Tu nombre huele a Azucena
Sí, lo reconozco. Soy un asesino. Y modestia aparte, soy de los mejores dentro del vasto mercado del crimen. No es porque lo diga yo, tienes para consultar una extensa lista de clientes satisfechos con sus encargos.
Ya ni recuerdo cómo me metí en este oscuro mundo. Por necesidad nunca fue, al menos no por dinero, y eso que está muy bien pagado. ¿Necesidad de sentirme vivo? Tal vez un poco.
Si me pides que te explique qué se siente en el instante en que arrebatas la vida a otra persona, no sabría describir esa sensación. Supongo que al final se reduce a la satisfacción que se obtiene por realizar bien tu trabajo. Pienso que en todos los trabajos ocurre lo mismo.
Tampoco creas que soy un profesional al estilo de Bruce Willis en Chacal, o que me dedico a esto en exclusiva. Nada más lejos. Ser un asesino es para mí un hobby. Hay quien colecciona sellos, lee comics o se va al cine o hacer deporte. Yo, quito vidas.
Mi nombre es Izan. Soy un humilde escritor a la sombra que inventa novelas para escritores ricos y afamados. Sé lo que estás pensando, que parece una deformación profesional: solo trabajo por encargo. No creo que sea eso. Puede que lleves razón, pero tanto mi trabajo como mi hobby, me hacen sentir muy afortunado.
Mi afición me ayuda en mi trabajo, y en cierto modo, también un poco a la inversa. En mis largos ratos de espera y seguimiento, aprovecho para escribir las historias que luego verás en los estantes de las mejores librerías. Y admito que me satisface mucho cuando me llega el encargo de escribir una novela de asesinatos. Imagínate.
Hoy no me he traído el trabajo al hobby. Prefiero contarte esto.
Me pasé las tardes y las noches de los dos últimos meses del año pasado, vigilando de cerca todos los movimientos del señor Pym. Su esposa lo quería muerto. ¿Dinero? Pensarás. No, en esta ocasión no. En lo que a la señora Pym respecta es más bien una cuestión de amor, o desamor, mejor dicho. El mismo día que el detective le confirmó las continuas infidelidades de su esposo, fue el mismo día que se puso en contacto con mi intermediario. No preguntó ni la tarifa de precios, se limitó a contratar y punto.
¿Mi intermediario? Claro, no te preocupes, ahora mismo te hablo de él. Quasimodo. Lo llamo cariñosamente así no por su aspecto ni nada por el estilo, porque no sé su nombre real ni quiero saberlo. Para mí él es Quasimodo y yo para él soy Richelieu, y nuestro contacto se reduce a unas cuantas llamadas telefónicas y unos envíos a unos apartados de correos. Imagino que él, al igual que yo, residirá alejado de esas cajas metálicas. Una regla básica de este juego es no fiarse de nadie.
Es sencillo. Quasimodo me llama al móvil de los hobbies. Cuatro pinceladas. Objetivo, lugar, fecha y precio. Si me interesa, respondo con un escueto adiós. En tres o cuatro días tendré un sobre en mi apartado postal con los detalles del trabajo. Así de sencillo.
El pago se realiza en efectivo y también por envío postal. La mitad, al aceptar el encargo y, el resto, a la confirmación del deceso.
Bueno, no quiero desviarme del tema. El caso es que el señor Pym es una persona de costumbres y casi siempre sigue una rutina a rajatabla. Eso siempre facilita las cosas, la verdad, pero en este caso específico, me lo ponía más difícil todavía porque no pasaba ni un minuto a solas.
De lunes a viernes era lo mismo, salía temprano de casa en dirección a la oficina. Una parada a medio camino para desayunar en una coqueta cafetería del centro de la ciudad, donde se encontraba, por cierto, una de sus amantes. Una hermosa camarera algo entrada en años pero que conservaba un cuerpo de escándalo y que sabía cómo usar sus armas de mujer contra algún adinerado cliente no satisfecho con su vida. En cierto modo, comprendo al señor Pym. Un hombre acomodado al que el éxito le ha sonreído siempre en la vida. Bueno, hasta ahora.
¿Crees que se puede conocer a una persona con solo observarle durante horas y horas? Yo, al principio, pensaba que no era posible, pero con el paso de los años me he dado cuenta de que con estudiar los movimientos, los hábitos, los gustos de una persona, aunque sea desde la distancia, pueden revelar hasta lo que piensa y siente a cada instante. Créeme. Sé lo que digo.
He acabado con la vida de muchas personas. Algunas de ellas eran buenos seres humanos. No es que tenga remordimientos ni nada parecido, pero reconozco que quizás algunos de mis encargos merecían seguir en este mundo más que los que me pagaron por hacerlos desaparecer del mismo. También te digo que sigo mi propio código. No quiero que pienses que soy un asesino despiadado que acepta cualquier trabajo. Todo tiene que tener un límite. Yo no asesino niños. Tampoco soy piadoso ni doy clemencia.
Barajé la posibilidad de acabar con el señor Pym en su propia casa. Si bien podría haber conseguido con facilidad la información relativa a las alarmas y seguridad de la casa por medio de la señora Pym, preferí no involucrarme tanto con mi cliente. Asesinarlo en casa estando presente su esposa hubiera podido ocasionar algún que otro problema, aunque a Gladys le hubiera encantado sobremanera.
Hacerlo en uno de sus innumerables escarceos con alguna de sus amantes hubiera sido más sencillo, pero me habría encontrado con el dilema de qué hacer con su acompa-ñante. Si la dejo con vida, me arriesgo a que me reconozca, me denuncie o dé alguna pista fundamental que pueda llevar a la ley hasta mí. La otra opción sería darle el mismo final que a su amante, pero matar por matar no lo veo correcto. Prefiero hacer las cosas bien, siempre hay otro camino si se estudian a fondo todas las posibilidades. Después de días y días donde confirmé la imposibilidad de encontrarme a solas con él, decidí forzar la situa-ción y crear yo mismo el escenario adecuado para lograr realizar mi trabajo. Seguro que piensas que por qué no subí al tejado de un edificio y con un potente rifle de mira telescópica volarle la tapa de los sesos desde varias calles de distancia. Lo pensé, créeme, pero no es fácil conseguir un rifle de precisión, tampoco es sencillo acertar a un blanco desde doscientos metros, y la ciudad está bastante vigilada desde los aires. Demasiadas complicaciones. Descarté esa idea muy pronto.
Sigo, entonces. Llegué a la conclusión de que la mejor oportunidad la tendría durante la hora de sauna de los jueves. Ya sabía, por los tickets de la basura, que siempre iba al mismo habitáculo, el diecinueve. Una cosa menos que averiguar. Inicié el análisis del local. Su emplazamiento y su distribución me lo puso fácil. Tres entradas pero solo una recepcionista. No sería complicado colarme por la entrada menos transitada. Ahora venía lo más difícil: hacer que se quedara solo en el habitáculo. Me costó casi dos semanas de observación conocer quiénes eran sus posibles compañeros de sauna. Tras ver salir al señor Pym del centro acompañado y charlando con varias personas, reduje la lista a cuatro posibles candidatos. Dos de ellos eran los que entraban en el habitáculo con él. No tenía claro quiénes eran, pero quería evitar a toda costa tener que entrar en el centro haciéndome pasar por un cliente. No era buena idea que alguien pudiera reconocerme ni que mis datos figuraran como usuario.
Tal vez te aburro con todo esto, pero en serio, lo hago para que veas que todo no es tan fácil como lo pintan en las películas. Si no se planifica todo al detalle, después aparecen los errores y al final acaba uno entre rejas. Una vez escribí una novela sobre un asesina-to donde por culpa de un barrendero que pasaba por la calle, al final, el protagonista, bueno, quiero decir, el malo acababa siendo descubierto por el detective. Yo no quiero cometer esos errores.
Tuve que seguir a cada uno de los cuatro unos cuantos días para saber lo máximo sobre ellos. Sin demasiado esfuerzo conseguí el teléfono de dos de ellos. No te imaginas lo sencillo que es acceder a un buzón y coger las facturas. Una vez que tuve los números de teléfono de esos dos, y sabía el horario de trabajo de los cuatro, sus costumbres y sus rarezas, fijé la fecha en el jueves siguiente. Para qué esperar, ¿no?
Me facilitó las cosas el hecho de que los cuatro vivían relativamente cerca del centro de saunas. En cuanto el señor Pym salió de casa con su bolsa de deporte en dirección a la sauna, puse en marcha el plan. No había tampoco prisa, tenía tiempo de sobra. Me acerqué a casa del primero de sus compañeros y, antes de que saliera, rajé los cuatro neumáticos del coche con una navaja y esperé a que apareciera. Tal como pensé, el cabreo que se cogió fue monumental y se puso a maldecir a diestro y siniestro. Llamó a su seguro y se quedó esperando a que alguien de la aseguradora fuera a verle. Uno menos.
El siguiente que me quité de en medio fue aún más sencillo, simplemente lo llamé por teléfono haciéndome pasar por el gerente de la sauna y le dije que esa tarde iban a cerrar por una avería. Otro menos.
El tercero era el que más cerca vivía del centro. Siempre iba caminando. No tuve más remedio que usar un poco de gasolina para prender fuego a su cobertizo. Estaría bien entretenido por un buen rato. Solo quedaba uno.
El último era el más puntual, siempre llegaba casi media hora antes que todos los demás. Tal vez no era el que acompañaba al señor Pym, pero no podía arriesgarme. Mi siguiente víctima ya habría entrado. Esperé quince minutos para asegurarme de que estaba dentro y llamé al cuarto de la lista. Contestó la señorita de recepción. Le daría el recado a la mayor brevedad posible. Sabía que su mujer siempre iba al cine los jueves. Lo único que le dije fue que su hijo se había metido en un lío y que no podía contactar con la madre. En menos de dos minutos ya estaba saliendo por la puerta. Vía libre.
Colarse en el centro fue lo más sencillo de todo. Es más, cuando accedí al local por la puerta más alejada, me di cuenta de que la recepcionista no estaba en su puesto. Casi sin querer me topé con la sauna número diecinueve. Saqué de la mochila mi arma, para la oca-sión me había llevado conmigo una beretta del calibre nueve. Enrosqué con tranquilidad el silenciador, comprobé el cargador y quité el seguro. Miré a un lado y a otro y cuando me cercioré de que no pasaba nadie, giré la palanca de la puerta y entré en la sauna. El vapor no me dejó ver lo más mínimo en un primer instante. Cuando se disipó un poco y mi vista se acostumbró al ambiente interior de la habitación, me encontré con el señor Pym sentado en la banqueta de piedra, mirándome con cara de sorpresa.
—Creo que se ha equivocado, señor. Esto es una sauna —me dijo con un tono sarcásti-co como si intentara hacer una gracia a mi costa. Como si yo fuera un pelele despistado que había confundido una sauna con una cafetería. No es que lo discuta, lo cierto es que no es muy normal que una persona entre en una sauna vestido. Es comprensible que pensara eso. No lo es que intentara hacer un chiste conmigo. Aun así, decidí darle unos segundos más de vida.
—No sabía que tenía usted tanto sentido del humor, señor Pym —le dije colocando mis brazos detrás de la espalda para ocultar el arma.
—¿Nos conocemos? —Su cara sonriente tornó a preocupada—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Gladys está bien?
—Está estupenda, y dentro de unos minutos estará aún mejor —le contesté con gesto muy serio.
Relajé mis brazos dejando a la vista el arma. Ese fue el momento en que de forma definitiva le cambió el rostro. Ya no parecía preocupado, ahora comenzaba a estar muerto de miedo. Cuando extendí mi brazo apuntándole al rostro, sus peores pesadillas se hicieron una realidad.
—Mire... —Comenzaba a temblarle la voz—. Estamos en una sauna, no tengo mis cosas aquí, vaya a la taquilla y llévese lo que quiera. ¡Lo que quiera!
—¿Qué le hace pensar que estoy aquí para robarle?
Aquella situación comenzaba a resultarme cómica. Me había tomado por un simple ladronzuelo, por un ladrón de poco seso, por lo que se ve. Hasta el caco más imbécil sabe que en una sauna las personas van sin ropa. A lo sumo se llevan sus móviles.
—¿Quién demonios es usted? ¿Qué es lo que quiere de mí? —Su rostro comenzaba a desencajarse por el terror.
—Saludos de su esposa...
Apreté el gatillo sin vacilar. La bala atravesó su cerebro en el mismo instante en que su boca se abría para decir sus últimas palabras. Ahora pienso que podía haber esperado unos segundos para ver qué maravillosos halagos propinaba a su señora esposa en los últimos instantes de su miserable vida. En fin, ya me había extendido más de lo que debía.
Un tiro limpio, en el centro de la frente, y su cabeza se echó hacia atrás chocando contra los azulejos blancos de la pared. Cuando la gravedad hizo el resto, su cuerpo cayó hacia adelante, dejando una considerable mancha de color rojo oscuro.
—Adiós, señor Pym —dije, para mí, en voz alta, mientras me acercaba al cadáver para comprobar que ya no tenía pulso. Su corazón ya no latería ni una vez más.
Saqué de mi bolsillo la cámara de fotos y tomé un par de fotografías. Una prueba para mi clienta. Me gusta hacerlo así, aunque realmente hasta que el cliente no certifica la muerte de la víctima, no recibo ni un centavo más.
El resto fue coser y cantar. Me asomé a la puerta y comprobé que la recepcionista aún no había regresado, y no había nadie por los pasillos. Salí con toda tranquilidad y tras unos metros, abandoné las instalaciones y me dirigí dos calles más atrás para coger mi coche. No sé lo que tardarían en descubrir el cadáver. Imagino que sería en el instante en que alguno de sus compañeros regresara, o cuando la pobre muchacha de la recepción fuera a comunicarle al cliente de la diecinueve que su hora de sauna había concluido.
Ni veinticuatro horas tuve que esperar. Recibí la llamada de Quasimodo con la confirmación de que mi pago se encontraba en la caja de correos. Dos palabras nada más: Buen Trabajo. Ahora solo tenía que ir a por mi dinero.
Me imagino qué está pasando por tu mente ahora mismo. ¿De verdad crees que soy tan imprudente como para ir yo en persona a por mi paquete? Si lo piensas, es que no has prestado atención a lo cuidadoso que soy con todo lo que hago. Claro que no voy yo. Eso sería muy peligroso. Lo que hago es buscar a alguien que lo haga por mí. Por norma general, elijo a algún indigente que tenga un aspecto aceptable. Por un par de billetes de cien aceptan sin hacer preguntas. Me acerco a donde esté con el rostro casi cubierto. Un gorro, unas gafas de sol y una bufanda o pañuelo cubriendo mi barbilla y mi boca es suficiente. Le digo que si quiere ganarse unos pavos recogiendo algo para mí, él acepta, le doy la llave de la caja y le indico la dirección. Es fácil, solo tiene que entrar, abrir la caja, coger el sobre de su interior y traérmelo.
¿Si me fio de ellos? Pues la verdad es que me fio de un indigente más que de muchos de mis amigos. No preguntan, no discuten, se limitan a hacer lo que les he pedido. También es cierto que nunca repito con ninguno. Si lo hiciera, con toda probabilidad co-menzarían a hacerse preguntas y podría llegar el momento en que tuvieran la tentación de quedarse con los sobres. Y eso sería algo que me cabrearía sobremanera. Y como te he dicho antes, no me gusta matar por matar.
Una vez que tuve el dinero en mi poder, decidí tomarme unas vacaciones, largarme a algún lugar paradisíaco y perdido por un par de meses, y terminar el último encargo que me habían hecho: una novela sobre un reloj. Curioso tema, ¿no? En fin, que decidí apar-tarme por un tiempo del mundo del crimen, envié un sms a Quasimodo en el que ponía Off y me fui de vacaciones. ¿Adivinas a dónde me fui de vacaciones? ¡Exacto! ¡Allí, a tu bonita tierra! Un lugar estupendo para descansar. Tranquilidad, buena comida, buen clima y muy buena gente. Una maravilla, he de reconocer.
Llevaba poco más de una semana de descanso, en la que logré avanzar bastante con la novela, cuando recibí un sms de Quasimodo. Un On seguido de un signo de interrogación significaba que acababa de llegarle un encargo hecho a mi medida y que no podía rechazar, así que le contesté con otro On. A los pocos segundos el móvil sonaba.
«Mujer. Málaga. Plazo, tres meses. Quinientos mil para ti.»
Sí, me quedé tan perplejo que esta vez hice una excepción y contesté al mensaje de Quasimodo. Necesitaba confirmar.
«¿Cuánto has dicho?»
«Quinientos mil para ti».
«Adiós».
No. No había entendido mal, en verdad me había dado esa cifra. Jamás había hecho un trabajo tan bien pagado. El cliente tenía que ser bastante importante, y la víctima no debía ser muy querida si alguien pagaba semejante cantidad por quitarla de en medio.
Estaba de maravilla en mis vacaciones, pero un trabajo así no se puede rechazar, y regresé a mi ciudad de inmediato para recoger el encargo en correos. En unas cuantas horas ya tenía el paquete y estaba de vuelta en el apartamento. Tres meses es tiempo de sobra para hacer el trabajo, así que podía alternar mis vacaciones con ese encargo.
Por un instante pensé que el vagabundo de turno que elegí para traer el paquete se iba a largar con él. Lo vi salir de la oficina postal, pero antes de que cruzara la avenida, desapareció de mi vista al pasar un autobús por delante. Miré hacia todos lados, la gente iba y venía por la calle, unos con más prisa y otros con menos, pero ni rastro de mi vagabundo. Hasta que respiré hondo y puse más atención. A la segunda pasada visual lo localicé. No quería marcharse con el paquete y la mitad del pago que le hice. Lo único que hizo fue pararse en el puesto de perritos calientes para comprar uno. En verdad parecía bastante hambriento. Respiré tranquilo, no tenía ganas de buscar a un vagabundo para darle su merecido. Esperé un poco más, hasta que se comió el perrito y vino hasta donde yo me encontraba. Extendió sus brazos para darme el paquete y me sonrió. Preferí no decirle nada. Cogí el paquete y le di la otra mitad del pago que le había prometido. Y ahora a casa.
Cuando llegué, me acomodé en el sofá y abrí el paquete. Más grande de lo habitual. Dos sobres. Como es natural abrí el que más abultaba. Era la mitad del pago. Doscientos cincuenta mil. Exactos. Ni uno más ni uno menos. Abrí el segundo sobre. Los detalles del encargo.
La foto fue lo primero que llamó mi atención. Me quedé sin palabras, en serio, era como si me hubiera enamorado a primera vista de esa fotografía. La chica era preciosa, te juro que no había visto a una mujer tan bonita en mucho, mucho tiempo. Sus ojos color azul claro me atraparon como si de una red se tratara. Pelo castaño y liso, con las puntas hacia dentro y un mechón que le caía por la frente. Una nariz pequeña que recordaba a una guindilla cuando contrastabas con el color de su piel y unos labios carnosos sobre los que descansaba una alegre sonrisa. Era una preciosidad de mujer.
Dejé la foto en la mesa auxiliar, y durante unos segundos no pude retirar mi vista de aquella imagen. Saqué el resto de documentación, apenas un folio sin demasiados datos. Nombre completo y dirección, fecha de nacimiento. Solo veinte años. No era muy común que me hicieran encargos para eliminar a personas tan jóvenes. La carrera que estudiaba y la universidad donde asistía a las clases, su teléfono y los datos de su coche.
Di la vuelta a la hoja y leí los datos del cliente. Su madrastra. Me sorprendió saber que era la mujer de su padre la que la quería ver muerta. ¿Sería por dinero? Era evidente que la señora no tenía problemas pecuniarios, porque pagar la suma que iba a pagar no está al alcance de todo el mundo: medio millón sin contar con lo que se llevaría Quasimodo. Mucho dinero.
Luego pensé que después de todo no era tan raro, los ricos siempre quieren más, y si la chica era un obstáculo para alcanzar la fortuna de su marido, pues quitándola de en medio, ella se convertiría en el único consuelo de su vida. O tal vez solo fueran celos. No debería estar haciéndome esas preguntas, no era mi estilo. No debería importarme las razones del encargo, lo único que tenía que hacer era realizar mi trabajo y cobrar el resto del pago. Y después, quién sabe, desaparecer una buena temporada o por qué no, incluso retirarme de mi hobby.
Volví a tomar la fotografía entre mis dedos y me quedé mirándola en cierto estado de hipnosis. Me sentía algo apesadumbrado por tener que llevar a cabo aquel trabajo. No conocía a esa joven, pero tenía cara de ser una buena chica, de las que caen bien a todo el mundo, de las que ayudan a las viejecitas a cruzar la calle y de las que hacen un poco más feliz a todos los que están a su lado.
A las seis de la mañana ya estaba estacionado en frente del edificio donde vivía. Hacía frío esa mañana. Me estaba quedando helado dentro del coche, tanto que comencé a echar de menos el no haber traído conmigo una manta. Cogí la hoja con los detalles del trabajo y releí el epígrafe donde se anotaba que residía en el tercer piso, puerta de la derecha, y que compartía vivienda con dos chicas más. Tenía que recabar mucha información aún.
Las vigilancias en el coche son muy aburridas. Mientras no ha despuntado el sol se está tranquilo, no hay más que mirar y estar atento a lo que pasa. Cuando la gente comienza a ponerse en movimiento, todo se torna más peliagudo. No se puede permanecer dentro del coche siempre. La gente sospecha de que haya un hombre metido en un coche sin hacer nada. Tanto es así que una vez alguien llamó a la policía y al poco tenía a un agente dando golpecitos en mi ventana.
—Buenos días, agente. ¿Ocurre algo? —pregunté con toda amabilidad en cuanto bajé el cristal de la ventanilla.
—Buenos días. Han llamado los vecinos diciendo que lleva un buen rato aquí, dentro del coche, y ya están preocupados. ¿Qué hace aquí, señor?
—Se me ha averiado el coche, agente. He llamado a la grúa y estoy esperando a que venga, nada más. No he salido porque hace frío, y no he querido ir a la cafetería por si ve-nía la grúa, aunque viendo lo que tarda, podría haber desayunado tranquilo.
—¿No arranca? —preguntó el agente, que parecía se había tragado mi explicación.
—Creo que es algo del motor de arranque, pero tampoco me haga caso.
—Si quiere le empujo y tratamos de arrancarlo, así no tiene que esperar a la grúa.
—Tampoco quiero ser una molestia. No me importa esperar, de verdad.
—Insisto. Así los vecinos no seguirán molestando —me contestó medio riendo.
Pues allí estaba yo, dándole al contacto y siendo empujando por un amable agente. Tuve que simular un par de veces que no quería arrancar, pero a la tercera dejé que el mo-tor echara a funcionar. El agente se despidió de mí con cara de satisfacción, y yo me libré de una buena.
Por eso ahora trato de no estar demasiado tiempo en el mismo lugar, y salgo a pasear, a comprar el periódico, cambio de lugar de estacionamiento, e incluso ha habido días en los que me he llevado el perro conmigo. He aprendido con el tiempo a ser meticuloso con todo y a no levantar sospechas.
A las siete de la mañana salió mi objetivo. Y no salió sola, bajaron con ella sus compañeras de piso. Con el paso de los días descubrí que las tres estudiaban la misma carrera, eran de la misma ciudad y habían sido amigas desde el parvulario. Varios días estuve siguiéndolas hasta el campus de la universidad. No era de las alumnas que se saltaban clases o que no asistiera a ellas. Todo lo contrario, era una chica muy aplicada que no faltaba a ninguna asignatura y que de la universidad se iba directa a casa. Ella y sus compañeras de piso. Total, que descarté actuar por la mañana.
Las tardes y las noches me abrían un mayor número de posibilidades. En la franja horaria que va desde las cuatro de la tarde hasta las dos o las tres de la madrugada, era cuando más se separaban. Una de las chicas se pasaba la tarde estudiando y se iba pronto a la cama. Parecía la más antisocial de las tres, o más la empollona, como mejor quieras llamarlo. La otra compañera de piso era la cara opuesta de la moneda. No pisaba el piso en toda la tarde y a menudo volvía a altas horas de la madrugada. No era tan extraño, era la única de las tres que tenía novio. Mi objetivo estaba entre las dos. No era ni demasiado aplicada, ni demasiado fiestera. O al menos eso es lo que me pareció en un principio.
Era una chica muy sociable, no le costaba quedar con sus amigos, le gustaba tomar algún que otro refresco unas veces allí, otras veces allá, era una fanática del cine, de las de ver dos o tres películas a la semana, le gustaba leer en la biblioteca y también le gustaba el teatro. Una chica culta.
Comencé a buscar los mejores momentos y los lugares más adecuados para llevar a cabo el trabajo. Tampoco me iba a resultar fácil, eran escasos los momentos en que estaba sola por completo. Aún tenía tiempo de sobra, la chica parecía bastante predecible en sus movimientos y tenía hasta tres meses para hacer el trabajo. Y la verdad es que todo eso me vino muy bien, ¿sabes? Me dejaba bastantes horas libres para continuar la novela. Las mañanas casi todas.
A la tercera semana creía estar seguro de cómo hacerlo. El plan estaba casi ultimado. Lo haría un viernes, en el sótano del edificio donde vivía. Era la única que hacía una colada el último viernes del mes. Y la siguiente semana tocaba colada. Y las lavadoras y secadoras estaban en el sótano. Me alegré de que al final fuera más sencillo de lo que en un principio esperaba.
Te voy a contar un secreto. Intentaba seguirla lo menos posible, no quería observarla horas y horas durante el día, cosa que me fue posible porque era una chica de costumbres fijas y a los pocos días conocía su rutina a la perfección. Clases, piso, almuerzo, café en el local que había a tres manzanas, estudio, salir de compras o descansar, estudio, cena, estudio y a dormir. Los fines de semana salía algo más con sus amigos. Y sí, había un capullo perdidamente enamorado de ella, pero al que daba calabazas una y otra vez. Me entraba risa cada vez que lo rechazaba.
Terminé los primeros capítulos de la novela y los envié al escritor para ver qué le parecía lo que llevaba escrito hasta el momento. Me gusta enviar todo por correo postal, como ya habrás imaginado. Después de salir de la oficina entré a tomar un té con leche. Estaba satisfecho con mi trabajo. Y el té, he de reconocer, me lo hicieron buenísimo.
Había olvidado lo bien que se está saboreando una buena taza mientras se lee la prensa del día.
Tras mi momento de relax, me levanté, pedí uno de esos tés para llevar, pagué la cuenta y salí del establecimiento. Una noticia de la contraportada del periódico llamó mi atención: Acusan a la señora Pym de planear el asesinato de su marido. Mira, puede que después de todo, la policía no sea tan inútil. No pude evitar sonreír. Y en esas estaba cuando choqué con alguien y me derramé el pequeño vaso de plástico encima. Miré mi jersey empapado de aquel delicioso té y maldije en silencio al culpable de aquel desastre. Levanté la vista cargada de furia, pero al momento me quedé en blanco, supongo que puse cara de gilipollas o algo por estilo, porque además no fui capaz de arrancar de mis cuerdas vocales ni una sola palabra.
Y allí estaba ella, esa preciosa mujercita de cabello castaño y liso, de unos ojos gran-des y de un azul tan claro que parecía agua de mar. Su piel era bastante blanca, salvo en aquel momento tan incómodo que acababa de crearse unos segundos antes. Sus mejillas se habían sonrojado y se mordía el labio inferior tratando de disculparse con su mirada. Su pelo llamó mi atención, hasta ahora no la había visto con el pelo recogido en una trenza que le caía por el pecho.
—Disculpe, señor, no me he dado cuenta —dijo aquella preciosidad—. A veces no miro ni por donde voy...
—No te preocupes, Azucena, solo ha sido un accidente.
Y en ese instante comprendí hasta qué punto había metido la pata.
—¿Nos conocemos? —me preguntó más descarada que curiosa—. ¿Cómo sabe mi nombre?
Creo que ese día fue cuando mi cerebro trabajó mejor y más deprisa desde que lo uso. Y menos mal, porque me habría costado mucho salir de aquella situación.
—Te llamas así, ¿no? —le dije sonriendo y desviando la vista hacia la carpeta que llevaba abrazada contra el pecho—. He leído Azu y he imaginado que vendría de Azucena.
—¡Guau! ¡Qué observador! —me dijo sorprendida y con un gesto de curiosidad que parecía ir en aumento—. ¿Es usted policía o detective?
—¡No! Para nada —contesté poniendo mi mejor sonrisa y dando un paso hacia atrás para sacar un pañuelo y secar lo que pude el jersey—. Tan solo me fijo en los detalles. Soy un simple escritor.
—De veras que lo siento, señor... —Volvió a su cara de contrariedad y culpa—. Si necesita que le pague la tintorería, o un jersey nuevo, no tiene más que decirlo.
—En serio, no te preocupes, no es más que un trozo de tela. De verdad que no pa-sa nada.
—Al menos déjeme que le invite a tomar algo, o a pagarle lo mismo que llevaba. Insisto, o me sentiré aún peor. —Ese gesto de pena que puso terminó por destrozar la poca integridad que me quedaba.
—Está bien, pero solo si dejas de llamarme de usted. No quiero ser un viejo todavía.
—Trato hecho en cuanto me diga su nombre.
—Me llamo Izan.
Sin tiempo a decir ni hacer nada, se puso de puntillas y se lanzó a mis mejillas para intercambiar un par de sonoros besos que me dejaron algo atontado, he de reconocerlo. Olía tan bien... Ese perfume me era muy familiar, tenía un gran parecido con otro que llevaba mi primer amor cuando estábamos en el instituto. Si la memoria no me falla tenía un nombre así como Ragazza o algo por el estilo, ya no lo recuerdo, hace muchos años de eso.
—Encantada de conocerte, Izan, y de echar a perder tu jersey.
—No sigas o tendré que no perdonarte.
Otra de esas mágicas sonrisas iluminó su rostro acentuando el color de esos ojos claros que me miraban con tanta simpatía. Abrió la puerta en un gesto de galantería más propia de un hombre y me invitó a entrar de nuevo en el local. Y así lo hice.
Mi segundo té de la tarde fue de lo mejor de ese día y de todos los días que recordaba. Todo aquello que había intuido sobre aquella chica era cierto. Simpática, muy inteli-gente, extremadamente amable y con un corazón tan grande como una casa. Y yo no podía dejar de pensar en que aquello que estaba ocurriendo en aquellos instantes no debería estar pasando. Jamás había interactuado con mi víctima y no sabía cómo podría influir en mi cometido. El dejarme ver con ella podría ponerme en una situación comprometida en un futuro. Además, de que todo lo que me estaba hablando ya lo sabía yo.
Sin embargo, allí estaba yo, escuchando cómo aquella bella criatura me contaba que hacía años que era socia de una pequeña ONG, que hacía poco que había podido visitar a los niños que apadrinaba con sus cuotas, y que se sentía muy orgullosa de poner un granito de arena para hacer de este mundo un lugar mejor. Los ojos le brillaban a medida que me contaba todo aquello.
Me puse a dar vueltas a mi cabeza. Acabar con ella era acabar también con un poco del bienestar de aquellos niños. Daños colaterales, me dije a mí mismo.
—Y dime, ¿de qué escribes? ¿Romántica, misterio, aventuras? ¿Piratas? Me encantan los piratas... —De repente dejó de hablar de ella y me preguntó apoyando su mejilla en la mano del brazo que tenía sobre en la mesa.
—Supongo que escribo de todo, me limito a escribir lo que me encargan —le respondí.
—Entonces ¿escribes para otros?
—Así es. Soy un escritor a la sombra.
—¡Qué guay! ¿Has escrito algo para algún escritor famoso?
—Alguna vez, sí, pero como comprenderás no puedo decirte de quién se trata.
—Te entiendo, es algo así como lo de ser abogado o siquiatra, ¿no? Todo queda entre el cliente y tú.
—Así es. Si te revelo esa información tendría que matarte.
Azu comenzó a reír a carcajadas, aquella ocurrencia de película le hizo gracia. En cambio, yo me quedé pensando «¿por qué diablos habré dicho eso?» No deja de ser una ironía, ¿verdad? Estaba bromeando con aquella chica. ¿Qué me estaba pasando? ¿Había perdido la cabeza? Lo más probable era que sí, que la había perdido por aquella bonita chica de ojos claros.
Acabé mi té lo más rápido posible, necesitaba largarme de allí, aunque no quería que ella pensara eso. Me limité a disculparme porque había quedado con mi cliente y no quería llegar tarde.
—Ha sido un placer, Izan, y espero que volvamos a vernos. ¿Estarás mucho tiempo por aquí?
—No creo, en un par de semanas habré terminado y volveré a casa.
—Qué lástima, me habría gustado que me contaras cosas sobre ser escritor, siempre me ha intrigado cómo podéis imaginar esas historias tan increíbles.
—Bueno... —A cada minuto que pasaba me volvía más débil e imbécil—. Seguiré viniendo por las tardes a tomar el té, así que sabes dónde encontrarme.
—¿Es una especie de cita? —Me soltó mientras sonreía, descarada.
—Eh... —No sabía ni qué decir en aquel instante, pero al final me lancé mientras me levantaba de mi silla—. Si quieres llamarlo así, que así sea.
—Te veré mañana, Izan. Hasta pronto.
—Hasta pronto, Azucena. Ha sido un placer.
Esa noche casi no pude pegar ojo. No sé, aquella chica tenía algo. Hacía mucho tiempo que no sentía esa sensación. Lo achaqué a que tendría que variar mi plan. Era muy peligroso acabar con la chica sin más, cuando la policía comenzara a investigar, alguien de la cafetería diría que la vieron hablando con un hombre mayor que ella que no era de por aquí. Demasiadas pistas para la policía.
Tenía dos opciones: irme ya de la ciudad y volver antes de que expirase el plazo y acabar con ella, así daría margen suficiente para que olvidasen a aquel forastero o hacer que pareciera un accidente o un suicidio. Lo del suicidio, la verdad, no creo que se lo tragara nadie. ¿Un accidente? Podría servir, pero habría que pensar en la mejor forma de hacerlo.
A otro día aún seguía sin decidirme, pero allí que dieron a parar mis huesos. De nuevo me encontré en la cafetería tomando un té y hablando con aquella chiquilla risueña que tenía mil y una aventuras y anécdotas que contar. Eso ella, yo me tenía que limitar a hablar de lo que escribía, de mi maravillosa mascota y de las inmensas ganas que tenía de viajar a Nueva York.
—¿Nueva York? —Me miró con los ojos abiertos como platos—. ¡Me encanta Nueva York! Yo estuve de vacaciones hace un par de años con mi padre. Es impresionante, yo me iría a vivir a esa ciudad...
—Querrás decir tus padres, ¿no? —Ya que estaba haciendo el imbécil rompiendo todos mis protocolos, intentaría averiguar algo más—. ¿O es que tu madre no fue?
—Mi madre murió hace ya seis años.
—Lo siento. —Era una información que ya sabía, pero puse mi mejor cara de sentimentalismo y empatía—. No era mi intención sacar ese tema, perdona.
—No hay nada que perdonar, son cosas que pasan y hay que sobreponerse, así que no te preocupes, no me he molestado ni nada parecido.
—¿Entonces vives con tu padre?
—No vivo con mi padre, yo estoy compartiendo piso con unas amigas. Mi padre vive con mi madrastra.
—Ah, vale, entiendo. Tu padre se ha vuelto a casar entonces, ¿no?
—Aún no —dijo con una risita que denotaba cierta indiferencia—. Están pensando hacerlo algún día.
—Vas a perdonar mi indiscreción... pero ha sonado como que no te hace mucha gracia la novia de papá, ¿eh?
Aquella chica apoyó sus antebrazos en la mesa y se echó hacia delante quedando muy cerca de mí. En esos momentos yo sostenía mi taza de té en la mano, y sí, no pude evitar dirigir mi mirada por un instante a ese bonito escote que mostraba la camisa de color blanco que llevaba esa tarde. Retiré rápido mis ojos, pero yo sabía que ella se había dado cuenta. Siempre se dan cuenta.
—No te daba yo por un cotilla —me dijo, ladeando un poco la cabeza para mirar-me de reojo—. ¿O acaso tienes algún interés oculto?
—La verdad es que sí —respondí despacio mientras depositaba la taza en la mesa—. Un interés oculto en ti.
—¿En mí? —Pasó a mirarme de forma directa. Creo que aquella respuesta no se la esperaba.
—No me preguntes por qué, pero así es. Necesitaría escribir varias novelas para explicarlo, y con eso y todo, creo que no quedaría claro.
Azu se dejó caer hacia atrás, hasta apoyar su espalda en el respaldo, pero sin dejar de mirarme. Sus ojos brillaban de forma inusual a causa del rayo de sol que entraba por la cristalera, y mantuvo esa sonrisa sin separar los labios, que me hipnotizaba una y otra vez, hasta que se esfumó a medias para contestarme.
—Creo que es el mejor cumplido que me han hecho en mi vida.
—Gracias. Para algo tiene que servir lo de ser escritor, ¿no?
—Dime, Izan. ¿Qué música te gusta? —Sus preguntas eran curiosas y extrañas a partes iguales.
—¿Música? No sé, supongo que toda la que no te gusta a ti.
—Sí. Pienso lo mismo. No te veo yo escuchando a Tool o a Black Sabbath, la verdad.
—¿A quiénes? ¡Por Dios! Ni me suenan, ¿qué tipo de música hacen esa gente?
—¿Te suena una cosa que se llama Heavy metal?
—¿Me estás diciendo que una criatura tan bondadosa como tú escucha Heavy metal?
—Gracias por lo de cándida. —Se echó a reír sin parar.
Terminó aquella tarde entre risas y bromas, y nos despedimos hasta el día siguiente. No quise volver a sacar el tema de su madrastra, no fuera a molestarse. Mientras volvía a casa caí en la cuenta de que el día siguiente era ya miércoles.
Cuando llegué a la cafetería me estaba esperando en la puerta, tan sonriente como siempre y con un vestido de lunares precioso, muy de los años sesenta, creo.
—¿Qué te parece si cambiamos de planes? —me dijo como si de una chiquilla pi-diendo chuches se tratara.
—¿Qué quieres hacer que sea mejor que tomar un té mientras me cuentas tu vida entera?
—Ir al cine, por ejemplo, así no podrás aburrirte con mis payasadas.
—Hace años que no voy al cine, acepto la propuesta —le dije mientras pensaba pa-ra mis adentros que aunque hubiera dicho de bañarnos con pirañas mi respuesta habría sido la misma.
—Lo más seguro es que ya la hayas visto, es una peli vieja que han remasterizado o como se diga y la han vuelto a poner en los cines.
—¿Acabas de llamarme viejo con sutileza? —le preguntó bajando mi barbilla y mi-rándola fijamente a los ojos.
—¿Yo? ¡No! ¡Para nada! —Reía con una malicia encantadora—. Me has entendido mal. Lo decía porque es un clásico del cine, creo...
—Te creeré por ahora... Cuéntame, ¿qué película vamos a ver?
—Yo aún no la he visto aunque he oído hablar mucho de ella.
—¿Y se titula...? —Cuando se hacía de rogar me ponía de los nervios.
—Cinema paraíso o algo así.
—¿En serio? —Adoro esa película—. Se dice con «d», es Cinema Paradiso.
—¡Lo ves! Sabía que la conocías... —Apretó los labios intentando no echar a reír.
—Sí, así es. Y es más, es de mis películas favoritas. Debería ser un delito que alguien no haya visto esa obra de arte.
Azu alargó sus brazos mostrándome sus muñecas con las palmas hacia arriba.
—Pues deténgame...
No pude reprimir una sonrisa, las ocurrencias de aquella chica me divertían y me hacían sentir más joven de lo que era. Me limité a darle un toque con mi dedo en su barbilla y a no decir nada. Fuimos caminando por la calle hasta llegar al cine, y sí, volví a ver aquella maravilla en la gran pantalla, y con la compañía perfecta.
—Dime, ¿qué te ha parecido? —le pregunté cuando encendieron las luces de la sala y la gente comenzó a levantarse para salir. Nosotros nos quedamos sentados para ser los últimos en abandonar la sala.
—Una sorpresa, no creí que me fuera a gustar, la verdad. El final es perfecto.
—Coincido contigo.
Salimos cuando comenzaban a entrar los espectadores de la siguiente sesión. La acompañé a su piso mientras paseábamos por las calles y parques que separaban el cine de su casa. Reímos, hablamos, y casi arreglamos el mundo entre los dos. Me quedaba pasmado mirando aquella mujer, me hacía feliz oírla hablar de cualquier tema con una sabiduría impropia de su edad, mientras la veía dar patadas a las hojas que había sobre la acera. Sin duda parecía una mujer en el cuerpo de una chiquilla.
Nos detuvimos en la puerta de entrada a su edificio. Se subió al segundo escalón del portal y sonrió. Lo hacía para ser más alta que yo por un instante.
—Ha sido una tarde estupenda —dije—. Me lo he pasado muy bien, pero ahora tengo que volver a casa para escribir un poco, y tú tendrás que estudiar, ¿no?
—Sí, voy a estudiar hasta tarde hoy. Yo también me lo he pasado muy bien. Te dije que te iba a gustar.
—Y yo no lo he dudado ni un momento... Bueno, me marcho, hasta mañana, Azu.
—¡Ey! Un par de besos, ¿no? —No me dejó girarme y se abrazó a mi cuello apro-vechando la ventaja que le daba la altura. Vaya dos besos que me dio en las mejillas. Me pareció que se iba a llevar mi piel en sus labios—. Mañana es jueves y hay teatro en la ciudad, ¿me invitas?
—¿Cómo que si te invito? —me dio por reír—. Creo que no es así cómo se hace, ¿eh? Querrás decir que me invitas...
—Lo he dicho muy bien. Ya que no lo haces tú, te lo digo yo.
—Muy lista, sí. ¿Qué obra vamos a ver?
—¿Eso es que me invitas? —Su cara de pícara me derrite.
—Sí, vale, te invito al teatro mañana. ¿De qué obra se trata?
—No lo sé. —Se separa de mí riendo y entra en su portal—. Cuando lleguemos nos enteraremos. Recógeme a las siete.
Y desapareció tras la puerta dejándome con una sonrisa de incredulidad. Esa chica me tenía loquito, estaba haciendo conmigo lo que le daba la gana, y sin embargo, el viernes estaba a la vuelta de la esquina.
¿Qué accidente puede ocurrir entre lavadoras, secadoras, detergentes y suavizantes? ¿Accidente mortal? Por más vueltas que le daba, no se me ocurría nada. No puedo imaginar cómo alguien podría perder la vida mientras hace la colada. Ese punto del plan tendría que estudiarlo a fondo. Iba a resultar imposible simular un accidente. Iba a tener un serio problema muy pronto.
Resultó ser la peor adaptación de una obra de Shakespeare que había visto en mi vida. Más de tres horas sentados en unas butacas incómodas aguantando aquel tostón. No sé, no creo que sea muy complicado hacer una buena obra basada en El sueño de una noche de verano, ¿no? Seguro que hasta yo mismo sería capaz de hacer algo mejor. Bueno, en su defensa diré que los actores de la obra lo hicieron más que decente.
No puedo asegurarlo, pero creo que hubo momentos en que mi acompañante dio alguna que otra cabezada. Eso sí, cuando acabó la representación aplaudió hasta que las manos se le durmieron. Yo, la verdad, es que me contuve y solo di unas cuantas palmadas. No me gusta la hipocresía en exceso, y muy buena no es que fuera aquella obra.
Revivimos el paseo del día anterior hasta su piso. Fíjate cómo sería el teatro que ni lo mencionamos en todo el trayecto. Sin embargo, hablamos de nuestros sueños de futuro. Ella y sus deseos irrefrenables de convertirse algún día en una actriz de prestigio, y yo con sacar alguna novela de éxito con mi nombre en la portada. Que luego pienso yo: si quería ser actriz, ¿para qué se matricula en biología? Mejor no pregunto, seguro que no lo voy a comprender por muchas razones que me dé.
De nuevo en el portal se repitió la acción de subirse al segundo escalón y girarse hacia mí.
—Mañana no creo que nos veamos, estaré ocupada toda la tarde —me dijo con voz dulce—. ¿Podrás estar un día sin aguantar mis tonterías?
—Creo que podría soportarlo, sí.
—¿Estás seguro? No sé, no te veo muy seguro.
—Igual te sorprendo mañana.
—¿Una sorpresa? ¿Sí? —Me miró con cierto gesto de sarcasmo—. Lo siento mucho, guapo, pero no creo que alguien tan previsible y normalito pueda sorprenderme.
La risa que le entró fue de libro, y se abalanzó sobre mí agarrando mi cuello con sus brazos y mi cintura con sus piernas. Entonces calló, y se quedó mirándome a los ojos con la vista muy fija en mí.
—No asegures nada de alguien que apenas conoces —le dije en plan irónico.
—Mira, hagamos un juego. —Intentó ponerse seria aunque a duras penas lo consi-guiera—. Si consigues sorprenderme, te dejaré una poesía en nuestra mesa de la cafetería, junto a la vela. Si no lo consigues, harás lo que yo te pida. ¿De acuerdo?
—Trato hecho. Ya puedes ir pensando en esa poesía.
Y la sorpresa me la llevé yo al sentir sus húmedos y cálidos labios uniéndose con los míos y obligándome a rendirme y cerrar los ojos. Todavía tengo grabado en la mente ese beso envuelto en aquel perfume a azucenas. Fue verdadero. Esa chica me quiere. Estoy seguro al cien por cien. La perdí de vista en el portal y yo regresé a casa. No iba a dormir nada esa noche.
Viernes. El día D había llegado. Como ya imaginaba, no pegué ojo en toda la no-che. Me levanté temprano y saqué el perro a pasear. Mientras llevaba a Tritón al parque, fui ultimando los detalles del trabajo. Después de pensarlo y repensarlo una y otra vez, decidí seguir con el plan original. Lo haría en el sótano mientras se enfrentaba al cesto de la ropa sucia. Era lo más rápido y lo más sencillo.
Una vez realizado el trabajo, volvería a mi ciudad, a mi casa, me cortaría el pelo, me afeitaría, cambiaría las lentillas por mis viejas gafas y dejaría pasar el tiempo. O quién sabe, me retiraría.
Después de desayunar y leer la prensa pasé el resto de la mañana de tiendas. Quería llevarme algún suvenir de aquella ciudad, lo más seguro es que no volviera jamás a pisar sus calles.
No tenía mucha hambre, era como si tuviera un nudo en el estómago. Aquel trabajo me estaba afectando mucho más que otros, y la culpa era toda mía por haberme acercado tanto a mi víctima. Se había enamorado de mí, era más que evidente, y lo peor no era eso, lo que en realidad me quitaba el sueño era que yo también sentía algo por aquella jo-ven. ¿Sería atracción física? ¿O habría algo más?
Una ensalada consistió en el plato único de mi almuerzo, y el sueño me venció en el sofá mientras veía un soporífero programa basura en la sobremesa de la televisión.
Dormí unas horas y creo que soñé con esa chica rubia. No puedo asegurarlo porque nunca recuerdo los sueños, pero tengo una vaga sensación de haber soñado con algo, aunque soy incapaz de dar ningún detalle. Puedo decir si me gustó o no, pero ya está. Y este, en concreto, me gustó.
El sol comenzaría a desaparecer por el horizonte en poco más de un par de horas. Me incorporé del sofá y fui a buscar mi maletín. Me encanta este maletín. Más bien es una especie de porta-documentos, es de piel y tiene un doble fondo. Lo habrás imaginado, la parte visible es para mis blocs, hojas sueltas y documentos; la parte no visible es para mi arma preferida. Mi querida beretta. Y sus accesorios, por supuesto.
Todo listo. El arma estaba preparada y cargada. Coloqué la funda en mi cinturón, por la parte de atrás del pantalón, le puse el seguro, el silenciador, y la enfundé. Después me puse la americana y salí del apartamento con Tritón y la maleta. Las llaves se dejaban dentro a la hora de dejar el alquiler, el casero se encargaba de recogerlas al día siguiente. No te preocupes, en este oficio todo el mundo se registra con una identidad falsa, y yo no voy a ser menos.
Estacioné en frente de la cafetería. Necesitaba tomar un té, y por qué no decirlo, ver la nota que me había dejado Azu por si de verdad la sorprendía. Dejé a Tritón con la ventanilla un poco bajada vigilando el coche y entré en el local. Nuestra mesa estaba libre y me fui directo hacia ella.
Como de costumbre pedí mi té y esperé a que me lo trajeran. La espera se hizo larga, y más cuando estaba viendo aquel pequeño papel sobresalir de debajo de la vela.
El camarero llegó con la taza y me apresuré a liberar a la nota de su prisión. ¿Debe-ría leerla ya? Para ser honesto, aún no había ganado la apuesta. Estaba claro que iba a ganar, era una apuesta sobre seguro, pero leerla en ese momento sería hacer trampa.
Apostaría contigo lo que quieras a que ganaría la apuesta. De verdad, no creo que pudiera imaginarse la sorpresa que le tenía preparada. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Era una buena idea hacer algún comentario irónico sobre la situación? No sé, me refiero a algo así como soltar un sonoro ¡sorpresa! mientras sacaba mi arma. Tal vez sería demasiado, tampoco había que ser cruel.
Cogí la nota y la guardé sin abrir en el bolsillo de mi americana. Pedí el periódico al camarero y bebí mi té mientras leía en las páginas interiores cómo la señora Pym había sido detenida el día anterior. Casi con total seguridad se derrumbaría en uno de los múltiples interrogatorios a los que la sometería la policía. Peor para ella. Quasimodo y yo no teníamos por qué preocuparnos, hicimos un trabajo perfecto.
A los veinte minutos estaba pidiendo la cuenta, pagando y saliendo por la puerta. Miré hacia el ventanal que daba a la calle y donde podía leerse el nombre del local. Una lástima no volver a tomar té allí. Me gustaba esa cafetería.
Tritón esperaba en el coche impaciente, intentando colar la cabeza por la rendija de la ventanilla y poniendo el cristal perdido de babas. Subí y me marché hasta la calle de atrás de donde vivía Azu. Dejé de nuevo a Tritón para que vigilara y fui paseando hasta llegar al portal del beso. Un escalofrío recorrió mi ser desde los pies hasta el cabello. El nudo en el estómago permanecía allí agarrado desde la mañana. Era la primera vez que tenía aquella sensación.
¿Dudas? ¿Eran dudas lo que estaba experimentando? No me lo podía creer. ¿Me estaba pasando aquello en realidad? ¿De verdad era tan importante para mí aquella chica? Imposible. Un par de tés, un cine y un teatro infumable no podían ser suficientes para que me enamorase de una desconocida.
Me encontré delante del portal, petrificado en el segundo escalón, y me di la vuelta para mirar atrás desde aquella posición de altura. Aquel beso retumbaba en mi cabeza, podía sentir el sabor dulce del cacao que bañaba sus labios la noche anterior.
Miré mi reloj. En esos momentos debería estar cambiando la colada de la lavadora a la secadora. Y así fue, no me equivoqué. Bajé muy despacio las escaleras que conducían al sótano y encontré a Azu de espaldas, metiendo la ropa húmeda en la secadora. Observé que llevaba los auriculares puestos. Estaría escuchando aquella estridente música que tanto le gustaba. Me acerqué de forma lenta hasta estar a poco menos de un metro de ella.
Saqué despacio el arma y estiré el brazo hasta casi rozar su nuca. La mano no se estaba quieta. Jamás me había temblado el pulso, y menos a esa distancia. Las dudas se hicieron dueñas de mi corazón, primero; de todo mi cuerpo, después.
Luché por dejar que mi cerebro decidiera la situación y te juro por lo que más quie-ras que intenté apretar el gatillo, pero apenas logré moverlo unos milímetros. Me rendí después de comprobar que en aquel momento no sería capaz. Alcé el brazo y la golpeé con la culata detrás de la cabeza, dejándola sin sentido.
Me costó unos minutos decidir qué iba a hacer. La até, la amordacé y le puse un pañuelo cubriendo sus ojos. La dejé tumbada en el suelo mientras salía del edificio y acercaba el coche hasta el portal. El sol había desaparecido ya y no resultó complicado sacarla en peso y dejarla en los asientos traseros.
Lo sé. Claro que sé que no debería haberla traído a casa, pero en ese momento no supe qué hacer, y ante la presión, opté por traerme el trabajo a casa y terminarlo aquí.
Al principio pensé incluso que la había golpeado con fuerza suficiente como para acabar con ella, de hecho, tuve que comprobar que seguía respirando. Tardó unas cuantas horas en comenzar a recobrar el sentido.
La miraba perplejo. Allí estaba aquella chica, atada a una de las sillas de mi salón, saliendo poco a poco de su inconsciencia. No podía ver ni sus ojos ni sus labios por el pa-ñuelo y la mordaza, pero seguía pareciéndome la chica más bonita del mundo. A medida que fue despertando y se dio cuenta de que no podía moverse, ver o gritar, se fue inquie-tando más y más y luchaba inútilmente por liberarse.
Yo, por mi parte, estaba sentado a horcajadas sobre otra silla, a escasos dos metros de mi rehén, con la nota de la cafetería en las manos. Me intrigaba lo que había escrito en ella, pero seguía siendo incapaz de leerla.
Después de un buen rato dejó de luchar y se quedó quieta, yo creo que intentando escuchar algún movimiento, algún sonido que le diera una pista del lugar donde se encontraba. Imagino el mal rato que se debe pasar cuando lo último que recuerdas es estar tan tranquila haciendo la colada y al despertar te encuentras con que has sido secuestrada. Sinceramente, debe ser jodido.
Estoy metido en buen lío. Repasa conmigo. Por un lado acepté un encargo, muy bueno, por cierto, y de hecho ya he cobrado la mitad del trabajo, y en este mundillo no se puede echar atrás, al menos no sin consecuencias. Por otro, creo que me he enamorado de mi víctima hasta el tuétano. Sí, lo reconozco, no puedo explicar por qué ha ocurrido, pero así ha sido. Y ahora tengo que elegir. ¿Qué elegirías tú? Difícil elección, ¿verdad?
Y aquí estoy. Le quité la venda y liberé su vista. A medida que iba acostumbrando sus ojos a la luz más y más se sorprendía de verme allí delante, sentado frente a ella, mirán-dola en silencio, con una pistola en una mano y con la otra dando vueltas a un papelito que reconoció enseguida. Sus ojos ya no brillaban como antes, podía ver en ellos el pánico.
—No podrás negar que he conseguido sorprenderte, así que he ganado la apuesta. Veamos la nota: «Dos de cada tres noches te sueño, la tercera te espero despierta por si apareces...». Vale, reconozco que la frase es preciosa aunque no sea tuya. Quiero que sepas que te amo como creo que nunca lo había hecho antes. Eres fantástica, todo corazón, una mujer inteligente, bella y, sin duda, creo que podría haber sido feliz toda la vida junto a ti. Lo siento mucho, Azucena, pero el trabajo es el trabajo. Sonríe para la foto.