14
Entre las dos hermanas había sucedido algo, y lo único en lo que parecían estar de acuerdo era en que habían decidido no hablar más conmigo.
Le había pedido a Paula que nos encontráramos en casa de los Grauke, aunque no en el piso, sino en la zapatería. Quería hablar allí con las dos mujeres por última vez. Y si notaba que persistían en seguir mintiendo, daría por finalizada mi investigación y abandonaría a aquella familia a su propia suerte. También le diría a Martin que dejara de seguir a Elke y que aquella misma noche introdujera en la base de datos la retirada definitiva de la denuncia de desaparición.
Pero ellas no pudieron callar por más tiempo.
En el momento en que encendí la luz del taller, y entraron, aunque con desgana, en aquel espacio que había de resultarles tan familiar, se olvidaron de su pacto.
Fue tal como lo había expresado Paula: algo se había roto en su interior.
—No es culpa mía que Maximilian se haya marchado —dijo Lotte, con una mano en la máquina de coser y la otra en el llavero—. No fue culpa mía, ni la otra vez ni ésta. Entonces fue culpa de las dos. Y ahora ha sido culpa únicamente de mi hermana, de ella y de nadie más.
Paula Trautwein estaba apoyada en la mesa. No se había quitado el sombrero de paja, y esta vez llevaba un pantalón gris y una chaqueta entallada abrochada hasta el último botón. En medio del polvoriento taller, su figura causaba una impresión extraña. Lotte, en cambio, llevaba un sencillo vestido oscuro que la hacía parecer mayor de lo que era. Y tenía un aspecto cansado y abatido. Parecía como si se aferrase a la máquina de coser para no perder el equilibrio. O quizás era que se sentía atraída por la única máquina de aquel taller que ella era capaz de manejar.
—Oiga, ¿usted siempre lleva la misma ropa? —me dijo Paula.
—No —respondí.
—Pues es la impresión que da. Siempre que lo veo lleva ese pantalón de cuero con esas cintas tan llamativas a los lados, la camisa blanca y esa chaqueta de cuero roñosa. ¿Le parece normal?
—Se equivoca —dije.
—No lo creo. Además, sigue sin afeitarse. ¿No tiene una novia que le riña de vez en cuando?
—No —dije.
—¡No me extraña! ¿Qué mujer puede querer estar con un hombre que nunca se cambia de ropa?
—Dígame una cosa. ¿Por qué esta vez es usted la única culpable de la desaparición del señor Grauke? —dije.
—Porque quería sacarlo de aquí —dijo ella levantando la voz.
Lotte miraba al suelo.
—Porque estaba harto de este agujero. De dejarse la piel trabajando, y de todo lo demás. ¡De todo!
Su voz sonó rencorosa, casi maligna.
—¡Mentira! —dijo Lotte, lanzando a su hermana una mirada que ella le devolvió. Y Lotte necesitó varios segundos para liberarse de aquella mirada. Luego me miró a mí. Yo estaba delante de la puerta cerrada que daba a la escalera.
—Está mintiendo, señor Süden. Él no... Para él, el trabajo... Para él...
—No se precipite, señora Grauke —dije—. Estoy aquí para escucharla. Tómeselo con calma.
—¡No quiero tomármelo con calma! —exclamó, y yo no entendí lo que quería decir con aquello—.
No quería irse, eso es una... No... Fue ella... Esas cosas se las metió en la cabeza ella, fue ella quien lo convenció. Él era feliz aquí, feliz. No tienes ni idea de lo que... de lo que hablábamos cuando estábamos juntos, cuando estábamos solos...
Giró la cara hacia Paula sólo un instante y enseguida volvió a mirarme a mí.
—Aunque el negocio ya no funcionaba como antes, seguía disfrutando de su trabajo. Hoy en día ya no hay zapatos de tacón como los de antes, hoy en día la gente compra zapatos baratos y cuando se rompen, los tiran y se compran otros. Y la gente joven lleva zapatillas de deporte o esas cosas, esos zapatos altos, de plataforma, que no se rompen nunca. Todo eso no da dinero. Antes la gente llevaba zapatos a medida, y el trabajo salía a cuenta, nadie tenía diez o veinte pares en el armario, como ahora, antes la gente tenía pocos zapatos, pero buenos...
Tomó aliento. Miró a su alrededor. Cada centímetro era un pedazo de pasado inextinguible. Y Lotte no estaba dispuesta a renunciar. A tirar la toalla. A rendirse.
—No podíamos ir de vacaciones, pero a mi marido no le importaba. Ni a mí. Estábamos contentos aquí, ésta fue siempre nuestra casa...
—Pero usted no amaba a su marido, sino a su hermanastra —dije yo.
Ella levantó la cabeza. Soltó la máquina de coser. Pero de inmediato su mano volvió a buscarla.
Paula se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Su marido tuvo un disgusto tan grande al saberlo, que quiso matarse —dije.
—Sí—dijo Lotte agotada—, sí, fue así. ¿Y sabe...? ¿Sabe qué fue lo peor de todo? ¿Lo peor?
Su mirada vagó por el taller, rozó mi cara y se detuvo en la pulidora roja con sus ruedas.
—Lo peor fue que no me avergoncé delante de él. Me asusté y me sentí descubierta, pero no... no me avergoncé delante de él. Y eso no pude borrármelo de la cabeza. Por eso no he podido volver a dormir desde entonces. No porque... porque él quisiera... Yo no sabía nada de eso, sólo me enteré más tarde, cuando volvió y me lo confesó todo... lo de la soga y la pensión y... Pensé que debería avergonzarme. Y entonces me di cuenta de que llevaba muchos años mintiéndole, ya desde que nos casamos, y que... Mi marido tiene un problema...
—Es impotente —dije yo.
Ella me miró fijamente. Le sonreí y ella me miró con los ojos muy abiertos. Dejé de sonreír. Fui hacia ella y la agarré por la muñeca. Estaba fría.
—A él no le importaba que usted no se acostara con él —dije.
—Sí nos acostábamos juntos —dijo ella, y enmudeció. Y las llaves tintinearon.
—Se portaba bien conmigo, me trataba con dulzura. Y yo también lo trataba con ternura... La verdad es que nos entendíamos bien. Pero luego... aquel día de invierno... cuando...
—Y esta vez también —dije yo, soltándola—. Y esta vez volvió a sorprenderlas, pero en realidad se marchó por otro motivo.
—¡Quería irse con ella! —dijo Lotte, gritando tanto como su hermana hacía un rato—. ¡Está liada con él!
—¡No! —dijo Paula—. ¡No! Cómo voy a estar liada con él...
—No aguanto más —dijo Lotte, respirando inquieta—. Tú eres... tú eres lo que más quiero... Mi gran amor... Tú...
Se mordió los labios. Dejó con gesto brusco el llavero sobre la máquina de coser y gesticuló con las manos.
—Yo todavía te quiero, y tú... Ella me lo prometió... Me lo prometiste, me diste tu palabra, me lo juraste por nuestro amor...
—¿El qué, señora Grauke? —dije yo—. ¿Qué le prometió?
Tuve que apartarme, porque de repente ella dio unos pasos, los insinuó, levantó las piernas, dobló el cuerpo hacia delante, meneó los brazos. Todo en un espacio reducidísimo, y casi como si el espacio fuera todavía más reducido en realidad. No osaba avanzar ni un metro, como si no pudiera permitirse ningún movimiento equivocado, porque si no todo se confundiría. Como una danza triste e inexplicable.
—Le prometí no volver a trabajar como puta —dijo Paula Trautwein. Movió una pierna y tocó una de las botellas de cerveza que había debajo de la mesa. La botella se tumbó ruidosamente. Lotte se estremeció.
—Me prometió que, si seguía con ella, dejaría para siempre de acostarse con hombres y prostituirse. Sí.
Lotte tomó aliento. Miró a Paula interminablemente. Ahora era Paula la que miraba al suelo. Interminablemente. Y como no levantaba la mirada, Lotte se dio un impulso y fue hacia ella. Se detuvo ante ella. Paula no reaccionó. Y luego Lotte levantó la mano y la posó sobre la mejilla de Paula.
—Has cumplido tu promesa, ángel mío —dijo.
Luego se hizo el silencio.
Las dos mujeres estaban frente a frente, pero no se miraban. Lotte seguía sin retirar la mano de la mejilla de su amada.
Por la calle pasaban coches. A través de las persianas bajadas no se distinguía nada.
La mano derecha de Lotte reposaba sobre la mejilla de Paula.
Entonces oí un suspiro.
Lotte tomó impulso y le propinó a Paula una bofetada con la mano izquierda. Tan fuerte, que el sombrero de paja cayó al suelo y Paula soltó un alarido.
Lotte se sentó en el taburete, cogió una de las cuchillas de zapatero y la contempló como algo que viera por primera vez. A su hermana y a mí nos ignoraba por completo.
—Usted quería irse con él —le dije a Paula. Recogí el sombrero de paja y se lo tendí. Ella me dejó un rato con el brazo extendido antes de coger el sombrero, sacudirlo con cuidado, soplarlo y volver a ponérselo.
—Sí —dijo fríamente—, quería irme con él. Quería vivir algo nuevo, igual que él. Quería que empezara algo nuevo, algo diferente, después de tantos años... tantos años de lo mismo...
—Y dejó de querer a su amante.
—Eso a usted le importa tanto como si me compro unos zapatos de piel de bovino o de piel de canguro —dijo ella.
—Ha dejado de querer a su amante —repetí.
Ella no replicó.
Lotte jugaba con la cuchilla, encorvada sobre el taburete, medio apartada de nosotros.
—Nunca dejó de pensar en acostarse con hombres, ¿verdad? —dije.
Paula empujó la mesa y se levantó; pasó por mi lado, olí su pelo recién lavado, y se colocó detrás de su hermana. Tras dudar un poco, le puso las manos sobre los hombros.
—Usted nos ha estado espiando —dijo, dándome la espalda—. Ya basta, esto se acabó.
Callé.
Alguien golpeó la persiana desde fuera. Los tres volvimos la cabeza. Se oyeron pasos. Un niño, seguramente.
Silencio.
Luego dijo Lotte:
—Me alegro de que hayamos hablado de todo esto. Aunque no sirva para arreglar nada. Es importante que hayamos dicho todo lo que teníamos que decir.
—Sí —dijo Paula.
—Sí —dijo Lotte.
Yo dije:
—Con los veinte mil marcos, ustedes esperaban iniciar una nueva vida.
—No —dijo Paula.
—¿El señor Grauke no sacó el dinero del banco por usted?
—¡No! —dijo ella con énfasis.
—¿Entonces para qué quiere el dinero?
Lotte se giró hacia mí.
—Ya me gustaría saberlo. Creo a Paula. Te creo. Me gustaría saber por qué Maximilian ha hecho esto. Cuando volvió a casa, no me dijo nada. ¿Puede usted averiguarlo?
Me coloqué de manera que pudiera mirarla a la cara.
—Sí —dije—, cuando encuentre a su marido.
Volvimos a quedarnos callados.
—Usted habló con él —le dije a Paula—. Estuvo con él en el taller. Bebió cerveza con él.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Hay restos de su lápiz de labios en una botella.
Lotte se puso de pie bruscamente, reflexionó sobre cuál era el mejor lugar para dejar la cuchilla y acabó poniéndola en el banco, junto a los recipientes de plástico.
—No sabemos lo que piensa hacer con el dinero —dijo Paula.
—¿Adónde quería ir usted con él? —pregunté. Poco a poco me estaba convirtiendo en uno de aquellos obsesos de las preguntas en que a veces se transformaban los compañeros de homicidios cuando tenían un interrogatorio complicado.
—Fuera de la ciudad, quizás al Báltico.
—No es muy lejos.
—Lo suficiente —dijo Paula.
—Te has vengado de mí —dijo Lotte. Estaba de pie junto a la puerta de entrada, y tuve la impresión de que iba a levantar la persiana. De hecho, ya tenía la correa en la mano.
—Como te obligué a quedarte conmigo, te vengaste teniendo una relación secreta con Maximilian...
—¡Lotte!
—... Lo enredaste a él, y entre los dos me la jugasteis. El también quería vengarse de mí, igual que tú... Y tú le...
Con tres pasos rápidos, Paula se plantó frente a ella y le cogió las manos.
—¿De qué relación hablas? —dijo, levantando la voz, y añadió, en tono más bajo:
—¿Qué clase de relación se puede tener con Max? Yo lo que quería era irme, y él también. ¡Sí, él también quería irse! Aunque nunca hablara de ello. Desde aquella vez, cuando nos... cuando nos vio, quería marcharse, lo sé. Pero era demasiado débil para hacerlo, demasiado cobarde, y ahora... Ahora pensaba que nos había vuelto a pillar, y sin embargo... Lo nuestro ya acabó, Lotte, ya pertenece al pasado, hace tiempo...
—¡No! —dijo Lotte mordiéndose los labios.
—Sí. Yo sabía que tenía que irme ahora, porque si no, no lo conseguiría nunca... Si me quedaba aquí, nunca conseguiría librarme de ti...
—¿Y se puede saber por qué quieres librarte de mí? —exclamó Lotte—. ¿Por qué? Lo llevamos muy bien, yo no te agobio. Puedes venir cuando te apetezca y hacer lo que te apetezca, yo no me meto contigo, no te digo lo que tienes que hacer, de eso no puedes acusarme...
—No —dijo Paula—, no, no...
—Mi único pecado es quererte.
—Todas las cosas bonitas que hemos vivido seguirán siendo siempre bonitas. Siempre.
Lotte empujó a Paula a un lado y se acercó a mí.
—Mi madre siempre me dijo que me estaba equivocando, que esto pronto pasaría, que todos estos sentimientos no eran más que una fase pasajera... Mi madre sabía lo que me pasaba, pero siempre decía que un día pasaría todo, como una enfermedad... ¿Y por qué? No le hago daño a nadie, incluso estoy casada, llevo una vida perfectamente normal, seguramente más normal que la mayoría de gente del barrio, ¿qué tiene eso de malo? Nunca he molestado a nadie con mis cosas, y a mi marido tampoco le he hecho daño, nunca le he engañado, y de hecho le tengo cariño. Pero el amor es otra cosa, y ahí...
Buscó con la mirada a Paula y al principio parecía no encontrarla. Giró la cabeza hacia el otro lado a toda velocidad. Paula estaba frente a la estantería de los zapatos reparados.
—No puedes irte ahora, no te lo consiento —dijo Lotte con voz temblorosa—. ¡A mí no me dejáis tirada! ¡A mí no me dejáis tirada!
Y entonces se giró de un modo extraño, perdió el equilibrio y se precipitó sobre mí.
La sujeté y la rodeé con mis brazos. Su cuerpo empezó a estremecerse, y escondió la cabeza dentro de mi chaqueta. Tan pequeña y delgada como era, pareció encogerse aún más hasta casi desaparecer bajo el temblor que la sacudía.
—Maximilian anda por ahí con una chica —dije.
Lotte no modificó su actitud en absoluto, pero su hermana levantó la cabeza.
—Al parecer retiró el dinero en compañía de ella.
Paula se quedó esperando a que yo acabara de hablar. Lotte se calmó algo y se soltó de mí poco a poco.
—Ahora ya sabemos cómo se llama esa mujer —continué—, pero seguimos ignorando qué clase de relación tiene con él.
—¿Y cómo es que no lo saben? —dijo Paula.
Lotte levantó hacia mí sus ojos arrasados en lágrimas.
—¿Qué mujer es ésa? ¿De dónde sale? ¡Usted tiene que saberlo!
—Suele frecuentar el Ragazza.
—Está mintiendo —dijo Paula.
—Ahora no —dije yo.
—¿Y cómo se llama? —preguntó Lotte.
—Elke.
—No conozco a ninguna Elke —dijo Paula—. ¿Y de apellido?
—Mis compañeros todavía no me han comunicado el apellido.
—Todo eso es mentira —insistió Paula.
—¿Los han visto juntos? —preguntó Lotte. Miró a su alrededor en busca de algo con lo que pudiera limpiarse la nariz.
—Sí —dije yo—, varias veces.
—Usted ha hablado con Max —dijo Paula—. ¿Cómo es que no le preguntó por ella?
Se dirigió a Lotte y le dio un pañuelo.
—Gracias —dijo Lotte en voz baja.
—En estos momentos todavía sabemos pocas cosas de ella —dije.
Lotte se sonó, se secó los ojos con el pañuelo y lo tiró a la papelera.
—Por el momento —le dije a Paula Trautwein—, no parece que tenga pensado abandonar la ciudad con esa mujer.
Ella esbozó un intento de sonrisa. Sin éxito.
Las dos mujeres se cogieron de la mano. Parecía como si estuvieran esperando que alguien las viniera a buscar, pero no venía nadie, y ya llevaban mucho tiempo esperando, y se estaban quedando sin fuerzas, y sin esperanza...
—Realmente, usted no tenía por qué haber hecho ninguna promesa —le dije a Paula.
—Claro que no —dijo ella—. ¡No pensaba hacerme monja!
—No, claro —dije yo.
Al cabo de unos instantes de silencio, Lotte dijo:
—Lo hizo por mí.
—Sí —dije yo.
Estaba frente a ellas. Nos mirábamos. La luz macilenta no contribuía precisamente a hacernos más hermosos. Y sin embargo, no éramos capaces de salir del taller. Allí ya no teníamos nada que hacer. Olía a cuero. Sobre todo a cuero. También a perfume. Y a carne a la parrilla. Aunque esto último resultaba bastante inverosímil. Quién sabe, quizás el olor llegaba de la calle. No faltaban grietas y huecos por los que pudiera colarse.
Estábamos allí inmóviles.
Les prometería a las mujeres que encontraría a Maximilian y hablaría con él. Pero ¿y después?
Las dos pequeñas mujeres seguían cogidas de la mano.