CAPÍTULO VI.

El extraño del pañuelo rojo

—¿Qué lees tan absorta?

María Pancha le habló en un susurro y, sin embargo, la sobresaltó.

—Uno de mis libros —mintió Laura—, regalo de Agustín. Excursión a los indios ranqueles.

—Yo también leerlo —expresó María Pancha—, sé que el coronel Mansilla menciona a tu hermano varias veces durante su relato.

Laura escondió el libro en su escarcela, junto con el ponchito y el guardapelo de oro. Se sintió mal por actuar así con su criada, a quien nada ocultaba, pero temía que, en caso de conocer la existencia de las Memorias de Blanca Montes, se las quitara. Ya se había dado cuenta de que esa mujer sabía algo de lo que a ella le interesaba conocer y a la vez, ocultar.

El doctor Javier, de regreso de su última ronda, entró en el cuarto donde dormía Agustín. Apenas si movió los labios para saludar, contagiado por el abatimiento que flotaba en el ambiente. María Pancha lo ayudó a quitarse la chaqueta, mientras Laura lo desembarazaba del maletín. El médico se lavó concienzudamente las manos en la jofaina antes de revisar al enfermo. Le hizo algunas preguntas y le dio ánimos; luego, apartó a María Pancha y le indicó:

—Debemos bajar la fiebre. Una inflamación de las meninges sería fatal.

María Pancha conocía muchas técnicas para bajar la fiebre, entre ellas, colocar ramilletes de apestosa ruda bajo los sobacos del enfermo, que el doctor Javier aprobó. Con el transcurso de los días, el médico había aprendido a respetar la sapiencia de la negra y a convivir con sus recetas medicinales. María Pancha salió en dirección al huerto de doña Generosa, y Laura la siguió, no con la intención de ayudarla sino de respirar aire fresco y renovar los bríos que le desaparecían dentro de aquella habitación donde la muerte acechaba a su hermano sin tregua.

María Pancha cruzó el patio a trancos y no reparó en el hombre que, apartado, conversaba con Mario, el hijo del doctor Javier. A Laura, sin embargo, le llamó la atención la desproporcionada diferencia de tamaño entre el muchacho y el desconocido, que parecía un coloso al lado de Mario. Nunca había visto a un hombre de espaldas tan anchas ni de músculos tan recios, que mostraba sin decencia, pues llevaba una prenda desprovista de mangas. «Demasiado robusto y macizo para ser apuesto», resolvió, entre displicente e intrigada por verle la cara.

Mario, que lucía exaltado y sonreía, dejó el patio a la carrera, mientras llamaba a su madre con voz jubilosa. El extraño volteó, y su mirada encontró la de Laura, que se inmutó ante la frialdad y la indiferencia de aquel rostro oscuro en donde los ojos parecían serlo todo, las pestañas como espesos ribetes negros que le acentuaban el color gris perla del iris, un gris carente de luces verdes o destellos azules; se trataba de un gris puro. El extraño la estudió de arriba abajo con calma, sin prudencia ni contención, su gesto despojado de emociones, y, cuando sus miradas volvieron a toparse, se quitó el pañuelo rojo que aun llevaba en la cabeza y se inclinó apenas en señal de saludo. Laura corrió hacia el huerto como una chiquilla espantada y, mientras lo hacía, se preguntaba por qué corría, de quién escapaba. Había adoptado la actitud de una persona sin urbanidad ni modales. Al menos, debería haber correspondido al saludo.

Seguramente se trataba de un gaucho amigo del doctor Javier, de esos que vagan de campo en campo en busca de trabajo, que pasan largas horas bebiendo en las pulperías, que gustan de la guitarra, las interminables rondas de mate y los fogones, donde cuentan historias de ánimas, fantasmas y lobizones. Sus ropas le delataban el origen: guardamontes llenos de polvo, chiripá de pañete, calzoncillos cribados, camisa blanca sin mangas, botas de potro cortada y nazarenas de plata. Llevaba el cabello suelto, negro y lacio como la crin de un caballo.

En el huerto, María Pancha se afanaba en recoger la ruda con los últimos rayos de sol. Había descubierto otras hierbas interesantes, que luego machacaría en el almirez y maceraría para obtener tónicos y cordiales. No prestó atención a Laura, que se sentó bajo el limonero e inspiró el aroma de los azahares, maravillada por el atardecer, que teñía el horizonte de un color ígneo. Más hacia el este, el cielo estaba oscuro, y las primeras estrellas titilaban. Inconscientemente, sus pensamientos recayeron en el coloso del pañuelo rojo.

«¡Dios! ¿Qué me sucedió?», exclamó para sí y, enseguida, agregó: «Debo averiguar más acerca de ese hombre». La invadió una necesidad imperiosa de volver a verlo, y ni el magnífico paisaje ni el silencio del huerto la serenaron. Quería examinarle el rostro al favor de la luz, probar cuan duros eran esos músculos que intimidaban, someterse nuevamente a su mirada despiadada. Jamás había experimentado esa completa vulnerabilidad y aturdimiento, como si se hubiese presentado desnuda y el extraño le hubiese clavado la vista en las partes pudendas. Un hombre de baja estofa, un gaucho probablemente, sin educación ni refinamiento, la había dominado con la mirada, convirtiéndola en un ser débil y miedoso.

María Pancha, con las manos llenas de hojas y ramilletes, le ordenó que volviera a la casa, pero Laura temía que el extraño siguiese rondando y le indicó que se quedaría unos minutos a descansar bajo el limonero.

—En realidad —prosiguió la negra—, deberías ir al hotel. Ya es muy tarde y no me gusta que camines sola por esas calles que parecen boca de lobo.

—Sabes que siempre me acompaña Blasco, el muchacho del establo.

—A ése lo manda Loretana —manifestó María Pancha—. Deben de ser órdenes del doctor Riglos, para que te tengan bien vigilada.

—¡Ah, María Pancha! —se quejó Laura, que nunca había comprendido el rencor de su nana hacia un amigo tan querido—. ¡Qué sandeces!

—El diablo sabe más por viejo que por diablo —sentenció la mujer, y regresó a la casa.

Laura siguió con la mirada el cuerpo esbelto y delgado de María Pancha, y se dio cuenta de que, a pesar de los años, su criada siempre lucía igual. La quería más que a su madre y, junto a Agustín y a tía Carolita, era en quien más confiaba. Desde muy pequeña, la certeza de que María Pancha la adoraba había significado un aliciente frente a la frialdad de Magdalena y a la lejanía del general. Habría confiado su propia vida a esa mujer y, sin embargo, poco sabía de ella. El pasado de María Pancha era un misterio. Inevitablemente, retornó a Blanca Montes y a sus Memorias, y se puso de pie, intranquila de repente ante la idea de que hallasen el cuaderno entre sus cosas. Un instinto la llevaba a actuar así, un presagio que le repetía que debía leer el cuaderno antes de revelarlo. Le pasaba igual que cuando leía una excelente novela que no podía dejar aunque fuesen las cuatro de la mañana, aunque ya hubiese consumido tres velas y aunque supiese que su abuela al día siguiente le reprocharía cuánto gastaba en iluminación para satisfacer ese capricho de leer. Corrió el último tramo y, al entornar la puerta del cuarto de su hermano, quedó de una pieza al descubrir al hombre del pañuelo rojo de rodillas. Agustín se dirigía a él en voz baja, los ojos anegados de lágrimas.

Laura se retrajo en la lobreguez del pasillo, imposibilitada de romper la armonía de esa escena, incapaz de sorprender a ese hombre en una actitud tan poco varonil, tan frágil y tierna. Habría sido como pillarlo desnudo. El pabilo de la vela echaba una luz rojiza sobre aquella mole de músculos que momentos atrás la había conmocionado y que ahora, en cambio, se acurrucaba en el piso, inerme, empequeñecida.

El hombre salió de la recámara sin volver la vista atrás. Se encaminó hacia la sala principal y pasó cerca de Laura, que se mantuvo quieta, sumida en la oscuridad del corredor. Dejó la casa del doctor Javier sin avisar a nadie ni detenerse a decir adiós. Luego de un momento, Laura regresó junto a su hermano.

—¿Qué pasa? ¿Por qué estás llorando?

—Nada —respondió Agustín—. Pensaba en mi madre. ¿Has tenido noticias de papá?

Incapaz de improvisar nuevas mentiras, Laura negó con la cabeza y se dispuso a acomodar las almohadas de su hermano para darle la medicina. A esa hora, cuando el día agonizaba, solía subirle la fiebre, que lo llevaba a un estado de semiinconsciencia, un sueño ligero plagado de pesadillas. Ese atardecer, Agustín lucía más intranquilo que de costumbre. «Así lo ha puesto ese hombre», dedujo Laura con resentimiento, intrigada por saber qué había sucedido entre ellos, pero incapaz de mencionarlo. Se sentó junto a la cabecera y leyó en voz alta un pasaje de Excursión a los indios ranqueles, Se presentaron María Pancha con la cataplasma de ruda que hedía a zorrino, y el doctor Javier, que tomó el pulso a Agustín y le midió la fiebre con un extraño aparato. Sin hacer comentarios, pero con un gesto que evidenciaba sus recelos, el médico indicó a María Pancha que acomodara los preparados en los sobacos del enfermo.

Laura abandonó la habitación. En el patio, se apoyó sobre el brocal del aljibe y perdió la mirada en la serie de árboles frutales que crecían alineados al final de la propiedad. Le dolía la cabeza, una puntada aguda en las sienes estaba volviéndola loca, y la acidez en el estómago le provocaba náuseas.

—¡Señorita Laura! ¡Señorita Laura!

—¡Blasco! No grites. El padre Agustín intenta descansar.

—Perdón, señorita. Es que la Loretana me dijo que viniera ligerito a darle esta carta que acaba de llegar de Córdoba. La trajo un chasque. Segurito que es del dotorcito Riglos.

En efecto, Laura reconoció la caligrafía en el sobre. Temía abrirlo, no quería recibir malas noticias, menos aún comunicárselas a Agustín. Blasco, que no comprendía por qué diantres la señorita Laura se demoraba en abrir el sobre cuando se había pasado todo el tiempo preguntando por noticias de la capital, la instó a hacerlo. Laura tomó la carta y comprobó que estaba fechada el día anterior. De seguro, el propio habría viajado la noche entera y gran parte de ese día para entregarla tan pronto. ¿Cuánto le habría costado aquel servicio al bueno de Julián?

Mi querida Laura,

La falta de noticias se debe a que, por diversos problemas durante nuestro viaje, llegamos a Córdoba sólo unos días atrás. De inmediato me puse en contacto con el general Escalante, que muy amablemente me invitó a quedarme en su casa.

Tu padre, querida Laura, ha aceptado regresar conmigo a Río Cuarto para ver a su hijo Agustín. De todos modos, lamento decirte que esto no podrá ser sino hasta dentro de algunos días, ya que, debes saber, el estado de salud del general no es el mejor. Sufre, entre otros achaques, de una gota crónica que lo tiene postrado la mayor parte del día. Tu tía, la señorita Selma, no quiere que su hermano viaje, pero el doctor Allende Pinto, médico de entera confianza del general, le ha permitido hacerlo en cuanto pueda dejar la cama y con algunas condiciones, de las más superables. Como sé en qué estado de ansias mortales te encuentras, quiero expresarte que tu padre muestra el mayor empeño en cumplir la voluntad de su hijo, y cualquier diferencia entre ellos parece haberla guardado muy en el fondo de un arcón viejo. Dios mediante, estaremos en Río Cuarto, estimo, en el término de diez días. Yo aprovecho la espera para conversar con tu padre y sonsacarle toda la información que puedo acerca de sus días como soldado de la Independencia. Pocos conocieron al general San Martín como él; sabes cuánto aprecio esta información, que luego volcaré en mi libro sobre historia argentina.

Espero que tu hermano se encuentre mejor y que las palabras de esta carta lo reanimen. Te echo tanto de menos como puedes imaginarte después de tantos años de amarte.

JULIÁN.

Laura dijo para sí: «¡Gracias, gracias, Dios mío!». Su padre se avenia a complacer, quizá, la última voluntad de Agustín. No era, después de todo, el hombre insensible y resentido al que todos reprochaban. Viajaría a Río Cuarto porque su único hijo varón se lo pedía, y lo haría a pesar de su estado valetudinario y la resistencia de tía Selma. La euforia de Laura languideció repentinamente cuando diez días le resultaron una eternidad para la salud quebrantada de su hermano. Blasco la contemplaba con la boca abierta, testigo de los cambios en el ánimo de la patrona joven. Le caía bien la hermana del padrecito Agustín porque lo trataba con deferencia, siempre lo saludaba y le decía «gracias» después de cumplido un mandado, y, aunque las monedas que Loretana le ponía en la mano para que la siguiera a sol y a sombra resultaban excelente estímulo, Blasco servía a la señorita Laura muy complacido. La acompañó hasta la casa, pero no entró en la habitación del padrecito Agustín porque Loretana le había dicho que el carbunco era muy contagioso. Se quedó en el patio, donde el aire fresco del atardecer barría cualquier ponzoña que flotara en el ambiente.

Laura encontró a Agustín solo con el padre Donatti, que lo visitaba por segunda vez ese día. Rezaban el rosario del atardecer, aunque solo se escuchaba el bisbiseo del padre Marcos porque Agustín no tenía aliento para repetir la sarta de Padrenuestros y Ave Marías de los cinco misterios.

—¿Está dormido? —se animó a interrumpir Laura, segura de que la noticia valía la pena.

—No —respondió el propio Agustín.

—Llegaron noticias de nuestro padre —exclamó Laura, y, sin esperar, desplegó la carta y leyó, evitando los pasajes indeseables, como el de la hostilidad de tía Selma y el de la de eterna promesa de amor del doctor Riglos.

—¡Bendito sea el doctor Riglos! —exclamó el padre Marcos, y besó el crucifijo de su rosario—. Haber viajado a Córdoba, inmediatamente después de semejante periplo, y nada menos que para enfrentar al general Escalante, habla de la grandeza de su espíritu, de la nobleza de su corazón y de su gallardía sin parangón. Desde hoy se ha granjeado mi más sincero respeto y estima.

Laura se quedó boquiabierta ante el despliegue del padre Donatti, un hombre más bien mesurado, circunspecto, que no solía expresar tan abiertamente su afecto o desagrado por nadie. De camino al hotel de doña Sabrina, el padre Marcos la escoltó con el único propósito de endilgarle un discurso acerca de la reputación de una dama, del deber de ésta para con su familia y la sociedad, y del horrendo pecado que significaba la soberbia de creerse independiente. Laura lo escuchaba como podría haber escuchado llover, y prestaba más atención a la piedrita que pateaba Blasco unos pasos más adelante y al perro que intentaba quitársela. A veces el padre Donatti parecía tan revolucionario como Voltaire y otras tan anquilosado como su abuela Ignacia. Con todo, sus últimas palabras la inquietaron.

—Ya veo que el doctor Riglos te profesa un inmenso cariño. Sé por tu madre que te ha pedido en matrimonio y que te has negado. Deberías reconsiderar su propuesta. Bien sabemos que a Lahitte tu viaje a Río Cuarto lo ha molestado tanto como para terminar con el compromiso. Llegar casada a Buenos Aires sería lo mejor para aquietar las aguas y salvar tu honra.

No se casaría con Julián Riglos así le aseguraran que en Buenos Aires la esperaba un tribunal del Santo Oficio con la hoguera ya encendida. No se casaría con Riglos ni con Lahitte ni con ningún otro. Ella no necesitaba de nadie para demostrar que era una mujer honorable e íntegra. Después de todo, ¿qué tenía que ver la honra con el matrimonio o la deshonra con un viaje a Río Cuarto para cuidar a su hermano moribundo? ¿Qué había hecho de execrable? ¿Quién tenía autoridad moral para juzgarla y condenarla? Maldijo al mundo, porque pertenecía a los hombres, y maldijo a los hombres, que lo acomodaban todo a su beneficio. Se dio cuenta de cuan estúpidas eran las mujeres que, como su madre y su abuela, se avenían sin chistar. Eran ellas las que carecían de honor y criterio y, como marionetas, se dejaban manipular. La tranquilidad de una mujer y la de su mentada honra tenían un precio demasiado alto que ella no estaba dispuesta a pagar.

—Me prometes que pensarás lo que acabo de pedirte —retomó el padre Marcos.

—No tengo cabeza para otra cosa que no sea mi hermano —expresó Laura, seca, cortante.

—A veces, en la vida —explicó el sacerdote—, tenemos que lidiar con dos o más cosas al mismo tiempo.

—Puede ser, padre, pero yo no tengo esa facultad. ¿O se olvida de que soy mujer, un ser débil y disminuido? Buenas noches —saludó a continuación, y marchó hacia la pulpería, con Blasco por detrás, que le advirtió a tiempo que Racedo estaba aguardándola.

El coronel Racedo regresó al Fuerte Sarmiento con polvo, cansancio y sin gloria. Nada se había podido hacer en Achiras, con semejante daño ya infligido por los salvajes, que habían desaparecido en el desierto sin dejar huella, como tragados por un guadal. Racedo había vuelto con un genio de los mil demonios, despotricando, insultando y escupiendo. Los soldados, las cuarteleras y en especial los indios que vivían en el fuerte, se habían escabullido y refugiado en sus escondrijos como ratones al ver al gato. Racedo tomó un baño y marchó hacia lo de doña Sabrina, donde cenaría con la jovencita Escalante y luego pasaría un ruto agradable con Loretana.

—Lo único que me faltaba —farfulló Laura—. Qué poco me duró la libertad. ¿Es que tan rápido concluyó la misión? —preguntó más para sí, pero Blasco le respondió:

—Achiras está muy cerca, señorita, a pocas leguas. Dicen que, apenas llegado al pueblo, el coronel se quedó una noche no más, y ya pegó la vuelta. ¿Sabe? Como urgido por algo en Río Cuarto —agrego el muchachito con intención, y Laura pasó por alto el comentario.

—La estaba esperando —dijo Racedo al verla entrar, usando un tono voluptuoso que hizo sonreír a Loretana, a doña Sabrina y a los parroquianos más próximos.

—¿Cómo está usted, coronel? —saludó Laura, intencionalmente displicente.

—Acabo de llegar del sur, donde anduve a la cacería de esos asquerosos, los ranqueles.

Laura no polemizaría con un hombre zafio y prepotente como ése, y se limitó a asentir sin entusiasmo.

—Como le dije —recomenzó Racedo, luego de esa pausa incómoda, la estaba esperando para cenar. Aquí Loretana ya tiene preparada una mesa.

—Le agradezco, coronel, pero no me encuentro bien. Si no le molesta, prefiero ir a mi cuarto a descansar.

—¿No se siente bien? —se alarmó Racedo, y enseguida se le ocurrió que el cura Escalante le había contagiado el carbunco.

—Nada serio, un poco de cansancio y este calor agobiante.

—Vaya nomás a su habitación, señorita Escalante —indicó Loretana, zalamera—, que yo le llevo un poco de aguamiel. Ya verá como se sentirá mejor.

—Sí, sí —apoyó doña Sabrina—. Vaya, querida, no esté más tiempo aquí, de pie.

Ante aquel frente común, Racedo capituló, ya encontraría otro momento para hablarle de sus sentimientos y proyectos.

—Mañana por la mañana vendré a buscarla —insistió—. Le prometí a mi amigo Julián Riglos que la cuidaría en su ausencia, sobre todo ahora, que han llegado noticias de naturaleza inquietante a mis oídos: el cacique Nahueltruz Guor anda merodeando la zona del Río Cuarto.

—¿Nahueltruz? —repitieron a coro doña Sabrina, Loretana y Blasco, y Laura se dio vuelta a mirarlos.

—Como le decía, señorita Escalante —retomó el militar—, mañana temprano vendré a buscarla.

—Como guste —respondió Laura, a sabiendas de que, dijera lo que dijera, no se lo sacaría de encima.

Marchó a su recámara, y Loretana la alcanzó un momento más tarde. La fastidiaba Loretana, siempre tratando de saber, inquiriéndola peor que su abuela, hurgando entre sus prendas con la excusa del lavado y fisgoneando entre sus libros y utensilios con el supuesto afán de limpiarlos. Laura aceptaba a sus iguales donde fuera que los encontrara, e ignoraba a quienes consideraba inferiores, fueran éstos sus parientes, los invitados aristocráticos y adinerados de su abuela o las domésticas de la casa. Era intransigente con aquellos que, a su juicio, reputaba de frívolos, poco inteligentes o carentes de sentido común. Y, según Laura, Loretana reunía todas esas características. Extrañamente, aquella noche Loretana lucía absorta, para nada interesada en sus cosas o en interrogarla. Hizo los quehaceres con premura y en silencio, concentrada en cavilaciones que la mantenían ausente. Laura la despachó sin solemnidades después de que la muchacha apoyó una bandeja con comida y una jarra con aguamiel sobre la mesa, y le preparó el baño.

La figura de Loretana desapareció detrás de la puerta, y Laura se quitó la última enagua. Le gustaba la sensación de completa desnudez, la planta de los pies sobre el piso de madera y las palmas de las manos sobre los hombros, los senos, el vientre, sobre el vello crespo del pubis, sus dedos en la humedad viscosa de la entrepierna. Se deslizó dentro de la tina y la aletargaron el agua templada y el cansancio. Hacía tiempo que se bañaba sin la túnica de liencillo, a escondidas de su abuela ciertamente, que le había repetido desde muy niña que jamás expusiera sus vergüenzas a Dios, que estaba en todas partes. No había escapatoria, aunque se quitara la ropa debajo de la cama, Dios estaría mirándola. Por eso le gustaba estar desnuda, porque a su abuela la irritaba, y quizá también por eso le gustaba tocarse las partes más oscuras y escondidas, porque el padre Ifigenio siempre le recordaba que era pecado mortal.

Aquella noche, sin embargo, no se desnudó para fastidiar a su abuela ni comenzó a acariciarse el vello del pubis para resistir a los mandatos del padre Ifigenio. Aquella noche, sus dedos se adentraron en los secretos de su entrepierna movidos por una necesidad apremiante que experimentaba por primera vez, un impulso indomable que la llevaba a respirar agitadamente, a temblar, gemir, como si de dolor se tratase. Se tocaba, se acariciaba, se rozaba los pezones, encorvaba el cuerpo en busca de algo más, algo que lo saciara. El hombre del pañuelo rojo se le introdujo en la oscuridad de la mente, sorpresiva, irreverentemente. Lo veía con nitidez. Aun con los ojos cerrados, lo veía como si lo tuviera enfrente. Él la miraba con desprecio y, altanero, se dejaba contemplar como lo habría hecho un dios del Olimpo. Deseaba alcanzarlo y, con la punta de los dedos, seguirle el contorno de los músculos de los antebrazos, de los brazos y del pecho desnudo, y continuar hacia abajo, avanzar con osadía para ver qué había más abajo.

Las piernas se le tensaron y la espalda se le curvó. No podía refrenar el movimiento de sus dedos, un ritmo al que parecían respetar incluso los latidos de su corazón, que le galopaba en el pecho, en absoluta armonía con la danza sacrilega de su pelvis. Aquel desquicio de sensaciones era, no obstante, un perfecto mecanismo que impulsaba su cuerpo hacia algo que demandaba con frenesí. Apretó los labios y reprimió el gemido. Se trató de un instante, un lapso minúsculo en el que dejó de respirar, de moverse, el cuerpo transido de un placer inefable, nuevo, maravilloso. Al abrir los ojos, percibió que los latidos de su sexo aún denunciaban el momento vivido segundos atrás.

Salió de la tina desmadejada, sin dominio sobre sus miembros, que la guiaron a tropezones hacia la cama, donde se dejó caer. Sintió hambre y la atrajo la visión de la comida sobre la mesa. Terminó de secarse y se puso el camisón de batista, liviano y fresco para las noches sofocantes de verano. Comió con fruición, llenándose la boca a rebosar, tomando aguamiel sin esperar a tragar, ensopando el pan en el pringue del estofado, contravenciones que jamás habría cometido en la mesa de su abuela. Volvió a la cama, repuesta y sin sueño. Un ímpetu inexplicable la mantenía despierta, como si hubiera bebido un tazón de café fuerte. Tomó de su escarcela la carta de Julián y repasó las líneas; la última la inquietó: «Te echo tanto de menos como puedes imaginarte después de tantos años de amarte». Resultaba evidente que el beso concedido antes de que Julián partiese a Córdoba lo había esperanzado en vano. Aquel beso, entre artero e inocente, acarrearía secuelas que no tenía ganas de afrontar. Aceptaba que había usado los sentimientos de Riglos para cumplir su propósito y que debía atenerse a las consecuencias de un acto que ahora juzgaba descabellado y bajo también.

Dio vuelta su escarcela, y el guardapelo cayó sobre la cama. Volvió a admirarlo, una obra magnífica de orfebrería fina. Ahora sabía que las iniciales M y P correspondían a María del Pilar, su bisabuela, la hija del Duque de Montalvo. Acomodó los dos mechones de cabello sobre la palma de la mano y los olió. No tenían aroma alguno. «De aquellos obsequios aún conservo el guardapelo de oro, que siempre llevo colgado al cuello, con los mechones de mis dos hijos». Agustín, entonces, tenía otro hermano. Incluso, podía tratarse de su medio hermano, en caso de que también fuera hijo del general Escalante. Habría muerto, seguramente de pequeño.

Olió el poncho, apenas impregnado de una fragancia agradable, indefinible. Nuevamente la enterneció lo pequeñito que era. «Son las cosas de Uchaimañé», le había asegurado la india Carmen esa mañana, y se preguntó qué tendría que ver la tal Uchaimañé con Blanca Montes.

Mi madre era serena, dulce, hermosa. La recuerdo sentada en la mecedora de la sala, casi siempre cosiendo, a veces leyendo. Una vez recibió carta de su único hermano, y la vi llorar. Me asusté, y ella me explicó que a veces se llora de alegría. Ella adoraba a su hermano, de quien tenía anécdotas divertidas, aunque recordaba con amargura la tarde en que empacó algunas pertenencias y se marchó para enrolarse en el Ejército del Norte, al mando del general Manuel Belgrano, a quien idolatraba.

Según mi madre, Lorenzo Pardo no era un soldado más. Él peleaba con la convicción de un patriota y su único objetivo era la libertad de su tierra. No quería a los realistas, ni a los que respondían a José Bonaparte ni a los de Fernando VII. El anhelaba la libertad, y España, bajo el reinado de quien fuera, significaba opresión y limitación. Por eso, cuando el director Pueyrredón mandó regresar al Ejército del Norte para enfrentar a los rebeldes de Santa Fe, Lorenzo desertó, convencido de que jamás levantaría el fusil contra un compatriota.

No podía volver a Buenos Aires, y anduvo como paria deambulando por las tierras del norte hasta plegarse a la guerra de guerrillas de Güemes, que defendía la frontera del avance realista al mando del capitán, general Pezuela. En la última carta que mi madre recibió, Lorenzo Pardo expresaba que se hallaba muy a gusto en Lima, adonde había marchado luego del nombramiento del general San Martín como Protector del Perú.

En aquella oportunidad, mientras leía la carta de su hermano Lorenzo, lágrimas gruesas resbalaban por el rostro de mi madre y, a pesar de que ella me aseguraba que lloraba de dicha, recuerdos tristes y nostalgia se le entremezclaron con la emoción, y el llanto se volvió amargo. Me subí a sus rodillas y con mis manitos pequeñas le sequé las mejillas. Ella me abrazó y nos quedamos un buen rato en silencio, aletargadas por el vaivén de la mecedora, hasta que tío Tito irrumpió en la sala con mi incansable algarabía y nos sacudió el último vestigio de melancolía.

Mi madre sonreía con facilidad y canturreaba en voz baja. Me gustaba observarla mientras leía en la mecedora, cuando su semblante apacible y sus movimientos lentos al dar vuelta las páginas me enervaban como una caricia en la espalda. O cuando bordaba, y la aguja subía y bajaba a través de la tela en el bastidor. Su dulzura y alegría contagiaban, los ánimos de todos, y hasta el ritmo de la casa, sus sonidos, luces y nombras se impregnaban de la suavidad y tibieza de su carácter.

Mi padre la adoraba. Solía arrastrar la mano sobre el mantel hasta tropezar con sus dedos. Se miraban, y mi madre, con las mejillas arreboladas, terminaba por bajar la vista y esconder una sonrisa cómplice. A veces los sorprendía conversando en voz baja en la sala, los semblantes apesadumbrados cuando los reales no alcanzaban y debían apelar a la generosidad de Tito. «Yo podría coser para fuera», tentaba mi madre en un murmullo, y mi padre se limitaba a negar con la cabeza, su orgullo de Laure y Luque mancillado con la sola mención de que su mujer trabajara.

Pero mi padre entendía más a su profesión como un servicio que como un trabajo, y le costaba una ordalía cobrar honorarios a aquellos enfermos que apenas tenían un pedazo de pan para llevarse a la boca. Pacientes pobres, el único tipo de paciente que llamaba a la puerta del doctor Leopoldo Jacinto Montes desde que le dio la espalda a la conspicua sociedad porteña para desposar a una muerta de hambre. Tito lo animaba con alguna cuchufleta para terminar diciendo casi al pasar: «Con la botica es suficiente para todos».

Mi madre habría ganado buen dinero cosiendo trajes rumbosos para tan señoras ricas de la parte sur de la ciudad; tenía un talento natural, como el de un escultor; ella, en vez de mármol, esculpía tela. Con géneros y retales que nos traía Alcira, mi madre me confeccionaba vestidos embellecidos con galones bordados, volantes de encaje y cuellos de puntilla; incluso, me fabricaba los chapines de raso con suelas y cabos de cuero que mandaba a pedir al talabartero.

Un año, a mi abuela Pilarita se le ocurrió que yo participaría en el concurso de danza, que se celebraba en la Plaza de la Victoria con motivo de las fiestas mayas, al igual que sus otras nietas, hijas de tío Francisco, a quienes yo no conocía. Mi abuela compró varios metros de tafetán celeste y muselina blanca, ristras de pasamano, florcillas de seda, abalorios, incluso hilo, agujas y entretelas, para que mi madre se afanara días enteros en el vestido que yo luciría sobre el tablado de la Plaza de la Victoria. Mi abuela, entretanto, con el cuerpecito desmejorado y un recalcitrante dolor de huesos a cuesta, me marcaba los pasos de las danzas más bonitas que conocía.

La mañana del 25 de mayo, mi madre me bañó y perfumó con colonia antes de ponerme el traje de colores patrios. Al contemplarme en el espejo, pensé que nadie podría jamás tener un vestido más bonito que ése, que lucía como campanita gracias a la basquina que mamá había aderezado con almidón durante días. La muselina blanca casi transparente caía formando volados en torno a la falda tronzada de tafetán celeste; las mangas gigot, bien armadas con entretela y bordadas con mostacillas celestes y blancas, terminaban a medio brazo en un festón de pasamanería, al igual que el ruedo del faldón. Llevaba medias de seda blanca y un par de abarcas de cuero blanco y cintas de raso celeste que se ataban alrededor de mis pantorrillas, regalo de tío Tito. Carmina me peinó, no como todas las mañanas para ir a la escuela de doña Francisca López, sino especialmente, con otra disposición y ánimo, que me llenaron de anhelo. Armó dos trenzas aprovechando mi cabello largo y lacio, que luego cruzó y recogió en un rodete en la, parte baja de mi cabeza. Me adornó la frente con cintas de balaca, donde mi madre había cosido florcillas de seda.

Mis padres, tío Tito y Carmina me esponjaron con elogios hasta que llegó el cochero de los Montes, enviado por mi abuela Pilarita, para llevarnos hasta el centro de la ciudad. Pocas veces había visitado aquella parte de Buenos Aires, muy alejada de nuestro barrio, que con frecuencia quedaba aislado por inmensas y hediondas zonas palustres. Aquella mañana llegamos a la Plaza de la Victoria sin contratiempos y, al divisar desde la galera el espectáculo de gentes, tropas militares y músicos, entendí por qué se solía decir: «Es como un 25 de mayo», para significar algarabía y entusiasmo.

Las damas más distinguidas de la ciudad ocupaban los lugares preferenciales en los balcones del Cabildo; entre ellas, mi abuela, delicada y pequeña, hermosa en un traje de gala color lavanda, el cabello delgado, entre rubio y cano, prolijamente recogido sobre las sienes, y el rostro pálido y sereno, apenas oculto detrás del abanico de plumas. Agité la mano para saludarla, pero ella no me vio y, aunque la llamé, mi voz se desvaneció cuando la orquesta tocó una marcha militar para las tropas que desfilaban en perfecta armonía frente a las autoridades del gobierno. Los negros bailaban candombe apartados, mientras los pregoneros ofrecían mazamorra, tortitas de morón, confituras de coco, rosquillas y alfeñiques.

Más tarde se anunció el concurso de danza, y las niñas y niños que participaríamos subimos al tablado en fila. Pocas veces he sentido la seguridad de ese día frente a la multitud. La certeza de que mi vestido era el más lindo me brindaba aquella seguridad. Dos niñas, amedrentadas por cientos de ojos, rompieron a llorar y, abandonando el escenario, corrieron a refugiarse en el faldón de su madre. Comenzó la contradanza, y yo bailé recordando a cada paso las indicaciones de mi abuela Pilarita. Siguió el minué y luego el chotis, para terminar con la polca, mi favorita. Lo hice con gracia y desenvoltura, sin intimidarme, como si hubiera bailado sola en mi casa. Gané el concurso y, además de entregarme una muñeca de trapo con carita de porcelana, me pasearon en un carro triunfal adornado con ramos de laurel y de acebo y cintas celestes y blancas, tirado por cuatro hombres disfrazados de tigres.

Ese 25 de mayo lo recuerdo como uno de los días más felices de mi infancia, cuando me creí una reina aclamada por su pueblo, admirada por su belleza y talento. Meses más tarde murió mi madre, junto a mi único hermano, y ya nada volvió a ser igual. Mi padre no se repuso y, pese a que con los años llegó a estar en buenos términos con su pena, como si de una vieja y achacosa amiga se tratase, el corazón le siguió sangrando por la amargura de haber perdido a quien más amaba. Tenía la mirada vacía y la sonrisa forzada; hablaba poco y sólo para referirse a sus pacientes y enfermedades.

La devoción que le profesaba a la medicina lo salvó de precipitarse en el abismo del dolor; se dedicaba por completo a ella. Se le tornó una obsesión el estudio y análisis del parto, una deuda pendiente consigo mismo y con mi madre, y era de los pocos médicos de Buenos Aires que no consideraba el momento del alumbramiento menester exclusivo de comadronas. Es más, las ideas revolucionarias del doctor Leopoldo Montes plantearon una discusión en el seno del Protomedicato, que se trasladó luego a la sociedad, donde el grupo de gente que consideraba que el parto pertenecía al ámbito privado del hogar y de las mujeres se enfrentó a aquel que defendía la aplicación de nuevas técnicas que requerían de los conocimientos de un facultativo. Fue de los primeros en condenar el uso de forceps, por el riesgo del hundimiento del cráneo del bebé. Luchó para erradicar la embriotomía, que se practicaba dentro del útero materno, que generalmente terminaba dañado, y la mujer, estéril. Fue muy cauto al momento de prescribir lavativas para acelerar los dolores de parto y se opuso con voluntad férrea a la silla sin fondo para pujar o a que la parturienta soplara dentro de una botella. Les permitía a las mujeres que se bañaran durante la cuarentena y utilizaba técnicas más civilizadas para ayudar a que bajara la leche, dejando de lado las tan temidas purgas.

Mi padre, anticlerical, admirador de personalidades como Galilei y Voltaire, achacaba a la Iglesia la mayoría de las calamidades del mundo. «Culpa de estos curas ignorantes, —decía—, se sostuvieron las necedades de Galeno por años», y expresaba también que las aberraciones que se cometían con las parturientas se debía al halo pecaminoso y vergonzoso que envolvía a las mujeres encintas. «¿Por qué una mujer embarazada no puede mostrarse en público?», despotricaba, y tío Tito le respondía que siempre había sido así, que se trataba de una costumbre. Mi padre, sin embargo, sabía que aquello que había terminado por imponerse como una costumbre tenía raíces religiosas y morales que le costaban la vida a muchas pacientes. «Es casi un milagro, —solía decir—, que, en las condiciones en que alumbran, en ambientes contaminados y sin asistencia propicia, las mujeres no perezcan casi todas». El nombre de Leopoldo Montes se hizo muy odioso para las parteras, pues existían hombres escrupulosos que lo preferían para asistir a sus mujeres. Así, las finanzas de mi padre mejoraron.

A los trece años, lo asistí por primera vez mientras cosía una herida de navaja consecuencia de una trifulca de pulpería, y no sufrí un vahído ni perdí los colores del rostro al ver la carne sajada, las ropas embebidas en sangre y las puntadas con hilo de seda que se hundían en la carne lívida. Se hizo común para los enfermos la presencia de la hija del doctor Montes, que lo acompañaba y secundaba silenciosamente, muy atenta a sus órdenes apenas susurradas. Me enseñó cuestiones básicas, como medir el pulso, percutir espalda y pecho, tomar la temperatura, reconocer los reflejos, y me permitió con generosidad incursionar en aquellas menos simples, como sangrar a un paciente, cortar el cordón de un recién nacido o escayolar un brazo o una pierna rota. Pasaba horas sumergida en las páginas de los libros que mi padre había arrastrado desde Lima, y me resultaban fascinantes los dibujos internos del cuerpo humano, que continuaban siendo una herejía para la Iglesia. Mientras se recomendaba que la instrucción de las niñas se impartiese con cuidado para evitar las excentricidades de la imaginación y para respetar la naturaleza y la simplicidad femeninas, yo me atosigaba de lectura en la biblioteca de mi padre, donde no todos los libros eran vidas, obras y milagros de santos.

Mi mundo se reducía a mi padre y a su profesión, y a mi tío Tito, a quien seguía como perro faldero atraída por la alacridad de su espíritu y buen humor. También él compartía conmigo sus vastos conocimientos en botánica y alquimia y, para la época en que Carmina se casó y dejó la casona de la calle de las Artes, yo ya era su adlátere que anotaba fórmulas y lo ayudaba en el huerto. La tarde que tío Tito me tomó de las manos y me acarició la mejilla supe que algo trascendental ocurriría, sus labios habían abandonado la eterna sonrisa y los ojos no le chispeaban con picardía. Se iba, me dijo, muy lejos, debía cruzar el océano para llegar a Londres, una ciudad donde se estudiaba medicina con libertad, una ciudad donde médicos famosos revolucionaban las viejas ideas y concepciones.

Se va, me dije, incapaz de hablar. Imaginé un día sin tío Tito, y se me presentó lúgubre, atemorizante. Tío Tito se iba y se llevaba el sol con él. No volvería a escuchar risotadas disonantes ni chistes inopinados, ¿quién me dictaría las fórmulas, quién me enseñaría a preparar quermes y ungüentos, vermífugos y cordiales? Nadie volvería a llamarme “colega”, ni a quererme tanto y tan libremente. Mi padre, siempre esclavo de su dolor, se había vuelto un ser taciturno, introvertido, proclive al mal genio. Tito, en cambio, constituía la alegría y la frescura que no habían desaparecido del todo junto a mi madre. Pero él también se iba. Aquel mundo de redomas y alambiques carecería de sentido, y la botica en la parte delantera de la casa dejaría de existir. El polvo lo cubriría todo, los anaqueles, las vasijas de vidrio, los mamotretos y los almireces. Las hojas y flores disecadas perderían los aromas penetrantes, y las sustancias, su capacidad para hacer magia. El huerto se marchitaría, y la maleza y los pájaros lo devorarían sin contemplaciones.

Tito cerró la botica, vendió la casa de la calle de las Artes y se marchó. Mi padre y yo alquilamos una en el otro extremo de la ciudad, en la parte sur, en el barrio del Alto, que más tarde, supe, tomó el nombre de la iglesia principal y comenzó a llamarse de San Telmo. Era una casa pequeña y acogedora, con una solana central donde nos gustaba pasar los atardeceres de verano en silencio o intercambiando pocas palabras, siempre relacionadas con pacientes y enfermedades.

El espíritu quebrado de mi padre se resintió con la partida de su hermano Tito, y la tristeza, como un morbo larvado, le carcomió los menguados arrestos del cuerpo. Se movía con lentitud, comía frugalmente y dormía pocas horas. Un marasmo senil le confería el aspecto de un hombre de edad provecta, cuando, en realidad, apenas pasaba los cuarenta. Se cansaba fácilmente y, cuando hacía sus rondas, se agitaba como si hubiese corrido cuadras. En los últimos tiempos le temblaba el pulso, y me necesitaba a su lado para que yo llevara a cabo ciertas intervenciones que requerían precisión. La gente de la parte sur de la ciudad se había acostumbrado a mi presencia y no se alarmaba ni escandalizaba. De todos modos, se trataba de personas humildes, incluso ignorantes, que reverenciaban a mi padre por ser “el doctor” y aceptaban su palabra como si proviniese de la Biblia.

Una tarde de invierno, mientras descansaba en la mecedora que había pertenecido a mi madre, mi padre me dijo: «Me gustaría que te casaras». Lo miré pasmada y me dejé caer en el asiento a su lado. «Ya tienes dieciséis años, quiero que elijas tu camino y lo tomes», expresó a continuación. Yo ya había elegido mi camino, le aseguré, quería estudiar, ser médica como él. Sonrió con amargura antes de aceptar: «Tu tío y yo te hemos llenado la cabeza de ideas extrañas. Una mujer no puede ser médica». Que él, mi padre, a quien consideraba de los seres más justos y abiertos, me dijera que yo no era capaz sólo por haber nacido mujer, me dolió profundamente en el alma, convencida como estaba de que aseveraciones de ese tipo sólo las hacían hombres estúpidos.

Días después, al no hallarlo en la sala muy temprano por la mañana leyendo la Gaceta Mercantil, fui hasta su dormitorio. Lo encontré en el piso, inconsciente. Me arrojé a su lado, le golpeé las mejillas y lo llamé por su nombre. Pero no reaccionó. Quizás hacía muchas horas que yacía allí, muerto, pues su cuerpo estaba frío.