15
El vestíbulo del hotel estaba poblado de clientes en camisa de manga corta y pantalón corto, que no paraban de reírse y se movían relajados entre los gruesos sillones y las mesas bajas. Saludaban a conocidos y parecían estar a punto de quitarse las sandalias en cualquier momento para arrojarse a una piscina imaginaria. La piscina de verdad estaba en el último piso, donde, con los ojos entreabiertos, uno tenía la sensación de flotar por encima de los tejados de la ciudad.
Eché la cabeza hacia atrás. La cúpula de cristal de colores despedía tanta luz que parecía que afuera todavía brillase el sol.
En el bar de al lado había un grupo tocando.
Hasta hacía unos minutos había tenido sentado a mi mesa a un individuo que mantenía con su novia una conversación interminable, en la que le daba cuenta de lo original y fantástica que había sido su cena. Por su descripción del local y los platos, me alegré de no haber tenido que cenar con él. Se despidió con un rutinario «yotambién», se metió el móvil en el bolsillo, me saludó con la cabeza, se levantó y se fue rápidamente al bar.
Eran casi las once y media cuando la vi salir del ascensor.
Después de que Martin me diera el aviso, él y Sonja siguieron vigilando el domicilio de la mujer, mientras yo me desplazaba en taxi al hotel Vier Jahreszeiten.
—Perdone —dije.
No pareció sorprendida.
—¿Qué hace usted aquí?
—Quiero tomar algo con usted —dije.
—Estoy cansada.
Elke Schlosser se encogió de hombros para que no se le resbalara la correa del bolso de cuero, carraspeó y pasó por delante de mí.
Le indiqué mi mesa. Ella puso el bolso en el suelo, se dejó caer en el sillón y se desabrochó el brillante abrigo negro. Debajo llevaba una falda roja.
—Llame a la agencia —dijo.
—¿Para qué? —dije yo.
—¿Aquí sirven o no? —dijo ella.
El camarero estaba estresado, y tuve que gesticular con la mano un buen rato antes de que advirtiera mi presencia.
Elke me miraba en silencio. Se encendió un cigarrillo, balanceó el torso hacia delante y hacia atrás, echó una mirada a la recepción, donde nadie le prestó atención alguna, volvió a mirarme, sonrió sarcásticamente e hizo girar el cigarrillo entre los dedos.
—No pienso revelarle su apellido a la esposa ni a nadie más —dije—. Sólo quiero saber dónde está Maximilian Grauke y si tiene la intención de marcharse con usted. No me interesa adónde. Quiero saber...
—No —me interrumpió ella.
—¿No qué?
—¿Qué desean tomar? —dijo el camarero. Fue como si hubiera brotado de la moqueta en un segundo. Acababa de verlo servir café en la pequeña barra del vestíbulo.
—Una copa de champán francés —dijo Elke.
—Otra cerveza —dije yo.
—Ahora mismo —dijo el camarero, y se fue a la mesa siguiente.
—No —repetí yo.
—Sí —dijo ella. Volvió a sonreír, apagó el cigarrillo y se tocó los labios con el dorso de la mano.
—No tiene intención de irse conmigo.
—Entonces se va solo.
—Tampoco —dijo ella.
—En este momento lo tiene en su casa.
No respondió.
—Los veinte mil marcos son para usted —dije.
Se quitó el abrigo. Quise ayudarla, pero se echó a un lado. Lo dejó doblado encima del bolso.
Cualquiera que nos viera y que hubiera frecuentado alguna vez el vestíbulo de un hotel me tomaría sin duda por un cliente de la señorita del vestido rojo. Un tipo corpulento y aficionado a la cerveza que se sentía obligado a una aburguesada ronda previa con champán.
Ella volvió a quedarse callada. Eso no me desagradaba. Quizás estuviera pensando en el cliente con el que acababa de estar; quizá fuera un cliente fijo de la agencia y le gustaba estar con él.
—¿En qué piensa? —dijo de repente.
—En usted —dije.
—Mejor lo dejamos para otra vez —dijo ella.
Noté en su voz un matiz de regocijado deseo. O a lo mejor era que la cerveza me afectaba al oído.
—Aquí tienen, señores —dijo el camarero.
Elke levantó la copa, hizo un gesto de brindis y bebió un trago microscópico. A diferencia de mí: yo bebí como de costumbre.
—¿Sabe dónde está el paraíso de la paz? —dijo ella. Miró despistada el paquete de cigarrillos y se encendió otro.
—¿En el cielo? —dije yo.
Ella sonrió.
—Miriam quería ir allí. Decía que Lady Di había estado en aquel lugar y ella también quería ir. Era su gran sueño. A lo mejor está allí ahora. Es muy posible.
Esta vez tomó un trago largo y se quedó la copa en la mano. Parecía como si la oliera.
—¿Dónde está el paraíso de la paz? —le pregunté.
—En Moyo Island —dijo ella.
Lástima que no estuviera allí Martin. El siempre se aprendía de memoria sus folletos turísticos, o poco menos.
—Y usted piensa ir a visitar a Miriam —dije yo—. Con el dinero de Maximilian Grauke.
—Exactamente —dijo ella.
—Y Grauke no va con usted.
—No —dijo ella. Se recostó en el sillón y se acarició la barbilla. Cruzó las piernas; las tenía ligeramente bronceadas.
—Ya le he dicho que mejor lo dejamos para otra vez —dijo ella.
—¿Me prohíbe mirarle las piernas?
—Hombre, eso tampoco —dijo ella.
Nos quedamos callados.
Bebimos.
El grupo del bar de al lado tocaba canciones inglesas de los años sesenta. El vestíbulo se iba vaciando. En la recepción ya casi no sonaba el teléfono.
Pedimos otra ronda.
—¿Grauke es buen zapatero? —pregunté.
—Creo que sí —dijo Elke. Y ahora, a riesgo de equivocarme, me pareció notar un matiz diferente en su voz, un leve balbuceo. Seguro que en la habitación había bebido algo más que agua mineral.
—Le prometió a su cuñada que se marcharían juntos —dije.
—¿Usted se cree todo lo que le cuenta ésa? —dijo Elke—. Eso se lo ha inventado ella. Como no era capaz de salir de aquí por sí sola, se le ocurrió pegarse a él como una lapa. Está loca. ¡Menuda familia de chalados!
—¿Sabe usted algo de las dos hermanas?
—Me importan un comino. Y Max nunca habla de ellas, a él también le importan un rábano. Ya desde antes... hace tiempo...
Bebió un trago y reprimió el hipo.
Unos tres segundos después, el camarero volvió a brotar de la moqueta por arte de magia. Traía una pajita en un platillo blanco. Dejó el plato en la mesa sin decir palabra, asintió mirando a Elke y desapareció. Ella cogió la pajita como si fuera lo más normal del mundo y removió con ella el champán para quitarle las burbujas.
Aunque nunca había sentido ilusión por ser cliente habitual de ningún local, en aquel momento envidié a Elke por aquel privilegio.
Y eso me hizo olvidar que quería pedir otra cerveza.
—¿Sabía que Grauke ya desapareció una vez? —dije.
—Sí, por supuesto —dijo mientras seguía removiendo—. Por entonces pasé un tiempo durmiendo en la zapatería. Tenía que esconderme; él me dio una manta y yo puse el saco de dormir. Fue un gesto valiente por su parte. Los que me perseguían eran unos hijos de puta muy peligrosos. Si me hubieran encontrado, se lo habrían cargado a él también. Pero él no se amedrentó.
—Y no hace mucho volvió a dormir en la zapatería.
—Sí —dijo, y tomó un trago—. Me lo pidió él. Porque él mismo también dormía en el taller. Las dos tías habían armado no sé qué lío. Él no quería nada de mí, ¿eh? La cosa no iba por ahí, Max no es de ésos. Aunque yo no me habría negado, ya me imaginaba que con su mujer estaba en las últimas. Si me lo hubiera pedido, no me habría negado. Pero no me lo pidió.
—A lo mejor no se atrevió —dije yo.
—También es posible.
Conseguí por fin captar la mirada del camarero y levanté mi vaso vacío.
—¿A usted no le explicó por qué quería marcharse? ¿Ni la primera vez ni la segunda?
—Yo le dije que no tenía por qué contarme nada si no quería. Lo ayudaría y listos; él me había ayudado una vez y ahora me tocaba a mí. Me salvó la vida cuando aquellos tíos iban a por mí. Y luego estuve en el hospital y ya dejé de interesarles, necesitaban mujeres más sanas que yo. Pero antes de eso, estaba perdida. Max es un buen tipo.
—¿Qué planes tiene el señor Grauke?
—¡Eso a usted no le importa!
—Aquí tiene, caballero.
El camarero me plantó delante la cerveza recién tirada.
—Tengo que irme —dijo Elke.
Le dije al camarero:
—La cuenta, por favor.
Antes de que el camarero volviera, ayudé a Elke a ponerse el abrigo. Se acabó la copa de pie. Yo me quedé sentado y pagué.
—¡Hasta pronto, señores! —dijo, saludándonos con la cabeza.
—Sin la menor duda —dije yo.
Ya en la calle, Elke se puso a pensar dónde había aparcado el coche.
—Quiero hablar con él.
—No —dijo ella.
Y me cogió del brazo. Entramos en una travesía. El Panda blanco estaba aparcado delante de un escaparate iluminado.
—Pregúntele si quiere hablar conmigo —le dije—. Si es que no, me largaré y en paz.
—Y de paso, se lo llevará —dijo ella, mientras buscaba en el bolso la llave del coche.
—Ya es lo bastante mayor para cuidarse solo —dije yo.
—No quiero que la policía sepa dónde vivo.
—Fallmerayerstrasse 32.
—Maderos... —dijo ella. Abrió el coche, echó el bolso en el asiento trasero y se sentó al volante. Yo también subí al coche sin que ella me lo pidiera.
Las dos puertas estaban abiertas. Dentro del coche hacía calor. Y se estaba estrecho. Debería haber corrido hacia atrás el asiento del acompañante.
—Estoy borracha —dijo ella.
—Soy una autoridad, nadie puede impedirnos el paso.
—¿Está seguro?
—No —dije.
Ella cerró la puerta y encendió el motor. Yo cerré la puerta del acompañante.
El motor se puso en marcha, pero no arrancábamos.
—Él me ocultó cuando lo necesitaba, y yo se lo pago echándole encima a la policía —dijo ella.
Tocó la bocina sin querer.
—Perdón —dijo.
Y por fin acabó encontrando la primera.
Martin y Sonja nos esperaban en el coche delante de la casa que estaba frente a una entrada de garaje subterráneo. Elke había aparcado a doscientos metros de allí, al lado de una oficina de correos.
—Ya podéis iros —le dije a Martin.
Sonja, sentada a su lado, estaba a punto de sacar de la caja el último bombón.
—¿Quieres uno? —me preguntó.
—No.
—Mañana firma el contrato del piso de Milbertshofen —dijo Martin.
—O sea que has conseguido el piso —dije yo.
—Me han llamado de la agencia y me han dicho que, como soy funcionaría, tienen plena confianza en mí.
—Sin la menor duda —dije yo.
—¿Y ahora qué? —dijo Elke levantando la voz desde la puerta de la casa.
Fui hacia ella. Vivía en la planta baja. Se giró hacia mí justo antes de llegar a su puerta.
—Le estoy haciendo una jugarreta a Max.
—Yo esperaré en la calle —dije—. Dígale que estoy aquí. Mis compañeros ya se han ido. Dígale que no tengo intención de hacerle cambiar de planes. No voy a inmiscuirme en su futuro.
Volví a salir de la casa.
En la calle había un restaurante por cuyas ventanas abiertas se oían voces y música judía.
Curioso paralelismo. Paula Trautwein también había sido prostituta, igual que lo era Elke Schlosser ahora, y ambas habían desempeñado un papel crucial para Grauke, ambas habían ejercido una gran influencia sobre él, y él iba a ayudarlas a las dos, aunque de modos muy distintos, a cambiar de rumbo, a alcanzar quizá la felicidad. A Paula, liberándola de las relaciones anquilosadas a las que estaba atada, y a Elke financiándole un viaje a un paraíso lejano. ¿Y a él? ¿Qué le quedaba a él?
Miré hacia la puerta de la casa.
Y allí estaba. Con las piernas arqueadas y las manos en los bolsillos.
Tenía un aspecto muy diferente al que yo me había imaginado.
A juzgar por la foto que nos había dado su mujer, era tan pequeño como ella, enclenque, quizás encorvado por los años que se había pasado sentado en el taburete. Pero en realidad era más bien alto, fuerte, casi gordo. Tenía una cara angulosa y llevaba la cabeza rasurada por los lados. La nariz era carnosa y los ojos, negros y punzantes. Llevaba una camisa a cuadros con las mangas arremangadas al estilo de mi compañero Weber, pantalón de pana y sandalias.
—Yo no me muevo de aquí, eso que quede claro —dijo con voz ronca. Había atrancado la puerta con un zapato.
¿Quizá si hubiera sido carnicero habría utilizado un hueso?
—Buenas noches —dije.
Estábamos frente a frente. Con su estatura imponente, casi llenaba el hueco de la puerta.
—Hemos hablado por teléfono —dije.
—Entonces, ¿qué más quiere?
Intenté imaginármelo sentado día tras día en el taburete, con la cabeza gacha, reparando con gestos experimentados y rápidos un zapato tras otro, indiferente, inmerso en una nube de pensamientos e imágenes.
—Así, puedo decirle a su esposa que está usted bien de salud —dije.
Su boca se movió sin que ello generara un gesto claramente interpretable.
—Su cuñada está esperando que pase usted a buscarla.
—Pues muy bien.
Quizá la voz no se le había vuelto ronca por haber hablado mucho, sino por haber hablado tan poco.
—Gracias por hablar conmigo —le dije. Calló.
Esquivé a un grupo de jóvenes que venían de la dirección del restaurante. Maximilian Grauke no se movió.
—Elke me ha hablado del paraíso de la paz, en Moyo Island. ¿Eso dónde está?
—En Indonesia —dijo él.
—Allí estuvo Lady Di, ¿verdad?
Él no dijo nada.
—¿Los veinte mil marcos serán suficientes? —dije yo.
Volvió a torcer la boca.
—Ya se ha suspendido oficialmente su búsqueda —dije—. Fue su cuñada quien insistió en que lo buscara la policía.
—Es su problema —dijo él. Luego, como si quisiera hacerme un favor, para que no estuviera allí de pie en la acera de noche sin ningún sentido, añadió:
—Me marché por mi propia voluntad, no por ella. Eso son imaginaciones suyas. Se pensaba que yo estaba interesado por ella. Me presionaba.
Si la luz débil no me engañó, en aquel momento Grauke esbozó una sonrisa irónica.
—Ella sabía que me iba a marchar. Las vi juntas a las dos en el baño, como antes. Yo no entiendo nada de esas cosas.
Enmudeció.
—Ese paraíso me interesa —dije yo—. No viajo nunca, pero tengo un compañero que colecciona folletos de viajes, tiene cajas enteras. De vez en cuando miramos las fotos y leemos el texto, y eso es todo. O sea que Indonesia. Ahí hay que tener cuidado de que no lo secuestren a uno.
—¡Tonterías! —dijo Grauke, sacándose la mano derecha del bolsillo—. Amanwana. El pueblo se llama así. En realidad no es un pueblo, es un campamento de tiendas. Playas blancas, cascadas, todo verde y tropical. Camas de lujo, baños de porcelana blanca, no falta ni un detalle. El paraíso hecho realidad. Y el suelo es de teca, el suelo de las tiendas, eso sí que tiene estilo, gran estilo. Amanwana. Significa jungla de la paz. Pero para Elke iba a ser el paraíso de la paz.
—Y para Miriam —dije.
Se sacó la otra mano del bolsillo.
—Miriam está muerta —dijo—. No lo consiguió. Pero Elke sí lo habría conseguido, yo le habría dado el dinero, los veinte mil habrían bastado para el vuelo de ida, dos semanas de estancia y el vuelo de vuelta, y le habría sobrado dinero para gastos. Habría conseguido salir de aquí. Dos semanas no son mucho, pero... Pero cuando uno vuelve de un sitio así, ya no le pueden venir con monsergas sobre vacaciones en Mallorca o en Sylt o en donde sea. El paraíso no tiene competencia.
—Y usted le ha regalado el dinero a Elke para que pueda hacer el viaje en lugar de Miriam —dije.
—Eso mismo —dijo él. Se pasó la mano por la boca. A su espalda se oyó un ruido. Giró la cabeza.
—¡Ahora voy! —exclamó.
—Un regalo maravilloso —dije yo.
—Pues la maravilla se ha jodido —dijo él levantando la voz.
Callé. Se me quedó mirando. Quizás ahora, por primera vez desde nuestro encuentro, quería que yo le preguntase algo. Pero no le pregunté nada. El apoyó un momento la rodilla en el marco de la puerta. Yo me crucé de brazos. Desde una ventana del segundo piso nos miraba un anciano. Fumaba.
Grauke levantó el brazo derecho y se apoyó en el marco de la puerta.
—Elke me acompañó al banco.
Me observaba fijamente y su mirada se volvía cada vez más sombría.
—A ver al mafioso de Vocke. Llamé por teléfono antes para avisar. El dinero estaba preparado. Elke me dejó su mochila y metí el dinero dentro. Vocke me atosigó a preguntas, pero yo no solté prenda. Menudo mafioso... Yo a ése no le cuento nada. Volví a salir y di un pequeño paseo. Si me hubiera visto alguien conocido, habría seguido caminando, y punto. Le prohibí a Lotte que pusiera una denuncia de desaparición, se lo prohibí expresamente. Pero la hermana la convenció, claro. Aunque a mí me importa un cuerno. Pensé que podía coger el tranvía, que llega hasta Schwabing. Tenía ganas de ver otra vez un poco de la ciudad. Bajé en la Hohenzollernplatz. Fue un viaje bonito. Está bien eso de viajar por la ciudad de uno, llevaba mucho tiempo sin hacerlo, o quizá no lo había hecho nunca. En la Sonnenstrasse han puesto carriles bici, ¿para qué? Seguro que los ciclistas no los utilizan, usted que es policía lo sabrá... El Mövenpick... ¿Antes los toldos no eran rojos? Dicen que tienen buenos helados. A mí me da igual, no me gustan. La Barerstrasse, el palacio Lenbach restaurado, queda de miedo. La Pinacoteca. El viejo Mehr sigue teniendo la taberna, en esta ciudad hay cosas que nunca pasan de moda. Me bajé en la Hohenzollernplatz.
Hizo una pausa. Bajó el brazo, soltó un bufido por entre los labios cerrados, echó una mirada al zapato que mantenía la puerta abierta y salió del vestíbulo a la acera.
—Me dije: voy a sentarme un rato al lado de la fuente, a disfrutar del sol. En mi taller el sol no entra, no puede contorsionarse tanto. En fin, que estaba allí sentado y quise echar mano a la mochila. Había estado practicando la mejor manera de colgármelo. Y en el banco no quise hacerlo, no quería que la gente me mirase. ¡Pero la mochila no estaba! Me la había dejado en el tranvía. Con veinte mil marcos dentro. Se me cayó el alma a los pies. En seguida paré el primer autobús que pasó y le dije al conductor que llamara a la central para que avisaran al conductor del tranvía. Y lo hicieron. Pero ¿quién devuelve una mochila con veinte mil marcos dentro? No hay nadie tan tonto. ¿Qué le parece? Dígame, ¿qué le parece? Soy demasiado estúpido para viajar en tranvía. Llevaba tanto tiempo sin subirme a un tranvía, que me olvidé de la mochila. No puede haber nadie tan tonto. Antes las señoras hacían cola para que les arreglara los tacones, y siempre me preguntaban cómo aguantaba tanto, y yo les decía que ya dormía cuando me iba a casa. En el examen del gremio de zapateros tuve que hacer un zapato tipo haferl con suela interior de piel, sin forro por dentro, por supuesto, para poder llevarlos sin calcetines. Esos zapatos aguantan lo que les echen y encima son elegantes. Pero para coger el tranvía soy demasiado estúpido. Es por culpa de eso.
—¿Por culpa de qué? —dije.
—De haber salido. En vez de quedarme en mi sitio.
Me miró fijamente a la cara. Ahora estábamos como mucho a medio metro de distancia.
—Estuve pensando en sacar el dinero que quedaba, todavía tengo veinte mil marcos en la cuenta. Pero no estaría bien. Esos veinte mil son para Lotte. Se lo prometí. ¡Se lo prometí! ¿Para qué sirve prometer si luego uno no puede cumplir lo que promete? ¿Para qué sirve? Para nada. Elke también le tuvo que prometer a su amiga que iría al paraíso en lugar de ella, porque Miriam estaba muriéndose; al final pesaba tan poco que la cigüeña se la podría haber llevado con el pico igual que cuando nació. Paquete devuelto al remitente. Y se acabó.
Se quedó callado.
El anciano del segundo piso cerró la ventana ruidosamente.
—¿Va a volver a su casa?
—Sin comentarios.
—¿Qué planes tiene?
—Sin comentarios.
Me tendió la mano. Tenía las uñas resquebrajadas y la piel cubierta de cicatrices.
—Adiós, señor... no me acuerdo de su nombre.
—No tiene importancia —dije yo.
Se agachó para recoger el zapato.
—Jan Schuster —dije—. La calle y la profesión. ¿Y lo de Tinaweg y Eichenlohe?
Su sonrisa torcida me recordó a la de su mujer la primera vez que nos vimos.
—Tina es un tipo de cuchilla especial —dijo.
—¿Y por qué el número 7?
—Tinaweg tiene siete letras.
Miré al suelo.
—La corteza de roble5 es lo que va mejor para curtir la piel —añadió—. El código postal 72831 es el número de referencia del catálogo.
Se pasó la mano por la boca.
—Le diré a su esposa que esta vez no tiene intención de suicidarse.
—Es verdad —dijo, sosteniendo con la mano la puerta para que no se cerrase.
Luego golpeó ligeramente la puerta con el zapato que tenía en la mano.
—Aquella vez... Ya no me acuerdo de si quería suicidarme... Si no hubiera estado allí la señora Mrozek, tan paciente... Quién sabe lo que habría pasado... Pero aun así me lo habría pensado dos veces... Menudo lío le habría armado a Lotte... Y además imagínese qué cuadro: un hombre hecho y derecho colgado de un árbol...
Volvió a golpear la puerta con el zapato, lo miró atentamente y apartó la mirada.
—¿Quiere decirme algo más? —le pregunté.
No acababa de decidirse a entrar en el vestíbulo. En lugar de ello, se volvió una vez más hacia mí.
—El domingo, cuando me fui —dijo—, Lotte hizo un té, como siempre. Y puso la tetera y las tazas en la bandeja, como siempre. Yo estaba en el salón. Y cuando ella entró viniendo de la cocina, me llevé un susto porque me pareció que iba a chocar con la bandeja contra el marco de la puerta y todo caería al suelo y ella se enfadaría... y a lo mejor hasta se avergonzaría... Y pensé: cuando seamos mayores, ese tipo de cosas pasarán. Y entonces tendremos que agacharnos con dificultad, y tardaremos una eternidad en recogerlo todo... Y pensé que no quería pasar por esa situación, que no quería tener que ver una escena así...
Esperé un momento y le dije:
—Pero usted no pensaba marcharse con Elke, sólo quería regalarle el viaje.
—Sí —dijo él—. Sí, sí.
Y entonces se dio la vuelta y entró por el hueco oscuro del vestíbulo, y la puerta se cerró tras él.
Yo me quedé allí, en el mismo lugar que hacía media hora, con los brazos cruzados, en silencio.
Vi llegar el tranvía desde lejos. Cuando ya casi había llegado a la parada, saludé con la mano a Ute, que estaba sentada en su puesto en la cabina. Me devolvió el saludo y tocó la campana.
Las puertas se abrieron.
—Nos vemos mañana —le dije.
Ella tuvo que seguir su camino, y yo me quedé mirando cómo se alejaba el convoy azul.
Me fui a casa. A través de la ciudad desvelada.