CAPÍTULO IX.

Una impresión imborrable

Al atardecer de ese día, Blasco apareció en casa de los Javier; Laura recogió sus cosas y marchó a lo de doña Sabrina. El agotamiento le ablandaba el cuerpo, como si hubiese perdido dominio sobre sus músculos y miembros; a su vez un quebrantamiento del ánimo le oscurecía los pensamientos; el presente la abrumaba, el futuro la acobardaba. ¿Qué sería de ella de regreso en Buenos Aires? Se lo preguntaba por primera vez desde su huida diecisiete días atrás. Sólo diecisiete días, diecisiete vertiginosos días. Las facciones de su madre y del resto de la familia se le desdibujaban como imágenes de un sueño a las que trataba de aferrarse y que se disipaban a pesar de los esfuerzos. ¿Y Lahitte? Lo conocía demasiado para suponer que la disculparía. Haberlo convertido en el ludibrio de la ciudad pesaría más que el ferviente amor que había jurado profesarle. Ya conseguiría Lahitte con quien enmendar su orgullo maltrecho, admiradoras no le faltaban; Amelita Casamayor, por ejemplo; ella se mostraría bien dispuesta a consolarlo.

Blasco parloteaba y Laura, sumergida en sus pesares, le dirigía de tanto en tanto miradas vacías y monosílabos apenas mascullados, hasta que el niño dijo la palabra “Nahueltruz”, que, como el abracadabra, operó magia en su semblante triste y le concentró la atención.

—Hoy conocí al cacique Nahueltruz Guor —interrumpió al chiquillo—. ¿De dónde conoces al cacique Guor, Blasco?

—Yo también soy ranquel —manifestó el niño, con aire de orgullo—. Mi abuela Carmen y yo vivimos en el fuerte ahora, pero yo soy ranquel. Mi madre era huinca.

—¿Huinca? ¿Qué significa huinca?

—Así llamamos a los cristianos, señorita. Usté es una huinca. Igual que mi madre, que era así como usté, blanquita y suavecita.

—¿Cómo fue que tu madre conoció a tu padre?

—Mi padre maloqueaba junto a un grupo de compadres, cuando atacaron la diligencia de mi madre. Mi padre nomás verla y ya quedó tocado. Y se la llevó nomá pa’Tierra Adentro, y la hizo su mujer. Cuando yo era bien pichí, mi padre y mi madre murieron en una epidemia de viruela, y mi abuela Carmen, pa’salvarme, me trajo aquí, con los huincas, pa’que me curaran. El doctor Javier me salvó, dice mi abuela.

Al imaginar la escena del asalto a la diligencia, Laura se figuró el terror de los ocupantes, los alaridos, el ruido ensordecedor de las armas de fuego que seguramente dispararían los postillones, las mujeres apretando rosarios y enjugando lágrimas, los hombres fingiendo entereza, y después, el momento temido: el encuentro con los indios, salvajes, sucios, malolientes, con facciones de perdularios, oscuras, toscas, burdas, y le repugnó pensar en esas manos sobre la piel blanca de una mujer. Las manos de la gente de Nahueltruz Guor. Las manos de él no le repugnarían.

—Al hijo de Nahueltruz se lo llevó la misma epidemia de viruela que a mis padres —prosiguió Blasco—. Por eso Nahueltruz me quiere tanto, porque Linconao y yo éramos amigos. Yo era más grande que Linconao —añadió—, pero éramos amigos lo mismo.

Golpeó duramente a Laura saber que Nahueltruz había tenido un hijo; la implicancia de una esposa era, en realidad, lo que la fastidiaba. «Casado y con hijos», masculló para sus adentros. «Mejor que se haya ido».

—¿Cómo es la esposa del cacique Guor?

—Cómo era —corrigió Blasco—. Se murió también.

—Ah —exclamó Laura apenas, y miró hacia otra parte—. ¿Murió de viruelas?

—No, ésa se murió de pérfida —prorrumpió Blasco, y escupió a un costado—. Se fugó con un cautivo, un hombre del coronel Baigorria.

—Eso no significa que esté muerta —sonsacó Laura, a sabiendas de que preguntaba de más, ávida de información, curiosa como doña Luisa del Solar.

—Está bien muerta —insistió Blasco, y se hizo la cruz sobre los labios—. Después de que Quintuí y Rogelio Serra huyeron de los toldos, Baigorria y un grupo de sus hombres (también iba Nahueltruz) salieron a perseguirlos. Los encontraron días después, cerca de la Laguna de los Loros, despedazados por los tigres.

Laura cerró los ojos y respiró profundamente, asolada por la imagen de esos cuerpos mutilados. «Nadie merece una muerte tan horrenda», pensó. Se apiadó también de Nahueltruz Guor, que habría experimentado un suplicio ante la visión de su esposa reducida a una piltrafa sanguinolenta, la mujer a la que él amaba, la que le había dado un hijo.

—¿Cómo era Quintuí, Blasco? ¿Era bonita?

—La más bonita —aseguró el chiquillo—. Era sobrina del cacique salinero Calfucurá, y los habían casoriado, a ella y a Nahueltruz, pa’mantener la paz entre las dos tribus. Pero nunca es de fiar ese Calfucurá, que es más traicionero que una serpiente.

—Y Nahueltruz —prosiguió Laura, para nada interesada en las contiendas políticas entre salineros y ranqueles—, me refiero, al cacique Guor, entonces, lo casaron a la fuerza.

—¡Ah, señorita, eso a él lo tenía sin cuidado! Estaba bien contento, Nahueltruz, porque Quintuí era más que bonita. Eso dice mi abuela Carmen, que yo no era ni crío pa’esa época: a Nahueltruz se lo veía contento.

Laura habría indagado a Blasco hasta saciar la última gota de curiosidad; no obstante, el orgullo y la prudencia la refrenaron. Aquella necesidad por conocer acerca del cacique Guor la desconcertaba, se trataba de una costumbre inusual en ella, costumbre, por otra parte, que despreciaba, que consideraba diversión de los entendimientos menos cultivados, de los espíritus menos enaltecidos. Con respecto a la avidez que la asaltaba al leer las Memorias de Blanca Montes, en nada se relacionaba con mera curiosidad. Era de las vidas de sus seres queridos de quien esa mujer le hablaba. Por eso le interesaba.

Despidió a Blasco en la puerta de la pulpería de doña Sabrina, y entró. El coronel Racedo estaba aguardándola.

Después de dejar la casa de los Javier, Nahueltruz Guor montó su caballo y se perdió por las calles más solitarias del pueblo, rumbo al convento franciscano. El padre Marcos Donatti le había prevenido que se estaba aventurando demasiado, y él lo sabía, tenía que regresar a los toldos, a la seguridad de Tierra Adentro, donde el huinca no se animaba. Merodear la villa del Río Cuarto resultaba una empresa descabellada, máxime cuando el coronel Hilario Racedo se hallaba cerca, dispuesto a arrojársele encima, porque el militar sabía que, además de saldar viejas deudas, al echarle el lazo al cuello a Nahueltruz Guor, asestaría un golpe maestro a la columna de la organización ranquel.

A pesar de evaluar los riesgos, Nahueltruz no había resistido la necesidad de galopar a campo traviesa cuando lo alcanzaron las noticias de la enfermedad del padre Agustín Escalante. Ahora menos que nunca quería abandonarlo, cuando las posibilidades de volver a verlo con vida eran remotas en opinión del doctor Javier.

Nahueltruz se apeó del caballo y abrió el portón del convento que lo conducía al dormidero, donde se topó con fray Humberto, que alimentaba a la vaca y a las dos mulas y les cambiaba el agua del abrevadero. Durante algunas noches, ése había sido su hospedaje, un cabezal en medio de las montañas de alfalfa y del olor penetrante del estiércol y de los animales. Saludó al fraile, que le respondió con un gruñido y le informó que el padre Donatti quería verlo.

—Sabes que puedes quedarte en el convento cuanto gustes —aseguró Marcos Donatti, mientras ofrecía a Nahueltruz una taza con mate cocido—. Ésta también es tu casa.

Nahueltruz agradeció con una inclinación de cabeza y aceptó la taza.

—Sin embargo —prosiguió el sacerdote—, temo que Racedo sospecha que estás pernoctando aquí, en el convento, porque hoy me hizo una visita de lo más inesperada e inusual, debo decir.

—¿Qué le preguntó?

—No fue muy directo, a decir verdad. Preguntó un poco de todo. Quiso saber por la salud del padre Agustín, por su hermana Laura…

—¿Qué quería saber de ella? —se precipitó Guor, y Donatti levantó la vista—. Quiero decir —rectificó—, ¿qué tiene que ver la señorita Escalante con Racedo?

—Debo suponer que has conocido a Laura —barrunto el franciscano.

—Hoy me la presentó el doctor Javier.

—Pues sí, Racedo no oculta la inclinación que tiene por ella, y no te será difícil entender por qué.

Nahueltruz Guor no comentó al respecto y su gesto permaneció invariable, como si hubiese perdido repentinamente el interés.

—Volviendo al tema que nos atañe —retomó Donatti—, creo que tu permanencia en Río Cuarto es insostenible. Racedo podría encontrarte en cualquier momento, alguien podría delatarte a cambio de unas monedas. Será mejor que regreses a Tierra Adentro. No quiero una desgracia en este pueblo. Dios mediante, llegará el día en que podamos convivir todos en paz.

—Ese día, padre, llegará y será cuando alguno de los dos bandos haya perecido, y usted y yo sabemos bien de cuál se trata.

De regreso en el dormidero, Guor acomodó sus pertenencias con la decisión tomada de emprender el viaje de regreso al día siguiente, antes del amanecer. Estaba molesto, un malhumor que, por lo absurdo, lo llevaba a arrojar las prendas y las alforjas con rabia. Por fin, le propinó un puntapié al montículo de alfalfa, y amedrentó a la vaca, que mugió y se inquietó en el corral.

No quería regresar, no aún, dado que la suerte de Agustín Escalante pendía de un hilo. Se sentó en la banqueta que fray Humberto usaba para ordeñar, se llevó la mano a la frente y soltó un suspiro. No tenía sentido engañarse, no era costumbre de hombres sensatos y, aunque lo pusiese de malas aceptar que no se trataba enteramente de la salud del padre Agustín, debía admitir que la señorita Escalante había conseguido inquietarlo. ¿Por qué lo fastidiaba que Racedo se interesara en ella? ¡Al carajo con esos melindres! Se puso de pie y salió al huerto.

En los días de verano, el sol tardaba en desaparecer. Ya casi las nueve y todavía el sol languidecía en el ocaso, convirtiendo el cielo en una paleta de colores rojos y violetas que no se habría cansado de admirar. En el huerto de los franciscanos también había un limonero, allí se sentó y apoyó la espalda en el tronco. Estaba agotado, aún no se reponía del viaje a través del desierto. El cansancio que le tundía el cuerpo le embotaba la mente y lo despojaba de la voluntad para alejar esos pensamientos inexplicables que lo asediaban.

¿Por qué la tenía en la cabeza? ¿Serían sus ojos negros como de obsidiana los que le habían echado el conjuro? ¿Se trataría de los rizos de oro que le bañaban en profusión los hombros los que le quitaban la paz del ánimo? ¡Cuánto deseaba tocarlos, hundir la cara en ellos, olerlos! Los tocaría, sí, y hundiría el rostro también, y los olería, lo haría o se volvería loco. La belleza de la señorita Escalante resultaba tan infrecuente que, ni siquiera él, un ser más bien inerte y apático, podía mirarla con indiferencia. El abandono de Quintuí le había encallecido el alma, lo había convertido en el hombre frío, distante e impiadoso que era. En ese despojo lo había convertido la traición. El amor que le había profesado a Quintuí ahora era odio, un odio que le enfriaba el alma, porque era frío lo que único que sentía en el corazón. Y de pronto, mirar a Laura Escalante había sido como acercarse a la lumbre en una noche gélida.

Escuchó un ruido y se puso súbitamente de pie, enojado por haberse dejado llevar, por haberse distraído, algo que podía costarle la vida. Se trataba de Blasco, que trepaba la tapia del convento y se arrojaba dentro.

—¿Qué haces aquí a esta hora?

—La Loretana quiere saber por qué no has ido a verla, ella me manda —expresó el muchacho, mientras se aproximaba.

—¿Le dijiste dónde estoy?

—¡No! —respondió Blasco, medio ofendido, y se apresuró a seguir a Nahueltruz, que regresaba al establo.

—¿Por qué no estás en el fuerte? Tu abuela Carmen debe de estar preocupada.

—Mi abuela no está en el fuerte. Ella y otras mujeres pasarán la noche en vela frente a la casa de los Javier, rezando por el padrecito Agustín. ¿Qué le digo a la Loretana? Me mandó a preguntar.

—Que me voy mañana antes de que amanezca.

—¡Se va a poner que la lleva el diablo! Desde que llegaste que se emperifolla pa’ti, y tú que no te dignaste ni una vez. Hasta le roba cosas a la señorita Escalante y se las pone. Le usa el perfume.

—¿Qué tiene que ver Loretana con la hermana del padre Agustín?

—La señorita Escalante alquila una habitación en lo de doña Sabrina. Acabo de acompañarla hasta allá. Todos los días la acompaño. En el fuerte están que se mueren de la envidia, porque es más linda que un sol. Que no se entere Racedo, que me degüella. —Se rió—. Hoy me anduvo preguntando por vos, la señorita Escalante —soltó Blasco, y se concentró en el facón de Nahueltruz, el más grande que conocía—. ¿Este es el cuchillo que te regaló el coronel Mansilla?

—¿Qué te preguntó?

—Cosas —respondió vagamente el muchacho, con la vista en la hoja reluciente—. Se quedó con ganas de saber nomá, yo me di cuenta. No preguntó más porque ella es así, muy respetuosa y educada. Pero que tenía ganas de saber, tenía.

El coronel Racedo había dispuesto una mesa con mantel —la única en la pulpería esa noche—, una cena especial con la mejor vajilla de doña Sabrina y hasta había traído una botella de vino tinto. Aquel despliegue le chocó a Laura, que habría preferido la simpleza acostumbrada a saberse objeto de todas las miradas. Meditó, sin embargo, que a Racedo no le sentaría la humillación de un desprecio frente a tantos parroquianos que aguardaban expectantes su respuesta.

—No debería haberse molestado, coronel Racedo —señaló Laura, mientras tomaba asiento—. Usted debe de ser un hombre muy ocupado para distraer su atención en cuestiones tan insignificantes.

—No es una cuestión insignificante para mí, señorita —se ofendió el militar.

No obstante la comida deliciosa y el vino excelente, Laura quería terminar pronto y retirarse a la soledad de su habitación. El coronel Racedo hablaba, y ella asentía como autómata, su atención en otra parte, preocupada porque su hermano no había probado bocado en todo el día. «Mientras no deje de beber no es alarmante», había dicho el doctor Javier. «El padre Agustín ha demostrado ser de contextura sana, puede soportar algunos días sin alimentos. Tu hermano es un pedernal, Laura», bromeó el médico al verle la cara de desconsuelo.

—No resultará una sorpresa para usted, señorita Escalante —expresó el coronel Racedo, y una nueva inflexión en su voz captó la atención de Laura—: yo la admiro y respeto profundamente. Desde la primera vez que la vi, no sólo su belleza indiscutible, sino sus modos y educación la colocaron entre las personas que merecen mi más alta consideración.

—Gracias, coronel —respondió Laura, fría, distante, segura.

—Tal vez usted no me considere digno.

—Nada de eso, coronel, usted cuenta con mi amistad, como yo con la suya, que valoro infinitamente.

—Gracias —concedió Racedo de mala gana, porque la muchacha malinterpretaba el sentido de la declaración—. Sin embargo, no es de amistad de lo que quiero hablarle esta noche, sino de algo más profundo y definitivo. Quiero hablarle de lo que un hombre siente por una mujer —declaró con ampulosidad.

—Estoy comprometida con el señor Alfredo Lahitte —pronunció Laura, y se mostró incómoda.

—Lo sé —admitió el hombre—, y, sin embargo, creo que no debo reprimir mis sentimientos, por mi bien, incluso por el suyo.

Laura levantó la vista, furiosa, y Racedo se la sostuvo con envanecimiento.

—No querrá usted, coronel, que traicione una promesa —desafió la muchacha—. Seguramente, un comportamiento de tal naturaleza no se corresponde con sus valores y principios.

—No me culpe por ser sincero y llano en mis modos. En estos casos lo mejor es la franqueza. Quizá podría intentar un modo más romántico y emotivo, pero estaría fingiendo, y un alma sensible como la suya lo notaría de inmediato. —Se mantuvo caviloso, con la vista fija en el mantel, hasta que pareció cobrar nuevos bríos—. Como hace tan poco que nos conocemos, esto puede parecer precipitado, incluso inapropiado si se considera que usted ya está comprometida, pero, en vistas de sus circunstancias, se podría contemplar mi propuesta como muy favorable. Mi posición no es en absoluto despreciable, y mis conexiones y relaciones con la más alta sociedad porteña me colocan en una situación que, usted deberá admitir, la beneficiará indiscutiblemente si une su destino al mío.

Laura le habría arrojado el vino a la cara. Aquella perorata impertinente y tosca encerraba una inequívoca interpretación: «No finjas respetabilidad y decoro, bien sé yo lo que te espera en Buenos Aires luego de tu fuga con Riglos». No obstante, Laura meditó la naturaleza de su reacción. Había oído hablar del genio endemoniado del hombre que tenía enfrente, de sus malos modos y vicios; no convenía enfadarle, menos aún herirle el orgullo; pero si optaba por un comportamiento indefinido, daría lugar a esperanzas vanas, y el militar seguiría rondándola como un lobo hambriento.

—Coronel Racedo —expresó finalmente, con dignidad—, me honra su propuesta, aunque admito que me toma por sorpresa. Usted ciertamente es un hombre respetable, educado, un caballero en el amplio sentido de la palabra, por lo que, confío, no le será difícil entender el motivo de mi negativa. Mi situación es peculiar, soy consciente de ello, y este viaje inopinado a Río Cuarto quizá promueva inconvenientes en mi relación con el señor Lahitte que no puedo predecir. Sin embargo, mantendré la promesa hecha hasta tanto, en una conversación abierta y franca con él, las cosas queden plenamente aclaradas. En función de ello, tomaré mis decisiones. Por el momento, lo único que puedo hacer es respetar la palabra empeñada y aceptar su amistad.

Laura se puso de pie, hastiada, aburrida, deseosa de hallarse a cientos de leguas de ese hombre burdo que venía a sumarle un problema a su colección. Racedo de inmediato dejó la silla y la acompañó unos metros en silencio, con el mohín y el paso cansino de un soldado baqueteado.

Al echar traba a la puerta de la habitación, Laura se sintió a salvo. Le repugnaba el coronel Racedo, no se trataba sólo de una cuestión física sino del temperamento del militar, que, con su soberbia y despotismo naturales, encarnaba el tipo de hombre con quien ni siquiera habría bailado un vals. «Que esto no me perturbe», se instó.

Llamaron a la puerta y entró doña Sabrina con toallas limpias y una pastilla de jabón, y Laura se extrañó de que no fuera Loretana.

—Esa anda con mal de amores —respondió la mujer—. Se ha pasado el día lloriqueando por un hombre que no vale la pena. Yo le digo: «Ése no te quiere, ¿por qué tanta lágrima por alguien que no se preocupa por ti?», pero no me escucha y sigue empeñada. Es terca como una mula, mi sobrina. ¡Muy voluntariosa y terca! Cuando algo se le mete en la cabeza, no hay poder divino que se lo quite.

Doña Sabrina dejó la habitación, y Laura terminó de desvestirse y asearse. El cansancio que había desaparecido durante la cena con Racedo volvió a apoderarse de su cuerpo y de su mente. Hacía calor. Abrió la ventana de par en par e inspiró una profunda bocanada de aire. El camisón de batista se le pegaba a la piel y gotas de sudor le recorrían el vientre. Humedeció una toalla de lino en el agua de la jofaina y se la pasó por los brazos, el cuello y entre los pechos, y se recostó en la cama, buscando sosiego, quería dormirse, olvidar por unas horas las preocupaciones y, aunque con el cuerpo resentido por tan larga y trafagosa jornada, una inquietud inexplicable le espantaba el sueño, y sus ojos permanecían tan abiertos como a las diez de la mañana.

No pensaría en el cacique Nahueltruz Guor, él había regresado junto a su pueblo, no volvería a verlo. «No volveré a verlo», repitió. Sólo había departido con ese hombre contadas veces, ¿por qué la impresionaba hasta el punto de no poder quitárselo de la cabeza? Después de todo, se trataba de un indio, un ser inferior en educación y origen, ¿qué clase de atracción ejercía sobre ella? Leería, leer siempre la ayudaba a olvidar.

Habían pasado casi cuatro años de la muerte de mi padre y comenzaba a resignarme a pasar el resto de mis días en el convento de Santa Catalina de Siena. La perspectiva resultaba lúgubre y sin sentido. Una vida desperdiciada, la mía. El optimismo de María Pancha, sin embargo, me contagiaba a veces, y aquella pesadilla de la que parecía que nunca iba a despertar, para ella se trataba de un momento pasajero, que no traería demasiadas consecuencias. «No nos pasaremos la vida entera aquí», solía decirme cuando la desesperanza me abrumaba y las lágrimas me rodaban por las mejillas. «Algún día nos fugaremos y seremos libres como dos pájaros». Construía castillos en el aire en los que yo también ansiaba creer, después de todo, ¿quién puede vivir sin esperanza?

Una mañana, luego del desayuno, la madre superiora me mandó llamar a su despacho. Las piernas me temblaron y un sudor frío me corrió debajo de los brazos, segura de que se habría enterado de mi amistad con la esclava María Pancha o, lo que resultaba peor, de nuestras excursiones al sótano de la cocina. Lo más probable, razoné mientras caminaba hacia el despacho, era que la superiora volviese a insistir en mi vocación como religiosa, la cual ella aseveraba distinguir en mi buena disposición y devoción. «Tu generosa tía Ignacia está dispuesta a hacerse cargo de la dote para que profeses con el velo negro». Mi tía Ignacia, una mujer a quien no conocía ni de vista, se mostraba tan interesada en mí o, lo que resultaba más acertado, interesada en deshacerse de mí.

Llamé a la puerta con un golpe apenas audible, y la voz grave y clara de la superiora me indicó que pasara. No estaba sola, a su lado había otra mujer, muy elegante, aunque menuda y más bien baja. «Conque ésta es la generosa tía Ignacia», me dije. Cuando la mujer me sonrió con dulzura y avanzó en dirección a mí con los brazos extendidos, mis conjeturas se vinieron abajo. No era ésa la imagen de tía Ignacia que me había formado y, para hacer mi desconcierto aun mayor, la mujer me abrazó y apretó contra su pecho. «Soy tu tía Carolina, la hermana menor de tu padre. Yo quise mucho a mi hermano Leopoldo», aseguró, mientras se enjugaba los ojos.

La madre superiora me explicó que era intención de la señora Carolina Beaumont llevarme a vivir con ella y hacerse cargo de mí, «a menos, —prosiguió la monja en un modo engatusador que no le conocía—, que tus deseos de profesar continúen vivos en tu corazón». Dejé claro que mis deseos de profesar nunca habían existido, y que si en alguna oportunidad había meditado la posibilidad era porque no había vislumbrado otro destino más honorable para mí. «Sé que han sido negligentes contigo, querida», expresó a continuación mi tía Carolina, sin soltarme las manos.

Aquel día marcó el comienzo de una nueva vida para mí, y las perspectivas habrían sido plenamente maravillosas si la tristeza por dejar a María Pancha no las hubiese empañado. La noche antes de mi partida, nos citamos en el sótano y nos juramos amistad eterna, y yo, sin mayor asidero, le prometí que algún día regresaría por ella. A la mañana siguiente, luego del desayuno, tía Carolina y su cochero vinieron a buscarme, y yo, junto a mis dos baúles proscriptos, vi el mundo nuevamente después de cuatro largos años de encierro.

Durante el corto viaje hasta su casa, tía Carolina me explicó que su esposo y ella habían decidido radicarse en Buenos Aires y que, en caso de regresar a París, me llevarían con ellos. ¡Fantásticas e increíbles posibilidades cuando días atrás lo mejor habría sido profesar con velo negro! Luego de observarme detenidamente, aunque sin displicencia mi tía expresó que al día siguiente iríamos de compras. «Tu tío Jean-Émile y yo llevamos una vida social muy agitada, a veces demasiado agitada —aclaró—, y deberás presentarte acorde a tu nueva posición. Eres una joven hermosa, Blanca, como dicen que lo era tu madre».

Nos detuvimos frente a una casa en la calle de la Piedad, en el barrio de la Merced, a una cuadra de la basílica, y salieron a recibirnos, sin protocolo ni melindres, mi aristocrático tío Jean-Émile y Alcira, que manifestó que yo era el vivo retrato de Lara Pardo. La bienvenida fue tan cálida y sincera que ayudó a sosegarme y a no sentirme ajena. Con todo, el boato de la casa me pasmó, acostumbrada como estaba a las espartanas salas y corredores del convento; las comodidades y excentricidades de mi habitación me dejaron boquiabierta, como una niña que acaba de ver una aparición fantástica. La cama con dosel, del que colgaba una pieza de gasa en tonalidad rosa, era tan grande como tres veces la yacija del convento. Las paredes estaban forradas de un damasco en la misma tonalidad rosa de la gasa del baldaquín. Los muebles eran de manufactura exquisita, y, semanas más tarde, tío Jean-Émile me regaló un secrétaire de palisandro con cerraduras, pomos y fallebas empavonadas, que me arrancaron lágrimas de felicidad y que sumó más distinción a la recámara. Esa era mi nueva casa, ésa, mi nueva familia.

Al día siguiente de mi llegada, Carolita, como la llamaba Alcira, me llevó de compras. Recorrimos las pocas tiendas con mercaderías de ultramar y, mientras mi tío Jean-Émile encargaba levitas y chaqués en la sastrería de moda, Lacompte y Dudignac, mi tía y yo nos deleitamos en lo de Caamaña, donde me proveyeron de guantes de cabritilla, chapines de raso, un abanico de carey y otro con varillas de marfil, un parasol de encaje, un perfume francés, afeites, presillas para el cabello y un sinfín de elementos de tocador, y donde varios años atrás tío Tito se había surtido de las sustancias y hierbas más exóticas para su laboratorio de la calle de las Artes. «¡Qué lejos en el tiempo quedó aquella parte de mi vida!», pensé con melancolía, mientras mi tía Carolita seguía mostrando su largueza sin titubeos, y los paquetes iban ocupando más espacio sobre el mostrador del señor Caamaña. Por último, entre Alcira y mi tía eligieron gran variedad de géneros para confeccionarme vestidos, y partimos a recoger a tío Jean-Emile, que nos esperaba con aire impaciente en la puerta de la sastrería pues, según aclaró una vez dentro del coche, se había topado con el gobernador Rosas. «No sabía que ese tirano fuese asiduo cliente de Lacompte y Dudignac. Si lo hubiese sabido, no habría puesto un pie dentro».

Después de aquellos años de aislamiento, volví a escuchar el nombre del brigadier Juan Manuel de Rosas, un personaje siniestro para algunos, un héroe sin parangón en opinión de otros. La sociedad porteña se hallaba dividida, y diferencias que parecían irreconciliables enfrentaban a los unitarios con los federales, el partido que encabezaba Rosas. Mi tío Jean-Emile, aunque extranjero, simpatizaba con los unitarios, que se reconocían entre los miembros de las familias decentes. En aquel tiempo, vestir de acuerdo a la moda o ser cultivado y expresarse con propiedad se juzgaban vicios de los “salvajes e inmundos unitarios”, y era un valiente (o un inconsciente) el que se aventuraba a caminar por la Plaza de la Victoria emperifollado como para una fiesta en la corte francesa.

Las cuestiones políticas no me preocupaban, pertenecían a una realidad que nada tenía que ver con la mía; por primera vez en mucho tiempo me sentía segura y a salvo. Mis pensamientos y anhelos se concentraban en la tertulia que organizaría mi tía Carolita donde me presentaría a sus amigos y al resto de la familia. Alcira, que era la encargada de prepararme para la distinguida ocasión, aprovechaba el tiempo que pasábamos a solas para ponerme al tanto de las vidas y secretos de quienes concurrirían en algunas semanas a la casa de los Beaumont. «No le digas a tu tía que te cuento estas cosas, —me pedía—, a ella no le gusta que se hable de los demás».

Alcira me relató los secretos mejor custodiados de la familia Montes, y fue así como me enteré de las andanzas del abuelo Abelardo, casi un filibustero, de la abuela Pilarita y su romance con el hereje calvinista, y del ardor seráfico que mi tía Ignacia le había profesado a mi padre años atrás. «Por eso tu tío Francisco no pudo llevarte a vivir a la casa de la Santísima Trinidad después de la muerte de Leopoldito, porque esa pérfida se lo prohibió. ¡Ah, pero el daño infligido se empieza a pagar en este valle de lágrimas!», expresó la mujer. Luego, a modo de muestra, me refirió la historia de mi prima Dolores, la hija mayor de Ignacia de Mora y Aragón y de Francisco Montes.

Mi prima Dolores no es hermosa como su hermana menor, Magdalena, ni cultivada como Soledad, la del medio, y, sin embargo, no carece de encantos: posee una voz extraordinariamente afinada, canta y toca el piano con maestría, y, aunque es menor que yo, en la época en que la conocí ya lucía como una mujer de cuarenta, con el gesto endurecido, la mirada oscura y rencorosa, lleno el semblante de resentimiento. A los quince años conoció a Justiniano de Mora y Aragón, hijo de un primo hermano de su madre. El muchacho, diez años mayor que ella había dejado Madrid en busca de fortuna. El Río de la Plata se presentaba tentador, bien sabía él la vida de condesa que llevaba allí su tía Ignacia. Desembarcó en el puerto de Buenos Aires y se instaló en un cuarto de La Casa de las Temporalidades, y de inmediato entró en relaciones con su tía, que se mostraba encantada de recibir a alguien de “bon sang”, de la “ancienne noblesse”, expresiones que remarcaba en presencia de su esposo. Justiniano sonreía y asentía.

Pronto resultó claro que las atenciones y visitas del joven madrileño tenían como único propósito ganarse la simpatía y el aprecio de Dolores Montes, sumamente complacida con que tan egregio caballero la prefiriese a ella, una joven más bien simple y apocada, cuando en Buenos Aires las había bellas y talentosas. «¡Tonta Dolores! La pretendía a ella porque pocas heredarían una fortuna tan grande», rezongaba Alcira, y añadía a continuación: «No toda la culpa fue de la pobre Doloritas, que siempre ha sido lenta de entendederas. La culpa, en realidad, fue de su madre, que manejó el cortejo y la voluntad de su hija a su antojo.»

Contrajeron matrimonio dos años después de la llegada de Justiniano de Mora y Aragón a Buenos Aires, y Francisco Montes, como presente de bodas, les regaló una casa en el barrio de Santo Domingo, que Ignacia se encargó de decorar y amueblar. Ignacia también se ocupó de convencer a su marido de que integrase en los negocios de la familia al flamante yerno, y a éste de que dejase su misérrimo trabajo en el periódico La Gaceta Mercantil, que sólo lo desprestigiaba. Aunque en un principio se mostró evasivo, Justiniano terminó por aceptar la propuesta, que era, en realidad, lo que había anhelado: echar mano a los bienes de los Montes. Francisco, que contaba con la colaboración de su hijo mayor Lautaro para la administración de los campos y demás empresas, no estaba convencido de confiar a Justiniano el cuidado de parte de la fortuna amasada por su padre, Abelardo Montes. Reconocía las virtudes de su yerno, de carácter afable, buena predisposición, animoso, pero también advertía cierta artificiosidad en sus maneras y en su forma de mirar. Dos gritos de Ignacia pusieron punto final a las dudas y recelos de Francisco y, aunque de mala gana, encomendó a Justiniano la conducción de la quinta de San Isidro y del saladero, con plenos poderes para hacer y deshacer.

Para Dolores, vivir con Justiniano, respirar el mismo aire, preparar sus comidas, remendar sus calcetines y calzoneras, esperarlo con ansias cada atardecer, era una luna de miel permanente. Con el tiempo, sin embargo, vinieron las ausencias, los malhumores, las contestaciones destempladas, los misterios, las preguntas sin respuesta, los recelos. En Buenos Aires corría el rumor que Justiniano de Mora y Aragón mantenía a una querida, a la que hospedaba en la quinta de San Isidro. También se hablaba de deudas de juego, noches de borracheras y compañías licenciosas. Dolores, recluida en la casa del barrio de Santo Domingo, se convencía de que su matrimonio iba bien, de que las hablillas eran producto de la envidia. Ignacia, igualmente, defendía a capa y espada a su sobrino; después de todo, él era un Mora y Aragón.

La pompa de jabón en la que vivía Dolores explotó la mañana en que una mujer con acento español, sencillamente ataviada y con un niño de no más de seis años tomado de su mano, se presentó en casa de los Montes como la esposa de Justiniano de Mora y Aragón. La mujer explicó que le habían indicado que allí vivía la tía de su marido, que quizá sería tan amable de decirle adonde podía encontrarlo. Ignacia sufrió un vahído y quedó postrada en la bergére, mientras Soledad y Magdalena la reanimaban con sales. Francisco, el único que mantenía la cordura, invitó a la joven al despacho.

Los documentos que certificaban la boda entre la mujer y Justiniano parecían legales y en orden, al igual que la partida de bautismo del pequeño, también de nombre Justiniano. Y sólo bastaba un vistazo para saber que aquella criatura era hijo de Mora y Aragón; los mismos ojos castaños, la misma nariz recta y delgada, la cara redonda y el cabello lleno de rulos negros, corroboraban sin lugar a dudas aquello que expresaban los documentos.

Justiniano de Mora y Aragón terminó preso en el Fuerte por bigamo. Los acreedores, a quienes Justiniano había sabido mantener a raya y satisfechos, se presentaron en bandadas en lo de Montes para solicitar la cancelación de los documentos de crédito. Sobre la quinta de San Isidro pesaba una gravosa hipoteca y el saladero prácticamente se hallaba en estado de abandono, los empleados no habían cobrado sus últimos jornales y los clientes se quejaban de que hacía tiempo que no recibían las entregas acordadas; por último, habían optado por un nuevo proveedor de cueros. Francisco escuchaba perplejo el recuento de las andanzas y desaciertos de su yerno, y no concebía que tanto desquicio hubiese ocurrido bajo sus narices. También salió a la luz el carácter vicioso de Justiniano, e interminables relatos de noches de juerga, mujeres y alcohol eran la comidilla de los salones más distinguidos y de las mesas de los bares más frecuentados. Finalmente, las aventuras de Justiniano de Mora y Aragón le confirieron a las finanzas familiares un golpe en la médula y, aunque se honraron las obligaciones, el esplendor de la fortuna de los Montes empezó a conocer su ocaso.

Dolores metió algunas pertenencias en un bolso pequeño, se embozó por completo y, caminando, llegó al Convento de las Hermanas Clarisas, donde pidió asilo. Sólo la madre superiora y el padre Ifigenio, confesor de las Montes, sabían que Dolores estaba encinta de pocas semanas, y convencieron a la muchacha de que el niño, fruto del pecado y de la infamia, debía ser entregado al Monte Pío apenas nacido. Dolores no abandonaba la celda en ningún momento, y sólo recibía la visita de la superiora y del padre Ifigenio, que la confesaba y le daba la comunión; también la alentaba a la flagelación de la carne como medio para expiar las faltas del alma, porque gran parte de la culpa del amancebamiento en el que había estado viviendo era de ella, que se había casado infatuada, con la cabeza llena de ideas románticas y sacrilegas, haciendo caso omiso a las razones que verdaderamente cuentan, como el honor, el sentido del deber, de la responsabilidad y la religiosidad del matrimonio. «Te advertí antes de que te unieras a ese sátrapa, —remachaba el cura—, que tenía aspecto de libertino». Dolores asentía y derramaba lágrimas en silencio. El sacerdote abandonaba la celda, y ella se ajustaba el cilicio en torno a la cintura y se laceraba la espalda con la disciplina. El ayuno era estricto, sólo agua los primeros días, tiempo después, un poco de pan. El cuerpo de Dolores, plagado de verdugones y heridas, exhausto después de semanas de tan degradante tortura, colapsó, y perdió a su hijo.

Dolores casi muere en el Convento de las Clarisas. Su padre, Francisco Montes, al enterarse de que su hija agonizaba en el camastro de una celda, se dirigió al convento e increpó a la madre superiora: «Si no me entrega a Dolores, me olvidaré de que éste es un lugar sacro y, derribando puertas, llegaré hasta ella». La superiora la hizo traer. La ayudaban dos novicias porque no se sostenía en pie. Su padre la tomó en brazos, le besó la frente y le susurró: «Basta de este horror, basta de este sin sentido. Tú no tienes culpa de nada», y se marchó en silencio, con su Doloritas a cuestas, que apenas entreabría los ojos y respiraba con dificultad. Según Alcira, ésa fue la única vez que Francisco Montes se puso los pantalones y, desafiando a su mujer, tomó el toro por las astas y salvó la vida de su hija mayor. «Nada bueno puede depararles el destino a esas tres pobres desdichadas hijas de Francisco, que cuando su madre les eligió los nombres ya las condenó sin piedad: Dolores, Soledad y Magdalena. Penas, melancolía y lágrimas, sólo eso conseguirán en este mundo impío», repetía Alcira.

El tiempo se había encargado de corroborar la certeza de aquellas palabras: las vidas de sus tías y de su madre eran penas, melancolía y lágrimas. Laura no concebía a su severa tía Dolores enamorada, casada, menos aún encinta; no obstante, Dolores Montes había demostrado que, después de todo, era un ser de carne y hueso, que se había entregado a un hombre, que había hecho el amor con él, que había gozado entre sus brazos, sido feliz a su lado. Aquella imagen se daba de bruces con la de tía Dolores, la del carácter agriado, la del alma endurecida, la prejuiciosa y desconfiada. El sufrimiento había sido en vano, la huella impresa provocaba resentimiento y amargura, nada de empatia y dulzura.

Al caer en la cuenta de que las mujeres que durante años la habían regañado, juzgado y condenado sin misericordia no se hallaban libres de faltas, ni la magnánima doña Ignacia de Mora y Aragón ni la inflexible Dolores Montes, Laura experimentó rencor. Se sintió engañada también, estafada incluso. ¿Qué más le contaría Blanca Montes? ¿A qué otras verdades la enfrentaría? Debería apagar la vela y dormir. Tenía que relevar a María Pancha temprano por la mañana. Sin embargo, abrió el cuaderno, buscó la última línea y leyó.

Tía Carolita dispuso que la mejor modista de Buenos Aires se hiciera cargo de mi vestido para la tertulia; parecía muy interesada en que yo descollara esa noche. Me gustaba tía Carolita, y de tanto observarla terminó por convertirse en mi paradigma. Menuda, aunque bien formada, con un rostro de lineamientos suaves y redondeados, representaba cuanto yo aspiraba. Me volví su sombra e intenté imitarla en los mínimos detalles. Me gustaba la forma en que se llevaba el tenedor a la boca, la manera en que sonreía, la posición que adoptaba en el sofá de la sala, cómo movía las manos y cómo tragaba el jugo sin hacer ruido. En vano quise estornudar como ella, lo hacía con un gracejo incomparable. Nunca la escuché levantar el tono de voz. Sus prendas desprendían un aroma a violetas que la perseguía como una estela por las habitaciones de la casa; me inclinaba sobre su bordado sólo para olerla. En el rezo del Santo Rosario, nadie enunciaba las letanías como ella. El fru-fru de mis faldas nunca llegó a ser como el de las de ella, pues se movía con un garbo que no conseguí emular. Los cierres de su abanico se volvieron mi obsesión, y perdí tardes enteras frente al espejo tratando de alcanzar su estilo. La imitaba en su frugalidad, pero siempre me quedaba con hambre. Con todo, eran su bondad innata y su predisposición a querer a todo el mundo lo que frustraba mis intentos por parecerme a ella. Sin embargo, sus modos suaves no carecían de firmeza en absoluto y, entre parientes y amigos, su palabra contaba como la de un magistrado. La nobleza, honestidad y decoro de tía Carolita la precedían en cualquier círculo o institución porteña y, aunque muchos la adulaban por su posición económica y social (después de todo, era la esposa de un conde francés), ella se dirigía al ministro o al hacendado con la misma afabilidad y respeto con que trataba a Cirilo, su cochero. Aunque coqueta y siempre a la moda, se trataba de una mujer refinada que gustaba de la lectura y de departir con hombres cultos, sobre todo, con su marido, a quien consideraba el más acabado de los de su sexo. A diferencia de otras mesas, en casa de tía Carolita se podía conversar mientras se comía, y fue allí donde escuché, de labios de ella y de tío Jean-Émile, razonamientos e ideas que ampliaron los horizontes de mi estrecho mundo. Un mediodía en que tío Jean-Émile, más bien antagónico a las doctrinas de la Iglesia, se quejaba de la Inquisición, tía Carolita expresó: «Necesitamos una religión que no nos obligue a ser buenos bajo la violenta amenaza de castigos infernales».

Aunque mis ojos se abrían a un nuevo y magnífico mundo, mis viejas pasiones permanecían latentes en mi corazón, y pedí autorización a tía Carolita para cultivar en una porción del jardín mis plantas medicinales. Alcira me ayudaba, y fue la primera en beneficiarse con mis dotes de sobrina de boticario e hija de médico, al levantarse una mañana con el semblante descompuesto y expresar que tenía “malditas almorranas”. Se mostró incrédula cuando le aconsejé baños de asiento tibios con una infusión de malva tres veces por día y un ungüento que yo misma le prepararía a base de cebo de cerdo y clavo de olor. A la mañana siguiente manifestó, con asombro y cierta reticencia, que lo peor parecía haber pasado; al cuarto día, no se acordaba de las “malditas almorranas”. Tiempo después, mientras removía la tierra del diente de león, tío Jean-Émile se aproximó con una actitud cauta y reservada y, tras algunos circunloquios, me preguntó si conocía “algo” para la ciática. Escondí una sonrisa y le indiqué que se recostara, que enseguida le prepararía una cataplasma de coles bien caliente que jamás le había fallado a tío Tito. Los dolores menstruales de tía Carolita la postraban tres días de cada mes y, a pesar de su buen talante para sobrellevarlos, sabíamos que padecía. En el mamotreto de tío Tito no encontré nada que refiriera a ese pesar, pero recordé que mi padre solía recetar grandes cantidades de infusión de raíz de angélica, que sabía como agua de estanque, según tía Carolita, y que ella bebía cada mes gustosa de haberse desembarazado de aquellos retortijones.

La noche de la tertulia conocí a la familia de tío Francisco. Doña Ignacia me resultó una mujer hermosa; su belleza, sin embargo, compensaba la displicencia y arrogancia del gesto, y, luego de un rato, sus ojos ya no me parecían tan almendrados ni su piel tan untuosa. Dolores, completamente de negro, me concedió una inclinación de cabeza antes de marchar prestamente hacia el piano, donde acomodó las partituras y pasó gran parte de la noche deleitándonos con sus interpretaciones. Se negó a cantar. Soledad, que no había heredado uno solo de los rasgos de doña Ignacia, se dignó a estrechar mi mano para luego agregar que “sus amigas” la aguardaban en el otro salón. Por último, tía Carolita me presentó a Magdalena, la más joven de los hijos de tío Francisco. Su belleza era, sin lugar a dudas, fuera de lo común y llamaba la atención de cuantos posaban los ojos sobre ella. Aunque parecida a su madre, sus rasgos lucían más delicados; un corte refinado de la cara, desprovisto de la soberbia de doña Ignacia, le confería el aspecto de un hada de cuentos, etérea, grácil, resplandeciente, la piel blanca, de una blancura lechosa y saludable, que me dio ganas de acariciar. Nunca había visto tantos bucles dorados bañar la espalda de una mujer, caían como racimos de uvas y rebotaban cuando movía la cabeza. Me recordó a la abuela Pilar.

Magdalena se sentó junto a mí y, luego de pasarme un vaso con agrio y de servirse uno para ella, me dijo: «Yo me acuerdo bien de ti: tú ganaste el concurso de baile hace muchos años, un 25 de mayo. Mis hermanas también participaban, pero, antes de que comenzara la música, las muy bobaliconas se asustaron y corrieron donde mamá». Conversamos acerca de ese día, ella recordaba detalles que yo había olvidado, incluso aspectos de mi atuendo y de las danzas. Magdalena era desinhibida, generosa, no escatimaba elogios, llena de vigor y anhelo. La encontraba tan encantadora e interesante, como petulantes y desabridas a sus hermanas. Más en confianza, Magdalena se animó a preguntar: «¿Es cierto que eres médica?». No me causó risa lo equivocado de la pregunta, ni cómo se habían tergiversado los hechos hasta convertirme en médica, sino la forma en que Magdalena me lo inquirió, expectante, ansiosa. Le hubiese dicho que sí y creo que habría sufrido un síncope de la emoción. Le explique que no, que no era médica, que eso era imposible, las mujeres tenían prohibido ingresar en la universidad. «¡Qué injusticia!», expresó, y un instante después el semblante furioso se le endulzó ante la aparición de un caballero en la sala.

Esa fue la primera que vez que vi al general José Vicente Escalante, el hombre más apuesto y elegante que conozco, siempre atento a los detalles de su aspecto y vestimenta, como elementos inseparables de su reputación de gentilhombre. Esa noche llevaba prendas de confección exquisita, y al inclinarse en el gesto de besar la mano de mi prima Magdalena, desprendió un aroma a vetiver y sándalo, tan excéntrico como cautivante. El cabello corto, peinado hacia atrás, era negro y brillante a causa del sebo fijador; también sus ojos eran negros, tanto que resultaba imposible distinguir el iris de la pupila. Aunque impecable y a la moda, Escalante no ostentaba, sin embargo, el aspecto de un currutaco, sino más bien el de alguien casual, despreocupado, casi indiferente.

Magdalena nos presentó, y el hombre se acomodó en el canapé a nuestro lado, pese a que aún no había terminado de saludar. Se dirigió sólo a mi prima, como si yo no existiese, y, un momento más tarde, al ser requerido por mi tío Francisco, nos dejó solas. Aunque atractivo e interesante, José Vicente Escalante me había intimidado, y sentí vergüenza de encontrarle la mirada. Se notaba que Magdalena le profesaba gran admiración, y se refirió a él con orgullo para comentar que acababa de regresar de Europa, donde había visitado al general San Martín en París. «Tienes que saber, Blanca, —me aclaró con solemnidad—, que el general Escalante es uno de los héroes de la independencia americana». Se trataba de un hombre que había pasado los cuarenta, era soltero y muy rico. «Es cordobés, —añadió mi prima—. Allí tiene su residencia permanente y una de las estancias más prósperas de la región».

Como Escalante se sentó a mi lado durante la cena casi no probé bocado. Él conversaba mayormente con mi tío Jean-Émile, con el esposo de Florencia Thompson, Faustino Lezica, y con José Mármol, un periodista y hombre de letras que se quejaba a viva voz «de la abyecta situación a la que estaba reduciendo el tirano (así llamó a Rosas) a las gentes decentes». Aunque reconcentrado en los decires de estos caballeros, Escalante me lanzaba vistazos que no supe interpretar. No me dirigió la palabra esa noche, y, sin embargo, su presencia me abrumó como si el único invitado fuera él, la suya, la única voz, yo, su único punto de atención. El resto de la velada traté de distraerme con Magdalena y sus amigas, y cuando la gente comenzó a marcharse y la casa de tía Carolita regresó a la normalidad, experimenté un gran alivio.

Al día siguiente, Escalante visitó a mi tío por la tarde, y yo decidí recluirme en mi habitación. A poco Alcira llamó a la puerta: el señor Jean-Émile me requería de inmediato. Alcira me ayudó a adecentarme, y me presenté en la sala a regañadientes. Allí estaba el general, tan impertérrito y hierático como la noche anterior, de pie junto a mi tío Jean-Émile, cuya figura desgarbada y lánguida, su sonrisa tierna y mirada bonachona sólo exacerbaban la dureza de las facciones del visitante. «¿Por qué me mira como si quisiera matarme?», recuerdo que pensé. Tomamos asiento. Alcira trajo chocolate y lo sirvió. Sólo se escuchaba el tintineo de las cucharas. Yo apelaba a la locuacidad de tío Jean-Émile, pero parecía muy a gusto saboreando su chocolate caliente y no esbozaba palabra. Escalante me miraba. Yo sabía que lo hacía, advertía el peso de sus ojos como un yunque sobre la cabeza. «Me dice su tío que usted tiene grandes conocimientos en medicina y farmacopea», habló repentinamente el general, y yo contuve el aliento. Dejé la taza sobre la mesa.

Cuando quiere, Escalante se sirve de maneras afables y graciosas. Esa tarde, por ejemplo, me prestó toda su atención y, aunque me miraba fijamente, la expresión se le había suavizado y ya no me daba tanto miedo. Mostró gran interés en mi historia personal y en la manera en que me había familiarizado con las enfermedades y las curaciones. Hombre extremadamente culto, había conocido otros países y otras gentes, lo que enriquecía su conversación con anécdotas e historias fascinantes. Dos días más tarde regresó a casa de tía Carolita a la hora de almorzar, y, mientras tomábamos el café en la sala, contó que, siendo él un soldado muy joven del Ejército de los Andes afincado en Mendoza, su capitán le había ordenado que hiciera guardia frente al polvorín y que no permitiera el acceso, en especial a quien llevara espuelas, pues los chispazos contra el piso de ladrillos podían ocasionar una explosión. Algunas horas de guardia transcurrieron monótonamente hasta que el mismo general don José de Sati Martín se presentó en el polvorín. «Alto, mi general», exclamó Escalante, y le cruzó el fusil. «Muévase, soldado», ordenó San Martín, de mal modo. «No, mi general; hasta que no calce zapatillas, no lo dejaré entrar». San Martín le preguntó el nombre y se marchó. Una hora más tarde, lo mandó llamar. En el despacho también se hallaba Rivas, el capitán que había impartido la orden. Tanto San Martín como Rivas lanzaron vistazos aviesos al joven Escalante, que mantenía la cabeza en alto y mucho dominio de sí. San Martín dio un paso hacia delante, se plantó frente al soldado impertinente y, extendiéndole la mano, dijo: «Lo felicito, soldado, eso es cumplir una orden. Hombres como usted necesita la Patria para triunfar». Luego vino la victoria de Chacabuco, donde Escalante se destacó en combate, y tiempo después el ascenso a teniente. Acompañó a San Martín hasta Lima en 1821. Para aquel entonces, ya era un oficial de prestigio y amigo personal del general.

Escalante continuó visitándonos tan asiduamente como sus compromisos y negocios se lo permitían. Mi prima Magdalena también nos visitaba con frecuencia y solía pasar temporadas en casa de tía Carolita, «para escapar a la fusta de su madre», según sus propios decires. Me gusta Magdalena, es inteligente aunque no cultivada, atrevida y bromista; recuerdo que solían sorprenderme sus ideas y ocurrencias. Creo que me encariñé con ella porque, en parte, me recordaba a María Pancha; descomedida y rebelde, sólo admiraba a tía Carolita, y a lo único que le temía era a quedarse sin postre como penitencia. Ansiaba las visitas de Magdalena; cada día junto a ella traía una sorpresa, una aventura distinta y casi siempre terminábamos destemillándonos de risa hasta que nos dolía el estómago y nos caían lágrimas. En una oportunidad en que nos encontrábamos en el huerto, Alcira anunció, con el gesto cargado de intención, la llegada de Escalante. El semblante de Magdalena, radiante y magnífico un segundo atrás, se ensombreció, y unos celos ciegos se apoderaron de su genio. «El general te pretende, Blanca», expresó, mientras nos encaminábamos hacia la casa, y yo no supe qué decir. Escalante era atento y cariñoso con Magdalena, como lo hubiese sido con un cachorro juguetón. Resultaba obvio que, a sus ojos, mi prima era una niña, hermosa y prometedora, sí, pero una niña al fin. Conmigo, aunque solemne y a veces distante, Escalante mostraba una atención especial que a nadie pasaba inadvertida.

Meses más tarde, el general organizó un sarao en su casa de la calle de San José. Mis tíos y yo llegamos tarde, cuando la fiesta se encontraba en su apogeo y los invitados, repartidos en los distintos salones, disfrutaban del baile o del ambigú. Mi tía Ignacia fue conmigo tan desdeñosa como pudo, al igual que Soledad y Dolores; mi tío Francisco, en cambio, me saludó con afecto, con ese mohín de quien tiene que soportar a diario una ordalía. Magdalena, más hermosa que nunca en su vestido de tafetán rosa pálido, con los bucles del color del trigo que le rebotaban a mitad de la espalda, bailaba el minué con el general en la sala contigua. Mi tía Ignacia comentó: «Está claro que el general Escalante organizó esta fiesta en honor de Soledad», y apretó la mano de su hija, que se sonrojó y bajó la vista. «Desde hace meses visita nuestra casa y siempre pide por ella. Dice que encuentra muy agradable e interesante su conversación. ¡Yo sabía que no podías ser tan culta en vano, hija mía!». Tío Francisco dio media vuelta y se marchó.

El resto de la noche el general Escalante bailó conmigo; tampoco se separó de mí cuando se hizo una pausa en la música para escuchar a Dolores interpretar al piano la “Marcha Turca”, o para comer y beber. Recuerdo que lo encontré particularmente elegante, vestido a la última moda con su saco inglés de cuello alto y pantalones blancos que había sujetado bajo las botas de caña alta; llevaba chaleco de piqué con reloj de leontina de oro, y aquella loción de tierras lejanas que me hechizaba. Cuando el sarao languidecía, el general me pidió que lo acompañase a su despacho; acepté entusiasmada en la creencia que me mostraría su mentada biblioteca. Me condujo en silencio por el pasillo y, con un movimiento de mano, me indicó que entrase. Luego de cerrar la puerta, caminó hacia mí, me envolvió con sus brazos y me besó ardientemente.

No respondí, no sabía cómo hacerlo, lo dejé actuar y, mientras sus manos me recorrían la cintura y sus labios me humedecían el cuello, su voz entrecortada y rauca repetía mi nombre con una dulzura inusual en él. «Después de todo, —pensé—, el duro general Escalante está tan sediento de cariño como el más sentimental de los mortales». «Te casarás conmigo», lo escuché decir, y un nuevo tono, imperioso y arrogante, se apoderó de su acento. Me sorprendió mi propia voz al responderle: «Sí, general».