CAPÍTULO II.

Los esposos Javier

Si bien el viaje no presentó contratiempos ni sobresaltos, resultó lento y pesado. El calor del verano convirtió las horas del día en interminables. De nada valía descorrer los visillos, el aire de la pampa parecía el bostezo de un horno. El sol fustigaba el camino y la galera sin misericordia, y debían parar muy seguido para que los caballos descansaran y abrevaran de lagunas o charcos barrosos. En las postas no hallaban las comodidades para restablecerse de las penosas jornadas. El traqueteo del coche los sacudía como maraca, y les dolían los riñones y los huesos del trasero.

Para matar el tiempo y en un intento por levantar los ánimos, Julián leía en voz alta El Quijote o alternaba con anécdotas de sus años en Europa. En pocas ocasiones logró que Laura riera o se interesara, la mayor parte se la pasaba en silencio. María Pancha, en cambio, se inquietaba ante el menor sonido extraño y cada tanto apartaba los visillos y sacaba medio cuerpo por la ventanilla.

—¿Y si nos atacan los indios? —preguntó al doctor Riglos.

—¿Los indios? —se sorprendió Laura, a quien la idea no se le había cruzado por la cabeza.

—Tranquila, María Pancha —animó Julián—. Mi cochero y el postillón van bien armados. Yo mismo traigo un revólver en este maletín. Además, estamos en tiempos de paz. Se firmó un acuerdo no hace tanto con esos salvajes. Los tenemos bien a raya.

—A esos hijos del demonio nunca se los tiene a raya —declaró sobriamente la criada.

—A pesar del acuerdo de paz, ¿crees que serían capaces de atacarnos? —se inquietó Laura—. No quisiera una demora en este momento.

—La demora sería lo menos importante en caso de que nos atacasen —señaló María Pancha—. Tendríamos suerte si saliésemos con vida.

—Si viajásemos hacia el sur de Buenos Aires yo mismo me sentiría intranquilo —aceptó Julián—. Los indios al mando de Calfucurá son traicioneros y no respetan acuerdo alguno. Pero atravesamos la zona de los ranqueles del cacique Mariano Rosas…

—¡Ese salvaje es el peor de todos! —prorrumpió María Pancha, con musitada vehemencia.

—¿Qué sabe usted del cacique Mariano Rosas? —se extrañó Riglos.

—Demasiado para mi gusto —respondió la mujer, y no volvió a hablar.

—Si nos atacan —retomó Laura—, les diré que soy la hermana del padre Agustín Escalante. Mi hermano y el padre Donatti acompañaron al coronel Mansilla al país de los ranqueles en el 70 e hicieron muchos amigos entre esas gentes. Agustín me escribe en sus cartas que son buenas personas, que sólo necesitan evangelización y educación. Incluso ha logrado que muchos de ellos vivan en la civilización, como cristianos normales. Algunos trabajan en el Fuerte Sarmiento.

Julián no quiso contradecir a Laura, pues conocía la devoción ciega que le profesaba al hermano mayor, pero él no creía en la redención de esas bestias. Acordaba plenamente con un tal coronel Julio Roca, comandante en jefe de las fronteras sur, a quien sólo conocía por los artículos que escribía para algunos periódicos de la capital. Roca sostenía que la única manera de finiquitar el problema del malón era arrojar a los indios de los campos que ocupaban y no dejar uno a la espalda. Un alumno de la Facultad de Derecho y amigo de Julián, el rosarino Estanislao Zeballos, de los pocos que dominaban a profundidad el tema de los aborígenes del sur, le había dicho semanas atrás que se debía quitar a los pampas el caballo y la lanza, y obligarlos a cultivar la tierra con el remington al pecho «He ahí el único medio de resolver con éxito el problema social que entraña la sumisión de estos bandidos», había concluido Zeballos. «Por suerte, —caviló Julián—, comienza a avizorarse cierto consenso en la clase dirigente en torno al tema del indio. Es cuestión de tiempo», concluyó, y volvió a mirar a Laura, que se había ovillado sobre el regazo de María Pancha y dormía.

Se arrobó frente al semblante diáfano y sereno de la muchacha, que después de tantos días de mal dormir, había caído en un profundo sueño. Se dio cuenta de que era la primera vez que la veía dormir. La intimidad del momento lo colmó de dicha, y habría estirado el brazo y rozado el carrillo tibio de Laura si no se hubiera topado con los ojos penetrantes de María Pancha, que velaba el sueño de la joven como un cancerbero. Sufrió nuevamente la incomodidad y el absurdo miedo que le inspiraba la criada. Lo ponía de malas que María Pancha le leyera la mente como un libro y que descubriera los secretos que a nadie le habría permitido conocer. Frente a ella, se sentía desnudo. Era una mujer extraña. Sabía leer y escribir y no hablaba con los modismos típicos de los de su raza. Se decía que era una excelente curandera y otros le adjudicaban los talentos de una bruja muy eficaz. Resultaba antipática, y en ella no existía un ápice de la típica sumisión de los negros; lanzaba vistazos que destilaban resentimiento sin hacer caso de la condición social de la persona a quien iban dirigidos. Era arrogante y parecía despreciar a casi todo él mundo, excepto a Laura, por quien, Julián estaba seguro, habría dado la vida.

—Nunca le caí bien, ¿verdad? —se escuchó decir, sorprendido de que los labios le traicionaran los pensamientos.

—Nunca.

—Usted es una impertinente —reprochó Julián, aunque, inexplicablemente, no se había enojado.

—Si llama impertinencia a la verdad, allá usted, doctor Riglos.

—¿Y qué he hecho para que me aborrezca? —se interesó Julián, a sabiendas de que no debía rebajarse con una criada.

—Terminará por forzar a mi niña para que se case con usted, buscará mil maneras hasta conseguirlo. Este viaje, por ejemplo. —Se quedó en silencio mientras mesaba el cabello rubio de Laura—. Ella lo mira a usted como a un padre. Si se casan, la hará infeliz.

Esa noche llegaron a La Carlota, una villa más civilizada que las postas misérrimas de días anteriores, con pulpería donde se servían platos bien preparados y camas medianamente confortables donde pasar las escasas horas antes de retomar el viaje con la salida del sol. Vieron los primeros caseríos de Río Cuarto al atardecer del día siguiente. El corazón de Laura se le desbocó en el pecho cuando Julián Riglos anunció que se encontraban a una hora del centro mismo de la villa. Ya quería llegar, ya estar con su hermano para asistirlo en la enfermedad. De igual modo, Laura temía enfrentarlo, pues, aunque ni ella ni María Pancha lo mencionaran, sabían que el carbunco era una afección grave que consumía rápidamente a sus víctimas.

—Es muy tarde —comentó Julián, y rompió el silencio—. Creo que será mejor que nos ubiquemos en alguna posada y visitemos el convento mañana por la mañana.

—De ninguna manera —se precipitó Laura—. Veré a mi hermano ahora mismo o no estaré tranquila.

—Los sacerdotes no te permitirán entrar —tentó Riglos.

—El padre Donatti sí.

Julián dejaría a Laura y a María Pancha en el convento y se ocuparía de hallar un sitio donde hospedarse. En Buenos Aires la hotelería era escasa y mala, Julián se figuraba entonces con lo que se toparía en una villa como Río Cuarto, en el confín de la frontera sur.

María Pancha sacudió la campana del portón del convento de los franciscanos. Abrió un sacerdote cubierto por la típica túnica marrón con capucha, que se quedó atónito ante dos mujeres, una negra y una blanca, que lo miraban con expectación.

—¡Hijas, que hacéis a estas horas fuera de casa! —prorrumpió el hombre, con marcado acento español.

—Disculpe, padre —empezó Laura, y se aproximó—, mi nombre es Laura Escalante. Soy hermana del padre Agustín Escalante. Acabo de llegar de Buenos Aires. He venido a verlo —agregó, temerosa de escuchar la peor noticia.

—No podéis entrar, ninguna mujer puede entrar —aclaró, de mal modo—. Además, éstas no son horas para molestar un lugar sagrado. Volved mañana por la mañana a misa de seis y hablad con el padre Donatti.

Laura le repitió su nombre y la relación que la unía a Agustín, y el sacerdote insistió en que se hallaba prohibido el ingreso de mujeres al convento y que regresara al día siguiente El franciscano amago con cerrar el portón y Laura, de un empellón, casi lo sienta en medio de la salita de recepción. El hombre prorrumpió en gritos y amenazó a Laura con castigos infernales. La bullanga atrajo al padre Marcos Donatti y a fray Carmelo, su asistente, que quedaron de una pieza ante la visión de una joven enzarzada en una invectiva, y fray Humberto a punto de sacudirle una bofetada.

—¿Laurita, eres tú? —preguntó el padre Marcos.

—¡Sí, padre! —exclamó Laura, que se postró frente a él y le besó los cordones de la túnica—. ¡Déjeme ver a mi hermano, se lo suplico!

Con un movimiento de mano, Donatti obligó a salir a su asistente y a fray Humberto, que abandonó la sala despotricando. El silencio se apoderó del pequeño recinto. Laura continuaba de rodillas, asida a la túnica del sacerdote, triste, desesperada, cansada. Donatti la tomó por los hombros y la ayudó a ponerse de pie. Le despejó el rostro y le secó las lágrimas, y Laura recordó cuánto había querido a ese hombre durante su infancia en Córdoba.

Según el general José Vicente Escalante, el padre Marcos era el único cura que valía la pena. Laura se había criado en Córdoba acostumbrada a la presencia de Donatti, que además de amigo personal de su padre, era el confesor de Magdalena. Aunque masón y declarado anticlerical, José Vicente Escalante respetaba a Donatti por su sagacidad y nobleza de corazón, y solía repetir a viva voz entre sus amigos que Marcos —así lo llamaba Escalante— podía jactarse de ser el único religioso que seguía a pie juntillas las enseñanzas de Cristo. Pobre y sin apego alguno a las cuestiones materiales, Donatti consagraba su vida a ayudar a los afligidos, con un respeto y cariño tal por el género humano, cualquiera fuese su condición, que lo convertían en un hombre apreciado en la ciudad. Sin embargo, los planes de Marcos Donatti se hallaban lejos de la Docta, en la frontera misma del país, donde el salvajismo y la civilización, dos términos en boga, se confundían a veces. Su mayor anhelo, la evangelización de los indios del sur, y continuaba defendiendo ese ideal cuando en la sociedad se instalaba poco a poco la creencia de que doblegar a los indios jamás sería posible; ya se había demostrado que los pampas eran irreductibles. Lejos de las intenciones de Donatti estaba doblegar a los indios, consciente de que ésa era una empresa carente de sentido, más bien le resultaba una fanfarronada de los cristianos querer aniquilar las costumbres, lengua y ritos de un pueblo para imponer las propias.

Agustín se apegó al padre Donatti desde pequeño. Le gustaba ese hombre menudo, delgado y extrañamente ataviado, con ojos vivaces y sonrisa constante, que le relataba historias increíbles de un tal Giovanni Bernardone, a quien la gente llamaba Francesco y que había nacido en Asís, un pueblo en el centro de Italia. También le regalaba dulces, estampitas y escapularios. Le palmeaba la cabeza y le decía «Eres un buen niño, y muy inteligente además», cuando Agustín le recitaba de memoria versos de Garcilaso, el poeta preferido de Donatti. Lo visitaba a menudo en el convento y el padre lo convidaba con bolas de fraile y chocolate. Lo que más fascinaba a Agustín era que el padre Donatti había sido amigo de su madre, Blanca Montes, esa mujer misteriosa de la cual nadie hablaba, muerta poco tiempo después de su nacimiento, y por la cual Agustín sentía una devoción que, en parte, María Pancha y el mismo Marcos Donatti habían alimentado.

Tiempo más tarde, cuando intempestivamente Agustín dejó la casa paterna para tomar los hábitos, el general Escalante culpó al padre Donatti de haber influenciado en el ánimo de su hijo, lo trató de traidor y le prohibió regresar a su casa. Después de aquel día, nada volvió a la normalidad. No sólo la ausencia de Agustín alteró el ritmo de la familia sino también la del padre Marcos. Ninguno de los Escalante había reparado en cuan arraigada se encontraba la figura de Donatti en la rutina doméstica hasta la primera cena del miércoles sin él. La costumbre venía de la época de la primera esposa del general, y sólo en contadas y extremas ocasiones se había cancelado. Con el tiempo, el general, muy a pesar suyo, también echó de menos las tardes de polémicas con el franciscano a puertas cerradas en su despacho, y Magdalena no volvió a encontrar un confesor de su talla.

Laura siempre había creído que, en el día de la fuga de Agustín, cosas terribles habían sucedido, hechos que sacudieron los cimientos mismos de sus vidas, que les asestaron un golpe mortal. No sabía qué, no lograba imaginarlo. Lo cierto era que desde ese momento la familia escalante comenzó a agonizar como el sol en un atardecer de verano hasta apagarse por completo en el horizonte.

Para Marcos Donatti, Laura Escalante siempre sería Laurita, a pesar de que en la mujer que ahora se le presentaba ya no quedaba vestigio de la niña precoz y resuelta que él había visto crecer. La abrazo y Laura, floja entre los brazos de Marcos Donatti, lloró sin contención María Pancha se animó a cruzar el dintel y entró en la recepción.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el sacerdote—. ¿Cuándo llegaron? ¿Dónde está tu madre?

—¿Cómo me pregunta qué hago acá, padre? Apenas llegó su telegrama, María Pancha y yo decidimos viajar para asistir a Agustín, para estar con él hasta que se cure.

—Al enviarte el telegrama no tenía la intención de convocarte aquí. Sólo quería que estuvieras al tanto de la situación ¿Y tu madre? ¿Dónde está Magdalena?

Laura lanzó un vistazo temeroso a María Pancha, que se aproximó al padre Donatti, y luego de saludarlo, le explicó que la señora Magdalena gozaba de buena salud y que se hallaba en Buenos Aires, en casa de los señores Montes. Tras una reflexión, Marcos atinó a preguntar con miedo.

—¿Quiere decir, Laurita, que tú y María Pancha han viajado solas hasta aquí? Tu madre debe de haber perdido la cordura para permitirte cosa semejante.

—Mi madre no me dio permiso, padre. María Pancha y yo nos escapamos. Le dejé una carta explicándole todo —se apresuró a agregar, ante la evidente consternación del sacerdote—. Además, nos acompañó el doctor Riglos. Usted debe de acordarse de él.

El sacerdote no necesitó demasiado tiempo para reconocer que esa situación tan irregular se consideraría inadmisible e imperdonable. A punto de reprenderla, cedió al impulso. Laura era como era, y nada se podía contra la naturaleza extraña de esa chiquilla. ¿Acaso no había mostrado esa índole desde pequeña? ¿Reformaría él sus impulsos descabellados, sus alocadas ocurrencias? Además, reformarla, ¿para qué, con qué finalidad? Ese arriesgado viaje, que le costaría más de lo que ella imaginaba, demostraba un amor puro e ilimitado por su medio hermano, ¿correspondía un castigo ante semejante prueba de afecto? Donatti se pasó la mano por la frente y lanzó un suspiro.

—Veo que no has cambiado un ápice —concluyó, y le palmeó la mejilla.

—Usted dijo en el telegrama que mi hermano está muy grave; yo sé que el carbunco es mortal en algunos casos —aseguró Laura, a media voz.

—No voy a mentirte, hija. Agustín está muy mal. Tiene la peor forma de carbunco, la que ataca las vías respiratorias. El doctor Javier no nos dio esperanzas.

La desilusión mortificó a Laura, y la furia y la impotencia le asolaron el ánimo. Donatti le habló largo y tendido. No se trataba tanto de lo que decía sino de cómo lo decía, con esa voz suave y serena que la aletargaba, como si le acariciase las orejas, las mejillas, el cuello. La angustia se volvió suspiros, y un momento después sintió en el cuerpo el cansancio de tantas noches mal dormidas, de tantos días de ansias y sinsabores.

—¿Le avisaste a tu padre de la enfermedad de tu hermano? —se acordó de pronto Donatti.

—No —reconoció Laura—. En el apuro del viaje, lo olvidé.

—Además de los padecimientos propios de la enfermedad —retomó Donatti—, tu hermano sufre inmensamente a causa de la disputa que lo separó de tu padre años atrás. Pide continuamente por él, quiere morir en paz, quiere pedirle perdón al general. Apenas el doctor Javier me comunicó lo de la enfermedad de tu hermano, te envié el telegrama para que le avisaras, porque temo que tu padre, al recibir mi carta, no la lea. Y no creo estar equivocado porque no he recibido respuesta ni aviso alguno. Me temo que tu padre ni siquiera se tomó la molestia de abrir el sobre. Al ver mi nombre, se deshizo de él sin más.

—Mi padre puede llegar a ser cruel con su tozudez —admitió Laura, y un despunte de rencor le endureció el gesto.

—No juzgues a tu padre, Laurita. La vida no ha sido fácil para él.

Le había escuchado decir eso al padre Marcos muchas veces, y más que un pedido de indulgencia, ella lo tomaba como la justificación a los arranques del general, a la terquedad de sus posturas, a lo atrabiliario de su carácter. Con el tiempo y la distancia, había terminado por interpretar que la furia de su padre, sus posturas intransigentes y su carácter de perros velaban una permanente tristeza y melancolía. Laura quería a su padre, pero jamás le perdonaría que no acudiese al llamado de su hermano. Ya no existiría pretexto que justificara esa actitud de egoísmo recalcitrante.

Se abrió la poterna que daba al interior del convento y apareció Agustín, envuelto en varias mantas, asistido por fray Carmelo. María Pancha, que hasta el momento se había mantenido apartada y silenciosa, soltó la canasta con frascos de pócimas y mejunjes y corrió al lado del muchacho, que prácticamente cayó desfallecido entre sus brazos. Con la ayuda de fray Carmelo, lo acomodaron en la única banqueta de la sala y lo arroparon con las mantas, porque, pese a que la noche era bochornosa, Agustín tiritaba a causa de la fiebre.

—No pude disuadirlo —se disculpó el fraile, ante el reproche de Donatti—. Al saber que la señorita Escalante estaba aquí, no hubo forma de detenerlo.

Laura se arrojó a los pies de su hermano y le apoyó el rostro en la falda, esperando en el fondo que fuese Agustín quien la consolase, como cuando era niña. Necesitaba escucharlo decir que todo iba a estar bien, que pronto se repondría, que nada malo le pasaría. Agustín, aunque mareado y débil, sonreía y le acariciaba la cabeza. María Pancha lo sostenía entre sus brazos y le besaba el rostro pálido y consumido.

—Eres un tonto —repetía la criada—. ¿Por qué te has levantado? No ves que necesitas reposo. Este esfuerzo puede hacerte daño.

—Ya no me digas más —rogó Agustín—. Hoy estoy feliz. —Repentinamente, se irguió un poco y preguntó a Laura—: ¿Le avisaste a nuestro padre?

—No, todavía no —titubeó ella.

—¡Debes avisarle! —se alteró Agustín, y la tomó por la muñeca con fuerza inusitada—. Escríbele, pronto, que venga, por amor de Dios, que venga. María Pancha, tú también escríbele, él a ti te hace caso. Díganle que tenemos que hablar de mi madre, necesito hablar de ella, por favor, que venga, que me perdone —y se calló de pronto, agotado por el arranque—. Tengo cosas muy importantes que arreglar antes de…

—¡Cállate! —exclamó Laura.

Agustín sufrió un acceso de tos, y Laura enseguida le aproximó su pañuelo a la boca. Al retirarlo, una mancha sanguinolenta contrastaba con la blancura del lino. Lo obligaron a regresar a la celda. Fray Carmelo, un hombre alto y fornido, lo ayudó a ponerse de pie y lo guió hacia el interior del convento.

Laura contemplaba la mancha de sangre en su pañuelo, entre incrédula y asustada. Aquello le pareció el signo más evidente de que su hermano pronto la dejaría, y las esperanzas que había anidado se desbarataron en un santiamén. Les mostró el pañuelo a María Pancha y al padre Donatti.

—Agustín está muy grave, Laurita. Debes resignarte y prepararte para lo que vendrá.

—¡No me resigno! Mi hermano no se va a morir. María Pancha y yo estamos aquí para cuidarlo.

—No hay mucho que ustedes puedan hacer. El doctor Javier está muy pendiente de él. Y nosotros lo asistimos en lo demás.

—Nadie lo cuidará mejor que María Pancha y yo —se empecinó la muchacha.

Alguien tocó la campana y Donatti, sin aguardar a fray Humberto, se apresuró a abrir el portón, en cierto modo para rehuir a los ojos exigentes de Laura. Se trataba del doctor Alonso Javier, que hacía su última visita del día a Agustín. Medio sorprendido al toparse con dos mujeres, el médico se quitó el sombrero e inclinó la cabeza. Donatti las presentó, y el doctor Javier se mostró encantado de conocer a la hermana del padre Agustín, a quien, aseguró, tenía en la más alta estima y consideración.

En realidad, el doctor Alonso Javier le debía a Agustín Escalante la vida de su único hijo, Mario Javier, la de su mujer, Generosa, y la propia. Su agradecimiento lo llevaba a profesarle una devoción ciega, al igual que su esposa, que se refería al padre Escalante como al “santo del poncho”, en alusión a la típica vestimenta del joven franciscano.

Un año atrás, retornando de un viaje a San Luis, la familia Javier había sufrido la embestida de un malón que terminaba sus correrías por el sur de la provincia. Un desmayo salvó a doña Generosa de las aciagas circunstancias del ataque. Al despertar, sin embargo, coligió la magnitud y ferocidad de lo ocurrido: el cochero y los dos postillones se hallaban muertos, con varios lanzazos en el pecho; los caballos y el equipaje habían desaparecido, junto con su esposo e hijo. En medio de aquel desierto, supo que pronto hallaría la muerte, y la recibió como un consuelo frente al dolor por la pérdida de los dos seres que más amaba. Con una laya que los indios no habían robado, cavó tres fosas donde acomodó los cuerpos sin vida del cochero y los postillones, y las cubrió de piedras para impedir que perros salvajes y otras alimañas los desenterraran. Exhausta luego de semejante faena, se echó al lado de las tumbas a morir.

La despertó un sacudón y una voz que la llamaba. Ella deseaba seguir durmiendo y, farfullando palabras incomprensibles, se negaba a reaccionar. La voz se tornó imperiosa y un chorro de agua sobre la cara terminó por despabilarla. Alguien la acomodó sobre su regazo y le dio de beber lentamente hasta que el ardor en la garganta remitió.

—Doña Generosa —habló la voz, con dulzura esta vez—. Soy yo, el padre Agustín Escalante.

—Déjeme morir, padre —suplicó la mujer—. Los indios me lo han quitado todo. Ya no tengo nada por qué vivir.

—El doctor Javier aún vive —anunció Agustín—. Los indios lo abandonaron al costado de la rastrillada. Seguramente lo creyeron muerto. Lo hallé a poco de aquí. Tiene una herida no muy profunda en la cabeza, no es de cuidado. Está conmigo, recostado sobre el lomo de mi caballo.

—¿Y mi hijo? —se desesperó la mujer, y lo asió por el poncho—. ¿Qué hicieron con mi hijo esos salvajes?

El gesto de Agustín expresó más que las palabras, y doña Generosa supo que no existían esperanzas de volver a ver a Mario, su único hijo. Una vez en Río Cuarto, el padre Escalante los entregó al cuidado de sus familiares, y no volvieron a saber de él en semanas. Los esposos Javier se repusieron de las heridas y malestares, aunque sus ánimos se quebraron irremediablemente. Doña Generosa se dejó vencer por el desconsuelo, que la obligaba a permanecer en cama gran parte del día, sin apetito, abúlica, desanimada. El doctor Javier, por su parte, se encerraba en la biblioteca y pasaba allí las horas, aferrado a una botella de licor; no visitaba a sus pacientes y ya nadie llamaba a su puerta para consultarlo.

Una tarde, casi dos meses después del ataque de los indios, Blasco, un muchacho que trabajaba en el establo del pueblo y que solía ayudar a doña Generosa en el huerto, irrumpió en casa de los Javier como tromba. El doctor Javier se puso de pie con dificultad y abandonó la biblioteca. Doña Generosa se echó encima el salto de cama y acudió al comedor.

—¡El padrecito Agustín rescató a Mario! —anunció el muchacho—. ¡Ya lo trae, yo lo he visto!

Esa tarde, cuando Generosa y el doctor Javier apretaron contra sus pechos el cuerpo de su hijo adolescente, volvieron a vivir. Los Javier no supieron qué decir al padre Agustín, no hallaron las palabras ni los gestos para expresar el sentimiento inefable que los embargaba, y se arrojaron a sus pies para besárselos.

—No es a mí a quien deben este reencuentro —aseveró el padre Escalante—, sino al cacique Nahueltruz Guor, que intercedió ante su padre, el gran cacique Mariano Rosas, para que liberara a Mario y le permitiera regresar conmigo a Río Cuarto.

Ante la mención del nombre Nahueltruz Guor, Mario ratificó que había sido como un padre para él durante los días de cautiverio. Lo había tratado con respeto y cariño, y le había enseñado cosas tan valiosas que él jamás olvidaría. Cualquier circunstancia hacía al muchacho recordar a su protector ranquel; hablaba con tanta devoción del tal Nahueltruz Guor, que su madre terminó por preparar una canasta repleta de frascos con mermelada de duraznos y damascos, tortas de grasa y algunas prendas de vestir, y se las envió al cacique como muestra de agradecimiento. Carmen, una ranquel que vivía entre el Fuerte Sarmiento y Tierra Adentro, se encargó del envío.

De todos modos, y más allá de la intermediación del hijo del cacique Mariano Rosas, los Javier sabían que, a quien verdaderamente le debían la vida, era al padre Escalante. Por eso, la noche que el doctor Javier regresó a su casa y comunicó a Generosa y a Mario que el padre Agustín había contraído carbunco, una sombra se cernió sobre ellos. La impotencia embargaba a los Javier, en especial a doña Generosa, que terminó por ordenarle a su esposo que solicitara autorización para traer al padre Escalante a su casa, donde ella lo cuidaría. Según doña Generosa, ni el más fuerte de los hombres se repondría en una celda estrecha y mal ventilada como la del padrecito Agustín, echado sobre una yacija incómoda, comiendo cuando a fray Humberto se le antojaba.

Esa noche, el doctor Javier llamó a la puerta del convento franciscano resuelto a llevarse a Agustín. Bien conocía él las condiciones en las que se hallaba el sacerdote: la celda, más bien larga que ancha y tan pequeña como la despensa de su casa, olía mal, al aroma penetrante del vinagre y del fenol con el que se bañaban paredes y pisos para evitar el contagio, que escocía en la nariz y en la garganta, y que la escasa brisa que ingresaba por el ventanuco no lograba disipar.

Marcos Donatti no era de naturaleza arrebatada y, mientras el doctor Javier le solicitaba autorización para tomar a su cargo el cuidado de Agustín, se mantuvo reflexivo. Laura se aunó al pedido del médico y, aunque María Pancha no abrió la boca, le clavó los ojos y le hizo recordar muchas cosas. No se vería bien que un sacerdote dejara el monasterio, nadie lo aprobaría, se trataba de una irregularidad a las normas conventuales. Cierto que ellos eran pocos y que no atendían apropiadamente al padre Agustín. Fray Humberto, que por ser fraile de misa y olla contaba con más tiempo, hacía las veces de enfermero, sin voluntad y a regañadientes.

Donatti terminó por aceptar que la propuesta del doctor Javier no resultaba descabellada en absoluto y concedió el permiso.

—Mire, doctor —dijo Laura, y le extendió el pañuelo con la mancha de sangre—. Es de mi hermano —aclaró, y el médico notó que le temblaba la mano y que la voz le vacilaba. Al enfocar su atención en las facciones de la muchacha, Javier se percató de que estaba muy pálida. Le aconsejó de inmediato que fuera a descansar.