año había muerto. Enfermó y tuvo fiebre durante tres días, y cuando la fiebre se disipó con la rapidez con que se disipa la tormenta en la montaña, dejó detrás el cuerpo sin vida de la mujer. En aquel momento su padre tenía otras tres esposas, y varias concubinas, como era costumbre entre los tártaros, pero era por Bayaghuchin por quien él se acongojaba.
Una rama crepitó en el fuego.
—Mongke, nuestro kan de kanes ha muerto —dijo Qaidu—. Murió hace cuatro meses luchando con los song en China.
—¿Mongke ha muerto? —repitió Gerel.
Ya estaba borracho. Demasiado kumis. Siempre demasiado kumis. 40
Colin Falconer La ruta de la seda Se produjo un largo y terrible silencio. La yurta estaba llena de humo y de olor a grasa de cordero. En aquel momento todos supieron que su vida no volvería a ser lo que era. Con la muerte del gran kan, el mundo cambiaba de una manera irrevocable. Jutelún sabía que eso era peligroso. Mongke había sido khaghan desde que tenía memoria.
También notó incertidumbre en el rostro de su padre.
—¿Mongke ha muerto? —volvió a preguntar Gerel.
Qaidu asintió lentamente con la cabeza. A ninguno le importaba que estuviera borracho porque eso no era una vergüenza entre ellos. Pero no era lo que convenía para convertirse en un gran kan.
—¿Te han llamado al juriltay? —le preguntó Tekuday a Qaidu.
—Se supone que todos los kanes tártaros deben cabalgar hacia Karakoram para la elección de nuestro nuevo khaghan.
—¿Mongke ha muerto? —volvió a repetir Gerel, arrastrando las palabras. Frunció el entrecejo y negó con la cabeza, como si ni él mismo encontrara sentido a las palabras.
—¿Quién será? —preguntó Nambi sin prestar atención a su hijastro. Qaidu miró el fuego.
—Hulagu ya hace diez años que está ausente de Karakoram, luchando en el oeste. Del resto de los hermanos de Mongke, sólo Ari Böke tiene el corazón de un tártaro. Qubilay desea el manto de Gengis Kan, pero hace demasiado tiempo que está en China.
Resonó un fuerte ronquido, parecido al bramido del camello junto al pozo de agua. Gerel se había dormido. Nadie le prestó atención.
—Mongke será nuestro último kan de kanes —dijo Qaidu. Volvieron a quedar en silencio, asustados por los temores del padre—. Berke está lejos en el norte, en Rusia, con la Horda de Oro. No volverá y tampoco se inclinará ante el gobierno de sus hermanos. Hulagu también ha edificado su propio reino en el oeste y dudo que doble la rodilla en el juriltay. Sólo a Organa la pueden forzar a hacer una reverencia y eso representa un peligro para nosotros. —Miró a Jutelún, su hija, la chamán, la vidente del clan—. Esta noche debes comunicarte con los espíritus —dijo—. Debes ver lo que desean que hagamos.
Jutelún llevaba la cabeza descubierta, con la faja alrededor del cuello, sobre la colina llamada «La mujer se va». Se arrodilló nueve veces según la costumbre, en honor de Tengri, Señor del Cielo Azul. Roció el suelo con leche de yegua, como un ofrecimiento a los espíritus que vivían en la montaña, y luego derramó
más leche, como ofrenda a los duendes del agua.
Después volvió a su yurta, donde los efectos del kumis y el hachís la envolvieron como los brazos de una madre y bailó en la oscuridad dulce y empalagosa, sola con sus antepasados y con la gran estrella que asomaba por el agujero del techo. Las sombras se mecían y desgarraban, el quejido del viento 41
Colin Falconer La ruta de la seda era como millares de voces de muertos que se alzaban al ritmo y golpeteo de los tambores del chamán.
Pero el futuro no llegaba. En su lugar, los sueños del humo la llevaron a un hombre de pelo del color del fuego que montaba un caballo blanco como el hielo y grande como un buey salvaje del Tíbet; detrás de él, dos hombres, uno vestido de negro y el otro de blanco, con una cruz del color de la sangre bordada en el pecho. Y en el sueño, el hombre del pelo del color del fuego volvía de la montaña con el cuerpo de una cabra blanca, la depositaba a los pies de su padre y la reclamaba a ella como suya.
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