Capítulo Once

Mauricio dispuso la partida para el 2 de febrero. Los acompañaría el agregado militar, el teniente Barrenechea, interesado en un negocio de armas, y Malik, chófer de la comitiva. Francesca habría preferido a Kasem, pero Dubois se fiaba de él para dejarlo a cargo de la seguridad de la embajada.

Sara la impelió a permanecer en Riad; por ningún motivo debía encontrarse con Al-Saud, menos aún, convivir bajo su techo. La argelina se ofuscaba ante la sumisión de Francesca y le dirigía severas filípicas acerca de la naturaleza ladina y libidinosa de los árabes.

—Te tomará, te hará suya —insistía la mujer—. ¡Como que Alá es el único Dios y Mahoma su Profeta! Hablaré con el embajador, le confiaré mis sospechas, así te permitirá quedar en Riad.

—No harás nada de eso —ordenó Francesca—. Además, no sabernos si Al-Saud se encuentra en Jeddah. Estoy segura de que sólo nos presta su casa mientras él viaja por Europa. Estás ahogándote en un vaso de agua.

—Estará allí, esperándote —vaticinó Sara—. ¿Es que acaso no eres suficiente mujer para darte cuenta de que te desea?

Francesca hizo a un lado la maleta y se sentó en el borde de la cama. Presentía que Al-Saud se encontraba en Jeddah. Su cuerpo se estremecía de ansiedad al pensarlo. La envanecía imaginar que, en realidad, sólo la esperaba a ella. Los vaticinios de Sara no la molestaban, por el contrario, deseaba que fueran ciertos. De inmediato lamentaba semejante ligereza. «Soy una cualquiera», se reprochaba, pues nada de lo que experimentaba por el árabe se correspondía con el sentimiento puro que profesaba por Aldo; se trataba de una inclinación mundana y frívola, una atracción carnal, deseo de ser poseída, de pertenecerle.

—Supongamos que se encuentre allí —retomó Francesca— y supongamos también que es a mí a quien está esperando, ¿no crees que tengo principios morales y la voluntad que los sustenta para rechazar sus insinuaciones?

—No tienes idea con quién estás lidiando. Si ese hombre ha decidido que serás suya, ni tu voluntad ni tus principios podrán con eso. Te tomará y luego te abandonará. No confundas a este hombre con el jovenzuelo inexperto que dejaste en Argentina, Francesca.

El 2 de febrero, más temprano de lo previsto, iniciaron el viaje a Jeddah, una distancia de aproximadamente 800 kilómetros que Malik aseguró completar en un máximo de ocho horas; llegarían apenas comenzada la tarde. Al salir de Riad, el paisaje se tornó inhóspito, y la soledad y el silencio contagiaron a los ocupantes del vehículo. Kilómetros y kilómetros de arena ceñían el camino. A lo lejos, envueltas en una perenne nube de polvo, elevaciones de piedra rojiza irrumpían en la uniformidad amarillenta del contexto. De cuando en cuando se avistaban grupos de tiendas, camellos y beduinos, que pronto se perdían detrás del reflejo agobiante del sol sobre la arena. Barrenechea, el agregado militar, preguntó al embajador acerca de la condición actual de los beduinos y rompió el mutismo. Mauricio habló largo y tendido. Explicó también que el desierto que cruzaban se llamaba Hedjaz y que pronto ingresarían en la otra gran región de Arabia, el Nedjed, que se extiende a lo largo del mar Rojo y que constituye la zona más fértil del reino, en especial al sur, en el límite con Yemen. Mauricio también relató las batallas y peripecias que había afrontado el rey Abdul Aziz a fin de recuperar las tierras que su atávico enemigo, Ali bin Husein, le había quitado a su padre. Se remontó a la infancia de Abdul Aziz para referirse a la guerra civil que, en el siglo XIX, había dividido el reino de los wahabitas y obligado a los Al-Saud a exiliarse en Kuwait para no perecer a manos del clan de los Raschid. Detalló con minuciosidad la noche de la fuga, cuando, ocultos en bolsas de cuero sobre lomos de camello, los Al-Saud burlaron la persecución y alcanzaron el país vecino.

Casi al mediodía, en las cercanías de Zalim, una pequeña población de pastores y alfareros, se detuvieron en un parador misérrimo para cargar combustible y almorzar lo que Sara había preparado. Los hombres comían y conversaban. Francesca, inapetente a causa del calor y de la inquietud, se alejó a paso lento, haciéndose sombra con la mano mientras contemplaba los alrededores. Nada había cambiado desde la salida de Riad: arena, polvo, matorrales resecos y una ventisca irritante. Sin embargo, de pie frente a esa imponente vista, se sentía pequeña y abrumada.

Alrededor de las dos de la tarde, Mauricio informó que si tomaban el camino que doblaba a la derecha llegarían a La Meca.

—La Meca es la ciudad sagrada —habló Malik por primera vez—. Está prohibido el ingreso a todo aquel que no sea islámico.

Francesca miró a Dubois, que contemplaba la nuca del chófer con fijeza, molesto por la subrepticia advertencia.

—Lo sabernos, Malik —aseguró Mauricio un momento después—. Jamás osaríamos violar territorio sagrado.

El ambiente se tornó denso, y la incomodidad ganó el ánimo de todos, a excepción de Malik, que, impertérrito al volante, retornó a su silencio. Nuevamente Barrenechea, hombre de buen talante y risa fácil, se dirigió al embajador por cuestiones de trabajo, y pronto se disipó el fastidio y embarazo.

En las proximidades de Jeddah, la frescura del aire y el verdor desplazaban al desierto. La ruta de acceso, salpicada de barrios pobres y establecimientos industriales, ofrecía un espectáculo inusual de árboles, plantas floridas y extensiones de gramilla que hacían inconcebible la idea de que, a poca distancia, reinara el desierto tórrido.

—La finca del príncipe Kamal se encuentra en las afueras —explicó Dubois—. Ahora evitaremos la ciudad. No te desanimes, Francesca. Ya tendremos tiempo de recorrerla con motivo de las reuniones.

Ya en los dominios de la finca de Al-Saud, el automóvil recorrió un gran trecho sobre camino de pavimento, flanqueado de palmeras y de un entorno más bien agreste, antes de alcanzar la morada, que se erguía en medio de un cuidado jardín. La propiedad, completamente blanca, sobria y sin demasiada opulencia, era de tres plantas. Grandes ventanas de madera oscura, casi negra, sobresalían de la estructura como suspendidas en el aire, algunas de ellas cuadradas, otras de arco de medio punto, atiborradas de molduras e inscripciones cúficas. El techo plano, al estilo mediterráneo, coronado de almenas triangulares, le confería el aspecto de una fortaleza.

Se abrió la puerta principal que dio paso a un cincuentón de larga e impoluta chilaba blanca, con fez de colores vivaces. Mauricio le salió al encuentro, y se abrazaron fervorosamente. Francesca y el agregado militar se mantuvieron aparte. Tres muchachitos se hicieron cargo del equipaje y condujeron a Malik a la zona de las cocheras.

Dubois presentó a Sadún, el mayordomo de Kamal, a quien conocía desde hacía muchísimos años, según aclaró. El hombre se quitó el fez y balbuceó palabras de bienvenida. Luego, se dirigió a Mauricio en árabe.

—No los esperábamos hasta entrada la tarde. Esto no complacerá al amo Kamal.

—Salimos de Riad más temprano de lo previsto —se excusó Mauricio.

—Esta mañana tuvimos una grata sorpresa: la señora Fadila y las niñas llegaron de Taif. Pasarán unos días con nosotros.

—¿Están ahora en casa?

—Sí, y muy ansiosas por verte —agregó Sadún, y, con una seña, indicó que pasaran.

En el interior, la sobriedad de la fachada se convertía en exuberancia y lujo oriental. Una amplia y abovedada recepción, cuyas paredes de mármol rosa desplegaban tapices llenos de color y brillo, comunicaba con un gran recinto que simulaba una tienda beduina: del cielo raso colgaba una pieza de tela blanca prolijamente dispuesta que formaba largos pliegues desde el centro del techo hasta los cientos de puntos donde se tomaba en las paredes, adornadas éstas a su vez con cortinados de tafetán pesado y grueso. Alfombras persas cubrían por completo el piso. Una mesa de palisandro, baja y alargada, taraceada con marfil, descollaba en medio rodeada de almohadones, narguiles y sillones enanos. El aroma del sándalo, que se consumía en un pebetero de cobre, hacía muy placentera la estancia.

Un sirviente acompañó a Barrenechea, el agregado militar, a su habitación; Francesca y Mauricio siguieron a Sadún al harén. En el camino, Dubois le explicó que la palabra harén deviene del vocablo harâm, que significa prohibir; en ese lugar, apartado del resto de la casa, generalmente oculto detrás de un jardín, las mujeres permanecen sin la abaaya y, a causa de esta circunstancia, sólo puede ser visitado por otras mujeres o por mahrans, es decir, parientes varones con los cuales una musulmana no podría contraer matrimonio: padres, hermanos, tíos, abuelos.

—¿Y usted va a entrar, señor? —se extrañó Francesca.

—Abdul Aziz, el padre de Kamal, me consideraba su hijo, y como tal me anotó en el libro de la familia. Para los Al-Saud soy un mahran.

—¿Y este señor —insistió Francesca, muy impresionada, y señaló al mayordomo—, él puede entrar?

—Sadún es el eunuco del harén.

Cruzaron el jardín y se adentraron en una casa silenciosa y en penumbra. El aire olía a vainilla, un aroma dulzón y embriagador que armonizaba con el decorado. Francesca y Mauricio marcharon callados tras Sadún a través de un laberinto de vestíbulos y corredores. Detrás de una puerta ricamente trabajada, se hallaba una habitación que arrancó una exclamación a Francesca. Era circular, de techo abovedado, surcada por decenas de columnatas de fuste liso y delgado, y tenía en el centro una enorme alberca revestida de mayólicas celestes. Francesca se aproximó y descubrió en el fondo, a modo de pintura bizantina, un caballo blanco alado.

Sadún dijo unas palabras en árabe y abandonó el lugar. Francesca paseó la mirada y la detuvo en la bóveda atiborrada de molduras y ornamentos que variaban entre los rojizos, los dorados y los azules. En el centro, la luz se filtraba a través de cristales de colores y bañaba el sitio con su iridiscencia. Divanes tapizados en damasco, cojines de seda, alfombras, pequeñas mesas y aparadores completaban la decoración. La admiraron la pulcritud y la prolijidad. El mármol del piso y las mayólicas de las paredes brillaban en la tenue claridad.

—Te ha impresionado, ¿verdad? —escuchó decir a Mauricio, y, al notar cierta inflexión triste en su voz, Francesca se limitó a asentir sin mostrar mayor entusiasmo.

Entró una mujer ataviada con una hopalanda de gasa verde Nilo, cubierta, en parte, por largos cabellos negros que llevaba sueltos hasta la cintura. Escoltada por Sadún, caminaba con el porte de una reina, y un aura de luz parecía circundarla. Mauricio se le acercó prestamente y la abrazó. La mujer lo besó en la frente y le sostuvo el rostro entre las manos. Francesca habría permanecido horas observándola; había tal serenidad y feminidad en sus movimientos, como firmeza y orgullo en su expresión.

Um Kamal —dijo Mauricio, usando el modismo árabe por el cual a una mujer se la llama madre (um) de su primogénito.

—Querido Mauricio, qué alegría tan grande tenerle entre nosotros.

Dubois se volvió hacia Francesca y le pidió con un movimiento de mano que se aproximase.

—Le presento a mi asistente, Francesca De Gecco. Francesca, ella es la madre del príncipe Kamal, la señora Fadila.

La mujer le habló en perfecto francés para referirse a la hermosura de sus ojos negros y a la blancura de su piel. Francesca, intimidada por la mirada penetrante de Fadila, en la que supo reconocer a la del hijo, bajó el rostro y farfulló un gracias. Una algazara en la puerta principal anunció al grupo de muchachas y niñas que invadieron la habitación.

—¿Tantas esposas tiene el príncipe Kamal? —susurró Francesca a Mauricio.

—A pesar de sus treinta y seis años, Kamal todavía no ha tomado ninguna esposa, lo que exaspera a su madre. Las que ves son hermanas y sobrinas. En realidad, Fátima, aquélla en traje naranja, es su única hermana. Las restantes son medio hermanas y sobrinas, pero él las adora a todas por igual, y ellas a él.

Francesca sonrió, tranquila y contenta. Siguieron las presentaciones. Las jovencitas abrazaban y besaban a Mauricio, y le hablaban todas a la vez; las más niñas se le colgaban del cuello y le hurgaban los bolsillos. «Parecen tan felices», pensó Francesca, maravillada por la frescura e inocencia que irradiaban. De pronto se sintió vieja, y se apoderó de ella el fuerte deseo de quitarse el traje sastre, las medias de seda, los zapatos con taco, bañarse en la piscina y envolverse luego en un traje largo y holgado, de colores estridentes, como el que llevaban esas mujeres.

Le asignaron una habitación en la planta alta. Abrió la contraventana y salió a la terraza; no se escuchaba ni se veía a nadie; aquello parecía un templo. El sueño se apoderó de su cuerpo. Regresó al dormitorio, se quitó el traje sastre y, en enaguas, se recostó sobre la cama. Soñó que despertaba en la misma habitación y que, en medio de una bruma liviana, distinguía una figura de blanco, alta y maciza, que la observaba con fijeza. Le susurraba en una lengua extraña, mientras se le acercaba al rostro. Francesca apretó los ojos para no verlo.

Despertó confundida, preguntándose dónde se hallaba. Se incorporó en la cama y vio que era de noche. Tomó el reloj de la mesa de luz: las nueve. ¿Dónde estarían todos? La casa estaba en silencio. ¿Dormirían ya? Quizá la habían llamado a cenar y ella no había escuchado. Se trataba de una afrenta faltar a la mesa de un príncipe. De todos modos no sabía con exactitud si él se encontraba en la casa; Sadún y Fadila no lo habían mencionado o lo habían hecho en árabe.

Tenía un hambre voraz. Bajaría y, si en la sala se topaba con algún sirviente, le pediría algo para comer. Desechó el traje sastre, parecía un acordeón; eligió, en cambio, un vestido de lino rosa pálido con detalles en blanco. No intentaría nada con el cabello, no tenía tiempo; se quitó las horquillas y lo dejó caer pesada y libremente.

Una escalera al final de la veranda conducía al pórtico del jardín. Los tacos de sus sandalias retumbaban sobre el piso de granito y le crispaban los oídos; la oscuridad del jardín la asustaba y, sin mirar, caminaba deprisa hacia la luz que se filtraba por la puerta en el extremo de la galería.

Encontró a Al-Saud solo, con un libro en una mano y un extraño rosario de cuentas en la otra. Se quedó en el umbral, indecisa entre delatar su presencia o regresar a la habitación. Kamal levantó la vista y le habló con la seguridad y el desparpajo a los que la tenía acostumbrada.

—Señorita De Gecco, pase, por favor. Estaba esperándola. —Devolvió el libro a la biblioteca y se aproximó a la puerta; la tomó de la mano antes de preguntar—: ¿Durmió bien?

Francesca asintió como autómata, con un solo pensamiento: Al-Saud se hallaba en Jeddah, tal y como Sara había presagiado. ¿Por qué ese miedo? ¿Por qué esa falta de control? ¿Acaso no la había seducido la idea de encontrarlo? Respiró aliviada cuando le soltó la mano y le indicó un sillón enano.

—Lamenté no encontrarme en casa al momento de su llegada —dijo, y le alcanzó un vaso con una bebida blanca medio espesa—. Pruebe, es nuestro famoso labán. Mauricio me había dicho que llegarían alrededor de las siete de la tarde.

—Gracias —dijo Francesca, y tomó el vaso—. El embajador decidió emprender el viaje más temprano. Llegamos alrededor de las cuatro.

La bebida, similar a un yogur agrio, le crispó el gesto. Kamal sonrió y le retiró el vaso.

—Mejor le hago traer un zumo de frutas.

Al chasquido de sus dedos, apareció una sirvienta a la que se dirigió en árabe; segundos después, la muchacha regresó con un zumo de duraznos, que le quitó la acritud del labán.

—Sé que esta tarde le presentaron a mi madre —comentó Kamal, y se sentó frente a ella, con su rosario de abalorios que hacía juguetear entre los dedos—. Le ha causado una buena impresión, cosa difícil, le aseguro, pues se trata de una mujer especial. Mañana por la mañana la espera a desayunar en el harén.

—Su madre es muy amable, alteza, y me siento halagada por la invitación. De todos modos, debo consultarlo con el embajador; quizá mañana temprano me necesite para ir a la ciudad.

—Créame —habló Al-Saud—, Mauricio cancelaría cualquier reunión o compromiso antes de disgustar a mi madre.

Dubois y el agregado militar se presentaron en la sala, y Kamal se puso de pie para recibirlos. Les preguntó si se encontraban a gusto en sus recámaras. A continuación, abrió una puerta de dos hojas y entraron en el comedor, donde una mesa baja y angosta, de unos cinco metros de largo, los aguardaba con la cena. Se sentaron sobre almohadones y Kamal, en consideración al vestido de Francesca, le acercó un taburete. Dos jovencitas se personaron con más fuentes y sirvieron a los comensales, mientras Sadún escanciaba las copas. Francesca observó que escondían la mano izquierda detrás de la espalda y que, con gran agilidad, usaban sólo la diestra.

Dubois y Kamal tomaron la comida con los dedos; Francesca y Barrenechea cruzaron una mirada.

—Anímense-instó Al-Saud.

Barrenechea sonrió y tomó el estofado con la mano. Francesca, que no quería pasar por melindrosa, lo imitó. Hambrienta como estaba, disfrutó la comida, deleitando al príncipe que la animaba sirviéndole él mismo más abgush, hummus, alcuzcuz, pan de pita, quepi crudo o ensalada de berenjenas y castañas. Terminada la cena, cuatro muchachas provistas de pequeñas jofainas y toallas de hilo les lavaron y secaron las manos y les repartieron pétalos de rosas y jazmines que restregaron entre los dedos para quitar el vestigio de las especias.

Volvieron a la habitación que simulaba una tienda beduina donde los esperaban el café y las confituras. Pirámides de ciruelas, nísperos e higos blancos alternaban en medio de dátiles almibarados, frutas secas, baklava, kanafi y pastas finas. Kamal insistió a Francesca que probase el café de Moka, que definió como el mejor del mundo y, a pesar de encontrarlo espeso y fuerte, la joven aseguró que nunca lo había probado más sabroso. Al-Saud le echó un rápido vistazo y sonrió solapadamente.

Barrenechea agradeció la comida y, aduciendo cansancio, se retiró a dormir. Antes de imitarlo, Francesca preguntó a Dubois por los planes del día siguiente y se complació al saber que irían a Jeddah después del almuerzo. Kamal le indicó a una sirvienta que la acompañara hasta su dormitorio.

—¿Podrías prestarme tu estudio mañana por la mañana? —le pidió Mauricio, una vez que la joven dejó la sala—. Necesito trabajar con Francesca sobre algunos documentos.

—Te presto mi estudio —accedió Kamal—, pero no a Francesca.

Mauricio detuvo la taza de café a mitad de recorrido y lo miró.

—Mañana por la mañana, mi madre la espera en el harén para desayunar.

—¿Tu madre la invitó o tú se lo pediste? Estás loco si crees que Fadila la aceptará. Es una imprudencia.

—Fue mi madre quien la invitó. Yo no dije ni hice nada. —Después añadió de mal modo—: Estás celoso, la quieres para ti.

Mauricio se puso en pie de un salto.

—¡Otra vez con eso! Sabes que si una mujer te interesa es suficiente para que yo la vea como a una hermana. Después de tantos años, ¿por quién me tomas? ¿Por un miserable?

—Perdóname, Mauricio. Ya conoces mi endiablado temperamento.

Dubois recorrió la sala con la cabeza baja. Kamal sorbía lentamente el café y seguía sus pasos con la mirada.

—No sé adonde quieres llegar con mi secretaria —expresó Dubois—. Por tu posición, sé que no puedes tomarla en serio. Cavarías tu propia fosa si la hicieras tu mujer. Y no quiero que juegues con ella, es un ser delicado y sensible. —Reflexionó unos instantes y agregó con firmeza—: No te equivoques con Francesca, Kamal. Ya te advertí una vez: no es como las mujeres a las que estás acostumbrado.

—Lo sé —respondió Al-Saud en el mismo tono. Acto seguido cruzó la sala y alcanzó a su amigo, le puso la mano sobre el hombro y lo miró fijamente. Quizá debería contarle cuánto había hecho para tenerla cerca, lo que había sentido al verla la primera vez en la fiesta de la Independencia de Venezuela, la conmoción de su espíritu, la manera en que la había deseado. Sin embargo calló, reacio como era a desnudar los secretos de su alma.

—Esta tarde recibí telegrama de Jacques —dijo, y volvió al diván—. Llega en dos días, acompañado por Le Bon y su hija. Vienen de Jordania y terminan su viaje en Jeddah.

—Es una pena, pero ya habremos dejado tu casa para cuando lleguen. Mis asuntos aquí no me llevarán mucho tiempo.

—Pues tomarás unas pequeñas vacaciones y pasarás unos días conmigo. ¿Cuánto ha pasado desde nuestra última cabalgata por la playa? Además, en dos semanas vendrán mis abuelos al oasis y se ofenderán al saber que te has ido sin verlos.

Una sirvienta la guió por el laberíntico harén, que ya no permanecía silencioso: voces, risas, los gorgoritos de una niña al cantar, el llanto de un bebé y el chirriar de pájaros surcaban los pasillos. Frente a la puerta, los sonidos se hicieron aún más intensos. Con un sutil empujón, la sirvienta la obligó a entrar en el recinto de la piscina, donde varias muchachas se paseaban desnudas o se bañaban. Niños y niñas, desnudos también, correteaban entre las columnas. Sadún, el eunuco, trenzaba el cabello de Fátima y le susurraba. Una mujer amamantaba a su bebe, mientras una jovencita le depilaba las piernas.

Su impulso fue salir, pero la sirvienta se mantuvo firme en la puerta y le habló en árabe con dulzura. La tomó del brazo y la condujo hasta una banca llena de trajes, toallas, alhajas, potes y frascos. Nadie la miraba, como si no existiera o como si fuera una de ellas. El tenue vapor que se levantaba de la alberca, atravesado por rayos de luz que se filtraban por la bóveda, otorgaba un aspecto fantástico e irreal a la escena. No parecían perturbadas por la presencia de Sadún, que ya había abandonado a Fátima y masajeaba con aceite el vientre de una mujer embarazada. En la piscina, las muchachas se lavaban el cabello, se enjabonaban la espalda o cotilleaban apartadas en las escalinatas. El aroma del aceite mezclado con el de los jabones y champúes, se acentuaban por el calor. Peces de bronce distribuidos en el borde renovaban el agua de la alberca y producían un sonido monótono que adormilaba. A nadie le apremiaba el tiempo; retozaban o descansaban sobre el piso tibio como si fuesen dueñas de los siglos, como si los minutos equivaliesen a horas.

Francesca no prestó resistencia cuando la desnudaron entre dos sirvientas; la relajaba el contacto de esas manos sobre su piel, y la hipnotizaba la voz de una niña que entonaba una melodía cadenciosa y acompasada. La condujeron a la piscina y no se escandalizó cuando Sadún se acercó para hablarle.

—Sumérjase por completo —indicó el eunuco en un mal francés, y la animó a entrar—. Está tibia.

Caminó en el agua con lentitud, mirándose los pies y, una vez en el centro, volvió a encontrarse con el caballo alado. Cerró los ojos y permaneció algunos segundos sumergida, Al salir, mientras el agua se le escurría por el rostro y una brisa fresca le contraía los pezones, tomó conciencia de que el barullo había cesado y de que los ojos negros y profundos de las árabes se posaban en ella. Las muchachas que la habían desvestido le pidieron que se acercase a las escalinatas. Una se encargó del cabello y la otra le masajeó el cuerpo con una esponja vegetal. Entregada, sin dominio de sí, se dejó lavar, incluso las partes íntimas, que las muchachas trataban con habilidad. Había pétalos flotando en la superficie y el vapor olía a rosas. Las demás proseguían con sus faenas y ya no la miraban. No quiso preguntar por la señora Fadila, incapaz de romper el letargo que la envolvía.

La vistieron con túnicas, le pusieron sandalias de taco bajo, le remarcaron los ojos con khol, le pintaron los labios de rojo, la perfumaron con aceites, y Sadún le secó y trenzó el cabello.

—Mi señora Fadila desea verla ahora, señorita —indicó el eunuco, mientras le cubría el rostro con un velo de gasa.

Entró en una habitación amplia y bien iluminada, de paredes cubiertas con azulejos multicolores y piso alfombrado. En el extremo opuesto, Fadila, recostada sobre un diván, la contemplaba de arriba abajo.

—Estaba esperándote. Eres ciertamente hermosa —dijo, al desvelarle el rostro—. Sadún, sírvenos el desayuno, por favor.

Tomaron asiento cerca de la ventana que, por dar a un jardín interno del harén, no tenía rejas. Sobre una mesita circular estilo inglés, el eunuco colocó una bandeja con el servicio de té.

—Té, café o chocolate —ofreció.

—Chocolate —aceptó Francesca.

—¿Te han molestado las muchachas? —quiso saber Fadila, una vez que se quedaron a solas.

—¡Oh, no, señora! En absoluto.

—Les pedí que no lo hicieran y que te dejaran disfrutar el momento. La idea de tener a una mujer blanca en el harén las había alterado y temí que te atosigaran a preguntas, en especial mi hija Fátima, siempre ávida por saber de tu mundo. ¿Cómo te has sentido? Pensé que rechazarías la idea de tomar un baño antes de reunirte conmigo. Debes saber que para nosotras es un acto de hospitalidad.

—Lo confieso: en un principio sentí pudor y estuve a punto de marcharme, en especial al ver a Sadún.

—Comprendo. Ustedes las cristianas tienen un concepto del recato muy distinto al nuestro. Cuando yo era pequeña, un francés amigo de mi padre solía pasar algunas semanas de vacaciones en nuestro campamento con sus dos hijas, casi de mi edad. Yo no salía de mi asombro al comprobar que, pese a recibir una buena educación, las niñas ignoraban cuestiones básicas. Por ejemplo, desconocían que en algún momento les llegaría el sangrado menstrual; menos sabían acerca de lo que un marido esperaba de ellas en la cama. No sé qué historia de cigüeñas sacaban a relucir. Cuando les contaba lo que yo sabía, me miraban con ojos desorbitados y replicaban que ellas jamás harían eso. Para nosotras, las cuestiones relacionadas con el cuerpo son naturales y hablamos de ellas con nuestras madres, abuelas y tías desde que somos pequeñas. ¿Por qué sienten tanto resquemor por algo que, finalmente, vive con ustedes, algo que es parte de su naturaleza?

Francesca se tomó un momento antes de contestar, pues, a decir verdad, jamás se había detenido a analizar por qué el sexo y el cuerpo representaban al demonio. A su madre, por ejemplo, no le gustaba hablar del tema; carraspeaba, se ponía roja y evitaba mirarla. Terminó por informarse en el colegio, entre las compañeras. De dónde sacaban la información que con tanta seguridad le transmitían era algo en lo que jamás había reparado. Las hermanas del Sagrado Corazón se limitaban a hablar de la pureza inmaculada y la virginidad de María, de la malicia de los hombres que constituían la perdición de las mujeres y de la bendición de convertirse en monja. La relación de Sofía y Nando no echó demasiada luz a su ignorancia supina; ya fuese por vergüenza o por pudor, Sofía se esmeraba más en los detalles románticos y platónicos que en los carnales y pasionales, y ella, por prudencia, no ahondaba. Siempre quedaba con la duda, segura sólo de una cosa: debía de tratarse de algo placentero, pues, cuando Sofía regresaba de sus encuentros con Nando, sonreía inconscientemente y los ojos le chispeaban. No obstante, a la hora de imaginarse su primera vez, Francesca apretaba las piernas y tragaba con dificultad.

—Supongo que el problema radica en nuestra religión —dijo, por fin—. El catolicismo venera la virginidad de María, la madre de Cristo. Es como si su santidad y mérito radicasen en el hecho de ser virgen.

—Pero tuvo un hijo —objetó Fadila.

—Sí, pero por obra y gracia del Espíritu Santo, sin la intervención de hombre alguno. Por eso se mantuvo virgen.

—¿Y tú que piensas, Francesca? No acerca de María y su virginidad, sino sobre el sexo.

—Es la primera vez, señora, que alguien me dice la palabra sexo sin bajar la voz ni ponerse colorado. A pesar de mis veintiún años, no sé mucho sobre el tema, lo admito, pero no es fácil informarse en el lugar de donde yo provengo. —Sonrió antes de agregar—: Jamás había hablado tan abiertamente, con tanta libertad.

—Libertad —repitió Fadila, y se quedó callada—. Ni ustedes las occidentales, ni nosotras las orientales hemos conseguido ser verdaderamente libres. Los siglos pasan y aún continuamos sumidas en la esclavitud.

—¿Lo dice por vivir dentro de un harén?

—No, en absoluto. No me refería a una esclavitud física pues, de una u otra manera, todos los seres humanos tenemos el espacio limitado, y para las árabes nuestro espacio lo representa el harén, como para ti lo será tu casa, como para tu país lo serán las fronteras que lo delimitan. Para mí —retomó—, harén significa familia. Es mi casa, mi santuario, el lugar donde parí y vi crecer a mis hijos, el sitio donde aguardaba anhelante la llegada de mi esposo, y donde algún día, le ruego a Alá por ello, veré corretear a los hijos de Kamal y de Fátima, y, por qué no, a los de Mauricio, de tanto en tanto. No te dejes influir por las ideas erradas que Occidente tiene del vocablo harén; inevitablemente lo relacionan con lujuria y excesos. ¿Has visto aquí alguna clase de exceso? ¿Hubo algo que perturbó tu moral o tus principios? —Francesca se apresuró a negar, más allá de que la imagen de esos cuerpos desnudos que se paseaban por la habitación de la piscina, aún la confundía—. Aquí somos más libres que en cualquier otro sitio —prosiguió Fadila—, éste es nuestro mundo y mandamos a gusto y placer. Los hombres respetan eso y no se inmiscuyen. Es fuera de estas paredes donde no tenemos libertad, al igual que ustedes.

Se mantuvieron cavilosas: Francesca, que en realidad se sentía mil veces más libre que una árabe, no sabía qué decir, y Fadila deseaba conversar sobre otro asunto.

—Mauricio dice que eres una excelente asistente, muy inteligente y capaz.

—Me gusta mucho mi trabajo, señora. Si es cierto que me desempeño bien no hay mérito en ello, ya que disfruto trabajando.

—De eso se trata, de ser felices, y me alegro de que tú lo seas.

Francesca no quiso profundizar en el tema de su felicidad, que lejos se encontraba de la plenitud. El trabajo se había convertido en un paliativo, pero nada tenía que ver con la dicha de un año atrás en brazos de Aldo.

—Conozco a Mauricio desde que tenía ocho años —prosiguió la mujer—, poco tiempo después del accidente donde perdieron la vida sus padres, y puedo asegurarte que nunca lo había visto tan saludable y contento.

—El embajador encuentra en ustedes la familia que perdió hace tanto tiempo —expresó Francesca—. Estar con ustedes le agrada más que cualquier cosa.

—Sí, es cierto; Kamal ha sido para Mauricio un hermano y mi esposo y yo, sus padres. Sin embargo, ahora lo encuentro radiante, con un brillo en la mirada que no le conocía.

Francesca, sin nada que añadir, agradeció la intervención de Sadún que llamaba a su señora a orar.

A Kamal le gustaba consentir a sus hermanas y sobrinas cuando se hospedaban en su casa. Pasó la mañana en el zoco de Jeddah, más moderno y completo que el de Riad, comprando ropa, alhajas, perfumes y juguetes. Un entusiasmo inusual le sacudía el ánimo; caminaba por las callejas del mercado sorteando vendedores, bultos y mujeres, e impulsado por una energía que no había experimentado anteriormente, nada lo contrariaba y sonreía con facilidad. Puso especial cuidado en la elección de un traje de amazona y debió recorrer varios puestos de flores para conseguir un ramo de camelias blancas. Sus guardaespaldas lo seguían de cerca, cada uno con una montaña de paquetes. De regreso en la finca, Sadún ayudó a los hombres y, entre los tres, llevaron los regalos al interior de la casa.

—Los quiero en el harén —ordenó Kamal al mayordomo, al tiempo que tomaba por su cuenta una bolsa y el ramo de camelias—. Y que no los abran hasta que yo llegue.

—Deberá ir pronto, señor; de lo contrario, hallará cajas vacías y papeles arrugados.

Lo recibieron con un alegre jolgorio, y no encontró diferencia entre el comportamiento de las adultas y el de las niñas: lo perseguían y le suplicaban que les indicara qué paquete correspondía a cada una.

—¡El mío primero! —pedían a coro.

Kamal alzó en brazos a Yashira, su sobrina dilecta, que se le aferró al cuello y lo besó en la mejilla.

—Ayúdame a repartir los regalos, Yashira.

—Primero el de Um Kamal —sugirió la niña.

Fadila, que, apartada, escribía a su hermana en El Cairo, levantó la vista y bajó sus gafas hasta la punta de la nariz.

—Ven, Um Kamal—llamó Yashira—, recoge tu regalo.

Al-Saud se solazó observándolas mientras se disputaban las prendas, las botellas de perfume y las joyas; como niñas, medían quién había resultado más afortunada en la distribución, enfrascadas en una eterna disputa en la que no lograban acordar cuál era el obsequio más costoso y cuál el más hermoso.

Aunque sonreía, un pensamiento triste ensombrecía a Kamal al preguntarse qué sería de aquellas mujeres, las mujeres de su familia, tan ajenas al mundo real y a los problemas que acosaban al reino, si algo llegara a quebrar la burbuja en que vivían. Algunas madres y abuelas, en definitiva, no eran más que criaturas indefensas, seres inútiles que no sabrían cómo proceder ante la mínima adversidad.

—Tía Fátima quiere saber para quién es el otro paquete y el ramo de camelias —susurró Yashira.

—Sadún nos contó que en la casa tienes una bolsa enorme, repleta de obsequios, y un ramo de camelias —saltó Fátima—. Pensamos que las camelias eran para Zora. Como son sus preferidas…

—¿No estás conforme con la gargantilla, Zora? —fingió apenarse Kamal.

—Por supuesto que estoy conforme, es preciosa. Pero ya conoces a Fátima, quiere sonsacarte para quién es el ramo.

—¿Para quién es, tío? ¿Es para mí? —aventuró Yashira.

—Debería matarte, Sadún —dijo Kamal, y el eunuco se refugió tras Fadila, que no perdía palabra del intercambio.

—Tía Fátima dice que es para la muchacha blanca que se bañó esta mañana con nosotras en la piscina —insistió Yashira, y buscó su mirada con interés.

Kamal se sorprendió sinceramente —su madre jamás habría permitido a una extraña semejante muestra de familiaridad— y por un momento se excitó al imaginar a Francesca desnuda en la piscina.

—Tío Mauricio le pidió a tío Kamal que las comprase para Francesca —aseguró Fadila a la pequeña, y la quitó de brazos de su hijo—. ¿No es así?

—¿Mauricio? —repitió Al-Saud, y se mostró abiertamente confundido.

Fadila le lanzó un vistazo cargado de intención antes de asegurar:

—Si la camelia fuera perfumada sería la flor perfecta, pero no lo es.

Esa noche, Sadún excusó al príncipe Kamal que cenaba con su madre, y Francesca sintió alivio. No deseaba verlo después de haber encontrado sobre su cama un espléndido equipo de amazona y un ramo de camelias con la tarjeta que rezaba: «Mañana a las cuatro deseo vérselo puesto». La llevaría a montar. Se decía que los caballos del príncipe Al-Saud eran de los mejores. Recordó a Rex y cayó en la cuenta de que hacía tiempo que no lo echaba de menos. Lo había montado por última vez la tarde en el maizal, junto al paso tranquilo del bayo de Aldo. «Aldo», musitó. Su nombre pertenecía al pasado, sus facciones se desvanecían y ya no recordaba el timbre de su voz. Resultaba increíble, pero el tiempo comenzaba a mitigar sus recuerdos.

Al-Saud tampoco los acompañó a la mañana siguiente durante el desayuno, y el mayordomo informó que la señora Fadila y las muchachas habían partido muy temprano hacia Riad.

—¿Algún problema? —se preocupó Dubois.

—Anoche discutieron la señora y el amo Kamal.

A media mañana llegaron Jacques Méchin, Le Bon y su hija Valerie, y Francesca se desalentó segura de que Al-Saud postergaría la cabalgata con la excusa del arribo de sus amigos. De todas maneras, a las cuatro de la tarde se alistó con sus pantalones escoceses, su blusa blanca de lino, sus botas y sus guantes de cabritilla.

Un jovencito llamó a su puerta y, con señas, le pidió que lo siguiera. Fuera de los dominios de la casa, la finca abandonaba el estilo cuidado y prolijo. Un vasto potrero, con modernos abrevaderos, se destacaba en primer plano; al lado, un granero, con fardos de alfalfa hasta el techo, y una casilla para guardar monturas y arneses. El movimiento de gente, que pululaba en silencio con herramientas o bridas en las manos, le dio noción de la importancia de la actividad. Los caballos exhibían un pelaje reluciente y marchaban con cabeza enhiesta y paso firme.

Vio a Al-Saud cerca de la caballeriza y se le agitó el pulso. Vergüenza, miedo, inseguridad, anhelo…, sensaciones encontradas y fuertes que la obligaron a detenerse a la entrada y esperar. Kamal, enfrascado en una conversación con Fadhil, el responsable de la caballeriza, despidió a su ayudante al reparar en ella y se acercó. La fascinaron su andar, lo bien que le sentaban los pantalones y la elegancia que le conferían las botas con espuelas, que chispeaban contra los adoquines del piso; llevaba la camisa abierta hasta la mitad del pecho, musculoso e imberbe, y el infaltable tocado sobre la cabeza.

—Veo que he acertado con la medida del pantalón y de la blusa —dijo, a unos metros de ella.

—El traje es hermosísimo —aseguró Francesca—, pero no debería haberlo comprado.

—¿Y cómo pensaba montar sin él? —Francesca, ruborizada, le dedicó una sonrisa pusilánime—. ¿Las botas son cómodas? ¿La medida es la correcta? Debo confesarle que le pedí a una de mis sirvientas que tomase uno de sus zapatos para llevarlo al zoco. Ya está de vuelta en su lugar.

—No lo noté —atinó a balbucear Francesca, perpleja.

Al-Saud la tomó del brazo y la llevó a recorrer la caballeriza, una enorme construcción de ladrillos enjalbegados con techo de zinc a dos aguas. El interior, un largo pasillo flanqueado de caballerizas por donde asomaban las cabezas de magníficos ejemplares, hedía a estiércol, rastrojo y animal sudado, olores que le agradaron porque le recordaban a Arroyo Seco. Inusitadamente locuaz, Al-Saud hablaba de la cría y el cuidado de los muniqui.

—Ya le indiqué a Fadhil, el hombre con el que estaba hablando, que le prepare a Nelly cada vez que usted lo disponga. Nelly es una yegua mansa, no tendrá problemas con ella.

—Si usted conociera a Rex, me daría el animal más brioso de su caballada.

Reapareció Khalid arrastrando a Pegasus, que piafaba, daba coces y se negaba a avanzar. Francesca se convenció de que se trataba del caballo más hermoso que había visto, más hermoso que Rex.

—¿Ese caballo montaré, alteza?

—Jamás lo consentiría. Pegasus tiene el demonio en el cuerpo; el año pasado mató a uno de mis hombres que intentaba domarlo.

Francesca se espantó. Pegasus lanzaba tarascadas a Khalid, que, sin soltar las riendas, se apartaba apostrofándolo.

—¡Dios mío! ¡Qué malo es! ¿Quién se atreve a montarlo?

—Yo —aseguró Kamal, y silbó.

El animal detuvo el forcejeo, paró las orejas y, más sosegado, permitió a Khalid acortar el trecho que lo separaba del patrón. Cuando lo tuvo a mano, Kamal le propinó un golpe en la testuz con el guante y le habló duramente en árabe; luego, asió las riendas y liberó a Khalid, que se marchó quejándose por lo bajo.

Francesca no resistió la tentación y acarició a Pegasus, sin atender a la mirada penetrante que Al-Saud le dispensaba ni a la manera acelerada en que le subía y le bajaba el pecho. Se complacía con la tranquilidad del animal que pocos minutos antes habría destrozado a Khalid con los dientes, envanecida porque el árabe comprobaba que ella se las arreglaba muy bien con un caballo rabioso como ése, y le habría pedido de montarlo si, al levantar la vista, los ojos de Al-Saud no la hubiesen asustado.

En un instante que no vivió se encontró entre sus brazos, que la apretaron sin compasión. Intentó liberarse, pero la fuerza del árabe la doblegó con facilidad y quedó laxa sobre su pecho. Entonces, Al-Saud se inclinó sobre su rostro y le cubrió la boca con sus labios. La besó sin mesura, aturdido él también, indiferente al pánico de Francesca, que temblaba y se quejaba, sorprendida por lo ininteligible y vertiginoso del momento. La echó levemente hacia atrás y le pasó los labios por la garganta hasta el nacimiento del escote.

—No imaginas cuánto esperé este momento —expresó él, con la cara hundida en su cuello—. ¿Por qué tiemblas? ¿Acaso me temes? Mírame.

—No —musitó ella, incapaz de volver a encontrarlo con la mirada.

Delicadamente, Al-Saud le levantó el rostro por el mentón.

—Abre los ojos y mírame —ordenó en un susurro, y Francesca obedeció.

La llama de deseo tornaba oscuro el verde de sus ojos. Le tuvo miedo y, sin caer en la cuenta, le apretó la carne de los hombros. Él la besó en la frente, en la nariz, en los ojos, en las mejillas, con una dulzura de la que Francesca no lo creía capaz. Cerca del oído, Al-Saud le susurró:

—¿Sabes lo bonita que eres? Creo que no tienes conciencia de tu poder —dijo, y, cogiéndole el rostro con ambas manos, volvió a besarla.

Francesca se relajó, y un impulso loco terminó por quebrantar su ya debilitada voluntad. Porque se trataba de una locura admitir que se sentía extraordinariamente bien entre los brazos de ese árabe. La voz de trueno de Le Bon y la risa de Méchin conjuraron el sortilegio. Kamal se apartó y, tras arreglarse la camisa, les salió al encuentro.

Francesca, aún confundida, saludó como un autómata y jamás supo lo que hablaron los hombres durante esos minutos interminables. Pidió excusas, regresó deprisa y se encerró en su dormitorio.