Capítulo Diecinueve
La cabalgata desde Petra al campamento del ejército jordano resultó una pesadilla. Francesca ardía en fiebre y perdía la conciencia con frecuencia. Kamal deseaba evitar los movimientos bruscos, pero se veía obligado a galopar porque el tiempo apremiaba. Finalmente, el jet Lear voló a Riad con Kamal, Francesca y Jacques como únicos pasajeros. Los agentes saudíes permanecieron en Jordania y prestaron colaboración en el traslado de los terroristas supervivientes a Ammán, la capital del reino.
Al-Saud ocupó dos butacas y acomodó a Francesca en su regazo. Ella seguía inconsciente y respiraba con dificultad. La palidez de su rostro lo asustaba. Así como era, tan vulnerable e indefensa, había quedado expuesta al odio y a la intolerancia. Él la había expuesto. La rabia y la impotencia lo dominaban, y habría acabado con la vida de su hermano Saud de manera lenta y dolorosa de tenerlo enfrente.
La habían golpeado y torturado, era fácil entreverlo por los moretones en la cara, las muñecas marcadas por las sogas y la sangre reseca entre las grietas de los labios.
No podía dejar de mirarla a pesar de que temía descubrir otro signo de la violencia ejercida sobre ella. Sobre ella, su pequeña y dulce princesa. La palidez de sus mejillas se acentuaba, los círculos violáceos en torno a los ojos se volvían negros, la consunción de las facciones parecía la de un ser sin vida. Hacía un esfuerzo sobrehumano al respirar; ese silbido terminaría por enloquecerlo. Le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—Vamos, Kamal, toma un poco de café, te sentará bien —ofreció Jacques, y le alcanzó una taza.
—No me pasará por la garganta.
—No te desanimes ahora. Verás como pronto se recuperará.
—Estoy alarmado, amigo mío, cada vez respira peor. Es que está tan pálida, parece muerta —dijo, y la voz le tembló.
Francesca se inquietó sobre el regazo de Kamal, lanzó cortos gemidos y abrió los ojos.
—Mi amor —susurró Kamal, y la besó en la frente.
Francesca sonrió y las grietas de sus labios resquebrajados se abrieron; trató de pronunciar su nombre y soltó un sonido ronco incomprensible.
—Shhhhh, no hables, no debes fatigarte —insistió Kamal.
—Agua —pidió ella.
—¡Agua, rápido! —apremió.
Kamal le acercó el borde del vaso a los labios, y el agua, en parte, se le escurrió por las comisuras. El primer sorbo despertó en ella lo amargo de la bilis, y le provocó una arcada. Vomitó sobre sí y comenzó a sollozar. Kamal la limpió amorosamente y volvió a darle de beber. Esta vez el agua sabía a agua y no a hiel. Bebió otros tragos, que le acentuaron la languidez de tres días sin alimentos. Los revoltijos en el estómago volvieron y el bajo vientre se le tensó de nuevo.
Resultaba difícil controlarse viéndola sufrir. Kamal no sabía que hacer, ni qué decirle, ni qué darle para calmarle el dolor. Aquella situación lo desquiciaba. Tenía la pavorosa sensación de que Francesca perdía contacto con el mundo, que se le escapaba de las manos. Le hablaba, intentaba mantenerla despierta, trataba de reanimarla. Pero la muchacha cerró los ojos y cayó inconsciente de nuevo.
Desde la cabina del jet se ordenó por radio que una ambulancia los aguardara en la pista del aeropuerto de Riad. Al doctor Al-Zaki a su vez se le indicó que dispusiese su clínica para recibir a Francesca. A Kamal sólo le quedó rogar que la hora y media de vuelo no resultase fatal. Cuando aterrizaron en Riad, Francesca aún respiraba. Kamal la tomó en brazos, laxa y desmadejada, y descendió las escalerillas del avión. Abenabó y Káder los aguardaban con el Rolls Royce en marcha para escoltarlos hasta la clínica. Jacques cambió unas palabras con el piloto y se apresuró en dirección al automóvil, siguiendo alarmado el reguero carmesí que dejaba Kamal sobre la pista. El príncipe estaba herido y no lo había mencionado.
—¡Estás herido! —dijo el francés, y lo retuvo por el brazo.
Observó con espanto la mancha de sangre que se expandía sobre los pantalones color caqui de Al-Saud, y se la señaló. Pero Kamal supo de inmediato que no se trataba de él. A la altura de la entrepierna, el camisón de Francesca estaba empapado en sangre.
—¡Es Francesca! —se desesperó.
A Kamal no le importaba nada de sí, y sólo a la fuerza habían conseguido ponerle el brazo en cabestrillo y darle un calmante. Para él, Francesca era lo único que contaba.
Iba y venía por el corredor de la clínica de Al-Zaki fumando un cigarrillo tras otro. Jacques Méchin había desistido de serenarlo. Mauricio Dubois, arribado media hora atrás, no tenía ánimo para hablar. La vida de Francesca corría peligro. «Está perdiendo mucha sangre», había comentado una enfermera al abandonar la sala de operaciones.
Se presentaron Abdullah Al-Saud y Fadila, al tanto de cuanto había acontecido. Kamal abrazó a su madre y de inmediato se apartó con su tío a una sala privada.
—Quiero la más estricta seguridad en esta clínica —ordenó Kamal, y Abdullah asintió.
—Mandaré organizar una vigilancia para la muchacha —aseguró— y la aislaremos en esta parte de la clínica.
—Quiero tus mejores hombres, día y noche.
Abdullah indicó un sofá y tomaron asiento. Conversaron sobre los pasos a seguir y Kamal consiguió recobrar en parte la calma.
—Todo lo que Abdel nos confesó era cierto, tío —expresó Kamal—. Mi hermano Saud y Tariki se mezclaron con un gusano como Abu Bark para eliminarme.
Aquellas palabras agobiaron a Abdullah. Ahora que podía sentarse a pensar, terminó de aprehender la magnitud del problema que deberían enfrentar. Se preguntó de qué modo se salvaría una situación tan delicada, de qué modo se salvaría el honor de Arabia y de la familia cuando el rey había actuado como un mafioso.
Jacques se asomó a la puerta y les avisó que el doctor Al-Zaki acababa de dejar la sala de operaciones.
—La paciente se encontraba encinta de algunas semanas —informó Al-Zaki—. Siento informarles que el embarazo se ha interrumpido. Cuando llegó aquí no había nada por hacer. Muestra signos de golpes en el bajo vientre. Lo más probable es que esto haya sido la causa del aborto. La pérdida del feto le ha significado una profusa hemorragia, que en su estado de deshidratación, resulta preocupante. Con todo, hemos tenido que practicarle un legrado para evitar una posible septicemia.
—¿Septicemia? —preguntó Mauricio.
—Se trata de una infección general grave producida por la penetración de gérmenes patógenos en la sangre. Si la infección entra en el torrente sanguíneo, es incontrolable y no existe nada que podamos hacer. Le estamos suministrando antibióticos fortísimos. En el término de veinticuatro horas debe desaparecer la fiebre para saber que hemos superado este riesgo.
Kamal observaba atónito al doctor Al-Zaki y no daba crédito a cuanto escuchaba ¿podía ser cierto que, después de todo, su adorada Francesca aún corriera peligro? Cerró los ojos y respiró profundamente para sofocar el acceso de rabia y llanto que lo asaltaba. Y cuando, en medio de esa tormenta de sentimientos, tomó conciencia de que su hijo, el hijo suyo y de la mujer que amaba por sobre cualquier cosa en el mundo, nunca nacería, golpeó la pared con el puño, enloquecido con la idea de que la habían torturado, ¡a ella, a quien nadie tenía derecho siquiera de rozar con un dedo!
Entre Jaques y Abdullah lograron reducirlo y lo obligaron a sentarse. Fadila se arrodilló a sus pies y lloró amargamente. Jacques lo sujetó por los hombros y le dijo palabras de consuelo. Kamal, sin embargo, continuaba poseído por el dolor.
—Cómo voy a decírselo —farfulló momentos después—. Estaba tan contenta con el niño.
Tenía miedo, una experiencia nueva y agobiante que lo abismaba en el desconcierto. Se preguntó con qué fuerzas arrostraría a Francesca y cómo soportaría su reacción; le temía a su llanto, temía verla sufrir, le temía a los reproches, a que lo odiara y lo culpara. Temía perderla. Fadila le tomó el rostro con ambas manos y lo besó en la frente.
—Es mi culpa —susurró Kamal.
—Nada de esto es culpa tuya, hijo mío.
—Sí, mi culpa. Ustedes me advirtieron que le haría daño si la ataba a mi suerte y yo no quise escucharlos.
—Es que la amas demasiado —justificó su madre.
—Tanto que daría mi vida para ahorrarle este dolor.
Kamal despertó y, con dificultad, cayó en la cuenta de que se hallaba en la clínica y que se había quedado dormido sobre el diván de la sala de espera. En el pasillo, silencioso y apenas iluminado, vio que los guardias de Abdullah continuaban atentos cerca de la habitación de Francesca. Lo saludaron con una inclinación de cabeza y lo dejaron pasar. Entró sigilosamente. La enfermera dormitaba en una silla. Completó el trecho que lo separaba de Francesca cuidándose de no hacer ruido, deseando un momento de paz, sin testigos ni intromisiones.
Permaneció largos minutos contemplándola de pie junto a la cabecera. Por fin, se arrodilló a su lado y le aferró la mano.
—¿Cómo permití que te hicieran esto, amor mío? —susurró—. Perdóname. Jamás debí dejarte sola. Perdóname, perdóname.
El sollozo le ahogó las palabras y sus lágrimas mojaron la mano de Francesca. Le costó levantar la vista nuevamente, acobardado de enfrentar los indicios del tormento. Tenía un corte no muy profundo en la mandíbula y otro en el cuello, el que le había hecho Kalim. Los labios secos y agrietados denunciaban la deshidratación de la que había hablado Al-Zaki. Se imponía como castigo ese análisis profundo y detallado, y a medida que descubría una nueva marca o un nuevo cardenal, la culpa se le confundía con el resentimiento y la ira.
Francesca lanzó gemidos de dolor. Kamal esperó en vano a que abriera los ojos. Los lamentos cesaron y Francesca volvió a quedarse tan quieta como al principio. Respiraba acompasada y regularmente. Sin embargo, al apoyarle los labios sobre la frente, Kamal se inquietó pues aún tenía fiebre. Pensó en el bebé y las imágenes de cuanto pudo ser lo atormentaron.
—¡Alá, ten compasión y aleja de mí este trago tan amargo!
Se puso de pie y abandonó la recámara, asustando a los guardias que lo vieron salir de la clínica como despavorido. Montó en su Jaguar y se alejó a toda velocidad. Las lágrimas no le permitían ver claramente, la angustia no lo dejaba pensar. Estaba destrozado. Frenó el automóvil a las puertas de la mezquita más antigua de Riad, y el chirrido de las gomas retumbó en la soledad de la calle. Mantuvo los brazos extendidos sobre el volante, con la mirada fija en la vieja construcción. Un instante después se encaminó hacia el interior del templo. Eran pasadas las cuatro y media, pronto comenzaría la primera oración. Se quitó los zapatos a la entrada y avanzó hacia el centro.
—¡Perdón, Alá, grandísimo y todopoderoso dios de Arabia, perdón! —exclamó con pasión—. Ya he pagado mi culpa, mi conciencia que me tortura y mi hijo muerto. Perdóname por haber puesto mis ojos en la mujer que no debía. Sé que estoy pagando mi error. Pero apiádate de ella, que no es culpable de nada. Apiádate Tú, Alá, infinitamente misericordioso, sálvala, te lo ruego.
Cayó de rodillas sobre la alfombra con los brazos extendidos al cielo, y rompió a llorar amargamente. Allí quedó tendido, hasta que media hora más tarde la voz monocorde del almuédano lo devolvió a la realidad. «Dios es grande; no hay más Dios que Alá y Mahoma es su Profeta. Venid a orar». El templo se llenó de hombres que se quitaban las sandalias, practicaban las abluciones y se acomodaban en hileras sobre la alfombra, en dirección a La Meca. Al unísono, repitieron sus oraciones de rodillas, con el pecho pegado en el suelo, mientras el almocrí leía las sunnas del Corán. Media hora después, dejaron el templo en el mismo silencio y sumisión en que habían entrado. Kamal siguió a la masa, se calzó y subió al automóvil. Decidió ir a su casa antes de regresar a la clínica: hacía días que no tomaba un baño ni comía algo decente, comenzaba a oler mal y se sentía marcado y débil. Al llegar a su apartamento, mandó preparar la bañera. No obstante el primer contacto con el agua caliente, que le estremeció los músculos y le erizó la piel, segundos después consiguió relajarse. Se vistió con ropas limpias y fragantes, y aceptó una taza de café negro bien cargado como a él le gustaba, y, aunque había variedad de dulces y confituras, no probó bocado.
En la clínica se encontró con que Francesca había despertado, con la frente fresca y el pulso regular, aunque muy mareada y un poco perdida. Se asomó en la habitación cuando el doctor Al-Zaki y dos enfermeras la revisaban. El médico ponía su atención en el reflejo de las pupilas a la luz, una enfermera le tomaba la presión y otra cambiaba el tubo de suero. Fadila permanecía callada junto a Mauricio y a Jacques.
—Tengo sed —susurró Francesca.
—No podemos darle agua, señorita —aclaró Al-Zaki—. Está recibiendo suero intravenoso. Enfermera, empape una gasa en agua fresca y humedézcale los labios.
—Lo haré yo —manifestó Kamal, y tomó la gasa de mano de la enfermera—. Hola, mi amor. ¿Cómo te sientes?
—Un poco mareada —musitó apenas.
Kamal le mojó los labios con la gasa y se los besó. Ella cerró los ojos e inspiró el perfume almizcleño que tanto amaba. Por fin, la pesadilla había terminado.
—¿Y el bebé? —preguntó repentinamente, y buscó al médico con la mirada.
Por la actitud de Kamal, que se puso rígido y se alejó un poco, supo que algo andaba mal.
—¿Y mi bebé? —insistió, vacilante.
El doctor se acercó a la cabecera y le explicó, sin demasiados preámbulos, que había abortado a causa de los golpes recibidos y de su mal estado general. Francesca giró la cara, se hizo un ovillo y comenzó a llorar. Fadila se aferró al brazo de Jacques, que no pudo reprimir las lágrimas. Mauricio abandonó la habitación a toda prisa.
Kamal la envolvió con sus brazos y hundió el rostro en su cabellera. Le susurraba palabras de consuelo, que ella no escuchaba. Repetía como ida que habían matado a su bebé, que, cuando la golpeaban, ella no había podido defenderlo, que lo habían asesinado. A una indicación musitada de Al-Zaki, la enfermera inyectó en el tubo de suero una fuerte dosis de Valium. Francesca comenzó a balbucear en castellano, hablaba de su madre y de Fredo, y cada incoherencia significaba un duro golpe al corazón de Al-Saud, que le tomaba la mano, se la besaba y le acariciaba la frente.
Se quedó dormida minutos más tarde, un sueño agitado en donde repetía el nombre de Kamal con la misma angustia que en las cavernas de Petra y, pese a que Kamal le decía «Aquí estoy, mi amor, aquí estoy», ella seguía llamándolo.
Una semana más tarde, el doctor Al-Zaki le dio el alta, aunque prescribió reposo absoluto, una alimentación cuidada y mucha tranquilidad. Durante su estancia en la clínica, Francesca había conseguido recuperar el ánimo. Nunca la dejaban sola y la distraían con charla banal. El encuentro con Sara, que se turnaba con Kasem para pasar las tardes en la clínica, le había resultado conmovedor.
Nadie mencionaba el secuestro, pero ella quería saber y preguntaba. Pese a que le aseguraban que no había quedado libre ni uno de sus raptores, la intranquilizaba que Abenabó y Káder siguiesen acechándola. Kamal refunfuñaba cuando se lo comentaba y se tornaba más hosco de lo habitual. Ostentaba una actitud desconcertante, que la atemorizaba. Había un brillo extraño en su mirar, un destello que no le conocía. ¿Tristeza, quizá? Sí, tristeza, dolor; después de todo, él también había perdido a su hijo. Una tarde, de las pocas que se encontraban solos, Francesca le preguntó por qué estaba tan callado y taciturno.
—Me está matando la culpa —confesó.
Jacques Méchin llamó a la puerta y anunció que Al-Zaki acababa de firmar el alta. Francesca dejó la clínica escoltada por dos automóviles con gigantes armados hasta los dientes. Abdullah había prometido a su sobrino la mejor custodia para la muchacha, con la condición de que, una vez respuesta por completo, abandonara el reino inmediatamente. Saud y su ministro Tariki continuarían tan sueltos e impunes como hasta el momento, y Kamal se juró que no descansaría hasta verlos en el exilio, despreciados y calumniados, mientras él recibía los honores de soberano. Una vez fuera de la órbita política, cualquier desgracia podría ocurrirles. Por el momento, esta promesa lo mantenía en pie.
A excepción de Sara y Kasem, los empleados de la embajada permanecieron ajenos a la verdadera índole de la desaparición de Francesca, convencidos de que había sufrido un ataque agudo de peritonitis. Más allá de los ánimos caídos —la situación política en la Argentina era incierta y nada halagüeña— la recibieron con un pequeño festejo.
Después de todo lo vivido, Francesca se reintegraba a la rutina y a la cotidianeidad de la embajada. Quería apabullarse de expedientes, reuniones, informes y cuanto pudiera alejarla del dolor que le provocaba saber que su vientre estaba vacío. No le permitían hacer mucho, debía reposar la mayor parte del día y, sola en cama, le parecía una tortura. Kamal la visitaba a diario y le llenaba la habitación de camelias blancas, pero ella lo encontraba lejano y frío. Rara vez estaban solos, y en esos escasos momentos, él insistía en que se trataba de cansancio.
—¿Por qué me dijiste en la clínica que la culpa te estaba matando? ¿Acaso te culpas por lo del secuestro?
Kamal repetía que no y cambiaba de tema, y Francesca no se animaba a insistir. Una tarde, Kamal llegó acompañado de su madre y de su hermana Fátima. Francesca sabía que Fadila había estado presente la mañana que volvió en sí, pero no lo recordaba. Ahora se enfrentaban después de tanto tiempo, conscientes de que las diferencias religiosas y raciales que las habían distanciado en Jeddah aún existían. Fadila se quitó la abaaya y la contempló largo y tendido; luego, presentó un ramo de olivo al besarla en la frente y regalarle un broche de oro y rubíes que había pertenecido a su abuela, la madre de su madre. Fátima, jovial y aniñada como de costumbre, la colmó de halagos y le aseguró que, si bien la encontraba un poco delgada, continuaba siendo la mujer más hermosa que había conocido. Aseguró que las demás muchachas le enviaban sus saludos y le entregó un pañuelo bordado por la pequeña Yashira. Tomaron el té y conversaron como viejas amigas. Fátima, haciendo caso omiso a las recomendaciones de su madre, la acribilló a preguntas acerca de las costumbres occidentales y se maravilló ante la idea de caminar por la calle sin túnica, sin escolta y con las pantorrillas al aire, de conducir un automóvil y de sentarse en un café sin más compañía que la de un libro. Que las mujeres trabajaran y ganaran un sueldo la condujo al paroxismo de la emoción. Después de tanto tiempo, Francesca veía sonreír a Kamal nuevamente.
El silencio de la noche la abrumaba, y volvía a experimentar la soledad y el pánico de la celda de Petra. Se dormía angustiada y despertaba súbitamente, con la respiración agitada y el cuerpo empapado en sudor. Ojalá Kamal durmiese a su lado, anhelaba acurrucarse en sus brazos y apoyar la cabeza sobre su torso fuerte, necesitaba la seguridad de su cuerpo, la paz y la alegría que sólo experimentaba junto a él. Se sentía sola, incluso cuando Kamal estaba a su lado. No había vuelto a mencionarle el casamiento, y ella no acertaba con el momento oportuno para preguntarle. En ocasiones, al cruzar su mirada con la de él, la apartaba incómoda. Y se enojaba consigo por incomodarse, pero se trataba de aquel destello extraño en sus ojos, que aún no había desaparecido y que se intensificaba a medida que transcurrían los días.
Los cuidados de Sara y el descanso resultaron suficientes para que Francesca recobrara el buen semblante y no se mareara al caminar. Una tarde soleada de fines de abril, el doctor Al-Zaki, que la visitaba a menudo en la embajada, la encontró en perfecto estado y se limitó a recomendarle una espera de dos años para quedar encinta. Francesca se sonrojó y buscó a Kamal con la mirada; él fumaba con la vista perdida en el paisaje exterior.
Al-Zaki se despidió y Sara lo acompañó a la puerta. Francesca se acercó a Kamal y le dijo que deseaba caminar por el parque. Una brisa fresca le acarició las mejillas y pensó que el dolor pronto se desvanecería. Kamal la tomaba de la mano y eso era lo único que contaba.
—Me alegro de que Al-Zaki te haya encontrado tan bien —habló Al-Saud y le indicó la banca a unos pasos—. Sentémonos, necesito decirte algo.
El color céreo del rostro de Francesca, que intensificaba el negro de sus ojos y del pelo, le pareció irresistible. Estaba adorable, y lo arrebató el deseo de besarla. «No debo», se dijo, y apartó la vista.
—Ahora que estás repuesta por completo quiero que dejes Arabia. Éste no es un lugar seguro para ti. Es mi deseo que lo hagas a más tardar en dos días. —Y como Francesca lo miraba y no decía nada, agregó—: Debes olvidarte de mí y de todo lo vivido por mi culpa. Algún día, quizá, me recuerdes con cariño y llegues a perdonar el mal que te he hecho.
—¿Qué dices, Kamal? Me asustas. ¿Te has vuelto loco?
—Sí, definitivamente loco. Así fue la noche en que te conocí y que tu belleza y fragilidad embrujaron mi entendimiento. Ese día, la locura se apoderó de mí, gobernó mis actos, y sólo he cometido errores desde entonces. Recuerdo la tarde en la finca de Jeddah cuando Sadún me dijo que Mauricio y tú habíais llegado. Era consciente de que contigo en mis dominios cruzaría una línea peligrosa de la cual no podría volver atrás. Y mientras te contemplaba dormir, mis sentimientos se entremezclaban con mis razonamientos, y una batalla feroz se desataba en mi interior. Abriste los ojos, murmuraste algo y seguiste durmiendo, y eso bastó para acallar las voces de la razón y caer rendido una vez más a causa de tu sortilegio, tanto dominio tienes sobre mí.
—Recuerdo vagamente, creí que se trataba de un sueño.
—Eres una mujer fuerte y estoy seguro de que olvidarás la pesadilla del secuestro y todo lo demás. Quiero que rehagas tu vida y que consigas sobreponerte —le dijo con el ímpetu de una orden.
Francesca lo contemplaba aturdida y, aunque entendía que Kamal estaba despidiéndola, se negaba a aceptarlo.
—Nos iremos juntos, ¿verdad?
—No. Te irás sola y nunca volveremos a vernos.
—¿Y nuestro casamiento? ¿Y nuestros planes?
—Eres joven, tienes todo el futuro por delante, no me necesitas para ser feliz. Por el contrario, conmigo serías desdichada, y eso sí que no podría soportarlo. Ya te he causado demasiado daño, debes alejarte de mí.
—¡Jamás! —reaccionó Francesca, y se puso de pie—. No quiero vivir si no es contigo. No me has causado daño, sólo me has hecho feliz. Hablas así porque te culpas por el secuestro y por lo del bebé. Eres injusto y duro contigo.
—¡Nunca seré demasiado duro conmigo! Nuestro hijo murió a causa de mi egoísmo, de mi testarudez y de mi ceguera, y por poco tú mueres también, sin contar la tortura que sufriste a manos de tus raptores. ¿Crees que me resulta fácil vivir con esta culpa que me está carcomiendo? Debo alejarte, debes partir. Nunca volveremos a vernos —repitió, y amagó con irse.
Francesca lo retuvo con un abrazo y lo miró con desesperación. Kamal la apretó con fervor y le besó la coronilla varias veces, con la voluntad hecha trizas y un dolor atroz en el alma.
—Vamos, Francesca —dijo, y la separó de sí—, verás que es lo mejor. Con el tiempo me agradecerás haberte alejado de mí y recordarás lo nuestro como una aventura loca, sin sentido.
—¿Cómo puedes hablar de lo nuestro como una aventura loca, sin sentido? Yo te amo más allá del entendimiento, eres lo único que cuenta para mí.
—Sólo Alá puede comprender la naturaleza de tu amor cuando has sufrido tanto a causa mía. ¿Cómo puedes decir que me amas cuando, impíamente, te arranqué de tu mundo y te expuse a las inclemencias del mío? Eres frágil y vulnerable, y no supe protegerte. ¡No, Francesca, no quiero vivir pensando que arriesgo tu vida cada segundo que te retengo!
—¡Y yo te digo que prefiero morir antes de separarme de ti! Voy a morir de cualquier modo, voy a morir de amor por ti.
—Nadie muere de amor —pronunció Al-Saud, con escepticismo.
—¿Cómo puedes decirme eso? ¡Eres cruel, cruel!
Francesca se cubrió el rostro y lloró amargamente. Kamal intentó partir, pero no encontró fuerzas para dejarla en ese estado. Volvió a apretujarla contra su pecho, consciente de que su decisión pendía de un hilo. Un solo beso habría bastado para hacerle cambiar de idea. Se apartó nuevamente y le extendió un pañuelo.
—¿Es que ya no me amas? —preguntó Francesca, y él guardó silencio—. Aunque negaras mil veces tu amor por mí, no te creería, Kamal Al-Saud. Tus ojos te delatan. Lo que hoy me dicen es lo contrario de aquello que expresan tus palabras.
—No cambiaré de parecer. Partirás en dos días.
—Eres desalmado e inflexible y, quizá, después de todo, sí exista algo que ames por sobre cualquier otra cosa: Arabia. Tu pueblo es la causa por la que me dejas. Sabes que tu familia jamás aceptará a un rey casado con una occidental, ¡una infiel!, que es lo único que soy para ellos, y tú estás dispuesto a sacrificarme si con eso salvas tu reino.
—¡Calla, no sabes lo que dices! Eres injusta, tus palabras me duelen en extremo. Te alejo de mí, sí, aunque sólo yo sé lo que me cuesta. No quiero hacerte más daño y deseo reparar de algún modo el que ya te he causado. No entiendo qué diabólico sortilegio se apoderó de mí la noche que decidí arrancarte de tu mundo y forzarte a entrar en el mío. ¿Cómo piensas que podrás vivir al lado de un árabe, con costumbres completamente distintas a las tuyas, sin la libertad a la que estás habituada, recluida, alejada del mundo? Yo no soy más que eso, Francesca, un árabe. Ahora hablas así, pero llegará el día en que me odies, y no podré soportarlo, acabará conmigo.
Kamal la dejó sola abismada en un vacío en el cual sólo retumbaba el crujido de sus pasos sobre el ripio. Se alejaba, se estaba yendo, lo perdía, no lograba retenerlo, y lo conocía demasiado para saber que aquella actitud era definitiva. Todo había terminado entre ellos, nada lo haría cambiar de parecer. ¿No se daba cuenta de que la mataba con aquella resolución? Se dejó caer en la banca. Estuvo allí sentada con la vista perdida en las copas de las palmeras hasta que la noche se apoderó del parque y un guardia le indicó la conveniencia de entrar. Arrastró los pies hasta su habitación, cerró la puerta tras de sí y se quedó mirando en torno sin saber qué hacer. La gargantilla de perlas que Kamal le había regalado aquella tarde tan feliz y tan lejana, asomaba en el cofre. La sostuvo entre los dedos y la contempló largamente. Tantos recuerdos hermosos la abrumaron y arremetió enfurecida contra la gargantilla, que terminó destrozada en el suelo. Las perlas rebotaron en el parqué y se desperdigaron por el dormitorio.
—¡Las perlas traen lágrimas! —gritó.
Sara la encontró sentada en el suelo, la espalda contra la pared. Esquivó las perlas y la ayudó a levantarse. Francesca se dejó desvestir y poner el camisón, y aquella mansedumbre de Sara y la gentileza de sus manos le recordaron a Zobeida y a los días vividos en el oasis del jeque Al-Kassib. Se acostó en la cama y Sara la arropó. Pensó en su madre. Deseaba estar con ella, la necesitaba tanto. Sería bueno regresar a la Argentina. No, se dijo, mejor seria cerrar los ojos y no volver a despertar.
Jacques Méchin sabía que lo encontraría en la finca de Jeddah. Kamal siempre buscaba refugio allí cuando necesitaba pensar. En tanto atravesaba el desierto en dirección al mar Rojo, repasaba los términos de la última conversación que había sostenido con Kamal.
—Voy a dejarla, Jacques.
—¿Por qué? ¿Es que ya no la amas?
—Bien sabes que sí.
—¿Entonces?
—Tenías razón. Su vida siempre correrá riesgos a mi lado; jamás será feliz, y yo no viviré en paz. No volveré a arriesgarla aunque separarme de ella sea como arrancarme un brazo. Además, en lo que me depara el futuro no hay sitio para Francesca.
—Te confieso que ya no sé si lo más sabio es que alejes a la muchacha de tu lado, como te aconsejé una vez. Estás cegado por la sed de venganza, la sospecha de que Saud maquinó un complot en contra de Francesca te ha trastornado, y pretendes ocupar el lugar del amor que sientes por ella con el odio que profesas por tu hermano.
—Bien sabes que no es una sospecha: Saud y Tariki me quieren fuera, soy el único capaz de suplantarlos. Ellos jugaron su partida e intentaron liquidarme. Ahora me toca jugar a mí y, tenlo por cierto, no fallaré. Será un trabajo limpio y eficaz.
—Y después de destruir a Saud, ¿qué te quedará?
—¿Después? No sé qué quedará, no me importa. Sólo sé que no viviré en paz hasta destruirlo. Y lo haré lentamente, en una agonía atormentada, lo destrozaré palmo a palmo, como él intentó hacerlo conmigo y con lo que más amo.
Pasado el mediodía, Jacques detuvo el automóvil frente a la finca de Jeddah. Sadún lo recibió sinceramente contento de verlo.
—¡Señor Méchin, sea bienvenido! El amo Kamal estará feliz de verlo. ¿Sabe? Me preocupa el amo Kamal. Lo noto muy desmejorado. Parco y callado, como siempre, pero su alma no está serena. Prácticamente no come. La luz de su recámara permanece encendida hasta muy tarde en las noches, y, una vez que la apaga, lo escucho dar vueltas en la habitación hasta casi el alba. A veces me asomo por mi ventana y lo veo fumando en el jardín, con la mirada perdida en el cielo. Fuma muchísimo, cuando siempre fue moderado. No lo creerá, pero rehusó la visita de su madre y de las muchachas. ¡Y usted sabe cómo le gusta recibirlas! Durante el día monta a Pegasus, ese semental loco que tiene, y se pierde por horas. A veces me preocupo, llega de noche, muy agitado. ¿Qué le está pasando a mi amo, señor Méchin? Nosotros pensamos que volveríamos a verlo después del casamiento con la muchacha argentina, pero ni señales de ella, y yo no me animo a preguntar.
—La muchacha argentina regresó a su país, Sadún. Ahora, llévame con Kamal, me urge verlo.
Lo encontró en su estudio, con el Corán en una mano y su masbaha en la otra. Al verlo en la puerta, Kamal le salió al encuentro y lo estrechó en un abrazo.
—¿Qué haces aquí? Sé que no te gusta Jeddah.
—Hace dos semanas que dejaste Riad y no he sabido nada de ti. Deseaba verte. Te echaba de menos.
La respuesta sincera y tierna de aquel impertérrito francés sonó extraña a los oídos de Al-Saud y sonrió con picardía.
—Te has vuelto sentimental —dijo, y pidió al mayordomo—: Trae algo de beber y comer.
Hablaron de trivialidades y, pese al esfuerzo de Kamal por mostrar su mejor veta sarcástica y humorística, Méchin lo conocía demasiado para ignorar que sufría un profundo tormento. Lo encontró demacrado y más delgado; hacía días que no se afeitaba y necesitaba un corte de pelo.
—En realidad, he venido hasta aquí porque quiero saber cómo estás.
Kamal abandonó la mueca de estudiada y ficticia serenidad y clavó su mirada en la de Méchin, quien, a pesar de los años y la confianza, temió la ira de Al-Saud. Kamal lo contempló de hito en hito, el gesto inmutable; no se había enojado ni incomodado, pero no le respondió. Se puso de pie y, tras alejarse un trecho, preguntó:
—¿La viste antes de que partiera?
—¿Por que quieres torturarte? ¿De qué te servirá saber de ella? Sólo conseguirás hacerte más daño.
—¿La viste? —insistió, con acento tranquilo pero firme.
—Sí, la vi.
—¿Cómo la encontraste?
—Estaba deshecha.
Kamal, de espaldas a Méchin, apretó el vaso y cerró los ojos. Si le hubiese propinado un puñetazo en la boca del estómago no le habría provocado tanto dolor como con aquella palabra.
—Te ama profundamente.
—¿Y por qué me lo dices así, con ese tono de reproche? —se alteró Kamal—. ¿No fuiste tú quien me aconsejó dejarla?
—Tal vez me equivoqué —aceptó Jacques, con la mirada desviada al suelo.
—Todos parecen haberse equivocado. Tú, mi madre, mi tío Abdullah, el pueblo árabe entero, el Corán. Pero fui yo quien más se equivocó, yo, que la aparté de mi lado, yo, que permití que invadieran mi vida. Ella confió en mí, se entregó a mí, sufrió por mí y yo la aparté de mi lado como si se tratase de algo indeseable. La hice sentir miserable, cuando en realidad no existe nada más importante que ella para mí.
Méchin se acercó y le extendió un sobre. Kamal, incómodo por su exabrupto, lo miró con sorpresa.
—¿Qué es esto?
—Una carta. Francesca me pidió que te la entregara la última vez que la vi. Fue hace una semana, antes de que partiera de regreso a la Argentina.
Bien sabía él que Francesca se había ido hacía una semana dejando Arabia y su mundo para siempre, dejando también un vacío en su interior al cual no sabía cómo enfrentarse. Francesca se había marchado, no volvería a verla. Sin ella la vida misma carecía de sentido; ni su venganza contra Saud ni su futuro como soberano le resultaban suficientes. Un silencio se formó a su alrededor y no escuchó cuando Jacques Méchin murmuró: «Lo siento mucho», y abandonó el estudio. Más tarde, en la soledad de su habitación, se atrevió a abrir el sobre.
Riad, 10 de mayo de 1962
Mi adorado Kamal:
Intento comenzar esta carta pero nada me viene a la mente excepto que te amo profundamente. No logro resignarme a esto que está sucediéndonos, no comprendo cómo nuestras vidas, que imaginé atadas para siempre, ven abiertos dos caminos tan distintos. Simplemente, no puedo creerlo.
¿Por qué me abandonaste, Kamal? No entiendo tu decisión. Sé que aún me amas. Cuando despierto por las mañanas, intento pensar que esto es un mal sueño. Tú entrarás por la puerta, me sonreirás como sólo tú sabes hacerlo, tus ojos chispearán de felicidad y luego me tomarás entre tus brazos para llevarme lejos.
Te extraño tanto. ¿Por qué insistes en mantener esta tortura? Añoro tus manos sobre mi piel, tu boca en la mía, las noches de luna llena en el desierto y nuestros cuerpos juntos sobre la arena. ¿Por qué me hiciste conocer el paraíso si ahora insistes en sumergirme en el peor de los infiernos?
Quiero ser sincera contigo, absolutamente libre, no deseo atar dentro de mí cosas que siento y que algún día me arrepentiré por no habértelas dicho. Me pregunto si estaré lográndolo. Fui feliz a tu lado, y me atormenta pensar que no podré volver a serlo. ¿Por qué debo pensar que te he perdido para siempre? No puedo resignarme, Kamal. Vuelve a mí. Sabes que te estoy esperando, sabes que te esperaré la vida entera.
Antes de terminar esta carta, quiero decirte que, si me alejas de ti por proteger mi propia vida, si lo haces por temor a que algo malo me suceda a causa de los tuyos, prefiero morir en sus manos en una agonía lenta, a saber que nunca te tendré a mi lado, porque hasta que eso suceda, viviré dichosa contigo y no destrozada como lo estoy. Déjame elegir a mí mi propio destino.
Te amo.
Tuya para siempre,
Francesca
PD. Quiero que conserves a Rex y que, cuando lo veas, recuerdes la tarde en el oasis.
Kamal se echó de espaldas en la cama con la carta sobre el pecho desnudo. El corazón le latía desbocado. Cálidas lágrimas le rodaban por las sienes.
—Francesca… —musitó—. Amor mío.