7

Grité tan fuerte que al cabo de tres minutos pasó por allí un coche patrulla. Pero yo ya me había callado.

Me había alejado de la puerta y estaba de pie en la acera. La gente de la parada del tranvía me miraba. Grité hacia el cielo azul y despejado. Unos cuarenta segundos, quizá.

Les enseñé la identificación a mis compañeros y les pedí que me llevasen a la Drachenseestrasse. Allí era donde Inge Thaler tenía un pequeño taller de costura. Y adonde a veces iba Lotte Grauke a echar una mano.

Inge Thaler no sabía nada de la desaparición de Grauke.

—¿La señora Grauke no la ha llamado? —le pregunté.

—Hace tres semanas que no sé nada de ella —contestó. Estaba cosiendo con una vieja máquina de coser Singer la cremallera de una chaqueta. Se detuvo bruscamente, se puso a pensar y se quitó las gafas.

—Espero que no haya hecho ninguna tontería —añadió, e hizo una pausa.

Yo estaba atrapado entre armarios bajos y una mesa que ocupaba casi por completo el estrecho taller.

—Ella de vez en cuando hacía algún comentario... Que ya no hablaba con ella, que estaba siempre venga de trabajar y trabajar... Que no paraba de beber...

—Querrá decir que iba al bar —apunté yo, como si eso contradijera lo que Inge Thaler acababa de decir.

—Sí, eso también... Aunque, la verdad, no me parecía nada del otro mundo, porque... Cuando Lotte hablaba de cosas de su casa, prácticamente sólo hablaba de su hermana... Paula... Como si estuviera casada con ella y no con su Maximilian... Pero a mí ni me va ni me viene...

—La última vez que estuvo aquí, ¿le habló de su marido o de su hermana? —le pregunté.

En el taller se estaba fresco. En general ya no hacía tanto calor como el día antes, pasaba una brisa ligera, y no me habría importado prolongar dos horas mi paseo con Bettsy. Ahora, en cambio, tenía ganas de ir al grano.

—Casi no contaba nada —añadió la señora Thaler—. Yo le preguntaba, pero ella no soltaba prenda... Parece que se discutía con el marido. O con la hermana, o los tres juntos. No conseguí sacarle nada, parecía muy contrariada, sí, pero...

Arrugó la frente y se pasó el índice y el pulgar por las comisuras de la boca.

—Bueno, decía que no sabía lo que le pasaba a su marido... Vaya, que estaba preocupada por él, pero más que nada porque no entendía por qué él no entendía no sé qué... ¿Me entiende?

—Sin la menor duda.

—¿Cómo dice?

Intenté hacerla recordar. Pero ella insistió en que Lotte Grauke sólo hacía insinuaciones, en que andaba liada en algo de lo que no podía hablar. O no quería.

En la puerta, la señora Thaler me dijo:

—Mire usted, la verdad es que no me sorprende que Maximilian haya desaparecido. Espero que no tarden en encontrarlo.

Por el camino llamé a Sonja. Ella había estado hablando con otros vecinos. Le pedí que concertara una cita con la madre de Lotte Grauke y luego se pasara por el Stüberl.

—No me apetece meterme en un tugurio —dijo—. Afuera hace un tiempo estupendo y nosotros ahí dentro, tragando humo.

Cuando llegó Sonja, las sillas de camping ya estaban preparadas.

—¡Lo hago sólo porque eres policía! —me había dicho Alex—. La gente se queja, ya verás, no les gusta.

Tenía razón. La gente se quejaba. Las mujeres. Pasaban pocos hombres, y los pocos que pasaban no se fijaban en nosotros. Las mujeres con cochecito de niño hacían como si fuéramos unos malvados que las obligaran a practicar el eslalon por la acera. Y eso que había sitio de sobras. Y cada vez que traía una cerveza y un agua mineral, Alex aprovechaba para decir:

—¿Ves? En cualquier momento se van a plantar aquí los maderos.

—Ya tienes un madero aquí —le decía yo.

A mi lado estaba sentado Franticek Kellerer, de sesenta y dos años de edad, empleado de correos, ahora jubilado. Cuando aún vivía en el barrio y trabajaba en la oficina de correos de la Fraunhoferstrasse, solía jugar al schafkopf con Maximilian Grauke.

Le había pedido a Alex un posavasos para ponerlo encima del vaso de cerveza. Pero lo cierto es que los ataques de abejas sedientas de alcohol se mantenían en un nivel soportable.

Como Alex se negaba a sacar a la calle sus sillas de madera normales, le sugerí que buscara sillas plegables. Encontró tres ejemplares mugrientos y una tumbona completamente descolorida. Coloqué la tumbona en paralelo a la fachada y las sillas al lado.

Kellerer se echó en la tumbona. Al fin y al cabo era jubilado. Cuando Sonja dobló la esquina y nos vio, sonrió. Por aquella sonrisa, incluso Kellerer se tomó la molestia de incorporarse un poco.

Estábamos sentados al sol. El viento nos traía las voces del parque infantil cercano. Cuando no nos saludaba algún ciclista, alguna madre con cochecito protestaba. Y entre tanto pasaban minutos de silencio. Sólo se oía cantar a los pájaros. Hasta los niños habían enmudecido.

Ojalá Martin hubiera estado allí. Aun a riesgo de que, ante semejante despliegue bucólico, optara por pedir de entrada un licor de hierbas.

Me habría gustado tenerlo allí para que no estuviera solo en aquel radiante día de julio. Seguramente estaba en la oficina. O en la oficina de alguien a quien tenía que tomar declaración. O en cualquier otro lugar cerrado.

Y nosotros al aire libre. Gracias a Sonja.

—¿Trabajamos un poco? —dijo ella.

—Sí —dije yo.

Bebimos un trago de agua mineral de nuestro vaso de medio litro, dejamos los vasos en el suelo entre los pies y, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos sacamos el bloc de notas del bolsillo.

—No he podido encontrar a Grete Holch —dijo Sonja—. No tiene teléfono.

—A lo mejor es que no sale en el listín —dije, intentando ser un poco travieso.

Me miró de reojo. Era la mirada típica del K111. Los compañeros de homicidios eran capaces de averiguar si alguien tenía teléfono o no, aunque fuera invisible y viviera bajo tierra. Nunca se daban por vencidos.

—Pues vamos allá —dije.

La madre de la señora Grauke vivía en la Hiltenspergerstrasse, en Schwabing.

—Pero antes vuelve a contar lo de Grauke —le dije a Kellerer, que se había estirado con las manos cruzadas por detrás del cogote.

—Está deprimido —dijo—. El día entero allí en su caja de zapatos, y una noche llega a casa y se encuentra a la cuñada. Y resulta que la cuñada se queda a dormir. Se lo digo tal como me lo contó él. Se presenta allí y no tiene intención de marcharse. Le dijimos: pues trajínatelas a las dos, y el pobre ni se rió. Yo creo que no se trajinaba ni a la parienta, con perdón, señorita... Estaban en las últimas. Nosotros le decíamos: echa una cana al aire, hombre, date una alegría... Pero él como si oyera llover. Ése no echa un quiqui ni que lo maten. Con perdón...

Con un suspiro, alargó el brazo hacia su vaso de cerveza.

—O sea que a usted le extrañaría mucho que se hubiera echado al monte con una mujer —dijo Sonja.

Kellerer giró la cabeza.

—Sí, me extrañaría mucho.

Me gustó la expresión: echarse al monte. Un hombre a caballo, una mujer con la cabellera al viento, noche, niebla, lobos aullando, alguien desde la ventana contempla secretamente cómo un hombre y una mujer se echan al monte...

—¡Hola! —dijo Sonja.

Abrí los ojos.

—¿Estabas soñando? —dijo ella.

—Sí.

Se inclinó hacia delante para que Kellerer pudiera verla mejor.

—¿Usted sabía que son hermanastras?

—¿De verdad?

Kellerer se acabó la cerveza, miró alrededor, suspiró, puso el vaso en el suelo y se dejó caer en la tumbona.

—O sea que Maxi ni siquiera tendría de qué haberse sentido culpable. Porque si en realidad no son hermanas del todo...

—¿Paula y Max tenían una relación? —dije yo.

—Nos lo habría contado, fijo.

—¿Qué más nos puede contar de esas dos mujeres? —dijo Sonja.

—Que al pobre Maxi le hacen la vida imposible, lo tienen amargado, y por eso se refugia en el taller. Vivir así con dos tías como ésas es una mierda, no puedo decirlo de otra manera, usted perdone, pero es una auténtica mierda. Yo estoy divorciado y desde entonces he recuperado la salud. Vivo solo y nadie me toca las narices. Menuda broma, te pasas el día currando y luego llegas a casa y te encuentras dos tías que pasan de ti. Te ponen el plato en la mesa y hala, a cenar, y luego date el piro. Ésa era la vida que le daban, créame. Estuvimos años y años jugando al schafkopf, Maxi, Schorsch, Werner y yo. Y cuando se sentaba a la mesa le teníamos que hacer de psicólogos, fíjese usted, señorita. No decía ni pío, se bebía sus seis o siete cervezas, barajaba, jugaba; era buen jugador. Pero no abría la boca. Estaba bloqueado. Como un niño. Al principio le dábamos ánimos, pero luego empezamos a cabrearnos al ver cómo lo trataban. Sobre todo yo, y siempre le decía que les plantara cara, que así no podían seguir, que tenía que dar un golpe de timón. Pero él nada. Luego se murió Werner, yo me mudé a otro barrio... Y nunca he vuelto a saber nada de él...

Se levantó pesadamente de la tumbona, cogió su vaso, resopló y se limpió el sudor de la frente.

—¿Queréis algo?

—No —dije yo.

Se metió en el bar.

—Pues ahora sí que ha dado un golpe de timón —dijo Sonja.

—¿Y por qué ahora? —dije yo.

—Porque ya no aguantaba más.

—¿Precisamente ahora?

Nos quedamos un rato en silencio.

Kellerer salió por la puerta con una cerveza espumeante, seguido de Alex. Al fondo, Cozy Powell machacaba Dance with the devil.

—Cóbranos —dije.

—¿Y las sillas quién las entra?

—¡Déjalas aquí! —dije mientras pagaba.

Kellerer añadió:

—Éste, o se ha colgado de un pino o anda ya lejos de aquí. Muy lejos. Y sin ninguna mujer. De eso puedes estar seguro. No necesita una mujer, necesita ser libre. ¿Me entiendes? Vivo o muerto.

La nariz de Kellerer brillaba al sol, coronada de espuma.

Poco antes de que llegáramos al coche, me detuve.

—Quiero echar otro vistazo por aquí —dije.

—Eres un policía muy raro —dijo ella.

Nos pusimos a caminar sin rumbo.

—¿Qué ha pasado esta mañana con la chica? —dijo Sonja.

—Se la he devuelto a sus padres —dije yo.

—¿Y cómo es que te ha dado por pegar gritos?

Callé.

Delante de un restaurante indio había dos indios hablando en indio.

—¿Te gusta la comida india? —preguntó Sonja.

—De vez en cuando.

Ella iba mirando las casas. Yo iba a preguntarle a qué barrio pensaba mudarse después de separarse de Karl. Pero de repente dejó de interesarme la respuesta. Por lo menos de momento.

—¿Los otros vecinos también oyeron la discusión? —pregunté.

Me miró confusa.

—Eh... sí, claro, los vecinos. Hay una mujer que dice que sonaba como una pelea conyugal. —¿Ah sí?

—Dice que las hermanas se peleaban a gritos como si fueran un matrimonio.

—¿Y eso cómo suena? —pregunté.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —contestó ella.

—Has estado casada, o algo parecido. Y has tenido discusiones.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Le eché la mirada típica del K114. A los del departamento de desaparecidos no hay quien nos la dé con queso. Se haya separado de su pareja o no.

No replicó.

Entramos en la Westermühlstrasse. Del restaurante de la esquina llegaban gritos. Un hombre voceaba no sé qué. Miré por la puerta abierta. El hombre no le estaba gritando a nadie, simplemente contaba algo. Otro estaba a su lado apoyado en la barra, escuchándolo.

—No suena a discusión conyugal.

—Más bien no —dijo ella.

¿Qué había querido decir exactamente la vecina? ¿Qué le había hecho pensar en una discusión conyugal?

El 48 de la Jahnstrasse no estaba lejos.

La señora Aldinger vivía en el primer piso. Llevaba un pañuelo en la cabeza y unas zapatillas marrones sin calcetines. Del interior del piso llegaba olor a asado.

—Como un matrimonio mayor —susurró, lanzando una mirada de precaución escalera arriba—. Últimamente cada vez más. No se crean que me dedico a escuchar, ¿eh?

—No, claro —dije yo—. Dígame, ¿cómo se discuten los matrimonios mayores?

Yo también bajé la voz.

—Son cosas que se notan —dijo la señora Aldinger.

—¿Utilizaban determinadas expresiones? —preguntó Sonja, sin bajar la voz.

—¿Qué expresiones? —dijo la señora Aldinger juntando las manos y frunciendo los labios—. No utilizan expresiones. O por lo menos no de las groseras, si es eso lo que quiere decir. Una dijo unas cuantas veces que iba a dejar a la otra...

—Como en un matrimonio —me apresuré a comentar.

—Eso mismo, como en un matrimonio. Si no haces esto y lo otro, te dejo, se acabó, y esta vez de verdad.

—¿Eso lo dijo una de las hermanas? —pregunté.

Yo la miré y ella me miró a mí con los ojos pequeños.

—Sí, sí —dijo la mujer, aún más bajo que antes—. Que se iba a acabar, se acabó y esta vez para siempre, sí...

—¿Y qué más? —dijo Sonja.

—¡Pues eso, que tuvieron una bronca, y ya está! —dijo la señora Aldinger.

En cuanto subimos al coche, alguien tocó la bocina. Sonja, que acababa de bajar la ventanilla, le hizo un gesto con la mano para que pasase. El tipo volvió a tocar la bocina, esta vez con más insistencia, e hizo rugir el motor.

—Te dejo, se acabó —dijo Sonja.

—No suena a matrimonio —dije yo—. Suena a relación amorosa.

Ella suspiró, se recostó hacia atrás, se abrazó al volante, miró hacia la casa verde de enfrente donde acabábamos de estar. Al lado, en un edificio nuevo, había un gabinete de estética en la planta baja. Entraban y salían mujeres.

—Cuando esté en mi piso nuevo, iré a que me tifian las pestañas y las cejas —dijo Sonja.

Yo callé.

Los vaqueros negros me apretaban. Me aflojé el cinturón y me desabroché el primer botón. Sonja me miraba. Pero no dijo nada.

—Estoy un poco más entrado en carnes —dije.

—No puedo comparar, antes no te conocía.

El sol empezaba a ponerse lentamente. Desde el restaurante griego del barrio llegaba el olor habitual, y eso que por lo menos estaba a doscientos metros. Sonja torció el gesto.

—¿Tienes hambre? —dije.

—Sí, pero no de ese tipo de comida.

Volvió la cara hacia mí, se quedó así un momento y de nuevo miró hacia delante.

—Me fui de homicidios porque quería tratar también de vez en cuando con gente que todavía esté viva. Pero parece que las vidas de los desaparecidos suelen ser bastante peculiares, o por lo menos contradictorias. Cada amigo, cada pariente, incluso la pareja, tiene una versión distinta. La chica que has recogido esta mañana, ¿qué clase de vida tiene?

—Sé cuántos años tiene —dije—, sé a qué instituto va, qué notas saca, a qué se dedican sus padres. Sé que no se droga, todavía, y sé que es de las que se fugan cada dos por tres.

—¿Pero por qué?

—No lo sé —dije—. Nuestra misión es encontrarlos. Para rehacer su vida se las tienen que arreglar ellos solos.

—Llevas mucho tiempo en el 114.

—Once años.

—¿Por qué te has puesto a gritar en plena calle esta mañana?

Alguien volvió a tocar la bocina. Sonja sacó el brazo y le hizo señas. El otro tocó la bocina dos veces más e hizo rugir el motor. Por lo visto era costumbre en aquel barrio.

—¿Conoces la historia de Eco?

Sonja me miró. Negó con la cabeza.

—De repente me pareció como si Eco se personificara en mí. No pude evitarlo.

—Ah, vale —dijo ella. Y no añadió nada.

—No tenía malas intenciones.

—¿Quién? —dijo ella.

—Eco —dije yo.

Sonja apartó la mirada, se arrellanó en el asiento y se puso a esperar. Como yo no decía nada, me hizo un gesto con la mano.

—Eco, la ninfa —dije yo.

Estiré las piernas y me metí el pulgar derecho en el cinturón, con la intención de aflojarlo. Sin éxito.

—Quería darle una alegría a su dios. Él era un seductor, tenía loco a todo el género femenino, tenía labia y era más guapo que todos los demás de por allí. Eco estaba al corriente de que Júpiter solía citarse con las ninfas en algún rincón umbrío de las montañas, no con una ninfa sino con varias, que era lo que más le divertía, se lo pasaban todos en grande, y Eco no se inmiscuía. Y es que tenía algo más importante que hacer: evitar que la mujer de Júpiter le siguiera la pista a su marido infiel. Lo hacía por propia iniciativa. Júpiter no se lo había pedido, simplemente ella se divertía así. Era una ninfa muy descarada, le gustaba tomarle el pelo a la gente, y normalmente lo conseguía. Luego se pasaba media noche riéndose sola, y sus risas resonaban por todo el valle, y había campesinos que creían que sus cabras se habían descarriado y andaban por ahí sueltas. Un día, en verano, Eco volvió a ver que algunas de sus amigas se citaban con el dios guapo. Como siempre, les deseó a todos los implicados una siesta agradable. Poco después vio a Juno acercarse a la montaña donde Júpiter estaba ya en plena faena. Y la retuvo. Inició una conversación y se puso a parlotear y parlotear, como ciertas personas con las que tratamos en la jefatura, y el tiempo iba pasando, y Juno la escuchaba interesada. Eco se sabía los mejores chismorreos. Pero en algún momento Juno volvió a recordar qué era lo que la había traído hasta allí a través de la campiña sembrada de espinos, y se despidió de Eco, más bien de malas maneras. Eco conocía todos los atajos y echó a correr para volver a retener a la diosa si era necesario. Pero las ninfas ya se habían marchado, y Júpiter estaba sentado a la sombra de un manzano, leyendo un libro. Eco iba a lanzarle un guiño de complicidad, cuando de repente tuvo un sobresalto: una joven ninfa salió a cuatro patas de entre los matorrales y se puso una aguja de oro en el pelo. «Ah, por fin la has encontrado», le dijo Júpiter, que no opuso ninguna resistencia cuando la ninfa, que por supuesto estaba enamorada de él como todas las demás, lo besó en el hombro por última vez, con cierta insistencia. Luego se fue sigilosamente, justo en dirección a Eco. Pero a Eco se le heló la sangre en las venas: Juno acababa de aparecer detrás del manzano donde Júpiter estaba recostado leyendo. Y no cabía la menor duda de que la diosa había visto a la ninfa. Qué tía más tonta y más creída, pensó Eco, pero su suerte estaba echada. Juno le pidió explicaciones. Eco intentó salirse por la tangente, aunque más por costumbre que por engañar a la diosa. Pero Juno no tuvo clemencia. La habían engatusado y no podía consentirlo. Así que castigó a la ninfa privándola de sus propias palabras: a partir de entonces, la lengua de Eco sólo podría decir lo que alguien hubiera dicho antes. Desde aquel día, Eco quedó condenada a repetir todo lo que oía. A rumiar las voces ajenas que el viento traía consigo.

Dejé de hablar.

—¿Ya está? —dijo Sonja mirándome.

—Una de esas voces pertenecía a un chico muy guapo, del que Eco se enamoró como una mortal. Pero él no quería saber nada de ella. Estaba demasiado enamorado de sí mismo. Eco, humillada, empezó a consumirse. Y al final su cuerpo se deshizo. Sólo quedaron los huesos. Y la voz. Los huesos, según cuentan, se convirtieron en rocas, y lo único que ha pervivido de ella hasta hoy es su voz.

Sonja se incorporó en el asiento, inclinada hacia delante.

—¿Y ese guaperas quién era? —dijo.

—Era guapo, guapo de verdad —dije yo—. Se llamaba Narciso.

—¿Y cómo continúa la historia?

—Ya lo sabes —dije—. Se enamora de su reflejo y muere.

Al cabo de un rato, Sonja dijo:

—¿Te he dicho ya que eres un policía muy raro?

Nunca le había contado a nadie aquella historia. Ni ninguna otra parecida.

—¿Y la Eco que se metió dentro de ti, de dónde venía? —dijo ella.

—De mi madre —contesté.

No me miró. No preguntó nada. Metió la llave en el contacto y arrancó.

Alguien tocó la bocina.