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Todo súper fashion. El colmado griego, el teatro alternativo, el cine solidario, los edificios restaurados, el ambiente en la calle, los bares, los locales gays, el Mylord, un local antes reservado a lesbianas y que desde hacía unos años también admitía heteros, aunque, al parecer, el consiguiente aumento de los ingresos no alcanzaba para pagar una nueva decoración. Der Siebente Himmel, la tienda donde a finales de los setenta Martin y yo nos comprábamos camisas blancas y chalecos mugrientos, de segunda mano, baratos, azules y rojos. Y por supuesto el arroyo, que se llamaba Westermühlbach. El otro arroyo, el Glockenbach, hacía tiempo que estaba tapado, como todos los demás.
Aquel lugar ya no albergaba carpinteros y campaneros; ahora tenían allí su hogar los que estaban en la segunda parte de la vida, y más concretamente los que no compraban en el Lidl. O quizá precisamente los que sí lo hacían. Pronto, cuando la tercera parte de la vida tomara posesión del barrio, quedaría sellada definitivamente su muniquización.
A veces soñaba con vivir en otra ciudad.
Pero no se me ocurría ninguna.
Yo seguía en mi habitación, sin importarme a quién le pagase el alquiler.
—¿Conoce usted al señor Grauke? —les pregunté a los camareros del restaurante Faun. No lo conocían.
—¿El zapatero? Sí, claro —dijo la dependienta de la panadería—. Pero tiene la zapatería cerrada. Mi marido está disgustado porque tiene los zapatos allí, los frescos para el verano, y los necesita.
—¿Desde cuándo está cerrada?
—Al menos una semana —dijo la mujer—. ¿Hoy qué día es? Lunes, claro, es que con este calor se atonta una. Lunes. Sí, la semana pasada, el martes, estuvo mi marido, yo es que los martes no trabajo, ¿sabe? Pues eso, estuvo allí mi marido y luego me dijo: está cerrado, y se ve que el día antes también estaba cerrado, o eso le dijeron a mi marido. Luego volvió a ir el... jueves... no, el viernes, y también se lo encontró cerrado.
—¿El señor Grauke compra el pan aquí?
—No, siempre viene la mujer. Él se pasa el día y la noche encerrado en la zapatería, no va a comprar, de eso se encarga la mujer. O la cuñada.
—¿La cuñada también vive aquí?
La mujer se me quedó mirando. Entró una clienta.
—¿Usted es de Hacienda? —me preguntó la dependienta.
La clienta salió de la panadería. La seguí con la mirada. Se giró y desapareció por la Hans-Sachs-Strasse.
—¿Y eso?
—¿Acaso se cree que el señor Grauke le ha pagado alguna vez ni un céntimo a Hacienda? —dijo la dependienta.
—Eso no es asunto mío.
—Ah, vale —dijo ella.
Compré un breze.
—Recién salido del horno —dijo la mujer.
Odio los brezen recién salidos del horno.
—Soy policía. El señor Grauke ha desaparecido.
—Bah, tonterías —dijo la mujer. Tenía el pelo corto y teñido de negro y parecía estar a punto de llegar a la tercera parte de la vida.
—Sí, seguramente —dije—. Pero el caso es que no está.
—¡Cómo se va a ir! ¡Si no tiene adónde ir! Ése se pasa la vida allí sentado, refunfuñando. Si le quitan el taburete lo matan. ¡Qué va a desaparecer! Habrá ido a tomarse una cerveza, otra cosa no.
—¿Y para eso necesita una semana?
—Hombre, con este calor no me extraña que tenga sed —dijo la mujer.
Asentí con la cabeza. Tenía un pedazo de breze atascado en el estómago. Era como si tuviera allí dentro el horno entero.
—¿Lo ha visto últimamente?
—¿Yo? No.
—¿Su marido, entonces?
—No creo. Ah, pero sí, claro, cuando fue a llevarle los zapatos. Hace una semana... No, hace dos semanas. Dos semanas.
Mientras cruzaba la Jahnstrasse por quinta vez, iba pensando en aquel hombre que refunfuñaba sentado en su taburete. Allí encogido, cosiendo, golpeteando, encolando, poniendo los zapatos arreglados en la estantería, cogiendo otro par, refunfuñando, cobrando, cosiendo otra vez. Y de vez en cuando bebiéndose una cerveza. Y de un día para otro deja de hacer todo eso. Cierra la persiana oxidada y hace mutis. Y no vuelve. ¿Y para qué? ¿Para beberse dos Fernets y unas cuantas cervezas?
Había ido a ver a su mujer. Si no, ¿por qué habría ido ella a la comisaría precisamente el jueves, y no el miércoles, o incluso el martes? Fue a ver a su mujer. Y a su cuñada, que también estaba allí —era obvio—. ¿Qué quería? ¿Despedirse de ellas?
¿O quizá ya se había despedido? ¿Había vuelto para quedarse? ¿Y entonces había pasado algo? ¿Qué? ¿Y cuándo? ¿Después de salir del Stüberl? ¿O antes? ¿Tenían algo que ver las mujeres con ello? ¿Qué podía ser, si pese a todo habían ido a la policía a poner una denuncia?
En la sala de juegos había un teléfono público.
—Soy yo.
—Hola, compañero Süden.
—¿Qué ha dicho Thon?
—Me ha dicho: «Ya te lo decía yo». Es que antes de vernos esta mañana he estado haciendo un par de averiguaciones sobre ti, y...
—¿Ah sí?
—Me ha confirmado que tienes... algunas peculiaridades.
—¿Y tú no?
—Mmm... ¿Como cuáles?
—Por ejemplo, nunca pones el agua mineral en la nevera.
—Eso no es una peculiaridad, es una costumbre.
—Sí, supongo que tienes razón.
—Pues claro.
En cuanto Sonja me dijo lo que yo quería saber, proseguí mi exploración.
Justo al lado del número 48 estaban el Ragazza, un local para adolescentes y mujeres de entre diez y veinticinco años, y el café Frauen. Los dos estaban cerrados. Al lado estaba el restaurante griego Anti, uno de esos locales tan repletos de humo que luego, al salir, no sólo tienes que poner a airear toda la noche la ropa que llevabas, sino también a ti mismo. Había estado allí una vez con Martin, habíamos comido bien y bebido mejor, pero el quinto ouzo nos produjo un cambio transitorio de personalidad. Empezamos a bailar sirtaki, a menear las piernas como bailarinas de cancán y a berrear la melodía. En algún momento entraron dos policías de uniforme y le pidieron al dueño que bajara la música. Salí afuera tambaleándome, tropecé y me golpeé en la cara con la parrilla del radiador del coche patrulla. Uno de los policías me ayudó a levantarme. No nos conocíamos.
—Está cerrado todavía —me dijo un chico griego.
—Aquí casi todo está cerrado —dije yo.
Asintió con la cabeza y entró dos cajas de naranjas en el local, que tenía la puerta entornada. Lo seguí.
Aunque no había clientes, olía a humo y grasa. Me entró hambre inmediatamente.
—¿Usted es cliente del señor Grauke? —le pregunté al chico, que estaba abocando las naranjas en el fregadero.
—Alguna que otra vez. ¿Quién es usted?
—Soy policía.
—¿Qué pasa?
—Grauke ha desaparecido.
—Ya me extrañaba que tuviera la zapatería cerrada tantos días.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Hace tiempo. ¿Y la mujer, qué? ¿Se ha ido por culpa de ella?
—¿Por qué piensa eso?
—¿Usted la ha visto sonreír alguna vez? ¿O a la hermana? Cuando entran aquí, parece que entren dos cuervos.
—¿Suelen comer aquí?
—Aquí se come bien.
—Ya lo sé.
—Sí —continuó—, vienen de vez en cuando, se sientan ahí delante al lado de la escalera, comen gyros y beben retsina. Una vez al mes.
—¿Y el marido?
—¿El marido? Ése se come las suelas de zapato.
El marido come suelas de zapato, me repetí interiormente mientras volvía a la zapatería. El marido come suelas de zapato y las mujeres comen carne de cerdo y beben vino.
Me senté en la losa de piedra que había delante de la puerta, en el descolorido felpudo. Me quité la chaqueta y me la puse sobre las rodillas.
Un sitio agradable, con sombra y frescor que salía de las piedras. Pasaron dos niños de unos nueve años. Uno llevaba una red con un balón de fútbol dentro, el otro una caja de chocolatinas de las que llaman «cabezas de moro». Se pararon y empezaron a mirarme.
—¿Está esperando al zapatero?
—Sí.
—No va a venir —me dijo el de las golosinas.
—¿Me das una cabeza de moro?
—No se dice cabeza de moro, es racista.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Mi madre.
Cuando yo estaba en la primera parte de la vida, la palabra «racista» no formaba parte de nuestro vocabulario. Ni del de nuestros padres. Para mi padre era completamente normal decir algo como «Eres más tonto que un silesio» (mis padres eran alemanes de los Sudetes que habían emigrado a Alemania después de la guerra).
—Bueno, ¿qué? ¿Me das uno? —le pregunté al niño.
—Es un estuche refrigerante —dijo el niño mientras abría la tapa, sacaba una cabeza de moro y me la ofrecía—. Y esto se llama «chocobeso».
Lo mordí.
—Pues sabe a cabeza de moro —dije.
—Se dice gracias —replicó el niño.
—Gracias —dije yo, y me tragué el chocobeso. Mientras tanto, el niño del balón me contemplaba. Tenía una cicatriz encima del ojo izquierdo.
—¿Dónde está el zapatero? —pregunté.
—No creo que vuelva —dijo el niño de las golosinas.
—Se ha muerto —dijo el del balón.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho mi madre.
—¿Sois hermanos?
—Qué va, hombre —me espetó el del balón.
—¿Y de qué se ha muerto?
—Mi madre dice que para ella está muerto.
Me relamí. Tuve que contenerme para no pedir una segunda dosis.
—Tiene los zapatos en la zapatería y dice que ya no los volverá a ver.
El chico puso gesto severo.
—¡Pero si tu madre tiene doscientos pares de zapatos! —dijo su amigo.
—No tienes ni puta idea —dijo el otro, y siguió caminando.
—Tschüss —dijo el chico de las golosinas.
—Se dice servus2 —dije yo.
—Tú no eres mi madre —contestó.
Mi mirada fue a parar a mis botas. Estaban sucias. Seguí esperando.
No pensaba volver a hablar con las dos mujeres al mismo tiempo.
Pasó una hora. Me levanté, crucé la calle y me apoyé en la pared amarilla de la tercera parte de la vida.
Pasaron treinta y cinco minutos más.
Y entonces Paula Trautwein salió de la casa. Me vio. Puso en fuga con su mirada a los gorriones de la acera. Y se marchó en dirección al centro.
En la puerta del edificio no había telefonillo. Llamé al timbre y la puerta zumbó.
La señora Grauke estaba tan asustada como yo había previsto.
Ahora llevaba un vestido de estar de casa de color azul claro y un delantal blanco. Iba descalza.
Realmente yo me había presentado en el peor momento imaginable para ella. No había función teatral, el escenario estaba vacío, la vajilla recogida y fregada y la actriz desmaquillada. Y además no se sabía el papel.
—¿Qué quiere? —preguntó.
—La gente del barrio está preocupada —dije.
—Y yo... yo también, por supuesto...
Estábamos en el recibidor que olía a laurel.
—Pase adentro —me dijo.
—Prefiero quedarme aquí.
—¿Cómo dice?
—Mejor nos quedamos aquí en la puerta, me gusta este sitio.
—Quiero sentarme.
—Ya se sentará cuando me vaya.
Me puse la chaqueta de cuero, porque no me apetecía llevarla colgada, y me crucé de brazos. Me coloqué al lado de la puerta y aspiré el olor. En el aire flotaba también el perfume de la señora Grauke, acababa de echarse un poco.
—¿Va a salir? —dije.
—No, estoy... no, no voy a salir. ¿Adónde voy a ir? ¿Qué quiere de mí?
—Soy el policía que tiene asignado.
—¿Cómo dice?
Echó la cabeza hacia atrás y me miró a los ojos, pensando que yo bromeaba. Pero yo no moví un músculo de la cara. Quizá podría haber esbozado una sonrisa irónica, pero no sabía sonreír irónicamente; ese gen me faltaba.
—Su marido ya estuvo desaparecido una vez —dije. Ella no contestó. Luego se secó las manos en el delantal. Un gesto bonito. Tenía los dedos finos, las uñas bien cortadas, en forma de medialuna, los nudillos redondos, unas manos que parecían suaves y al mismo tiempo enérgicas. Hasta ahora no se las había tocado. Quizá no fuera muy aficionada a dar la mano para saludar o despedirse.
—De eso hace... cinco años —dijo.
—Seis —dije yo.
Nos quedamos callados. Seguramente en el interior de su cabeza las palabras se atropellaban, se golpeaban por dentro contra la frente, que se movía, se fruncía, se alisaba y volvía a arrugarse. Mientras tanto, yo me preguntaba si no traería entre manos una falsa desaparición.
—Yo pensaba... —dijo, bajando la cabeza—, pensaba que los... que borran los datos. Eso es lo que me dijeron entonces...
—Los datos se borran del ordenador de la jefatura regional de policía, pero los conservamos por si acaso; si nadie los utiliza, al cabo de diez años desaparecen.
—¿Eso es legal? —dijo ella.
—Supongo que sí —dije yo.
—¿Cómo que lo supone? ¡Tiene que saberlo, por algo es policía!
—Usted temía que su marido se suicidase.
—¡Sí! —dijo ella, y se giró en dirección a la sala de estar. Le cerré el paso en el estrecho pasillo. En el primer momento estuvo a punto de empujarme, ya había levantado la mano. Pero luego cambió de idea.
—Sí —dijo—, estaba preocupada. El negocio no funcionaba, Maximilian empezó a beber... por las noches se quedaba abajo... se encerraba, no hablaba con nadie, y si decía algo, era: No aguanto más, la vida es una mierda, me voy a tirar al Isar, cosas así. Y luego desapareció. Y nos entró el pánico...
—A usted y a su hermana.
—Sí, claro.
Se atragantó. Volvió a pasar las manos por el delantal.
—Fuimos a la policía en seguida. Pero al cabo de cuatro días estaba otra vez aquí, gracias a Dios; había estado dando vueltas por ahí. Nunca hemos sabido por dónde anduvo. En cualquier caso, no se suicidó, él no está hecho para esas cosas.
Me pregunté qué tipo de gente debía de ser la que sí estaba hecha para el suicidio.
—¿Por qué no dice nada?
Empezaba a impacientarse, incluso a enfadarse. Seguramente no sólo por mi culpa. También, probablemente, porque su hermana no estaba allí. Porque no se dignaba aparecer para volver a escenificar la comedia.
—Mire, señora Grauke —dije. Ella dio un paso atrás, se apoyó las manos en las caderas y entornó los ojos.
—Desaparecer no es un delito —continué—. Además, yo no tengo por qué saber lo que pasa en su casa. A mí eso me trae sin cuidado, pero puede contarme lo que le apetezca, yo la escucharé porque es mi trabajo. Me está mintiendo, y está en su derecho de hacerlo. Ha denunciado la desaparición de su marido, y esta vez no ha dicho que tenga miedo de que se suicide. Se ha marchado y punto. No se marchó el jueves, sino antes. A principios de la semana, o quizás el fin de semana anterior. Usted no está obligada a contármelo. Esas cosas ya las averiguo yo mismo. Y si dentro de cuatro días su marido vuelve a aparecer, punto final y todos contentos.
Ella apretó los labios. Luego se dio la vuelta y se fue a la cocina. Yo me quedé donde estaba.
—¿Qué hace ahí? —me dijo desde la cocina.
Fui hacia ella. En el guardarropa había chaquetas y abrigos de diferentes tallas. De mujer, o eso me pareció.
—Sí —dijo, mientras se echaba cerveza en un vaso—. Sí. Sí. Vale.
Dejó la botella en un posabotellas de mimbre y bebió un trago.
—Usted estará de servicio, supongo.
—Sí, claro, ¿por qué lo dice?
—Si no, le habría ofrecido una cerveza.
—¿Y a qué espera? —repliqué.
—¡Eso va contra la ley!
No dije nada. Ella sacó otra botella de la nevera y cogió otro vaso. Se los quité de las manos antes de que me sirviera. A mí me gustaba beber de la botella.
Lotte Grauke reprimió un comentario.
—¿Cuándo desapareció realmente su marido? —le pregunté.
Se sentó. Sobre la mesa estaba el servicio de té recién fregado, en los fogones había una olla, y al lado una tabla de madera con un cuchillo de carne encima. El mobiliario de la cocina era viejo pero se veía limpio, el fregadero estaba reluciente, una colección de botes y botellas variados se alineaba en una estantería primorosamente revestida con una cenefa, como preparada para una foto. La cocina era estrecha, todo el piso era estrecho; sin embargo, no resultaba agobiante, era un piso con muebles sencillos pero perfectamente habitable.
—El domingo —dijo. Tomó un trago. Luego se pasó el tirante del delantal por encima de la cabeza y plegó el delantal.
—¿No tiene calor con esa chaqueta? —dijo.
—No —contesté.
—El domingo —repitió.
—¿Y por qué?
Eso ya se lo había preguntado una vez, y ella no había respondido, porque la pregunta le había parecido fuera de lugar. Y tenía razón. ¿Por qué hay gente que se va de casa? Sólo existían cuatro respuestas. Porque quería suicidarse, porque había sido víctima de un delito, porque había sufrido un accidente o porque se había perdido y no sabía volver, algo que les sucedía sobre todo a las personas de edad avanzada. No había más motivos. Por lo menos desde nuestro punto de vista. Todos los demás desencadenantes eran irrelevantes para nosotros. Sólo se podía hablar de desaparición si podíamos poner una cruz al lado de uno de los puntos de esa lista. El reglamento lo definía con la fórmula: «Peligro efectivo para la vida o la integridad física».
Los desengaños amorosos no entraban en la lista. Ni los problemas en el trabajo. Ni el aburrimiento. Ni el desánimo. Si no había peligro efectivo, los familiares ya podían lamentarse cuanto quisieran: no les serviría de nada. Por supuesto, admitíamos la denuncia y la introducíamos en el ordenador. Y si teníamos tiempo, investigábamos un poco. Pero no era asunto de nuestra incumbencia. Eso sí, cuando desaparecía un niño, empezábamos a buscar en seguida. Con los niños siempre había un peligro real.
Los adultos, en cambio, disfrutaban del «libre albedrío». Como diría el poeta, podían partir, con el alma confortada, adonde quisieran.3
Y eso era justamente lo que había hecho Maximilian Grauke.
—No piensa hacer ninguna locura —dijo su mujer—, eso seguro que no. Se ha marchado porque estaba harto.
—¿De quién? ¿De usted y su hermana? —dije.
—No —dijo levantando la voz—, de todo el mundo, no aguantaba más su trabajo, la gente, el barrio...
—¿A usted tampoco?
—A mí tampoco.
Vació el vaso, miró hacia la nevera y pasó la mano por el delantal plegado sobre sus rodillas.
—Y el jueves volvió —dije. La cerveza me estaba abriendo aún más el apetito.
—¿Qué?
Se levantó, fue al fregadero, enjuagó el vaso y lo secó, todo ello sin mirarme ni una sola vez.
—El jueves volvió aquí, y cuando se marchó de nuevo, usted puso la denuncia. El desencadenante fue la visita. ¿Por qué volvió?
—¡Y yo qué sé! —gritó. Dejó caer el vaso, que se hizo trizas. Unas cuantas astillas se le clavaron en los pies descalzos. Reprimió trabajosamente un nuevo estallido. Y las lágrimas.
Me arrodillé y le extraje con todo cuidado las astillas de vidrio de los pies. Tenía los pies fríos.
Luego se fue corriendo al lavabo y se encerró. Oí correr el agua. Me apoyé en la pared del pasillo.
La mujer seguía moviéndose por su habitación hecha de mentiras; había reconocido algo, muy poco. Tan poco que no bastaba para abrir la puerta. Más bien la cerraba de nuevo con llave. Yo seguía sin averiguar nada. Nada que no me hubiera imaginado ya.
—¡Haga el favor de marcharse! —dijo desde el otro lado de la puerta cerrada.
—¿Por qué puso la denuncia? —le pregunté.
No hubo respuesta. Tenía ganas de volver a la cocina y acabarme la cerveza. Y así lo hice. Luego volví a apostarme delante de la puerta del baño.
—No vamos a buscar a su marido —dije.
—Es su obligación —dijo ella.
—Se equivoca.
Nos quedamos callados. Silencio. Todas las ventanas estaban cerradas. En el pasillo la luz permanecía encendida. Las ventanas estaban bien limpias, pero eran pequeñas, y en aquel segundo piso no entraba el sol. Contemplé las chaquetas y abrigos del guardarropa. Luego llamé a la puerta del baño.
—¿Su marido tenía algún lugar favorito? Al lado del Isar, en algún lugar de la ciudad, un bar...
No obtuve respuesta.
Volví a llamar a la puerta.
—No tiene ningún lugar favorito.
La voz sonaba como si la señora Grauke se estuviera tapando la boca con una toalla.
Llamé por tercera vez.
La oí caminar arrastrando los pies.
—Su lugar favorito es el taller.
—Quiero verlo.
—¿Ahora?
—¡Sin la menor duda!
Dentro de la zapatería el aire estaba impregnado de olor a cuero, cola y caucho, a humedad y paredes viejas. En un rincón había una estufa de petróleo desvencijada; las estanterías estaban llenas de zapatos, y también el banco de la máquina de pulir. Delante de la ventana había una mesa de madera abarrotada de utensilios, y entre ellos una pila de periódicos.
Lotte Grauke se había detenido en la puerta que daba a la escalera, después de abrirla y encender la luz.
Miré a mi alrededor. Y absorbí el olor. De pequeño, en el campo, donde me crié, me pasaba tardes enteras con el zapatero Vollenklee, que siempre llevaba el mismo mandil verde, repartía golpes con su martillo de cabeza redonda y a veces me asustaba cuando levantaba el brazo y lo enarbolaba en dirección a mí.
Debajo de la gruesa mesa de madera descubrí dos botellas de cerveza vacías.
—¿Su marido bebe durante el trabajo?
—Igual que usted —dijo la señora Grauke.
Puse las botellas sobre la mesa.
La señora Grauke respiró hondo. Y no dijo nada.
Una de las botellas tenía una marca. Como de lápiz de labios. Lo olí. Luego olí la otra botella. Después volví a dejar las botellas debajo de la mesa.
—¿Viene usted a menudo por aquí?
—Nunca.
—¿Usted trabaja?
—A veces. En una sastrería. Voy a echar una mano de vez en cuando.
—¿Dónde está la sastrería?
Me dio la dirección. Sobre uno de los dos taburetes había una manta de lana marrón enrollada, y encima de ella un cojín. Miré a la señora Grauke, que fingía no prestarme atención. De vez en cuando volvía la cabeza hacia atrás. Parecía temer que la viera algún vecino.
Junto a la máquina de coser vi un objeto azul apelotonado. Un saco de dormir apretujado en el rincón. Lo olí.
—¿Su marido dormía aquí? —dije.
—¿Por qué iba a dormir aquí? —dijo ella.
Con aquello bastaba por hoy. Me dirigí a la escalera.
—¿Por qué se marchó su marido, señora Grauke?
Ya había recuperado el control. Quizá se había tomado una píldora en el lavabo. Cerró la puerta y se puso a jugar con el llavero.
—No puedo decírselo —dijo. Levantó la mirada hacia mí y sonrió durante un segundo. Una sonrisa burlona.
—¿Usted quiere que vuelva?
Fue hacia la escalera. Ahora llevaba sandalias. Posó la mano en la barandilla y se detuvo.
Fuera los coches circulaban más rápido, las voces infantiles sonaban excitadas, ya no había camiones por la calle, ni contenedores de basura entrechocando. A aquella hora, si alguien tocaba la bocina era porque tenía prisa, no para saludar a nadie. En la escalera olía a comida.
—¿Por qué iba a poner una denuncia, si no? —dijo la señora Grauke sin volverse para mirarme.
—A lo mejor porque su hermana la convenció para que lo hiciera.
—No —dijo, mientras subía los escalones. Andaba encorvada, agarrando con fuerza el listón de madera de la barandilla. Como si de repente hubiera envejecido. Y tantas preguntas la hubieran ablandado.
Como si de repente ya no tuviera sentido esperar a su marido.
Y la denuncia sólo hubiera sido una especie de obligación conyugal, el cumplimiento amistoso de un precepto no escrito.