Dioses de ayer, dioses de mañana

La cultura de los tibetanos, que se hizo grande en altos valles incomunicados del resto del mundo, está familiarizada con el «rey altísimo del cielo» o «santo de lo alto»[70]. Los tibetanos distinguen entre el cielo trascendente y el firmamento.

Los reyes tibetanos más antiguos se llamaban «tronos celestiales». Descendían de los cielos al servicio de los dioses y regresaban cuando terminaba su reinado, sin pasar por la muerte.

Poseían unas armas inimaginables con las que destruían o controlaban a sus enemigos. El aspecto de algunas de estas armas se ha conservado en el recuerdo popular; por ejemplo, el «martillo del trueno», que todavía se venera en los templos tibetanos. Detrás de esto debe haber algo más que fantasías: estos «martillos del trueno» son una realidad, aunque no podamos imaginarnos cómo funcionaban.

La leyenda del gran rey tibetano Gesar dice que subió a los cielos entre «una aparición celestial de luz». Cuando hubo establecido el orden en el país, desapareció de nuevo y volvió a su casa del cielo, no sin antes prometer, por supuesto, que volvería algún día. Como los primitivos monarcas misteriosos de la China o los dioses-reyes del antiguo Egipto, el rey Gesar era un maestro de la humanidad. Como ellos, era tenido por un «hacedor de humanidad», antes de cuya venida los seres humanos vivían todavía como animales. En la genealogía real del Tíbet, llamada Gyelrap, se registran los nombres de veintisiete reyes; siete de ellos bajaron del firmamento a la Tierra por una escalera de mano. E incluso los textos más antiguos también bajaron volando a la Tierra en una caja. El gran maestro tibetano con un trabalenguas por nombre, Padmasambhava (llamado también U-Rgyan Pad-Ma), trajo de los cielos a la Tierra unos textos indescifrables. Antes de su partida, sus discípulos depositaron estos textos en una cueva para conservarlos hasta «una época en que fueran entendidos»[71]. El propio maestro desapareció ante los ojos de sus discípulos y regresó a las nubes. Al parecer, no subió entre un haz de luz, sino que «apareció un caballo de oro y plata», y todos lo vieron ascender a las nubes en este corcel. ¿Les suena? ¡Enoc y su corcel bien podían ser parientes próximos suyos!

Casi me da vergüenza añadir que en los libros sagrados del Tíbet también se habla de números imposibles. Se recuerda a cuatro grandes reyes divinos que vivieron nueve millones de años terrestres cada uno. También se describen diversos lugares cósmicos de residencia, a los que se llega tras largos viajes por el espacio. Los números y los periodos que se citan nos recuerdan poderosamente la teoría de la relatividad de Einstein; con la importante diferencia, por supuesto, de que los libros tibetanos Kandshur y Tandshur tienen miles de años de antigüedad[72].

Pero estas ideas no sólo estaban extendidas en el Próximo y en el Lejano Oriente. Los indios de América tenían ideas muy semejantes. Los relatos de la tribu Wabanaki hablan de su maestro Gluskabe, que les enseñó las artes de la pesca, la caza, la construcción de chozas, la construcción de armas, la medicina, la química, y también, por supuesto, la astronomía. Antes de concluir su trabajo sobre la Tierra y de despegar hacia las estrellas prometió regresar en un futuro lejano[73]. ¡Qué sorpresa!

En otro libro he hablado del dios maya Kukulkán[74]. Aquí recordaré de pasada una cita: «El pueblo tiene la firme seguridad de que subió a los cielos»[75]. Y, por si alguien no lo había adivinado, también prometió regresar.

No hace falta ser un Sherlock Holmes para relacionar entre sí estos fragmentos del recuerdo popular y de las religiones. Y yo creo, personalmente, que es una tontería decir que diversos pueblos de todo el mundo aprendieran a esperar a sus dioses después de escuchar a los misioneros cristianos. Pero, en nombre del cielo, ¿cuáles son anteriores: los textos cristianos, o los otros?

Sea cual sea la cultura que se examina, y he dejado muchas sin citar (como la de los aborígenes de Australia, la china, la incaica: recordemos que los conquistadores cristianos Pizarra, en el Perú, y Cortés, en México, fueron recibidos como si fueran dioses que habían regresado), se encuentran leyendas semejantes o casi idénticas. Los dioses con billete de ida y vuelta son un fenómeno mundial, y los ejemplos que he citado en este capítulo no son más que la punta del iceberg.