CAPITULO 5
La muchacha entró corriendo en el local, sofocada, con el rostro del mismo color que la grana, agitándose sus pechos apasionados como maracas accionadas por un negro furioso a causa de lo desacompasado de la respiración...
Jadeante.
Excitada en grado sumo.
Abriéndose paso a empujones y codazos entre la sorprendida clientela, que no entendía el porqué de aquella prisa casi agónica, Beatriz Martos se plantó junto a la mesa donde el propietario del establecimiento estaba jugando unas manos de poker.
—¡Señor Miles... —exclamó—, SEÑOR MILES!
Stuart, lo mismo que sus compañeros de partida, restaron toda su atención de los naipes para fijarla en el rostro enrojecido de aquella hermosa criatura de ojos tan azabaches como su negro y suelto cabello, cuyos pechos voluptuosos, saltones, parecía que de un momento a otro iban a desentenderse del amplio escote para ofrecer un espectáculo verdaderamente sensacional.
—¿Qué ocurre...?
Tras efectuar el casi obligado interrogante, Miles, logrando quitar sus pupilas de aquellos senos que parecían tener las mismas propiedades que el imán, se fijó en la vestimenta de la muchacha, lo cual le sirvió para reconocerla, para identificarla como la dama enmascarada y misteriosa que cada noche actuaba en la Sota de Corazones.
Y exclamó, acto seguido:
—¡Pero si usted es...!
Ella no le dejó concluir, gritando a su vez:
—¡Sí, señor Miles! ¡Soy yo! ¡Necesito hablar con usted a solas! ¡Es muy urgente!
Un caballero como lo era el dueño de aquel local no podía desatender, en modo alguno, la llamada patética, angustiada, de aquella deliciosa criatura.
Así que, mirando a sus compañeros de partida, les dijo con expresión de circunstancias:
—Si me permiten... Ustedes comprenderán que...
—Haga, haga, Miles —dijo uno de ellos, mucho más comprensivo que los demás, sobre todo si se tenían en cuenta los pródigos encantos de aquella hembra excepcional, pletórica.
Stuart, tomándola por el brazo en plan de padre cariñoso que se dispone a escuchar las cuitas de su hija preferida, le dijo:
—Ven, pequeña. Vayámonos a mi despacho.
Un gorila con más artillería que los soldados de Ulises S. Grant el día de la victoria en Appomattox, guardaba celosamente el acceso al despacho privado del amo, dueño y señor del local.
—Ponte por la parte de afuera, Fisher —señaló Miles el otro lado de las cortinas, el que estaba al filo de la sala principal del saloon—, y cuida de que nadie me moleste.
—Como usted diga, jefe.
Miles abrió la puerta de su guarida cediendo el paso a la mujer.
—¿Quieres tomar un whisky, preciosa? Eso te calmará.
—No, no... Muchas gracias. El licor me sienta muy mal.
—Vaya, vaya... —Miles la miró codiciosamente de pies a cabeza—. ¡Quién hubiera dicho que iba a conocer tu identidad de manera tan inesperada! ¿Cómo te llamas?
Ella, bajó la cabeza como si se sintiera avergonzada.
—Beatriz Martos...
—Siéntate —le ofreció una de las sillas que había por la parte exterior de la mesa, mientras que él lo hacía en el filo de aquella. Pidiendo—: Y cuéntame lo que te ha ocurrido.
Beatriz, con un horror extraordinariamente bien fingido, se llevó ambas manos al hermoso y broncíneo rostro.
—¡Ha sido terrible, señor! ¡Terrible...!
Miles, que empezaba a ponerse nervioso al intuir la suerte que podían haber corrido sus compinches, insistió:
—¡Anda, muchacha! Explícame lo sucedido...
—¡Tres hombres me han atacado al salir de la Sota de Corazones, por la puerta trasera, como hago cada noche!
—¡Sinvergüenzas! ¿Y qué querían de ti?
Ella ahogó un sollozo antes de responder:
—Me han preguntado si yo había tenido alguna relación... ¡Oh!, usted ya me entiende... Si había accedido a los deseos apasionados del señor Sorenas ayer por la noche.
Miles, prendido por el misterio y el calor que la hermosa hembra sabía poner en sus palabras, sólo se atrevió a insinuar:
—¿Y...?
—¡Les contesté la verdad! ¡Que no! Pero ellos insistieron e incluso han llegado a acusarme de su muerte. Entonces les he dicho la verdad... La verdad completa.
Un nudo se formó en la garganta del hombre.
—¿La... verdad?
—Sí... —Beatriz hizo una pausa intencionada para excitar todavía más el visible nerviosismo que acusaba Stuart Miles. Añadiendo al cabo de unos segundos—: Les he dicho que ayer por la noche, el señor Sorenas, entró en mi dormitorio a través del balcón. Que pretendía... ¡Oh, Dios mío, qué vergüenza!
—¡Sigue, sigue...!
—Quiso forzarme. Pero al saber quién era yo se asustó mucho.
Stuart Miles, ahora, se quedó perplejo.
—¡Qué...! ¿Cómo has dicho? ¿Que Julián se asustó al saber quién eras? ¿Al saber que eras Beatriz Martos? ¿Por qué?
—Porque le dije, además, que mi padre era uno de los peones que habían muerto nueve años atrás, en Santa Ana, al intentar defender a don Práxedes Cañizares de Abizanda del robo de que fuera víctima a través de una partida de cartas amañada.
El otro se quedó rígido como un poste. Totalmente descompuesto. Cerúleo el rostro y trémulas las manos que inmediatamente ocultó de la mirada sagaz de la mujer.
Ella, sin esperar un nuevo interrogante por parte de Miles, agregó:
—Les he dicho también que al señor Sorenas le entró verdadero pánico al saber, además, quién era mi marido.
Miles, que había perdido el control de sus nervios, desconcertado al máximo, repitió con labios temblorosos:
—¿Tu..., marido? ¿Y quién es tu marido?
Entonces se abrió la puerta de la estancia y se encuadró en el umbral la figura de un hombre joven vestido por completo de negro.
Pronunciando:
—Yo... —para añadir, segundos después—: Rubén Colby. El sobrino de don Práxedes Cañizares. Hace nueve años estuve a punto de matarlo, Miles. Fue precisamente Sorenas el que lo impidió. Ahora, esta noche, he venido a terminar lo que entonces empecé.
—¡No...! ¡Tenemos que hablar!
—Nada de eso, canalla. Nada de hablar. Lo que sí vamos a hacer porque quiero ofrecerle una última oportunidad de que salve su cochina vida..., es jugar unas manos de poker.
—¡Eso es absurdo!
—¡Siéntese dentro de la mesa! ¡Hágalo inmediatamente si no quiere que lo mate ahora mismo!
Obedeció.
Y Rubén fue a sentarse en la silla segundos antes ocupada por su mujer, luego de que ésta se hubiese puesto en pie, situándose en un ángulo de la estancia.
Miles, con voz castañeteante, preguntó:
—¿Qué..., que nos jugamos?
—Su vida. Sólo eso.
—¿Mi vida? ¿Qué valor tiene?
—Para usted supongo que mucho. Para mí, ninguno.
—Si no tiene ningún valor para usted y pierdo, ¿podríamos canjearla por un millón de dólares?
—Dice usted tonterías, Miles. Si pierde..., LE QUITARE ESA COCHINA VIDA.
Rubén puso un mazo de naipes sobre la mesa; anunció:
—Usted baraja y reparte.
—¿Va..., va todo apostado a la primera mano?
—Por supuesto.
—¿Qué ocurrirá si gano?
—Le daré media hora para que salga de San Francisco y no regrese jamás. Pero estoy convencido de que no ganará.
—Siempre he sido hombre de suerte —apuntó el dueño del establecimiento, como si deseara estimularse a sí mismo.
—Haciendo trampas, claro.
Miles movió entre sus dedos con habilidad y rapidez la baraja, ofreciéndola a su antagonista para el corte.
Rubén golpeó con fuerza la carta que había quedado encima, diciendo:
—Me vale. Puede repartir.
Lo hizo.
Cuando observó los naipes que le habían correspondido en suerte, Stuart Miles estuvo a punto de soltar una nerviosa risotada y una feroz exclamación de triunfo.
¡Cuatro ases y el comodín!
UN REPOKER.
—Mi vida y mi libertad están encerradas en estas cartas —dijo, poniéndolas boca abajo y golpeando sobre ellas con fuerza.
—Lo va a perder todo, canalla.
—¡Imposible!
—Voy entonces. Descubra el juego.
Miles las fue levantando una a una. Mientras anunciaba:
—As de diamantes.
—Bien —asintió el joven vengador de negra indumentaria.
—As de tréboles.
—Bien...
—As de picas.
—No está nada mal, no.
—¡AS DE CORAZONES!
—¿Y la otra, Miles?
—¡El comodín! —volvió a exclamar, triunfante—. ¡Que vale por un quinto as! No hay jugada que la supere. Si es hombre de palabra tendrá que demostrarlo ahora.
—Un momento —pidió Rubén Colby, con helada sonrisa en sus carnosos labios. Silabeando—: Estoy completamente seguro de que jamás en su vida ha visto un juego como el que tengo yo.
—Puede que no —repuso, socarrón, sintiéndose seguro por primera vez desde que empezara aquella extraña pesadilla.
—Esté seguro, Miles. Vea: la sota de corazones. —Sí...
—La sota de diamantes.
—Una pareja.
—La sota de tréboles.
—Un trío.
—La sota de picas.
—Eso hace un poker que nada puede contra mis cinco ases.
—Aguarde... Aquí tenemos una quinta sota, que también es de corazones.
Stuart se levantó violentamente.
—¡No puede haber otra sota de corazones!
—Es que ahora hacen unas barajas muy modernas para tramposos empedernidos, ¿sabe?
—Aun así —estaba congestionado, al borde del paroxismo—. ¡Cinco ases ganan a cinco sotas!
—Es que falta una sota más —dijo el vengador, descubriendo una nueva sota de corazones. Burlándose—: Seis cartas idénticas son más que cinco naipes iguales. ¡He ganado!
Miles, ahora, estaba lívido como un cadáver.
—¡Ha hecho trampas! ¡Para eso, podría ahorrarse la comedia!
—No hay comedia por mi parte, canalla. En el poker es imposible reunir más de cuatro cartas iguales del mismo número a menos que se juegue con el comodín. Si yo encuentro en una baraja seis cartas de igual número, ¿por qué no puedo juntarlas?
—¿Donde ha encontrado esa baraja?
—En el mismo sitio donde la dejó caer Práxedes Cañizares de Abizanda la noche que usted ganó una fortuna en carne de caballo. Es la misma baraja, Miles.
En aquel instante sucedió algo que ninguno de los tres personajes que se encontraban en el interior de la estancia tenía previsto.
La puerta se abrió de repente, de golpe, sin previo aviso.
—¿Todo va bien, jefe?
Era Jerry Fisher, un tanto extrañado por el hecho de que su patrón tardara tanto tiempo en salir.
Miles, consciente de que aquélla era su única oportunidad, gritó:
—¡Me han tendido una trampa, Fisher! ¡Mátalos a los dos!
Rubén, instintivamente, se había vuelto hacia el pistolero.
Pero éste, tenía que «sacar», claro.
Stuart, como una fiera acorralada, saltó sobre la espalda del de negro, tratando de inmovilizarlo. Para dar opción a que su guardaespaldas interviniese activamente.
Pero allí, por lo visto, y a excepción hecha del muchacho, nadie había contado con Beatriz Martos.
Se movió con rapidez la hembra morena.
Sacando de entre los pliegues de su amplia falda un masculino pistolón del «44» con el cual, sin pestañear, le voló la cabeza a Jerry Fisher.
La distancia era tan exigua, que más que volársela, se la pulverizó. Chorros de sangre salieron como cataratas furiosas en todas direcciones y fragmentos de hueso quedaron adheridos en las paredes.
—¡Zorra maldita! —rugió Miles, sabiéndose perdido.
Y como toda su ira estaba ahora concentrada en la muchacha cometió un gravísimo error de desentenderse de Colby, tratando de sacar el «Smith & Wesson» que llevaba en la funda sobaquera, para acribillar a Beatriz.
Rubén se revolvió como una exhalación al tiempo que «sacaba».
Dado lo reducido del espacio ambos «Colt» quedaron, prácticamente, con las bocas incrustadas en el pecho de aquel hombre a quien siempre le había traído suerte la SOTA DE CORAZONES.
El joven de negro, sin piedad, apretó ambos gatillos. Fracciones de segundo antes de que Miles hubiera podido empuñar su arma.
Fue proyectado contra la pared con dos enormes boquetes en el tórax, uno de ellos a la altura del corazón. La viscera vital quedó destrozada, reducida a un caño interminable que escupía sangre y vida.
Stuart Miles, tras rebotar en el mamparo, se vino hacia adelante y quedó volcado, de bruces, encima de la mesa.
Rubén y Beatriz se miraron a los ojos. Por más de un largo minuto permanecieron en silencio.
Sin decirse nada.
Con las respiraciones contenidas.
Quizá porque acababan de comprender que la venganza, en nada alteraba el curso de la vida.
El pasado, inalterable, seguía siendo el pasado.
Y la realidad del presente, a veces, como ahora, apenas si duraba fracciones de segundo.
Luego, no quedaba nada.
Nada.
Él, le tendió la mano derecha entre cuyos dedos Beatriz enlazó la suya.
—Vamos, pequeña. Es hora de regresar a México.
—Sí...
F I N