CAPITULO 2

 

El amplio ventanal de aquella habitación de la posada, que asomaba al frondoso jardín que la envolvía, estaba entreabierto para permitir el tenue paso de la brisa que, procedente de la costa, llegaba hasta el interior del dormitorio.

La mujer, cubierta por el blanco camisón de seda con encaje y volantes, se había sentado frente a la peinadora observando su rostro reflejado en la amplia y ovalada luna del espejo mientras cepillaba las hebras de su cabello.

Una sombra furtiva se deslizó, confundida entre el negro manto de la noche, por encima de la balaustrada del balcón, acercándose al ventanal para contemplar con silencio y la lujuria prendida en los ojos, el bello cuerpo de la mujer que casi se trasparentaba al otro lado de la tela.

Con la puntera de las botas empujó una de las compuertas, lentamente.

Ella, intuyendo que había dejado de estar sola..., o como si esperase dejar de estarlo de un momento a otro, ladeó la cabeza hacia la derecha sin hacer el más mínimo ademán de sorpresa, angustia o temor.

Descubrió al hombre que la estaba contemplando con evidente excitación.

—Buenas noches, Sorenas. Veo que ha tardado usted mucho en decidirse... A juzgar por lo que he oído decir que me desea, claro.

El ex sheriff de Santa Ana no pudo ocultar su sorpresa.

—¿Me conoces...?

Ella soltó una argentina carcajada.

—¡Claro! Tengo una lista de todos los canallas de California.

Julián Sorenas la escuchaba estupefacto.

Incluso su deseo hacia ella parecía haber remitido en virulencia.

—¿Quién eres?

La sonrisa seguía presidiendo los hermosos y rojos labios de la sensual muchacha.

—Beatriz Martos. ¿Le dice algo mi nombre?

Sin salir de su confusión, repuso:

—No...

—Yo se lo explicaré, señor ex-sheriff de Santa Ana. Soy... la hija de uno de los peones que acompañaban a don Práxedes Cañizares de Abizanda la madrugada en que fue asesinado.

Sorenas se golpeó en la frente.

—¡Una venganza!

—Pero a mi estilo... ¿Le gustaría verme desnuda, ex sheriff, pero siempre canalla vigente?

El deseo, la lujuria, la pasión desenfrenada que rugía dentro de sus entrañas, fue muy superior al buen sentido, al toque de alerta que campanilleaba en algún rincón de su cerebro.

—Sí...

—¿Es lo suficiente hombre como para desnudarme usted mismo?

El desafío era demasiado grande, profundo, como para que Sorenas atendiese cualquier otra razón que no fuese la del sexo.

—SI...

Y corrió hacia la mujer sin que ésta se moviera o se inmutase.

Con ambas manos alzadas se dispuso a despojarla del camisón, cuando una voz ominosa, fría, letal, dijo a su espalda:

—¡No se te ocurra tocarla, cerdo!

Julián Sorenas se revolvió.

Tropezándose con la estampa de todo un justiciero.

Un muchacho muy joven, no debía contar más de los veintiún años, alto y delgado pero atlético, que vestía completamente de negro, con botas de montar y un cinto canana del que colgaban, en sus fundas, aseguradas a los enjutos muslos por dos finas tiras de cuero, un par de «Colt» del 45.

—¡Maldita sea! ¿Quién diablos eres tú?

La respuesta fue breve, seca. Como un pistoletazo.

—Rubén Colby. El sobrino de don Práxedes. ¿Ya no me recuerda?

Sorenas empezó ahora a maldecir su ingenua estupidez. A no entender por qué un hombre frío y calculador como él se había dejado llevar hasta aquella burda trampa atraído, solamente, por el olor a hembra.

Por el olor a sexo.

—Las mujeres, ex sheriff, son mucho más sutiles y refinadas para eso de las venganzas que nosotros los hombres. Yo me hubiera limitado a retarle en mitad de la calle o dentro de ese saloon que Miles tiene la desvergüenza de llamar Sota de Corazones. Pero Beatriz me convenció de lo contrario... Me aseguró que las venganzas, por ser tan efímeras, había que saborearlas al máximo.

—Yo quería mucho a mi padre, canalla —intervino la hermosa muchacha con voz afectada, ronca.

—Se le ocurrió todo eso de la máscara, del misterio... Convencida de que excitaría la curiosidad, y algo más, en alguno de ustedes. O en todos.

—Si me matas te juzgarán, muchacho. Suponiendo que lo consigas. Soy todavía muy hábil con los revólveres.

—Estoy deseando que me lo demuestre...

En aquel momento se oyó un chasquido procedente del balcón.

Sorenas, con el claro propósito de distraer al muchacho, gritó:

—¡Aquí, Bridges!

Jeff Bridges era uno de los gun-men que siempre acompañaban al ex sheriff en plan de guardaespaldas.

Bridges asomó por entre las puertas con ambos revólveres empuñados.

Y claro, se fijó en el muchacho de negro.

¿Quién le iba a decir a él que aquella hembra medio desnuda escondía entre los pliegues de sus ropajes vaporosos, la diestra, empuñando un masculino «Colt» del 44?

Nadie.

Pero ella lo empuñaba.

Y mató a Jeff Bridges de un solo tiro haciéndole estallar la cabeza en pedazos.

—¡Va por ti, padre!

—¡Maldición...! —gritó Sorenas, sintiéndose atrapado como nunca.

Julián Sorenas, «sacó».

Con rapidez meteórica.

Dando la sensación de que sus revólveres, amartillados, apuntaban rectamente al pecho de Rubén, mucho antes de que éste hubiera tenido tiempo de mover las manos.

Pero el sobrino de don Práxedes Cañizares de Avizanda, se había pasado años enteros practicando; ensayando el difícil arte de extraer sus «Colt» antes de que lo hiciera el adversario.

Sorenas estaba seguro de que iba a matarlo.

Dijo, incluso:

—¡Muere...!

Pero no dijo nada más.

Ni hizo nada tampoco.

Se quedó, durante varios segundos, quieto.

Inmóvil.

Como muerto.

Y es que a pesar de mantenerse rígido, en pie..., estaba muerto.

Porque Rubén Colby había sido infinitamente más rápido que él. Tanto, que sus movimientos parecían no haber existido.

Pero los revólveres estaban apretados dentro de sus manos y uno de ellos había abierto fuego.

Una sola vez.

Suficiente para meterle a Sorenas un proyectil en el entrecejo abriéndole un tercer ojo.

Feo.

Chamuscado.

Un ojo de muerte. Un ojo sanguinolento por el que acababa de escaparse, como en un soplo, la vida de aquel canalla.

De repente, igual que si alguien hubiera soplado contra el rostro pétreo, inexpresivo de Julián Sorenas, éste cayó hacia atrás, pesadamente, y la muchacha tuvo que saltar hacia un lado para evitar que le cayese encima.

Rubén y Beatriz se miraron en silencio.

Luego, ella, corrió a refugiarse contra el vigoroso tórax del hombre.

—¡Oh, amor...! —sollozó—. Por un momento he creído que iba a desmayarme.

—¿No habíamos quedado en que eras una mujer valiente?

—Eso creía yo...

Pero la fiesta no había terminado todavía.

Jason Stark, el segundo guardaespaldas de Sorenas apareció en el balcón y tras unos segundos de asombro al contemplar a su compañero muerto entre el quicio de la puerta y la balaustrada, y al ex sheriff inmóvil, en mitad del suelo del dormitorio, se dispuso a utilizar sus armas sin mayores averiguaciones.

Rubén, manteniendo abrazada a la hermosa criatura morena, hizo girar su muñeca derecha al tiempo que apretaba el gatillo.

—¡Aaaaag!

Stark recibió un plomo en mitad del corazón, se fue atrás, rebasó la baranda y de espaldas, cayó hacia las tinieblas del jardín.

—¡Dios mío! —se horrorizó ella—. ¡Ha podido matarnos!

—¿Tan poca confianza tienes en mí, pequeña?

Se alzó sobre la punta de sus piececitos desnudos y besó con ardor la boca del muchacho.

—¿Y ahora? —preguntó.

—Primero debemos deshacernos de los cadáveres de esos pistoleros, a excepción hecha del de Sorenas, que lo guardo para otra finalidad.

—¿Qué piensas hacer con él?

—Sentarlo bajo la marquesina del local de Miles con una sota de corazones pegada con un alfiler encima de su corazón.

—Veo que te vas volviendo muy sutil.

—Tú me has enseñado, cariño.