CAPÍTULO XXI.

Últimas palabras

Riglos estaba de mal humor. Había cumplido a pie juntillas lo que Laura le había pedido y sólo había conseguido un instante con ella en la populosa sala de los Javier y un despasionado beso en la mejilla. Para peor, se había negado a almorzar con ellos, privándolo incluso de la posibilidad de contemplarla. El deseo de tenerla nuevamente entre sus brazos y besarla en la boca lo acosaba desde la mañana que dejó Río Cuarto. Los labios de Laura sabían tan bien, jamás pensó que un simple beso lo afectaría de esa manera.

Terminado el almuerzo en lo de Javier, se dirigió a la pulpería de doña Sabrina para finiquitar sus asuntos con Loretana. La encontró detrás de la barra, sirviendo unos tragos. Al pasar hacia su habitación, Julián le lanzó un vistazo intencionado y Loretana asintió imperceptiblemente. La muchacha apareció minutos más tarde, se había quitado el mandil sucio, se había peinado y olía a rosas. Julián la apreció de arriba abajo antes de indicarle una silla.

—Sabré por Laura si has cumplido con lo que te pedí —empezó Riglos.

—¿Usté lo dice por lo de cambiar las sábanas, prepararle el baño y eso? Pregúntele nomá y verá usté que no tiene de qué quejarse. La hemos atendió como a una princesa, a pesar de que es una engreída y cocorita.

—¿Qué hizo Laura durante los días en que me ausenté?

—Cuidar al padrecito Agustín, eso es lo que ha hecho.

—¿Ningún problema en mi ausencia?

—Ninguno. La seguí de cerca, como usté me mandó, y nada raro sucedió. Se levanta temprano tuitas las mañanas, se baña, desayuna y parte pa´lo del dotor Javier, onde se queda hasta la tarde. A veces va al convento, a veces va a lo de don Panfilo, el boticario, pero nada más. A Blasco, el muchacho de la caballeriza, le di unos riales y la ha seguío a sol y a sombra. Ella se ha portao muy bien —expresó Loretana con suspicacia—, el que se ha portao muy mal ha sido el coronel Racedo.

—¿Racedo?

—El coronel anda como loquito detrás de su adorada señorita Laura y hasta se dice que le ha propuesto matrimonio.

—¡Hijo de puta! —se descontroló Riglos.

—No se mosquee, doctor, que la señorita Laura no le ha correspondió ni ahicito. Le aseguro a usté que si el coronel Racedo fuera un perro pulgoso, la señorita Laura lo trataría mejor. Parece que se ha dao por venció, el pobre coronel, porque hace días que no le vemos el morro por aquí.

Julián colocó un talego en la mano ávida de Loretana y la despidió. Cerró con llave y se echó en la cama. Siempre supo que dejar sola a Laura traería problemas. Los celos le volvían negros los pensamientos. ¿Y si Racedo la había besado? ¿Y si la había tocado? Sólo pensar que ese miserable la hubiese mirado con ojos de lobo bastaba para convertirlo en una fiera capaz de matar a sangre fría.

—¡Ah, carajo! —explotó, y dejó la cama.

Se estaba cansando de esperarla, de hacer su voluntad y de satisfacerle los caprichos sin obtener nada a cambio. Lo paupérrimo de la habitación le agrió aun más el humor. No soportaría muchos días en ese pueblo de morondanga. Según el diagnóstico de Javier, el padre Agustín mejoraba; ya no quedaba nada que atara a Laura a Río Cuarto. Antes de que terminara la semana la tendría dentro de su volanta rumbo a Buenos Aires donde la haría su esposa, a la fuerza si era necesario.

Aunque largo, por momentos agotador, el viaje a Leuvucó significó una luna de miel para Mariano y para mí. Solos en la inmensidad de la Pampa, nos dedicamos a conocernos, a reencontrarnos. Durante el día compartíamos eternas conversaciones; en la noche, nos volvíamos uno. A veces Mariano me notaba cansada y prefería envolverme en sus brazos y acunarme con palabras de amor hasta que quedaba profundamente dormida. El aire del campo, el clima benévolo, con brisas cálidas y días templados, operaban maravillas en mis pulmones. En ocasiones, el dolor en la espalda y el pecho se desvanecía por completo y los accesos de tos se espaciaban. Cuando arremetían, ahí estaba Mariano, solícito, diligente, que me sujetaba, me alentaba, «ya va, a, pasar, ya va a pasar», y yo tomaba su fuerza y la convertía en la mía.

La mañana que avistamos los aduares de Leuvucó, me agité sobremanera, tanto que Mariano decidió detener la marcha. La inminente llegada a las tolderías me embargaba de tristeza y de alegría. De tristeza, por los años perdidos, por Agustín, a quien no volvería a ver, por mí, porque sabía que iba a morir. De alegría, porque en pocas horas estrecharía a mi hijo Nahuel, mi adorado Nahuel, y volvería a poner pie en la tierra donde había descubierto el amor. Mariano me habló largo y tendido; su mesura y seguridad me restablecieron el dominio. Le rogué que siguiéramos, que sólo quería llegar a mi casa.

Los ranqueles nos habían visto porque, faltando pocas leguas, se aproximó al galope una comitiva de recepción que enviaba el nuevo cacique, el hermano mayor de Mariano, Calvaiú. Parlamentaron como es costumbre cuando reciben a un viajero. Luego, los jinetes nos rodearon para escoltarnos hasta el toldo principal, el de las cinco lanzas con penachos de plumas coloradas que había pertenecido a Painé y que ahora ocupaba su hijo mayor.

La dinastía Guor en pleno nos aguardaba en la enramada: Calvaiú y su mujer Pulquinay, Huenchu Guor y su mujer Ayical, Epumer y Güenei, la menor, casada recientemente con el cacique Huenchuil. Mariana, de pie a un costado, apoyaba su mano sobre el hombro de un niño; a su lado, un perro, las orejas paradas, la mirada atenta. Los estudié sin prisa. Para sus siete años, Nahueltruz era muy alto, más alto que su primo Catrileo. Llevaba el pelo suelto y una vincha en la frente. Vestía pantalón de paño marrón y una camisa blanca de algodón, muy a la “huinca”. Por la expresión de su rostro no pude dilucidar si se encontraba afectado por mi presencia. Su contemplación impertérrita me confundía; sus ojos grises, más hermosos de lo que recordaba, me hechizaban.

«Gutiérrez», dije, y el perro comenzó a gañir y a temblar, pero no se movió del lado de su pequeño amo. Avancé hacia ellos, Mariano detrás de mí. Notaba el silencio a mi alrededor, las miradas me pesaban sobre los hombros. Temí que Nahueltruz me rechazara, quizás había interpretado mi ausencia como un abandono, o tal vez esa mujer que se le acercaba nada tenía que ver con la madre de sus fantasías, con la madre a quien le había regalado su juguete más valioso. Me detuve y aferré la mano de Mariano como si se tratara de un áncora.

De rodillas frente a Nahueltruz, lo miré fijamente; ahora que lo tenía tan cerca quería apreciar cada detalle de su carita entrañable, y memorizarlos. «¿Ya no se va a ir de nuevo?», me preguntó en araucano. Negué con la cabeza, la garganta hecha un nudo. No quería llorar, causa mala impresión en los hijos ver llorar a los padres, recuerdo cuánto me afectaba ver llorar a mi padre luego de la muerte de mamá. Nahueltruz, sin embargo, con su actitud de adulto, parecía comprender que yo necesitaba hacerlo. Lo apreté contra mi pecho y enseguida sentí la presión de sus bracitos en torno a mis hombros, pero no lo besé por temor al contagio. Los ladridos de Gutiérrez y la algazara de los indios nos envolvieron.

Mariano me ayudó a ponerme de pie y levantó a Nahueltruz en brazos. Siguieron los saludos y abrazos con el resto. Aparecieron Lucero y Miguelito y sus dos hijitas, Dorotea Bazán y Loncomilla, toda una mujercita, Güichal y su familia y, mientras estábamos en el toldo de Calvaiú, se presentó Baigorria con su gente. Como de costumbre, tomamos asiento en círculo y las cautivas nos sirvieron el almuerzo, y fue como remontarme a los viejos tiempos, cuando Painé aún vivía y nos invitaba a compartir la comida en su tienda.

Lucero, Dorotea y Mariana acapararon mi atención, mientras los hombres se dedicaron a tratar sus cuestiones. Nahueltruz, sentado entre las piernas de su padre, me estudiaba con detenimiento, le preguntaba al oído a Mariano, volvía a mirarme. Lo habría llamado, le habría pedido que se sentara sobre mis piernas, pero me abstuve: mi hijo necesitaba un tiempo para acostumbrarse al rostro de esa extraña que se decía su madre. Gutiérrez, en cambio, no juzgaba tan duro el reencuentro y, apoltronado a mis pies, recibía mis caricias.

«Gracias por cuidar tan bien a mi hijo», susurré a la cacica vieja, que se limitó a apretarme la mano. Lucero se dedicó a contarme vida y obra de cada habitante de Leuvucó, incluso algunos chismes de los salineros, recientemente emparentados con la casa Guor a través del matrimonio de una sobrina de Calfucurá con un primo de Mariano. Me refirió también acerca de la traición de los hermanos Juan y Felipe Saá, que se habían escapado un par de meses atrás en medio de la noche, arreando cientos de cabezas de ganado de los Guor y varios de sus mejores caballos. Baigorria, que los había traído años atrás a Tierra Adentro, sentía la traición tanto o más que los ranqueles y juraba vengarse. Levanté la vista y encontré al coronel Baigorria enfrascado en una calurosa conversación con Calvaiú. Mi precario araucano no me permitía seguir los detalles, pero varias veces se pronunció el nombre Saá.

Mariano me estaba mirando y, cuando nuestros ojos se cruzaron, me indicó con el gesto que era hora de retirarnos. El almuerzo terminado, pronto comenzarían los “yapáis” (brindis), y a Mariano nunca le había gustado que yo los presenciara. Nahueltruz dormía en brazos de su padre mientras marchábamos hacia nuestro toldo. Gutiérrez nos seguía de cerca, al igual que algunos curiosos, que le preguntaban a Mariano y me miraban. Abstraída, me dedicaba a contemplar los alrededores; el paisaje no había cambiado en absoluto, lo agreste, yermo y uniforme aún prevalecía. Se habían construido nuevas tolderías y a lo lejos columbré un potrero que no recordaba.

En la tienda nos aguardaba Mainela, que era toda lágrimas y sonrisas. Mariano, con Nahueltruz a cuestas, desapareció detrás del cuero que dividía los compartimientos, y Mainela y yo nos sentamos a conversar, mientras me cebaba mate. «No usaremos la misma bombilla», indiqué, y, por su silencioso consentimiento, me di cuenta de que no haría falta mencionar mi enfermedad. Después, pensé: «Si Mainela lo sabe, todos lo saben». Sería más fácil.

Noté varios cambios y utensilios nuevos, y Mainela me dijo que Mariano había construido una recámara para Nahueltruz, que antes compartía la de él, y otra con trébede y orificio en el mojinete para mi aseo personal y otras faenas. «Mariano dice que usted ya no podrá bañarse en la laguna». Me acompañó al mentado compartimiento donde ya hervía el agua con la que me ayudó a higienizarme; había una mesa baja y una banqueta, obras de Epumer. De ganchos, que eran horquetas de chañar, colgaban zurrones de donde Mainela se proveyó de jabón y toallas. «Yo mismita lo hice, —alardeó, mientras sacudía la pastilla en el aire—, con la receta de su tío el boticario». Le aseguré que el toldo era un espejo de limpio, más ordenado que un altar, y le agradecí por haber atendido a mi hijo y a Mariano tan bien. «Nahueltruz pasa más tiempo en lo de su cucu que aquí, —acotó Mainela—, y Marianito sólo viene a dormir, que desde que sanó del todo, vive en las sementeras o en los potreros».

Aseada, con ropas frescas, me sentí cómoda y relajada en el catre. Apareció Mariano con la botella de cordial. No quería tomarlo, no escucharía si Nahueltruz se despertaba. «Para eso estamos Mainela y yo», replicó, mientras servía una medida. Después de tantos días de ausencia, Mariano se encontraba ansioso por visitar sus cultivos y controlar el trabajo que había dejado en manos de Miguelito. Me besó ligeramente los labios y se despidió. El cordial hizo efecto de inmediato. Me quedé dormida, un sueño profundo que duró hasta entrada la mañana del día siguiente, cuando mis ojos, aún borrosos y pesados, se toparon con Nahueltruz y Gutiérrez, que, junto a mi cama, me contemplaban fijamente. Al ver que yo despertaba, Nahueltruz dejó el compartimiento a la carrera y llamó a Mainela. Gutiérrez, en cambio, me permitió que le acariciara el hocico.

El viaje y las emociones habían estragado mi cuerpo, y pensé que no sería capaz de dejar el catre. Luego de comer, de asearme y de cambiarme con la ayuda de Mainela, recuperé el buen ánimo y me sentí con fuerzas para sentarme en la enramada. Nahueltruz me seguía con ojos atentos, pendiente de mis comentarios y pedidos; sin embargo, cuando yo lo miraba, desviaba la vista y se alejaba. Cómoda en la enramada, le indiqué que se sentase a mi lado y me animé a tomarle la mano. Le agradecí el caballito de madera y le pregunté cómo se llamaba. «Curí Nancú, como el caballo de papá», dijo, por primera vez en castellano. Oculté la risa que me provocaba su acento, tan parecido al de Mariana. «Es el regalo más lindo que me han hecho», aseguré, y él sólo me miró. Es enigmático mi hijo; a pesar de su corta edad, puede descolocar a cualquiera si le dispensa una de sus miradas. Le estudié el perfil con disimulo, y me recordó tanto a Mariano, su misma nariz pequeña, algo deprimida en la punta, sus pómulos salientes, y sus labios marcados y carnosos. Me di cuenta de que tenía las pestañas espesas como las de un avestruz y descubrí que, en contraste con el gris de sus ojos, el negro de las pestañas le hermoseaba aun más la mirada. «Será un hombre magnífico», me ufané. Había abandonado el elegante atuendo “a la huinca” y sólo llevaba un taparrabos de cuero; estaba descalzo. Tenía las piernas largas y fibrosas, y grandes los pies.

Le pregunté por lo que, estaba segura, lo volvería locuaz: los caballos, en especial por aquel bayo que le había regalado su abuelo Painé, con crines y cola negras. Enseguida noté que le chispeaban los ojos. «Está en el potrero, Miguelito lo está vareando. Se llama Chalileo y mi papá dice que es tan rápido y bravo como Curí Nancú», se jactó en una divertida mezcla de araucano y castellano. «¿Sabes montar?», pregunté con toda la intención de picarle el orgullo. Me lanzó un vistazo entre sorprendido y ofendido. Sus ojos parecían vociferar: «¿Cómo te atreves a hacer semejante pregunta?». No obstante, contestó de buen modo: «Mi papá me enseñó». Le concedí que, si Mariano había sido su maestro, entonces debía de ser un espléndido jinete. Él, con aire grave, corroboró que su papá era el mejor, que su equipo siempre ganaba a la chueca y que, cuando salían a bolear avestruces, era el que obtenía la mayor cantidad de alones. «Mi papá se sabe parar sobre el lomo de Curí Nancú cuando está cabalgando bien fuerte», se jactó, trasuntando la pasión y el respeto que le despertaba la figura de Mariano.

Apareció el aludido y se ubicó junto a mí, en la enramada. Se dirigió a Nahueltruz para comentarle: «Su cucu me dice, que usted, no ha ido a visitarla en toda la mañana», y Nahueltruz y Gutiérrez corrieron al toldo de Mariana. «¿Cómo te sientes?», quiso saber Mariano, y me tomó la mano con disimulo. Me sentía bien, en lo que iba de la mañana no me había acordado de mi condición, incluso tenía ganas de caminar hasta la laguna. «No, —dijo Mariano—, los baños en la laguna se acabaron, te harían daño, por el agua fría», aclaró. Lejos mis intenciones de bañarme, sólo deseaba visitar el lugar. Caminamos, pues, hasta la laguna. Al quedar fuera del alcance de las miradas curiosas, Mariano me detuvo y me besó apasionadamente. Su descuido e inconsciencia deberían haberme preocupado, pero lo cierto es que sólo conseguían enardecerme. «Tanto me ama este hombre», pensaba y me entregaba a su arrojo sin pensar en contagiarlo.

Quería que me tomara entre los carrizales que rodean la laguna, quería espantar a los flamencos y a las garzas con mis gritos de placer. Buscamos un lugar apartado, lejos del sitio donde las chinas acostumbran a bañarse y a lavar la ropa. Sentados sobre un tronco de caldén, nos quedamos callados admirando el paisaje. El sol de mediodía reverberaba sobre el agua, que despedía destellos que encandilaban. La paz era absoluta, sólo alterada por el chirrido de alguna ave. Levanté la vista para admirar el cielo azul, ni una nube opacaba su brillo. Inspiré profundamente y el aire puro me embargó de vida y de energía. Miré a Mariano, él también me miró, y sus dedos me recorrieron las mejillas y bajaron por mi cuello y llegaron al escote. Me recostó sobre la marisma y los carrizales cedieron ante el peso de nuestros cuerpos.

De regreso en el toldo, Mariano me explicó que los lanceros se encontraban inquietos pues los hermanos Saá se habían fugado. Semanas atrás, habían llegado noticias de que su padrino, el gobernador Rosas, había concedido el indulto a Juan y Felipe Saá y a Baigorria. Aprovechando esta extraña muestra de misericordia, los Saá decidieron huir como ladrones en medio de la noche, arreando gran cantidad de ganado propiedad de Painé y dejando en gran confusión a Baigorria y a los indios, que juraron vengar semejante traición. Días antes de nuestro regreso, los lanceros se habían atrevido hasta la frontera norte, en el límite con San Luis, para recuperar el ganado y los caballos robados. Pero los Saá los resistieron con una horda feroz de hombres; el sangriento encuentro dejó un saldo de varios muertos y heridos y ni una vaca recuperada. Baigorria trinaba. La próxima vez, él conduciría a los lanceros y los traidores Saá no se saldrían con la suya.

Por la tarde, Lucero y Dorotea aplaudieron en la enramada y Mainela las invitó a pasar. Yo descansaba, pero al escuchar sus voces, me vestí para recibirlas. Traían zapallo en almíbar y un melón. Me presentaron los obsequios con orgullo y me invitaron a recorrer el huerto, abarrotado de frutos y vegetales. «Marianito no quiere que la señora Blanca vuelva a salir hoy», interpuso Mainela, y me apresuré a explicar que, como esa mañana había caminado hasta la laguna, me encontraba un poco cansada. La visita al huerto quedó concertada para el día siguiente.

Nos ubicamos en la enramada, y Mainela nos cebó mate y comimos pan con grasa y tortas de maíz con algarroba. Ni Dorotea ni Lucero se mostraron sorprendidas ni comentaron acerca de que yo mateara aparte, y pronto el silencio se rompió cuando aseguré que echaba de menos a Painé, que Leuvucó no volvería a ser lo mismo sin él. «Mejor hubiese sido que no se muriera, este Painé, —se afligió Dorotea—. Lo que vino después fue lo peor que yo he visto por estos lares», agregó en voz baja. Entre Lucero, Mainela y Dorotea me relataron lo que Mariano había referido en la misiva que me envió con el padre Erasmo: la matanza de las brujas para vengar la muerte del gran cacique general. Murieron más de cincuenta mujeres, algunas de ellas aún amamantaban a sus hijos. Camino hacia la sepultura de Painé, se hacían paradas, como si de un Vía Crucis se tratara, para sacrificar a bolazos a un lote de presuntas pucalcúes. Sólo se escuchaban los alaridos de súplica, miedo y dolor de las condenadas y de sus familiares, y espeluznaba el cuadro de cadáveres y sangre que quedaba cuando la comitiva avanzaba. Supe que, entre las desdichadas, contaban Ñancumilla y la comadrona Echifán, las que me habían vendido con el indio Cristo.

«Y ahora Calvaiú es el cacique, —acotó Lucero—, pero entre la gente ha quedado un sentimiento muy amargo; nadie lo quiere. Todos prefieren a Mariano». La afirmación me colmó de zozobra: si Calvaiú sospechaba que su reinado se hallaba amenazado por la figura de su hermano menor, no dudaría en despacharlo como a las pucalcúes. «Mariano respeta a Calvaiú y reconoce su autoridad por sobre todas las cosas», repliqué, seria y vehementemente, y cambié de tema.

Esa noche, llevé a Nahueltruz a su compartimiento y, mientras lo arropaba, me dijo: «Yo también tengo un nombre huinca como usted. Lorenzo Dionisio Rosas», pronunció, con palmario orgullo. «El padre Erasmo me bautizó hace poco; él dijo que usted se lo había pedido». Al igual que su padre, guardaba una caja de madera debajo de la cama, de donde sacó una cruz de plata que Mariano le había regalado para la ocasión. «La hizo Ramón y el padre Erasmo la bendijo. ¿Usted tiene amigos entre los huincas?», preguntó sin pausa. Arrimé una banqueta a la cabecera y le hablé de la gente que había dejado atrás. Al final, le mencioné a Agustín: «En Córdoba, vive tu hermano, que se llama Agustín Escalante». Me quité el guardapelo y lo abrí: «Este mechón es tuyo; éste, de tu hermano». No se animó a tocarlos; se limitó a contemplarlos reconcentradamente. «Es del color de la paja», manifestó, con extrañeza. «¿Por qué no lo trajo con usted?». «Él vive con su papá, en Córdoba, así como tú vives con el tuyo aquí, en Leuvucó». Le resultó una explicación válida, evidentemente lo satisfizo, porque se acomodó para dormir y cerró los ojos. Le di la bendición y le besé la mano.

Días más tarde, los lanceros, al marido de Baigorria y Calvaiú, partieron rumbo al norte para enfrentar al grupo armado de los Saá. Para mi desazón, Mariano engrosaba las filas de combatientes; el coronel Baigorria lo había requerido especialmente. Le imploré que no fuera y le recordé la promesa de no pisar suelo huinca. «Esta vez no iremos a San Luis; la pelea será en Tierra Adentro», explicó, ajeno a mi preocupación. Se lo notaba animado y listo para la lucha, nada le habría torcido su parecer, él era un ranquel y defendería su tierra y a su gente sin remilgos ni miramientos. No dudaba de su amor, pero sabía que interponerme entre él y su pueblo sería un error; sólo yo saldría perdiendo.

Durante la ausencia de Mariano, trataba de distraerme para aplacar mis angustias. Con ayuda de Mainela, revisé mis baúles, llenos de polvo y trastos viejos, limpié los instrumentos de mi padre, me deshice de quermes, electuarios y tónicos que hedían, y forré los mamotretos de tío Tito con cuero que me proveyó Epumer, a cargo de las tolderías en ausencia de sus hermanos mayores. Nahueltruz revoloteaba como mosca sobre la miel y, como buen indio, no tuvo empacho en pedirme la mitad de las cosas. Como se interesó en saber qué decían los vademécumes, le propuse aprender a leer y a escribir. «¿Como mi papá?», se entusiasmó. Mainela nos trajo papel y la pluma de Mariano, y senté a Nahueltruz sobre mi falda. Escribí la palabra “mamá” y la pronuncié en voz alta. Le ofrecí la pluma y lo insté a que la copiase. En un principio las letras parecían insectos de patas largas, pero, tenaz y orgulloso, las rescribió un centenar de veces hasta lograr cierto parecido con el original. Se mostró exultante, los ojitos grises le brillaban y corrió a, buscar a su cucu y a Loncomilla para mostrarles.

A veces me arremetían los dolores y permanecía en cama, aunque se trataban de contadas ocasiones. El aire de Tierra Adentro, el clima, templado y seco de la primavera y la felicidad parecían curar mis pulmones, llenándome de esperanzas. Se volvió una rutina mañanera escribir palabras y que Nahueltruz las copiara. «¿Qué dice ahí?», me preguntaba con frecuencia, e indicaba alguna receta de tío Tito. Los mamotretos se habían convertido en el misterio a develar. La ausencia de Mariano sirvió para acercarnos. Nos volvimos unidos y compañeros, le gustaba escuchar mis anécdotas de humeas y tierras lejanas y compartir conmigo sus actividades más preciadas: montar, pescar en la laguna, cazar aves y animales menores, jugar con sus figuritas de madera, revolcarse con Gutiérrez o loncotear con su primo Catrileo.

Y llegó el magnífico día en que me llamó mamá. Lucero, Pulquinay y yo habíamos ido a la laguna con los niños, y, mientras ellos se divertían correteando flamencos y robando huevos a las garzas, nosotras charlábamos acerca de la afrenta de los hermanos Saá. Catrileo retó a su primo Nahueltruz a nadar hasta la otra orilla, y el reto fue aceptado. Querían que los mirásemos. Enfrascadas en la conversación, no atendíamos a sus llamados hasta que Nahueltruz gritó: «¡Ey, mamá, míreme!». Me puse de pie de la alegría y atiné a sacudir la mano en señal de beneplácito. Se zambulleron y nadaron, Gutiérrez detrás de Nahueltruz. Catrileo es un buen nadador, pero Nahueltruz es más rápido y no encontró difícil aventajar a su primo y alcanzar la otra orilla primero. Nahueltruz saltaba y vociferaba su victoria, mientras Gutiérrez festejaba el triunfo ladrando y dando brincos a su alrededor. Yo lo saludaba desde lejos y reía.

Esa misma tarde, de vuelta en los toldos, avistamos a Mariano y a Miguelito que se dirigían a la tienda de la cacica vieja a paso rápido. «Está de regreso», me dije, aliviada, feliz. Al ver a su padre, Nahueltruz se soltó de mi mano y corrió a su encuentro. Mariano lo levantó en el aire y lo abrazó. Sin embargo, cuando nuestros ojos se cruzaron, supe que algo grave sucedía. La expresión de Miguelito trasuntaba la misma preocupación. «Se trata del coronel Baigorria, —nos explicaron—, recibió un sablazo de Juan Saá que le partió la cara». Mariano y Miguelito habían logrado sacarlo con vida del campo de batalla cuando un velo de sangre le cubrió los ojos. La trifulca había tenido lugar en la laguna Amarilla, cerca del límite con San Luis, y el viaje de regreso a Leuvucó les había tomado más de cuatro días. Según Mariano, Baigorria había perdido mucha sangre, estaba débil y adolorido; lo tenían en la tienda de la cacica vieja.

«Quiero verlo», manifesté, y a continuación le pedí a Lucero que me acompañara a recoger los instrumentos necesarios. La herida de Baigorria era espeluznante, comenzaba en la frente, continuaba sobre el párpado y la mejilla y terminaba en el mentón; la cicatriz lo acompañaría hasta el final de sus días. Como tenía una infección, la limpié concienzudamente con yodo y alcohol, cuidando de que no entrasen en los ojos. Plenamente consciente, Baigorria se retorcía de dolor, pero me instaba a proseguir. Lo obligué a beber de mi láudano y aguardé a que surtiera efecto. Sólo entonces apresté mis agujas de oro y el hilo de tripa de chancho, y me animé a coser, tratando de que las puntadas fueran pequeñas y seguidas. Mariana donó un retazo nuevo de género de la Estrella, con el que hicimos jirones y vendamos el rostro del coronel.

Baigorria seguía dormido cuando abandoné lo de la cacica vieja; Lucero pasaría la noche a su lado. Recién en esa instancia advertí el esfuerzo al que me había sometido y, cuando mis músculos se relajaron y un cansancio ingobernable se apoderó de mi cuerpo y de mi mente, me apoyé sobre el pecho de Mariano y cerré los ojos. Él me llevó en brazos hasta mi camastro. A la mañana siguiente no pude levantarme y ordené a Mainela que enviara a Nahueltruz a lo de Dorotea; no quería que presenciara los accesos de tos. Lucero se presentó para dar el parte del herido y requerir instrucciones; Baigorria había dormido hasta el amanecer, ahora, sin embargo, se quejaba de dolor. Una buena de dosis de láudano lo ayudaría; por el momento, no cambiaríamos las vendas. «Si no tiene deseos de comer, —indiqué a Lucero—, al menos que no se niegue al líquido». De alguna manera tenía que eliminar el opio del cuerpo.

Mariano permaneció a mi lado asistiéndome con la presteza de un enfermero bien entrenado: hervía hojas de eucaliptos, me acercaba pastillas de alcanfor, me daba de beber el expectorante y el tónico, me contenía cuando la tos me doblegaba, me limpiaba, me alimentaba, me amaba. «Blanca, no volverán tus días de machí, —advertía, enojado—. Otro esfuerzo como el de ayer podría matarte». Lo cierto es que, al enterarse de la curación de la herida del coronel Baigorria, los ranculches, que se habían mantenido a distancia prudente desde mi regreso, se animaron a solicitar nuevamente los servicios de la machí Uchaimañé. Aunque Mariano se ponía furioso y los echaba con cajas destempladas, siempre me las ingeniaba (con Lucero como cómplice) para asistirlos y ayudarlos.

De la sangrienta reyerta entre los Saá y los ranqueles en las cercanías de la laguna Amarilla sólo se consiguieron varias víctimas y la cicatriz del coronel Baigorria; ni siquiera una vaca ni un caballo pudieron recobrarse. La mayor preocupación de Calvaiú y del Consejo de Loncos radicaba en que los Saá conocían la exacta ubicación de las tolderías de Leuvucó, las de Ramón y las de Baigorria, y las rastrilladas que conducían hasta ellas. Esa información se reputaba valiosa entre los militares que ansiaban arrasar Tierra Adentro, pero que no se atrevían por desconocer el terreno. Sólo un hecho prevendría a los Saá de venderla a la milicia: que ellos eran unitarios y los coroneles de los fuertes, federales. Con todo, Calvaiú no se fiaba. «Son tan felones que entregarían a su propia madre al enemigo», vociferaba. Se reforzó la vigilancia con los llamados “bomberos”, indios de gran baquía, excelsos conocedores del desierto, que vagan por los alrededores en busca de indicios que delaten la presencia del huinca. Los lanceros, por su parte, se hallan continuamente en pie de guerra.

Hasta el presente, la relativa paz en que vivimos prueba que los Saá no han vendido la ubicación de las tolderías; esperemos que no tengan oportunidad de hacerlo. Mariano asegura que, en caso de que los unitarios tomen el poder, tendremos a los Saá sobre nosotros al día siguiente. Por el momento, Juan Manuel de Rosas y su hegemonía federal continúan al mando de Buenos Aires y del resto de la Confederación, mientras el indio sigue ostentando el título de soberano indiscutible de la Pampa, conocedor de los misterios y trampas del desierto, diario sobreviviente de una tierra feroz que no perdona errores o debilidades.

Leuvucó es la misma de siempre; es la actitud de los ranqueles en relación con los refugiados políticos la que ha cambiado drásticamente. Junto a los Saá, también desapareció la conocida hospitalidad de los indios, que abrían sus brazos y recibían con honores a quienes huían de la implacable persecución de la Mazorca y otros extremistas federales. Incluso el mismo coronel Baigorria, que ha probado su lealtad en incontables ocasiones, cayó en desgracia a los ojos de Calvaiú. No falta quien envidie al militar unitario por la ascendencia y el beneplácito con que cuenta entre los caciques generales; el descontento de muchos caciquillos y capitanejos, que ven sus decires y propuestas relegados frente a los del coronel huinca, dio pábulo a una campaña en su contra que terminó por influir el ánimo de Calvaiú. Por algún tiempo, la vida de Baigorria pendió de un hilo, incluso en un Parlamento se decidió asesinarlo y quemar su rancho.

Baigorria, sin embargo, es como un gato: tiene siete vidas. Sin proponérselo, el bravo alférez del ejército del general Paz había despertado la pasión de Corneñé, la hija del cacique Quechudén, uno de los más influyentes en el Consejo de Loncos. Comeñé, perdidamente enamorada de él, aun después del sablazo de Juan Saá, le imprecó que se casara con ella y que, de esa forma, pasara de simple consejero de los Loncos a la categoría de dignatario de la tribu de su padre. Baigorria, conmovido por el amor incondicional de la muchacha, aceptó. Luego de los festejos por la boda, que duraron tres días y tres noches, la conjura se disipó como niebla por la mañana. Baigorria había dejado de ser huinca para convertirse en un ranculche por vínculo de sangre.

Un ranquel espera que su ñuqué (mujer predilecta) le teja un poncho, que luce en ocasiones importantes, como los Parlamentos del Consejo de Loncos. Mariana es una eximia tejedora y le pedí que me enseñara. Se mostró entusiasmada, y no se limitó sólo al arte del telar sino que me mostró cómo hilar la lana cruda y teñirla; para esto se sirven de ciertas plantas de las que extraen jugos reconcentrados que varían de las tonalidades rojizas a las azuladas. Ante el pedido de su madre, Epumer me construyó un telar, que Mariano instaló en la enramada, donde me gusta pasar las tardes. En invierno, tejo en mi compartimiento con un brasero a los pies, mientras Mainela ceba mate y Lucero me hace compañía. Mariano reclamó mi primera labor, un poncho completamente rojo, sin dibujos ni fantasías, lleno de defectos y agujeros. He mejorado ostensiblemente la técnica, tejo inclusive chalecos, gorras y calcetines además de colchas y ponchos. Ahora he empezado un ponchito para Agustín, que le haré llegar con el padre Erasmo, que siempre nos visita en la primavera.

Pienso a diario en Agustín y trato de imaginármelo; cierro los ojos y le invento un rostro, como una semblanza del de su padre. Para apaciguar las ansias, le hablo de él a Nahueltruz, que siempre se muestra interesado. Por cierto, no tengo mucho para decir, así de corto fue el tiempo que viví con mi hijo, así de poco lo que lo conozco, pero hablo igualmente de él, como si con mencionarlo y recordarlo lo sintiese más cerca. Nahueltruz quiere conocerlo y ha prometido que algún día viajará a Córdoba para encontrarlo.

Ya no me quedan dudas: estoy esperando un hijo. Sé que es riesgoso en estas condiciones, y, a pesar de que mi salud se ha recobrado en los últimos meses, este morbo, ladino y traicionero, nunca me deja del todo. Quiero a esta criatura que llevo en el vientre con desesperación, como si se tratase de mi última esperanza, de mi vínculo más certero con la vida; si de este cuerpo enteco y valetudinario pudiera surgir un nuevo ser significaría el más rotundo triunfo sobre la muerte, su derrota completa y devastadora. Me pregunto cómo tomará Mariano la noticia; se preocupará, lo sé. La muerte de Quintinuer, la esposa del caciquilla Guaiquipán, mientras daba a luz a su primer hijo, todavía está fresca en nuestras memorias.

Luego de los funerales, a pedido de su hermano Calvaiú, Mariano marchó con Baigorria y un grupo de lanceros a conferenciar en las tolderías de Ramón Cabral, el Platero, y en las de la Confederación de Salinas Grandes, al mando de Calfucurá, temido por su sangre fría, respetado por su discernimiento. La idea de esta visita surgió luego de que noticias de naturaleza alarmante nos alcanzaron días atrás, cuando un espía de Calvaiú confirmó que los caciques tehuelches Lucio, Juan Catriel y Juan Manuel Cachul, amigos del gobierno de Buenos Aires desde hace años, tentaron a Ramón, a Calfucurá y a otros caciques a firmar acuerdos de paz con Buenos Aires a cambio de suculentas dádivas, especialmente ganado vacuno y caballar. Mariano se enfureció y me refirió el asunto como si yo no fuese cristiana: «Ramón y Calfucurá son capaces de canjear la libertad por un puñado de vacas, ¡por una limosna! ¡Ah, canijo, qué pillo es el huinca! Nos tientan con regalos que nunca entregarán (porque así son de tramposos y ladinos) con el único fin de dividirnos y enemistarnos. ¿Acaso no se dan cuenta estos caciques que si mostramos un frente común somos invencibles?».

Hace dos semanas que partieron para disuadir especialmente a Ramón y a Calfucurá de firmar dichos acuerdos tan tentadores que, según Mariano, constituyen una trampa y un insulto para el pueblo pampa. La misión es delicada y, como aún no tenemos noticias, vivo en ansias mortales. ¿Cuándo volveré a verlo? ¿Cuándo volverá a estrecharme entre sus brazos? Anhelo que regrese, y, más allá de su inquietud y preocupación, sé que será un momento de dicha cuando le diga que va a ser papá; lo tomaremos como una bendición del Cielo, una renovación del amor que nos profesamos, este amor que a mí me volvió una ranculche y que a él le hizo violar una promesa sagrada.

Escucho una vocinglería, veo a Nahueltruz que corre y a Mariana que se asoma en la enramada, levanta el brazo y saluda, sonríe. Lucero me ve y grita: «¡Uchaimañé, están de regreso, ya veo a Mariano y a los lanceros!». Rezo en silencio, agradezco a Dios que lo haya conducido sano y salvo a Leuvucó. Nahueltruz se acerca a Curí Nancú y su padre lo ayuda a montar delante de él. Las familias salen a recibir a sus recién llegados, que sacuden las lanzas y vociferan como de costumbre. Mariano recibe el cariño de su pueblo, que lo venera; palmean la testuz de su caballo, le tocan las piernas, lo congratulan: «¡Toro bravo, este Marianito!»; las mujeres le lanzan vistazos intencionados, las andañas lo saludan con aire maternal. Yo, desde mi enramada, lo contemplo con orgullo. Nuestras miradas se cruzan, le sonrío, él persiste en su mirada seria, que yo sé mansa y dulce. Junto con el día que languidece, el bullicio también se acalla y la multitud se disipa. Mariano no se detiene en nuestro toldo y pasa, magníficamente montado en su picazo, Nahueltruz junto a él, hacia lo del cacique general, como se espera en estas ocasiones. Lo veré más tarde, luego del detallado reporte que Calvaiú y los loncos más influyentes le exigirán.

Además de cansado, Mariano regresa de sus días de embajador con la cabeza llena de ideas, problemas y propuestas. Yo, en cambio, sólo puedo pensar: «Esta noche dormiré entre sus brazos».

Aunque quedaban hojas en blanco, ésas eran las últimas palabras de Blanca Montes. Laura, emocionada, releyó: «… este amor que a mí me volvió una ranculche y que a él le hizo violar una promesa sagrada». Cerró el cuaderno y lo apretó contra su pecho como si despidiese en un abrazo a una amiga que no volvería a ver.