Capítulo Quince

Al enterarse del compromiso de Francesca con Al-Saud, Sara se enojó con ella.

—¡Caerán rayos del cielo! —prorrumpió.

—Ya sé que será difícil —aceptó la joven—. Para ellos soy una infiel y no me aceptarán fácilmente, pero tendrán que acostumbrarse porque voy a casarme con él.

Sara tomó asiento en el borde de la cama y la contempló serenamente; la mirada se le había dulcificado y ya no fruncía el entrecejo.

—¿Tienes idea de con quién vas a casarte? —preguntó finalmente, y ante el silencio desconcertado de Francesca, continuó—: Eres tan inocente y estás tan al margen de las cosas que por eso no temes tanto como yo a Kamal Al-Saud. Él será el próximo rey de los árabes —expresó Sara con solemnidad.

—¿El próximo rey?

—En estos días, Arabia vive una de sus crisis más graves, y todo a causa de los malos manejos del rey Saud. En el 58 se vivió algo similar. Hay quienes dicen que la familia Al-Saud estuvo a punto de quebrar, y si no lo hizo fue por la intervención del príncipe Kamal que, nombrado primer ministro, tomó el control del reino y lo sacó a flote. En el 60, y pese a los ruegos de tíos y demás hermanos, el príncipe Kamal renunció a su cargo de primer ministro por graves diferencias con el rey, y desde ese momento los problemas regresaron y se agravaron.

—¿Cómo sabes tú todo esto? —preguntó, abismada a la realidad de lo poco que conocía a Kamal.

—En su momento —explicó Sara— se lo escuché decir a mi anterior patrón, muy relacionado con la familia real.

Se había entregado por completo a él ignorando prácticamente su pasado. No se arrepentía, pero admitía que la inquietaba no saber; habría preferido que fuera el propio Kamal quien la informara de sus problemas y no una empleada de la embajada. En definitiva, lo único que conocía era su actividad en la finca de Jeddah. La historia de intrigas palaciegas que Sara le contaba le resultaba ajena e increíble; no obstante, coincidía con detalles anteriormente pasados por alto. Recordó la lacónica confesión de Kamal acerca de su hermano Saud, y los dichos de Sara cobraron valor: «No estamos muy de acuerdo en algunas cuestiones de política y administración del reino; eso nos ha distanciado un poco».

—Kasem dice que este viaje a Washington del príncipe Kamal es para hacerse con el apoyo de los norteamericanos en caso de convertirse en rey. Y seguro lo conseguirá —manifestó Sara— pues cuenta con el apoyo de toda la familia, que ya no soporta el comportamiento del rey Saud. Esta ciudad se convertirá en un polvorín a punto de estallar, porque no creo que el rey se haga a un lado sin presentar batalla. ¿Tienes idea del dinero que está en juego? Miles de millones de dólares, querida. Y por miles de millones de dólares hasta se puede llegar a matar.

—¡Qué dices, Sara! —se escandalizó Francesca—. ¿Quieres decir que la vida de Kamal está en juego?

Habían pasado tres semanas desde el regreso de Jeddah, y Al-Saud aún continuaba en el extranjero. La llamaba a menudo y le enviaba costosos arreglos florales, pero a ella no le resultaba suficiente: lo quería a él. Cada mañana se levantaba con la esperanza de verlo aparecer, pero los días se sucedían con una lentitud exasperante, y Kamal no se presentaba. Por teléfono, lo notaba preocupado y distante; perdía la mitad de la llamada insistiendo en que sólo debía dejar la embajada si era absolutamente indispensable y que no lo hiciera sin la compañía de Abenabó y Káder. Francesca, que esperaba su llamado para decirle que lo amaba, que lo necesitaba, se limitaba a preguntarle si le sucedía algo, si se sentía bien, si tenía algún problema; él se excusaba en el cansancio.

La tensión de las reuniones, donde arreglos y entendimientos con autoridades del gobierno norteamericano ponían en juego, quizá, el futuro del reino árabe, lo había devuelto a la pesadilla de la realidad; el contraste con los días vividos junto a Francesca en la finca de Jeddah y en el oasis aumentaba sus pocas ganas de estar en Washington. Pero ése era su destino: salvar de la destrucción lo que su padre había levantado con voluntad y denuedo, arriesgando su vida en tantas batallas libradas, algunas contra ejércitos armados, otras en mesas de negociación donde las primeras potencias del mundo siempre habían presidido hierática e inflexiblemente. Ahora, en medio del caos financiero, debía apelar a ellas nuevamente, consciente de sus múltiples debilidades y de su única fortaleza, el petróleo. De todos modos, la capacidad de negociación que le otorgaba se volvía nula si no manejaba con sagacidad las circunstancias adversas y potenciaba los puntos a favor. Arabia necesitaba a Estados Unidos, pero Estados Unidos no necesitaba a Arabia en la misma medida.

Estados Unidos, que después de la Segunda Guerra Mundial ostentaba la hegemonía del planeta, se presentaba como su principal socio, inexorablemente poderoso e indiscutiblemente relacionado con los asuntos de Medio Oriente, en especial con Irán, tras haber sofocado en 1953 la primera revolución socialista con Mossadegh a la cabeza y de haber restituido a Reza Pahlevi con todos los honores de un sha de la antigua Persia. También tenía en el bolsillo a la Libia del rey Idris, seguro proveedor de petróleo de la más alta calidad. Por lo tanto, Estados Unidos tenía dos fuentes de hidrocarburos aseguradas. Kamal debía negociar con cautela.

Con el recuerdo de la histórica entrevista del rey Abdul Aziz con el presidente Roosevelt a bordo del Quincy en el mar Rojo, Kamal reintentaría la alianza con los americanos, que le supondría abrir las puertas estratégicas cerradas tiempo atrás a Saud, fundamentalmente a causa de la creación de la OPEP. Bien sabía él que la creación del cártel del petróleo había constituido la respuesta justa a la arbitraria baja del precio fijado, más conocido como posted price, en 1960 por parte de la Esso, comportamiento que sin esperar imitaron las demás compañías, violando así un trato que los regía desde principios de siglo y que regulaba los cánones para los países productores, ya miserables, por cierto. La injusta situación, sin embargo, debía medirse con calma, pues el poder que da el manejo de los recursos financieros, de la tecnología y de la información continuaban en manos de ellos, los occidentales: esto era lo que Kamal entendía y que Saud se negaba a ver.

El petróleo, abundante en el desierto árabe, de excelente calidad y fácil obtención, sangre vital que surca las venas de la industria y que le da vida, se volvería inútil como la arena si se optaba por la actitud errada, es decir, aquella que los enfrentara con el verdadero amo del mundo. Necesitaba a los yanquis para asegurarse el crédito y las inversiones que sacarían a Arabia del atolladero. Sin recursos financieros ni industrias, el reino continuaría siendo un país de pacotilla, con automóviles importados y jets ultramodernos hasta que el petróleo se acabara, el dinero desapareciera y volviera a ser el páramo desierto e incivilizado que había sido por siglos. La tecnología de occidente, ése era el objetivo de Kamal.

A pesar de encontrarse en desacuerdo con los manejos políticos y la ideología del líder egipcio Nasser, rescataba una frase sabia, casi profética, de su libro Filosofía de una revolución: «El petróleo, hermanos míos, es el nervio vital de la civilización. Sin él no habría ya medio alguno de existir». Sí, nervio vital de la civilización, pero con Irán y Libia por aliado, que entregarían buques llenos hasta el tope, la preponderancia del reino saudí perdía valor relativo.

Sin embargo, Kamal conservaba un as en la manga: la participación de Arabia en el seno de la OPEP. El cártel no llevaría adelante ningún cambio sustancial si los saudíes no lo apoyaban. Era, pues, la preponderancia de Arabia Saudí en la OPEP lo que negociaría Al-Saud con los yanquis, que significaba, en otras palabras, evitar el tan temido embargo, porque, ¿quién podía asegurar a Occidente que los socios árabes con los que contaba, que representaban a pueblos complejos, pasionales y aguerridos, respetarían el statu quo por tiempo indefinido? Hasta el mismo Reza Pahlevi no se mostraba tan dócil como en un principio, y sus palabras con motivo de la rebaja del posted price lo demostraban: «Aunque esta iniciativa de las compañías pudiese parecerles justificada por el estado del mercado, es absolutamente inadmisible para nosotros, ya que se ha tomado sin consultarnos y sin nuestro acuerdo». ¿Quién podía afirmar a los gobiernos americano e inglés que no volvería a surgir un Mossadegh o un Nasser? Nadie, pero Al-Saud podía garantizarles que, mientras contara con su apoyo, en la OPEP ningún miembro volvería a amenazarlos, al menos no seriamente, con el monstruo del embargo petrolero.

Camino a la Casa Blanca, donde los esperaban el secretario de Estado y el de Recursos Naturales del gobierno de Kennedy, Al-Saud y Ahmed Yamani leían los últimos estudios acerca de la capacidad petrolera de los campos de Texas. Kamal sesgó los labios con sorna al comparar los misérrimos diecisiete barriles diarios que obtenían los yanquis de sus pozos texanos en contraposición con los veinte mil que, en el mismo lapso, daban las tierras saudíes, sin contar las apabullantes diferencias de calidad.

—Esta mañana me informaron que en la reunión estarán presentes Howard Page y Harold Snow —comentó Yamani.

El primero, avezado en cuestiones de Medio Oriente, asesor del Consejo Directivo de la Esso, había sido de los pocos en advertir en el año 60 que, si se rebajaba el posted price, las reacciones de los países productores serían de una magnitud difícil de contener. El segundo, inglés y empleado jerarquizado de la British Petroleum, vaticinó, tras conocer la noticia de la baja en el precio del crudo, que el mundo se tambalearía. La presencia de ambos especialistas significaba un punto a favor para Al-Saud y una muestra de buena voluntad por parte de los secretarios de Kennedy.

—Con Page y Snow presentes, se nos facilitarán las cosas —manifestó Ahmed.

El chófer atendió una llamada telefónica y se lo pasó a Kamal.

—Es para usted, su majestad —indicó, y le alcanzó el tubo—. Es de Nueva York, de la joyería Tíffanny’s.

—Sí, él le habla. No, dije perlas de Bahrein. Cuatro vueltas. Sí, un solitario. No, todo en platino. Prefiero el más grande, el de siete carats. Muy bien. Hasta luego.

Kamal devolvió el teléfono al chófer y retomó la lectura. Ahmed se quedó mirándolo, sin saber cómo referirse a un tema de la vida privada de Al-Saud cuando jamás le daba cabida en ella.

—Tu madre me dijo que piensas casarte con la secretaria de Mauricio —se aventuró a decir Yamani.

—Mi madre haría bien en quedarse callada —dictaminó Kamal, sin apartarse del informe.

—¿Cuántos años tiene?

Al-Saud levantó la vista y traspasó a Ahmed con su mirada de azor.

—Veintiuno —concedió.

—Por su carácter y vivacidad pensé que tendría más.

—¿Tú también me dirás que soy un viejo para ella? —replicó con picardía—. Empiezan a aburrirme con la misma cantinela.

—Era simple curiosidad. —Después de un silencio, tomó coraje y espetó—: Es hermosa y muy atractiva, aunque occidental y cristiana. Si la haces tu mujer, la convertirás en el blanco de los ataques. Ella será tu mayor debilidad.

«Mi debilidad», repitió Al-Saud para sí, y sonrió, confundiendo a su amigo.

—Como tu amigo te lo digo —prosiguió Ahmed—, pero también como tu asesor: lo que se avecina te convierte en un miembro de la realeza saudí antes que en un hombre. Deberías quitártela de la cabeza, primero por tu bien, después por el de ella. Sabes que tu familia jamás la aceptará. La harán pedazos antes de verla casada contigo.

El aire taciturno de Dubois se había acentuado en los últimos días con motivo de las malas noticias que llegaban desde la Argentina. El agregado militar, el teniente Barrenechea, comentaba acerca del descontento de las Fuerzas Armadas, y era sabido que «el descontento» de los militares en la Argentina sólo podía significar que se avecinaba un golpe de Estado. A diario, Mauricio hablaba a la Cancillería para recabar noticias y profundizar en la situación política del gobierno de Frondizi. Las novedades, sin embargo, arribaban confusamente y parecían más chismes que versiones de un organismo oficial. La verdad era que nadie sabía con certeza lo que acaecería.

En medio del nerviosismo y la desorientación que se vivía en la embajada, Francesca supo que esperaba un hijo. Las náuseas y mareos diurnos, el inexplicable cansancio durante la jornada y la alteración de su estado de ánimo preanunciaron lo que, días después, le confirmó el retraso de la regla. Sentía una felicidad que no sabía si debía permitirse, pues un hijo de Al-Saud complicaría aún más su ya intrincada relación. Temía que el propio Kamal tomara a mal la noticia, que le recriminase la falta de cuidado y prevención. De igual modo, se sentía feliz y no deseaba resistirse a esa felicidad. Le resultaba un milagro que un ser minúsculo y frágil creciese en sus entrañas, una criaturita nacida del amor entre ella y Al-Saud.

En contra de todas las suposiciones, Sara vivió el embarazo de Francesca como si se tratase de su propio nieto. La colmaba de cuidados, atenciones y consejos; la obligaba a comer carne de cordero en el almuerzo y en la cena, y a beber un litro de leche de cabra por día; le preparaba un tónico nauseabundo para evitar que se le destruyera la dentadura y que los huesos se le hicieran polvo; le masajeaba las piernas con un mejunje de miel y limón que mantenía las venas a raya y propiciaba la buena circulación. «Sería un pecado que en unas piernas como éstas te salieran varices», decía. Francesca la dejaba hacer, porque, en medio de tanta incertidumbre y soledad, Sara le recordaba a su madre.

A menudo pensaba en Antonina y en Fredo y, pese a mantener una correspondencia fluida con ellos, no había encontrado la forma de comunicarles semejante noticia. En verdad, no temía la reacción de Fredo, abierto y liberal como era, sino la de su madre, tan arraigada a las costumbres y ritos cristianos. Por fin, tomó coraje y les escribió para confesarles que se casaría con Al-Saud.

Además de los cuidados, Sara resultaba excelente compañía cuando terminaba la jornada de trabajo. Le gustaba escucharla hablar pues sabía mucho acerca de las costumbres árabes. Una tarde Francesca le preguntó por qué, si en un principio había estado tan enojada y disconforme, ahora se mostraba contenta y predispuesta.

—Ahora es distinto —aseguró la mujer—, llevas a su hijo en el vientre. Los árabes son ladinos y banales, pero se les amansa el corazón cuando de un hijo se trata. A causa de este bebé, el príncipe Kamal jamás te abandonará.

Le contó acerca de la costumbre islámica de circuncidar, y le aclaró que, a diferencia de los hebreos, que la practican a los recién nacidos, los árabes lo hacen a la edad de ocho años y con festejos que llegan a durar tres días. Francesca no sabía que los musulmanes se circuncidaban y Sara encontró muy graciosa su ignorancia cuando había concebido un hijo con uno de ellos.

—Las de tu raza ven muy sugerente acostarse con un circuncidado; dicen que gozan más. —Luego, dejó de reír y sentenció—: Él te desvirgó, por eso te hace su esposa; si no hubieses sido virgen, jamás te desposaría.

A Francesca le costaba pensar en un Kamal tan obtuso y medieval; sin embargo, no se animaba a desechar de raíz los comentarios de Sara cuando a ella misma la habían asaltado dudas acerca de la naturaleza de las creencias y pensamientos de su amante. No dudaba de su amor, de eso estaba segura; no obstante, sus silencios, sus miradas inextricables, los secretos que le escondía, la apabullante realidad de que, sobre todo, era árabe, la enfrentaban a la verdadera índole de Kamal, un hombre más bien duro e insensible, aunque pasional y mundano, a veces fogoso como el desierto, frío en ocasiones, al igual que sus noches de cielo despejado y luna llena, como si la característica climática de la tierra en la que había nacido le hubiese moldeado el espíritu a su imagen y semejanza, calentándole la sangre con la misma facilidad que se la enfriaba.

Sara aumentó sus dudas e inquietudes al recordarle la calidad de polígamos de los árabes, que, según indicó, podían desposar hasta a cuatro mujeres. Recitó de memoria el párrafo del sura que habla acerca del matrimonio: «No os caséis más que con dos, tres o cuatro mujeres. Elegid las que os agraden. Si no podéis mantenerlas debidamente, no escojáis más que una, o contentaos con vuestras esclavas». El párrafo le resultó de tal palmaria insolencia y desvergüenza que permaneció afligida el resto del día.

Una tarde, la última de marzo, Sara y Francesca conversaban en la cocina de la embajada cuando Malik se presentó con un telegrama.

—Es para usted, señorita —dijo, en ese tono de fingido respeto que a Francesca fastidiaba tanto.

—No me gusta Malik —dictaminó Sara, una vez que el chófer hubo salido—. No me gusta cómo te mira. Es callado y tranquilo, pero no debemos engañarnos: es resentido y malicioso. Fue él quien nos vino con el cuento de tu relación con el príncipe Kamal. «Lo tiene en un puño», dijo, y el gesto se le endureció de cólera. No me gusta para nada —repitió.

Francesca, ansiosa por leer el telegrama, pasó por alto el comentario y rasgó el papel deprisa.

—¡Kamal llega mañana! —exclamó.

El jet Lear de Kamal aterrizó en el aeropuerto de Riad a primera hora de la mañana siguiente. Antes de presentarse en el palacio del rey, donde lo aguardaban su hermano Faisal y sus tíos Abdullah y Fahd, pasó por su casa, tomó un baño y desayunó. No había pegado ojo en todo el viaje, con la mente puesta en Francesca y en las decisiones que tomaría una vez que llegase a la ciudad. Por más que sabía que los asuntos del reino ocupaban el primer lugar en las prioridades, no le agradaba la idea de retrasar la boda.

A lo largo de su vida, nunca había temido nada ni a nadie; ahora, sin embargo, experimentaba el miedo por primera vez a causa de ella; porque quizá todos tenían razón y, con la decisión de desposarla, le causaba daño. Cada noche, al regresar al hotel, mientras Ahmed Yamani contestaba llamadas telefónicas y leía la correspondencia, él se paseaba por la habitación con la ansiedad de una fiera enjaulada. Se daba una ducha fría y, luego, envuelto en su bata, se echaba en el sillón a desgranar los abalorios de su masbaha en busca de sosiego.

«Este no soy yo», se decía, y no lo era desde hacía casi un año, desde aquella noche en la fiesta de la Independencia venezolana cuando sus ojos descubrieron en un rincón de la sala al ser fascinante y luminoso que arruinaría la paz de su existencia. Descollaba en medio de tanto oropel gracias a la pureza de su mirada y de su belleza. Contemplaba el boato con superioridad y, sin embargo, nada en ella lucía presuntuoso; hablaba con decisión, pese a que sus movimientos no dejaban de ser sumamente gráciles y femeninos. Y cuando la vio bailar, la habría arrancado de manos del inexperto que la conducía, que osaba tocar ese cuerpo espigado y tierno, que él ya había decidido, le pertenecía. Francesca se había vuelto su obsesión desde esa noche en adelante, y el haberla poseído no sofocaba la revolución de sentimientos y sensaciones sino que la recrudecía, pues quería más, la quería toda para él. No le gustaba el cariz que tomaba la situación, pues, por primera vez en sus treinta y seis años, dependía de alguien para vivir.

Por eso se había impuesto, como una especie de cilicio alrededor del corazón, atender primero los asuntos de gobierno y luego encontrarse con ella.

Llegó al antiguo palacio del rey Abdul Aziz, que ahora Saud usaba como lugar de trabajo, pues para él y su familia había hecho construir una descomunal residencia en el barrio Malaz, el de la clase alta de Riad. El viejo palacio, con la imponencia y sobriedad de una típica fortaleza medieval, construida con adobe y piedra, pobre en ventanas y aberturas, era, sin embargo, el lugar más querido de Kamal, pletórico de recuerdos de la infancia, una etapa feliz de su vida.

Traspuso el portón rastrillo y estacionó su Jaguar cerca de la entrada principal, donde el guardia, después de una reverencia espartana, le indicó que lo esperaban en el despacho del rey. Kamal, que tenía la esperanza de no toparse con su hermano, caminó resignado por el patio embaldosado, escenario de sus juegos con Faisal y Mauricio. A la entrada del despacho, saludó con afecto a los guardaespaldas de Saud, El-Haddar y Abdel, apostados como pilares sobre las jambas de la puerta. Esclavos de la familia primero, al manumitirlos en 1953, no habían querido abandonar al rey Abdul Aziz, por quien profesaban una devoción ciega, y él los nombró sus guardaespaldas. Fieles hasta la muerte, habían demostrado arrojo en varias ocasiones: en el atentado de 1950, por ejemplo, donde El-Haddar perdió un ojo, que orgullosamente cubría con un parche negro, mientras Abdel debió luchar entre la vida y la muerte durante tres días a causa de las heridas en el estómago. Como ya no estaban para esos trotes, Saud los conservaba como chóferes o recaderos, pero siempre a su lado, pues en nadie confiaba más que en esos dos. Se decía que si se deseaba conocer o saber algo acerca del rey y de sus secretos se debía preguntar a Abdel o a El-Haddar; ahora bien, que alguno soltara prenda era harina de otro costal, pues, se aseguraba, ni las torturas más aberrantes los habrían ablandado.

Además de Saud, Kamal encontró en el despacho a su tío Abdullah, encargado de la Secretaría de Inteligencia, a su tío Fahd, ministro de Relaciones Exteriores, a su hermano Faisal, secretario de Estado, al ministro del Petróleo, el jeque Tariki, y a Jacques Méchin, que se acercó para saludarlo con sincera alegría. Al poco, llegó Ahmed Yamani, que se disculpó por la demora. Conversaron de trivialidades sin prisa y, aunque parecían relajados, ninguno pasaba por alto la tensión reinante desde la llegada de Kamal, como si junto a él, hubiese entrado un aire gélido y una sombra lúgubre. Abdullah, hermano dilecto de Abdul Aziz, su mano derecha junto a Méchin, tomó la palabra y explicó las medidas financieras propuestas por el rey.

—Antes de que llegaras, Kamal, Saud nos mostraba su plan programado de gastos hasta fin de año. —Y le pasó un informe, que Kamal hojeó.

—En la última parte —indicó Tariki— está la proyección de los ingresos con los que haremos frente a los gastos. Como verás, deberemos bajar las pensiones de la familia, pues las condiciones…

—Los recursos están sobrevalorados —interrumpió Kamal, y se produjo un silencio de muerte.

—¿Por qué lo dices? —se apresuró a intervenir Méchin.

Kamal disertó acerca de las condiciones de mercado: del posted price, de la tasa de interés del crédito internacional, que, por cierto, sería más alta que la prevista en el informe, de la superproducción petrolera rusa, que si bien no tenía la calidad del carburante árabe, muchas compañías lo tomarían por bueno, del nivel inflacionario, del sistema monetario y de la realidad política, nada favorable para los países integrantes del cártel. Por último, aseguró que los recursos serían un treinta por ciento menos que lo estimado y que el déficit ascendería a varios millones de dólares, sin contar el que arrastraban del año anterior, a duras penas cubierto con anticipos del pago del petróleo.

—Si es cierto lo que dices —habló Saud— volveremos a endeudarnos para cubrir el déficit, pues ya no se pueden bajar los gastos más de lo que lo hemos hecho.

—¿Y a quién le pedirás el dinero? —preguntó Kamal.

—A los bancos de siempre.

—No te lo prestarán —manifestó—. Con la creación de la OPEP te has echado encima a todo Occidente, y los bancos a los que piensas recurrir son su expresión más acendrada. Te pondrán mil excusas: que el precio del petróleo está bajo, que ya estás endeudado, que las garantías no son suficientes, y no te soltarán un dólar. Para ellos, la existencia del cártel representa una continua e inaceptable amenaza sobre el recurso energético más importante. Actuarán ahora que la OPEP es frágil y vulnerable.

—Terminarán por claudicar —se enfureció Saud—. Se arrastrarán para pedirme que les venda petróleo.

—Tú te arrastrarás —señaló Kamal, con tono tranquilo e impasible; el resto, en cambio, contuvo el aliento—. Ellos son los dueños del poder, debes entender eso, Saud.

—Pero necesitan nuestro petróleo —intentó Tariki.

—Necesitan petróleo —corrigió Kamal— y lo tienen asegurado con Irán y Libia.

—Tú no tienes ni idea —retomó Saud, presa del despecho— de los problemas que he tenido que soportar en estos años de reinado. Cuando nuestro padre murió, el reino estaba lejos de ser lo que creíamos.

—Nuestro padre —apuntó Kamal— murió en paz, pues alcanzó todo lo que se propuso y más. Recuperó las tierras que le habían arrebatado a su familia, unió las regiones de Hedjaz y de Nedjed, y fundó el reino. Consolidó su poder, y si hoy las grandes potencias del mundo nos respetan es gracias a él. Hasta los ingleses tuvieron que claudicar en sus intentos por dominarlo.

La conversación se caldeaba y los ánimos se inquietaban. Méchin decidió poner un coto al preguntar a Kamal si tenía alguna propuesta para capear la borrasca financiera en la que ya se encontraban al garete. En este punto, Ahmed Yamani sacó de su maletín varios informes y los distribuyó. Al ver el nivel bajísimo de gastos previstos, Saud y Tariki se opusieron.

—Tú eres el soberano de nuestro pueblo —aceptó Kamal—, la decisión está en tus manos. —Y con esto puso punto final a la polémica.

Fahd, que en silencio había parangonado el informe de Tariki con el de Yamani, se quitó las gafas, se puso de pie y, en un modo menos diplomático y conciliador que el de su hermano Abdullah, se dirigió a su sobrino el rey:

—La familia quiere que Kamal vuelva a ocuparse de los asuntos económicos y financieros como en el 58.

Las miradas escrutaron alternadamente el rostro del rey y el del inmutable príncipe.

—No es necesario —manifestó Saud—. La situación está bajo control. Este presupuesto de ingresos y gastos que preparó el ministro de Hacienda nos permitirá soportar la crisis de fondos hasta que el dinero por la venta del petróleo entre en nuestro poder. No quiero de vuelta la figura del primer ministro; sólo conseguiría poner en evidencia que tenemos problemas, y eso nos desprestigiaría en el extranjero.

—Ya estamos desprestigiados —soltó Kamal, y a Saud le tomó un momento comprender que su hermano había sido más directo de lo que pensaba.

—¿A qué te refieres? —espetó, de mal modo—. ¿Lo dices por la creación del cártel?

Tariki, verdadero mentor de la OPEP, intervino en la disputa entre los hermanos al exponer las razones que los habían abismado a la ingrata tarea de enfrentarse a las majors, es decir, a los monstruos petroleros ingleses y norteamericanos. Resultaba urgente aplacar los ánimos. Era plenamente consciente de que si Saud caía, lo arrastraría a él, y no tendría derecho a réplica, pues nadie en la familia dudaba quién era el cerebro que gobernaba Arabia desde hacía poco más de ocho años.

—En realidad —continuó Tariki—, la creación de la OPEP apunta a un objetivo mayor y supremo que es el de transformar los mercados de materias primas del mundo para evitar el pillaje al que nos someten los poderosos desde tiempos inmemoriales. No sólo se trata de agrupar a los países productores de carburante, sino a todos los países del Tercer Mundo que abastecen con sus commodities las industrias del Primer Mundo. Nos uniremos los más débiles para formar una sociedad invencible.

—¡Vaya socios que has elegido —ironizó Kamal—, los más pobres y endeudados del planeta! Cuando hablo de desprestigio me refiero a la actitud que estamos tomando frente a quien ostenta la hegemonía del mundo. Son ellos los que usan nuestro petróleo porque tienen industrias, son ellos los que nos pagan porque tienen dinero, y por estas dos razones, son ellos los que imponen las reglas. Nosotros deberíamos tirar a la basura el petróleo que con tanta facilidad encontramos en nuestras tierras si no fuera por las compañías que lo compran, pues no tenemos la tecnología siquiera para refinarlo, menos aún para usarlo; dependemos de ellos incluso para transportarlo en tubos hasta el puerto de Jeddah. Para el Primer Mundo, el hecho de que nosotros hayamos adquirido cierta notoriedad es simplemente a causa de un capricho de la Naturaleza. Nosotros sin Occidente no somos nada, y no podemos darnos el lujo de enfrentarnos a ellos.

—Pareces un secuaz de las compañías petroleras —expresó Saud, y se puso de pie—. Veo que la mujer cristiana con la que andas ha terminado por trastornarte de tal modo que eres capaz de traicionar a tu propia sangre.

El ambiente se tornó inmanejable, los gestos se tensaron y las miradas apuntaron al suelo. Kamal recogió sus papeles y los guardó en su portafolio con calma y sin apuro. Luego levantó la mirada imperturbable y la clavó en la de su hermano.

—No deberías haber dicho eso —manifestó.

Abandonó el despacho con la seguridad que le daba saber que Saud no lograría controlar los gastos y que los bancos no le prestarían un centavo para financiarlos. Se ahogaría, y él lo vería perecer sin tenderle la mano.

Fahd y Abdullah echaron un vistazo de reproche a su sobrino el rey antes de seguir a Kamal, escoltados por Yamani, Faisal y Méchin. La habitación se sumió en un mutismo que revelaba a gritos el desconcierto, el nerviosismo y la indecisión de los que permanecieron. Saud comenzó a tamborilear los dedos sobre el escritorio, mientras Tariki lo miraba con aire admonitorio.

—Lo mandaré matar —dijo por fin el rey.

—No harás nada de eso —ordenó Tariki—. Si lo mandas matar, terminarás por cavarte tu propia fosa, pues todo apuntará a ti. En este momento, en Medio Oriente, ningún grupo de poder ganaría nada asesinándolo y, por el lado de Occidente, ningún gobierno enviaría sus fuerzas secretas a eliminarlo cuando es su niño mimado y futuro aliado. Por ende, quedarías tú como su único y posible verdugo. ¿Por qué crees que pasó casi un mes entre Washington y Nueva York? Si quieres deshacerte de Kamal tendrás que pensar en otra cosa, deberás buscarle un punto débil, un talón de Aquiles, y golpear duro y sin piedad. ¿Qué hay de esa cristiana que mencionaste? ¿Qué se sabe en concreto respecto a ella?

Saud mandó a llamar a sus guardaespaldas, El-Haddar y Abdel, y les ordenó que se contactaran con Malik, su espía en la embajada argentina.

En la otra ala del palacio, el grupo que había abandonado el despacho del rey se congregaba en la oficina de Abdullah. Después del exabrupto de Saud, ninguno había vuelto a abrir la boca y, mientras cavilaban acerca de las circunstancias y sus consecuencias, bebían un café espeso y caliente, y sobaban cuentas multicolores.

—No hablaré aquí —dijo Kamal súbitamente—. Este lugar debe de estar infestado de micrófonos.

—Quédate tranquilo —pidió Abdullah—. Hago revisar la oficina cada mañana antes de comenzar a trabajar.

Faisal preguntó a Kamal acerca de su viaje a Norteamérica, y de inmediato se dedicaron a los temas de Estado. Ninguno mencionó la acotación zafia y extemporánea de Saud, pero a todos les rondaba en la cabeza la misma certera idea: que tenía los días contados como rey. Sus extravagancias y comportamiento licencioso, para nada de acuerdo con los dogmas islámicos acerca de la templanza del espíritu, habían acabado por hartar a la familia, que desde un principio había notado la escasa capacidad organizativa y la falta de carisma del sucesor de Abdul Aziz. Faisal, que sostenía el inmediato retorno al Corán como único medio para recuperar la antigua grandeza, era el más interesado en poner fin al escandaloso reinado de su hermano mayor, y presionó a Kamal una vez más para que tomase a su cargo el puesto de primer ministro sin pérdida de tiempo.

—No lo haré, Faisal —aseveró Kamal—. No aceptaré el puesto de primer ministro mientras no cuente con la garantía de que seré amo y señor en las cuestiones económicas y financieras. Quiero libre albedrío en los Ministerios de Economía y del Petróleo, y no toleraré a Saud metiendo sus narices y cuestionándolo todo. No viviré de nuevo lo del 58.

Se discutió durante más de una hora. Por último, Kamal resumió ideas y asignó encargos. Cuando cada uno supo lo que debía hacer y luego de fijar la fecha de la próxima reunión, se despidieron. Era casi mediodía.

—No te vayas aún —pidió Abdullah a Kamal—. Necesito hablar contigo.

Pensó interponer una excusa, pero desistió al ver en la mueca de su tío el rostro tan querido de su padre. Después de la muerte de Abdul Aziz nueve años atrás, Abdullah se había convertido en su guía y consejero. Sin duda, se había tratado de uno de los soldados más valientes con que había contado Abdul Aziz para llevar a cabo el proyecto de unificación de la península. Intrépido y arrogante en la guerra, mostraba, sin embargo, una faceta completamente distinta en tiempos de paz, y la mesura de su carácter se condecía con la sabiduría de sus razonamientos. Era muy consultado entre los miembros de la numerosa familia saudí. Se recurría a él para solucionar problemas de diversa índole, desde una designación en el gobierno hasta el nombre de un bebé.

—Tu madre ha venido a verme la semana pasada —empezó Abdullah—. Se trata del asunto con la muchacha argentina.

Kamal abandonó el sillón y se paseó por la habitación.

—Yo interpuse que seguro se trataba de otra de tus aventuras, pero ella dice que esta vez es distinto, que deseas casarte con ella. ¿Es cierto eso?

—Sí, es cierto.

—Kamal, se trata de una cristiana.

—Discúlpame, tío, no discutiré contigo ni con mi madre ni con nadie acerca de mi vida privada.

—Tu vida ya no es privada desde el momento en que la familia está pensando en ti como futuro rey.

Se miraron a los ojos, se midieron, trataron de esgrimir argumentos para convencerse mutuamente, y, por último, desistieron. Kamal tomó sus cosas, saludó con la típica venia oriental y se dispuso a abandonar el despacho.

—Aguarda un minuto —intentó Abdullah—. ¿Has pensado en el infierno que vivirá esa muchacha a tu lado en medio de una familia hostil, sujeta a costumbres para las que no está ni remotamente preparada?

—Lo único que sé —manifestó Kamal, luego de una reflexión— es que mi vida sería un infierno si ella no estuviese a mi lado.

—Eres un egoísta.

—Puede ser.

Abenabó y Káder condujeron a Francesca al apartamento de Kamal en el barrio Malaz, lugar que presentaba cierto riesgo, pues la familia Al-Saud en pleno habitaba allí; sin embargo, a la hora de la siesta no se encontraba un alma en la calle. Alrededor de las dos y media, el automóvil se detuvo frente a un pequeño pero elegante edificio, y Káder acompañó a Francesca, envuelta por completo en la abaaya, al segundo piso. Sin necesidad de llamar, Al-Saud le abrió.

—Hola —dijo Francesca.

—Hola —respondió él, y la hizo entrar.

Impartió órdenes a Káder, que permaneció de guardia en el palier de recepción de la planta baja. La guió a la sala principal en silencio, donde la desembarazó de la túnica, la chaqueta y el bolso. Se detuvo frente a ella y la acarició con la mirada, una mirada sin visos de lubricidad, mansa y sosegada, que sorprendió a Francesca. Kamal estiró el brazo y le pasó los dedos por la mejilla.

—Todos dicen que te hago daño atándote a mi suerte.

—Hazme daño, entonces —dijo ella, y le sonrió movida por la simple felicidad de tenerlo enfrente, y su sonrisa derritió la temperancia de Al-Saud, que la apretujó entre sus brazos y le besó la coronilla, la frente, los ojos húmedos, las mejillas, hasta que sus labios encontraron los de ella, cálidos y anhelantes.

—¡Pequeña! ¡Pequeña mía! —repetía Kamal, mientras la despojaba de la ropa.

Volvieron a amarse con la pasión de los días compartidos en Jeddah y en el oasis. Momentos después, se recuperaban dentro de la bañera, con el agua espumosa hasta el cuello, Francesca recostada sobre el pecho de Kamal. A veces se adormecían y, cuando se despertaban, hablaban en voz apenas susurrada. Kamal la besaba suavemente, jugueteaba con su pelo húmedo y la recorría desde el contorno de la cintura hasta la voluptuosidad de sus pechos.

—¿Cuántas mujeres tuvo tu padre? —quiso saber Francesca.

—Muchas.

—¿Más de cuatro como ordena el Corán?

—¿Has estado leyendo el Corán?

—No. Sara, el ama de llaves de la embajada, me recitó ese sura. También me dijo que a ustedes los circuncidan cuando tienen ocho años. ¿Puedo ver?

Kamal rió con ganas y le mostró.

—Yo no sabía que estabas circuncidado.

—Eso me complace —expresó él.

—¿Qué te complace?

—Que yo haya sido y sea el único en tu vida.

—Sí, lo eres —aseguró la muchacha, y volvió preguntar—: ¿Cuántas mujeres tuvo tu padre?

Kamal rió de nuevo. Al notar cierta burla en su risa, Francesca se enfurruñó.

—¿Por qué ríes?

—Porque me resulta divertido verte escandalizada. Tengo que reconocer que mi padre parecía querer poblar el reino sólo con su descendencia. Incluso tuvo hijos con algunas de sus esclavas. Un verdadero semental el viejo.

—¡Mamma mia!

—Y a ti, ¿qué cosa te salta en mente? ¿Que yo voy a tener muchas mujeres porque mi padre las tuvo o porque el Corán lo permite? Debes entender que, en este sentido, nos guían los mismos criterios que a cualquier hombre occidental. Aquel árabe que encuentra a una mujer que quiere y con la cual se halla en plenitud, seguramente no siente necesidad de contraer matrimonio con otra. ¿Tienes idea de cuántos europeos conozco que mantienen por años a dos mujeres, la esposa y la amante? Cuando no se trata de varias amantes a la vez. Lo de los occidentales es una poligamia encubierta y, me atrevería a decir, socialmente aceptada. Cuantas más mujeres, más viriles. Lo que ocurre es que los occidentales cambian el sentido a las palabras y confunden las cosas; hacen promesas y no las respetan. ¿O acaso no juran frente al altar fidelidad hasta que la muerte los separe?

Kamal la dejó callada y meditabunda. Le vino a la mente el amor furtivo entre el señor Esteban y Rosalía, y se acordó también de ella misma, aquella noche, la noche en que Aldo Martínez Olazábal llamó a su ventana y que, oculta en las penumbras del parque, casi sucumbe a su deseo. Estos recuerdos, sumados a la concisión del razonamiento de Kamal, le devolvieron la tranquilidad perdida la tarde que Sara le recitó el sura coránico. Entonces, hizo un agujero en la espuma y apoyó las manos de él sobre su vientre.

—Vamos a tener un bebé —dijo, y se giró para ver la reacción de su amante.

Al-Saud perdió el color cetrino de las mejillas y él, que nunca distraía la mirada, por un momento fue reflejo del desconcierto y la sorpresa.

—¿Qué te sucede? ¿Acaso no te complace la idea de ser papá?

Kamal no habló, prendado del contraste de su mano oscura sobre el vientre níveo de Francesca.

—Alá sea loado —musitó después, con la voz quebrada—. Un hijo mío creciendo dentro de ti. Un hijo mío dentro de ti —repitió—. ¿Por qué no me lo dijiste en cuanto llegaste? No te habría tocado. ¿Y si lo hemos dañado? He sido muy brusco contigo. ¡Lo hicimos en el piso! ¡Y en realidad fui una bestia! —se alteró, y Francesca encontró muy divertida su preocupación—. No te rías, no seas inconsciente. Salgamos de la bañera. Iremos a ver al doctor Al-Zaki. ¿No sientes dolores? ¿No tienes contracciones?

—¡Kamal, por amor de Dios! —se sorprendió Francesca—. ¡Tranquilízate! Tu hijo y yo estamos en perfectas condiciones. Y ni se te ocurra dejar de hacerme el amor porque estoy embarazada. No seas ignorante, eso no le hace daño al bebé. Me siento muy bien, salvo algunas descomposturas matinales.

—¿Descomposturas matinales?

—Las habituales, las que sufre cualquier mujer embarazada durante los primeros meses.

—No me importa, quiero que Al-Zaki te vea. Él se ocupa de los nacimientos de mi familia. Vamos.

Salieron de la bañera. Kamal la envolvió en una toalla y la cargó hasta el dormitorio como si se tratase de una inválida. La depositó en el lecho y se arrodilló junto la cabecera. Parecía haber recobrado la mesura y, mientras le sonreía y le despejaba la frente de los mechones, la contemplaba con una ternura que la emocionó.

—Te amo tanto —susurró Francesca—. Tenía miedo de que no lo quisieras.

—Cómo se te ocurre. Nuestro hijo es lo más grande que Alá me ha dado. —Le besó el vientre y descansó su mejilla sobre él—. Para mí, tú y el bebé son la razón que tengo para existir.

Francesca se reprochó la desconfianza y se preguntó qué la llevaba a atribularse con interrogantes vanos cuando sabía que Al-Saud era un buen hombre. ¿Por qué, después de todo lo vivido, aún sentía escrúpulos respecto a él? Lo observó mientras se cambiaba, serio y adusto como de costumbre, la mente afanada en vaya a saber qué cosa, inmerso en un mundo arcano al cual ella no accedía.

—En tres días parto hacia Ginebra —informó Kamal—. Se trata de un viaje corto; en menos de una semana estaré de regreso y comenzaremos con los preparativos de la boda. Ahora que mi hijo viene en camino, no hay razón para esperar.

—Otro viaje —se desazonó Francesca—. Otra vez sola.

—Los días pasarán como un suspiro.

—Cómo pueden pasar como un suspiro si prácticamente no tengo permitido salir al parque de la embajada. Abenabó y Káder no quieren llevarme al zoco de compras. Me paso el día entero encerrada en mi oficina, en la del embajador o en la cocina.

—Y así seguirá siendo —dictaminó Al-Saud, con dureza—. Abenabó y Káder cumplen órdenes mías. No quiero que te expongas, menos aún si yo no estoy en la ciudad. —Y ante la aflicción de la joven, Kamal se ablandó—: Escúchame, mi amor, éste no es un momento fácil para mí; existen cuestiones importantes que debo resolver antes de poder estar completamente tranquilo. Te pido que me comprendas y obedezcas. ¿Cómo podría seguir viviendo si algo te ocurriese, a ti o a nuestro bebé? No me lo perdonaría.

—¿Qué puede ocurrirme?

—Tú no debes preocuparte. Debes vivir tranquila, cuidarte y alimentarte para que nuestro bebé sea sano y fuerte como su padre. Le diré a Jacques que te visite a diario; sé que te gustaba conversar con él en otro tiempo. —Tomó perspectiva y, tras dirigirle una mirada estricta, le dijo—: Te noto más delgada. ¿Acaso no estás comiendo bien?

—No soporto nada en el estómago, vomito casi todo. Al principio, no toleraba el olor a leche; ahora, me ha dado también con la carne y el perfume que usa Mauricio. No tienes idea de las peripecias que hago para verlo lo mínimo e indispensable.

—No le has dicho que estás embarazada, ¿verdad?

—No, pensé que tú querrías hacerlo. Sólo Sara lo sabe.

—¿Cómo está Mauricio?

—Muy preocupado; las noticias que llegan de la Argentina hacen prever que el golpe de Estado es inminente. Si los militares toman el poder, ¿Mauricio tendrá que renunciar al cargo de embajador?

—No si puedo evitarlo. Con respecto a lo del embarazo, por el momento que nadie se entere.

Kamal se acercó a la mesa de noche y extrajo del cajón un primoroso estuche de terciopelo azul y se lo entregó. Francesca lo abrió con manos trepidantes y descubrió una gargantilla de cuatro vueltas de perlas que Kamal le colocó alrededor del cuello.

—Son perlas del archipiélago de Bahrein, las mejores que existen. Lo mejor del mundo para ti, Francesca —y le besó el cuello.

La joven levantó la vista y le sonrió para ocultar un mal pensamiento, pues su madre siempre decía que las perlas traían lágrimas.