CAPÍTULO XXIV.
El paria
Nahueltruz Guor no perdió la conciencia mientras cabalgaban, pero, al llegar a lo de Higinia, cayó sobre el jergón como un peso muerto. Minutos más tarde, se había desvanecido.
Loretana se apresuró en armar una almohadilla y acomodársela bajo la cabeza. Miró a su alrededor, desorientada y asustada. Contaba con escaso tiempo, debía regresar a la pulpería o su repentina desaparición levantaría sospechas. Tomó la olla del fogón y corrió al río por agua. De vuelta en el rancho, encendió un fuego y la puso a hervir. Limpiaría la herida, había visto a su tía Sabrina hacerlo en varias ocasiones cuando algún cliente resultaba herido en una pelea. Buscó prendas limpias para hacer vendas, su enagua estaba inmunda. Se sorprendió al hallar calzones, camisetas y calcetines nuevos y fragantes, que, supuso, se trataban de un regalo de la señorita Laura. Obtuvo varios jirones de una camiseta.
Con el facón de Nahueltruz, le cortó la camisa a la altura de la herida. Embebió el trapo en agua caliente y limpió la sangre. Nahueltruz se quejaba y se rebullía sin abrir los ojos, sin recuperar la conciencia. Se trataba de un orificio pequeño entre las costillas por donde aún manaba sangre. Resultaba imposible vendarlo apropiadamente sin la asistencia de alguien fuerte. Protegió la herida con los trapos y tapó a Nahueltruz con la manta. Su aspecto la asustó: tenía la frente perlada, las mejillas arreboladas y los labios resecos. Llenó un cacharro con agua fresca y, levantándole la cabeza, trató de que bebiera. El agua se escurrió por sus comisuras, y Loretana no supo si Guor había tragado algo.
—Volveré con el doctor Javier —juró la pulpera.
Llenó el cacharro nuevamente y lo dejó al alcance de Nahueltruz. Apagó el fuego y puso un poco de orden. Antes de marcharse, se arrodilló junto al jergón y besó los labios afiebrados de Nahueltruz.
—Perdóname —susurró, y el llanto le impidió decirle que lo amaba.
Loretana llegó al pueblo agitada. En otra ocasión, su tía Sabrina la habría regañado por su mal aspecto y por su desaparición; en ese momento, más interesada en contarle el último chisme, la llevó a la cocina y le soltó la novedad.
—¡Tu adorado Nahueltruz despachó al coronel Racedo al otro mundo! Pero esto no es lo más jugoso del asunto. Aquí te largo una que te va a dejar dando vueltas: Nahueltruz Guor es el hombre de la señorita Laura. ¡Ja! ¡Cómo te quedó el ojo! ¿Te dije o no te dije que ese miserable tenía otra? ¿Eh? ¿Qué me contestas? ¿No te digo yo que me hagas caso cuando te hablo, que parezco sonsa pero no soy? Parece ser que Racedo encontró a los dos tórtolos haciéndose arrumacos en el establo. ¡Ah, la de San Quintín se armó! Imagínate, el coronel Racedo, que andaba como bobalicón detrás de la señorita Laura, al verla con su peor enemigo, se le fue al humo. Pero ya tuitos sabemos que Racedo era más bien torpe con el cuchillo; Guor, como buen indio, lo manejaba como los dioses. No es de extrañar cómo terminaron las cosas: Racedo con un puntazo en la panza.
—¿Y la señorita Laura? —quiso saber Loretana, y su manera imperturbable fastidió a doña Sabrina.
—Y a ti, ¿qué bicho te picó? ¿No tienes nada pa’decirme? Te cuento que el pueblo se sacudió con un terremoto, y tú, como si nada.
—¿Y qué quiere que le diga? —se despabiló Loretana—. ¿Quiere que la felicite? ¿Que le diga que es la mejor bruja y adivina que conozco? ¿Que estoy feliz porque Nahueltruz se acostaba con la Escalante? ¿Que muero de la alegría porque la milicia lo persigue pa’matarlo?
—¡Ah, qué caráter de los mil demonios que tienes!
—¿Y la señorita Laura? —persistió Loretana.
—En su habitación, lloriqueando dende que el dotor Riglos la trajo aquí a los santos empujones. ¡Uy, qué despiole se va a armar!
Llegó un grupo de clientes, que luego de pedir chicha y vino, se acomodaron en una mesa para comentar los sucesos ocurridos en el establo. Loretana se ocupó de llenar los vasos y servirlos. En ese momento, prefería trabajar a seguir escuchando las gansadas de su tía Sabrina. Necesitaba despejar la mente y planear la manera en que volvería al rancho de la vieja Higinia, esta vez con el doctor Javier.
Al atardecer, no quedaba persona en Río Cuarto que no se hubiera enterado de la muerte del coronel Hilario Racedo a manos del ranquel Guor y de la relación de éste con la hija del general Escalante. Sólo Agustín permanecía ajeno a la tragedia de sus hermanos. Blasco irrumpió con la noticia en casa de los Javier y causó un efecto devastador. El general Escalante se puso pálido y se echó en la silla que tenía a mano. Entre el doctor Javier y María Pancha lo ayudaron a ponerse de pie y lo condujeron a su dormitorio, donde le pidieron que se recostase. El general insistía en que no se recostaría, que debía ir al hotel para hablar con su hija, de inmediato, no había tiempo que perder, tenía que saber qué había de cierto, él todavía no podía creerlo.
—¡Esto es una calumnia! ¡Mi Laura jamás se fijaría en un indio! ¡No en el hijo de Rosas! —vociferó, en completo descontrol.
María Pancha le aferró la mano, lo miró a los ojos y le ordenó que se recostara. Escalante consintió a regañadientes «porque le había comenzado a latir la rodilla». Javier le tomó las pulsaciones e indicó:
—María Pancha, pídale a Generosa que prepare una infusión de azahares más bien concentrada. Eso ayudará a serenarlo.
Media hora después, luego del té de azahares, las pulsaciones de Escalante habían recuperado el ritmo; su gesto, sin embargo, atemorizaba.
—Creo que debemos mantener al padre Agustín al margen de este desdichado asunto —opinó Javier—. Una cuestión de naturaleza tan delicada podría afectarlo hasta el punto de minar su salud de por sí frágil. Su hermana y su mejor amigo involucrados en un asesinato no es la clase de noticia que lo ayudará en la convalecencia.
María Pancha y Escalante cruzaron miradas significativas y asintieron. Doña Generosa llamó a la puerta y pidió unas palabras con su esposo.
—Está el sargento Grana en la sala —informó—. Viene a buscarlo. Dice que Carpio lo necesita en el fuerte por una herida en la cabeza.
—Tengo que ir al fuerte —comunicó Javier de regreso en la habitación de Escalante—. El teniente Carpio, el edecán de Racedo —explicó—, me manda llamar. Aprovecharé para averiguar algo.
Se convino que, mientras María Pancha y el general iban al hotel de doña Sabrina, Generosa cuidaría al padre Agustín, que, desde la mañana, había pedido por su hermana. En breve llegaría el padre Marcos para rezar el rosario y relevaría a la dueña de casa. María Pancha y Escalante caminaron en silencio hasta la pulpería. La furia parecía haber abandonado al general. El fatalismo que volvía a enfrentar su destino con el de Mariano Rosas había ejercido sobre él un efecto aplastante.
El padre Marcos se enteró de la muerte de Racedo también por boca de Blasco, que además le contó que la señorita Laura y Nahueltruz “eran novios”. Ante la noticia, lo primero que experimentó Donatti fue cobardía, porque no hallaba la entereza para arrostrar los chismes que volarían por las calles del pueblo, menos aún a su amigo José Vicente. De pronto, deseó encerrarse en su celda y no volver a abandonarla.
En parte se sentía responsable; Laura se encontraba bajo su tutela y él la había descuidado de forma imperdonable. No podría volver a mirar a los ojos a José Vicente o a Magdalena Montes ahora que la virtud de su única hija estaba por los suelos y él no había hecho nada para preservarla. A medida que evaluaba los acontecimientos, sus cavilaciones y vaticinios se volvían más agoreros. La furia de Escalante al saber a su adorada Laura relacionada con el hijo de Mariano Rosas sería desmedida; ni siquiera él se animaría a apaciguarla. Si la noticia alcanzaba Buenos Aires, Laura se deshonraría para siempre.
El padre Marcos no dudaba de las buenas intenciones de Nahueltruz, pero consideraba insensata su pretensión de amar a una mujer tan por encima de él. Quizá se trataba de una ilusión; tal vez Guor veía en Laura a la Blanca Montes que había amado a su padre tantos años atrás, esa cristiana que se había convertido en una india por amor. Laura, impulsiva y romántica, se había entregado a él sin detenerse a reflexionar acerca de las diferencias que los apartaban. Posiblemente lo había amado en un acto de rebeldía.
—Este ha sido un capricho que les costará muy caro —pensó en voz alta.
Consultó el reloj de pared: la hora de visitar al padre Agustín. Aunque lo preocupó la idea de que Agustín se hubiese enterado, enseguida confió en el buen criterio del doctor Javier que, no dudaba, lo habría preservado de una tristeza semejante. Marcos Donatti se puso de pie sin ganas, tomó el breviario y el rosario y se puso en marcha.
Sola en su habitación, Laura lloraba amargamente. La imagen de Nahueltruz herido e indefenso la obsesionaba, y que se hubiera convertido en un hombre perseguido por la justicia le resultaba intolerable. Por el momento, el único lugar seguro lo constituían los aduares de su padre, el sitio que Nahueltruz había decidido abandonar por ella. Lo seguiría a Tierra Adentro, no sabía cómo ni cuándo, pero lo seguiría; Leuvucó se convertiría en su hogar como lo había sido el de su tía Blanca Montes; allí sería feliz con Nahueltruz, no necesitaba la ciudad ni a su familia o amigos, sólo lo necesitaba a él.
Julián llamó a la puerta y, sin aguardar el permiso, entró. Laura se secó las lágrimas y se puso de pie. Evitó mirarlo a los ojos; lo había herido profundamente y se avergonzaba. Riglos la encontró tan triste, desvalida y empequeñecida que no pudo pronunciar las palabras antes calculadas. En la soledad de su recámara, la había odiado. Ahora sólo deseaba abrazarla y decirle que la amaba, que la perdonaba, que pronto dejarían ese lugar infernal y recomenzarían en Buenos Aires.
—Julián —habló Laura—, no estés enojado conmigo.
Riglos cubrió la distancia que los separaba y la envolvió con sus brazos. Laura apoyó el rostro sobre su pecho y se largó a llorar de nuevo.
La puerta se abrió de súbito, y Laura y Riglos se sobresaltaron.
—Papá —musitó Laura.
El general Escalante entró en la habitación y, aunque usaba bastón, caminó con resolución hacia su hija. A un paso de distancia, le propinó un sopapo de revés. Laura habría caído si Julián no hubiese atinado a sujetarla. María Pancha corrió a su lado y la condujo a la cama, donde la obligó a echar la cabeza hacia atrás para contener la hemorragia de la nariz.
—¡No, general! —exclamó Julián—. ¡Con violencia no, se lo suplico!
—¡Esta mocosa ha deshonrado el apellido Escalante revolcándose con un indio mugroso!
—Vamos afuera, general, hasta que recuperemos la calma y podamos hablar con propiedad.
Escalante se topó con la mirada furiosa y desafiante de María Pancha, y bajó la vista.
—No volverá a ponerle una mano encima —la escuchó decir, y Riglos los miró con desconcierto, no tanto por las palabras de la negra, a quien sabía impertinente, sino por la actitud sumisa que adoptó el general, que dio media vuelta y enfiló hacia fuera. Riglos lo siguió por detrás.
La puerta cerrada y la habitación en silencio, Laura echó los brazos al cuello de su criada y dio rienda suelta a su amargura. María Pancha la obligó a volver a la cama y a echar la cabeza hacia atrás. Lo despejó la frente y se la besó.
—Está herido, María Pancha. ¡Solo y herido! No sé adonde está. ¿Quién le curará la herida? ¿Quién?
Sobrevino un silencio en el que Laura fijó la vista en el cielorraso y dejó que las lágrimas cayeran por sus sienes sin el menor lamento. De repente, exclamó:
—¡Fue horrible! El coronel Racedo nos encontró en el establo mientras nos despedíamos. Amenazó con vejarme y matarme y denunciar que el autor de semejante bajeza había sido Nahueltruz. Él sólo me defendió. Racedo quería matarme, a mí y a él también. Nahueltruz me defendió, él me salvó. ¿Por qué la Justicia lo persigue si él me salvó? Se lo diré a quien tenga que decírselo, a la policía, al juez, alguien va a creerme, ¿verdad que sí, María Pancha? Alguien me creerá. Nahueltruz no haría daño sin una razón válida. Él estaba protegiéndome, él me defendió. ¿Dónde está Nahueltruz? Quiero ir con él. Tengo que estar con él. ¡Necesito estar con él! Ahora mismo salgo a buscarlo.
A duras penas María Pancha consiguió que Laura no dejara la habitación. Sabía que, si no la sedaba, la muchacha terminaría por colapsar. Buscó la botella de láudano que siempre llevaba en su canasta y diluyó unas gotas en un vaso con agua. La ayudó a incorporarse y a beber.
—Ahora trata de descansar. Nada lograrás en el estado en que estás. Lo ayudarás si te tranquilizas y reposas; necesitas la mente fresca.
—¿Quién le curará la herida? —insistió Laura, más apagada.
—Nahueltruz Guor es un hombre acostumbrado al peligro y a la vida dura. Confía en él y en sus habilidades. Nada malo le ocurrirá.
—¿Eso crees?
—Sí, Laura. Estoy segura de que sabrá cuidarse.
—Lo amo tanto, María Pancha.
—Lo sé.
Para sorpresa de doña Sabrina, esa noche Loretana se ofreció a limpiar la cocina y barrer la pulpería. Mataría las horas con esos menesteres hasta el momento de llamar a la puerta de los Javier. Debía ser precavida, Carpio tenía vigilada la casa del médico. Era conocida su amistad con el cacique Guor, no resultaba descabellado pensar que intentase ayudarlo.
Alrededor de las dos de la mañana, Loretana se embozó de negro, mimetizándose con la oscuridad de la noche en su avance hacia lo de Javier. Descartó la entrada principal; a pocos pasos, el chasquido de un yesquero y, un segundo después, la brasa de un cigarro le dieron a entender que el soldado del Fuerte Sarmiento perseveraba en su guardia. Se encaminó hacia la parte trasera y, como encontró el portón de mulas con cerrojo, debió trepar la pared y arrojarse sobre las lechugas de doña Generosa. La ventana de la habitación del matrimonio Javier daba al patio, y Loretana golpeó varias veces con discreción.
El doctor Javier, los ojos hinchados de sueño y la expresión confundida, abrió el postigo y acercó la palmatoria al rostro de Loretana, que se apresuró a descubrir su cabeza.
—¡Loretana! —se enojó Javier—. ¡Nos has dado un susto de muerte, criatura!
—Por favor, doctor Javier —suplicó la muchacha—. Sé adonde está Nahueltruz. Vengo a buscarlo pa’llevarlo con él. Está herido de bala.
—En cinco minutos estaré contigo —dijo el médico, y cerró la ventana.
Dejaron la casa por el portón de mulas. Javier había tomado la precaución de envolver los cascos de su caballo con trapos para evitar que resonaran. Fuera de peligro, detuvo la marcha y desembarazó de las envolturas al animal, que cabalgó rápidamente hacia lo de la vieja Higinia. Aunque Javier conocía el camino como la palma de su mano, Loretana sostenía una lámpara de cebo en lo alto.
En la puerta del rancho, Loretana vaciló, asaltada por un mal presentimiento. Javier le quitó la lámpara y la hizo a un lado con resolución. Luego de escuchar la voz de Nahueltruz que saludaba al médico, Loretana se animó a entrar. La espantó el semblante de Guor; en especial, los ojos, vidriosos y afiebrados, la llenaron de resquemores. A una orden del médico, encendió el fuego e hirvió el resto del agua.
—Doctor —pronunció Guor con dificultad—, ¿dónde está Laura? ¿Cómo está ella?
Loretana apretó la manija de la olla para sofocar la ira y los celos, sin éxito. Se dio vuelta y vociferó:
—¿Qué quieres saber de ésa? Te dejó solo con Carpio y Racedo, y se mandó a mudar como una cobarde cuando más la necesitabas. Ahí está, encerrada en su pieza, por la vergüenza y el miedo. Pero no te preocupes, que la consuela el doctorcito Riglos, ¿quién más?
Javier le lanzó un vistazo avieso y la urgió a continuar con su tarea.
—No sé nada de Laura, señor Guor. Ayer no fue en todo el día a casa. Ha sido difícil ocultarle la verdad al padre Agustín, que no se ha cansado de pedir por ella. Creemos que lo mejor es mantenerlo ajeno mientras su salud se restablece por completo.
—Entiendo —se desmoralizó Nahueltruz.
Javier le quitó la precaria venda y acercó la lámpara a la herida. Tomó un instrumento de su maletín y removió un pedazo de tejido. El rostro de Nahueltruz se contorsionó en una mueca de dolor; apretó los puños y endureció el cuerpo sobre el jergón, pero no se quejó.
—Afortunadamente la bala no está alojada en la costilla —informó Javier minutos más tarde—. Se trata de una bala de plomo, debo extraerla o terminará por envenenarle la sangre.
Javier adormeció a Nahueltruz con un cordial a base de opio y trabajó durante casi una hora para quitar la bala, desinfectar la herida y vendarla. Loretana le aseguró que se quedaría para asistir a Nahueltruz hasta el amanecer.
—Si despierta —le indicó—, le darás una medida del cordial para mitigarle el dolor. Prepararás una infusión de valeriana —y sacó de su maletín un talego con la hierba seca—, y se la darás a beber tibia. Debe tomar líquido —remarcó—. Para recuperar la fortaleza del cuerpo y la sangre perdida le darás esto —y le extendió un frasco—, el tónico de cáscara de huevo que prepara María Pancha. Es milagroso —acotó.
De regreso en su casa, el doctor Javier durmió un par de horas. Alrededor de las siete, cuando se disponía a escapar como un ladrón para visitar nuevamente a Nahueltruz, la campana de la puerta principal despertó a toda la familia. Un jinete, despachado la tarde anterior, traía malas noticias: en el Fuerte Mercedes, en San Luis, un brote de disentería ya se había cobrado varias vidas. El coronel Iriarte a cargo del regimiento lo mandaba llamar con carácter de urgencia.
En menos de media hora, doña Generosa había empacado la ropa del médico, mientras María Pancha y la doméstica preparaban una canasta con provisiones. A plena luz del día, con el chasque como escolta, el doctor Javier dejó su casa y partió rumbo al sur. El soldado apostado de guardia recibió sin sospechas las explicaciones del repentino viaje.
—Nos detendremos en este rancho —anunció Javier cuando se aproximaban a lo de doña Higinia—. Sólo me tomará unos minutos.
Javier halló solo a Nahueltruz. Dormía un sueño inquieto, a veces balbuceaba incoherencias. Había restos de valeriana en un cacharro y rescoldos en el fogón. Javier descubrió la herida y estudió su evolución. Guor se despertó entre quejidos.
—En principio —diagnosticó el médico—, la herida no tendría por qué infectarse. Es perentorio que la mantenga siempre cubierta y aseada.
Nahueltruz lo aferró por la muñeca y le suplicó:
—Doctor, por favor, dígale a Laura dónde me encuentro, pídale que venga.
—Sí, sí, lo haré, lo prometo, lo prometo. Aunque será dentro de dos o tres días. Ahora voy de camino al Fuerte Mercedes donde me requieren con urgencia. Pero cuando regrese, cacique Guor, tenga por seguro que se lo diré.
Javier limpió y curó concienzudamente la herida, y volvió a vendarla. Antes de abandonar el rancho dejó junto al jergón un saco con víveres, un odre con agua fresca y una botella de láudano.
Riglos abandonó el dormitorio de Laura con ganas de retorcerle el cuello. La muchacha le había confiado su plan sin comedimientos: viajaría a Tierra Adentro cuando las cosas se apaciguaran y lograría ponerse en contacto con Nahueltruz.
—Allí viviremos tranquilamente —había agregado, desconcertando a Riglos hasta el punto de dejarlo sin habla—. Nadie se atreverá a reclamarle a Nahueltruz en su tierra. Su padre lo protegerá.
Riglos salió al pasillo con el propósito de encontrar a Loretana. La tarde anterior, mientras aplacaba al iracundo general Escalante con un trago en la pulpería, doña Sabrina se había ido de boca.
—Yo le decía a la Loretana que ese Nahueltruz Guor era un miserable. Con mi sobrina puede ser, pero ¡mire que atreverse con la hija de un general de la Nación! —exclamó, mientras señalaba con deferencia a Escalante, que soltó un gruñido y se llevó el vaso con ginebra a la mesa más apartada. Riglos, en cambio, se quedó para escucharla.
—La Loretana estaba hasta el caracú con ese indio de porquería. Yo le dicía: «¿Qué esperas de un salvaje?». Pero no, la Loretana no escucha razones, es terca y dura como una mula, sí que lo é. Pa’ella, Nahueltruz é perfeto como Dios. ¡Un indio, un salvaje, como Dios! ¡Qué herejía!
A la luz de esta información y dado que Blasco no tenía nada que ver con el inopinado golpe en la crisma de Carpio, a Julián, atando cabos y examinando las circunstancias, se le ocurrió que Loretana había sido la responsable, incluso, que había asistido a Guor en su huida; debía de saber adonde se hallaba. Se encaminó hacia la cocina; la muchacha, recostada sobre la mesa, lloraba a moco tendido. Y lloraba porque esa madrugada, a pesar de lo dolorido y desorientado que estaba, Nahueltruz Guor se había mostrado categórico: sólo amaba a Laura Escalante, la amaba como nunca había amado a otra mujer, la amaría hasta el final de sus días y la convertiría en su mujer así tuviera que enfrentar a los milicos, al juez, al Cielo mismo. Loretana abandonó el rancho de la vieja Higinia luego de rogarle e implorarle, de insultarlo y maldecirlo, de llorar y patalear. Ya no volvería a verlo.
—Loretana —llamó Riglos, y la sacudió del llanto.
—¿Qué quiere? —preguntó la pulpera de mal modo, mientras se secaba la cara con el delantal.
—Pedirte un favor que, como siempre, sabré recompensar.
—No está el horno pa’bollos —se mosqueó la muchacha, que había malinterpretado el pedido.
—¿Ni siquiera para hablar del cacique Guor? —tentó Riglos.
Loretana levantó la vista y lo miró fijamente. Riglos prosiguió:
—No creo que sea una sorpresa para ti el interés que tengo en la señorita Escalante.
—Tendría que ser idiota pa’no haberme dao cuenta.
—Si es así, comprenderás que Nahueltruz Guor es un escollo…
—Un, ¿qué?
—Un estorbo, una complicación, un problema, un…
—Sí, sí, ya entendí, ya entendí, que no soy boba.
—Bien. Guor, entonces, es una complicación de la cual debo deshacerme.
—Y yo, ¿qué tengo que ver?
—Tu situación es la inversa de la mía. La señorita Escalante es tu complicación.
—¡Ni media complicación! Por mí, que se mueran y se repudran en el Infierno esos dos. ¡A mí me importa un bledo!
Julián Riglos tomó asiento junto a Loretana y buscó tiempo para recomponer su discurso.
—Entonces —prosiguió—, sabré recompensar tu ayuda de la manera que lo he venido haciendo hasta ahora. A esta altura de los acontecimientos, no te quedarán dudas de mi generosidad y de que, conmigo, puedes abultar aun más tu faltriquera.
—¿Qué tanto quiere de mí? —se impacientó.
—Quiero que me digas adonde se esconde Guor.
—¿Pa’qué?
—¿Acaso no te importaba un bledo? —parafraseó Riglos.
Loretana sacudió los hombros y se quedó en silencio.
—¿Por qué piensa que yo sé adonde está Guor? Quizá se fugó pa’Tierra Adentro.
—¿Cruzar el desierto herido de bala y solo? Loretana —se impacientó Riglos—, no me tomes por lo que no soy.
Nuevamente la muchacha guardó silencio.
—Le va a costar cara la información.
—Sabes que soy generoso.
—No quiero riales, esta vez.
—¿Qué quieres? —se sorprendió Riglos.
—Quiero que me lleve a Buenos Aires.
La mañana del segundo día después de la muerte del coronel Racedo, María Pancha entró en la habitación del hotel de doña Sabrina y encontró a Laura empacando sus cosas.
—¿Qué estás haciendo?
—Me voy —anunció la muchacha.
—¿Te vas?
—Sí, no soporto la espera. Me volveré loca si permanezco un minuto más aquí. Nahueltruz no se ha puesto en contacto. Temo por su vida —se angustió—. Además no quiero estar aquí cuando mi padre regrese. No toleraré otro escándalo. Si bien no ha vuelto desde el otro día, no pasará mucho y se presentará para echarme en cara sus prejuicios de la Edad Media.
—¿Adonde piensas ir? —intervino María Pancha sin molestarse en esconder cierta inflexión sarcástica—. ¿Vas a tomar tus cosas y caminar hacia el sur?
—No sé adonde buscarlo, es cierto, pero si no hago algo perderé la cordura. Encerrada aquí, entre estas cuatro paredes, tengo los pensamientos más negros, me altero fácilmente, no puedo dormir y, cuando lo consigo, me despierto sobresaltada por algún sueño macabro. ¡Iré a ver al padre Marcos! —exclamó—. Él debe de saber adonde se esconde Nahuel. Quizá esté en el convento.
—Los hombres de Carpio dieron vuelta el convento y no lo hallaron. El padre Marcos asegura que no tiene la menor idea adonde está. Él mismo me lo dijo. —Laura la contempló con desfallecimiento—. No cometas una imprudencia —rogó la criada—. Te suplico que trates de calmarte y aguardar. Hace dos días que no visitas a tu hermano. Está preocupado, cree que te has enfermado de carbunco y que nosotros se lo ocultamos. Ayer le dije que estabas en esos días del mes en que una mujer debe hacer reposo. Pronto, ésa ya no será una excusa. También le preocupa la ausencia de Guor, y para eso no tengo justificativo.
—Hoy mismo iré a ver a Agustín —dijo Laura.
Doña Sabrina llamó a la puerta y anunció al teniente Carpio, que se presentó en el dormitorio acompañado de dos hombres, el sargento Grana y el cabo Nájera, quienes se quitaron los quepis con reverencia y saludaron con una inclinación de cabeza. Laura apenas devolvió el saludo y no los invitó a tomar asiento.
—Supongo que mi visita no será una sorpresa para usted, señorita Escalante —habló Carpio.
—Por el contrario, teniente, su visita me sorprende. Pensé que después de lo que fui testigo en el establo me ahorraría volver a soportar su presencia. No puedo creer tanta desvergüenza de su parte, señor.
Por un instante, Carpio se mostró desconcertado. Grana y Nájera bajaron la vista y juguetearon nerviosamente con sus sombreros.
—En vez de sorprenderla, tal vez mi visita la avergüence —insinuó el militar.
—Señor Carpio, usted tiene un concepto muy equivocado de la vergüenza. No estoy avergonzada. Sí estoy desagradablemente sorprendida.
—Ya que mi visita la sorprende —aceptó el teniente—, le explicaré su propósito e iré directamente al grano. Mi tiempo es valioso y cada minuto perdido es una oportunidad concedida a ese salvaje para escapar del brazo de la ley.
—¡El brazo de la ley! —prorrumpió Laura—. En lo que a mí respecta, señor Carpio, usted no representa a la ley. Tampoco lo hacía el coronel Racedo, que ese día, en el establo, había jurado vejarme y asesinarme y achacar la culpa al cacique Guor.
—¡No le permito! —se alteró Carpio, y dio un paso adelante.
—¡Embustero! —se enfureció Laura—. ¡Usted estaba allí y lo escuchó de labios de ese desgraciado!
El sargento Grana apoyó la mano sobre el brazo de Carpio y lo contuvo.
—Señorita Escalante —intervino—, no es nuestra intención importunarla. Hemos venido hasta aquí con el sólo propósito de interrogarla acerca del paradero del cacique Nahueltruz Guor.
—No conozco su paradero, pero tenga por seguro que si lo conociera no se lo diría.
—¡Podríamos encerrarla por obstruir el curso de la Justicia! —explotó Carpio.
—¿Encerrar? ¿A quién? —preguntó Julián, que había estado escuchado detrás de la puerta e hizo su aparición en el momento propicio.
La habitación quedó en silencio. Riglos se detuvo junto a Laura en actitud protectora.
—El teniente Carpio desea interrogar a Laura, doctor —explicó María Pancha.
—¿Interrogarla? —simuló sorprenderse Riglos—. ¿Tiene la orden emitida por el juez de paz, teniente?
Carpio sabía que no lidiaba con un leguleyo. Racedo le había comentado que Julián Riglos era un reputado abogado porteño, hábil conocedor de la ley y de sus vericuetos, con un sinfín de casos complejos llevados a buen puerto. Como tampoco dudaba de las conexiones del doctor Riglos en la capital, decidió bajar el copete.
—No, doctor —terminó por conceder—, no contamos con la orden del juez. Pensábamos que la señorita Escalante, por tratarse de una ciudadana digna y responsable, querría colaborar con la Justicia voluntariamente.
Laura tuvo intenciones de arremeter otra vez contra la impunidad y el descaro del militar, pero una mirada de María Pancha la sofrenó.
—Precisamente —interpuso Riglos—, por tratarse de una ciudadana digna y responsable, Laura Escalante tiene derechos. Sin una orden del juez que determine lo contrario, uno de sus derechos es callar si así lo prefiere.
—Ella es parte involucrada —tentó Carpio—, estuvo en la escena del crimen.
—Error, teniente —corrigió Julián—. Ella dejó el establo antes de los penosos acontecimientos que llevaron a la muerte del coronel Racedo. Yo —expresó, señalándose el pecho—, soy testigo de eso. Laura vino a buscar mi ayuda. Cuando llegamos al establo, el coronel Racedo ya estaba muerto y usted, desvanecido en el suelo.
Los militares dejaron la habitación sin saludar. Laura se aferró a la cintura de Julián, que la envolvió con sus brazos y le besó la coronilla.
—No sé qué habría hecho si no hubieses llegado.
—Laura —habló Julián, y la obligó a tomar asiento—, Carpio puede conseguir la orden del juez de paz y obligarte a decir lo que sabes; quizá te encierre en la celda del fuerte con alguna excusa; puede hacerlo, si tiene al juez de su parte —aclaró—. Será mejor que salgamos cuanto antes para Buenos Aires. Tu hermano está prácticamente recuperado. Nada nos detiene.
—¡Jamás! No dejaré Río Cuarto hasta saber adonde está Nahuel, cómo se encuentra y cuáles son sus planes.
Julián Riglos se maravillaba de su propio dominio. Cada vez que Laura lo llamaba «Nahuel», los celos lo sacudían interiormente; su rostro, sin embargo, permanecía impertérrito, ni un solo movimiento o gesto denunciaban su martirio. No obstante, se cuidaba de María Pancha, que siempre le adivinaba las intenciones.
—No —persistió Laura—, no me moveré de aquí. Nahuel sabe que estoy en lo de doña Sabrina, él se pondrá en contacto, él vendrá a buscarme, lo sé. Él está bien, está vivo, sólo se oculta para protegerse, ¿verdad?
Julián la conocía demasiado para suponer que la persuadiría. Con todo, se animó a insistir.
—Laura, escúchame, por favor. Apelo a tu sensatez para pedirte que dejes a ese hombre y regreses a Buenos Aires. El cacique Guor no es un hombre común y corriente: es un ranquel, que habita entre salvajes, tiene costumbres de salvaje, actúa como tal. ¿Cómo se supone que soportarás una vida tan distinta a la que has llevado hasta el momento? —Julián acortó la distancia de dos zancadas y la aferró por los hombros—. ¡Por amor de Dios, Laura! ¿Acaso no te das cuenta de que ésta es otra de tus locuras?
Laura se sacudió las manos de Julián y lo miró fijamente. No había despecho ni rabia en sus ojos sino convicción y seguridad, lo que lo desalentaron aun más.
—Nunca he cometido locuras —pronunció la muchacha—. Lo que la gente ha juzgado descabellado, han sido actos meditados y conscientes, decisiones fundadas en mis convicciones. Siempre he actuado libremente, guiada por mis creencias, y si he escandalizado a media Buenos Aires, me tiene sin cuidado; prefiero ser criticada por mis actos a comportarme de acuerdo con las reglas de otros, a engañarme, a fingir lo que no soy. Llegaría a despreciarme por ser hipócrita. He decidido ser la mujer de Nahueltruz Guor y nada me hará torcer mi decisión.
Riglos se dijo que habría sido fácil denunciar el paradero de Guor y echarle la milicia encima. Muerto el perro, acabada la rabia. Pero se trataba de la peor solución: si Laura se enteraba de que él había guiado a Carpio y a sus hombres hasta Guor, jamás lo perdonaría, la perdería para siempre. No dudaba de Carpio, él sabría guardar silencio acerca de la fuente de información; el problema lo encarnaba Loretana. Ése era un cabo suelto que no podía darse el lujo de soslayar. La ambición la volvía peligrosa e imprevisible. De ninguna manera dependería de sus caprichos ni se sometería a sus veleidades, no le serviría en bandeja la posibilidad de amenazarlo y chantajearlo con un asunto de vital importancia. Se alejó hacia el patio, la mano en el mentón, la mirada en el suelo. Meditaba. Se le ocurrió que, después de todo, el gran amor que Laura profesaba por el indio podía convertirse en su talón de Aquiles.
—Laura —dijo, volviendo al dormitorio—, hasta hace un momento no sabía si confesarte esto porque temo que cometas una locura. Ahora, sin embargo, creo que es mejor que te lo diga. Yo sé adonde se oculta el cacique Guor.
Laura se puso de pie de un brinco y ahogó un gemido. María Pancha se acercó a paso rápido.
—¡Dónde está! —se desesperó—. ¡Llévame con él! ¡Quiero verlo! ¡Necesito verlo! ¡Él me necesita! ¡Lo sé, él me necesita!
—¡Laura, por favor! No hagas que me arrepienta de haberte confesado que conozco su paradero. Temía que reaccionaras intempestivamente. Por favor, serénate.
María Pancha tomó a Laura por la cintura y la guió hasta la silla, donde la obligó a beber unos sorbos de agua. Volvió sus ojos inquisidores a Julián que, incómodo, evitó a la negra y se concentró en el bienestar de Laura.
—¿Cómo supiste adonde está Nahuel?
—Eso no tiene importancia. Lo sé, es lo que vale ahora.
—Quiero verlo, de inmediato —insistió ella—. Por favor, dime adonde está.
—No, Laura, por el bien tuyo y el de Guor no debes conocer el lugar adonde se oculta. Carpio mantiene vigilada la pulpería y la casa de Javier. En el estado en el que te encuentras, la desesperación te jugaría una mala pasada y te precipitarías a su lado. Apenas asomes la cabeza en la calle, te seguirán. Sin intención, te convertirás en su condena.
—No, no, por Dios, no —sollozó.
María Pancha seguía atentamente los razonamientos de Riglos, mientras se decía: «Aquí hay gato encerrado». Su filantropía no la convencía.
—¿Qué hacemos, entonces? —se inquietó Laura—. Tenemos que ayudarlo.
—Sí, Laura, sí, vamos a ayudarlo —concedió Riglos—. Iré a verlo, quiero hablar con él y buscar la mejor manera de resolver este problema.
—¿Irás ahora?
—No, iré esta noche, si encuentro la posibilidad.
—¡Oh, esta noche! Las horas serán eternas —suspiró Laura. De inmediato, con nuevas ínfulas, se puso de pie y buscó papel, pluma y tinta. Le escribiría a Nahuel, anunció.
—¿Sabe leer? —se sorprendió Riglos.
La habitación se sumió en un silencio en el que sólo se distinguía el rasgueo de la pluma sobre el papel. Riglos salió nuevamente al patio, en parte para rehuir a la incrédula María Pancha; también en busca de aire fresco y de una oportunidad para serenarse.
Laura ensobró la carta y se la entregó a Julián, que la guardó en el bolsillo del pantalón.
—Gracias, Julián. Una vez más, estoy en deuda contigo. ¿Cómo podré pagarte? Prepararé un lío con ropas limpias, medicinas, comida y un odre de vino, y María Pancha lo llevará a tu habitación antes de que salgas esta noche.
Riglos la besó en la mejilla y dejó la habitación precipitadamente. María Pancha anunció que iría por agua fresca y salió detrás de él. Cruzó el corredor a tranco rápido, pues temía perderlo de vista. Se detuvo a la entrada de la cocina al verlo en actitud sospechosa. No había nadie, sólo Riglos, que tomó la carta de su bolsillo y la ocultó entre las leñas del fogón que en breve arderían para cocinar el almuerzo. Apareció Loretana y hablaron en voz baja. Dejaron la pulpería pocos minutos después.
María Pancha se acercó a la trébedes y recuperó la carta de entre la leña fresca. La abrió.
Villa del Río Cuarto, 13 de febrero de 1873
Amor mío, el portador de la presente es el doctor Julián Riglos, en quien puedes confiar plenamente. Tú ya sabes que es un gran amigo mío. Él ha ofrecido ayudarnos…
María Pancha devolvió la carta al sobre y la escondió bajo el escote de su vestido. «Abusaste de la paciencia que te tiene el doctor Riglos, Laura, —se dijo—. Él no te quiere como un padre. Te ama desde, hace años como un hombre ama a una mujer». Tomó una jarra con agua fresca y, mientras se encaminaba al dormitorio, resolvió: «Quizá sea por el bien de todos».
Esa tarde, Laura se presentó en lo de Javier por primera vez desde la muerte de Racedo. Apenas cruzó el vestíbulo, percibió tensión e incomodidad en el ambiente. Sin palabras, doña Generosa le palmeó la mejilla y le apretó el hombro en la actitud de quien da el pésame a una viuda; Mario, siempre tímido y huidizo, se quitó la gorra y bajó la cabeza en señal de saludo. El general Escalante, que leía en la sala, bajó el periódico y la contempló brevemente. Laura, flanqueada por María Pancha y doña Generosa, lo enfrentó sin amilanarse. Aunque el general se lamentaba de haberla golpeado, su terquedad y rencor le impedían un acercamiento. Se levantó del sillón y abandonó la sala.
—Me alegro de que hayas venido —aseguró doña Generosa.
—Vengo a visitar a Agustín.
—Sí, por supuesto. Está en su recámara con el padre Marcos.
Las tres mujeres pasaron al interior de la casa. Llegó Riglos, que le indicó a la criada de doña Generosa que deseaba entrevistarse con el general Escalante. José Vicente se presentó al cabo.
—General —pronunció Riglos—, necesito discutir un asunto muy delicado con usted. Se trata de Laura.
El semblante saludable de Agustín y la sonrisa con que la recibió le devolvieron algo de alegría. Donatti la saludó cariñosamente y le cedió su silla junto a la cabecera. A Agustín, en cambio, lo alarmó el estado de su hermana, que en tres días parecía haber sufrido los efectos de una enfermedad devastadora: tenía el rostro muy delgado, los ojos enrojecidos y hundidos y no presentaba el aspecto aseado y cuidado de costumbre.
—¿Por qué no has venido a verme estos días? Te ves cansada.
—No me he sentido bien. El calor, supongo. Cosas de mujer —dijo por fin, y desestimó el asunto con un ademán.
—Tampoco ha venido Nahueltruz.
—Probablemente tuvo que regresar de improvisó a Tierra Adentro —interpuso el padre Marcos.
—Agustín —habló Laura, y se movió hacia delante en la silla—, hace tiempo que quería darte esto —y desenvolvió su mantilla de la que extrajo el cuaderno de su tía Blanca Montes, el ponchito y la cajita con el guardapelo—. Pocos días después de mi llegada, Carmen, la abuela de Blasco, me entregó estas cosas. Me dijo que Lucero te las mandaba, que habían pertenecido a Uchaimañé.
Pronunció lenta y claramente las últimas palabras y aguardó casi con miedo la reacción de su hermano. La sorpresa y la emoción colmaron el rostro demacrado de Agustín y le confirieron una vitalidad que parecía perdida para siempre. Luchó por incorporarse entre las almohadas, y Laura y el padre Marcos se pusieron de pie y lo ayudaron. El sacerdote, tan sorprendido como Agustín, admiraba los objetos con igual emoción.
—Tu madre escribió sus memorias en este cuaderno. Días atrás terminé de leerlas.
—¿Esto fue escrito por mi madre? —preguntó Agustín, mientras repasaba y acariciaba las hojas que no podía leer a causa de la vista nublada de lágrimas.
—Este era su guardapelo —prosiguió Laura, y abrió la cajita—, con los mechones de sus dos hijos, el tuyo y el de Nahueltruz.
El padre Marcos y Agustín levantaron el rostro y la contemplaron fijamente, la sorpresa dibujada en sus expresiones.
—Tía Blanca lo llevaba al cuello para tener a sus hijos cerca del corazón —y no alcanzó a decir: «Agustín, tu madre te amó muchísimo» porque se le estranguló la voz.
Con mano temblorosa, Agustín abrió el guardapelo y miró fijamente el contenido hasta que Laura le mostró el ponchito.
—Esto lo tejió para ti poco antes de morir.
Agustín besó el poncho y lo presionó contra su mejilla. Laura acababa de entregarle el tesoro más preciado, los objetos que más estimaría hasta el día de su muerte. Y lo hacía feliz haberlos recibido de manos de su hermana, a quien tanto quería. Los ánimos se fueron apaciguando, las lágrimas se secaron y poco a poco recuperaron el dominio y hablaron sin que les fallara la voz. Agustín expresó que se alegraba de que Laura se hubiera enterado de que Nahueltruz Guor era su medio hermano.
—Quizás así te sea más fácil comprender lo que tengo que decirte —añadió—. Mi madre tenía un tío, su nombre era Lorenzo Pardo.
—Sí, de hecho lo menciona en sus memorias.
—Murió a principios del año pasado —prosiguió Agustín—, en la ciudad de Lima.
—Lo siento.
—Yo también sentí su muerte. Tío Lorenzo es uno de los recuerdos más lindos de mi infancia.
—Tu tío Lorenzo —habló el padre Marcos— te quería como si fueras su propio hijo.
—Lo que le pedía me lo concedía, y más —reconoció Agustín—. En realidad, lo que más me agradaba de tío Lorenzo era que parecía preferir mi compañía a la de los mayores. Eso me gratificaba y me hacía sentir importante. Antes de morir, me nombró heredero universal de sus bienes. Su fortuna, si bien no tan cuantiosa como años atrás, es importante. Como entenderás, por el voto de pobreza que hice al ordenarme, no puedo aceptar un centavo de esa herencia para beneficio personal. Por eso, he legado la mitad a la congregación a la que pertenezco y la otra mitad a mi hermano, a Nahueltruz.
Agustín detuvo su exposición y la contempló con resquemor. Había debatido noches enteras si debía incluir a Laura en el legado. Luego de sopesar pro y contras y de analizar las circunstancias, decidió dejarla fuera. El motivo principal: Laura se convertiría en una mujer muy rica el día que el general Escalante muriese.
—Ah, para eso los notarios de San Luis aquella mañana —rememoró Laura con nostalgia.
—Sí. ¿No te importa que te haya excluido? —aventuró a preguntar Agustín—. ¿No estás enojada conmigo? Nahueltruz y su familia son tan pobres —justificó—, y tú serás tan rica cuando muera papá. Después de todo, Nahueltruz es tan sobrino de tío Lorenzo como yo, y él necesita tanto ese dinero… No te importa, ¿verdad?
—¡No, no me importa! —exclamó Laura, entre lágrimas y sonrisas—, ¡claro que no me importa! Estoy feliz por Nahueltruz y por su gente. ¡Claro que no me importa! ¿Cómo pensaste que iba a enojarme contigo? —Y habría gritado a los cuatro vientos: «¿Cómo pensaste que iba a enojarme cuando yo misma daría mi vida por ese hombre? ¡Porque lo amo, lo amo!».
Pero calló.
En cambio, se desmoronó sobre el pecho de Agustín y lloró amargamente como cuando niña y Magdalena o el general la reprendían. Ahora también esperaba que su hermano mayor la consolara y le dijera que todo iba a estar bien.