CAPITULO 2
Santa Ana conservaba muy pocas huellas de los tiempos en que fue una de las primeras etapas en la expedición Portolá-Serra. De la dominación mexicana guardaba algunos recuerdos más. Pero la Misión que levantaran los franciscanos en un pequeño altozano se estaba desmoronando, y los edificios coloniales y mexicanos iban siendo borrados por las casas de tablas que vertiginosamente construían los emigrantes.
El puerto iba tomando la forma y aspecto que tendría dentro de unos años. La Marina alzaba barracones de tablas y algunos edificios de ladrillo y piedra para albergar tropas, mercancías y oficinas. Al olor de los contratos de edificación habían llegado numerosos contratistas buscando buenos negocios para ellos, aunque resultaran malos para quienes les hiciesen caso. Por lo que se refiere a los contratos del Ejército y la Marina, la experiencia había sido una dura muestra para los altos jefes encargados de concederlos.
¡Cuántos edificios destinados a resistir cien años no aguantaron el primer vendaval que azotó la costa!
Ahora se exigían muchas seguridades, depósitos en metálico como garantía, y no se desembolsaba un solo dólar hasta que el cobertizo o la casa habían sido sometidos a un sinfín de pruebas, entre las cuales sólo faltaba que se incluyera someter la edificación al tiro de una batería de cañones de sitio. La mayoría de los contratistas de obras dejaban aquellos trabajos oficiales a los más honrados de su especie. Ellos se dedicaban a servir a los particulares que creaban menos problemas, eran más crédulos y daban muchas más facilidades. Levantaban grandes casas para hoteles, para albergar salones de juego, tabernas o salas de baile.
Donde hay soldados y marinos el dinero siempre corre en abundancia. Santa Ana no era una excepción. Allí acudieron pues tahúres profesionales, cuatreros, compradores de ganado robado en México y traficantes en oro. La cercanía de la frontera y los fuertes y base naval eran campo abonado para cuantos moralmente vivían al margen de la Ley. Los que ganaban el dinero con facilidad solían gastarlo de idéntica manera. Y para éstos se había montado en Santa Ana un gran mercado donde se encontraban los productos y mercancías más delicados y costosos.
Don Práxedes encerró sus caballos en unos corrales existentes a la entrada de la población. Los quince peones quedaron de guardia. Cuando el mexicano se disponía a buscar alojamiento para aquella noche, uno de los peones le anunció la llegada del sheriff de la ciudad.
—Quiere ver los documentos, don Práxedes —explicó el empleado.
Don Práxedes y su sobrino se encaminaron hacia donde estaba el sheriff. Vieron a tres hombres. Dos de ellos a caballo. El otro había desmontado y examinaba y acariciaba el caballo de Rubén. Cada uno de aquellos individuos lucía sobre el pecho una estrella de plata.
Los que permanecían en lo alto de sus sillas no prestaban atención a cuanto sucedía. Uno de ellos fumaba un cigarro que olía a mil diablos, el otro se distraía, al parecer, contando las crines del penacho de su montura. El que estaba en tierra dejó de examinar el blanco animal de Rubén, lió un cigarrillo con papel de tabaco, lo encendió con el cigarro que fumaba su compañero y después de devolverlo, giró hacia el mexicano lanzándole una bocanada de humo al pecho.
Don Práxedes, amenazador, entornó los ojillos. Pero nada dijo a la espera de que se pronunciase el sheriff.
Rubén también observaba a la primera autoridad civil de Santa Ana...
En sus rasgos se acusaba la sangre india que corría por sus venas, mezclada con sangre blanca —hasta cierto punto tenía un acusado paralelismo con Rubén, hijo de un yankee (Clint Colby), y de una mexicana (Elena Cañizares de Abizanda), hermana de don Práxedes—. Su pelo era muy negro y el labio superior estaba adornado con un bigotillo de erguidas guías. Tenía la boca carnosa, la barbilla fina, manos femeninamente cuidadas y vestía unos bien cortados pantalones, botas altas, muy brillantes, camisa de hilo color crema y un chaleco de ante adornado con botones de plata. Se cubría con un sombrero gris perla, de copa plana, a cuya base se ceñía un cintillo de conchas de plata. También eran de plata las grandes espuelas y su cinturón del que pendía un «Colt» de nacaradas cachas, estaba adornado con incrustaciones del mismo metal.
En el dedo meñique de la mano izquierda lucía un anillo de oro con un brillante. Era una joya femenina. Pero ni esta joya ni la argolla de oro y rubíes que sujetaba el cremoso pañuelo de seda que llevaba al cuello hacían parecer afeminado al sheriff Sorenas.
Su persona exudaba crueldad y su fama, a lo largo de la frontera entre la California mexicana y la norteamericana, hacía palidecer a mucha gente. Todo eso, desde luego, sin salirse jamás de los límites que marcaba la Ley. Pero frisándolos. Rozándolos. Estando, a veces, justo encima de la débil línea que delimitaba lo legal de lo ilegal, Sorenas apuraba sus atribuciones y si se perseguía a un forajido cuya cabeza estuviera puesta a precio, muerto o vivo, nunca la traía con vida. Siempre, el canalla..., se le había resistido.
A veces, las gentes importantes de Santa Ana, aquellas que tenían derecho a voto, se estremecían al conocer las salvajadas de Sorena. Crecía la indignación y se hablaba entonces de no reelegirle en la próxima votación. Pero como hacia los aledaños de las fronteras solía inmigrar lo malo y peor de cada casa y la frontera yankee-mexicana no contribuía precisamente a desmentir aquella máxima, era necesario mantener allí a un fulano con placa de plata que manejara los revólveres con la agilidad que lo hacía Sorenas y que impusiera la Ley de un modo tan especial y particular como lo hacía el sheriff mestizo.
Total: que volvían a reelegirlo.
Otra mano menos dura hubiese aflojado las riendas y entonces Santa Ana hubiera sido un segundo Frisco (1) o lo que ya era Los Angeles cuando aquel famoso enmascarado conocido por el nombre de «El Coyote» permanecía algún tiempo sin imponer su ley. Esto hacía reflexionar a los personajes de Santa Ana y, como se ha dicho, en las siguientes elecciones, Sorenas se convertía de nuevo en el sheriff del lugar.
(1) San Francisco.
Don Práxedes sabía de la fama de Sorenas y tenía referencias de algunos datos concernientes a su aspecto físico. Por eso le reconoció en seguida.
—¿Quiere ver la documentación de mi ganado, sheriff?
Sorenas levantó hacia el cielo sus ojos que parecían dos puntos de azabache. Chupó largamente el cigarrillo y lanzando hacia las nubes una bocanada de humo, susurró:
—Enséñemela si quiere.
—Mi peón me ha dicho que era usted quien deseaba verla.
—Tal vez, don Práxedes. Tal vez... Pero no me gusta que un viejo amigo me hable tan duramente. No se debe ser altivo con quien le puede perjudicar a uno, don Práxedes. Y eso no es una filosofía, es una realidad tremendamente práctica.
—¿De veras, sheriff? ¡Ah! ¿Y de dónde saca que usted y yo somos amigos? Y en cuanto a eso de ser altivo con los humildes y rastrero con los poderosos..., lo dejo para quienes tiene la sangre menos limpia que la mía. O la conciencia más dúctil, más maleable.
—Habla muy fuerte, don Práxedes —replicó Sorenas, cuya impasibilidad ante el insulto era prueba evidente de lo hondo que le había calado—. El Gobierno de los Estados Unidos de América podría asombrarse de que trate de venderle caballos la misma persona que surtió de ellos a los jinetes de Texas que estuvieron en un tris de arrollar a los nordistas en Gettysburg. Quien sirvió a la Confederación no puede ser aceptado como proveedor del Norte.
—Quien mucho habla, mucho yerra..., sheriff Sorenas. Y usted, además, sólo dice verdades a medias. Porque algunos de esos caballos a los que se refiere, al perder sus jinetes confederados, quedaron en poder de los soldados de la Unión y resultaron tan buenos servidores de los mismos contra quienes habían galopado con anterioridad, que el propio general que acabó triunfando en Gettysburg no ha cesado de abogar para que mis caballos fueran comprados por el Estado. Le aconsejo que examine mi documentación, sheriff.
Este arqueó las cejas sonriendo como lo hubiera hecho un tigre en el supuesto de que los tigres sonrieran.
—Muy bien, don Práxedes, muy bien. No hay nada como tener los papeles en orden y la conciencia limpia, ¿verdad?
—No todo el mundo puede decir lo mismo, ¿cierto, Sorenas?
—Ciertísimo, don Práxedes. Porque así se puede mirar por encima del hombro a los demás y se ahorra uno la necesidad de hacerse amigos. Pero mi amistad, y perdone usted la jactancia, vale demasiado, tiene un peso excesivamente específico, como para andarla rechazando despectivamente. ¿Me comprende, no es así?
—Tiene usted un concepto demasiado alto de sí mismo, Sorenas. ¡Y castillos más altos he visto caer yo!
—¿De veras? ¡No me lo diga! Por lo visto, don Práxedes, olvida con frecuencia que vivimos en el siglo diecinueve. Hoy..., todas las sangres son iguales. ¿Para qué si no se hizo la guerra?
—Ofrézcale su diestra a cualquier general de los ganadores y verá con que alegría se la estrecha, Sorenas. Entonces comprenderá usted si la guerra se hizo para que los mestizos careciesen de importancia, o si fue por otros motivos más..., comerciales.
Sorenas se puso mortalmente pálido. Su tez oscura adquirió un tinte sucio y sus pupilas centellearon con violencia.
—¡Orgullosos caballeros! —jadeó—. Han caído de muy alto, pero todavía caerán más.
—No hace otra cosa que plagiar mis palabras pero dándoles un sentido retorcido, ruin. De todas formas, recuérdelo bien, Sorenas..., sólo pueden caer aquellos que están muy altos —repuso don Práxedes con fría serenidad. Añadiendo, insultante en grado superlativo—: Sin embargo, los que están en su posición, no pueden caer más bajo porque ya se han pasado la vida lamiendo el fango.
La mano derecha de Sorenas saltó como una exhalación hasta la culata de su revólver. La sonrisa de don Práxedes le contuvo a tiempo, mientras el mexicano aseguraba:
—Si me asesina le ahorcarán, por muy sheriff Sorenas que sea usted.
Antes de que hablase don Práxedes, el representante de la Ley se había contenido ya. Había demasiados testigos y de matar al mexicano sin provocación de éste, equivaldría a poner el cuello dentro del lazo que le tenía preparado más de uno.
—Está bien —dijo. Volviendo la espalda a don Práxedes, montó a caballo—. Puede que no tarde en necesitar mi alianza. Entonces se arrepentirá de haberla despreciado.
Obligó a que su montura se irguiese sobre las patas traseras haciendo que los cascos delanteros casi rozaran el rostro del caballero. Cuando el animal hubo girado, Sorenas lo espoleó furiosamente, tiñendo de rojo sus grandes y blancas espuelas. Seguido de sus compañeros se alejó a todo correr hacia la población.
—Ese tipo es un canalla, tío —intervino entonces Rubén Colby.
—Una auténtica serpiente de cascabel —añadió el mexicano apretando con fuerza las mandíbulas—. Ha venido en busca de dinero o de unos cuantos caballos para revenderlos por su cuenta. Es ambicioso. Pero algún día encontrará la horma de su zapato. Me he tenido que contener para no abofetearlo; pero sé que era eso lo que él deseaba fervientemente. Una provocación por mi parte. Le habría dado la justificación para poderme matar... En cuanto amanezca, saldremos de aquí. Ahora iremos a
Santa Ana, para cenar, ya que hasta Los Angeles no volveremos a disfrutar de ciertas comodidades.
Don Práxedes dio las órdenes precisas para que sus hombres cuidaran del ganado y montó en su caballo marchando en compañía de Rubén, a la ciudad.
Hacia el centro, donde antes se alzaba la ciudad colonial, estaba el antiguo Parador de los Hidalgos. Su primer propietario fue un español que se dio cuenta de lo beneficioso que podría resultar un hotel en la ruta que iba de México a California. Cuando España abandonó aquellas tierras, el dueño vendió el establecimiento a un mexicano. Aquél hizo lo mismo con un compatriota que, al producirse la ocupación yankee, optó por quedarse en California en vez de regresar a México, como deseaba hacer el anterior propietario.
El hijo del tercer posadero era quien, actualmente, dirigía el establecimiento. Había contraído matrimonio con la hija de un sargento norteamericano y gozaba, así, de una mayor tolerancia oficial. Como, a pesar de todo, era el Parador de los Hidalgos el único establecimiento que podía frecuentar un caballero, don Práxedes se dirigió allí para cenar. El establecimiento era un edificio de tres plantas. La baja, en su totalidad, estaba destinada a comedor y sala de espectáculos. Un alto tablado en el centro se ocupaba desde el mediodía hasta la salida del sol por bailarinas, cantores mexicanos o negros, guitarristas y hasta alguna cantante de ópera a quien las olas del mar de la vida, tan caprichosas como las del océano, habían lanzado sobre las arenas cercanas a Santa Ana. La calidad importaba menos que la cantidad.
Los pisos superiores estaban sostenidos por columnas, quedando en el centro de la sala una especie de patio cubierto en lo alto por unos toldos que, de noche, cuando reinaba demasiado sofoco en el Parador, se retiraban. Infinidad de lámparas de aceite de ballena iluminaban el local. Todo un lado del mismo estaba ocupado por un bar, siempre concurrido. En aquel mostrador servíanse toda clase de licores de uso corriente en el mundo. Mezcla, ginebra, whisky, ron, cognac, aguardientes de distintas procedencias, vodka, alcohol de noventa grados perfumado con granos de anís o comino, champaña, y vinos y cervezas de todas clases.
Alrededor del tabladillo, las mesas para comer o beber. En el espacio que quedaba debajo de los pisos, había mesas de ruleta, faro, baccará y poker, así como de dados.
Don Práxedes y Rubén tomaron asiento dispuestos a dar buena cuenta del condumio, mecidos por los gorgoritos de una cantante cuya voz marchita ya no podía encandilar a los públicos. Pero la pobre mujer le echaba al asunto una gran dosis de buena voluntad. Pese a eso, la gente, ahora, apenas la escuchaba. Y sólo pareció dedicarle algo más de interés cuando sustituyó la ópera por una muy aceptable versión de Dixie, a cuyos acordes, los confederados habían perdido la guerra. Pero aun así y posiblemente por ser los perdedores, seguían gozando de las simpatías populares. Y Dixie también, claro.
La aplaudieron mucho esta vez y ella, satisfecha, volvió a repetir. No dejaba de ser todo un éxito. Acompañada por los mismos aplausos que al principio, aumentados quizá al término de la repetición, descendió por la escalerilla que conducía al tablado. Iba sonriendo con triste afectación y pareció, incluso, rejuvenecer un tanto.
—¡Pobre mujer...! —exclamó don Práxedes—. No se ha sabido retirar a tiempo. Vive anclada en el pasado.
Rubén se asombró de aquel comentario de su tío. Sorprendiéndole que tuviese tal claridad de criterio para los demás, y en cambio, no se diera cuenta de que él también vivía más en el ayer que en el presente.
Coincidiendo con la retirada de la cantante cuatro hombres habían tomado asiento en una mesa inmediata a la ocupada por don Práxedes y su sobrino. Tres de ellos vestían con discreta elegancia mientras que el cuarto bien hubiera podido pasar por un caballero.
Este, al sentarse, saludó serio, correcto y cortés, a don Práxedes y sobrino, que le devolvieron la gentileza. A falta de otra cosa mejor en la que entretenerse, el mexicano dedicó su atención al recién llegado. El cual, tomó la sopa y comió el pescado y el pollo como sólo sabía y podía hacerlo todo un caballero. Sus modales eran tan correctos que provocaron la admiración del camarero que le servía. Sus compañeros, pese a que invirtieron la mejor de sus voluntades en imitarle, lo hicieron con manifiesta torpeza.
Un viejo negro de cabellos grises había ocupado la vacante dejada en el tablado por la genial intérprete de Dixie, y las tamboreantes notas de su banjo llegaban a todos los rincones del comedor sin que nadie le prestase la menor atención.
El caballero de la otra mesa, comentó, dirigiéndose a don Práxedes:
—Particularmente, prefiero la guitarra. El banjo lo encuentro frío, desangelado.
—¡Donde esté una guitarra «pisada» con arte...! —exclamó a su vez el mexicano. Añadiendo—: El banjo es un instrumento elemental, primario.
—Tiene usted razón —admitió el otro. Exclamando—: ¡Oh, perdón! Permítame que me presente: soy Stuart Miles, de Texas, pero en la actualidad resido en San Francisco.
—Yo soy don Práxedes Cañizares de Abizanda, de Puerto Peñasco, México.
Miles arqueó las cejas.
—¡Caramba! Mi caballo predilecto lleva su marca, don Práxedes. Ahora sé a quien pertenecen los magníficos ejemplares que han llegado hoy y que son el comentario, envidia y admiración de todo Santa Ana.
Práxedes Cañizares de Abizanda se sintió ganado por la simpatía natural de aquel hombre. Stuart Miles representaba unos treinta años. Aunque hablaba muy bien el castellano, no podía evitar un ligero acento inglés. Cuando hablaba en este idioma a sus compañeros su acento era tan del Sur, que Rubén le supuso uno más de aquellos caballeros afectados por la derrota confederada que, empobrecidos, más que eso arruinados, emigraban hacia el dorado Oeste.
—Su caballo es lo único que me queda de los tiempos en que era comandante de la Brigada de Texas.
Invitados por don Práxedes, Miles y sus acompañantes se trasladaron a la mesa que aquél ocupaba junto a su sobrino. El tejano presentó a sus amigos: Elliot Marlowe, de Carolina del Sur; Lewis Gordon, de Virginia; y Lionel Wilder, de Tennessee.
Anunciando después:
—Todos hemos tenido que emigrar de nuestros estados. La vida de los vencidos es muy dura y difícil en la tierra ganada por los vencedores. El Oeste, neutral en la conflagración secesionista, nos ha ofrecido cobijo y la posibilidad de rehacer nuestras perdidas fortunas.
Durante más de una hora Miles estuvo explicando sus vicisitudes guerreras, cómo se había ganado la vida suministrando carne a las cuadrillas de los trabajadores del ferrocarril, y otras muchas aventuras. Se especializó por las razones expuestas en el conocimiento del ganado y ahora seguía dedicándose a comprar vacas y bueyes aunque no descartaba, con el tiempo, poder levantar un negocio propio en San Francisco. Por ahora no tenía otro remedio que mantenerse alejado de Frisco ya que, la frontera mexicana, le ofrecía un excelente mercado ganadero.
Rubén, lo mismo que don Práxedes, dejábase ganar por la fluida oratoria del tejano. Era la corrección hecha persona y para el mexicano, el encuentro con aquel hombre, era como el hallazgo inesperado de una aguja en un pajar.
—Dicen que antes, Santa Ana, era una ciudad habitada por caballeros —siguió Miles—. Debió de ser muy hermosa. Ahora... Ahora es un lugar donde un hombre de sangre limpia no puede encontrar ninguna distracción. Cuantas hay aquí están al servicio de la gente más tosca y ruda que jamás se ha visto.
Muchas horas después, Rubén trataría de recordar quién había sugerido que, para matar el tiempo y distraer las primeras horas de la noche, se podía jugar al poker. Fue su tío, seguramente, quien lo propuso. Pero fue Stuart Miles quien se lamentó del tiempo que llevaba sin poder jugar una partida con la tranquilidad suficiente de que su adversario o adversarios, no utilizaran cartas marcadas. Luego, el tejano, había aceptado la oferta de don Práxedes de jugar unas manos. Pero con la condición de que las pujas no pasaran de un dólar.