Capítulo Dieciocho

Andel bin Samir le dijo a su compañero El-Haddar que no contara con él esa mañana: visitaría a su madre en las afueras de Riad. El-Haddar tomó el anuncio con indiferencia, conociendo la devoción que Abdel profesaba por la vieja señora. Siempre iba a visitarla cuando tenía que resolver un problema, cuando no hallaba paz. Y, justamente, desde la entrega de la muchacha cristiana el día anterior, lo notaba extraño, taciturno, incluso triste.

—Sí —aceptó El-Haddar—, ve con tu madre a ver si eso te anima.

Abdel fue a su dormitorio, corroboró que la 45 estuviese cargada, la completó con el silenciador y se la colocó, junto a su yatagán, en el cinto. Como no usaría su automóvil —resultaba probable que los hombres de Abu Bark le siguieran los pasos por algunos días hasta corroborar su fidelidad— esperó al proveedor de los materiales para la construcción de la nueva piscina. Aguardó a que los bajaran de la camioneta y, mientras los estibaban en la galería, trepó en la parte trasera y se cubrió con un hule. Minutos después, escuchó la voz de El-Haddar que despedía al conductor. La camioneta se puso en marcha de inmediato. Abdel levantó el hule para corroborar la dirección que tomaban: iban hacia la parte vieja de la ciudad. A pocas cuadras del zoco, en un alto de la camioneta, se deslizó bajo el hule, dejó caer con sigilo la tapa del vehículo y se arrojó al empedrado. Caminó por las callejas menos concurridas e ingresó al mercado por la zona de los negocios de alfombras; buscaba uno en particular, aquel que servía de guarida al informante de Abu Bark, un tal Fadhir, con quien ellos, los días previos al secuestro, habían entrado en contacto para definir los detalles. Fadhir no les había dicho que ése era su escondite, pero, tras la primera entrevista, que se había desarrollado en un café vecino a la Plaza Carnicera, El-Haddar había tenido el acierto de seguirlo.

Al entrar en la pequeña tienda, dos hombres le salieron al encuentro y, con gestos serviles, lo invitaron a elegir entre las alfombras. Abdel descorrió la túnica para descubrir su pistola y les indicó que guardaran silencio. Instintivamente, los dos hombres retrocedieron. Uno intentó sacar un arma del cajón del escritorio, pero Abdel empuñó su 45 con agilidad y le pegó un tiro en la frente. El otro, un muchacho joven y delgado, se arrojó junto a su compañero y dirigió una mirada suplicante a Abdel. Este guardó el arma, tomó una correa de cortina que encontró sobre el mostrador y lo ató de pies y manos, incluso lo amordazó. Trabó la puerta y corrió el visillo. Volvió junto al hombre maniatado y, en cuclillas, le susurró la pregunta:

—¿Dónde se oculta Fadhir?

El muchacho, con un movimiento de cabeza, le indicó que se encontraba arriba. Abdel se dirigió al fondo de la tienda, pasó unos cortinados y cruzó un pequeño depósito hasta alcanzar la escalera caracol que conducía al ático, una escalera tan pequeña que apenas si cabía su cuerpo macizo. El ático era también un depósito; se hallaba repleto de alfombras enrolladas y apiladas. En el suelo, tendido sobre varios kilims de lana, Fadhir dormía profundamente con un revólver en la mano derecha. Abdel tomó su cuchillo y lo enterró en el hombro del terrorista, clavándolo a la montaña de kilims. El hombre despertó con un bramido y miró con ojos desorbitados a Abdel, quien, muy cerca de su rostro, le dijo:

—Ahora tú y yo vamos a hablar.

Kamal detuvo el Jaguar frente al palacio de su padre. Un guardia le abrió el portón y le dio paso. Saltó del automóvil y se precipitó en el interior, cruzó el patio principal en dirección al sótano, antiguamente el lugar de los calabozos, que por esos días servía como archivo y para guardar trastos viejos.

Escuchó los gritos de Malik, que se propagaron por el corredor del sótano como un eco lastimero: Abenabó y Káder estaban haciendo su trabajo. Apuró el paso en dirección al último calabozo y entró sin preámbulos. Malik, los brazos en cruz sujetos a las argollas de la pared, escupía sangre y dientes. Káder se sobaba los nudillos. Abdullah susurraba a Jacques Méchin, mientras Abenabó llenaba un vaso con agua y lo arrojaba a la cara del chófer para despabilarlo.

—Kamal —se sorprendió su tío, y le salió al encuentro—. ¿Alguna novedad?

—Los secuestradores se pusieron en contacto hace media hora.

—¿Rastrearon la llamada? —se impacientó Méchin.

—No. ¿Qué obtuvieron del interrogatorio? —apremió Kamal.

—Este tipo es de piedra —se quejó su tío—. Hace horas que lo tenemos aquí y hemos conseguido bien poco. Confesó tener contactos con la Yihad y que huía a Jordania cuando lo encontraron mis hombres, pero de eso ya estábamos casi seguros.

—Quizá la tengan en Jordania —conjeturó Jacques.

Kamal se acercó a Malik que, pese a tener los ojos deformados por los golpes, los abrió dificultosamente y sonrió.

—Príncipe Kamal —dijo con ironía—, ¿aún no encuentra a su adorada Francesca?

Al-Saud le sostuvo la mirada, una mirada gélida que lo obligó a bajar la vista. Kamal se alejó en dirección a la mesa donde se hallaban las armas de sus guardaespaldas, tomó una Mágnum 9 milímetros y disparó a la mano izquierda de Malik.

Siguieron los alaridos del chófer y el desconcierto del resto. Malik, en completo estado de shock, se miraba el muñón sangrante y gritaba, balbuceaba incoherencias y lloraba. Al-Saud, sin embargo, permanecía hierático con el arma apuntando a la otra mano.

—Tienes la posibilidad de conservar la derecha si me dices quiénes tienen a Francesca y dónde la ocultan.

Malik continuaba lloriqueando y no lograba concentrarse. Abenabó lo sujetó por el mentón y le bañó el rostro para hacerlo reaccionar.

—¡Dónde y quiénes la tienen! —se encolerizó Kamal.

—¡No lo sé!

El chasquido del gatillo alteró a Malik, que palidecía a ojos vistas a causa de la profusa pérdida de sangre.

—¡Morirá si no lo ve un médico! —se alteró Jacques—. Y muerto no nos sirve.

—Tampoco me sirve ahora que está vivo —replicó Kamal.

Se acercó y apoyó el arma sobre la frente del chófer.

—¡Juro que no lo sé! Sólo puedo decir que está en manos de Abu Bark y de su gente. Ellos la tienen para pedir rescate.

—¡Dónde! —insistió Kamal.

—¡No lo sé! ¡No lo sé! —se espantó—. ¡Lo juro por Alá!

—¡Por qué huías a Jordania!

—Porque en Al Aqabah, Abu Bark había instalado su cuartel general, pero no estoy seguro de que aún se encuentre allí. —Cada palabra le significaba un esfuerzo sobrehumano, la lengua se le pegaba al paladar y comenzaba a ver con dificultad—. Juro —balbuceó—, juro que no sé más. Quise ir con ellos, pero no aceptaron llevarme.

—Al Aqabah —repitió Jacques—, eso es al sur de Jordania. ¿En qué lugar exactamente de Al Aqabah?

—En el barrio de Melazía, en un viejo depósito del zoco. Juro que no sé más.

Kamal se alejó en dirección a la puerta y, antes de salir, se volvió, levantó el arma y disparó a la cabeza de Malik, que quedó colgado de las argollas con un agujero en la frente.

Abdel bin Samir ya había tomado una decisión: confesaría al príncipe Kamal lo que sabía acerca de la mujer cristiana. Hacía un rato que aguardaba dentro de un automóvil rentado frente a la puerta de su apartamento en el barrio Malaz. La amenaza de muerte que pesaba sobre el príncipe lo redimía del juramento de fidelidad hacia Saud Al-Saud. El rey Abdul Aziz había amado a Kamal y no habría dudado en elegirlo en circunstancias semejantes.

Desde un principio, aquel asunto de la mujer cristiana había olido mal. En su opinión y experiencia, existían otros métodos menos radicales para desembarazarse de una mujer molesta: sobornarla, amenazarla, incluso darle un buen susto contaban entre los más efectivos. Entregarla a un terrorista parecía ridículo y extemporáneo, retorcido e inverosímil. Abdel siempre había sospechado que, en realidad, el príncipe Kamal sería la verdadera víctima. Después del diálogo con Fadhir, sus sospechas se habían confirmado. No apartaba la vista del edificio de Kamal del barrio Malaz. Comenzaba a perder las esperanzas cuando divisó el conocido Jaguar verde del príncipe. Se retrepó en el asiento y aguardó a que lo estacionara. Lo vio descender del vehículo y caminar con premura hacia la entrada de su edificio. Abdel, completamente embozado, abandonó su automóvil rentado, miró en torno y lo siguió. No había nadie en la calle. Antes de que Kamal cerrara la puerta de ingreso, Abdel lo llamó con voz medida y se descubrió apenas el rostro.

—Abdel —se extrañó Kamal—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás con mi hermano en Grecia?

—Me encomendó una misión aquí, debí quedarme —dijo, y le clavó la mirada con intención—. ¿Podemos hablar, alteza?

—Ahora no —expresó Kamal, tratando de disfrazar la ansiedad por deshacerse del viejo guardaespaldas que de seguro le pediría un favor; dinero, probablemente; lo había hecho en el pasado.

—Tengo algo que decirle que va a interesarle, alteza. Es sobre la muchacha cristiana.

Kamal se quedó mirándolo. Su confusión duró sólo unos segundos. Hizo una seña con la cabeza y Abdel lo siguió al interior del edificio. Caminaron hacia la parte trasera donde se abría un jardín de pequeñas dimensiones.

—Habla-pronunció Kamal.

—La señorita De Gecco se encuentra oculta en el templo Khazneh de la ciudad de Petra, a cincuenta kilómetros al norte de Al Aqabah, en Jordania. La retiene el terrorista Abu Bark.

—¿Cómo lo sabes?

—El-Haddar y yo la entregamos a unos terroristas de Abu Bark en el límite con Jordania —pronunció, y le sostuvo la mirada con la seguridad de quien está haciendo lo correcto—. Lo siento, alteza, pero creí que era lo mejor para usted y para Arabia. No fue sino hasta después que me di cuenta del verdadero plan.

—¿Qué plan?

—Matarlo a usted.

—¿Mi hermano está detrás de todo esto, verdad?

Abdel se limitó a asentir.

—¿Cómo sé que no me mientes? ¿Cómo sé que esto no es parte del plan para eliminarme?

—No tiene forma de saberlo —admitió el guardaespaldas—. Tendrá que confiar en mí y recordar el cariño y devoción que yo sentí por su padre. Usted era su predilecto y eso es lo que cuenta en este momento. Ahora que ya le dije lo que sé, puede disponer de mí: encarcelarme o enviarme a la Plaza Carnicera para que me ejecuten, usted decide.

—Aguárdame aquí —se limitó a ordenar Kamal, y se encaminó hacia su apartamento.

Instintivamente sabía que el guardaespaldas no huiría.

—Entonces, esto es una trampa —expresó Abdullah.

Se hallaban en su despacho mientras aguardaban que Abenabó y Káder se deshicieran del cuerpo de Malik. Su sobrino Kamal acababa de detallarles la conversación con el secuestrador, las pocas palabras cruzadas con Francesca y la extraordinaria confesión de Abdel bin Samir.

—¡Es una trampa! —insistió, algo desencajado al cobrar medida de la situación.

—Bien poco les interesa la muchacha —prosiguió Méchin, hablando para sí, como quien trata de comprender lo sucedido—. Entonces, es a ti a quien quieren en realidad. Están enterados de tu oposición a la OPEP y de que mantienes contactos con el gobierno de Kennedy, por eso te quieren fuera.

—¡Te matarán! —gritó Abdullah, exasperado porque su sobrino parecía no dimensionar el significado de esas palabras—. Cuando lleves el rescate terminarán contigo. No permitiré que seas tú el que lo lleve.

—Pareces no comprender, tío —expresó Kamal, con parsimonia—. No tengo intenciones de esperar a que vuelvan a comunicarse ni a llevar ningún rescate. Ya lo he decidido: parto ahora mismo hacia Jordania. Iremos en mi jet. Llevaré algunos de tus hombres y armas.

—¿Que harás qué? —se pasmó Jacques, y Abdullah lo miró con ojos desorbitados, incapaz de replicar—. No tienes idea de lo que dices —se quejó Méchin—. Careces de un plan, esto es un arrebato que podría costarte caro. No sabemos ni siquiera si esa información es verdadera. Por otra parte, ¿qué sucederá si los secuestradores se ponen nuevamente en contacto y tú no te encuentras allí? Podría ser terrible para la vida de Francesca.

—Espero llegar a Francesca antes de que Abu Bark vuelva a ponerse en contacto conmigo.

—No harás nada de eso —se empecinó Abdullah—. No permitiré que el próximo rey de Arabia sacrifique su vida.

—Nada que digas me hará cambiar de opinión.

Méchin no intentó contradecirle, bien conocía lo tozudo que podía ser en ocasiones. Abdullah, en cambio, no se resignaba.

—¡No lo permitiré!

—No sé cómo pretendes impedirme que haga lo que estoy decidido a hacer —se plantó Kamal, y a punto de refutar, Abdullah se calló a pedido de Méchin.

—¿Por qué no dejas que sean los hombres de tu tío quienes se encarguen de sacar a Francesca de allí? Ellos son profesionales preparados.

—Yo también —replicó Kamal—. ¿O te olvidas de que, al regresar a Arabia, pasé cinco años en la Escuela Militar de Riad?

Nada lo disuadiría. Tanto Abdullah como Méchin habían aceptado que resultaba vano polemizar.

—Quiero hablar con Abdel —manifestó el secretario de Inteligencia—. ¿Dónde lo tienes?

—Lo mandé encerrar en un calabozo, como medida preventiva, más por su protección que por miedo a que escape. Desde que traicionó a un terrorista como Abu Bark, su vida no vale dos centavos.

—Bien —dijo Abdullah—. Haré que lo traigan y, sobre la base de su información, diseñaremos un plan.

Abdel no levantó la vista mientras lo interrogaban. Al final, se animó a dirigirse a Kamal:

—Usted no debería presentarse en público, alteza. Los hombres de Abu Bark lo siguen a todas partes. Probablemente nos hayan visto conversar en la puerta de su casa.

Kamal permaneció en silencio, con la mirada perdida. Un momento después, expresó:

—Jacques, llama a mi cuñada Zora y a mi hermana Fátima. Diles que se presenten en el viejo palacio usando los tacos más altos que tengan y que traigan dos abaayas extras.

Abu Bark se encontraba en su recámara meditando la conveniencia de contactar esa misma tarde con el príncipe Kamal. Uno de sus colaboradores consultaba telefónicamente el saldo de su cuenta en Zurich, mientras otro, también telefónicamente, concretaba una cita con un famoso mercader de armas belga. Abu Bark se movió bruscamente cuando Bandar entró en la recámara sin llamar; parecía preocupado.

—¿Qué ocurre? —preguntó, y se quitó los lentes de mal modo.

—Katem acaba de ponerse en contacto. Hace unas horas, alguien abordó al príncipe Kamal en la puerta de su casa.

Abu Bark se puso de pie y miró fijamente a su subalterno. Podía tratarse de un hecho sin importancia como de uno de extrema gravedad. Los traidores nunca faltaban cuando había tanto dinero en juego.

—¿Pudieron determinar de quién se trataba?

—Iba completamente embozado —explicó el hombre.

—¿Qué más sabes?

—Entraron en el edificio y conversaron por algunos minutos. Después salieron, se subieron al automóvil del príncipe Kamal y se dirigieron al viejo palacio del rey Abdul Aziz. Hasta el momento, no los vieron salir.

—Quizá lo hicieron por la parte trasera —sugirió Abu Bark.

—Todas las entradas se hallan custodiadas. Hubo poco movimiento de entradas y salidas: un par de mujeres, que, según averiguaron, se trataba de la cuñada y la hermana del príncipe, y unos proveedores de artículos de librería. Nadie más. Los proveedores dejaron las cajas y salieron con las manos vacías. Las mujeres también abandonaron el palacio una hora más tarde.

Abu Bark despidió al subalterno y volvió a recostarse entre los cojines. Cerró los ojos y meditó. A lo largo de su vida había aprendido muchas lecciones, pero dos habían sido de gran utilidad: la primera, no existían las coincidencias; la segunda, siempre debía confiar en su instinto. No le gustaba el encuentro del príncipe Al-Saud con un hombre que no quería mostrar su rostro. Se puso de pie y llamó por radio a su segundo en el mando, Kalim Melim Vandor. Kalim era palestino y odiaba a los judíos más que el propio Abu Bark. De contextura alta y maciza, el aspecto malévolo se lo confería un parche en el ojo izquierdo, perdido en la Franja de Gaza tiempo atrás a causa de la esquirla de una granada.

—Kalim —expresó, con firmeza—, debemos abandonar Petra dentro de las próximas horas. —El terrorista lo contempló con una mueca de confusión, y Abu Bark se impacientó—: Existe la posibilidad de que el príncipe Al-Saud ya conozca nuestra ubicación.

—¿Qué haremos con la muchacha argentina? ¿La llevaremos con nosotros?

—Nos desharemos de ella-decidió Abu Bark—. Ya no la necesitamos. Primero organiza a los hombres que enseguida nos encargaremos de ella.

Kamal y Méchin terminaron de quitarse las abaayas de Fátima y Zora y se acomodaron en las butacas del jet Lear. Minutos después, el avión despegó. Volaban rumbo a Jordania junto a la élite de agentes de la Secretaría de Inteligencia. Méchin miró de reojo a Kamal y pensó: «Lo mantiene en pie la adrenalina. No entiendo cómo resiste, hace más de un día que no come ni bebe ni duerme». Kamal, sin embargo, lucía despabilado, pletórico de energía.

Antes de que Kamal, Méchin y sus hombres dejaran Riad, Abdullah había telefoneado a su par en el Reino Hachemita de Jordania, cuñado del rey Hussein II, con el cual mantenía un trato casi amistoso. Enterado de la posible existencia de facciones terroristas antisemitas en sus dominios, el rey Hussein ordenó prestar colaboración al reino saudí para exterminarlos. No amaba a los judíos, pero la situación de por sí delicada con Israel se complicaría inútilmente si salía a la luz que el famoso Abu Bark se ocultaba en su país. El jet aterrizó en una pista privada al sur de Jordania. A Kamal y a su grupo lo aguardaban diez hombres del ejército del rey Hussein. Mientras se sucedían las presentaciones, los agentes saudíes descargaban las armas de la bodega del Lear: fusiles máuser, metralletas británicas Sterling y rifles Fal. El jefe jordano les señaló la entrada a una tienda de campaña, donde encaró sin rodeos al agente saudí a cargo de la misión y al príncipe Al-Saud.

—¿Qué nivel de probabilidad existe de encontrar a Abu Bark en Petra? Me refiero, ¿hasta qué punto es fiable la fuente que reveló este dato?

—No podemos saberlo —aceptó Kamal, sin inmutarse ante el gesto del militar—. Pero existen otras circunstancias y datos que nos hacen pensar que la información acerca de Petra es cierta. Es con lo único con lo que contamos. Debemos correr el riesgo.

—En el depósito del barrio de Melazía en Al Aqabah no se encontró a nadie, aunque me aseguran que al menos una veintena de personas habitó ese lugar días atrás. Hallaron restos de comida, colchones, ropa, publicaciones recientes. Nada que pueda ayudarnos.

—De todos modos —dijo el agente saudí—, podríamos inferir que en Petra nos enfrentaremos a una veintena de hombres.

—Es un supuesto muy arriesgado —interpuso el jordano—. Lo cierto es que no sabemos con cuántos hombres nos enfrentaremos.

—O si nos enfrentaremos con hombre alguno —añadió Méchin, pesimista desde un principio y con poca confianza en la extemporánea confesión de Abdel.

—Según me informaron ésta es una operación de rescate —manifestó el militar jordano, y Kamal asintió.

—Se trata de un miembro de la embajada argentina —explicó el agente saudí, mientras le pasaba algunas fotografías de Francesca—, una mujer de veintiún años secuestrada hace dos días por gente de Abu Bark. Queda poco tiempo antes de que se dé aviso a las autoridades de su país y se desencadene el escándalo. La operación no puede fallar, debemos recuperarla con vida.

El militar jordano no quiso seguir indagando más allá de las dudas que le suscitaba la misión. Ante todo lo inquietaba que un miembro de la dinastía saudí estuviera haciéndose cargo. ¿Por qué tantas molestias por una argentina? Calló, acostumbrado a obedecer, y la orden de su superior había sido: «Hagan desaparecer a Abu Bark y a su gente». Que hubiera una mujer en medio no cambiaba el objetivo. Se acercó a una mesa y extendió el mapa de Petra.

—Petra es un descubrimiento arqueológico que permanece oculto para la gran mayoría. Es una ciudad-fuerte, protegida por las montañas, simulada en medio de la roca. Como pueden ver, se emplaza en un valle entre los riscos, lo que le permite permanecer a resguardo. La entrada de más fácil acceso es la conocida como el camino del Siq —informó a continuación, y señaló un punto al sudoeste del mapa—, un laberinto cavado en la roca viva que lleva directamente al corazón de la ciudad frente al templo más importante conocido como Khazneh, situado aquí. En estas circunstancias, es imposible acceder por el Siq, quedaríamos expuesto al ataque de los terroristas en caso de que se hallasen apostados de guardia en el techo del Khazneh. Nos verían sin dificultad, y sería una trampa mortal pues no tendríamos cómo protegernos.

—¿Cuál es la mejor vía de acceso entonces? —se impacientó Kamal.

El jordano salió de la carpa y reapareció segundos más tarde acompañado de un beduino.

—La tribu de Amir ha vivido por siglos en esta parte del reino y es de las pocas que conoce Petra. Asegura que puede guiarnos al interior de la ciudad por otro camino más arriesgado, por cierto, pues debemos escalar los riscos.

—Mejor —intervino el agente saudí—. Si como usted indicó, Petra se encuentra en un valle, desde esa ubicación tendremos una visión estratégica del lugar.

—Accederemos por el Este —prosiguió el militar—, por la zona de El-Deir, un templo parecido al Khazneh. Desde allí avanzaremos bordeando la ciudad desde las alturas. Si es cierto que Abu Bark se encuentra en Petra, debe de tener gente custodiándola. En esa posición, nuestro objetivo será capturar a algún guardia que nos conduzca a él. Petra es famosa por sus escondites y laberintos bajo tierra; sin alguien que nos indique el camino, no encontraremos jamás a Abu Bark y a la muchacha. No nos quedan muchas horas de sol. Debemos comenzar a movernos. Usted, alteza, puede aguardarnos aquí en el campamento junto a su amigo.

—Coronel, no tengo intención de permanecer aquí sino de formar parte de la misión. Y no perdamos tiempo discutiendo sobre este punto, es inútil —concluyó, y se calzó el cuchillo y su Mágnum en el cinto.

El jordano se cuadró y abandonó la tienda a paso rápido.

—Yo también iré contigo —anunció Méchin.

—No —dijo Kamal.

—Has sido mi responsabilidad desde que eras un niño. No pretendo abandonarte en uno de los momentos más peligrosos de tu vida. Además, soy un hombre ágil y joven todavía, ¿o te olvidas que alguna vez fui de los mejores soldados de tu padre?

Montaron a caballo hasta las inmediaciones de Petra; no usarían los jeeps para evitar el ruido de los motores. Se trataba de un grupo de veinte hombres fuertemente armados, que conducían a sus caballos en silencio, escudriñando el entorno con desconfianza. Kamal se sentía mejor, al menos estaba haciendo algo. Las eternas horas en el despacho de Mauricio lo habían debilitado. En ese momento, mientras el caballo aceleraba el galope y se ponía al frente del grupo, él vibraba de emoción. «La recuperaré con vida o esto será lo último que haga», se juró. Siguieron cabalgando hasta alcanzar el oasis Al-Matarra, que tomaba su nombre del uadi que lo recorría.

—Aquí dejaremos la caballada —explicó el militar jordano— y continuaremos a pie hasta los riscos. Debemos llegar en media hora.

En ese punto de la misión, Amir, el beduino conocedor de la zona, se convirtió en pieza clave, y los guió con una certeza que evidenciaba su baquía. Al pie de las estribaciones aseguraron armas y cuchillos, y emprendieron la subida, en un principio, sin mayores esfuerzos gracias a la suave inclinación del macizo y a las sinuosidades que convertían al sendero en una escalera natural. A medida que avanzaban, sin embargo, la ladera se tornaba abrupta y peligrosa. En un punto cercano a la cima, que el beduino llamó «La tumba del león», un nicho prolijamente esculpido en la piedra de donde salían y entraban lagartijas de variados tamaños y colores, marcó la referencia que el guía buscaba: se hallaban a un paso de El-Deir. A partir de allí, la escalada se tornó casi vertical.

Alcanzaron un portillo que parecía una herida abierta en el risco y, a una seña del beduino, lo penetraron. Era un túnel de poca longitud luego del cual avistaron la fachada colosal, casi inverosímil del templo El-Deir. Antes de descender y cruzar el terreno abierto que los separaba del templo, el coronel jordano envió a dos de sus hombres a inspeccionar los alrededores, mientras ellos permanecían guarecidos en la parte final del túnel. Los agentes dieron la venia, y el resto del grupo salió del escondite y se aproximó a El-Deir. Kamal estimó que la fachada debía de medir alrededor de cincuenta metros de altura; lo sobrecogieron la imponencia de las columnas y la belleza de los frontispicios de estilo griego.

—Hasta aquí llego yo —manifestó el beduino al militar jordano—. Deben entrar por ese boquete —dijo, y señaló una hendidura a la izquierda de la fachada del templo— que los llevará a la parte central de Petra.

El boquete encerraba una escalera esculpida en el corazón de la montaña que los condujo nuevamente a la cima desde donde dominaron, esta vez, la parte central de la ciudad. El corazón de Kamal latía fuertemente seguro de que Francesca se encontraba en algún punto de ese pueblo fantasma.

Se repitió la acción de momentos antes: el coronel envió a los mismos hombres a reconocer la zona con la advertencia de que si no se habían topado con los terroristas en las cercanías de El-Deir, era probable que ocurriera en esta parte. «Si es que los terroristas se encuentran aquí», se desanimó Méchin, que sólo escuchaba al viento y veía reptiles multicolores. Al poco, regresaron los agentes jordanos.

—En un macizo de riscos, aproximadamente a quinientos metros al Este, avistamos a un hombre. Llevaba una metralleta y un cuchillo Bowie en el borceguí.

Se organizó la avanzada. El grupo se dividió en cuatro para asaltar al terrorista, que reaccionó cuando los agentes estaban encima de él.

—¿Dónde está el resto de la guardia? —lo increpó el coronel jordano, mientras otro le retorcía los brazos en la espalda.

—Estoy solo —aseguró, entre gemidos.

—Mientes —expresó el coronel, y le quitó el cuchillo del borceguí—. Te voy a destripar con tu propio cuchillo si no me dices dónde están tus compañeros de guardia. —Y ante la reticencia del hombre, el jordano le abrió un surco en la mejilla—. ¿Quieres que siga o prefieres decirme dónde están?

Cedió. Minutos después llamaba a su compañero desde un promontorio en el macizo. El guardia salió de su escondite, una gruta en la roca en la otra orilla del uadi y se sorprendió al columbrar la herida sangrante en la mejilla del otro. Le preguntó qué le había sucedido haciendo gestos con las manos. Por fin, le indicó que se acercaría a socorrerlo. No logró llegar: metros antes, un agente saudí lo sorprendió por detrás y lo degolló.

—¿Dónde está el resto de la guardia? —insistió el coronel.

—Ya no quedan más —respondió con acento nervioso y la vista en el cuerpo exánime de su compañero—. No quedan más, lo juro.

—Guíanos hasta tu jefe. Y quítate de la cabeza la idea de dar aviso: antes de que alguien pueda siquiera reaccionar, te arranco la yugular. —Y le apoyó la punta del cuchillo en el cuello.

Francesca no había muerto. Lo supo al sentir la arena del piso en la mejilla. El olor a humedad de la celda se había intensificado y, junto con él, las náuseas. Posó la mano sobre la parte baja de su vientre, dura como piedra. La atacó una puntada profunda que le pareció eterna y que la obligó a ovillarse y a gemir. Se largó a llorar, consciente de que algo andaba mal con su bebé. Recordó la paliza de aquel siniestro hombre, lo que le había dicho, la llamada telefónica a Kamal, la voz desesperada de él. Las imágenes se sucedían con claridad ahora que el efecto de la droga había pasado.

Debía escapar de allí, no permitiría que dañaran a su hijo o a Kamal. Logró levantarse del suelo y estudiar el entorno. Aquello parecía una caverna, un hueco toscamente abierto en la roca viva y, aunque se encontraba segura de su cordura, le costaba creer que aquello estuviera sucediéndole.

De todas maneras, en ese momento de nada servía conocer los detalles ni las razones de aquella pesadilla. Sólo debía buscar el modo de huir. Escuchó voces y se asomó por el ventanuco de la puerta: dos hombres se aproximaban a paso rápido; uno era el que la había golpeado; el otro, alto y macizo, con un parche en el ojo izquierdo, la estremeció de pánico. Hablaban en árabe y, por el tono empleado, imaginó que discutían. «¡Que no entren aquí!», deseó en vano, porque se pararon frente a su puerta y la contemplaron entre las barras de la ventanilla. Francesca retrocedió.

—Está despierta —comentó Abu Bark—. Nos desharemos de ella ahora mismo; no es necesario que la llevemos al nuevo escondite.

Abrieron la puerta y la hallaron en un rincón, cerca del catre. Los sorprendió su actitud, similar a la de una fiera acechada. Sus ojos negros, fijos en ellos, parecían lanzar llamaradas de odio y furia. «No me entregaré sin luchar», amenazaban. Kalim la admiró por eso; no lloraba ni suplicaba. Desenvainó su cuchillo y se aproximó tratando de someterla con la mirada aviesa, como si deseara hipnotizarla. Francesca se replegó hasta que dio con la pared y buscó interponer el camastro entre ella y el hombre del parche.

—Ven aquí, niña —dijo Kalim.

Francesca se movió hacia el costado en dirección a la puerta abierta: si lograba alcanzar ese extremo de la celda no le resultaría difícil dejar por tierra al otro tipo y escapar. La sangre le fluía vertiginosamente en las venas y le insuflaba un vigor inusitado, había olvidado dolores y puntadas, y se encontraba dispuesta a enfrentar a un ejército para salvar a su bebé. Nadie osaría dañarla, ni a ella ni al hijo de Kamal. Kalim movió el cuchillo próximo a su rostro y la asustó. Jugaba con ella, la amilanaba para quitarle fuerzas y dominio de sí.

Se escuchó un griterío; luego, algunos disparos. Abu Bark se asomó al corredor y, antes de abandonar la celda corriendo, ordenó:

—Rápido, deshazte de ella.

Kalim volvió la vista a su presa y alzó una ceja con picardía.

—Parece que el destino me ha concedido los minutos que necesitaba para estar a solas contigo. —Y se pasó la lengua por los labios.

Aunque Francesca no le entendió una palabra, adivinó las intenciones del árabe sin dificultad.

Kamal había controlado su agitación sin interferir en el trabajo de los expertos. Pero después de haber atravesado oscuros laberintos guiados por el guardia, se desentendió del grupo comando, que intentaba reducir a los terroristas a la entrada de la caverna, y avanzó en busca de Francesca, convencido de que eso debía enfrentarlo solo.

También allí los pasadizos zigzagueaban, lúgubres y tenebrosos, apenas iluminados por antorchas empotradas en la piedra. Avanzó con incertidumbre, preguntándose si había elegido el camino correcto. Debió ocultarse en las sinuosidades de la pared y dejar pasar a otros terroristas, que alertados del fuego cruzado que se desarrollaba en el extremo opuesto de la caverna, corrían con las armas en las manos. Poco le importaban los terroristas, él sólo deseaba estrechar a su pequeña Francesca. Se negó a pensar en la posibilidad de que ya hubiera muerto y siguió adelante. Paradójicamente, fue la promesa que se hizo en vuelo hacia Jordania lo que lo tranquilizó y le permitió avanzar: o rescataba a Francesca con vida o no volvería a ver la luz del sol.

El cuchillo le molestaba ahora que se disponía a violarla. Kalim lo devolvió al cinto y avanzó con los brazos abiertos. Francesca se movió hacia uno y otro lado; por más que trataba de mantener la mente fría, la desesperación se apoderaba de ella con rapidez, consciente de que no escaparía del oso que tenía enfrente. Intentó evadirse hacia la puerta, pero el camisón se le enredó en las pantorrillas y cayó al piso. El árabe se le echó encima, la obligó a girarse y comenzó a manosearla y a besarla. Sintió el peso de un yunque sobre el pecho y, con el último aliento, gritó el nombre de Kamal.

Al príncipe se le agitó el corazón al escuchar a Francesca, y la llamó él también. Que siguiera gritando, le pidió, que lo guiara hasta ella, pero Kalim le tapó la boca y la levantó bruscamente, sujetándola por el cuello. El terrorista aguardó expectante, sopesando si contaba con tiempo para huir. La voz de ese hombre se escuchaba demasiado cerca. Un instante después, la figura imponente del príncipe Kamal se proyectó en la puerta.

—¡Suéltala! —ordenó, y lo apuntó con la pistola—. ¡Suéltala!

—¡Jamás! —pronunció Kalim.

—¡He dicho que la sueltes! ¡Hazlo o no podrán reconocer tu cadáver!

—¡Esta puta del demonio pagará caro sus atrevimientos! —vociferó el terrorista, y hundió levemente el puñal en el cuello de Francesca, provocándole un corte.

Kamal perdió la compostura al escuchar el alarido de Francesca y al ver el hilo de sangre que le escurría por el escote.

—Está bien, está bien —se apresuró a decir—. Pídeme lo que quieras, cualquier cosa, te la daré, pero no le hagas daño. Déjala —suplicó.

—Suelta el arma —ordenó.

Kamal arrojó la pistola a los pies de Francesca, que, a una indicación de su captor, la recogió del suelo y se la entregó. Kalim le apoyó el arma en la sien y le circundó torpemente el cuello con el brazo. La arrastró en dirección a la puerta y, al pasar cerca de Al-Saud, le asestó un culatazo en la frente. Kamal cayó de rodillas cubriéndose la cara. Francesca pegó un alarido e intentó quitarse los zunchos que le impedían arrojarse al lado de su amante herido. Fue un corto forcejeo: Kalim dejó caer la pistola y logró reducirla. Se la cargó sobre el hombro y abandonó la celda en dirección opuesta al lugar de donde provenía el fragor de las armas.

Kamal se incorporó lentamente y necesitó apoyarse en la pared; la habitación le daba vueltas, le zumbaban los oídos y un latido doloroso le martillaba la cabeza. Clavó la vista en un punto fijo y logró detener las vueltas vertiginosas, tomó una profunda bocanada de aire y controló el deseo de vomitar. «Está viva», pensó, y eso lo impulsó a lograr el equilibrio. Recogió la pistola y abandonó el lugar. Tambaleó un trecho y luego corrió guiado por la voz de Francesca, que le llegaba desde lejos y que poco después dejó de escucharse. A punto de caer en la desesperación y después de una pronunciada curva, avistó una luz al final del túnel.

Francesca estaba descalza y los guijarros la lastimaban. La luz del sol le atormentaba los ojos luego de tantas horas de agobiante oscuridad. La martirizaba la puntada en el vientre, el brazo del terrorista le apretaba el cuello y le impedía respirar normalmente; quería gritar, que Kamal la escuchase y viniera en su ayuda. ¿Y si el golpe en la frente lo había matado? Trató de zafarse, pero sólo consiguió enfurecer al árabe, que le gritó al tiempo que le mostraba el precipicio a sus pies: caminaban por una cornisa ancha sólo metro y medio, y el abismo debajo de ellos parecía no tener fin. El vértigo le provocó un escalofrío y la obligó a aferrarse a su captor. Siguieron avanzando. Ahora Francesca lo hacía con docilidad.

—¡Suéltala! —se escuchó por detrás.

Kalim volteó con cuidado: Kamal se hallaba a pocos pasos con el cañón de la pistola en dirección a su cabeza. Tomó su cuchillo y lo apoyó sobre la mejilla de Francesca.

—Un paso más y la degüello —amenazó.

—¡Déjala libre y te daré lo que me pidas! —propuso Al-Saud, y devolvió el arma al cinto.

Avanzó con precaución y Kalim comenzó a moverse hacia atrás.

—Estoy dispuesto a hacerte una oferta muy generosa. Sabes que puedo darte mucho dinero. Entrégame a la muchacha y te convertiré en un hombre rico.

—¿Cree que soy un traidor al igual que usted?

—Déjala, no tienes salida. En segundos los soldados jordanos estarán por doquier y no tendrás escapatoria. Te ofrezco mi ayuda si liberas a la muchacha. Te daré lo que me pidas, el dinero que quieras. Podrás dejar Arabia e instalarte donde desees.

—Saud y usted, los dos son unos traidores. Traidores a su raza y al Corán. ¡Pagará por tanto descaro! ¡Y ella es el precio que debe pagar!

—¡Quédate donde estás! —imploró Kamal—. No sigas caminando.

Kalim pisó un guijarro y resbaló. Al-Saud se lanzó sobre ellos y cogió a Francesca de las manos, que osciló en el precipicio. Kalim terminó sujeto a un saliente de roca y se tomó unos instantes para recuperar el aliento. Trepó con dificultad y consiguió ponerse a salvo en la estrecha cornisa. Pegó la espalda a la pared sinuosa y miró con espanto el abismo que se abría debajo de él. Dio media vuelta, probando el terreno antes de apoyar el pie con seguridad, hasta sentir la aspereza de la roca sobre la mejilla. Se escupió las manos y comenzó la escalada.

Presa del pánico, Francesca gritaba y sacudía las piernas en un intento desesperado por apoyarlas en algo firme, y sólo conseguía dificultar aún más la comprometida posición de Kamal. Las axilas le quemaban y presentía que las manos se le separarían del cuerpo por las muñecas. La situación se tornó inmanejable cuando Kamal avistó a Kalim que trepaba ágilmente, acortando la distancia que lo separaba de Francesca a una velocidad que no le daría tiempo a ponerla a resguardo.

—¡Francesca, escúchame! —pidió—. ¡Concéntrate en lo que voy a decirte! No voy a dejarte caer, ¿entiendes? No voy a soltarte, pero debes liberarme el brazo derecho.

—¡No puedo, Kamal, no puedo soltarte! ¡Caeré!

—¡Escúchame, Francesca, no pierdas la calma! Debes aferrarte con ambas manos a mi brazo izquierdo y permanecer tan quieta y pegada a la roca como puedas. No te dejaré caer, ten confianza en mí.

Francesca intentó calmarse. «No me dejará caer», pensó y, en un cambio veloz, se tomó con ambas manos del brazo izquierdo. Kamal sintió fuego en los músculos y un dolor lacerante que le llegó hasta el cuello, pero no se permitió lamentarse: con la derecha libre, empuñó la pistola y disparó repetidas veces en dirección a Kalim, que se soltó de las rocas y cayó al abismo. Se le mitigó la quemazón del brazo izquierdo cuando volvió a equilibrar la carga con el derecho, pero debieron pasar algunos segundos antes de que hallase fuerzas para subirla.

—Apoya los pies en los salientes de roca y ayúdame a subirte —indicó.

Las plantas de los pies le sangraban, pero Francesca no se daba cuenta. Trepó con resolución mientras Kamal la tiraba hacia arriba. Una vez en seguro, cayó inconsciente sobre el pecho de su amante.

Aún tendido en la cornisa, con la vista fija en el cielo del atardecer, Kamal sentía los latidos frenéticos de su corazón; el resto del cuerpo le había desaparecido. «Tengo que levantarme», se dijo, y tanteó la cabeza de Francesca.

La llamó repetidas veces, pero la joven no respondió. «Tengo que levantarme», insistió, y trató de incorporarse. Acomodó a Francesca en su regazo y comprobó que aún respiraba.

Kamal no tenía control sobre sus piernas; el hombro izquierdo le ardía y un mareo le dificultaba el equilibrio. Sentado contra el risco, buscó calmarse: cerró los ojos y respiró profundamente. El sonido seco y abrupto de un disparo lo llevó a actuar con rapidez e, instintivamente, cubrió a Francesca con su cuerpo. Levantó la cabeza en el momento en que un hombre caía a un paso de distancia con un puñal en la mano. Se dio la vuelta, desorientado, y se encontró con Jacques Méchin, que aún sostenía la pistola humeante.

—Era Abu Bark —aseguró el francés.