Siempre te amaré
Llovía a cántaros. Hacía mucho tiempo que no había una tormenta de aquella envergadura en la ciudad. Nadie estaba acostumbrado y nadie estaba convenientemente pre-parado.
En eso pensaba Ana en aquellos instantes, a la vez que se sentía afortunada y agradecida por tener una amiga como Angy, y que, además, llevaba un bonito paraguas con motivos de Hello Kitty. Tampoco es que fuese de mucha utilidad en aquellas condiciones atmosféricas, pero al menos evitaba que se empaparan por completo.
Caía tal cantidad de agua que parecía llover por todos lados. Ya llevaba los pantalones y los zapatos chorreando, y el jersey tenía ya un grado de humedad encima que comenzaba a calarle hasta los huesos.
Angy miró a su amiga fijamente y cuando Ana le devolvió la mirada, soltó una gran carcajada.
—¿Y tú de qué te ríes? —inquirió.
—De nada, de nada... Es que si te vieras los pelos que llevas...
—Ja, ja, ja. Qué graciosa eres...
Ana era consciente de que cuando llovía o la humedad era más que notable, su cabello se tornaba algo así como el del capitán cavernícola; una desbandada de cabellos sin orden ni sentido... Lo sabía y no le gustaba. Sin embargo, no pudo evitar soltar una carcajada mientras volvía la vista al frente.
—Todo me queda bien.
Angy reía cada vez más, estaba a un suspiro de que le diera otro de sus escandalosos ataques de risa mientras no quitaba ojo a su amiga.
Ana era una chica muy bonita, a pesar de que parecía querer esconder aquellos atri-butos que había recibido. Detestaba destacar, no se maquillaba salvo en raras ocasiones, vestía muy recatada, y siempre pasaba el período que iba de septiembre a junio con uno de sus gorros en la cabeza. Ella decía que le daba un toque de la Bohême Izançais parisien. No entraré a comentar lo que decían los demás.
Empezaban a sentir frio y el bus no llegaba. Al menos llevaban catorce o quince minutos allí, a un par de metros de la calzada, de pie, soportando de manera estoica aquella tormenta. A su lado únicamente había tres personas más: un matrimonio bajito y un anciano con su perrito en brazos. En pleno siglo XXI y aún había paradas de bus sin una pobre marquesina para guarecerse del frío y la lluvia.
Ana volvió a suspirar resignada, y entonces observó como en la acera de enfrente un muchacho iba caminando como si nada fuese con él. Parecía estar dando un paseo con la que estaba cayendo. No podía distinguirlo con nitidez por culpa del manto de lluvia, pero se advertía que llevaba unos jeans, camiseta corta y unas converse, «muy de modelo, el chaval», pensó Ana.
El chico se detuvo bruscamente en mitad de la acera y miró hacia donde estaban ellas. Se giró y comenzó a andar otra vez. Cruzó la calle sin importarle si venían coches o no. Tuvo mucha suerte de salir ileso.
—Está como una cabra —dijo Angy.
—Hay colgados en todos sitios —respondió Ana.
El joven atravesó la calle sin importarle que el agua casi le llegaba hasta los tobillos. Subió de un salto a la acera y dio unos cuantos pasos más hasta detenerse enfrente de las chicas. Estas lo miraban muy directas. Tal vez era un conocido. No. No lo conocían de nada. Aunque la verdad es que era un chico bastante guapo: moreno, ojos claros...
Se acercó hasta estar a un palmo de ellas, sin decir nada, echó su cabeza hacia delante y le plantó un beso en los labios a Ana. El frío y la sorpresa la dejaron paralizada. A ella y también a Angy. No fueron capaces de articular palabra.
El chico se retiró despacio mirándola a los ojos, sonrió, metió las manos en los bol sillos y se giró con gracia para echar a andar, de nuevo, en dirección a la otra acera.
—¡Ey! ¿Qué pasa contigo? ¿Pero qué te has creído? ¡Eh! —comenzó a gritar Angy cuando pudo reaccionar a los acontecimientos vividos.
El muchacho se detuvo, giró un poco la cabeza y dijo muy tranquilo:
—No la conozco aún, pero sé que la amaré siempre —y reanudó su camino.
Angy se quedó petrificada. Ana no supo reaccionar tampoco ahora. ¿Había dicho realmente lo que le pareció escuchar?
Las dos chicas persiguieron con la mirada a aquel muchacho que cruzó la calle y desapareció en la siguiente esquina como el que pasea plácidamente en un día soleado.
Se miraron sorprendidas.
—¿Quién es ése? —dijo Angy con su mirada acusadora.
—Y yo que sé. Creía que tú lo conocías.
—¿Yo? ¡No lo había visto en mi vida!
—¿Me habrá confundido con otra?
—¡Pues vaya confusión! Ese... otro colgado más... ¡vaya morro!
El bus llegaba en ese instante.
—Ya era hora —dijo Ana subiendo rápidamente en cuanto las puertas se abrieron.
El trayecto hasta casa se hizo bastante largo. Todo el viaje consistió en Angy haciendo preguntas y divagando sobre aquel extraño encuentro, y Ana afirmando y negando con la cabeza, usando monosílabos para contestar y con la mirada perdida observando la lluvia a través del cristal.
Por fin se despidieron en el bus y Ana bajó. La casa de sus padres estaba justo en frente de la parada del bus. Aun así, se empapó por completo desde la acera hasta el porche de casa. Buscó las llaves en el bolso tras tocar el timbre y esperó un buen rato a que alguien le abriera, pero no hubo suerte, al parecer sus padres habían salido a cenar.
Entró casi tiritando, subió las escaleras y cogió el pijama y la ropa interior de su habitación y se metió rápidamente en el baño para darse una buena ducha caliente. «Ojalá no pille un catarro», pensó mientras alzaba su cara en dirección al chorro de agua caliente. No dejaba de recordar aquel beso. Aquel chico de ojos claros venía a su mente una y otra vez. «Besaba muy pero que muy bien. ¿Quién diablos era? ¿Y por qué me habrá confundido con otra? ¿O no me habrá confundido...?».
Su cabeza estaba hecha una maraña de líos y pensamientos. Terminó de ducharse, vistió su bonito pijama grana con lunares y se fue al sofá a ver un rato la tele. Aún era temprano y no tenía sueño todavía.
Habían pasado dos semanas desde el suceso de la parada del bus. Angy ya no decía nada sobre aquel chico y aquello fue quedando en el recuerdo. Solo a veces, Ana rememoraba aquel beso.
La vida seguía transcurriendo a su monótono ritmo y las mentes estaban ahora puestas en la fiesta de graduación de la carrera. Sería una buena forma de acabar un mediocre curso académico. Por eso tocaba peluquería, había que recortarse un poco las puntas para llegar perfecta a esa gran última cita con la gente de la universidad. A Ana le gustaba ir a la peluquería de su amiga Marta, La Pelu–k–kerías. Aparte de que era de su amiga, el nombre del establecimiento había sido idea de Ana... Uno de esos flashes de inteligencia que le dan muy de vez en cuando.
Llegó a las cinco de la tarde, puntual a su cita, y como de costumbre, su sillón de la pelu estaba reservado para ella, el que estaba enfrente de la enorme cristalera que daba a la calle y desde la cual podía divisarse el hermoso parque ajardinado. Igualmente se veía la cafetería del otro lado del parque. Marta y Ana jugaban a imaginar las vidas de los clientes que salían del local.
Y eso hacían mientras Marta le arreglaba el cabello, cuando Ana abrió los ojos de par en par y se quedó callada de repente.
«¡Es Él!»
—Parece que te has quedado muda de repente, ¿eh? —le dijo, riendo, Marta—. Vaya un chico mono, ¿no?
—¿Le conoces? —preguntó Ana, acelerada.
—No, es la primera vez que lo veo por aquí.
El corazón de Ana comenzó a palpitar cada vez a mayor velocidad, y una extraña sensación empezó a invadirla desde el pecho hacia la cabeza, hasta podía notar como se le enrojecía el rostro a pasos agigantados.
—¿Estás bien, Ana? ¿Le conoces de algo?
—Realmente no...
El ritmo de su respiración aumentaba, más aún cuando el chico fijó su mirada en la cristalera. «¿Me habrá visto?», comenzó a preguntarse nerviosa. Aquel chico echó a andar de frente con las manos en los bolsillos, con sus pantalones negros ajustados, sus converse blancas y una bonita camisa azul oscuro con las mangas recogidas. Estaba guapísimo, y conforme se iba acercando, mejor se podía advertir el intenso brillo de sus ojos casi cristalinos. «Me perdería en esos ojos».
«¡Dios! ¿Pero por qué viene hacia aquí?». Marta había detenido su quehacer y miraba fijamente al muchacho. De hecho, todas las clientas miraban al chico. A su chico.
Y este se plantó en frente de la cristalera. Su mirada desvergonzada se posó en Ana y comenzó a sonreír. Para entonces, Ana estaba completamente colorada y su corazón parecía querer huir de su encierro. «¿Vendrá a darme otro beso? ¿Cómo me habrá visto?»
El joven sacó una de las manos del bolsillo. Llevaba algo en ella. Era un papel. Parecía un post-it. Alargó su brazo y pegó el papel en el cristal.
Se pudo escuchar un suspiro al unísono dentro del local. Los ojos de Ana volvieron vidriosos cuando leyó lo que ponía en el trocito de papel: «siempre te querré».
El chico llevó la mano a sus labios y, haciendo una reverencia, le lanzó un beso casi a cámara lenta, se giró y desapareció a la vez que comenzaba a silbar la vie en rose.
Ana estaba volviéndose loca. ¿Cómo era posible que aquel desconocido le hiciera sentir todo aquello? ¿Quién diablos era?
Llegó a casa con una sonrisa que no pasó desapercibida para su madre.
—¿Y esa cara? ¿Qué te ha hecho tan feliz?
—Realmente nada, mamá.
—Eres un caso. Por cierto, ¿a que no sabes a quién tendrás de nuevo vecino este verano? ¿Te acuerdas de Izan, el hijo de Laura y Javi? Después de quince años volveremos a ser vecinos, ¿eh?
Ana cerró los ojos, inspiró profundamente y, mientras resbalaba una lágrima de alegría por su mejilla, sonrió...