1
La mujer que me abrió la puerta me pareció minúscula. Bajé la vista para mirarla como cuando se mira a un niño. Ella echó la cabeza hacia atrás.
Llevaba un vestido negro con cuello blanco de blonda y zapatos negros. Debía de tener entre cincuenta y sesenta años.
—¿Quién es usted? —me preguntó.
—Hemos hablado por teléfono antes.
—¿Usted es Tabor Süden?
—¿No me cree?
—Enséñeme su identificación.
Le di una tarjeta de visita.
—¿Esto qué es? —dijo, después de ponerse la pequeña tarjeta justo delante de los ojos.
A veces yo era un poco arrogante.
—¿No tiene una identificación como Dios manda? Este tipo de tarjetas se las puede hacer cualquiera.
Me saqué del bolsillo la tarjeta de identificación azul.
—Normalmente son verdes, ¿no?
—Es que han cambiado el color para que quede más moderno.
—No se parece mucho usted al de la foto.
—¿Usted es la señora Grauke?
—¡Es usted quien ha llamado a la puerta! ¿Está borracho o qué?
—No.
—¿Cuántas copas lleva? No le importe reconocerlo. Estoy acostumbrada a los alcohólicos. Mi marido lo es.
—Sólo he bebido café y agua mineral —dije.
Hacía calor. Por lo menos veintiocho grados. El sol me daba directamente en la nuca.
—Pues entonces entre de una vez —dijo la señora Grauke.
Entramos por el recibidor. Olía a laurel. En una mesa en la sala de estar había tres tazas de té, una tetera y un plato con galletas.
—Mi marido se ha ido —dijo la señora Grauke de repente.
—¿Adónde? —le pregunté. Yo no sabía qué me pasaba aquel día. Ya al levantarme, Ute había tenido que recordarme mi edad. Por motivos incomprensibles para mí, ella opinaba que ser adulto tenía algo que ver con ser una persona seria, por lo menos en los asuntos realmente importantes.
En cambio, a mi entender, cuanto mayor se hacía uno menos serio parecía todo. Cada vez menos.
—¿Cómo dice?
—¿Qué?
—¿Ve cómo está borracho?
No me inmuté. Ella primero examinó atentamente mis botas de cuero marrón. Luego su mirada ascendió por mi chaqueta de cuero mugrienta y recosida por los lados. Se detuvo en mi camisa blanca y en la chaqueta de cuero. Finalmente se me quedó mirando fijamente a la cara.
—Ya podría haberse afeitado...
—Tiene razón —dije.
—Y también le iría bien un corte de pelo.
—Eso no.
Aquella mañana tampoco había tenido tiempo de lavarme el pelo. Por culpa del monólogo de Ute. Me quedé a escucharla y luego tuve que marcharme a toda prisa.
—Y tiene los ojos verdes, como todos los policías —dijo la señora Grauke.
—Sin la menor duda —contesté.
—¿Y de verdad se llama Tabor Süden?
—¿Le enseño otra vez la identificación?
La señora Grauke se sentó en el sofá. Y sirvió té en las dos tazas.
—Mi marido se ha ido —repitió—. Y ahora tengo a la policía en casa.
Le hablaba a la taza. La sostenía en alto, pero sin beber.
Llamaron al timbre.
—¿Le importaría abrir la puerta?
Fui a la puerta. Fuera había una mujer no mucho más alta que la señora Grauke.
—Buenos días, hombretón —refunfuñó.
—Buenos días.
—Soy la señora Trautwein.
—Yo soy el señor Süden.
—¿Süden, como el punto cardinal?
—Sí señora, como el Norte, el Este y el Oeste —repliqué.1
—¿Ahora dan clases de humorismo en la policía? —rezongó la señora Trautwein, apartándome a un lado y dirigiéndose a toda prisa a la sala de estar.
Cerré la puerta. Y olí el laurel que colgaba de ella por el lado interior.
—No tiene orden de registro —dijo la señora Trautwein cuando entré en la sala.
—Es mi hermana —explicó la señora Grauke.
—¿Por qué no ha venido con una mujer policía? —preguntó la señora Trautwein.
—En seguida viene —dije—. Ahora está reunida.
—¡Siéntese! —me ordenó la señora Grauke.
—Prefiero quedarme de pie.
—No empezaremos hasta que llegue su compañera —dijo la señora Trautwein, acomodándose junto a su hermana. La señora Trautwein llevaba un vestido azul oscuro y un bolso burdeos, que no dejaba de recolocarse en el antebrazo. Parecía algo mayor que su hermana, cerca de los sesenta.
—¿Quiere una taza de té?
—Sí.
—Está usted bastante más entrado en carnes que en la foto —dijo, mientras me acercaba la taza llena.
—En la foto lo que se me ve básicamente es la cara.
—La cara también se le ha engordado.
Frunció la boca en una sonrisa contrahecha.
Me puse la taza con el platillo sobre la palma de la mano y miré a las dos mujeres. Sin duda habían ensayado mucho la representación.
—¿Podemos empezar ya? —dijo la señora Trautwein. Se dirigía a mí.
Miré a mi compañera y no pude notar en su aspecto ninguna diferencia con respecto a aquella mañana. Aparte de que parecía más pálida. Más tensa. Más ausente.
Ella había aparecido veinte minutos después de que yo entrara en la casa de la Jahnstrasse. Llevaba el bolso de cuero colgado al hombro y el pelo sudado.
Eso me había llamado la atención, porque me había dicho que una amiga suya le iba a cortar el pelo. Y ahora que la tenía delante, su pelo estaba igual de largo que antes, casi tan largo como el mío.
Por supuesto, fui yo quien le abrió la puerta.
—Lo siento —dijo sin levantar la voz.
Y yo le dije:
—No te has perdido nada.
A continuación se sentó en una silla en el salón, dejó el bolso apoyado contra la pata de la silla, se presentó y tomó la taza de té que le ofrecía la señora Grauke.
Yo, mientras tanto, la miraba.
Era la primera vez que la miraba. No quiero decir que fuera la primera vez que la veía; de hecho la veía a diario. Desde hacía una semana. Antes sólo habíamos coincidido casualmente unas cuantas veces en el pasillo, en una rueda de prensa, y una vez en una comisión especial, en la que, sin embargo, no nos habían asignado al mismo grupo. Sabía que hasta ahora había estado trabajando en homicidios y antes en estupefacientes. Y también sabía que vivía con Karl. En la Unidad lo sabíamos todos. Karl era el jefe de la Unidad 11.
No hablábamos mucho, él y yo. No hablábamos casi nunca. Pero nos entendíamos. En cierto modo era como si viviéramos en el mismo edificio, pero en diferentes pisos. Cada día teníamos que pasar por la misma puerta. Por la noche, cada uno se acostaba junto a su pared, una pared fría y poco acogedora. Su pared y la mía se parecían como dos gotas de agua, y lo nuestro nos costaba no dejarnos intimidar. Era una pared real y, cuando se derrumbaba, no se derrumbaba sólo en nuestra imaginación. Nuestros miedos eran reales.
Seguramente por eso, él solía defenderme cuando yo demostraba, una vez más, mi falta de idoneidad para el oficio de policía. Nos tuteábamos. Y de vez en cuando él me contaba alguna cosa que no era de mi incumbencia.
Todo eso me pasaba por la cabeza mientras miraba a Sonja.
Se llama Sonja Feyerabend. Tenía la frente alta y la nariz fina y ligeramente respingona. Su pelo era castaño, largo casi hasta los hombros, y sus ojos verdes, igual que los míos. Y otra cosa: tenía la costumbre de no poner nunca el agua mineral en la nevera.
Eso me lo había contado Karl una noche, mientras esperábamos una llamada del servicio de identificación. Yo le dije: «¿Y qué?», y él contestó: «Esas son las únicas cosas que luego se recuerdan».
Yo ya me acordaba de eso ahora. Un recuerdo prestado. Ese tipo de recuerdos no hacen daño.
—¿Podemos empezar ya?
—¿Qué tenemos aquí? —me dijo Sonja.
—Ésta es la señora Trautwein y ésta la señora Grauke —contesté.
Sonja se reclinó y sacó del bolso una pequeña grabadora. Yo utilizaba unas libretitas, y recurría a la grabadora sólo cuando era estrictamente necesario. Cuando esperaba que se produjeran demasiadas contradicciones. Y en aquel caso no lo esperaba; por lo menos todavía.
—¿Eso está permitido? —preguntó la señora Trautwein.
—¿No le parece bien? —preguntó Sonja.
La señora Grauke asintió brevemente con la cabeza, en señal de conformidad.
—Mi cuñado desapareció sin dejar rastro hace cuatro días —dijo la señora Trautwein.
Sonja sacó del bolso el expediente, todavía pequeño, y lo abrió.
—Aquí tengo la denuncia provisional de desaparición...
—¿Cómo que provisional? —protestó la señora Trautwein mientras rebuscaba en su bolso.
—Ya han pasado cuatro días y todavía no sabemos si su cuñado ha desaparecido de verdad —dijo Sonja.
—Yo sí lo sé —dijo la señora Trautwein. Me lanzó una mirada a la que repliqué con un gesto de paciencia. Hacía un momento insistía en que la interrogara una mujer, y ahora que tenía allí a una mujer, empezaba a dudar de sus facultades y esperaba que yo me inmiscuyera.
A mí no me gustaba hacer preguntas. Prefería decir: «Cuénteme lo que quiera», y normalmente me daba buen resultado. Todo el mundo, cuando se le daba la oportunidad de expresarse, la aprovechaba. Excepto algunos fanfarrones o tipos que querían darse importancia o traficar con secretos sin tener en realidad ningún secreto interesante.
Aunque personalmente prefería guardar silencio, no solía fiarme del silencio de los demás. Quizá por autocomplacencia. O por desconfianza. O por simple pereza.
—Señora Lieselotte Grauke... —empezó a recitar Sonja.
—Lotte —corrigió la señora Grauke.
—Usted escribió Lieselotte.
Las habilidades de mi compañera me eran completamente desconocidas. Aquélla era la primera vez que Sonja intervenía directamente en un caso de desaparición. Si es que realmente era un caso, y no la típica historia del supuesto desaparecido que volvía a aparecer en menos de lo que dura un caramelo a la puerta de un colegio.
—Señor Süden, ¿por qué no se sienta de una vez? —me preguntó la señora Trautwein.
—Prefiero quedarme de pie —le dije.
—¿Su marido se llevó alguna maleta? —preguntó Sonja.
No lo había hecho, el expediente lo dejaba claro. Tenía curiosidad por ver cuál era la estrategia de Sonja.
—No —dijo Lotte Grauke.
—Me consta que mis compañeros ya se lo han preguntado, pero es importante que me lo vuelva a decir: ¿Su esposo mencionó alguna vez que tuviera intención de suicidarse?
—Jamás —dijo la señora Trautwein.
Saqué mi libreta del bolsillo y tomé nota.
—De acuerdo —dijo Sonja—. Esta mañana he hablado con el doctor Felbern y me ha contado que su marido había ido a verlo por problemas en la espalda, y últimamente muy a menudo.
—Sí —dijo Lotte Grauke—. Es zapatero y se pasa todo el día sentado en un taburete de antes de la guerra, fastidiándose la espalda.
—El médico le recomendó masajes —replicó Sonja girando la cabeza hacia mí. Asentí. Seguí tomando nota.
—Maximilian no tiene tiempo para esas cosas —dijo la señora Grauke.
—Salió de casa el jueves pasado a eso de las nueve y media de la noche y no ha vuelto —continuó Sonja.
—Se fue al Rumpler a tomarse la última cerveza —dijo la señora Trautwein.
Sonja dejó el expediente sobre la mesa y posó la taza encima.
—Usted y su esposo estaban viendo la televisión, señora Grauke. En cierto momento, él se levantó y se fue. ¿Qué le dijo exactamente? ¿«Voy a tomarme la última cerveza»? ¿Fue así exactamente?
Las dos mujeres cruzaron las miradas. La señora Trautwein jugaba con la cremallera de su bolso, y su hermana, con las manos plegadas en el regazo, examinaba el fondo de la taza, que estaba vacía.
—No dijo nada —contestó, pasados unos instantes.
—Se levantó y se fue sin más —dijo Sonja.
—Sí.
—Se puso el anorak y los zapatos y se fue.
Transcurrieron varios segundos en silencio.
Yo estaba de pie junto a la ventana, que estaba cerrada; las cortinas olían a recién lavadas. Las dos plantas de las macetas estaban escrupulosamente limpias. De abajo llegaban ruidos de la calle. Gritos de niños. Cantos veraniegos.
Aquel doce de julio era un día de los que no abundaban en aquella ciudad. Sólo faltaba el mar. Y oír hablar en un idioma extranjero.
—¿Y entonces qué hicieron ustedes dos? —preguntó Sonja.
En el primer momento me pareció como si esa pregunta la hiciera yo mismo.
La primera en reaccionar fue la señora Trautwein.
—¿Nosotras dos? ¿Qué quiere decir?
Su hermana no podía ocultar el miedo.
En la denuncia no constaba en ninguna parte que aquella noche hubieran estado los tres juntos viendo la televisión.
—Me refiero a que... —dijo Sonja. Yo no le veía bien la cara, pero lo que veía habría pasado inadvertido en la cohorte angélica de los inocentes.
—Me refiero a que si comentaron entre ustedes por qué se había ido de repente, a qué venía aquello, cómo es que no decía ni palabra. ¿Se lo tomaron a mal?
—¿Tú te lo tomaste a mal? —le preguntó la señora Trautwein a su hermana.
—¿Yo?
Dijo justamente eso: «¿Yo?».
Todo el mundo miente, eso lo enseñan en la escuela de policía. Y sin embargo, con los años, todavía era sorprendente ver cómo algunas personas se tomaban tanto la molestia de fingir sólo para acabar derrumbándose al cabo de un momento. Sin embargo, habría sido un error pensar que nos acercábamos a la verdad por el hecho de descubrir que nos mentían.
La verdad no es lo contrario de la mentira. La verdad pertenece a otra categoría. La mentira forma parte de la verdad. Y por eso a veces es difícil comprender las situaciones, comprender a la persona y la habitación que lleva consigo a todas partes y en la que sólo ella sabe orientarse. Si no comprendemos la clase de habitación donde vive una persona, no comprendemos nada. Y entonces tenemos que acabar conformándonos con la variante de la verdad que más nos tranquiliza y que pone punto final al caso.
—Yo ya estaba enfadada con él antes —dijo Lotte Grauke.
—¿Y usted? —preguntó Sonja.
—¿Yo? ¡Pero si yo no estaba aquí! —dijo la señora Trautwein.
Las mujeres siguieron hablando media hora más, y luego les prometimos que introduciríamos la denuncia en el ordenador de la jefatura criminal provincial. Lo cual en realidad no serviría de gran cosa con vistas a la búsqueda. Más bien serviría para que nuestros compañeros pudieran comparar a Maximilian Grauke con todos los cadáveres desconocidos.
Pero eso no se lo dijimos a las dos hermanas.
En la estrecha Jahnstrasse, llena de coches aparcados por los dos lados, los coches se apretujaban para pasar, y estuve un rato observándolos. Me gustaba contemplar aquella pelea muda por ver quién cedía el paso. Uno de los dos conductores tenía que acabar siempre frenando o incluso deteniéndose, pues de lo contrario era imposible seguir adelante. Entonces el otro apretaba el acelerador, orgulloso. Yo, cuando conducía, me alineaba con el grupo de los amables. Aunque la verdad es que no solía conducir. Normalmente iba en taxi. O dejaba conducir a Martin, que lo hacía con tanta precaución como si nuestro coche oficial estuviese cromado en oro y fuera hipersensible. Salir a menudo con Martin equivalía a ahorrarse una estancia de dos meses en un monasterio budista. En ningún otro lugar del mundo podía haber tanta humildad y paciencia como en un Opel conducido por el inspector Heuer.
—¿Por qué no has dicho nada? —me preguntó Sonja.
Ella acababa de pedir por el móvil un fax con los nombres de todos los vecinos del edificio. A lo mejor había conexiones, nombres que coincidieran, algún detalle interesante sobre el matrimonio Grauke.
—¿Ahora qué hacemos? —preguntó ella.
Volví a mirarla. Eso la incomodaba. Pero yo no podía apartar la vista. Llevaba unos vaqueros azul claro, un jersey blanco con escote en V y zapatillas de deporte. Estaba delgada. Tenía una barriga que abultaba un poquito y unos pechos que abultaban bastante más. Y mejillas redondas y claras. La boca estrecha, con pequeños pliegues a los dos lados.
—Te imaginaba de otra manera —dijo.
—¿Por qué? —dije yo.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué me imaginabas?
Esquivó a una joven ciclista que circulaba a toda velocidad por la acera. Estábamos delante de una tienda que tenía la persiana bajada y con la pintura medio desconchada. Delante de la puerta había una gastada alfombrilla marrón.
—¿Tú no tenías curiosidad por conocer a tu nueva compañera? —dijo.
—Sí, claro, pero ya te conocía de vista.
Sonrió. Más de lo imprescindible. Malo para las arrugas.
—¿No ibas a cortarte el pelo?
—Te mentí —dijo.
—Le mentiste a nuestra secretaria.
—Exacto.
Sobre el escaparate de la vieja tienda colgaba un letrero de latón oxidado, con una inscripción en caligrafía de toda la vida: «Zapatería M. Grauke». La tienda parecía como empotrada entre el número 48, donde vivía el matrimonio, y el número 50.
—Bastante deprimente, ¿no? —dijo Sonja.
Moví la persiana. Cerrada a cal y canto.
—Yo ya lo he intentado antes —dijo alguien en voz alta.
En la acera de enfrente había una mujer con un patinete.
—¡Necesito urgentemente mis zapatos! —nos gritó desde allí—. Max ya lleva una semana con la zapatería cerrada, eso nunca había pasado. Y la mujer tampoco aparece. ¡Espero que no les haya ocurrido nada malo!
Sonja se le acercó.
—Yo también venía a buscar unos zapatos. ¿Qué pasa, está enfermo?
—Pues no lo sé —dijo la mujer—. Pasé por aquí el... creo que fue el martes pasado... y el viernes. Cerrado. Incluso fui a ver a Alex para preguntarle. Pero tampoco estaba.
—¿Quién es Alex?
—El dueño del bar de enfrente. De verdad que necesito los zapatos con urgencia, no lo entiendo... Ya llevo diez años en este barrio y nunca había visto que Max cerrara tantos días. Si nunca se va de vacaciones...
Antes de volver al piso, fuimos a ver a Alex.
Tenía uno de esos bares en los que el sol se queda fuera, como un perro obediente. Dos mesas, una barra semicircular, una tragaperras, un juego de dardos electrónico, y en la radio éxitos de ayer y de hoy. Sin cerveza de barril: sólo botella.
El local perfecto para mí si no tuviera trabajo.
—Una cerveza rubia —dije.
Sonja frunció el ceño.
—Aquí la cerveza rubia es como un rayo de esperanza —dije. Era una frase de Martin, que, a diferencia de mí, era un verdadero asiduo de los bares. Yo me limitaba a acompañarlo.
—A mí póngame un café —dijo Sonja.
—No va a poder ser —dijo Alex—. Se ha acabado ahora mismo.
—Entonces un agua.
En la mesa del pasillo del lavabo había un hombre joven fumando y bebiendo cerveza de trigo. Con su silencio, aquel hombre enterraba el mundo. The Sweet cantaban Love Is Like Oxygen. Los setenta eran una de las pocas cosas imperecederas que todavía quedaban.
Me volví hacia Sonja. Y me imaginé lo que estaba pensando. Primero: ¿Cómo es que éste se pone a beber ahora? Segundo: ¿Estamos aquí en visita de servicio? ¿Cómo funcionan estas cosas en los casos de desapariciones?
Lo primero que hacían siempre los de homicidios era sacar la placa. Sabían que eso intimidaba. Cuando yo estaba en el K111 hacía lo mismo. Era como un acto reflejo, que me investía infaliblemente de autoridad. La gente solía reaccionar con sumisión, con ganas de colaborar, incluso intrigados y a veces encantados de que por una vez en su vida los interrogase la policía.
—Busco a Max —le dije a Alex. Tenía unos cuarenta y algo, llevaba gafas y una camisa negra, y fumaba tabaco de liar.
—A la mujer la he visto hoy al pasar, he estado a punto de preguntarle si tiene al marido enfermo.
—¿Y por qué no se lo ha preguntado?
Sin más preámbulos, Sonja le plantó delante la identificación. En una semana no da tiempo a desconectar los reflejos.
—Ah, policía —dijo Alex—. ¿Ha pasado algo?
—Han denunciado la desaparición del señor Grauke —dijo Sonja.
—¿Quién lo ha denunciado? —preguntó Alex.
Por fin unas palabras sinceras.
—Su mujer y su cuñada —dije.
Alex se desprendió del labio un pedazo de papel de fumar y encendió el cigarrillo.
—Ni idea. Lo conozco, pero no sé nada de él. Yo me compro los zapatos en el centro comercial, y tampoco muy a menudo. No acostumbro a gastar mucha suela.
—¿Cuándo estuvo aquí por última vez? —preguntó Sonja.
Me apoyé en la barra.
El chico de la mesa apuró el resto de la cerveza. Quizás el entierro estaba llegando a su fin y empezaba la parte agradable. Cuando se hablaba del muerto. Y se lo elogiaba. Y había carcajadas. Y el cadáver empezaba por fin a tener sentido.
—La semana pasada.
—¿Exactamente cuándo?
Dio una calada al cigarrillo, se abrió una botella de cola con naranja marca Spezi, se echó un vaso lleno y bebió.
—El jueves —dijo—. El jueves, ¿no, Klausi? Lo sé porque los jueves es el día que compro lotería.
Klausi levantó la cabeza. Y al mismo tiempo el vaso. Miré hacia el techo. Me extrañó no ver los hilos del titiritero.
—Klausi —dije en voz alta.
Se estremeció. Algo lo estremeció. Todo hacía pensar que había llegado el momento de la sexta cerveza.
—Ponme otra —dijo de manera bastante inteligible. Otra de las lecciones de Martin: no importa cuánto hayas bebido, lo importante es ser siempre capaz de pedir otra más con voz clara y sonora. Yo le pregunté: ¿Y por qué es tan importante? Me había dicho: Es una cuestión de buena educación.
—¿Viste a Max el jueves pasado? —le pregunté desde la barra.
Klausi tardó un poco en ajustar la vista a la distancia. Estábamos aproximadamente a un metro uno del otro.
—El jueves... puede ser... sí... —dijo—. Estaba de muy mal rollo. Entró en el Rumpler y pidió un Fernet. Luego otro. Tenía muy mala pinta. Decía que... estaba hasta los... hasta los cojones de todo. O sea que... Quería suicidarse, se lo juro, que quería suicidarse, mire si estaba de mal rollo...
—No digas chorradas —dijo Alex, y sirvió la cerveza de trigo recién abierta, se llevó el vaso vacío y se giró hacia mí—. Qué colgado estás, Klausi. Que no, hombre. Estuvo aquí, se bebió sus tres cervezas de siempre, estaba normal...
—¿Y está seguro de que eso fue el jueves? —dijo Sonja, mientras buscaba un bolígrafo y un trozo de papel.
—Eso me lo apunto —dije.
—¿Cómo?
—A ver, Max nunca... nunca había salido de la Jahnstrasse, ¿no? —le dijo el chico a su vaso de cerveza. O puede que sólo intentara ahorrar energía. A veces hay que tomar una decisión: o levantas la cabeza o el brazo. Al final optó por levantar el brazo con la cerveza espumeante.
—Está siempre... siempre está en su agujero... y está... Mi viejo ya le compraba los zapatos a él... Está...
Siguió bebiendo y hablando. De cosas que tenían lugar en terreno escarpado. El entierro que se celebraba en su cabeza había acabado definitivamente.
Al salir del Stüberl, Sonja echó la cabeza hacia atrás para que le tocara el sol en la cara.
—Grauke tuvo la tienda cerrada toda la semana pasada —dije—. Y, sin embargo, el jueves vino aquí a tomarse sus cervezas. Y además un par de Fernets en el otro bar.
Nos acercamos al Rumpler, que estaba a unos pocos cientos de metros. Nadie supo contarnos nada nuevo.
—No sabemos si la zapatería estuvo cerrada toda la semana —dijo Sonja luego. Cruzamos la Baumstrasse y volvimos a la Jahnstrasse. Eran las dos y media de la tarde y hacía calor. Sonja se había remangado las mangas del jersey y yo en cambio me había abrochado la camisa hasta el cuello. No es que tuviera frío. Me gustaba así.
—Se levanta, dice que va a tomarse una cerveza, se la toma y desaparece —dije.
—¿Y por qué cerró la zapatería? De eso las mujeres no nos han dicho nada.
—La cerró porque iba a marcharse. —¿Quieres decir que ya se había marchado a principios de la semana? —dijo Sonja.
—¿Por qué no?
—Pero eso significaría que volvió —dijo Sonja—, concretamente el jueves, ¿no?
—¿Y por qué no?
Las dos hermanas estaban delante de la puerta, y no parecían estar dispuestas a dejarnos entrar.
—Mi marido no se encontraba bien —dijo Lotte Grauke—. Le prohibí salir a la calle.
—Es verdad —añadió la señora Trautwein—. Tenía... tenía diarrea y fiebre y...
—¿Por qué no nos cree? —dijo Lotte Grauke. Seguía llevando el vestido negro y los zapatos de arreglar. Pero se la veía confusa, desmadejada. Seguramente acababa de pelearse con su hermana.
—Sí las creemos —dije—. Estamos recogiendo información, nada más.
—Las personas con las que hemos hablado en los bares confirman lo que ustedes nos han dicho —dijo Sonja—. Su marido no llevaba maleta, llevaba puesto el anorak y parecía ser el de siempre. Tal como nos han dicho ustedes.
—Muy bien —dijo Lotte Grauke.
—Mañana les diremos algo —dije.
—Muy bien —repitió Lotte Grauke.
Lo extraño de aquella supuesta desaparición era que en tan poco tiempo hubieran surgido tantos detalles llamativos. Las dos mujeres les habían mentido a los policías de uniforme al poner la denuncia, y luego nos habían mentido a nosotros también. Y al parecer también a unas cuantas personas del barrio, que llevaba el nombre de un riachuelo que ya no pasaba por allí, y en el que la zapatería M. Grauke, que nunca cerraba, excepto los sábados por la tarde y los domingos, estaba cerrada.
—Algo huele mal —dije.
Sonja me miró; fue una de esas miradas que más adelante iba a lanzarme a menudo.
Ahora tenía ganas de estar solo. Tenía ganas de andar calle arriba y calle abajo una hora, dos horas o todo el tiempo que hiciera falta para empezar a entender algo. Hasta que viera algo. A veces ese proceso duraba días. Pero nunca me había fallado. Como Karl les inculcaba siempre a los alumnos de la escuela de policía: ¡Confíen en su intuición!
No sé si era la intuición lo que me guiaba. Miraba a mi alrededor. Veía y oía pasar el tiempo por entre medio de las sombras de la calle, las voces de la gente, la música que salía de las ventanas, las bocinas, el griterío de los niños. Además de no tener móvil, tampoco tenía reloj. El tiempo estaba ahí y yo me tomaba todo el que necesitaba.
—Entonces vuelvo sola —dijo Sonja.
Asentí con la cabeza.
—¿Y qué le digo a Thon?
Thon era el jefe del departamento de desaparecidos, un hombre de treinta y tantos años, cuidado, que olía bien, con un pañuelo de seda que casi nunca se torcía.
—Dile que ya lo llamaré.
Al oír esa respuesta, Thon se frotaría las manos como si acabara de ponerse crema, y se rascaría el cuello con el dedo índice.
—Hasta luego, Süden.
—Hasta luego.
Sonja había aparcado el Lancia azul encima de la acera. Antes de subirse, quitó la multa del parabrisas.
Martin y yo nunca pagábamos las multas, aunque sólo fuera porque no nos gustaba la palabra multa. A Ute aquel comportamiento también le parecía sumamente infantil.
—¿A usted le gustaría vivir ahí? —me dijo un señor de edad. Estaba delante de una enorme residencia de ancianos recién construida, que seguro que no se llamaba residencia de ancianos. Parecía más bien un hotel moderno, con colores cálidos, vidrio y metal por todas partes, césped y habitaciones con mucha luz, al menos por lo que se adivinaba desde fuera.
—De todos modos, en el barrio no hay nadie que se lo pueda pagar —dijo el hombre.
—A lo mejor algún arquitecto jubilado —dije.
Había un letrero con la inscripción: «Un hogar para la tercera parte de la vida».
—¿Usted en qué parte de la vida está? —le pregunté al hombre.
—Hoy me parece que en la cuarta —dijo, y prosiguió su camino tosiendo y gimiendo.
Contemplé el letrero, que resplandecía al sol. Yo ganaba cinco mil al mes, así que mi vejez difícilmente transcurriría allí.