Capítulo Seis

Francesca llegó a París a mediados de abril de 1961 y, desde allí, viajó a Ginebra en tren. Por momentos, la magnificencia del paisaje, con los Alpes como marco imponente, el verde de la gramilla y las flores al pie de las montañas, detenía la frenética actividad de su cerebro y la abstraía de los recuerdos; no obstante, volvía a ellos sin mayor dificultad. La imagen de su madre, de Sofía y de Fredo en la estación de trenes de Córdoba constituía el último de una seguidilla. Antonina lloraba, dando rienda suelta a las lágrimas que había reprimido durante los últimos días; en medio de la angustia, trataba de recomendar a su hija que no tomara frío, que se alimentara bien, que se cuidara. Se le enredaban las palabras. Fredo le pasó el brazo por la espalda y Antonina se apoyó sobre su pecho. Sofía, aferrada a la mano de Francesca, aparentaba una calma que se hizo trizas cuando el silbato del guarda anunció la partida del tren hacia Buenos Aires.

«Debo olvidar, tengo que olvidar», se dijo, y regresó la vista al paisaje suizo. En la estación de Ginebra, se desorientó hasta que, en medio del bullicio, escuchó su nombre. Columbró entre el gentío a una mujer de unos treinta y cinco años, baja y rolliza, que agitaba un papel sobre su cabeza y repetía: «Francesca De Gecco, Francesca De Gecco», mientras sus ojos bailoteaban de un lado a otro. Entorpecida por el equipaje, Francesca se acercó dificultosamente.

—¿Francesca De Gecco? —preguntó la mujer, casi sin aliento.

—Sí, soy yo. Mucho gusto.

—¡Ay, querida! ¿Creerás que el señor cónsul me envió a mí a buscarte? Con mi escaso metro sesenta, casi me aplasta esta multitud enloquecida y jamás me hubieses encontrado. En cambio… ¿Puedo hablarte en francés? Hace tantos años que vivo aquí que me resulta más fácil. En fin, ¿qué te decía? Ah, sí… —Se llevó la mano al mentón y estudió a Francesca de pies a cabezas, sin insolencia, aunque con minuciosidad—. En cambio, tú eres tan alta y hermosa. Me llamo Marina Sanguinetti —dijo, y le extendió la mano.

La charla sobre el andén terminó intempestivamente cuando un hombre casi arrolla con su baúl la pequeña figura de Marina, que, tras mascullar insultos en francés, propuso emprender la marcha. Tomaron un taxi en la puerta de la estación. Francesca, perdida en un lugar tan poco familiar, envidió la destreza de Marina cuando le indicó al conductor la dirección a tomar. «Ni en cien años podré adaptarme a este laberinto», pensó, al llegar a una zona vieja de calles estrechas y edificación antigua.

—Vivirás en mi apartamento por un tiempo —indicó Marina— hasta que consigas uno que te guste y que coincida con el presupuesto del consulado. Créeme, no será tarea fácil.

Marina se encargaba de los asuntos del personal; conocía los currículos, sueldos y actividades de cada empleado del consulado. Manejaba también información reservada que, con el tiempo y la confianza, fue revelando a Francesca.

El apartamento de Marina, aunque de grandes dimensiones y estilo antiguo, tenía mucho de la chispeante personalidad de su dueña. Lleno de plantas, cuadros modernos, adornos, retratos y algunas excentricidades —como cubrir con finas gasas de colores las lámparas—, el ambiente resultaba acogedor, sin lujos ni ostentación.

—Estoy contenta de que trabajes en el consulado —le confesó Marina, antes de cerrar la puerta del dormitorio—. Somos pocas mujeres y, si tengo que ser sincera, no me llevo bien con ninguna. En cambio, sé que tú y yo seremos buenas amigas. Ahora, descansa. Mañana te presentaré a tu jefe.

Se familiarizó con Ginebra en poco tiempo y aprendió el trabajo sin dificultad. Su jefe, un cincuentón con el brazo en cabestrillo y la mirada triste, aún lamentaba la pérdida de Anita, su secretaria. De buen carácter, de maneras afables y elegantes, tenía, según Francesca, un gran defecto: era terriblemente despistado. Olvidaba dónde dejaba las gafas cuando generalmente las llevaba colgadas del cuello; vociferaba que le habían robado su valiosa Mont Blanc y Francesca siempre la hallaba dentro de algún cajón; resultaba un misterio su agenda, pues, aunque la llenaba con minuciosidad, siempre faltaba a las citas o llegaba tarde a las reuniones; odiaba la caja chica: los arqueos jamás coincidían con el efectivo y la mayoría de las veces no encontraba boletas ni comprobantes; en ocasiones, rebatía sus propias órdenes y, cuando se le informaba que había sido dispuesto lo contrario, preguntaba a qué idiota se le había ocurrido tal cosa.

Francesca, que en pocas semanas comprendió el mecanismo de gran parte del consulado, tomó las riendas de la descontrolada oficina de su jefe y se convirtió en su mano derecha. Los encargados de sección y demás empleados preferían hablar con ella antes que con el cónsul, que no les solucionaba las dudas ni los problemas. Francesca conocía al dedillo las tramitaciones recientes y, en aquellas que se remontaban tiempo atrás, averiguaba e investigaba hasta estar al tanto. Los procedimientos se aceleraron y la bandeja de asuntos pendientes rara vez contenía documentación al fin de la jornada. El cónsul comenzó a llevar una vida ordenada, no faltaba a las citas, se preparaba para las reuniones y firmaba los documentos incluso antes de lo esperado. Dos meses más tarde, con una sonrisa, llamó a Francesca «el milagro cordobés».

Marina, que siempre postergaba la búsqueda del apartamento, a la segunda semana la invitó a establecerse definitivamente en el suyo.

—¿En serio? Gracias, muchas gracias —respondió Francesca sin vacilar, encariñada con el lugar amplio, cómodo y acogedor, y muy apegada a su nueva amiga.

Se veían poco durante las intensas jornadas en el consulado, salvo en la media hora del almuerzo. A la noche, tras la cena, se arreglaban el pelo, se pintaban las uñas o, simplemente, se repantigaban en el sota de la sala, comentaban los hechos del día y cotilleaban sobre este o aquel empleado. Los fines de semana recorrían la ciudad, que fascinaba a Francesca por los monumentos, los soberbios edificios y el imponente y silencioso entorno alpino. El lago Leman, con su Jet d’Eau que arrojaba agua a ciento veinte metros de altura, se convirtió en un paisaje tan familiar como el de la Plaza España en Córdoba, y gracias a unos económicos barquitos que lo surcaban en todas direcciones, ella y Marina visitaron ciudades y pueblos encantadores apostados sobre su orilla.

Aunque se sentía a gusto con su trabajo, enamorada de Ginebra y complacida de vivir en el apartamento de Marina, Francesca siempre evocaba a Aldo, y sin resignación se decía que, al alejarse de Córdoba, se había salvado del oprobio, no del dolor. El dolor siempre vivía en ella, lo llevaba adonde fuera como una carga de la cual no lograba desembarazarse. De tanto en tanto, Marina la encontraba pálida y callada y, culpando al desarraigo, organizaba salidas, visitas a lugares nuevos y conseguía sacarla del letargo.

La esposa del cónsul, de regreso de un viaje a Buenos Aires por cuestiones familiares, se dirigió a la oficina para conocer a la nueva secretaria, que su esposo había descrito como una muchachita común y corriente. Entró en la antesala sin llamar.

—Buenos días —saludó Francesca, y se puso de pie.

—Buenos días —respondió, y la estudió con impertinencia de arriba abajo, mientras se quitaba los guantes y los arrojaba sobre el escritorio.

—¿Eres la nueva secretaria? —preguntó.

—Sí. Francesca De Gecco, mucho gusto.

—Yo soy la esposa del señor cónsul —afirmó.

Francesca volvió a sus asuntos, mientras la señora hacía igual entrada triunfal en el despacho de su esposo.

—Desde la primera vez que te vi supe que habría problemas con la condesa —afirmó Marina, en el almuerzo.

—¿La condesa? —se extrañó Francesca.

—Así llamamos a la mujer del cónsul. ¿No ves que se cree la dueña del mundo? Anita, la anterior secretaria, la que murió en ese accidente que te conté, era la amante de tu jefe. ¡Sí, todos lo sabíamos! Pero la condesa lo descubrió con lo del accidente. El cónsul y Anita volvían de un fin de semana en Mónaco. Se debe de querer morir la señora con la nueva secretaria de su marido. Si Anita era linda, tú lo eres diez veces más.

Francesca no reparó en el halago; la confidencia que acababa de escuchar le revoloteaba en la cabeza y, persuadida de que la mujer celosa de un hombre infiel no se quedaría de brazos cruzados si creía que un peligro inminente acechaba la mellada voluntad de su marido, trató de calcular de qué manera la afectaría.

—¿No te comenté —prosiguió Marina— que me llegó una invitación para la fiesta del Día de la Independencia de Venezuela?

—¿Ah, sí?

—Nos vamos a divertir muchísimo.

—Como mi jefe no me necesita, había pensado no ir.

—Estás loca. La pasaremos muy bien. Los venezolanos festejan el 5 de julio a bombo y platillo.

Esa noche, mientras se aprestaban para la fiesta, Marina notó a Francesca sumida en la melancolía; se maquillaba como un autómata y no esbozaba palabra. Sin otro recurso, le comentó:

—A tu lado parezco un insecto. —Y Francesca se echó a reír—. Al menos logré que por un instante olvidaras eso que te tiene tan triste.

El edificio de la embajada venezolana, un hotel particulier del siglo XVIII, adornado con banderas y guirnaldas, resplandecía al fulgor de los colores patrios. La música folclórica y el bullicio de la fiesta se escuchaban desde la calle. Francesca y Marina entraron en el salón cuando el embajador venezolano dirigía unas palabras en inglés a los invitados, entre los cuales se destacaba en primera fila un grupo de árabes con largas chilabas y tocados con cordón.

—¿Árabes? —preguntó Francesca, por lo bajo.

—Es por la OPEP.

—¿La qué?

—Después te explico.

El corto discurso del embajador recibió un cálido aplauso. Alguien exclamó: «¡Viva la patria! ¡Viva Venezuela!», y el resto acompañó con hurras y bravos, a los que siguieron música y baile. Los mozos recorrían el salón con bandejas de bocaditos o copas. Los invitados comían y bebían mientras conversaban en grupos diseminados por el salón; otros, en cambio, preferían la danza.

Pese a que Marina disfrutaba, Francesca no lograba contagiarse de su entusiasmo. Admiraba a su amiga, habría deseado ser como ella, siempre dispuesta y optimista, con una sonrisa perenne en los labios, feliz en medio de su soledad, encariñada con la vida como si lo tuviese todo. «Alguna vez», se dijo Francesca, «yo fui así».

Tras saludarlas brevemente, el cónsul argentino se mantuvo alejado. Su esposa no le quitaba la vista de encima, lo atisbaba entre bocado y bocado, palabra y palabra. Si había alguna mujer en el grupo en el que él departía, se apostaba a su lado como si fuera una estaca. Francesca y Marina se divirtieron durante un buen rato contemplando a la extraña pareja.

—¿Por qué han invitado a los árabes? —insistió Francesca mientras observaba cómo se movían igual que una manada, entre tanta tela y tocados que resultaba difícil ver sus rostros.

—El año pasado —empezó Marina—, en Bagdad se reunieron los principales países productores de petróleo, entre ellos Arabia Saudí y Venezuela, y crearon la Organización de Países Exportadores de Petróleo, la OPEP. Establecieron su sede aquí, en Ginebra.

Gonzalo, un compañero del consulado que la había invitado a cenar varias veces, le pidió el próximo baile; alentada por Marina y por los ojos esperanzados del muchacho, Francesca aceptó.

Francesca acompañó al cónsul y a su esposa a un almuerzo organizado por el gobierno del Cantón de Ginebra, para oficiar de traductora en una mesa ocupada en su mayoría por una delegación de italianos. Desde temprano había notado extraño a su jefe, no era el mismo de siempre: no le agradeció el café ni le comentó los titulares de La Nación que recibía a diario, tampoco se quejó por la cantidad de documentación pendiente de firma ni bromeó con su tonada cordobesa y, aunque pensó preguntarle si se sentía mal o si tenía algún problema, decidió callar.

Durante el almuerzo, Francesca poco tradujo: algunos italianos balbuceaban el castellano y el cónsul, por su parte, casi no abrió la boca. Su esposa también se mantuvo silenciosa, disgustada por la presencia de la secretaria que había centrado la atención de un elegante milanés. Tras el postre, en el momento del café, varios miembros del gobierno ginebrino subieron al estrado con discursos en las manos, y los rostros se volvieron hacia ellos. El cónsul se acomodó en su silla y, seguro de que nadie lo veía, se dirigió a su secretaria por lo bajo.

—Tengo algo que comunicarle, Francesca.

—Lo escucho, señor.

—Esta mañana llegó un pedido de traslado a otra embajada. —Levantó la mirada: los enormes ojos de su secretaria lo contemplaban fijamente, sin pestañar—. Es a usted a la que trasladan, Francesca. —Y ante la expresión de azoro de la muchacha, se apresuró a añadir—: Apenas recibí la orden de Buenos Aires, hice algunas llamadas tratando de impedirlo, pero fue imposible. La orden viene de las altas esferas y es irrevocable. No sé qué decir.

—¿Por qué a mí? —quiso saber—. Hace apenas cuatro meses que trabajo en Ginebra, ¿por qué me trasladan? ¿Dice usted que la orden viene de las altas esferas? Si yo… No comprendo, señor. —Tras un momento de silencio, preguntó—: ¿Adonde me trasladan?

—A la embajada de Arabia Saudí.

—¡Arabia Saudí! —repitió, y los comensales se volvieron a mirarla—. Disculpen —murmuró; tomó su sobre y abandonó la mesa.

Casi corrió al tocador y cerró tras de sí. En torno a ella, se formó un vacío que ahogó los ruidos externos. Apoyada contra la puerta, se contempló en el espejo: le temblaba el mentón y le brillaban los ojos. Se echó a llorar desconsoladamente. Lloraba de rabia, de impotencia, de tristeza, de miedo. Heridas aún abiertas sangraron nuevamente, se le mezclaron las viejas penas con las presentes y le asolaron el alma. Ya ni sabía por qué lloraba. Aldo, su madre, Córdoba, Fredo, Ginebra. Palabras desordenadas afloraban en su mente y la llenaban de dolor e inseguridad.

El calor del mediodía terminó por agobiarla. Echó traba a la puerta y se quitó la chaqueta. Mojó el pañuelo y se lo pasó por el cuello y entre los pechos. Se refrescó el rostro y limpió el rimel bajo sus ojos. Más cómoda y calmada, y mientras se retocaba el peinado, pensó con mesura en la dichosa transferencia.

—¡Claro! —acertó—. ¿Cómo no lo pensé antes? La esposa del cónsul, ella pidió que me transfirieran.

El abatimiento del cónsul y las miradas airosas de su mujer durante el almuerzo terminaron por confirmar su hipótesis. «El reciente viaje a Buenos Aires», se dijo, «ahí debe de haber tramado todo con alguna conexión en la Cancillería». Ya no le quedaban dudas. Sintió alivio al conocer el meollo de la cuestión, que desapareció casi de inmediato cuando la rabia le coloreó el rostro. Apretó los dientes y cerró los puños: habría abofeteado a la esposa de su jefe de tenerla a mano. «¡Mujer del demonio! Me habría enviado a la embajada de la Isla de los Galápagos si existiera». Abandonó el tocador hecha una furia y, ciega de ira, se dio de bruces contra un hombre que la sostuvo antes de que terminara en el suelo. Apenas masculló un «gracias» cuando el sujeto le alcanzó el sobre y, a paso rápido, abandonó el lugar.

Al entrar en la oficina y encontrar a Marina con el gesto serio, Francesca comprendió que su amiga ya conocía la noticia del traslado. Lanzó un soplido y se dejó caer en la silla.

—Esto me llegó después de que te fuiste al almuerzo —dijo Marina, y levantó un expediente con una carátula que rezaba «Trámite urgente»—. Me lo envió tu jefe.

—Acabo de enterarme. El cónsul me dijo lo de mi traslado durante el almuerzo.

—Debe de estar desesperado. Perder a su «milagro cordobés» no le debe de hacer ninguna gracia.

—Que le agradezca a su mujer la pérdida —ironizó Francesca, y enseguida se deprimió—. Oh, Marina, ¿por qué todo me sucede a mí? Estoy cansada.

—¿Piensas que fue la mujer la que le pidió que te saque del consulado?

—En realidad, no creo que se lo haya pedido a él, sino que lo consiguió tocando algún resorte en la Cancillería. No olvides que acaba de regresar de Buenos Aires.

—Te conoció después de ese viaje. No podía saber que eras joven y hermosa. Igualmente, podrías haber sido vieja y fea.

—Quizá alguno de la Cancillería le mostró el legajo donde figura mi edad. Ya sé que son sólo presunciones. De todos modos, estarás de acuerdo conmigo en que es demasiada coincidencia la animosidad que me tiene y este repentino traslado.

—Sí, es cierto —aceptó Marina, no muy convencida.

—¡Y lo peor es el destino! —agregó Francesca.

—Sí, Arabia Saudí.

—¿Puedes decirme algo?

—Ahora no, pero puedo averiguar.

En 1919, acabada la Primera Guerra Mundial, Churchill expresó en la Cámara de los Comunes: «Es indudable que los aliados sólo han podido navegar hasta la victoria sobre la corriente ininterrumpida del petróleo de Oriente Medio». Su pensamiento fue refrendado tiempo después por Lord Curzon, un importante miembro del gobierno británico, que aseguró: «La verdad es que los aliados deben su victoria al petróleo». Por su parte, Georges Clemenceau, jefe del gobierno francés, pieza clave en la derrota del ejército alemán, pronunció, sin ambages, que «de ahora en adelante, para las naciones y para los pueblos, una gota de petróleo vale tanto como una gota de sangre».

El «oro negro», como empezó a llamarse al petróleo, posicionó en el ojo de la tormenta a la mayoría de la península Arábiga. La alianza de Occidente con los dueños del elemento que movía la economía moderna precipitó el establecimiento de sedes diplomáticas en el joven reino de Arabia, en el principado de Kuwait, en Qatar, en el principado de Abu Dabi (más tarde, Emiratos Árabes Unidos) y en el sultanato de Mascate y Omán. Sin embargo, Arabia, por su preponderancia en la península y la capacidad inigualable de sus pozos, no tenía competidores.

La Argentina, enredada en disputas domésticas, confiada en el potencial de sus propios yacimientos, no advirtió el desacierto de permanecer fuera de una realidad que había cambiado el mapa político mundial sino hasta mediados de 1960, cuando el gobierno de Frondizi, a través del Ministerio de Exterior y Culto, inició los trámites para establecer la sede en Riad, capital del reino saudí. En junio de 1961, tras arduas negociaciones —los árabes son prudentes ante la apertura— había quedado formalmente instituida la embajada en pleno barrio diplomático de la capital árabe.

—Dicen que el embajador es un hombre joven —informó Marina esa noche, mientras cenaban—, experto en asuntos de Medio Oriente —agregó, y le echó un vistazo con intención—. Es muy culto y maneja el árabe a la perfección. No pude averiguar mucho más, sólo que se trata de una sede pequeña, con escaso personal.

Francesca revolvía la comida en el plato sin probar bocado, con la vista fija en el mantel. Las palabras de Marina le llegaban como un eco lejano, mientras repasaba los hechos de un pasado cercano que aún la mortificaba, las dudas del presente y las posibilidades de un futuro cada vez más incierto. En Ginebra había hallado cierta paz que en los últimos tiempos la esperanzaba. Su viaje a Arabia, inopinado y extraño, ponía en jaque el endeble círculo protector que había trazado a su alrededor.

—Francesca, no te desanimes —se apresuró a agregar Marina—, si no estás de acuerdo con el traslado a la embajada de Arabia, renuncias y vuelves a Córdoba. ¿No dijiste que trabajabas en el periódico donde tu tío es el director? Estoy segura de que te daría nuevamente un empleo si se lo pidieras.

—No puedo regresar —dijo con voz insegura.

Experimentó gran alivio al contarle sus pesares a Marina, como si hubiese compartido la carga con ella. De todos modos, no durmió bien; por lapsos cortos la invadía una somnolencia liviana que desaparecía con un sobresalto; se agitaba entre las sábanas, acalorada y llena de fastidio. Antes de las seis, se dio un baño. Al salir de la ducha, una renovada energía había borrado el abatimiento de la noche anterior. Se dijo: «Estoy cansada de llevar esta tristeza a todas partes». Le pareció una insensatez sufrir tanto por algo que había quedado atrás; asimismo, le resultó poco inteligente angustiarse por circunstancias futuras que veía con malos ojos a causa del pesimismo y que en realidad encerraban una buena oportunidad para conocer otra cultura y otro país.

Antes de ir a la oficina, pasó por el correo donde despachó un telegrama para Fredo en el que le informaba escuetamente la novedad de su traslado. Su tío sabría aconsejarla, incluso podría averiguar el origen de tan repentina orden.

La hermosa mañana de verano, el aire fresco del lago y las flores que colmaban los canteros en las plazas le acentuaron el buen humor. Se dirigió a la oficina a paso rápido, por la costanera. Se preguntó cómo sería Arabia. No conocía nada acerca de ese país, excepto que una eterna y abrasadora alfombra de arena cubría gran parte de su territorio. «El desierto», pensó. La sola mención de la palabra le inspiró miedo.

Los días siguientes se convirtieron en una maratón: expedientes, informes y documentos se apilaban en su escritorio. El cónsul, cabizbajo y reticente, se limitaba a aumentar la pila de papeles con la cantinela: «Déjelo terminado antes de irse». En ocasiones, Francesca deseaba cogerlo por los hombros, sacudirlo y espetarle en la cara: «¡Oiga, hombre, si es su mujer la que me hizo botar de aquí!». Al final, terminaba por darle pena.

Recibió varias llamadas de la Cancillería de Buenos Aires que la mareaban con órdenes y recomendaciones. Insistían en la importancia de que estudiara con detenimiento el material que le habían enviado sobre ceremonial y protocolo en los países musulmanes. Le explicaron que, como asistente privada de un embajador, sus funciones excedían a las de una simple secretaria y que, en un amplio repertorio de obligaciones, debía conocer desde la forma de poner la mesa hasta las solemnidades para recibir a un miembro de la realeza saudí. «Es una embajada muy pequeña», le aseguraron, «con poco personal; en usted recaerán tareas de toda índole». No le asustaba el trabajo, ni la diversidad de responsabilidades en que tanto insistía el personal de la Cancillería, por el contrario, la hacían sentirse importante.

La respuesta de Alfredo llegó en un telegrama tres días más tarde: «Acepta. Magnífica oportunidad». Dos semanas después, lo completó con una extensa carta, que Francesca leyó hasta saberla de memoria. Se sorprendió, ignoraba los vastos conocimientos de su tío en materia de petróleo y Medio Oriente. Le hablaba de la importancia geopolítica de los países de la Península, en especial de Arabia; de cómo la modernidad, inexorablemente, llevaba al mundo capitalista a depender cada vez en mayor medida del petróleo oriental, de calidad superior y de fácil extracción. «En fin», remataba, «conocerás la zona del planeta que se disputan las grandes compañías petroleras y las potencias del globo». Agregó una corta lista de libros que, por pertenecer a autores europeos, Francesca consiguió fácilmente en la biblioteca cercana al consulado. Fredo terminaba su carta pidiéndole que no se preocupara por su madre, él sabría convencerla.

Ciertamente, Antonina desaprobaba la idea del traslado a un país del cual raramente había escuchado hablar.

—¡Arabia! —exclamaba—. ¡Tierra de herejes y salvajes!

—No exagere, Antonina, por favor —terciaba Fredo.

—¿Qué querés —la increpaba Rosalía—, que vuelva a Córdoba a sufrir?

Antonina terminó por ceder. Desde su regreso de la luna de miel, Aldo no había cesado de preguntar por su hija. Incluso, en ocasiones, desesperaba y a gritos les exigía a Sofía o a ella que le dieran la dirección donde se hallaba. Finalmente, Antonina se resignó a la idea y dio su consentimiento.

Francesca devoró los libros que su tío le recomendó, especialmente La civilización de los árabes de un tal Gustav Le Bon, y, pese a que buscó más bibliografía, poco encontró. No obstante, lo leído le sirvió para aprender someramente acerca de las costumbres y características de los árabes, que le resultaron retrógrados por el machismo de ellos y la sumisión de ellas.

Aun así, a medida que pasaban los días, Francesca se reconciliaba con la idea de su viaje a Arabia Saudí. «Después de todo», se dijo, «tío Fredo tiene razón: debo considerar este viaje como una oportunidad del destino y no como un revés».